En todos estos años he pensado en más de una ocasión que habría podido recuperar ese manuscrito, igual que recuperamos un recuerdo, uno de esos objetos que van unidos a un determinado momento de nuestras vidas: una flor seca, un trébol de cuatro hojas. Pero ya no sabía por dónde caía la casa de campo. Y me daba pereza y cierta aprensión hojear la libreta negra vieja en la que, por lo demás, tardé mucho en descubrir el nombre del pueblo y el número de teléfono, de tan diminuta como era la letra en que estaban escritos.
Ahora ya ha dejado de darme miedo la libreta negra. Me ayuda a inclinarme sobre el pasado, y esta expresión me hace sonreír. Era el título de una novela: Un hombre se inclina sobre su pasado, que encontré en la biblioteca de la casa, unos cuantos estantes de libros junto a una de las ventanas del salón. ¿El pasado? No, qué va, no se trata del pasado, sino de los episodios de una vida soñada, intemporal, que le arranco, página a página, a la desabrida vida cotidiana para proporcionarle algunas sombras y algunas luces. Esta tarde, estamos en el presente, llueve; las personas y las cosas están ahogadas en la grisura y espero con impaciencia la noche, cuando todo destacará de forma clara precisamente por los contrastes de la sombra y de la luz.
La otra noche, iba cruzando París en coche y me turbaban todas esas luces y esas sombras, esos modelos de farolas de diferentes épocas que, en toda una avenida o en la esquina de una calle, me daban la impresión de estar haciéndome señas. Era la misma sensación que se nota cuando nos quedamos mucho rato mirando una ventana con luz: una sensación de presencia y de ausencia a la vez. Detrás de los cristales, la habitación está vacía, pero alguien se ha dejado encendida la lámpara. Para mí no hubo nunca ni presente ni pasado. Todo se confunde, como en esa habitación vacía donde luce una lámpara todas las noches. Sueño a menudo que encuentro el manuscrito. Entro en el salón de baldosas negras y blancas y rebusco en los cajones o debajo de los estantes de libros. O un misterioso corresponsal, cuyo nombre no consigo entender en la parte posterior del sobre detrás de la palabra «remitente», me lo manda por correo. Y en el matasellos pone el año en que íbamos Dannie y yo a aquella casa de campo. Pero no me extraña que el paquete haya tardado tanto en llegar. Está claro que no hay ni pasado ni presente. Por las notas de la libreta negra me acuerdo de algunos de los capítulos de ese manuscrito, dedicados a la baronesa Blanche, a Marie-Anne Leroy, a quien guillotinaron el 26 de julio de 1794 a los veintiún años; al edificio Radziwill durante la Revolución; a Jeanne Duval, a Tristan Corbière y a sus amigos, Rodolphe de Battine y Herminie Cucchiani… Ninguna de esas páginas se refería al siglo XX, en que vivía yo. Sin embargo, si pudiera volver a leerlas, resucitarían a través de ellas los colores exactos y el olor de las noches y de los días en que las estuve escribiendo. Si me fío de las notas de la libreta negra, el edificio Radziwill de 1791 no se diferenciaba gran cosa del Unic Hôtel de la calle de Le Montparnasse: el mismo ambiente turbio. Y ahora que lo pienso, ¿no tenía acaso Dannie aspectos en común con la baronesa Blanche? Me costó mucho ir siguiéndole los pasos a esa mujer. Le pierde uno el rastro a menudo aunque aparezca en las Memorias de Casanova que estaba yo leyendo entonces y en algunos de los informes de los inspectores de policía de Luis XV. ¿Y habían cambiado estos en realidad desde el siglo XVIII? Un día, Duwelz y Gérard Marciano me contaron en voz baja que al Unic Hôtel lo vigilaba y lo protegía al tiempo un inspector de la brigada antivicio. Seguramente él también redactaba informes. Y, más de veinte años después, en el expediente que me dio el tal Langlais —me quedé realmente sorprendido de que no se hubiera olvidado de mí en todos estos años, y él me decía sonriendo: «pues claro que no, lo he ido siguiendo “de lejos”»— había, entre los demás documentos, un informe acerca de Dannie, redactado con la misma precisión que los de hace dos siglos referidos a la baronesa Blanche.
