Noveno
LAS QUE NO PERDONAN

EN LAS SEMANAS que siguieron, fueron más pendencieras que todas las damas de Madrid. Fueron corsarias de la noche y filibusteras del día. El horario de Imperia se alteró hasta que ya no hubo horario alguno. La complicidad con la acreditada locura de Miranda le permitió enfrentarse a las horas con absoluta seguridad de vencerlas. Decidió recuperar el ritmo de sus años jóvenes, el espíritu alocado de los sesenta, cuando todo era posible, cuando nada parecía negado. Estaba en el vértigo del momento, en el swing del instante, en la onda de la melodía y en la cresta de la ola. Recuperaba así, paso a paso, los eslabones de su antigua libertad.

Con la intención de dedicarse completamente a ser libre, desterró el hábito que había ocupado todas sus horas durante los últimos quince años. Rechazó la pasión por su trabajo. La anuló completamente, esperando que el descubrimiento del ocio la ayudaría a ser distinta.

Como primera providencia —la que consideraba indispensable— renunció a continuar ocupándose de la imagen de Álvaro Montalbán. De nada sirvieron las súplicas de Eme Ele, ni mucho menos las que llegaron, de manera extraoficial, desde el despacho de don Matías de Echagüe. El referido Montalbán —o Pérez, como ella volvía a llamarle— quedaba libre de construirse a sí mismo, a su antojo o al de quien cuidase de él, en adelante.

Cuando Eme Ele ya se consideraba sumido en las simas más profundas de la desesperación, Imperia le ayudó a batir nuevos récords, pidiendo lo que ella misma había reprochado a su amiga Lidia: dos meses de excedencia en la época más fuerte del trabajo, cuando se estaban ultimando las campañas del verano. Pero no tuvo el menor remordimiento. Si Lidia pudo permitírselo, llevada por la atracción de un pene negro, ella se lo permitiría por el desamor de un corazón descolorido.

Enfrentada al ocio, decidió vivirlo con lujo y esplendor, renovando completamente su vestuario. Siguió fiel a Saint-Laurent y Chanel, para complacencia de Cesáreo Pinchón, pero tuvo el antojo de probar algunas modernidades. Un viaje a Roma le ayudó a decidirse. Se equipó convenientemente en las tiendas de Via Frattini y Via Condotti. De regreso a la primavera madrileña, fue vista en la ópera luciendo una extravagancia de Valentino, tomó copas en Puerta de Hierro protegiéndose del sol con una elegante sombrilla de Kendi, deslumbró en el hipódromo con distintos ornamentos de Bulgari.

En cuanto a Miranda, no estrenó tanto pero disfrutó igual. Juntas, tomaron la noche al abordaje, después de dominar el día. Ninguna de sus amigas se extrañó. Aquella temporada, se había puesto de moda que las damas plantadas por novio, amante o marido quebrantasen todos los tabúes sociales, decidiéndose a salir solas o acompañadas por amigas, pero prescindiendo del inevitable acompañante masculino. Heridas de guerra, y algunas de gravedad, aquellas mujeres no deseaban reanudar el combate. No era lícito exigirles más. Sólo la dispersión podía restablecer la paz del alma.

Existía una buena lista de recursos para mujeres solas. Discretos reíais en los puntos más encantadores de la geografía francesa, excelentes balnearios junto al lago Leman, campeonatos de bridge en la Riviera italiana o competiciones de canasta en Marrakech. Dos mujeres solas no tenían por qué aburrirse. Además, otras en condiciones parecidas estaban dispuestas a unirse a ellas para compartir planes semejantes. Las ochenta mejores amigas de Miranda no las dejaron solas; pero, a partir de un momento determinado, Imperia no consideró necesario que las acompañasen tanto.

A veces, tenía la impresión de estar cediendo a algo que siempre había temido. El espíritu de cofradía. La camarilla que, formada como último recurso, acaba por encontrar complacencia en su exclusividad y tiende a un aislamiento excesivo. La voluntad de pertenecer a un gueto y, desde él, errarse a todas las posibilidades. Como si las mujeres que habían quedado solas tuviesen que compartir un destino parecido al de la llamada tercera edad. Hoteles para ancianos y mujeres solas. Autocares para ancianos y mujeres solas. Vuelos para ancianos y mujeres solas.

