6

Iba andando con ella por el barrio de mi infancia, ese barrio por el que solía evitar pasar porque me traía recuerdos dolorosos y que ha cambiado tanto que en la actualidad me resulta totalmente ajeno e indiferente. Habíamos dejado atrás el Royal Saint-Germain y estábamos llegando ante la entrada del hotel Taranne. Vi salir del hotel a ese escritor a quien yo admiraba y uno de cuyos poemas se llamaba: «Dannie». Detrás de nosotros, una voz masculina llamó: «¡Jacques!…», y se volvió. Me miró con extrañeza, porque pensó que era yo quien lo había llamado por su nombre. Me entraron ganas de aprovechar la casualidad, de acercarme y de estrecharle la mano. Le habría preguntado por qué se llamaba «Dannie» su poema y si él también había conocido a una chica con ese nombre. Pero no me atreví. Alguien lo alcanzó, volviendo a llamarlo «Jacques…», y él cayó en la cuenta de la confusión. Creo, incluso, que me sonrió. Los dos hombres iban por el bulevar, delante de nosotros, en dirección al Sena.

—Deberías acercarte a saludarlo —me dijo Dannie. Se ofreció incluso a ir ella a hablarle en mi lugar, pero la detuve. Y, además, ya era tarde, los hombres se habían perdido de vista tras torcer, a la izquierda, por el bulevar de Raspail. Dimos media vuelta. Otra vez estábamos delante de la entrada del hotel Taranne.

—¿Por qué no le dejas una carta pidiéndole una cita? —me dijo Dannie.

De ninguna manera. La próxima vez que me lo encontrase vencería la timidez y me acercaría a saludarlo. Por desgracia, no me lo encontré nunca más y, decenas de años después, me enteré por uno de sus amigos de que, si alguien le daba la mano, lo miraba con expresión cansada y decía: «¿Seguimos en cinco dedos?». Sí, a veces la vida es monótona y cotidiana, como hoy, cuando estoy escribiendo estas páginas para dar con líneas de fuga y evadirme por las brechas del tiempo. Estábamos sentados los dos en el banco del paseo central, entre la parada de taxis y el hotel Taranne. El año siguiente me enteré también de que allí, en aquella acera, habían cometido un crimen, detrás de donde estábamos nosotros. Obligaron a subir a un coche —que dijo ser de la policía— a un político marroquí, pero de hecho fue un rapto y, luego, un asesinato. Y el nombre de «Georges», ese que estaba a menudo en el vestíbulo del Unic Hôtel, salió en los periódicos como el de uno de los ejecutores de aquel crimen y yo esperaba continuamente encontrarme con los nombres de Paul Chastagnier, Duwelz, Gérard Marciano y Aghamouri, cuya opinión al respecto me habría interesado mucho. Pero me daba miedo, y me acordaba de la frase que me dijo aquella noche en que estábamos en el café de al lado del teatro de Lutèce: «Somos unos apestados. Con nosotros se arriesga a contagiarse de la lepra…». Una tarde me metí en una cabina telefónica alejada, al oeste, por la parte de Auteuil. Y estar tan lejos me tranquilizaba un poco. Me parecía que el Unic Hôtel estaba en otra ciudad. Marqué el número del pabellón de Marruecos en la Ciudad Universitaria, que me había dado Aghamouri la primera vez que quedamos los dos con Dannie y que yo había apuntado en la libreta negra: POR 58.17. No parecía muy probable que siguiera teniendo una habitación allí. Me oí decir con voz inexpresiva:

—¿Podría hablar con Ghali Aghamouri?

Hubo un momento de silencio. Estuve a punto de colgar. Pero me entró un vértigo, como a alguien que pudiera ponerse a cubierto pero nota de pronto deseos de correr al encuentro de un peligro.

—¿De parte de quién?

El hombre me había preguntado con voz seca, que era la un inspector de la prefectura de policía.

—De un amigo.

—Le he preguntado cómo se llama, caballero.

Estaba a punto de ceder al vértigo: decirle mi apellido, mi nombre, mi dirección. Me contuve a tiempo.

—Tristan Corbière.