En última instancia, no lamento la pérdida de ese manuscrito. Si no hubiera desaparecido, creo que ahora no me apetecería ya escribir. El tiempo queda anulado y todo vuelve a empezar: como antes, con el mismo tipo de pluma y con la misma letra, lleno páginas mientras consulto otra vez las notas de mi libreta negra vieja. He necesitado casi una vida entera para volver al punto de partida.
La noche pasada volví a soñar que iba a correos y me acercaba a la ventanilla con un aviso a mi nombre. Al presentarlo, me alargaban un paquete cuyo contenido sabía de antemano: el manuscrito olvidado en La Barberie el siglo pasado. En esta ocasión sí podía leer el nombre del remitente: señora Dorme. La Barberie. Feuilleuse. Eure-et-Loir. Y el matasellos era del año 1966. En la calle, abría el paquete; era el manuscrito, efectivamente. Se me había olvidado que por entonces usaba hojas cuadriculadas de las que se van arrancando sobre la marcha de esos blocs de color naranja de la marca Rhodia. La tinta era azul florida, eso también se me había olvidado. Noventa y nueve páginas, y la última a medio escribir. Una letra prieta, con muchas tachaduras.
Andaba recto, con el manuscrito bien sujeto bajo el brazo. Me daba miedo perderlo. Era media tarde y verano. Iba por la calle de La Convention en dirección a la fachada negra y las verjas del hospital Boucicaut.
Cuando me desperté, caí en la cuenta de que, en el sueño, la oficina de correos donde había recogido el paquete era la misma a la que acompañaba a menudo a Dannie. Recogía allí su correspondencia. Le pregunté por qué se la mandaban a lista de correos de la calle de La Convention. Me explicó que había vivido una temporada en ese barrio y que más adelante se había visto «sin domicilio fijo».
No recibía mucha correspondencia. Una única carta en cada ocasión. Nos parábamos en un café, más abajo, en la esquina de la calle de La Convention con la avenida de Félix-Faure, enfrente mismo de la boca de metro. Abría la carta y la leía delante de mí. Y luego se la metía en el bolsillo del abrigo. Me dijo la primera vez que fuimos a ese café: «un pariente de provincias que me escribe».
Parecía quejosa de no vivir ya en ese barrio. Por lo que me había parecido entender —aunque Dannie se contradecía a veces y no parecía tener en realidad eso que se llama sentido de la cronología—, era el primer sitio donde había vivido al llegar a París. No mucho tiempo. Unos cuantos meses. Le noté enseguida cierta reticencia a decirme de qué provincia o de qué país venía exactamente. Un día, me dijo: «Cuando puse los pies en París, en la estación de Lyon…», y esa frase debió de llamarme la atención, porque la apunté en la libreta negra. Era inusual que me diera una indicación tan concreta en lo referido a ella. Era un atardecer en que habíamos ido a buscar su correspondencia a la calle de La Convention mucho más tarde de lo habitual. Cuando llegamos a la oficina de correos, ya se había hecho de noche y era casi la hora de cerrar. Acabamos en el café. El camarero, que la conocía seguramente de los tiempos en que vivía en el barrio, le trajo, sin que ella se lo pidiera, una copa de Cointreau. Dannie leyó la carta y se la metió en el bolsillo.
«Cuando puse los pies en París, en la estación de Lyon…». Y me explicó que el día aquel había cogido el metro. Después de muchos trasbordos, llegó aquí, a la estación de Boucicaut. Y me indicaba, tras la luna del café, la boca de metro. Por cierto que se había equivocado en los trasbordos y, primero, había ido a parar a Michel-Ange-Auteuil. La dejé hablar, sabedor de la forma en que se escabullía de las preguntas demasiado concretas: cambiaba de conversación, como si estuviera pensando en otra cosa, con expresión de no haber oído a su interlocutor. Sin embargo, le dije: «¿Aquel día no fue nadie a buscarte a la estación de Lyon?» «No. Nadie». Le habían prestado un piso pequeño, muy cerca de aquí, en la avenida de Félix-Faure. Se quedó unos pocos meses. Fue antes de la Ciudad Universitaria. Agaché la cabeza. Con una sola palabra, con una mirada demasiado insistente corría el riesgo de que se callase. «Luego te enseñaré la casa en que vivía». Me asombró esa oferta y, sobre todo, la voz, tan triste, como si estuviera enfadada consigo misma por haberse ido de aquí. De repente, estaba perdida en sus pensamientos. Sí, me daba la impresión en ese instante de alguien a quien le habría gustado mucho desandar lo andado tras darse cuenta de que había tirado por el camino equivocado. Dannie se metió la carta en el bolsillo. En el fondo, el único vínculo que había conservado con ese barrio era la lista de correos de la estafeta.