Fue entonces, en compañía de otras solitarias, cuando Imperia comprendió que la soledad es terrible en cualquier condición social y a cualquier edad. Y que puede ser viciosa cuando se contempla tanto a sí misma.

Pero era demasiado pronto para ceder a aquella especie de remordimiento. Madrid representaba la quintaesencia de la actividad urbana y, en ella, el entretenimiento podía hallar un lugar primordial. Mucho se hablaba de la decadencia de la vida nocturna, del final de aquel movimiento de agitación que se dio en llamar «movida»; y esto era probablemente cierto, pero a ellas no las afectaba en absoluto. La muerte de algo que se mueve podía resultar dolorosa para los jóvenes, para los bohemios, para los sectores más dinámicos de una sociedad que vivía al margen de la suya. Pero dos mujeres solas, acomodadas, con gustos extremadamente sofisticados no necesitan de la inquietud constante, antes bien la rechazan. La diversión tiene que ser cómoda, segura, sin imprevistos. Sorpresas, sí, pero que no intranquilicen con la necesidad de ir más allá de sí mismas.

Corrían por las noches a gran velocidad, pero sin prisas. Bailaron sevillanas hasta la madrugada en los lugares donde el dinero y el poder alternan hasta fundirse. Les mostraron nuevos locales cuya decoración constituía una novedad, siempre tranquila. Cada noche podía ser motivo para alguna salida, y resultaba maravilloso cuando había que elegir entre varias invitaciones para una sola fecha. Cenas bajo cualquier motivo, algún estreno teatral, esos remedos de première cinematográfica al modo americano, quizá un concierto, una representación de ópera, reuniones privadas…

Imperia continuaba sintiéndose vacía, de fiesta en fiesta, de local en local, de mesa en mesa. Sin embargo, descubría que ya no le era posible detenerse pues, de hacerlo, cedería de nuevo a la tentación de contemplarse en el espejo y descubriría que los años no habían transcurrido en vano; que su efecto estaba allí, permanente, inalterable, presto a asesinar.

Por otro lado, intentaba convencerse de la independencia de sus sentimientos. Existía, sin duda, un fracaso personal —acaso generacional: estaba dispuesta a admitirlo— al que Alejandro se refería a menudo, pero su fracaso con Álvaro continuaba ocupando sus más recientes pesadillas y, siempre, sus miedos. Estos eran completamente nuevos y, ya, acérrimos. Miedo de encontrar una foto suya en el periódico; pavor de encontrarle a la salida de algún teatro, de verle entrar en algún restaurante, acompañado de amigos comunes. Pero ni siquiera los miedos se presentaban bajo apariencias tan diáfanas; apariencias que no permitiesen el equívoco. Al mismo tiempo los miedos alternaban con la insensatez, porque en todos los lugares, en todos los periódicos, buscaba con ansiedad el rostro de Álvaro.

Comprendió que la ciudad continuaba mandando sobre sus recuerdos y, entonces, huyó de Madrid. Recurrió a sus amigos andaluces, sabiendo que Andalucía siempre implica un cargamento de sonrisas. Ella se decidió a devolverlas con creces. Aprovechó el buen estado de las pistas de esquí en los últimos días de Sierra Nevada. Más adelante, descansó en Sotogrande, con algunos amigos de la tweed set. Se la pudo ver en la feria de abril de Sevilla, en una carreta del Rocío, en algunas fiestas en los cortijos de Jerez; después se despertó en algún palacio de Sanlúcar, en la Cruz de Mayo de alguna casa principal, en Sevilla; y cuando ya la primavera estaba a punto de morir, ahogada por los avances del estío, decidió que había cumplido parte de sus propósitos, coleccionando un cargamento de sonrisas, pero no risas auténticas, salidas del corazón.