Un silencio. Debía de estar apuntando el nombre.

—¿Y por qué quiere hablar con Ghali Aghamouri?

—Porque quiero hablar con él.

Yo también había puesto un tono seco, aún más seco que el suyo.

—Ghali Aghamouri no vive ya en el pabellón de Marruecos. ¿Me oye, caballero? ¿Me oye?

Ahora era yo quien no decía nada. Y notaba, en el otro extremo del hilo, la alteración de mi interlocutor, e incluso su preocupación ante mi silencio. Colgué. Más adelante, pasé a menudo por la acera en que estaban el Royal Saint-Germain y el hotel Taranne, pero ya no existían ninguno de los dos, como si alguien hubiera querido cambiar el decorado del crimen para que se olvidase. La semana pasada me fijé incluso en que habían quitado el banco que había delante de la parada de taxis, donde estábamos sentados aquella tarde Dannie y yo.

—Qué tonta… hace un rato, habría podido acercarme a él y decirle que me llamo Dannie…, como su poema…

Se echó a reír. Sí, aquel hombre, por lo que había leído yo acerca de él y por su aspecto campechano, seguramente habría tenido el detalle de pasar con nosotros unos momentos. Yo a veces recitaba por la calle, cuando iba solo, versos que él había escrito:

Si muero que mi viuda vaya

a Javel, cerca de Citron…

Saint-Christophe-de-Javel. Precisamente volvíamos de ese barrio al que había acompañado a Dannie, como de costumbre, a la lista de correos. Quise contarle durante el trayecto todo lo que me había dicho Aghamouri, ese «asunto muy feo» al que había aludido y que tenía que ver con ella, pero buscaba las palabras, o más bien el tono que había que usar, un tono ligero, casi de broma, para no asustarla… Me daba miedo que se cerrase en banda —como se decía en algunos ambientes, en el del Unic Hôtel seguramente— y que nos sintiéramos incómodos el uno con el otro.

Estábamos a punto de meternos por la calle de Rennes y seguir por ella hasta Montparnasse. Pero, a la entrada de esa calle ancha, triste y recta que se perdía en el horizonte —todavía no la vestía de luto la barra negruzca de la torre Montparnasse—, hice ademán de retroceder. Le pregunté si de verdad tenía intención de volver al Unic Hôtel.

—Tengo que ver a Aghamouri —me dijo— para que me dé unos papeles.

Era el momento de aclarar las cosas. Estuve titubeando unos segundos. Y luego dije:

—¿Qué clase de papeles? ¿Documentación a nombre de Michèle Aghamouri?

Me miraba estupefacta, parada en la acera, a la altura de lo que es ahora la entrada del Monoprix y que era entonces un jardín abandonado donde habían hallado refugio decenas y decenas de gatos vagabundos.

—¿Te lo ha dicho él?

—Sí.

Se le endureció la expresión y pensé en Aghamouri. Si hubiera estado presente en aquel momento, Dannie se habría portado violentamente con él. Luego se encogió de hombros y dijo con tono indiferente:

—Parece un poco raro, pero es de lo más natural… Michèle me prestó su carnet de estudiante… He perdido toda la documentación y tengo que hacer un montón de gestiones liosas para sacar una partida de nacimiento… Nací en Casablanca…

¿Era una coincidencia? Ella también tenía algo que ver con Marruecos.

—También me ha contado que alguien te había proporcionado una documentación falsa.

Había dicho «alguien» porque no sabía cómo se llamaba de verdad el hombre de cara de luna a quien los otros llamaban «Georges», ni si se trataba de su nombre, de un alias o incluso de un apellido.

—No, no, nada de documentación falsa… ¿Te refieres a Rochard? ¿Ese que está a menudo en el vestíbulo del hotel?

—Ese a quien llaman «Georges»…

—Sí, ese —me dijo—. Viaja mucho a Marruecos… Tiene un hotel en Casablanca. Y como nací allí me ha podido conseguir una documentación provisional… Hasta que me llegue la de verdad.

