7

Hace un rato, estaba en una librería de la calle de L’Odéon. Ya era de noche. Había encontrado en las estanterías de libros de lance una novela encuadernada en un color rojo sucio que se llamaba: Se acabaron los sueños. El librero, en su mesa, acababa de meter el libro en una bolsa blanca de plástico y me lo estaba alargando cuando entró una mujer. No cerró al entrar la puerta acristalada, como si no quisiera entretenerse. Una mulata de mi edad, alta, vestida con un abrigo viejo de color de herrumbre y con el cinturón colgando. Llevaba un capacho. Se nos acercó y puso el capacho encima de la mesa del librero.

—¿Compra usted libros?

Había hecho la pregunta con brusquedad y con el acento de los antiguos arrabales de París.

—Depende —dijo el librero.

—Vengo de parte de una señora mayor… Trabajo en su casa…

Sacó los libros del capacho: libros de arte, tomos de la colección de La Pléiade… A uno iban enganchados un collar y un broche, y los volvió a meter en el capacho. Con aquellos ademanes tan bruscos salieron volando unos cuantos billetes de banco. Los recogió y se los metió en un bolsillo del abrigo.

—¿Y esa señora mayor vive en el barrio? —preguntó el librero.

—No… no… Vive en el distrito XVII… Es la señora de la casa en que trabajo…

—Tendría usted que darme su dirección —dijo el librero.

—¿Y para qué quiere su dirección?

De repente, se había vuelto agresiva. Aquel collar, aquel broche y aquellos billetes de banco entre los libros daban la impresión de un robo apresurado. Los libros estaban apilados encima de la mesa.

—Entonces, ¿no se quiere quedar con ellos?

—Ahora mismo, no —dijo el librero.

Ella los metía uno a uno, con ademán rabioso, en el capacho. El librero miraba las tapas como si quisiera localizar manchas de sangre. A lo mejor pensaba que había asesinado a esa vieja, «la señora de la casa en que trabajaba», como decía ella.

La mujer se encogió de hombros y se fue, dejando la puerta abierta al salir. Por miedo a que se esfumase, salí en el acto, pisándole los talones.

Nada más verla en la librería, me había dicho a mí mismo que era la reencarnación de Jeanne Duval, o Jeanne Duval en persona. Que fuera alta, y tuviera acento parisino y el capacho donde había amontonado libros, las joyas y los billetes de banco encajaba con los pocos detalles que había leído yo acerca de ella y había apuntado antiguamente en la libreta negra. Iba unos diez metros por delante de mí y cojeaba levemente. Habría podido alcanzarla, pero prefería seguirla a distancia para convencerme de que era ella. Llevaba colgando a ambos lados el cinturón del abrigo y el capacho en la mano izquierda, y, con el peso, ladeaba el busto. Los faroles, en las fachadas de los edificios de la calle, no habían cambiado desde el siglo XIX y apenas si la iluminaban. Me daba miedo perderla de vista. En el cruce de L’Odéon, se encaminó a la boca del metro. Yo había apretado el paso. Cuando la mujer estaba a punto de bajar las escaleras, grité:

