CUATRO PERSONAS no pudieron asistir al entierro de Álvaro Montalbán. Dos mujeres que habían tomado el avión con rumbo desconocido. Dos hombres que se hallaban recorriendo los caminos de Grecia con rumbos itinerantes.
Antes de instalarse en el piso de Miami, Imperia Raventós y Reyes del Río acompañaron a Eliseo primísimo, para que se convirtiera, por fin, en la señorita que estaba soñando ser. Pero no fue en Denver, Colorado, como presumían las reputadas transexuales de la Castellana, sino en una clínica del Brasil, donde el bondadoso doctor Cangaceiro las dejaba a todas más lindas que no los yanquis.
En cuanto a la pareja de amantes masculinos, aterrizaron en Atenas con malos presagios. La naturaleza, siempre guasona, descargó días sombríos sobre el Ática; tanto llovía que Alejandro prefirió aplazar su peregrinaje a Sunion para mejor ocasión.
Aquel aplazamiento no se produjo sin brindarles un florilegio de ocasiones todavía más propicias. En uno de los quioscos de la plaza Syndagma compraron el Daily Athens de aquel día y leyeron que en algunos puntos del Peloponeso el tiempo era radiante como debió de ser en las olimpíadas de los antiguos. Alquilaron un coche y Alejandro pudo conducir a su niño por los caminos que durante años ambicionó para sí mismo. Caminos recorridos por los mitos, fundamentados en el mito; caminos que Alejandro resucitaba con sus palabras, para asombro y constante fascinación de Raúl, enfrentado por fin a un mundo dominado por el ideal.
Así fue en la acrópolis de Corinto, que vieron bajo la luvia; también en los antipáticos solares de la ruda Esparta, de cuyo legado abominaba Alejandro, y en el teatro de Epidauro, donde asistieron a una representación de Electra. Pero el delirio imaginativo alcanzó su culminación cuando, en las ruinas de Olimpia, se figuraron bajo los rasgos de dos atletas enamorados que acabasen de ser coronados en dos competiciones distintas. Todo para que ni siquiera en aquellos mágicos eventos se produjese entre ellos una pizca de competitividad, ni un asomo de lucha.
Así, igualados en el mito, ascendieron por los retorcidos caminos que llevan hasta el hogar de Apolo; hasta Delfos, sí, donde decidieron pernoctar varios días. Visitaron pausadamente las ruinas de la ciudad sagrada y en el museo Raúl descubrió la estatua del filósofo que se parecía a Alejandro y este pudo comprobar que, a pesar de lo mucho que comía Raúl, todavía le faltaban un par de kilos para estar rollizo y mofletudo como el divino Antínoo.
Por la noche, cenaron en una fonda popular, limpia de turistas. Raúl se atiborró de especialidades locales, batiendo una nueva marca de la glotonería en aquellos sacros solares. Después, tres jóvenes del pueblo improvisaron un sirtaki que les maravilló por el poderoso empaque de sus movimientos, por la fuerza y masculinidad que emanaba de cada gesto, la violencia en la absoluta entrega al ritmo, como si fuese la última derivación de una antigua danza guerrera.
Uno de los muchachos les invitó a compartir el baile. Alejandro se negó en redondo, pero Raúl no se hizo de rogar. Se unió al abrazo de los demás y en la unión fue un griego que seguía el ritmo de sus antepasados más próximos, pero con las ventajas de un niño bien que supo aprovechar a la perfección su paso por una academia de alto standing.
Y Alejandro reía gozosamente ante aquella ingenua exhibición. La celebraba con aplausos que, en realidad, recompensaban la alegría que el niño aportaba al mundo.
En pleno baile, Raúl se puso mosca al descubrir que uno de los camareros se inclinaba sobre Alejandro en actitud de confidencia. Cuando notó que el griego le señalaba, abandonó la danza y regresó a la mesa, sudoroso, jadeante, ansioso de cocacola. Satisfecha su sed, preguntó a bocajarro:
—¿A que ese te decía algo sobre mí?