No nos metimos por la calle de Rennes. A lo mejor la perspectiva de ir hacia Montparnasse por esa calle ancha y aburrida y de llegar al Unic Hôtel le daba también a ella cierta aprensión. Íbamos hacia el Sena.

—Aghamouri me ha dicho que necesitabas documentación falsa porque estabas metida en un asunto muy feo…

Habíamos llegado a la altura de la Escuela de Bellas Artes. Había grupos de estudiantes en la acera. Estaban celebrando algo. Algunos llevaban instrumentos de música; otros iban disfrazados de varias cosas: mosqueteros, presidiarios, o, sencillamente, llevaban el tronco al aire y la piel pintada de diferentes colores. Como si fueran indios.

—¿Te ha dicho «un asunto muy feo»?

Me miraba fijamente, frunciendo las cejas. Era como si no lo entendiera. Los estudiantes, a nuestro alrededor, gritaban y estaban empezando a tocar sus instrumentos. Me arrepentí de las palabras que había dicho: documentación falsa, asunto muy feo. Y pensar que podríamos haber sido como esos estudiantes tan simpáticos que no nos dejaban pasar… Nos estaban invitando a su baile de aquella noche. El baile de Les Quat’z’Arts. Nos costó librarnos del grupo, y finalmente las voces y la música acabaron por apagarse a nuestra espalda.

—Aghamouri hasta quería que recuperase el carnet a nombre de su mujer que te dio…

Se echó a reír y yo no sabía si era una risa natural o forzada.

—¿Y además te ha dicho que estaba metida en un asunto muy feo? ¿Y te has creído todo eso, Jean?

Íbamos andando por los muelles y me sentía aliviado por estar allí en vez de en la calle de Rennes, monótona y asfixiante. Por lo menos había espacio abierto y podía respirar. Y muy poca circulación. Silencio. Se oía el ruido de nuestros pasos.

—Dice lo primero que se le pasa por la cabeza… El que está metido en un asunto muy feo es él… ¿No te ha dicho nada?

—No.

Todo aquello no tenía importancia alguna. Lo único que contaba era que íbamos andando por los muelles sin pedirle permiso a nadie y sin dejar nada a la espalda. E incluso podíamos cruzar el Sena y perdernos por otros barrios, e incluso irnos de París, a otras ciudades y a vivir otra vida.

—Lo utilizan para tenderle una trampa a un marroquí que viene a menudo a París… No está completamente de acuerdo con ellos, pero se le ha quedado pillada la mano en el engranaje… No puede decirles que no a nada…

Yo casi no atendía a lo que me decía. Me bastaba con ir andando con ella por los muelles y oír el sonido de su voz. En realidad no me interesaban los comparsas del Unic Hôtel: Chastagnier, Marciano, Duwelz, ese a quien llamaban «Georges» y que se llamaba Rochard, esas personas cuyos nombres me esfuerzo por repetir para que no se me vayan del todo de la memoria.

—¿Y tú? —le pregunté—. ¿No te queda más remedio que tratar con todos esos?

—De ninguna manera… Me los presentó Aghamouri. No tengo nada que ver con ellos.

—¿Ni siquiera con Rochard?

Me costó hacerle esa pregunta. Aquel Rochard a quien llamaban «Georges» me resultaba tan indiferente como los demás.

—Le pedí un favor sin importancia, sencillamente… Y ya está…

—¿Y te sigues llamando Dannie en la documentación falsa?

—No te rías de mí, Jean…

Me había cogido del brazo y estábamos cruzando el puente Royal. Sentía siempre, y no sé por qué, una sensación de ingravidez y un alivio cuando cruzaba el Sena por ese puente hacia la orilla derecha.

En medio del puente, Dannie se detuvo. Me dijo:

—Documentación falsa o documentación auténtica, ¿tú crees que para nosotros tiene importancia de verdad?

No, la verdad. Ninguna importancia. En aquellos años yo no estaba seguro de mi propia identidad. ¿Por qué iba a estarlo ella más que yo? Incluso ahora tengo dudas de que el extracto de mi partida de nacimiento sea correcto y estaré esperando hasta el final a que me den la ficha que se había perdido y donde figuraban mi nombre de verdad, mi fecha de nacimiento de verdad y los apellidos y los nombres de mis verdaderos padres, a quienes resulta que nunca conocí.

