En la libreta negra apuntaba muy pocas citas. Me daba miedo siempre que la persona con quien había quedado no viniera si apuntaba de antemano la hora y la fecha del encuentro. No hay que tener tanta seguridad en el porvenir. Como decía Paul Chastagnier, «vivía bajo mínimos». Tenía la impresión de que llevaba una vida clandestina y por eso, en esa clase de vida, uno evita dejar rastro y poner por escrito lo que tiene que hacer. Y, sin embargo, leo en medio de una de las páginas de la libreta: «Martes. Aghamouri. 19:00. Censier». Esa cita no me importaba nada y no me molestaba que quedara constancia de ella, escrita con claridad.
Debía de ser dos o tres días después de la llegada a deshora al Unic Hôtel, cuando yo llevaba el capacho. Me extrañó recibir una nota de Aghamouri en el 28 de la calle de L’Aude, donde tenía una habitación alquilada. ¿Cómo podía estar enterado de mis señas? ¿Por Dannie? La había llevado varias veces a la calle de L’Aude, pero me parece que eso fue más adelante. Tengo los recuerdos confusos. Aghamouri decía en su carta: «No le diga nada de esta cita a nadie. Y sobre todo no le diga nada a Dannie. Que quede entre nosotros. Ya lo entenderá». Ese «ya lo entenderá» me intranquilizó.
Ya había anochecido. Lo esperé paseando por el solar que había delante del edificio nuevo de la universidad. Aquella tarde me había llevado la libreta negra y, para hacer tiempo, anotaba los letreros que quedaban en algunas casas y algunos almacenes que iban a derribar, al borde del solar. Leo:
Sommet frères - Cueros y pieles
Blumet (B.) e hijo - Corredor en cueros y pieles
Curtiduría de Beaugency
Casa A. Martin - Cueros en bruto reverdecidos
Secadero de la Lonja de los Cueros de París
Según iba tomando nota de esos nombres, sentía una incomodidad que iba a más. Me parece que se me nota en la letra, movida, casi ilegible al final. Añadí a lápiz, con letra más firme:
Orfanato de Les Cent Filles.
Era una manía eso de saber todo cuanto había estado, al hilo del paso de los años y por capas sucesivas, en tal o cual sitio de París. En esta ocasión, me parecía que estaba notando el olor estomagante de las pieles y los cueros en bruto. El título de un documental, que vi cuando era demasiado joven y me dejó marcado para toda la vida, me volvía a la memoria: La sangre de los animales. Mataban a los animales en Vaugirard, en La Villette, y traían hasta aquí las pieles para comercializarlas. Miles y miles de animales anónimos. Y de todo aquello no quedaba sino un solar; y, por muy poco tiempo, los nombres de algunos carroñeros y asesinos en unas paredes medio derruidas. Y yo los había apuntado aquella tarde en la libreta. ¿Para qué? Habría preferido saber cómo se llamaban las muchachas del orfanato que hubo en este solar mucho antes de la lonja de los cueros.
—Está muy pálido…, ¿le pasa algo?
Tenía a Aghamouri delante. No lo había visto salir de uno de los edificios de la facultad. Se había acercado, con su abrigo beige, y llevaba una cartera negra. A mí me tenían aún absorto mis anotaciones. Me dijo, con sonrisa apurada:
—Me reconoce, ¿no?
Estaba dispuesto a enseñarle los nombres que acababa de escribir, pero por entonces tenía la sensación de que la gente desconfiaba de uno si se daban cuenta de que estaba allí, solo, escribiendo en un rincón. Seguramente temían que les robases algo, sus palabras, retazos de su vida.
—¿Ha sido interesante la clase?
Yo nunca había sido estudiante y me lo imaginaba en un aula como las de la escuela municipal, abriendo el pupitre para sacar la gramática y el cuaderno de redacción y metiendo el palillero en el tintero.
Íbamos cruzando el solar, evitando los charcos. Aquel abrigo beige y aquella cartera negra me ratificaban en mi opinión: no podía ser estudiante. Parecía que fuera a una cita de negocios en el vestíbulo de un hotel de Ginebra. Yo había pensado que iríamos andando, como de costumbre, hasta el café de la plaza de Monge, pero íbamos en sentido inverso, camino del Jardín Botánico.