El corazón seguía huyendo y aunque no siempre estaba triste nunca estuvo contento.

Decidió peregrinar por distintas ciudades europeas; las más esnobs, aquellas donde amigos cultos o, cuanto menos, sofisticados podían proporcionarle veladas agradables, cenas en los mejores sitios, entradas para la mejor función, compras en las tiendas de mayor prestigio. Pero lo mejor, servido a destajo, se reveló, una vez más, enemigo de lo bueno, y sólo apto para ir creando insustanciales restituciones del paraíso perdido.

Regresó a Madrid, pero sólo para ocuparse de Reyes del Río. Necesitaba completar algunos proyectos para su próximo viaje a América. Enfrascada en su relación con Álvaro, no tuvo tiempo de averiguar en qué consistía exactamente aquel desplazamiento inesperado. Recordaba algo relacionado con el dichoso cambio de sexo del primo Eliseo, pero ni siquiera esta eventualidad justificaba que Reyes pasase seis meses ausente de España. Sacrificaba, además, los suculentos ingresos de las galas de verano. Era este un aspecto de su carrera de folklórica que, a ella, no le incumbía en absoluto; pero, aún así, le intrigaba que no protestasen los de la casa discográfica y, muy especialmente, los representantes para actuaciones en el mercado interior. Con tantas galas anuladas, perderían unas comisiones tan suculentas como la propia gira.

A no ser que tuviesen preparada alguna campaña, más lucrativa, en algunos países de Latinoamérica.

Intrigada por tantas preguntas, decidió ponerse en contacto con Reyes cuanto antes. Conociéndola, no esperaba de ella una alegría loca, pero nada justificaba el apresuramiento con que la despachó en su primera llamada.

—Déjeme unos días, mi alma, que me van a caer encima los exámenes de junio y ando yo una miaja verde en algunas cosillas.

Pensó que sería una de sus bromas. ¿De qué podía examinarse una folklórica? ¿De voz? Reyes del Río la tenía en abundancia y de excelente calidad. Estaría ensayando un nuevo repertorio. Era difícil. Le quedaba por promocionar el de su último disco, que todavía no estaba en el mercado. Iba bien equipada con las nuevas canciones y, además, con el respaldo, siempre seguro, que significaban las del repertorio clásico.

Se impuso una meditación: sabía muy poco de aquella joven. Ni siquiera cuáles eran sus aficiones, cómo entretenía sus ratos de ocio, a qué aspiraba, más allá de su carrera. Sabía tan poco de ella como de su secretaria Merche Pili o de la asistenta Presentación. Pero estas no solían sorprenderle con noticias tan inesperadas. ¡Exámenes en junio! Una extravagancia más. En realidad, la gente vulgar era muy extravagante. La gente vulgar se permitía incluso el lujo de ser esnob.

A los pocos días, pasó por Madrid la gran Vanine, con quien tenía pendiente una cena desde su último desfile en la discoteca Jolie. En la presente ocasión, le habían encargado otro montaje que debía superar a todos los anteriores en originalidad. Volvía con fuerza la moda de los años sesenta, en todas sus manifestaciones, y los representantes de alguna firma juvenil pretendían recrear el espíritu de aquella década famosa. Precisamente, aquellos años tan de Vanine. Los que la vieron reinar sobre las pasarelas del mundo.

Seguía reinando desde tronos muy distintos y su físico correspondía a aquel cambio. Era una máscara suntuosa, que renegaba de sus disfraces de anteayer. Después de pasar por todos los estadios de lo décontracté, había adoptado la máscara de un esnobismo cosmopolita que recordaba a la década inmediatamente anterior a la suya. Como muchas otras, recuperaba la oficialidad de los años cincuenta: la alta costura, la alta peluquería y la joya de precio. ¡Ella que, en su juventud, representó la imposición del prêt-à-porter, el apogeo de la falda Mary Quant y el look proletario como valor universal!