Dannie arrimaba la cara a la mía y me cuchicheaba al oído:

—Te haces siempre demasiadas preguntas…

Creo que estaba equivocada. Es ahora, decenas y decenas de años después, cuando intento descifrar las señales en morse que me envía desde lo hondo del pasado ese interlocutor misterioso. Pero entonces me conformaba con vivir al día sin hacerme demasiadas preguntas. Y, además, a las que le hice a ella —no eran muchas y no insistía mucho al preguntarle— nunca me contestó. Salvo una noche, con medias palabras. Hasta pasados veinte años no supe, por el expediente que me dio el tal Langlais, en qué «asunto muy feo se había metido», como decía Aghamouri. E incluso me había especificado: «Algo serio». Sí, efectivamente, era serio. Había muerto un hombre, que no es poco.

Esta noche he hojeado el expediente de Langlais y he vuelto a dar con una de las páginas de papel cebolla donde aparecen unos detalles muy concretos que copio: «Dos proyectiles alcanzaron a la víctima. Uno de los dos proyectiles lo dispararon a quemarropa. El otro no se disparó ni a quemarropa ni a poca distancia… Han aparecido los dos casquillos correspondientes a las dos balas disparadas…». Pero no tengo valor para copiar el resto. Ya volveré a ello más adelante, un día en que haga bueno y el sol y el cielo azul disipen las sombras.

Íbamos cruzando el jardín de Les Tuileries. Me pregunto en qué estación estábamos. Ahora, mientras escribo estas líneas, me parece que estábamos en enero. Veo manchas de nieve en los jardines de Le Carrousel, e incluso en la acera por la que andábamos, orillando Les Tuileries. Al frente, una aureola de bruma envuelve las farolas de debajo de los soportales de la calle de Rivoli. Y, sin embargo, tengo una duda: podría ser principios de otoño. Los árboles de Les Tuileries todavía tienen hojas. No tardarán en caérseles, pero a mí el otoño no me hace pensar en el final de nada. Creo que el año empieza en el mes de octubre. Invierno. Otoño. Las estaciones cambian y se confunden en el recuerdo como si este, con el paso de los años, viviera su propia vida, una vida vegetal, y no fuera nunca una imagen fija y muerta. Sí, las estaciones se mezclan a menudo; la primavera del invierno, el veranillo de San Martín… Cuando llegamos bajo los soportales estaba lloviendo, una lluvia muy fuerte o, más bien, uno de esos chaparrones que lo pillan a uno desprevenido en verano.

—¿Te parece que tengo de verdad pinta de meterme en un asunto feo?

Me acercaba la cara, como si quisiera que le pasase revista atentamente, y me miraba a los ojos con una mirada tan sincera…

—Si me hubiera metido en un asunto feo, te lo diría…

Esa frase aún sigo oyéndola de noche, en las horas de insomnio. La apunté en la libreta negra. Debía de sospechar algo, pese a todo, un presentimiento inconcreto ya que la puse por escrito así, tal y como lo hice. ¿Por qué no me dijo nada? ¿O por qué me lo dijo sólo con medias palabras, una noche, cuando salíamos de la estación de Lyon? Sobre la marcha, no me fijé demasiado. A lo mejor no quería asustarme, pero, en tal caso, es que no me conocía bien. No sé ya qué moralista que leía yo en los tiempos de la calle de L’Aude afirmaba que hay que tomar siempre como son a las personas a las que queremos y, sobre todo, no pedirles cuentas.

—¿Sabes? —me dijo—. No voy a tardar en romper con los golfantes del Unic Hôtel.

Cuidaba el vocabulario, e incluso la dicción, pero a veces usaba expresiones vulgares, o de jerga, algunas de las cuales no conocía yo y las apuntaba en la libreta negra: fumarse la clase, un marrón, los maderos, en el culo del mundo. También he encontrado en las páginas de la libreta negra, entre comillas, «los golfantes del Unic Hôtel», y me pregunto si no estaría pensando por entonces en usarlo para ponerle título a una novela.