—¿No le importa que hablemos tranquilamente mientras damos un paseíto?
Tenía un tono desenvuelto y amistoso, pero yo intuía en él cierto apuro, como si anduviera buscando las palabras y estuviese esperando a estar en un lugar alejado donde no pudiéramos encontrarnos con nadie conocido. Y, precisamente, se abría ante nosotros la calle de Cuvier, desierta y silenciosa hasta el Sena.
—Quería ponerlo sobre aviso…
Dijo esas palabras muy serio. Luego, nada. A lo mejor en el último momento no se atrevía a entrar en detalles.
—¿Sobre aviso de qué?
Le hice la pregunta con demasiada brusquedad. A lo mejor «vivía bajo mínimos» —como decía Paul Chastagnier—, pero nunca había hecho caso de los consejos de los demás. Nunca. Y siempre se quedaban sorprendidos —y chasqueados— porque los había escuchado atentamente, con los ojos muy abiertos de un alumno aplicado o de un joven formal. Íbamos siguiendo una fila de edificios pequeños que bordeaban el Jardín Botánico. En mi opinión, era la parte del Jardín donde estaba la Casa de Fieras. Había muy poca luz en la calle y, en lo hondo de esa penumbra y de ese silencio, era posible que oyésemos el rugido de esas fieras.
—Debería habérselo dicho antes… Se trata de Dannie…
Yo me había vuelto hacia él, pero él seguía con la cabeza erguida y mirando al frente. Me preguntaba si no querría rehuirme la mirada.
—Conocí a Dannie en la Ciudad Universitaria. Estaba buscando a alguien que le prestase una habitación allí e incluso a alguien que pudiera prestarle un carnet de estudiante…
Hablaba despacio, como si intentase, sobre la marcha, dejar lo más claro posible un asunto muy enmarañado.
—Siempre tuve la impresión de que alguien le había dicho que fuera a verme… Si no, nunca se le habría ocurrido ir a la Ciudad Universitaria…
Yo también me había preguntado a menudo cómo una chica como Dannie había podido enterarse de la existencia de aquella Ciudad Universitaria. Se lo había preguntado un atardecer en que la acompañé a la lista de correos. «¿Sabes?», me dijo. «Vine a París para estudiar». Sí, pero ¿para estudiar qué?
—Con la ayuda de un amigo del pabellón de Marruecos, le conseguí un carnet de estudiante y de residente… A nombre de mi mujer…
Pero ¿por qué a nombre de su mujer? Se había parado.
—Le daba miedo usar su propio carnet de identidad… Cuando yo tuve que irme de la Ciudad Universitaria, ya no quiso quedarse allí. Le presenté a los otros, en el hotel de Montparnasse… Creo que gracias a ellos ha podido conseguir documentación falsa…
Me apretó el brazo y me hizo cruzar a la acera de enfrente. Yo me quedé sorprendido de que, de repente, hubiese querido cruzar la calle. Estábamos parados delante de un edificio pequeño y a lo mejor le daba miedo que pudieran oírlo hablar desde una de las ventanas. Enfrente, no había peligro. Íbamos siguiendo la verja de la lonja de vinos, sumida en penumbra y que estaba aún más desierta y silenciosa que la calle.
—¿Y por qué necesitaba documentación falsa? —le pregunté.
Me daba la impresión de estar soñando. Era algo que me sucedía a menudo por entonces, sobre todo cuando ya había caído la noche. ¿El cansancio? ¿O sería aquella sensación extraña de déjà vu que se adueña de uno también cuando está falto de sueño? En esos casos, todo se confunde en la cabeza, el pasado, el presente, el futuro, por un fenómeno de sobreimpresión. Y hoy aún la calle de Cuvier me sigue pareciendo apartada de París, en una ciudad de provincias desconocida, y me cuesta creer que ese hombre que andaba a mi lado haya existido de verdad. Oigo mi propia voz en un eco lejano: «¿Por qué necesitaba documentación falsa?».