—Si te lo cuento te envanecerás o, lo que es peor, te reirás.
—Pues si no me lo cuentas me acostaré con él para sonsacarle. Sufrirás más que el Orestes del otro día.
—Me ha preguntado si eras mi hijo.
—¡Anda, qué fuerte! ¡Con lo que te joroba que te pongan años!
—Al contrario, me los quitaba.
—¿Cómo echas tú las cuentas, profe?
—Porque te engendré a los veintidós. Añades los dieciséis tuyos y salen treinta y ocho. Es decir, que me salto once.
—¡Mira que llegas a ser complicado! Tantos cálculos descabellados para no reconocer en público que eres mi amante.
—Porque no me apetece que me denuncien por corruptor de menores. Pero también porque me siento muy orgulloso cuando te toman por mi hijo. Porque quiero que lo seas.
—Mucho me temo que esto sea una trampa típica de adulto neurótico. O serás más largo de lo que yo creía. ¿A que sí? Te lo estás montando para que nunca deje de ser algo tuyo. Tú ya tienes el amante asegurado. Podrías retenerme un tiempo, convirtiéndote en mi maestro; pero todo el mundo sabe que, al crecer, dejamos atrás a nuestros maestros. Podrías sentirte todavía más seguro convirtiéndote en mi padrino, pero también es cierto que pasamos de los padrinos cuando ya no necesitamos sus regalos. Por fin, te montas lo de la paternidad y, de esta manera, siempre seré algo tuyo y no tendré escapatoria posible.
Alejandro soltó una de sus risas llenas de mimos. Las que había descubierto viviendo con Raúl.
—Niño, ¿sabes que te estás volviendo muy inteligente?
—Natural. Viviendo con gente tan retorcida, uno acaba aprendiendo.
Se abrazaron entre las ruinas y aquella noche, después de una corta cena en el hotel, hicieron el amor y dejaron la ventana abierta de par en par para que algo de Delfos entrase en ellos durante el sueño y les poseyera. Porque era cierto que Apolo y todas sus musas estaban predispuestos en su favor y, desde lo alto de las opíparas cumbres, espiaban sus evoluciones con el placer de los verdaderos voyeurs. Los que decidieron regodearse en el placer de los mortales muchos siglos antes de que se hiciera mirona Miranda Boronat.
En un momento determinado de la madrugada, Alejandro se despertó solo en la cama. Por un instante tuvo un sobresalto, como si aquel viaje formase parte de un sueño, como si el mismo Raúl lo fuese o los años hubiesen pasado tan raudos que se lo hubieran llevado consigo.
Pero el niño estaba de pie junto a la ventana abierta a la noche que empezaba a retirar sus mantos solemnes.
—¿Qué te pasa? —preguntó dulcemente, besándole el cuello, pero sin obligarle a apartar la mirada de la visión que tanto le cautivaba.
Raúl señaló hacia la cumbre del Parnaso. Seguía escondida tras su corona de nubes, pero los primeros tonos del amanecer colocaban en las escarpadas laderas una niebla argentina que parecía empeñada en restituir al lugar toda su sagrada magnitud.
Y Alejandro pensó con ternura que, gracias a los escapes nocturnos de Raúl, siempre les tocaba saludar al amanecer juntos. Y que, teniéndole entre sus brazos, acariciado por aquella luz, cada amanecer era más hermoso que el anterior.
El niño se apoyó contra su pecho, como solía. Hablaba con lánguido acento, como surgiendo de una ensoñación:
—Todo lo que dices de esta tierra, lo que me has contado, y el ser tu hijo y tu amante, todo esto me produce una sensación muy extraña. Tengo ganas de llorar, como la primera vez que me besaste. Y tengo la sensación de haber estado aquí antes de ahora, cuando estos templos eran como tú me dijiste que debieron ser. Pero entonces ya estabas tú conmigo, eso lo sé, porque en todo lo que pienso siempre estabas tú. Y la verdad es que me hago un lío de aúpa, un lío tan gordo que ya no sé cómo expresarme…
—Pero si te expresas muy bien.
