En su despacho del muelle de Gesvres, el tal Langlais me preguntó: «¿Vivía en una habitación del Unic Hôtel?». Ponía voz distraída, como si ya supiera la respuesta y esperase de mí una simple confirmación: «No». «¿Iba usted mucho por “el 66”?». Esta vez me miraba de frente. A mí me extrañó que dijera «el 66». Hasta ese momento, creía que la única en llamar así a ese sitio era Dannie. Yo también les había puesto a veces a algunos cafés otros nombres diferentes del suyo, nombres de un París más antiguo, y había dicho: «Quedamos en Tortoni», o «A las nueve en Le Rocher de Cancale».
—¿«El 66»? —Hice como si le estuviera dando vueltas al nombre. Volvía a oír a Dannie decirme con su voz sorda: «Te crees que estás en Pigalle»—. ¿«El 66» en Pigalle? —le dije al tal Langlais con expresión fingidamente pensativa.
—No, no… Es un café del Barrio Latino.
A lo mejor no era oportuno pasarme de listo.
—Ah, sí… He debido de ir un par de veces…
—¿Por las noches?
Titubeé antes de contestarle. Habría sido más prudente decirle: de día, cuando todo el local estaba abierto y la mayoría de los clientes se sentaban en la terraza, por la zona de las verjas de Le Luxembourg. De día era un café que no se diferenciaba de los demás. Pero ¿por qué mentir?
—Sí. De noche.
Me acordaba del local sumido en la oscuridad a nuestro alrededor y de aquella zona estrecha iluminada, al fondo del todo, como un refugio clandestino, ya pasada la hora de cerrar. Y ese nombre, «el 66», uno de esos nombres que circulan en voz baja, entre los iniciados.
—¿Iba usted solo?
—Sí. Solo.
Iba mirando una hoja, encima del escritorio, donde me parecía ver una lista de nombres. Tenía la esperanza de que no estuviera el de Dannie.
—¿Y no conocía a ninguno de los parroquianos del «66»?
—A nadie.
Él seguía con la vista clavada en la hoja de papel. Me habría gustado que me dijera los nombres de los «parroquianos del “66”» y que me explicase quién era toda esa gente. A lo mejor Dannie había conocido a algunos. O Aghamouri. Ni Gérard Marciano, ni Duwelz, ni Paul Chastagnier parecían habituales del «66». Pero no tenía seguridad de nada.
—Debe de ser un café de estudiantes como todos los demás del Barrio Latino —dije.
—De día sí. Pero por las noches no.
Hablaba ahora con un tono seco, casi amenazador.
—Sabe —le dije, esforzándome por ser todo lo manso y conciliador que pudiera—, nunca he sido un «parroquiano nocturno del “66”».
Me miró con los ojos azules y saltones y no había nada amenazador en su mirada, una mirada cansada y tirando a benévola.
—Fuere como fuere, no está usted en la lista.
Veinte años después, en el expediente que me llegó a las manos gracias al tal Langlais —no se había olvidado de mí; hay centinelas así que están apostados en todas las encrucijadas de la vida de uno— estaba la lista de los «parroquianos del “66”» y, el primero, uno llamado «Willy des Gobelins». Ya la copiaré cuando tenga tiempo. Y copiaré también unas cuantas páginas de ese expediente que completan las notas de mi libreta negra vieja y coinciden con ellas. Pasé ayer, sin ir más lejos, por delante del «66» para ver si esa parte del café seguía existiendo. Empujé la puerta acristalada, la misma por la que entramos Dannie y yo y tras la que me quedé mirándola, sentada en la barra con Aghamouri bajo aquella luz demasiado fuerte y demasiado blanca. Me senté en la barra. Eran las cinco de la tarde y los clientes estaban en la otra parte del café, la que da a las verjas de Le Luxembourg. El camarero pareció un poco extrañado cuando le pedí un Cointreau, pero lo hice en recuerdo de Dannie. Y para beberlo a la salud de aquel «Willy des Gobelins», el primero de la lista y del que no sabía nada.