—¿Pero al menos se llama Dannie? —le pregunté a Aghamouri con un tono fingidamente desenvuelto, pues sentía mucha aprensión ante lo que fuera a revelarme.
—Sí, creo que sí… —me dijo con tono seco—. En el carnet de identidad nuevo no lo sé. No tiene mayor importancia. El carnet que le di en la Ciudad Universitaria está a nombre de mi mujer… Michèle Aghamouri.
Le pregunté, y me arrepentí nada más hacerlo:
—¿Y su mujer está enterada?
—No.
Volvía a ser lo que era pocos momentos antes y la persona de la que conservo hoy aún un recuerdo bastante concreto: un hombre intranquilo, siempre con la guardia en alto.
—Esto queda entre nosotros, ¿verdad?
—¿Sabe? —le dije—. Aprendí a callarme desde niño.
El tono solemne en que me salió aquella frase me dejó asombrado a mí mismo.
—Ha hecho algo bastante serio y le podrían pedir cuentas de ello —me dijo rápidamente—. Por eso quería una documentación nueva.
—¿Algo bastante serio?
—Pregúntele a ella. El problema es que si le dice algo, sabrá que la información viene de mí…
Había un portón abierto por el que se entraba a la lonja de los vinos y Aghamouri se detuvo delante de él.
—Podemos acortar por ahí —dijo—. Conozco un café en la calle de Jussieu. ¿No está harto de andar?
Crucé el portón detrás de él y salimos a un patio grande rodeado de edificios medio derruidos, como los de la antigua lonja de los cueros. Y la misma penumbra del solar donde lo había estado esperando antes… A distancia, una farola iluminaba con luz blanca unos almacenes, intactos aún y que tenían en las paredes carteles del mismo tipo de los que me habían llamado la atención en los edificios, derruidos a medias, de la lonja de los cueros.
Me volví hacia Aghamouri:
—¿Me permite?
Me saqué del bolsillo de la chaqueta la libreta negra, y vuelvo ahora a leer las notas que tomé aquella tarde con letra rápida mientras íbamos camino de la calle de Jussieu:
Marie Brizard y Roger
Butte de la Gironde
Las Bons Vins algériens
Almacenes del Loira
Libaud, Margerand y Blonde
Pórtico de los aguardientes. Bodegas de La Roseraie…
—¿Hace eso a menudo? —me preguntó Aghamouri.
Parecía decepcionado, como si temiera que cuanto quería contarme no me interesase de verdad y yo tuviera otras preocupaciones. Pero es algo que no puedo evitar; por entonces era ya igual de sensible que ahora en lo tocante a las personas y las cosas a punto de desaparecer. Estábamos llegando delante de un edificio moderno con el vestíbulo iluminado y en cuyo frontón ponía: Facultad de Ciencias.
Cruzamos el vestíbulo de esa facultad y, luego, otro solar hasta llegar a la calle de Jussieu.
—Es ahí —me dijo Aghamouri.
Y me indicaba, en la acera de enfrente, un café, pasado el Teatro de Lutèce. Había un grupo de gente en la acera, esperando que empezase la función.
Nos sentamos en un rincón, cerca de la barra. Enfrente de nosotros, al otro lado del local, había una hilera de mesas donde estaban cenando unas cuantas personas.
Ahora me tocaba a mí tomar la iniciativa para hacerlo hablar. En caso contrario, iba a arrepentirse de haberme dicho demasiado.
—Se refirió usted antes a algo bastante grave que tenía que ver con Dannie… Me gustaría que concretase un poco.
Titubeó por un momento.
—Está expuesta a graves contratiempos de orden jurídico…
Buscaba las palabras, palabras que fueran exactas, profesionales; palabras de abogado o de policía.
—De momento, está más o menos segura… Pero existe el peligro de que se den cuenta de que está implicada en un asunto muy feo…
—¿A qué se refiere con eso de «un asunto muy feo»?
—Eso se lo tiene que preguntar usted a ella.
Hubo un momento de silencio. E incluso embarazoso. Oí el timbre del teatro, pared por medio, anunciando que empezaba la función. ¡Dios mío, cuánto me habría gustado esa noche estar con ella en la sala, entre los espectadores, y que no estuviera ya implicada en «un asunto muy feo»… No entendía las reticencias de Aghamouri en explicarme en qué consistía ese «asunto muy feo».