Aquella noche fuimos andando por la calle de La Convention, en dirección al Sena. Más adelante, volvimos a ir dos o tres veces por ese mismo camino cuando ella había quedado en la orilla derecha, en la avenida de Victor-Hugo, y esa misma tarde la había acompañado a la oficina de correos para que recogiera la acostumbrada carta. Al pasar, me enseñó la iglesia de Saint-Christophe-de-Javel a la que iba con regularidad, me dijo, a encender una vela, no porque creyese en Dios, sino más bien por superstición. Era en los tiempos en que aún llevaba poco en París. Por eso he sentido siempre un cariño particular por esa iglesia de ladrillo e incluso en la actualidad me apetece ir y encender una vela yo también. Pero ¿para qué?
Esa noche, a orillas del Sena, no cogimos el metro en la estación de Javel, como hacíamos para ir a la orilla derecha. Dimos media vuelta y subimos por la calle de La Convention. Dannie tenía mucho empeño en enseñarme la casa donde había vivido. A la altura del café, giramos en la avenida por la acera de la derecha. Cuando llegamos cerca del edificio, me dijo: «Voy a enseñarte el piso… Sigo teniendo la llave…». Seguramente era esta una visita premeditada, puesto que llevaba encima la llave. Me dijo también, tras haber echado una ojeada a la ventana oscura de la portería: «La portera no está nunca a esta hora, pero no metas ruido en las escaleras». No encendió la luz. Se veía más o menos porque había un vago resplandor de una luz de emergencia en la planta baja. Dannie se apoyaba en mi brazo; subíamos arrimados uno a otro y yo me acordaba de una expresión que me daba risa: «A paso de lobo». Abrió la puerta en la oscuridad y luego, cuando entramos, la cerró despacio. Buscaba a tientas el interruptor y una luz amarilla salió del plafón de la entrada. Me avisó de que ahora teníamos que hablar en voz baja y no encender más luces. Nada más entrar, a la derecha, la puerta entornada de un dormitorio, que me dijo que era el suyo. Me llevó pasillo adelante, a la luz de la entrada. A la izquierda, una habitación amueblada con una mesa y un aparador. ¿El comedor? A la derecha, el «salón», a juzgar por el sofá y la vitrina pequeña en que había figuritas de marfil. Como estaban echadas las cortinas, encendió una lámpara que había encima de un velador. Era la misma luz amarilla y velada que la del aplique. Al fondo del todo, un dormitorio con una cama grande con barrotes de cobre y un papel pintado con motivos decorativos azul cielo. Había unos cuantos libros apilados encima de una de las mesillas de noche. Temí de repente oír cerrarse de golpe la puerta de entrada y que nos sorprendiese la persona que viviera allí. Dannie abría los cajones de las mesillas de noche uno tras otro y los registraba. Sobre la marcha, iba cogiendo unos cuantos papeles que se metía en el bolsillo del abrigo. Y yo estaba a pie firme, petrificado, mirándola y a la espera del portazo. Dannie estaba abriendo una de las hojas de la puerta del armario de luna que había enfrente de la cama, pero las baldas estaban vacías. Lo volvió a cerrar. «¿No crees que podría llegar alguien?», le pregunté en voz baja. Se encogió de hombros. Miraba los títulos de los libros de la mesilla de noche. Cogió uno, de tapas rojas, y se lo metió también en el bolsillo del abrigo. Debía de conocer a la persona que vivía aquí ya que la llave del piso seguía siendo la misma. Apagó la lámpara de la mesilla y salimos del dormitorio. Al fondo, la luz amarilla del plafón y la lámpara del salón, que se había quedado encendida, acentuaban el aspecto pasado de moda de aquel pisito, con el aparador de madera oscura, las figuritas de marfil en la vitrina, las alfombras gastadas. «¿Conoces a la gente que vive aquí?», le pregunté. No me contestó. No podía tratarse de sus padres porque había llegado un día de provincias, o del extranjero, a la estación de Lyon. ¿Alguien que vivía solo y le había alquilado una habitación en su piso?