—¿Siguen abriendo hasta muy tarde? —le pregunté al camarero.
Frunció el entrecejo. No parecía entender la pregunta. Un muchacho que rondaba los veinticinco años.
—Cerramos todas las noches a las nueve, caballero.
—Este café se llama «el 66», ¿no?
Dije esas palabras con voz de ultratumba. El camarero me miró con ojos preocupados.
—¿Por qué «el 66»? Se llama «Le Luxembourg», caballero.
Me acordé de la lista de los «parroquianos del “66”». Sí, la copiaré cuando tenga un rato. Pero ayer por la tarde me volvían a la memoria algunos de los nombres de esa lista: Willy des Gobelins, Simone Langelé, Orfanoudakis, el doctor Lucaszek, conocido por «doctor Jean», Jacqueline Giloupe y una tal Mireille Sampierry que había nombrado Langlais la primera vez.
Detrás de mí, en el local y en la terraza, turistas y estudiantes. En la mesa más próxima, un grupo, cuya conversación escuchaba yo distraídamente, lo formaban una serie de alumnos de la Escuela de Minas. Estaban celebrando algo, seguramente el comienzo de las vacaciones de verano. Se hacían fotos con los iPhone en la luz sin brillo y neutra del presente. Una tarde cualquiera. Y, sin embargo, era allí, en ese mismo sitio, en plena noche, donde los tubos de neón me obligaban a guiñar los ojos y apenas si conseguíamos oírnos Dannie y yo por el barullo y esas palabras perdidas para siempre que cruzaban entre sí Willy des Gobelins y todas aquellas sombras que nos rodeaban.
Si he de fiarme de mis recuerdos, «el 66» no se diferenciaba esencialmente del Unic Hôtel ni de los demás sitios de París que conocía por entonces. Por todas partes se cernía una amenaza en el aire que le daba un color particular a la vida. Y lo mismo ocurría cuando no estaba en París. Un día, Dannie me pidió que fuera con ella a una casa de campo. Tengo escrito en una de las páginas de la libreta negra: «Casa de campo. Con Dannie». Nada más. En la página anterior leo: «Dannie, avenida de Victor-Hugo, edificio con dos salidas. Me cita delante de la otra salida del edificio, en la calle de Léonard-de-Vinci, a las siete».
La esperé allí varias veces, siempre a la misma hora y delante del mismo portal. Por entonces, había relacionado a aquella persona a quien Dannie «visitaba a menudo» —una palabra pasada de moda que me extrañó oírle— y la casa de campo. Sí, si no me falla la memoria me dijo que la «casa de campo» era de «la persona» de la avenida de Victor-Hugo.
«Casa de campo con Dannie». No escribí el nombre del pueblo. Hojeando la libreta negra, tengo dos sentimientos contradictorios. Como en esas páginas no hay detalles concretos, me digo que por entonces no me extrañaba nada. ¿La despreocupación de la juventud? Pero vuelvo a leer algunas frases, algunos nombres, algunas indicaciones y me da la impresión de que estaba enviando llamadas en morse para más adelante. Sí, era como si quisiera dejar por escrito indicios que me permitieran, en un futuro remoto, aclarar lo que había vivido mientras estaba sucediendo sin acabar de entenderlo. Llamadas en morse pulsadas al azar, presa de la mayor confusión. Y habría que esperar años y años antes de poder descifrarlas.