—Me parece que tiene usted bastante intimidad con Dannie —le dije.
Me miró con expresión molesta.
—Lo vi con ella una noche, muy tarde, en «el 66»…
No parecía saber qué era «el 66». Le aclaré que se trataba del café que estaba en la parte de arriba del bulevar de Saint-Michel, cerca de la estación de Le Luxembourg.
—Es posible… Íbamos por allí cuando vivíamos aún en la Ciudad Universitaria…
Me sonreía, como si tuviera la pretensión de que, a partir de ese momento, la conversación se encarrilara por unos derroteros más anodinos, pero yo quería que fuera al grano. A fin de cuentas, era él quien había querido quedar conmigo. Yo llevaba encima la carta, dirigida a mí y enviada al 28 de la calle de L’Aude. La había metido entre las páginas de la libreta negra. Por lo demás, la conservé y hoy la he vuelto a leer antes de copiar lo que decía, fielmente, en una de las hojas de este papel de cartas «Clairefontaine» que llevo usando para escribir desde hace unos días.
—¿Y no le parece que habría que avisar a su mujer de que Dannie tiene un carnet de identidad a nombre suyo…?
Noté que se «rajaba»; y nunca me había parecido más oportuna esa palabra vulgar. Ahora, cuando me acuerdo, le veo incluso una red de rajitas en la piel de la cara. Parecía tan inquieto que quise tranquilizarlo. No, todo aquello no tenía ninguna importancia.
—Si pudiera usted recuperar ese carnet a nombre de mi mujer que le di a Dannie, me vendría estupendamente…
Sabía perfectamente que yo no era mal chico. Bien pensado, las dos o tres veces que había ido a buscarlo, a última hora de la tarde a la facultad de Censier a la salida de clase, habíamos hablado de literatura. Conocía bastante a fondo a Baudelaire e incluso me había pedido que le leyese mis notas sobre Jeanne Duval.
—De todas formas —me dijo—, los otros le han conseguido una documentación falsa y ya no necesita ese carnet… Pero sobre todo no le diga que yo le he contado nada…
Parecía tan preocupado que estaba decidido a hacerle ese favor sin saber muy bien cómo. Notaba ciertos escrúpulos en registrarle el bolso a Dannie. Al principio, cuando la acompañaba a la lista de correos, ella le presentaba al empleado de la ventanilla algo así como un carnet de identidad. ¿Estaría a nombre de Michèle Aghamouri? ¿Era ese el nombre que aparecía en la documentación falsa que le había dado el grupito del Unic Hôtel? ¿Y cuál de ellos en concreto le había hecho ese favor? ¿Paul Chastagnier, Duwelz, Gérard Marciano? Yo más bien apostaba por «Georges», el hombre de la cara de luna y del fluido glacial, de más edad que los otros y a quien le tenían cierto miedo, ese de quien había dicho Paul Chastagnier, cuando le pregunté algo acerca de él: «¿Sabe? No puede decirse que sea un angelito».
—Por lo visto tiene usted un piso con su mujer por la zona de la Casa de la Radio.
Pensé que iba a parecerle indiscreto. Pero no fue así. Me sonrió y me dio la impresión de que lo aliviaba que sacase ese tema a relucir.
—Sí…, un pisito muy pequeño…, me gustaría invitarlo para que conociera a mi mujer…, pero con la condición de que se olvide, cuando estemos allí, de que tengo trato con Dannie, con el Unic Hôtel y con los demás…
Había dicho «allí» como si dijera el nombre de un país lejano y neutral donde se estuviera protegido del peligro.
—En realidad —le dije—, basta con cruzar el Sena para olvidarse de todo lo que deja uno atrás.
—¿Lo cree usted de verdad?