Dannie me llevaba hacia ese cuarto de la izquierda, antes de llegar al vestíbulo. No encendió la luz. Dejó la puerta abierta de par en par. Se veía bastante bien gracias al plafón de la entrada. Una cama mucho más pequeña que la del cuarto del fondo y con el somier al aire. Estaban echadas las cortinas, las mismas cortinas negras del hotel al que habíamos ido a parar por la zona de Le Val-de-Grâce. Pegada a la pared de la izquierda, en la parte contraria a la cama, una mesa montada en caballetes y, encima, un tocadiscos metido en una funda de cuero y dos o tres discos de treinta y tres revoluciones. Dannie quitó con la manga el polvo de las fundas. Me dijo: «Espérame un momento». Me senté en el somier. Cuando volvió, llevaba en la mano un capacho en el que metió el tocadiscos y los discos. Se sentó a mi lado encima del somier y parecía pensativa, como si le diera miedo dejarse algo olvidado. «Es una pena», me dijo en voz alta, «que no podamos quedarnos en este cuarto». Sonrió con sonrisa un tanto crispada. Su voz tenía un eco raro en aquel piso vacío. Cerramos la puerta del dormitorio al salir. Yo llevaba el capacho con el tocadiscos y los discos. Ella apagó la luz del vestíbulo. Después de abrir la puerta de entrada me dijo: «Ha vuelto la portera. Tenemos que pasar delante de la portería lo más deprisa que podamos». Me daba miedo tropezar en la penumbra de las escaleras con aquel capacho en la mano. Bajaba los escalones delante de ella. Se encendió la luz; nos quedamos quietos en el descansillo del primero un momento. Sonó un portazo. Dannie me cuchicheó que era la puerta de la portería. Seguimos bajando las escaleras con una luz fuerte que contrastaba con la luz velada del piso. En la planta baja estaba encendida la puerta acristalada de la portera. Había que apretar el botón para que se abriera la puerta cochera. ¿Y si se quedaba bloqueada? Imposible ocultar aquel capacho, que me parecía que pesaba muchísimo y que me daba pinta de ladrón de pisos. La puerta bloqueada, la portera llamando por teléfono a la policía, el coche celular al que nos subimos Dannie y yo. Sí, claro, es inevitable, siempre nos sentimos culpables cuando unos padres nobles y honrados no nos han convencido, en la infancia, de nuestros legítimos derechos e incluso de nuestra clara superioridad en cualesquiera circunstancias de la vida. Dannie apretó el botón y abrió la puerta cochera. En la calle, yo no podía por menos de apretar el paso; y ella andaba al mismo paso que yo. A lo mejor tenía miedo de cruzarse con la persona que vivía en el piso.
Al llegar a la calle de La Convention, pensaba que íbamos a meternos en la boca de metro, pero Dannie me llevó al café donde solíamos ir después de pasar por la lista de correos. A aquellas horas, no había clientes. Nos sentamos en una mesa del fondo. El camarero le puso un Cointreau y yo me preguntaba si era prudente hacernos notar aquí después de la visita clandestina al piso. Había escondido el capacho debajo de la mesa. Dannie se había sacado de los bolsillos del abrigo el libro y los papeles. Más adelante, me dijo que se alegraba de haber recuperado aquel libro que tenía hacía mucho y que le habían regalado de pequeña. A punto había estado de perderlo en varias ocasiones y siempre volvía a encontrarlo, igual que esos objetos fieles que no quieren separarse de nosotros. Era Rupert de Hentzau de Anthony Hope, en una colección antigua con tapas rojas y sobadas. Entre los papeles a los que estaba pasando revista había unas cuantas cartas, un pasaporte viejo, unas tarjetas de visita… Eran las nueve de la noche, pero el camarero y el otro hombre, que era su jefe y estaba llamando por teléfono detrás de la barra, parecían haberse olvidado de nuestra presencia. «Nos hemos dejado encendida la luz del salón», me dijo Dannie de pronto. Y, más que preocupación, caer en la cuenta de aquello le daba pena o añoranza, como si un gesto tan trivial como ese de volver a casa para apagar la luz le estuviera vedado. «Ya sabía yo que se me