—Jeanne…

Se volvió. Me lanzó una mirada intranquila, como si la hubiera pillado con las manos en la masa. Nos quedamos un momento quietos los dos, observándonos. Quise acercarme y acompañarla hasta el andén para llevarle el capacho. Pero no pude moverme. Notaba las piernas pesadas como el plomo, cosa que me sucede a menudo en sueños. Luego ella bajó las escaleras muy deprisa. Seguramente tenía miedo de que la siguiera. Debía de tomarme por un poli de paisano. Impresionado, me senté al pie de la estatua de Danton. Le había dicho al librero que «la señora para la que trabajaba» vivía en el distrito XVII. Pues claro, aquello encajaba con el último testimonio que había leído acerca de ella. Nunca pudo saberse en qué fecha murió y había llegado a preguntarme si en realidad se había muerto. Y, además, ni siquiera sabíamos la fecha de nacimiento. Su sombra seguía muy presente aún en algunos barrios de París. El último testigo que la identificó, porque vivía cerca, dijo que su casa estaba en el 17 de la calle de Sauffroy. Que, desde luego, está al final del distrito XVII. Un trayecto largo de metro. Desde Odéon, trasbordaría en Sèvres-Babylone. Luego, en Saint-Lazare. Se bajaría en Brochant. Me prometía ir algún día a la calle de Sauffroy. Por lo menos, tenía más o menos un punto de referencia. Pero no podía decir lo mismo de las personas a quienes había conocido en una época más próxima que la de Jeanne Duval y que, como ella, aparecían en la libreta negra. No sabía qué había sido de ellas. Me parece que esos a quienes Dannie llamaba «los golfantes del Unic Hôtel» se habían muerto, por lo menos «Georges», alias Rochard, y Paul Chastagnier. No tengo tanta seguridad en lo referido a Duwelz y Gérard Marciano. Tampoco volví a tener noticias de Aghamouri. Y Dannie había desaparecido definitivamente. Y eso que yo me había hecho en la última página de la libreta negra una lista de unos cuantos detalles que recordaba y que deberían haberme puesto sobre su rastro. Añadí los demás detalles que no sabía y de los que me enteré hojeando las páginas del expediente de Langlais. Sin embargo, mis investigaciones no habían dado resultado y, al cabo de cierto tiempo, acabé por dejarlas. No me hacía ya demasiadas ilusiones. Todo aquello acabaría por caer en el olvido un día u otro.

Desde que empecé a escribir estas páginas, me digo que sí hay un medio de luchar contra el olvido. Y es ir a determinadas zonas de París donde uno no ha vuelto desde hace treinta o cuarenta años y quedarse por allí una tarde entera, como si estuviera de vigilancia. A lo mejor esas personas de quienes nos preguntamos qué ha sido aparecerán en la esquina de una calle o en el paseo de un parque, o saldrán de los edificios que flanquean esos callejones sin salida que se llaman «glorietas» o «villas». Viven con una vida secreta y eso sólo pueden hacerlo en sitios silenciosos, lejos del centro. Sin embargo, en todas las ocasiones en que me pareció reconocer a Dannie, fue siempre entre el gentío. Una tarde a última hora, en la estación de Lyon, cuando iba a coger un tren, entre el barullo de la salida de vacaciones. Un sábado a media tarde en el cruce del bulevar y de la Chaussée d’Antin, en el flujo de gente que se agolpaba en las puertas de los grandes almacenes. Pero en todas esas ocasiones estaba equivocado.

Hace veinte años, una mañana de invierno estaba citado en el juzgado de lo civil del distrito XIII y, a eso de las once, al salir del juzgado, estaba en la acera de la plaza de Italie. No había vuelto a esa plaza desde la primavera de 1964, una temporada en que iba por ese barrio. Y de pronto caí en la cuenta de que no llevaba encima ni un céntimo para coger un taxi o el metro y volver a casa. Di con un cajero automático en una callecita que estaba detrás de la tenencia de alcaldía, pero, tras teclear el número secreto, salió, en vez de los billetes, una cartulina. Ponía: «Saldo disponible insuficiente. Disculpe las molestias». Volví a teclear el número, y volvió a salir la misma cartulina: «Saldo disponible insuficiente. Disculpe las molestias». Rodeé el edificio de la tenencia de alcaldía y me vi otra vez en la acera de la plaza de Italie.

El destino quería que me quedase allí y no había que llevarle la contraria. A lo mejor tanta era mi insuficiencia que no conseguiría nunca salir del barrio. Me notaba ingrávido por el sol y el cielo azul de enero. En 1964 no había rascacielos, pero ahora se iban desvaneciendo poco a poco en el aire límpido para dejarles el sitio al café Le Clair de lune y a las casas de planta baja del bulevar de La Gare. Iba a colarme dentro de un tiempo paralelo donde nadie podría ya darme alcance.