Me di cuenta claramente de que andaba buscando que lo reconfortasen. Creo que se fiaba de mí… Cada vez que estábamos a solas o que íbamos andando desde la plaza de Monge a Montparnasse, hablábamos de literatura. Desde luego no habría podido hacer nada así con los otros, con los del Unic Hôtel. No me imaginaba a Paul Chastagnier ni a Duwelz, ni a «Georges» interesándose por lo que hubiera podido ocurrirle a Jeanne Duval. ¿Gérard Marciano, quizá? Me había contado un día que quería empezar a pintar y que sabía de un «bar de artistas» en la calle de Delambre: Le Rosebud. Años después, en el expediente que me dio el tal Langlais había una ficha policial de Marciano con dos fotos antropométricas de cara y de perfil, y mencionaban Le Rosebud como uno de los sitios por los que iba con asiduidad.
Aghamouri alzó la cabeza para mirarme.
—Por desgracia, no creo que baste con cruzar el Sena…
Volvía a tener esa sonrisa tímida que corría el riesgo de desaparecer en cualquier momento.
—Dannie no es la única… Yo también, Jean, me he metido en un buen lío…
Era la primera vez que me llamaba por mi nombre y me enterneció. Me quedé callado para dejarlo hablar. Temía que, si decía una sola palabra, eso cortase de raíz cualquier confidencia.
—Me da miedo volver a Marruecos… Estaría igual que en París… Una vez que has metido un dedo en el engranaje, es muy difícil sacar la mano…
¿A qué engranaje se refería? Con la voz más suave que pude, al filo del cuchicheo, le hice, pese a todo, una pregunta, al azar.
—¿Cuando vivía en la Ciudad Universitaria no se sentía seguro?
Frunció las cejas con expresión aplicada, seguramente la que ponía en clase, en la universidad de Censier, para tranquilizarse a sí mismo diciéndose que no era más que un simple estudiante.
—¿Sabe, Jean? Había un ambiente raro en la Ciudad Universitaria, en el pabellón de Marruecos… Muchos controles de policía… Querían sobre todo vigilar a los residentes desde un punto de vista político. Algunos estudiantes estaban en contra del gobierno marroquí… y Marruecos pedía a Francia que los vigilase… Así estaban las cosas…
Parecía aliviado por haberme contado aquello. E incluso jadeante. Así estaban las cosas. Después de ese preámbulo, seguramente le resultaba más fácil ir al grano.
—Hablando en general, por decirlo así, yo estaba en una posición bastante delicada…, pillado entre los dos bandos…, me trataba con gente de los dos al mismo tiempo… Habría podido decirse que jugaba con dos barajas… Pero es mucho más complicado… En el fondo, nunca se juega con dos barajas…
Debía de tener razón si me lo decía tan serio… Curiosamente esa frase se me quedó en la memoria. En los años posteriores, cuando estaba solo en la calle, preferentemente de noche y en algunos barrios del oeste —una noche fue, precisamente, cerca de la Casa de la Radio—, oía la voz lejana de Aghamouri diciéndome: «En el fondo, nunca se juega con dos barajas».
—Me descuidé…, dejé que me metieran en una especie de engranaje. ¿Sabe, Jean? Esas personas que andan por el Unic Hôtel tienen unas relaciones muy estrechas con Marruecos…
Según iba avanzando la hora, había cada vez más barullo y muchas más personas cenando en las mesas que teníamos enfrente. Aghamouri hablaba en voz baja y yo no oía todo lo que decía. Sí, el Unic Hôtel era el lugar de aterrizaje de algunos marroquíes y de franceses que tenían «asuntos» con ellos. Pero ¿qué tipo de «asuntos»? Aquel «Georges» de la cara de luna y de quien Paul Chastagnier me había explicado que no era «ningún angelito» tenía, también él, un hotel en Marruecos… Paul Chastagnier había vivido mucho tiempo en Casablanca… Y Marciano había nacido allí… Y él, Aghamouri, había acabado entre la gente aquella por un amigo marroquí que iba por la Ciudad Universitaria pero que, de hecho, tenía un cargo en la embajada, un cargo de consejero en asuntos «de seguridad»…
Hablaba cada vez más deprisa y me costaba no perderme en aquel aluvión de detalles. A lo mejor quería librarse de una carga o de un secreto que había llevado a cuestas él solo demasiado tiempo. Me dijo de repente:
—Perdone… Todo esto debe de parecerle incoherente…
Pero no era el caso. Yo estaba acostumbrado a escuchar a la gente. E incluso, aunque no entendiera nada de lo que me estaban diciendo mis interlocutores, seguía con los ojos muy abiertos, sin quitarles la vista de encima y con mirada penetrante, con lo que les daba la ilusión de que tenían delante a un oyente de lo más atento. Yo pensaba en otra cosa, pero seguía con la mirada clavada en ellos y con cara de estarme bebiendo sus palabras. En el caso de Aghamouri era diferente. Como formaba parte del entorno de Dannie, intentaba enterarme. Y tenía la esperanza de que se le escapasen algunas palabras referidas al «asunto muy feo» en el que me había dicho que estaba metida.