olvidaba algo…, tendría que haber mirado si no quedaba ropa mía en el armario empotrado de mi cuarto…». Le ofrecí, si me daba la llave, volver a subir al piso para apagar la luz del salón y traerle la ropa, pero a lo mejor no necesitaba la llave, bastaba con llamar a la puerta. Si había vuelto la persona que vivía en el piso me abriría y le explicaría que iba de parte de Dannie. Se lo dije como si fuera lo más natural, con la esperanza de que me diese más explicaciones. Había acabado por entender que no había que hacerle preguntas directas. «No, no, es imposible», me dijo con una voz muy tranquila. «Deben de pensar que me he muerto…». «¿Que te has muerto?». «Sí…, bueno…, que he desaparecido, vamos…». Me sonrió para atenuar la seriedad con la que había dicho esas palabras. Le hice notar que, de todas formas, «ellos» se darían cuenta de que alguien había encendido la lámpara del salón y de que se habían llevado los papeles, el libro, el tocadiscos y los discos… Se encogió de hombros. «Pensarán que es un fantasma». Soltó una risa breve. Tras aquella indecisión y aquella tristeza que me habían extrañado en ella, parecía relajada. «Es una señora mayor que me alquilaba una habitación», me dijo. «Y no debió de entender que me fuera de la noche a la mañana sin avisarla. Pero yo prefiero cortar por lo sano. No me gustan las despedidas». Yo me pregunté si sería verdad o si quería tranquilizarme y evitar otras preguntas. ¿Por qué, si se trababa de una «señora mayor», había hablado antes en tercera persona del plural? Qué más daba. La verdad es que en aquel café no sentía la necesidad de hacerle preguntas. Vale más, en vez de estar siempre imponiendo interrogatorios a los demás, aceptarlos como son, en silencio. Y además es posible que tuviera el presentimiento inconcreto de que me iba a hacer más adelante esas preguntas. Efectivamente, pasados tres o cuatro años, estaba una noche dentro de un coche en la glorieta de Mirabeau y veía cómo comenzaba, delante de mí, la calle de La Convention. Tuve la ilusión de que bastaba con salir de aquel coche y dejarlo abandonado en pleno atasco y meterme a pie por la calle aquella. Por fin estaría al aire libre y en estado de ingravidez. Andaría con paso ligero por la acera de la derecha. Al pasar, entraría a encender una vela en la iglesia de Saint-Christophe-de-Javel. Y me vería, algo más arriba, entre el café y la boca de metro. Al camarero no lo sorprendería volver a verme y, sin necesidad de pedirle nada, traería dos Cointreau y colocaría las copas una enfrente de otra. Yo llamaría a la puerta del piso para recoger la ropa de Dannie. El problema era que no sabía el número exacto de la casa y que en aquel tramo de la avenida de Félix-Faure las fachadas y los portales se parecían demasiado para que yo pudiera reconocer cuáles eran los que buscaba. Esa misma noche me pareció oír su voz, algo ronca, decirme: «Una señora mayor que me alquilaba una habitación», y esa voz me parecía tan cercana… Una señora mayor. Miré la guía de calles para intentar averiguar el número. Me acordaba de que habíamos pasado delante de un hotel y de una cristalera grande detrás de la que me había sorprendido ver filas de teléfonos que relucían en la penumbra. Una tarde que Dannie iba a la lista de correos, quedó conmigo en el café y anduve un trecho por la avenida de Félix-Faure en dirección a la casa en que habíamos entrado como ladrones la otra noche. Había padres en la acera esperando la hora de salida de un colegio de niñas. La guía de calles ratificaba mis recuerdos. Los Teléfonos Burgunder. El Hôtel Aviation: estaban antes de la casa, de eso estaba seguro. Pero ¿y el colegio de niñas, en el número 56? ¿Estaba antes o después? En cualquier caso, el edificio en cuestión estaba antes del cruce de la avenida con la calle de Duranton. Quería comprobarlo in situ. Pero ¿para qué? Todas aquellas fachadas eran parecidísimas. «Una señora mayor que me alquilaba una habitación…». En la guía sí que había, en el número 63, una señora Baulé.