—Que no, profe, que no. Yo noto que no hablo igual que hace seis meses. Que digo cosas de bombero cuando intento parecer serio. Y tengo miedo de que te rías de mí, porque yo quiero que me veas como los chicos esos de los poemas griegos y, en cambio, siento que quedo de lo más ridículo. Tú lo tienes más fácil porque te llamas Alejandro, pero ya me dirás qué pinto yo diciendo esas cosas; yo, que me llamo Raúl, como en los tangos…
—Pues a partir de ahora te llamaré Eros…
Aunque Alejandro sintióse terriblemente cursi después de decirlo, Raúl no supo notarlo.
—¿Eros no se llama uno de esos que cantan?
—¡Jodo, niño, no lo estropees!
—Temo estropearlo todo a cada momento. ¿Ves lo que son las cosas? Tú tienes miedo de que te deje porque eres demasiado mayor; en cambio, yo tiemblo de que me dejes tú porque no estoy a la altura de las cosas maravillosas que me brindas.
—Podemos arreglarlo no dejándonos mientras los dos seamos como somos…
—Eso no —dijo el niño, riendo—. Porque tú mereces que yo sea mucho mejor y yo merezco que seas mucho menos acomplejado. Entonces, tenemos la obligación de mejorarnos cada uno para estar siempre bien en esta historia que nunca terminará.
¿Cómo contarle que el amor pasa, que la pasión muere para que lleguen otras, para que transcurran otras destinadas, también, a terminar? ¿Cómo insinuarle siquiera que aquel amor maravilloso se volvería un día contra los dos para enfrentarles en un combate de fieras, donde uno sería la víctima y el otro el verdugo? Contarle, sí, que no había solución posible porque nunca la hubo antes para nadie; y que en el amor, como en los sueños, el tiempo siempre acaba imponiendo sus sentencias mortales…
No se lo contaría nunca. Estaba obligado a enseñarle muchas cosas, estaba dispuesto a revelarle muchos fervores, pero el infierno de la destrucción tendría que descubrirlo por sí mismo. Y cuando esto ocurriera, él estaría a su lado, para ayudarle y para ayudarse a sí mismo. Para dejarse asesinar por él, ya que su madurez lo exigiría, pero también para continuar queriéndole, la mano presta a dirigirle, la voz para aconsejarle; la experiencia para guiar, desde la sombra, sus caminos.
De momento, la sola presencia de aquel niño-hombre justificaba toda una vida. Nada podía compararse a la alegría con que recibía cada novedad de las que el viaje aportaba con frenética profusión; nada igualaba la energía con la que desvelaba una felicidad infinitamente más fuerte que todos los presagios de un infortunio futuro.
Ante la sublimidad del legado apolíneo, las risas del niño no parecían un sacrilegio, como suelen ser los abominables gritos de los turistas, sino el pequeño alivio que toda sublimidad requiere para acercarse al hombre. Gracias a las risas de Raúl, gracias a su ingenuidad, las antiguas sibilas, los viejos corifeos surgían de entre las montañas y se humanizaban para que él las comprendiese y, desde su comprensión, se las transmitiese a él, más humanizadas todavía. Era como si las musas acabasen de hacerse un lifting y el propio Apolo se decidiera a calzar zapatos deportivos para corretear sobre las nubes, modernizado, puesto al día; un poco pijeras, ¿por qué no decirlo?
Y Alejandro se embebía de los mitos humanizados y disfrutaba lo indecible contemplando al niño, sentado a la mesa de un bar de montaña, escribiendo postales con fruición, buscando la frase graciosa, la acertada descripción ambiental, como si se tratase de una creación poética. ¡Sólo un viajero novato pierde tanto tiempo intentando estampar sublimidades bajo un sello de correos!