—Tiene usted suerte… Usted no se ve en la obligación, como nosotros, de pringarse… Puede seguir con las manos limpias…
En esas palabras apuntaba un reproche. ¿Qué quería decir con ese «nosotros»? ¿Él y Dannie? Le miré las manos. Eran delicadas, mucho más que las mías. Y blancas. También la elegancia de las manos de Dannie me había llamado la atención. Tenía unas muñecas gráciles.
—Pero hay que tener cuidado con los malos encuentros… Por más que se crea uno invulnerable, siempre hay un punto flaco… Siempre… Tenga cuidado, Jean…
Era como si me envidiara «las manos limpias» y estuviera esperando el momento en que acabase por manchármelas. Se le volvía la voz cada vez más lejana. Y, en el momento en que estoy escribiendo estas líneas, esa voz es tan débil como las que oímos por la radio, ya muy entrada la noche, confusas por culpa de las interferencias. Creo que sobre la marcha tenía ya esa misma impresión. Me parece que por entonces los veía a todos como si estuvieran detrás de los cristales de un acuario y ese cristal nos separaba, a ellos y a mí. Igual que en los sueños vemos a los demás vivir las incertidumbres del presente pero nosotros estamos ya al tanto del porvenir. Y entonces intentamos convencer a la señora du Barry de que no vuelva a Francia para que no la guillotinen. Esta noche, me digo que voy a coger el metro hasta Jussieu. Según vayan pasando las estaciones, iré tiempo atrás. Me encontraré a Aghamouri sentado en la misma mesa, cerca de la barra, con el abrigo beige y la cartera negra encima de la mesa, esa cartera negra en la que yo me preguntaba si llevaba los apuntes de las clases de la universidad de Censier con los que iba a poder, por lo que me decía, examinarse del «acceso a la universidad». No me habría sorprendido que sacara de ella fajos de billetes de banco, un revólver o las fichas de las informaciones que tenía que darle a ese amigo marroquí de la Ciudad Universitaria del que me había hablado y que tenía un cargo de «consejero» en la embajada… Me lo llevaría a la estación de Jussieu y haríamos el viaje inverso en el tiempo. Al final de la línea, saldríamos en Église-d’Auteuil. Una noche tranquila, una plaza apacible, casi aldeana. Le diría: «Arreglado. Está en el París de hoy. Ya no tiene nada que temer. Los que querían hacerle daño llevan ya mucho muertos. Está fuera de su alcance. Ya no hay cabinas telefónicas. Para ponerse en contacto conmigo, a cualquier hora del día o de la noche, puede usar este objeto». Y le daría un móvil.
—Sí… Tenga cuidado, Jean… Cuando estaba en el Unic Hôtel lo vi varias veces hablando con Paul Chastagnier… Lo meterá también a usted en un asunto muy feo…
Era tarde, la gente salía del teatro de Lutèce. Ya no quedaba nadie cenando en las mesas de enfrente. Aghamouri parecía aún más intranquilo que al principio de la conversación. Me daba la impresión de que tenía miedo de salir y se iba a quedar en ese café hasta la hora de cerrar.
Volví a preguntarle:
—¿Y Dannie? ¿Cree en serio que ese «asunto muy feo» del que me hablaba…?