—Tienes razón —le dije—. Siempre puedes contar con los que te escriben a lista de correos.

Les había puesto a esas palabras una ironía de la que me arrepentí en el acto. Pero, bien pensado, era ella la que había empezado al decir con tono burlón «los golfantes del Unic Hôtel».

De repente parecía triste.

—Quien me escribe a lista de correos suele ser mi hermano…

Lo dijo muy deprisa, con una voz ronca que no le conocía, y había tanta sinceridad en aquella confesión que me guardé rencor a mí mismo por haber dudado hasta entonces de la existencia de un hermano a quien se negaba a presentarme.

Lista de correos. En el expediente del tal Langlais había una hoja de papel de un blanco sucio que parecía una ficha de identidad. Esta noche vuelvo a mirarla con la esperanza de que por fin me revele su secreto: en la foto infame de Fotomatón, grapada a la izquierda, reconozco a Dannie con el pelo más corto. Y, sin embargo, la foto está a nombre de una tal Mireille Sampierry, domiciliada en París, distrito IX, en el 23 de la calle de Blanche. Data del año anterior a que nos conociéramos y lleva la mención: «Certificado de una autorización de recepción sin sobretasa de correspondencia en lista de correos y lista de telégrafos». Y, sin embargo, no se trata de la oficina de correos de la calle de La Convention, adonde la acompañé en varias ocasiones, sino de la «estafeta n.º 84», del 31 de la calle de Ballu (IX). ¿En cuántas listas de correo recibía correspondencia? ¿Cómo llegó esa ficha a manos de Langlais o de los miembros de su servicio? ¿Se le quedó olvidada a Dannie en algún sitio? Y ese nombre, «Mireille Sampierry», ¿no lo había citado Langlais en su despacho del muelle de Gesvres cuando me interrogó? Es curiosa la forma en que algunos detalles de la existencia que no vemos al momento, los descubrimos veinte años después, como cuando miramos con lupa una foto antigua familiar y un rostro o un objeto en los que hasta entonces no nos habíamos fijado nos salta a la vista…

Me llevaba hacia la derecha por los soportales de la calle de Castiglione.

—Te invito a cenar… No queda demasiado lejos… Podemos ir a pie…

A esas horas el barrio estaba desierto y el ruido de nuestros pasos retumbaba bajo los soportales. Reinaba en torno tal silencio que no podía ya romperlo el paso de un coche, sino el golpeteo de los cascos del caballo de un coche de punto. No sé si lo pensé en aquel momento o si se me ha ocurrido ahora, al escribir estas líneas. Estábamos perdidos en el París nocturno de Charles Cros y de su perro, Satin; en el de Tristan Corbière; e incluso en el de Jeanne Duval. Por la Ópera pasaban coches y volvíamos a estar en el París del siglo XX, que tan lejano me parece hoy en día… Íbamos por la Chaussée d’Antin y, al final del todo, se veía la fachada oscura de la iglesia, como un ave gigantesca en reposo.

—Ya casi hemos llegado —me dijo—. Es a la entrada de la calle de Blanche…

Anoche soñé que íbamos por ese mismo camino, debido seguramente a lo que acababa de escribir. Oía su voz: «Es a la entrada de la calle de Blanche…», y me volvía despacio hacia ella. Le decía: «¿En el 23?».

No parecía oírme. Andábamos con paso regular y del brazo.

«Conocí a una chica que se llamaba Mireille Sampierry en el 23 de la calle de Blanche».

No se inmutaba. Seguía callada como si yo no hubiese dicho nada o la distancia del tiempo fuera tan grande entre nosotros que mi voz no pudiera llegarle.

Pero aquella noche yo no sabía nada aún de ese nombre, Mireille Sampierry. Íbamos siguiendo la glorieta de La Trinité.

—Ya verás…, es un sitio que me gusta mucho… Iba a menudo cuando vivía en la calle de Blanche…

Recuerdo que, por una asociación de ideas, me acordé de la baronesa Blanche. Había estado tomando notas sobre ella pocos días antes, en la libreta, copiando una de las páginas de un libro que trataba de París en tiempos de Luis XV: era un informe donde constaba lo poco que se sabía de la vida caótica y aventurera de esa mujer.