—Mandaría una postal a mamá, pero desde que se ha hecho lesbiana cualquiera sabe dónde para.
—Donde esté Reyes del Río, como es natural.
—¡Pobre Reyes! Con lo que a mamá le gusta cambiar a los demás, igual la está entrenando para que debute como cantante de ópera. Con esta postal tengo un problema. ¿Cómo debo tratar a Eliseo?
—Como le has tratado siempre.
—Pero ahora es mujer.
—Pues trátale como mujer.
—¡Qué cosas tiene la vida! ¿También esto lo habían previsto tus griegos?
—No sé si habían previsto a una locaza como Eliseo; pero, desde luego, habían previsto al hermafrodita.
La terraza del bar colgaba sobre el valle, de manera que allá al fondo, a sus pies, aparecía el inmenso mar de olivos, con sus destellos plateados, parecido a una invasión de luciérnagas que, en pleno día, amenazaran con remontar el vuelo hacia el Parnaso, como una alegre plaga destinada a detenerse en las cumbres para una jocosa celebración de los sentidos. Los de Alejandro seguían alterados con la presencia de su niño. Y en aquel lugar, creado para que los hombres compartiesen las más excelentes disciplinas, quiso compartir hasta la última travesura. Incluso lo que su mente severa consideraba el «estúpido rito de ir rellenando postales inútiles».
—¿Quieres firmar una para tu tía Miranda, efebito? —preguntó eufórico.
Raúl se echó a reír cuando vio la postal.
—¡Qué bestia eres! ¡Mira que mandarle una necrópolis!
—Es el único funeral al que nunca podrá asistir…
—Voy a poner: «Aquí no nos alcanzan vuestras garras. Tu sobrino que es feliz. Eros».
—¿Por qué lo de las garras? —preguntó Alejandro extrañado.
Raúl se encogió de hombros. Nunca habían hablado de aquel asunto. Ahora recapacitaba sobre él y se consideró más listillo que nunca.
—Porque durante el tiempo que pasé en Madrid me pareció que todo el mundo las tenía a punto. Y esas garras tenían uñas terribles. Todo el mundo se arañaba. Y cuando todos se habían arañado, continuaban tan felices, besándose y negociando como si nada.
—Y esto no nos gustaba, ¿verdad? —preguntó Alejandro, estrechándole la mano.
—Ni me gustaba, ni lo entendí, ni creo que consiga valorarlo nunca. Toda esa gente luchaba por cosas que, en el fondo, no merecen la pena.
—Luchaban con garras de astracán…
—¡Qué va! Mucho más sofisticado. Iban de visón, chico. Desde mi madre hasta la última de sus amigas.
Alejandro adoptó un aire irónico, en absoluto distante de la nostalgia.
—Cuando yo era niño, allá por los años cuarenta, los abrigos de garras de astracán eran un material muy apreciado por las señoras del ringorrango. Recuerdo que mis tías más elegantonas se morían de ganas por tener uno. Era aquel un tiempo muy triste, en un ambiente muy gris, donde apenas disponíamos de nada. Algún día leerás en los libros lo que fue esa época que llamamos la posguerra; pero tú no lo entenderás porque costará creer que existió algo tan absurdo. Después, esa España paupérrima que yo conocí se fue haciendo cada más vez más rica, la gente empezó a aspirar a más, y a todos nos dio un ataque de locura; llegó la avidez del dinero, el ansia por el poder, el imperio de las apariencias. Te contarán que ese día nos pusimos a la altura de Occidente, pero esto sólo significa que Occidente está tan mal como nosotros. Que empezamos a vivir en un mundo donde nada era real, donde todo era aparente. Pero ya éramos muy ricos, y entonces las garras de astracán se convirtieron en un material de segunda clase. Es probable que todas esas garras a las que aludes no fuesen más que esto. Algo que ni siquiera llega a alcanzar la grandeza que pretende. Pero acaso no sea exclusivo del ambiente que has conocido en Madrid. Acaso son las garras con las que intenta aferrarse desesperadamente a la vida lo poco que queda de la civilización occidental.