Las paulonias de flores malva de la plaza de Italie… Me repetía esa frase y debo reconocer que se me llenaban los ojos de lágrimas. ¿O sería el frío del invierno? En resumidas cuentas, había regresado al punto de partida, y si los cajeros automáticos hubiesen existido allá por 1964, la cartulina habría sido para mí la misma: Saldo disponible insuficiente. No disponía por entonces de nada, ningún derecho, ninguna legitimidad. Ni familia, ni categoría social bien definida. Flotaba en el aire de París.

Iba andando hacia el punto en que había estado el café Le Clair de lune. Nos quedábamos sentados en las mesas del fondo, cerca de la tarima de los músicos, sin tomar nada. Estaba dando la vuelta a la plaza. Debería coger una habitación en algún hotel modesto, quizá el Coypel, si existiera aún, u otro cuyo nombre no recordaba, por la zona de Les Gobelins. Había llegado a la esquina con la avenida de la Sœur-Rosalie e iba otra vez en dirección a la tenencia de alcaldía, preguntándome hasta cuándo iba a estar dando vueltas por la plaza, como si fuera un campo magnético que no me soltaba. Me detuve delante de la terraza de un café. Un hombre de cierta edad estaba sentado a una mesa, detrás de la cristalera, y me miraba. Y yo tampoco le quitaba ojo. Tenía una cara que me recordaba a alguien. Rasgos bastante regulares. Pelo gris —o blanco— cortado a cepillo más bien largo. Me hizo una seña con el brazo. Quería que entrase en el café.

Se levantó al acercarme yo y me tendió la mano.

—Langlais. ¿Me recuerda?

Titubeé un momento. Fue seguramente la tiesura de su porte militar y ese «¿me recuerda?» lo que me ayudó a identificarlo. Y además nunca te olvidas de las caras de aquellos con quienes te has cruzado en un período difícil de la vida.

—El muelle de Gesvres…

Pareció sorprenderlo que le dijera eso:

—Veo que tiene muy buena memoria…

Se había sentado y me hizo una seña para que ocupase la silla que tenía enfrente.

—Lo he ido siguiendo de lejos todo este tiempo —me dijo—. He leído incluso su último libro sobre esa… Jeanne Duval…

Yo no sabía muy bien qué contestarle. Repetí:

—¿Me ha ido siguiendo?

Sonrió y recordé que anteriormente me había demostrado cierto trato benigno.

—Sí… Lo he ido siguiendo… Era mi oficio, hasta cierto punto…

Me observaba frunciendo el ceño, como en el siglo anterior en su despacho del muelle de Gesvres. Aparte del pelo gris cortado a cepillo, aunque algo largo, no había cambiado mucho. No es que hiciera mucho calor que digamos en aquella terraza acristalada y no se había quitado la gabardina, que habría podido datar de la época lejana en que me interrogó.

—Supongo que no vive en el barrio…, si no me lo habría encontrado…

—No, no vivo en el barrio —le dije—. Y llevaba una eternidad sin venir por aquí…, desde la época del muelle de Gesvres…

—¿Quiere tomar algo?

El camarero estaba junto a nuestra mesa. Estaba a punto de pedir un Cointreau, en recuerdo de Dannie, pero no llevaba un céntimo encima y me resultaba violento que me invitase.

—No…, estoy bien así —tartamudeé.

—Sí, hombre… Tome algo…

—Un café solo.

—Y yo otro —dijo Langlais.

Hubo un silencio. Me tocaba a mí romperlo.

—¿Vive usted en el barrio?

—Sí. De toda la vida.

—Yo también, cuando era joven, conocía bien este barrio… ¿Se acuerda del café Le Clair de lune?

—Claro que sí. Pero ¿qué hacía usted en Le Clair de lune?

El tono era el mismo con que me había interrogado hacía tiempo. Me sonreía.

—No tiene usted obligación de responder. No estamos ya en mi despacho…

Detrás de la cristalera de la terraza veía parte de la plaza de Italie, que no había cambiado bajo el sol y el cielo azul. Me daba la impresión de que me había interrogado el día anterior. Le sonreí.