Dannie me había alargado el libro de tapas rojas, Rupert de Hentzau de Anthony Hope, para que lo metiera en el capacho con el tocadiscos y los discos. Le pregunté si lo había leído. Sí, la primera vez de pequeña, hasta el final, sin enterarse de nada. Más adelante, leía un capítulo al azar. Eran cerca de las nueve de la noche. El camarero nos dijo que el café iba a cerrar. Nos vimos fuera, bajo la lluvia. Yo llevaba el capacho y uno de los bolsillos del abrigo de Dannie abultaba mucho por todos los papeles que había metido dentro. El metro nos hizo esperar mucho rato, y más aún en el trasbordo de La Motte-Picquet. A esas horas, el vagón iba vacío. Dannie rebuscaba en el bolsillo y apartaba, de entre los demás papeles, lo que me pareció que eran tarjetas de visita. Como se dio cuenta de que la estaba observando con cierta curiosidad, me dijo, sonriendo: «Ya te lo enseñaré todo… Ya verás… No es que sea nada del otro mundo…». La perspectiva de volver a su habitación de Montparnasse no parecía entusiasmarla. Fue esa noche, en el metro, cuando aludió por primera vez a la casa de campo donde podríamos ir, pero yo no tenía que decirles nada a los demás. Los demás eran Aghamouri y los otros con los que se trataba: Duwelz, Marciano y Chastagnier… Le pregunté si Aghamouri sabía que había vivido en el piso de la avenida de Félix-Faure. Pues no, no lo sabía. No lo había conocido hasta después, en la Ciudad Universitaria. Y tampoco sabía nada de la existencia de esa casa de campo que acababa de mencionar delante de mí. Una casa de campo a unos cien kilómetros de París, me dijo. No, ni Aghamouri ni nadie la había acompañado nunca a la lista de correos a recoger la correspondencia. «¿Así que soy el único que está al tanto de tus secretos?», le pregunté. Íbamos por el pasillo interminable de la estación de Montparnasse y estábamos solos en la cinta mecánica. Me cogió del brazo y me apoyó la cabeza en el hombro. «Espero que sepas guardar secretos». Fuimos andando por el bulevar hasta Le Dôme y luego dimos un rodeo, siguiendo la tapia del cementerio. Dannie estaba intentando hacer tiempo para no cruzarse en el vestíbulo del hotel con Aghamouri y los demás. Con quien no quería encontrarse sobre todo era con Aghamouri. Yo estaba a punto de preguntarle por qué tenía que darle cuenta de sus asuntos, pero me lo pensé y me pareció inútil. Creo que por entonces ya me había dado cuenta de que nadie contesta nunca a las preguntas. «Habría que esperar a que apaguen las luces del vestíbulo para volver», le dije con un tono un tanto desenfadado. «Como hicimos hace un rato para subir al piso… Pero corremos el riesgo de que nos vea el vigilante nocturno…». Según nos íbamos acercando al hotel, yo notaba en ella cierta aprensión. Con tal de que no haya nadie en el vestíbulo, iba pensando. Dannie acababa por contagiarme su intranquilidad. Ya estaba oyendo a Paul Chastagnier decirme, con aquella voz metálica suya: «Pero ¿qué lleva en ese capacho?». Dannie dudó antes de entrar en la calle del hotel. Eran casi las once de la noche. «¿Esperamos un poco más?», me preguntó. Nos sentamos en un banco del paseo central, en el bulevar de Edgar-Quinet. Yo había dejado el capacho a mi lado. «Menuda metedura de pata habernos dejado encendida antes la luz del salón», me dijo ella. Me sorprendió que le diera tanta importancia. Pero ahora, después de todos estos años, entiendo mejor la tristeza repentina que le ensombreció la mirada. Yo también noto una sensación muy rara cuando pienso en esas lámparas que se nos olvidó apagar en sitios a los que nunca volvimos… No tuvimos la culpa. En todas aquellas ocasiones tuvimos que irnos deprisa y de puntillas. Estoy seguro de que en la casa de campo nos dejamos en algún sitio una lámpara encendida. ¿Y si hubiera sido yo el único responsable de ese descuido o de ese olvido? Ahora estoy convencido de que no se trataba ni de olvido ni de descuido sino que, en el momento de irnos, era yo quien encendía deliberadamente una lámpara. Quizá por superstición, para conjurar la mala suerte y, sobre todo, para que quedase una huella nuestra, una señal que indicase que no nos habíamos ido de verdad y que volveríamos un día u otro.