Cayó sobre Delfos una tempestad de verano y, en cada trueno que descendía del Parnaso con estruendo horrísono, creyó percibir Alejandro una advertencia de Apolo. Como si las voces del antiguo oráculo resucitasen para informarles de que algo terrible estaba a punto de desatarse sobre el mundo. Y al día siguiente los dos amantes abandonaron Delfos, no sin antes pasar por la encrucijada de los tres caminos, donde Edipo mató a Layo sin saber que era su padre.
Así, al amparo de los viejos mitos, embarcaron hacia Creta, donde el sol era ardiente en aquellos días y el aire era sofocante, como si a través del mar de Egipto llegase a la isla la arena quemada de sus desiertos divinos y el humo de las hogueras donde ardieron los libros de Alejandría.
Transcurrieron varios días de ocio total en un refugio que les había aconsejado Imperia, el Olunda Beach, en la parte más oriental de la isla. Vivieron en el lujo de un bungalow acariciado por el mar y se consagraron a todos los deportes que el lujo puede permitir. Pudieron costearse el divino lujo del olvido, hasta que una visita nocturna al vecino puerto de Haghios Nicolaos les recordó que la decadencia de Occidente no había querido preservar siquiera aquellas playas que fueron sus orígenes. Aquel encantador recinto que, en los años sesenta, era un tímido pueblo de pescadores apenas perturbado por las guitarras de los primeros hippies, se había convertido en un amasijo de boutiques, discotecas y bares donde el genio griego se vendía a precios tirados para un ejército de invasores cuya existencia nunca hubieran sospechado los valientes defensores de las Termopilas.
Regresaron a su bungalow y se negaron a salir durante varios días, en la absoluta, tremenda seguridad de que ya todos los paraísos habían caído, de que también sobre aquella Creta soñada habían cerrado sus poderosas garras los palanganeros del espíritu y los mercaderes de la verdad.
En su encierro, en su mar, en la privacidad absoluta, intentaron reencontrar a cada instante los maravillosos augurios que, desde un principio, habían bendecido su viaje. Fue de nuevo el aire risueño, la broma, el abrazo de los camaradas y, por las noches, la comunión de los amantes.
Llegó el día 2 de agosto. Una atmósfera extraña se respiraba entre los empleados del hotel. Algunos clientes cuchicheaban entre sí, cual conspiradores que fraguasen un plan de emergencia; incluso un matrimonio americano pedía a toda prisa la factura, alegando que deseaban encontrarse en Atenas cuanto antes. Pero ellos no hicieron caso, porque habían decidido cenar en Rethymon, al otro lado de la isla, y tenían muchos kilómetros por recorrer.
Cuando llegaron a Rethymon, la multitud que llenaba los pequeños restaurantes del puerto parecía presa de la misma inquietud que dominase a los clientes del hotel. Supieron entonces que en el Golfo Pérsico habían ocurrido cosas terribles y que allí mismo, en Creta, los barcos americanos se encontraban en estado de alerta.
Cenaron en silencio. Después, mientras atravesaban la isla para regresar a su bungalow, Raúl creyó atisbar al otro lado de la oscuridad multitud de lucecitas en las que quiso ver una flota en orden de ataque, aunque probablemente nada de esto era verdad. Y mientras su amigo conducía en silencio, él se emocionaba al comprobar que estaban atravesando las tierras donde vivieron Minos y Pasifae, donde Teseo luchó contra el Minotauro, donde Ariadna y Fedra crecerían felices, pizpiretas adolescentes totalmente ajenas a su destino mítico.