—¿Sabes por qué se llama así la calle? —le pregunté—. Por la baronesa Blanche.

El día anterior Dannie había querido saber qué escribía en la libreta y le había leído mis notas acerca de esa mujer.

—Entonces, ¿he vivido en la calle de la baronesa Blanche? —me dijo, sonriente.

El restaurante hacía esquina con la calle de Blanche y a una callecita que iba hasta la iglesia de La Trinité. Detrás de las lunas de la fachada había unas cortinas corridas. Dannie entró delante, como si lo hiciera en un sitio que le era familiar. Al fondo, una barra grande, y, a ambos lados, una fila de mesas redondas con manteles blancos. Paredes rojo oscuro, por la luz tamizada. Sólo había dos clientes —un hombre y una mujer— en una mesa cerca de la barra, tras la que estaba un hombre moreno de unos cuarenta años.

—Anda, tú por aquí… —le dijo a Dannie, como si le extrañase su presencia.

Ella parecía un poco apurada. Le dijo:

—He estado fuera de París una temporada…

El hombre me saludó con un leve movimiento de la cabeza. Dannie me presentó.

—Un amigo.

Nos sentó en una de las mesas, cerca de la puerta, a lo mejor para que estuviéramos tranquilos, lejos de los otros dos clientes. Pero estos no hablaban mucho o, si hablaban, era en voz baja.

—Se está bien aquí —me dijo Dannie—. Debería haberte traído antes…

Era la primera vez que la veía relajada. En todos los lugares de París a los que la había acompañado le notaba siempre una pizca de intranquilidad en lo hondo de los ojos.

—Viví un poco más arriba…, en un hotel…, cuando me fui del piso de la avenida de Félix-Faure…

Antes de escribir estas líneas, vuelvo a leer la ficha: «Mireille Sampierry, domiciliada en París, distrito IX, en el 23 de la calle de Blanche». Pero el 23 no es un hotel, lo he comprobado. Entonces, ¿por qué me dijo que había vivido en un hotel? ¿Por qué esa mentira, anodina en apariencia? ¿Y ese nombre: Mireille Sampierry? Ya es demasiado tarde para preguntárselo, menos en mis sueños, donde las épocas se confunden y puedo hacerle todas las preguntas gracias a las cosas de las que me enteré en el expediente del tal Langlais. Pero no sirve de nada. No me oye, y yo noto esa extraña sensación de ausencia que sentimos cuando soñamos con amigos muertos a quienes vemos, pese a todo, en el sueño, tan cercanos.

—¿Y qué has andando haciendo todo este tiempo?

El hombre estaba de pie delante de nuestra mesa. Nos había servido dos copas de Cointreau, pensando seguramente que teníamos los dos los mismos gustos.

—Intentando encontrar trabajo…

El hombre se volvía hacia mí y me echaba una mirada irónica, como si no se creyera lo que Dannie acababa de decir y me tomase por testigo.

—Si es que ni nos ha presentado… André Falvet…

Me daba un apretón de manos sin dejar de sonreírme. Yo tartamudeé:

—Jean…

Siempre me resultaba violento presentarme y meterme en la vida de alguien de esa forma abrupta, casi militar, que exige algo parecido a ponerse en posición de firme. Para que resultase menos solemne, omitía el apellido.

—¿Y encontraste trabajo?

Tenía en la mirada algo más que ironía. Hubiérase dicho que estaba hablando con una niña.

—Sí…, un trabajo de secretaria… con él…

Y me señalaba con el dedo.

—¿De secretaria?

Movía la cabeza con expresión de admiración fingida.

—Algunas personas me han preguntado qué había sido de ti. E incluso me hicieron muchas preguntas que tenían que ver contigo, pero puedes estar tranquila…, mis labios están sellados… Les dije que te habías ido al extranjero…

—Hiciste bien.