«Están todos en el vestíbulo», me cuchicheó Dannie al oído. Había decidido ir delante de mí, cuando estábamos llegando cerca del hotel, y mirar a través de los cristales si el vestíbulo estaba vacío y el paso libre. No quería que se fijasen en nosotros por culpa del capacho. A mí también me estorbaba el capacho aquel, como si fuese la prueba de que acabábamos de cometer una mala acción, y ahora me asombro de que me estorbase. ¿Por qué ese perpetuo sentimiento de incertidumbre y de culpabilidad? ¿Culpable de qué exactamente? Miré a mi vez desde detrás de los cristales. Estaban sentados en los sillones del vestíbulo. Aghamouri en el brazo del sillón en que se había acomodado Marciano; los demás, Paul Chastagnier, Duwelz y el hombre a quien llamaban sencillamente «Georges» estaban en sendos sillones, viejos y de cuero marrón. Habríase dicho que estaban celebrando un consejo de guerra. Sí, ¿culpables de qué? Eso es lo que me pregunto. Por lo demás, no era esa clase de personas la que estaba en condiciones de darnos lecciones de ética. Cogí a Dannie del brazo y la hice entrar en el vestíbulo del hotel. El primero en vernos fue «Georges», ese hombre cuya cara contrastaba con el cuerpo robusto y fornido: una cara de luna y unos ojos soñadores, aunque al poco se daba uno cuenta de que la cara expresaba tanta violencia como el cuerpo. Y cuando te daba la mano notabas una repentina sensación de frío, como si te transmitiera eso que se llama fluido glacial. Nos acercamos y oí la voz metálica de Paul Chastagnier:
—¿Qué? ¿Venimos de hacer la compra?
Y clavaba la vista en el capacho que llevaba yo en la mano izquierda.
—Sí… Sí… Venimos de la compra —dijo Dannie en un tono muy suave. Seguramente quería infundirse valor. Me dejaba asombrado su sangre fría porque hacía un rato había estado muy preocupada, según nos acercábamos al hotel. El que se llamaba «Georges» nos miraba a los dos con su cara de luna de piel blanca, tan blanca que parecía que iba maquillado. Enarcaba las cejas con una expresión de curiosidad y desconfianza que yo le había visto cada vez que estaba en presencia de alguien. A lo mejor era a él a quien le tenía miedo Dannie. La primera vez que me crucé con él en el vestíbulo, me lo presentó: «Georges». Él no dijo nada y se limitó a enarcar las cejas. Georges: en la forma en que sonaba ese nombre había de pronto algo inquietante y cavernoso que encajaba perfectamente con la cara. Tras salir del hotel, Dannie me dijo: «Por lo visto es un tipo peligroso». Pero no me aclaró por qué. ¿Lo sabía con certeza? Según ella, era un hombre a quien Aghamouri había conocido en Marruecos. Sonrió y se encogió de hombros: «Huy, ¿sabes? Vale más no mezclarse en ninguna de esas cosas…».
—¿Toman algo con nosotros? —propuso Paul Chastagnier.
—Es un poco tarde —dijo Dannie con la misma voz suave.
Aghamouri, que no se había levantado del brazo del sillón en que estaba Gérard Marciano, nos miraba fijamente a los dos con ojos extrañados. Me pareció que se había puesto pálido.
—Qué lastima que no se sumen a nosotros. Nos habrían explicado qué han comprado.
Y esta vez Paul Chastagnier se dirigía a mí. Estaba claro que el capacho lo intrigaba.
—¿Me ayuda a llevarlo a mi cuarto?
Dannie se había vuelto hacia mí y me llamaba de usted de repente, indicando el capacho. Parecía como si los hiciera fijarse aposta en el capacho, quizá para provocarlos.
La seguí hasta el ascensor, pero tiró por las escaleras. Subía delante de mí. En el descansillo del primer piso, donde no podían vernos, se me acercó y me dijo al oído:
—Vale más que te vayas. Si no, voy a tener problemas con Aghamouri.
La acompañé hasta la puerta de su habitación. Cogió el capacho. Me dijo en voz baja, como si pudieran oírnos:
—Mañana a las doce en Le Chat blanc.
Era un café un poco triste de la calle de Odessa, con una sala trasera donde podía uno pasar inadvertido entre unos cuantos que jugaban al billar. Unos bretones con gorra de marinero.
Antes de cerrar la puerta, me dijo, aún más bajo:
—Estaría bien que pudiéramos ir a la casa de campo que te he dicho.