Pero aquella recreación que, en otro momento, le habría complacido veíase continuamente alterada por las agresiones del mundo moderno, conjugadas en términos de horterez. Pues, a medida que se acercaban a Olunda, iban apareciendo nuevos poblados turísticos, de construcción reciente, que revelaban todas las facetas de una civilización convertida en subproducto. Feísimos edificios de apartamentos, una carretera atestada de tiendas, discotecas, supermercados, restaurantes baratos, todo ello poblado por una multitud tosca y vulgar, escoria del estío; una humanidad soez que ultrajaba los prestigiosos solares del mito, escupiendo sobre ellos toda la fealdad de una noche de viernes en cualquier ciudad desarrollada.
En las aguas de la bahía, las luces continuaban centelleando, como si el conflicto del que tanto hablaba la televisión fuese inminente. Como si aquellas tintilaciones no fuesen ascuas de luz en manos de traviesas sirenas, sino antorchas de desolación que Marte robase de la forja de Vulcano para asolar la paz de las naciones.
Entonces Raúl sintió un miedo extraño, un terror que no podía explicar. Podían ser las estrellas, podía ser la presencia impalpable de tantos cadáveres ilustres, el peso de los milenios, la sensación de su propia fugacidad o la intuición de aquella violencia que se estaba desencadenando. Y al atravesar otro de aquellos paraísos estivales, consagrados al mal gusto, pensó si no estaría aterrorizado por la mediocridad del mundo en que le había tocado vivir.
Recordó que, en cierta ocasión, había hablado Alejandro con gran amargura de aquel mundo; recordó que observaba a Occidente como un barco que se fuese a pique, precipitándolos a todos en la caída. Y habló de otras razas, de otros mundos, de alguna nueva espiritualidad. Aquel adolescente que estaba despertando a la vida sintió un repentino horror a la caída, un tremendo pavor al ocaso. Y en aquel coche que les llevaba a lo largo de la noche cretense percibió las voces de la catástrofe y se aferró al brazo de su amigo con ganas de llorar.
Pero aquella noche permanecieron sentados en el porche de su bungalow, con la mirada perdida en el mar, taladrado por luces que acaso eran, ya, las de la guerra. Y cuando abandonaron Creta disponían de bastantes datos para suponer que el mundo se había vuelto loco.
Durante todo el viaje, en todos los lugares que visitaban, tenía Raúl la impresión de que el mundo entero estaba lleno de garras que esperaban estrangularle, impidiéndole crecer. Garras mediocres, que convertían al mundo en un desesperado suicida, por cuanto las abatía sobre sí mismo, constantemente y sin piedad.
Hasta que una tarde llegaron, por fin, a Sunion.
Mientras Alejandro conducía por las sinuosas carreteras de la ruta del mar, Raúl contemplaba sin demasiado entusiasmo el crepúsculo que se estaba formando sobre el horizonte. Llevaban un mes y medio en Grecia y en muchos lugares —islas, playas o montañas— habían contemplado espectáculos maravillosos, creados por la luz en sus infinitas mutaciones. El impacto de Sunion ya no constituía una novedad.
—Siempre me cuentas que tu ilusión era visitar estas ruinas. Llevamos vistas cosas mucho más importantes y tú sigues con la perra… —comentó Raúl en su desinterés.
Su comentario no afectó a la intensa emoción que guiaba a Alejandro hacia el lugar soñado, cualquiera que este hubiese sido.
—Es posible que en todos los lugares que hemos visitado hubiese algo de Sunion, y estoy seguro de que todos nos servirán a los dos. Pero yo sigo con la perra, en efecto, porque es la visión que recibí cuando era un muchacho como tú y creía en la vida.
A lo lejos aparecían, por fin, las ruinas del templo de Poseidón. Y Alejandro recibió aquella primera, todavía lejana impresión como una nueva muestra de los caprichos del amor.
