5

Esa noche volví a pie a mi habitación de la calle de L’Aude. Como era una buena caminata, podía ensimismarme en mis pensamientos. Cuando Dannie iba allí, a quedarse conmigo, a menudo era ya la una de la madrugada. A veces me decía: «He ido a ver a mi hermano», o: «Estaba en casa de mi amiga de Le Ranelagh», sin darme demasiados detalles. Por lo que me había parecido entender, ese hermano —de vez en cuando lo llamaba «Pierre»— no vivía en París, pero venía con regularidad. Y a «la amiga de Le Ranelagh» la llamaba así porque su casa estaba por las inmediaciones de los jardines de Le Ranelagh. Nunca me había dicho nada de presentarme a su hermano, pero en cambio me decía que algún día conocería a su «amiga de Le Ranelagh». Pasaban los días sin que cumpliera esa promesa.

Era posible que Aghamouri no me hubiera mentido y, mientras yo me iba andando a la calle de L’Aude, él habría llegado ya a su habitación de la Ciudad Universitaria. Pero ¿y Dannie? Todavía estaba oyendo, como un eco cada vez más debilitado, la voz de Aghamouri: «Ha hecho algo bastante serio… Puede costarle muy caro…». Y me daba miedo esperarla en vano esa noche. Aunque, bien pensado, la esperaba a menudo por las noches sin tener nunca la seguridad de que iba a venir. O, si no, llegaba de improviso, a eso de las cuatro de la madrugada. Yo me había quedado dormido, con un sueño ligero, y el ruido de la llave en la cerradura me despertaba sobresaltado. Las veladas se me hacían largas cuando no salía del barrio y me quedaba esperándola; pero me parecía bastante natural. Me compadecía de quienes tenían que apuntar en la agenda incontables citas, algunas con dos meses de anticipación. Todo estaba decidido y nunca esperarían a nadie. Nunca sabrían que el tiempo palpita, se dilata, luego vuelve a quedarse parado y, poco a poco, nos va dando esa sensación de vacaciones y de infinito que otros buscan en la droga, pero que yo encontraba sencillamente en la espera. En el fondo, estaba seguro de que antes o después vendrías. A eso de las ocho de la noche, oía como mi vecina cerraba la puerta y sus pasos se iban dejando de oír por las escaleras. Vivía en el piso de arriba. En su puerta, un cartoncito blanco donde ponía su nombre, escrito con tinta roja: Kim. Tenía nuestra edad más o menos. Trabajaba en una obra de teatro y me había dicho que siempre tenía miedo de llegar tarde, después de levantarse el telón. Nos había regalado entradas a Dannie y a mí, y habíamos ido a un teatro de los bulevares que hoy ya no existe. Un taxi la esperaba todas las noches de la semana —menos los lunes— a las ocho en punto, y los domingos a las dos de la tarde, delante del número 28 de la calle de L’Aude. Por la ventana, la veía meterse en el taxi, con una cazadora forrada de piel, y cerrar la portezuela. Estábamos en enero; había hecho mucho frío y, luego, una capa de nieve cubrió la calle y, por unos días, estábamos lejos de París, en un pueblo de montaña. No me acuerdo ya ni de cómo se llamaba la obra ni del argumento. Mi vecina aparecía en el escenario después del descanso. Yo había apuntado en la libreta negra una de las frases de su papel, y la hora exacta, las nueve y cuarenta y cinco, en que decía esa frase. Si me hubieran preguntado el porqué, no creo que hubiese podido contestar de forma concreta. Pero ahora lo entiendo mejor; necesitaba puntos de referencia, nombres de estaciones de metro, números de edificios, pedigrís de perros, como si temiese que, de un momento a otro, las personas y las cosas nos esquivasen o desapareciesen y fuera necesario conservar al menos una prueba de su existencia.

Sabía que todas las noches, más o menos a las nueve y cuarenta y cinco, Kim diría, en el escenario, de cara al público:

—Habremos tenido tan poco que ver en su vida…

Y cuando lo escribo ahora, medio siglo después —o un siglo si a mano viene, ya no sé contar los años—, me olvido por un momento de esa sensación de vacío que noto. Taxi esperando a las ocho de la noche; miedo de llegar después de que se alzase el telón; cazadora forrada de piel por el frío y la nieve; gestos que eran cotidianos y ya han quedado abolidos, obra de teatro que nadie volverá a ver, risas y aplausos perdidos, y el propio teatro derribado ya… Habremos tenido tan poco que ver en su vida… Los lunes, día de descanso, había luz en su ventana, y eso también me resultaba tranquilizador. Las demás noches estaba solo en aquel edificio pequeño. A veces me daba la sensación de que perdía la memoria y no sabía ya muy bien qué estaba haciendo allí. Hasta que volvía Dannie.