Para bajar, preferí el ascensor. No quería cruzarme con ninguno de ellos por las escaleras. Sobre todo con Aghamouri. Temía que me hiciera preguntas y me pidiera cuentas. Una vez más pecaba de esa falta de confianza en mí mismo o de esa timidez que le había llamado la atención a Paul Chastagnier y lo había movido a decir un día en que íbamos juntos por las calles grises de los adentros de Montparnasse: «Es curioso…, un chico sensible y con dotes como las suyas… ¿Por qué anda siempre bajo mínimos?».
En el vestíbulo, todavía estaban todos en los sillones. Por desgracia no me quedaba más remedio que pasar por delante para salir del hotel y no me apetecía hablar con ellos. Aghamouri había alzado la cabeza y me clavaba una mirada fría que no era la suya habitual. A lo mejor había estado vigilando la puerta del ascensor para saber si me quedaba o no en la habitación de Dannie. Paul Chastagnier, Duwelz y Gérard Marciano estaban inclinados hacia «Georges» y lo escuchaban atentamente, como si les estuviera dando instrucciones. Me escurrí hacia la entrada del hotel, poniendo cara de no querer molestar. Temía que Aghamouri fuera detrás de mí. Pero no, seguía sentado con los otros. Era sólo un aplazamiento, pensé. Mañana me pediría cuentas en lo referido a Dannie, y era algo que me agobiaba de antemano. No tenía nada que decirle. Nada. Y además nunca he sabido contestar a las preguntas.
Una vez en la calle, no pude por menos de observarlos desde detrás de los cristales. Y ahora, según lo escribo, me parece que los sigo observando, de pie en la acera, como si no me hubiera movido de ese sitio. Por mucho que miro a «Georges», el que Dannie me decía que era «peligroso», he dejado de notar esa sensación de intranquilidad que se adueñaba de mí a veces cuando me codeaba con ellos en el vestíbulo del Unic Hôtel. Paul Chastagnier, Duwelz y Gérard Marciano se inclinan hacia «Georges» por toda la eternidad, preparando eso que Aghamouri llamaba «sus fechorías». Acabarán mal, en la cárcel o en turbios arreglos de cuentas. Aghamouri, sentado en el brazo del sillón, calla y los mira con ojos intranquilos. Había sido él quien me dijo: «Tenga cuidado. Pueden llevarlo por muy malos caminos. Le aconsejo que corte radicalmente con ellos mientras está a tiempo». Esa tarde me había citado a la salida de la universidad de Censier. Quería a toda costa que tuviéramos una «explicación». Pero yo había pensado que quería asustarme para que dejase de ver a Dannie. Y, ahora, ahí está, él también detrás del cristal por toda la eternidad, con la mirada intranquila clavada en los otros, que conspiran en voz baja. Y me entran ganas de ser yo quien le diga ahora: «Tenga cuidado». Yo no corría peligro alguno. Pero no tenía una conciencia clara de ello por entonces. Han tenido que pasar unos cuantos años para que caiga en la cuenta. Si no me falla la memoria, tenía, pese a todo, el vago presentimiento de que ninguno de ellos me arrastraría nunca por «malos caminos». Langlais, cuando me interrogó en el muelle de Gesvres, me dijo: «La verdad es que se trata usted con gente muy peculiar». Se equivocaba. A todas esas personas con las que me crucé las veía desde muy lejos. Esa noche, no sé ya cuánto tiempo me quedé detrás del cristal del hotel, observándolos. Hubo un momento en que Aghamouri se levantó y se arrimó al cristal. Iba a darse cuenta de que yo estaba a pie firme en la acera, observándolos. No me moví ni un milímetro. Qué le íbamos a hacer si salía a la calle y se me acercaba. Pero tenía la mirada vacía y no me veía. El que se llamaba «Georges» —el más peligroso por lo visto— se levantó también y se reunió con Aghamouri, con sus andares premiosos. Estaban a pocos centímetros de mí, detrás del cristal; y el otro, con su cara lunar y sus ojos duros, tampoco me veía. A lo mejor el cristal era opaco desde dentro, como las lunas sin azogue. O, sencillamente, nos separaban decenas y decenas de años; ellos seguían inmovilizados en el pasado, en medio de ese vestíbulo de hotel, y ellos y yo no vivíamos ya en la misma época.