No me dejó acabar la frase. Me dijo con tono seco:
—Puede costarle muy caro… Incluso con documentación falsa existe el riesgo de que la localicen… Hice mal al llevarla al Unic Hôtel y presentarle a los otros…, pero fue sólo para darle un respiro… Habría debido irse enseguida de París…
Se le había olvidado mi presencia. Seguramente se estaba repitiendo las mismas palabras que cuando estaba solo, de noche, a aquellas horas. Y luego movió la cabeza como si saliera de un mal sueño.
—Le estaba hablando de Paul Chastagnier… Pero el más peligroso no deja de ser «Georges»… Él ha sido quien le ha proporcionado a Dannie documentación falsa. Tiene apoyos muy importantes en Marruecos y contactos con ese amigo de la embajada… Quieren que yo les eche una mano…
Estaba a punto de contármelo todo, pero se detuvo a tiempo.
—No entiendo que un chico como usted se trate con esa gente… A mí no me queda más remedio… Pero usted…
Me encogí de hombros.
—¿Sabe? —le dije—. Yo no me trato con nadie. La mayoría de la gente no me importa nada. Sólo Restif de La Bretonne, Tristan Corbière, Jeanne Duval y unos pocos más.
—Pues entonces es usted muy afortunado…
Y, como habría hecho un policía que quisiera sacarle a alguien una confesión y fingiera complicidad, dijo:
—En el fondo, la culpa de todo esto la tiene Dannie, ¿verdad? Si hay un consejo que pueda darle es el de que debe romper con esa chica…
—Nunca hago caso de los consejos.
Y me esforzaba por sonreírle con sonrisa candorosa.
—Cuídese… Dannie y yo somos algo así como unos apestados… Con nosotros se arriesga a contagiarse de la lepra…
En resumidas cuentas, lo que quería decirme era que entre ellos dos había un vínculo estrecho, puntos en común, una complicidad.
—No se preocupe demasiado por mí —le dije.
Cuando salimos del café eran casi las doce de la noche. Aghamouri iba muy tieso con el abrigo beige puesto y la cartera negra en la mano.
—Disculpe…, esta noche he perdido un poco la cabeza… No haga caso de lo que le he dicho… Debe de ser cosa de los exámenes. Duermo muy mal… Tengo un oral dentro de unos días…
Había recobrado toda su dignidad y su seriedad de estudiante.
—Se me da mucho peor el oral que el escrito.
Hacía por sonreír. Le propuse ir con él hasta la estación de metro de Jussieu.
—Hay que ver…, si ni siquiera se me ha ocurrido invitarlo a cenar.
Ya no era el mismo hombre. Había reaccionado por completo.
Cruzamos la plaza con paso tranquilo. Aún nos quedaba tiempo antes del último metro.
—No tenga en cuenta lo que le he dicho de Dannie… No es tan tremendo… Y, además, cuando le tienes cariño a una persona, te tomas demasiado a pecho lo que tiene que ver con ella y te preocupas inútilmente…
Hablaba con voz rotunda y recalcando todas las palabras. Se me vino a la cabeza una frase hecha: está mareando la perdiz.
Estaba a punto de bajar las escaleras de la boca del metro. No pude por menos de preguntarle:
—¿Va a ir a dormir al Unic Hôtel?
No se esperaba esa pregunta. Titubeó por un momento:
—Creo que no… Por fin he vuelto a conseguir mi habitación en la Ciudad Universitaria…, no deja de ser un sitio más agradable…
Me dio un apretón de manos. Estaba impaciente por dejarme, porque bajó a toda velocidad las escaleras. Antes de internarse en el pasillo, se volvió como si temiera que fuera siguiéndolo. Y tuve la tentación de hacerlo. Nos imaginaba sentados juntos en uno de los bancos granate del andén, esperando el metro, que tardaba en llegar por lo avanzado de la hora. Me había mentido, no iba a la Ciudad Universitaria, porque en tal caso habría cogido la línea de la Porte d’Italie. Volvía al Unic Hôtel. Se bajaría en Duroc. Una vez más intentaba yo enterarme de en qué «asunto muy feo» se había metido Dannie. Pero él no me contestaba. Allí, en aquel banco, fingía incluso que no me conocía. Se subía al vagón del metro, se cerraban las puertas y él miraba con ojos apagados, pegando la frente al cristal.