En la página de la libreta en que pone en tinta negra «Casa de campo con Dannie» hay una lista de pueblos que escribí con bolígrafo azul hace alrededor de diez años, cuando se me metió en la cabeza localizar aquella «casa de campo». ¿Caía por las inmediaciones de París o más allá, por la zona de Sologne? Se me ha olvidado por qué escogí esos pueblos y no otros. Creo que la forma en que sonaban los nombres me recordaba uno en que nos paramos para echar gasolina. Saint-Léger-des-Aubées, Vaucourtois, Dormelles-sur-l’Orvanne, Ormoy-la-Rivière, Lorrez-le-Bocage, Chevry-en-Sereine, Boisemont, Achères-la-Forêt, La Selle-en-Hermoy, Saint-Vincent-des-Bois.
Había comprado un mapa Michelin que aún conservo y que pone esta indicación: 150 km alrededor de París. Norte-Sur. Luego, un mapa de Estado Mayor de Sologne. Me pasé unas cuantas tardes mirándolos, intentando recordar el recorrido que hacíamos en un coche que nos había prestado Paul Chastagnier, no el Lancia rojo, sino un coche más discreto, de color gris. Salíamos de París por la puerta de Saint-Cloud, el túnel y la autopista. ¿Por qué ese camino hacia el oeste si la casa de campo estaba al sur por la zona de Sologne?
Algo después, en la parte de abajo de una página de la libreta donde tomé muchas notas sobre el poeta Tristan Corbière, descubrí que ponía en letra diminuta: FEUILLEUSE y, detrás, un número de teléfono. El nombre de ese pueblo podría haber seguido siempre invisible entre las notas de letra prieta referidas a Corbière. Feuilleuse, 437.41.10. Es verdad, una vez fui a reunirme con Dannie a la casa de campo y me dio el número de teléfono. Cogí un auto de línea en la puerta de Saint-Cloud. El auto se paró en una ciudad pequeña. Desde un café, llamé a Dannie. Vino a buscarme en coche, también en esta ocasión el coche gris que nos había prestado Paul Chastagnier. La «casa de campo» estaba a unos veinte kilómetros. Miré a ver dónde estaba Feuilleuse: no en Sologne, sino en Eure-et-Loir.
437.41.10. Sonaba el timbre, pero nadie cogía el teléfono, y me sorprendió que, después de tantos años, todavía existiera el número. Una noche en que marqué otra vez el 437.41.10 oí un chisporroteo y voces ahogadas. A lo mejor era una de esas líneas que llevan mucho abandonadas. Esos números sólo los sabían unos cuantos iniciados que los usaban para comunicarse de forma clandestina. Acabé por distinguir una voz de mujer que repetía siempre la misma frase, cuyas palabras no conseguía entender, una llamada monótona, como en un disco rayado. ¿La voz del servicio de información horaria? ¿O la voz de Dannie que me llamaba desde un tiempo diferente y desde esa casa de campo perdida?
Consulté una guía de teléfonos antigua de Eure-et-Loir que encontré en el mercadillo de viejo de Saint-Ouen, en un depósito, entre varios cientos. Sólo había diez abonados en Feuilleuse, y allí estaba el número, efectivamente, una cifra secreta que le abría a uno «Las puertas del pasado», que era el nombre de una novela policíaca que escogí en la biblioteca de la casa de campo y que Dannie y yo leímos. Feuilleuse (E.-et-L.). Cantón de Senonches. Señora Dorme. La Barberie. 437.41.10. ¿Quién era esa señora Dorme? ¿Dijo alguna vez ese apellido Dannie delante de mí? A lo mejor aún vivía. Bastaba con entrar en contacto con ella. Ella sabría qué había sido de Dannie.
Llamé a información. Pregunté por el nuevo número de teléfono de La Barberie, en Feuilleuse, en Eure-et-Loir. E igual que aquel otro día en que estaba hablando con el camarero del café Luxembourg, mi voz era una voz de ultratumba. «¿Feuilleuse con dos eles, señor?». Colgué. No merecía la pena. Después de tanto tiempo, seguramente ya no venía en la guía el apellido de la señora Dorme. Por la casa debían de haber pasado varios ocupantes que le habrían cambiado la apariencia tanto que no la habría reconocido. Extendí en la mesa el mapa de los alrededores de París y me sentí decepcionado al separarme del de Sologne, que me había tenido entretenido toda una tarde. La sonoridad acariciadora de la palabra «Sologne» me había hecho caer en un error. Y me acordaba también de los estanques que había no muy lejos de la casa y que me recordaban esa comarca. Pero me dan igual los mapas Michelin. Para mí esa casa seguirá siempre en un enclave imaginario de Sologne.