—¿Y cuándo quiere usted reanudar el interrogatorio? —le pregunté.

Estaba seguro de que él también tenía la misma impresión que yo. El tiempo estaba abolido. No había pasado más de un día entre el muelle de Gesvres y la plaza de Italie.

—Es curioso —me dijo—. En varias ocasiones he querido volver a entrar en contacto con usted… Llamé incluso una vez por teléfono a su editorial, pero no quisieron darme sus señas.

Se inclinaba hacia mí, guiñando los ojos.

—La verdad es que habría podido dar con sus señas yo solo… Era mi oficio…

Volvía a tener el tono seco del muelle de Gesvres. Yo ya no sabía si estaba bromeando.

—Pero me daba miedo molestarlo… y que mi gestión le resultara embarazosa…

Cabeceaba como si no supiera si decirme algo. Yo esperaba con los brazos cruzados. Me parecía de pronto que se habían invertido los papeles y que era yo quien estaba detrás de su escritorio e iba a empezar a interrogarlo.

—Mire…, cuando me jubilé, me quedé con dos o tres expedientes, de recuerdo… y, entre ellos, con el expediente de esos por quienes lo interrogamos a usted en el muelle de Gesvres…

Se mostraba apurado, casi tímido, como si me hubiera confesado algo comprometedor que pudiera escandalizarme.

—Si siente usted interés…

Me pregunté si estaba soñando o no. Un hombre acababa de sentarse a una de las mesas de la terraza, al fondo del todo, y estaba marcando un número, con el índice, en el móvil. Ver ese objeto me confirmó que aquello no era un sueño y que estábamos ambos en el presente y en el mundo real.

—Pues claro que me interesa —le dije.

—Por eso quería saber sus señas… Pensaba mandárselo todo por correo…

—Una gente muy peculiar —le dije—. Me acuerdo mucho de ella esta temporada…

Me apetecía explicarle por qué aquel expediente, que tenía ya casi medio siglo, me interesaba. Vives una época breve de tu vida —día a día, sin hacerte preguntas— en circunstancias raras, entre personas que son raras también. Y hasta mucho más adelante no puedes entender por fin qué viviste y quiénes eran exactamente esos que te rodeaban, siempre y cuando te proporcionen por fin el medio para resolver un lenguaje en clave. La mayoría de las personas no se ven en esas circunstancias: tienen recuerdos sencillos, sin altibajos, y que se bastan a sí mismos y no necesitan decenas y decenas de años para aclararlos.

—Lo entiendo —me dijo, como si me hubiera adivinado el pensamiento—. Ese expediente será para usted, hasta cierto punto, una bomba de explosión retardada.

Miró el ticket. A mí me daba mucho apuro no poder invitarlo. Pero no me atrevía a ponerlo al tanto de que aquella mañana era una persona insolvente.

Fuera, en la acera de la plaza, nos quedamos, Langlais y yo, quietos y callados. En apariencia, no quería que nos separásemos ya.

—Puedo darle ese expediente en mano… No hace falta que se lo mande por correo…, vivo aquí al lado…

—Es usted muy amable —le dije.

Dimos la vuelta a la plaza y me señaló con el dedo un rascacielos que hacía esquina con la avenida de Choisy.

—Ahí estaba Le Clair de lune —me dijo, indicándome los bajos del rascacielos—. Mi padre me llevaba a menudo. Conocía a la dueña…

Nos estábamos metiendo por la avenida de Choisy.

—Vivo un poco más abajo… Puede estar tranquilo, que no lo voy a obligar a andar kilómetros…

Llegábamos a la altura de la glorieta de Choisy. Me acordaba bien de esos jardines, que más bien parecían un parque, del edificio grande de ladrillo rojo que llamaban Instituto Dental, y del liceo femenino, al fondo del todo. Del otro lado de la avenida, pasados los rascacielos, había unas casas de planta baja que estaban tal y como las había conocido yo. Pero ¿por cuánto tiempo aún? Langlais se detuvo delante de un edificio pequeño que hacía esquina con un callejón sin salida y en cuyos bajos había un restaurante chino.