Aquella luz que desprendía el crepúsculo bañaba las columnas con las mismas tonalidades que, en cierto amanecer, adquirió el cuerpecillo del amado. ¡La luz de Sunion y la luz que siguió a su primera noche de amor eran la misma luz! Y, en la distancia, las columnas soñadas tenían la esbeltez del cuerpo de Raúl y también su poder y el indeciso color del tiempo que le aguardaba.
Nunca asumió Alejandro con tanta intensidad su papel de amante y su papel de padre; nunca Raúl sintióse tan feliz ni tan protegido, tan amante de su padre y tan hijo de su amante.
Avanzaban, cogidos de la mano, ya en el éxtasis absoluto de la imaginación. Ascendían lentamente hacia las columnas que coronaban el promontorio; caminaban siguiendo la lenta melodía de un peregrinaje que, partiendo de los sueños de uno, ya les pertenecía a los dos. Y en aquella ascensión lenta, pausada, ritual, sintió Alejandro que Sunion le cegaba y que aquel niño se convertía para siempre en su lazarillo; el que estaba obligado a guiarle por un mundo dominado por la luz.
Ascendía así Raúl, como Antígona guiando los pasos del soberano ciego, y al llegar a lo alto del promontorio la naturaleza le arrojó el bautizo más sublime que un adolescente puede recibir. Sobre la plácida armonía del mar de los mitos, el sol iniciaba una retirada majestuosa; el sol se disponía a refugiarse tras el horizonte, trazando sobre las aguas una estela de luz sobrenatural. De pronto, la multitud calló. Era tal la fuerza de aquel prodigio que incluso la gigantesca ignominia del turismo universal cedió un espacio al respeto absoluto. Como si el sentido último de alguna religión perdida se hubiese reencarnado desde la memoria del Tiempo.
Y entonces Raúl comprendió lo que el sueño de Sunion significaba para Alejandro.
No eran sólo las columnas, no era sólo el templo; ni siquiera los últimos restos gloriosos de una historia perdida. Era la conjunción de la naturaleza con el empeño del hombre por comprenderla; por unirse a ella creando, hombre y naturaleza, un empeño sobrenatural.
Porque allí la naturaleza y el hombre fraguaron un pacto. Y desde entonces el hombre y la naturaleza se arrodillaron para recibir diariamente el beso de Dios.
Fue entonces cuando Raúl estrechó con renovada fuerza la mano de su padre y preguntó:
—¿Era esto lo que esperabas?
—Era esto, y eras tú en esto —dijo Alejandro.
—Gracias, entonces, por todo lo que me das.
—Míralo bien, hijo mío, porque este legado que me dejaron los antiguos es lo único que podré dejarte a ti. Es nuestro pedazo de eternidad. Pase lo que pase en el futuro, cuando nuestro amor sólo sea un recuerdo en tu vida, piensa que aquí, por un momento, fuimos inmortales. Y aun cuando este mundo que nos rodea se derrumbe por completo y sobre sus ruinas se levanten otros mundos que ni siquiera nos recordarán, este instante se repetirá. Este y no otro era mi sueño desde que vi esas ruinas por primera vez. Avanzar de la mano de mi hijo eterno hacia el origen de las cosas por las que, a veces, consigo amar a la humanidad. Estas fueron nuestras columnas, este nuestro cielo, este nuestro mar, y aquí nacieron las ideas que en un tiempo nos hicieron grandes. Todo aquí es eterno como los diosecillos que se te parecen y que, al parecerse a ti, me hacen sentir, también, un dios. Si así eres tú y así me siento yo, que muera el siglo de una vez. Regresemos al origen sin mirar lo que dejamos atrás. Desde el fondo de ese origen, desde lo más profundo de aquel tiempo en que fuimos verdaderamente grandes, todos nuestros dioses nos protegen de las garras de astracán.
Mar Egeo, agosto de 1990.
Ventalló, Emporion, primavera de 1991.