Ayer por la noche fui recorriendo con el dedo índice en el mapa el trayecto de París a Feuilleuse. Era remontar el curso del tiempo. El presente no tenía ya importancia alguna, con esos días todos iguales con su luz sin brillo, una luz que debe de ser la de la vejez y en la que nos da la impresión de estar sobreviviendo. Me decía que volvería a encontrar la hilera de árboles y las cercas blancas. El perro se me acercaría despacio, recorriendo el paseo. Había pensado a menudo que, aparte de nosotros, era el único habitante de la casa, e incluso el dueño. Cada vez que volvíamos a París le decía a Dannie: «Tendríamos que llevarnos este perro». Se colocaba delante del coche gris para ver cómo nos íbamos. Y después, cuando ya nos habíamos subido al coche y habíamos cerrado las puertas, se iba a la cabaña que servía para guardar la leña y donde solía dormir cuando no estábamos. Y en todas esas ocasiones yo lamentaba tener que volver a París. Le había preguntado a Dannie si no sería posible que esa casa nos sirviera de refugio durante un tiempo. Sería posible, me dijo ella, pero no de inmediato. Me había confundido o lo había entendido mal, pero no había relación alguna entre la «persona» de la avenida de Victor-Hugo a quien iba ella a ver a menudo y aquella casa. La dueña —sí, era una mujer— estaba de momento en el extranjero. Me explicó que la había conocido el año anterior cuando andaba buscando trabajo. Pero no especificaba qué clase de «trabajo». Ni Aghamouri ni esos a los que yo llamaba «la banda de Montparnasse» —Paul Chastagnier, Duwelz, Gérard Marciano y otras siluetas que veía a menudo en el vestíbulo del Unic Hôtel— sabían que existiera aquella casa. «Mejor», dije. Ella sonrió. Aparentemente estaba de acuerdo conmigo. Una noche, habíamos encendido un fuego de leña y nos habíamos sentado en el sofá grande, delante de la chimenea, con el perro echado a nuestros pies, y me dijo que estaba arrepentida de haberle pedido prestado el coche gris a Paul Chastagnier. Y añadió incluso que no quería volver a tener nada que ver con esos «golfantes». Me extrañó que dijera esa palabra porque siempre hablaba de forma mesurada y se quedaba callada a menudo. Tampoco en esta ocasión tuve la curiosidad de preguntarle qué la unía exactamente a esos «golfantes» y por qué se había ido a vivir al Unic Hôtel por influencia de Aghamouri. A decir verdad, en la tranquilidad de aquella casa, que resguardaba la hilera de árboles y las cercas blancas, ya no me apetecía hacerme preguntas.
No obstante, una tarde volvíamos de dar un paseo por el camino de Le Moulin d’Étrelles —los nombres que pensamos que se nos han olvidado o que no decimos en voz alta por temor a parecer conmovidos se nos vienen a la memoria y la verdad es que no es tan doloroso— y el perro iba delante de nosotros bajo el sol de otoño. Acabábamos de entrar en la casa y cerrar la puerta cuando oímos el ruido de un motor. Se acercaba. Dannie me cogió de la mano y tiró de mí para llevarme al primer piso. En el dormitorio, me hizo señas para que me sentara y se arrimó a una de las ventanas. El motor se detuvo. Sonó una portezuela al cerrarse. Un ruido de pasos en la parte del paseo que era de grava. «¿Quién es?», pregunté. No me contestó. Me escurrí hasta la otra ventana. Un coche grande y negro de marca americana. Me dio la impresión de que alguien seguía al volante. Un timbrazo. Luego, dos. Luego, tres. Abajo ladró el perro. Dannie estaba petrificada y apretaba la cortina con una mano. Una voz de hombre: «¿Hay alguien? ¿Hay alguien? ¿Me oyen?». Una voz recia, con un acento muy leve, belga, o suizo, o el acento internacional que tienen esas personas cuya lengua materna no sabemos exactamente cuál es y ni siquiera ellos lo saben. «¿Hay alguien?».