—No le pido que suba a casa…, me daría vergüenza…, está todo de un desordenado… Tardo un segundo…

Solo en la acera, miraba los árboles pelados del bulevar de Choisy y, a distancia, la mole rojo oscuro del Instituto Dental. Aquel edificio siempre me había parecido insólito en el parque. Mis recuerdos de la glorieta de Choisy no eran recuerdos de invierno, sino de primavera y de verano, cuando las frondas de los árboles contrastaban con el rojo oscuro del Instituto.

—¿En qué pensaba, tan ensimismado?

No lo había oído llegar. Llevaba en la mano una carpeta de plástico amarillo. Me la estaba alargando.

—Tenga… su expediente… Es bastante breve, pero seguro que le resulta interesante…

Los dos titubeábamos antes de separarnos. Me habría gustado invitarlo a comer.

—No se moleste porque no le haya pedido que subiera…, es un piso diminuto donde ya vivieron mis padres… La única ventaja que tiene es la vista a todos estos árboles…

Y me señalaba la entrada a los jardines centrales de la glorieta de Choisy.

—Hablábamos hace un rato de Le Clair de lune… A la dueña la asesinaron allí, en la glorieta… ¿Ve el edificio de ladrillo rojo, el Instituto Dental…?

Parecía absorto en un recuerdo doloroso.

—Se la llevaron al Instituto… La arrimaron a una pared y la fusilaron por la espalda… Y luego se dieron cuenta de que se habían confundido…

¿Había presenciado la escena desde la ventana de su casa?

—Fue en la Liberación de París… Se había instalado un grupo entero en el Instituto Dental…, resistentes falsos…, el capitán Bernard y el capitán Manu…, y un teniente cuyo nombre se me ha olvidado…

Yo no sabía ninguno de esos detalles cuando cruzaba la glorieta de Choisy, hacía años, para ir a esperar a la salida del liceo a una amiga de la infancia.

—No hay que revolver excesivamente en el pasado. Y me pregunto si he atinado al darle este expediente… ¿Volvió a ver a la chica? Esa que tenía varios nombres.

No entendí de inmediato a quién se refería.

—El interrogatorio que le hice en el muelle de Gesvres fue por ella. ¿Cómo la llamaba usted?

—Dannie.

—En realidad se llamaba Dominique Roger. Pero tenía otros nombres.

Dominique Roger. A lo mejor era con ese nombre con el que iba a recoger las cartas a la lista de correos. Nunca pude ver qué ponía en los sobres. Se metía enseguida las cartas en el bolsillo del abrigo después de leerlas.

—A lo mejor la conoció con el nombre de Mireille Sampierry —me dijo Langlais.

—No.

Él separaba los brazos y me miraba con ojos rebosantes de compasión.

—¿Cree que todavía vive? —le pregunté.

—¿En serio quiere saberlo?

Yo nunca me lo había preguntado de forma tan concreta. A decir verdad, podía contestarle: No. En realidad, no.

—No merece la pena —me dijo él—. No hay que forzar las cosas. A lo mejor un día se cruza con ella por la calle. Nosotros nos hemos encontrado…

Yo había abierto la carpeta de plástico amarillo. A primera vista, había dentro unas diez hojas.

—Vale más que lea usted todo eso con la cabeza descansada… Si necesita alguna explicación, hágamelo saber.

Rebuscaba en el bolsillo interior de la chaqueta y me dio una tarjeta de visita diminuta donde ponía: Langlais. Avenida de Choisy, 159, y un número de teléfono.

Anduve unos pasos y me volví. No se había vuelto a meter en la casa. Seguía en medio de la acera y me miraba de lejos. Seguramente iba a seguirme con la mirada hasta que desapareciese al final de la avenida. En los tiempos en que trabajaba en su oficio, debió de estar de vigilancia a menudo en días de invierno como aquel, o incluso de noche, con ambas manos metidas en los bolsillos de la gabardina.