Dannie miraba a su alrededor para comprobar que el lugar no había cambiado. Luego se volvía hacia mí:

—Es un sitio muy tranquilo…

Se notaba uno apartado de todo, en una cueva donde nadie podría entrar ya porque una cortina gruesa de color rojo estaba corrida ante la puerta de entrada. El hombre y la mujer de la mesa del fondo se habían esfumado sin que yo me diera cuenta y ya no tendría forma de saber quiénes eran.

—Sí, muy tranquilo —le dijo él—. Se te ha olvidado que hoy es el día de cierre…

Se fue hacia la barra y, antes de meterse por la puerta que debía de llevar a la cocina, dijo:

—No esperaba a nadie a cenar esta noche…, os aviso de que será una cena improvisada…

Dannie se inclinó hacia mí, y nuestras frentes se tocaban. Me cuchicheó:

—Es muy agradable… No tiene nada que ver con los del Unic Hôtel… Puedes fiarte…

No entendí de momento por qué intentaba tranquilizarme. El nombre del hombre ese, André Falvet, figura en el expediente que me entregó Langlais, y qué impresión tan rara notamos siempre cuando nos llegan aclaraciones, veinte años después, acerca de personas con las que nos cruzamos… Por fin desciframos, gracias a un código secreto, lo que vivimos equivocados, sin entenderlo bien… Un trayecto en coche, de noche, sin faros, y por más que pegábamos la frente a la ventanilla no dábamos con ningún punto de referencia. Y, además, ¿de verdad nos hacíamos muchas preguntas sobre la meta del viaje? Veinte años después va uno por la misma carretera, de día, y por fin puede ver todos los detalles del paisaje. Pero ¿para qué? Es demasiado tarde, ya no queda nadie. André Falvet, miembro de la banda Stéfani. Preso en el Penal Central de Poissy. Criador de perros en Porcheville. Gerente del Carrol’s Beach en La Garoupe; Restaurante La Passée, en el bulevar de Gouvion-Saint-Cyr. Le Sévigné, en la calle de Blanche.

—Deberíamos venir aquí más a menudo —me dijo Dannie.

Volvimos varias veces. El local no estaba ya vacío, como la primera noche, sino que en todas las mesas había unos clientes muy raros de quienes me preguntaba yo si vivirían en el barrio. Varios se sentaban a la barra y hablaban con el llamado André Falvet. A algunos los citan en el expediente de Langlais. Nombres, nombres sin más que podría copiar aquí, por si acaso, pero no tengo valor. Lo haré más adelante, para quedarme tranquilo. Nunca se sabe; no hay que dejar nunca de enviar señales. La luz era un poco velada, como si las bombillas no tuvieran los vatios suficientes. A menos que el llamado Falvet intentase que el ambiente fuera más íntimo. Después de escribir esto, me queda una duda. Esta luz es la misma que la del piso de la avenida de Félix-Faure donde Dannie me llevó una noche, la misma también que la de la casa de campo La Barberie, en Feuilleuse, cuando se hacía de noche. Es como si el tiempo hubiera desgastado las lámparas. Pero, a veces, salta un resorte. Ayer, estaba solo en la calle y se desgarraba un velo. Ni pasado ya, ni presente, un tiempo inmóvil. Todo había recobrado su luz auténtica. Eran alrededor de las ocho de la tarde, en verano, y todavía había sol en la parte de abajo de la calle de Blanche. Habían puesto dos o tres mesas en la acera, delante del restaurante. La puerta estaba abierta de par en par y se oía, procedente del local, un rumor de conversaciones. Dannie y yo estábamos sentados fuera, en una de las mesas. El sol nos obligaba a guiñar los ojos.

—Debería enseñarte el hotel donde vivía, algo más arriba —me decía.

—¿En el 23?

—Sí. En el 23.

Y no parecía extrañada de que yo supiera el número.

—Pero no es un hotel.

No me contestaba, y no tenía ninguna importancia. Dannie quería que paseásemos por el barrio antes de que cayera la noche. Pero teníamos por delante muchísimo tiempo. Gracias a la hora de verano, a las diez de la noche aún sería de día. Y yo pensaba incluso que iba a ser una noche blanca.