El perro ladraba cada vez más. Se había quedado en la entrada y, si la puerta estaba mal cerrada, la abriría con la pata. Cuchicheé: «¿No te parece que el tipo ese puede meterse en la casa?». Dannie me dijo que no con la cabeza. Se había sentado en el borde de la cama, con los brazos cruzados. Tenía en la cara una expresión de fastidio más que de temor; allí estaba, quieta, con la cabeza gacha. Y yo pensaba que el tipo esperaría en el salón y que nos iba a resultar difícil salir de la casa para no encontrarnos con él. Pero no perdía la sangre fría. Me había visto a menudo en situaciones así, escapando de las personas a quienes conocía porque de pronto me resultaba cansado tener que hablar con ellas. Cruzaba de acera cuando las veía acercarse o buscaba refugio en el portal de un edificio hasta que hubieran pasado. Incluso hubo una vez en que salí de una zancada por la ventana de una planta baja para escapar de alguien que había venido a verme de improviso. Conocía muchos edificios con dos salidas y en la libreta negra hay una lista.
No hubo más timbrazos. El perro se había callado. Por la ventana veía al hombre ir hacia el coche, que estaba aparcado a la altura de la escalera de la fachada. Era moreno y bastante alto y llevaba un abrigo forrado de piel. Se inclinaba hacia la ventanilla abierta y hablaba con la persona que estaba al volante, a quien no le veía la cara. Luego se subía al coche y este se alejaba por el paseo.
Al caer la tarde, Dannie me dijo que valía más no encender la luz. Corrió las cortinas del salón y de la habitación donde comíamos. Nos alumbramos con una vela. «¿Crees que van a volver?», le pregunté. Se encogió de hombros. Me dijo que seguramente serían unos amigos de la dueña. Prefería no tener nada que ver con ellos porque, en caso contrario, «le darían la lata». De vez en cuando llamaba la atención alguna expresión vulgar en su forma de hablar, muy cuidada. Allí, en la penumbra, con las cortinas corridas, me decía a mí mismo que nos habíamos metido en aquella casa con fractura. Y me parecía casi normal porque estaba muy acostumbrado a vivir sin la menor sensación de legitimidad, esa sensación que notan quienes han tenido padres buenos y honrados y pertenecen a un ambiente social muy concreto. A la luz de la vela, nos hablábamos en voz baja para que no se nos oyera desde fuera y a Dannie tampoco le extrañaba esa situación. Yo no sabía gran cosa de ella, pero estaba seguro de que teníamos más de un punto en común y que pertenecíamos al mismo mundo. Pero no habría sido capaz de aclarar cuál era ese mundo.
Estuvimos dos o tres noches sin encender la luz eléctrica. Dannie me explicó con medias palabras que en realidad no es que tuviera «derecho» a estar en aquella casa. Sencillamente, se había quedado con una llave el año anterior. Y no había puesto al tanto a la «dueña» de que tenía la intención de pasar alguna temporada aquí. Tendría que aclararlo con la persona que estaba al cuidado de la casa, que también se ocupaba del parque y a quien nos encontraríamos el día menos pensado. No, la casa no estaba abandonada, como lo había creído yo. Pasaron los días. El guardián llegaba por la mañana y no le extrañaba nuestra presencia. Un hombre menudo de pelo gris que llevaba un pantalón de pana y una chaqueta de caza. Dannie no le dio explicación alguna y él no nos hizo ninguna pregunta. Incluso llegó a decirnos que si necesitábamos algo, podía ir a comprárnoslo. Nos llevó muchas veces, con el perro, a hacer la compra a Châteauneuf-en-Thymerais. Y también más cerca, a Maillebois y a Dampierre-sur-Blévy. Esos nombres los tenía yo dormidos en la memoria, pero no se habían borrado. Y, de la misma forma, asomó ayer un recuerdo enterrado. Unos días antes de irnos a Feuilleuse, acompañé a Dannie al edificio de la avenida de Victor-Hugo. Esta vez me pidió que no la esperase del otro lado, delante del portal de la calle de Léonard-de-Vinci, sino en un café que había en la plaza, algo más allá. No sabía a qué hora iba a salir. La estuve esperando casi una hora. Cuando llegó estaba muy pálida. Pidió un Cointreau y se lo bebió de un trago para meterse lo que ella llamaba «un latigazo». Y pagó las consumiciones con un billete de quinientos francos que cogió de un fajo atado con una tira de papel rojo. Ese fajo no lo tenía al venir, en el metro, porque aquella tarde nos quedaba lo justo para sacar dos billetes de segunda.
La Barberie. Le Moulin d’Étrelles. La Framboisière. Vuelven las palabras, intactas, como los cuerpos de aquellos dos novios que encontraron en la montaña, atrapados en el hielo, y que llevaban cientos de años sin envejecer. La Barberie. Era el nombre de la casa cuya fachada blanca y simétrica veo aún entre las hileras de árboles. Hace tres años, en un tren, iba leyendo distraídamente los anuncios de un periódico y me llamaba la atención que eran muchos menos que en la época en que los copiaba en las páginas de la libreta negra. Ya no había ni ofertas ni peticiones de empleo. Ni perros perdidos. Ni videntes. Ni ninguno de esos recados que se enviaban desconocidos. «Martin. Llámanos. Yvon, Juanita y yo estamos muy preocupados». Me llamó la atención un anuncio: «Se vende. Casa antigua. Eure-et-Loir. En aldea entre Châteauneuf y Brezolles. Parque. Estanques. Cuadras. Tel. Agencia Paccardy. 02.07.33.71.22.» Me pareció que reconocía la casa. Copié el anuncio en la parte de abajo de la última página de mi libreta negra vieja a modo de conclusión. Y, sin embargo, eso de las cuadras no me recordaba nada. Estanques sí que había, o, más bien, charcas en que se bañaba el perro cuando dábamos un paseo. La Barberie no era sólo el nombre de la casa, sino el de la aldea cuyo castillo debía de ser antiguamente la casa. Alrededor, lienzos de pared medio derruidos bajo la vegetación, seguramente partes del edificio principal y las ruinas de una capilla e incluso, por qué no, de unas cuadras. Una tarde en que estábamos dando un paseo con el perro —gracias a él habíamos descubierto las ruinas esas, nos iba guiando sucesivamente hacia ellas como un perro trufero— fuimos haciendo proyectos para rehabilitarlo todo, como si fuésemos los dueños. A lo mejor Dannie no se atrevía a decírmelo, pero aquella casa había pertenecido de verdad, hacía varios siglos, a sus antepasados, los señores de La Barberie. Y hacía mucho que estaba deseando volver a escondidas para verla. Al menos eso era lo que me gustaba imaginar a mí.
Me dejé olvidadas en La Barberie alrededor de cien páginas de un manuscrito que estaba escribiendo recurriendo a las notas tomadas en la libreta negra. O, más bien, me dejé el manuscrito en el salón donde lo escribía creyendo que íbamos a volver a la semana siguiente. Pero nunca pudimos volver, así que nos dejamos allí, abandonados para siempre, el perro y el manuscrito.