Se dieron cita en un restaurante de gran lujo. Atmósfera apropiada, comida excelente, la media luz imprescindible para no delatar alguna imperfección del rostro —esas imperfecciones que ni siquiera la mejor amiga debe conocer jamás—; todo, en fin, destinado al encuentro que nos hace sentir triunfadores en certeras conversaciones con los que también han sabido triunfar.

Mientras se quitaba los guantes de raso, comentó Vanine:

—Desengáñate: un Givenchy siempre será un Givenchy y un Balenciaga un mundo entero. Todo lo demás, sólo demuestra que de jóvenes fuimos muy alocadas.

—Fuimos magníficas —murmuró Imperia, casi sin darse cuenta—: ¿Por qué no reconocerlo de una vez, si todo lo que ha venido después sólo es una vulgar imitación de lo que hicimos?

Vanine se encogió de hombros.

—De acuerdo, amor. Fuimos magníficas.

—¡Y todo para llegar a esto! —exclamó Imperia, en tono decididamente pesimista.

—¿A qué, amor? —preguntó Vanine, sorprendida—. Estamos muy altas, ¿no? Tú, en lo tuyo, estás tope. Yo, con mi agencia, voy cumbre. Nos va muy bien de career women. ¡Quién nos lo iba a decir cuando éramos solamente modernillas!

El champán había llegado con la puntualidad que exige una mundana:

—Brindemos por los viejos tiempos, ya que te empeñas —declaró, levantando una de sus cejas apenas dibujada.

Imperia levantó la copa, sin darse cuenta de que, al levantarla, estaba cayendo en una trampa a la que siempre se negó. Viajaba vertiginosamente al fondo de su dorada juventud.

—¿Recuerdas los años de Chelsea? —comentaba, sin darse cuenta—. Todo significaba revolución, en aquellos días. En el vestir, en las costumbres, en el arte. Todo se movía. Aquel vértigo nos hizo, aquella velocidad nos formó. ¿Te acuerdas?

—Como todo el mundo —comentó Vanine, indiferente. Al cabo de una corta vacilación, añadió—: Pero no con dolor. Recuerdo que la década fue hermosa mientras duró. Pero se fue, ¿no es cierto? Acordarse tanto de ella puede resultar dañino.

Imperia consideró cómico que Vanine la tomase por una nostálgica. ¡A ella, entre todas las mujeres!

Para mayor sorpresa, se oyó insistir:

—¿Recuerdas el estreno de Hair?

—La de los hippies y el primer desnudo, ¿no? Claro que me acuerdo. Y también de los bondadosos cantos de Donovan. Y la piedrecita de Bob Dylan. Y del pobre Andy Warhol, creando magia a su alrededor. Y si ahora me hablas de los Beatles y el Vietnam, te arrojo el champán a la cara, mi amor.

Mirando a Vanine, a esa espléndida mujer que continuaba representando todo el espíritu de la modernidad, Imperia retrocedió hacia el momento temido.

Más de veinte años atrás, cuando el mundo se conmovía en las alucinaciones del sueño «pop».

La Vanine estilizada de hoy había sido, hasta aquel entonces, una tal Ursula de aspecto travieso, ojos desmesurados, faldicorta, flequillo hasta las cejas y enormes gafas op-art. Representó como ninguna el culto al aspecto; un culto propio de la década prodigiosa. Siguió el típico itinerario de las de su gremio. La infancia en un olvidado villorrio de la Alta Baviera, la emigración a la capital, el obligado paso por París y, cuando la moda decretó que los fuegos de la década se desplazaban hacia otros centros más propicios, el trayecto mítico: Londres, Roma, Nueva York, San Francisco y, por fin, un simpático aterrizaje en la Barcelona de la gauche divine.

En los distintos tramos de aquel itinerario, Ursula fue perdiendo partes de sí misma para convertirse en aspectos. En Londres, cuando Chelsea era tan joven que asustó al siglo, tuvo la suerte de conocer a un fotógrafo que la convirtió en una especie de efebo asexuado; una réplica de la primera Mia Farrow, como la década estaba pidiendo a gritos. Al entrar en contacto con otros fotógrafos y varios modistos, empezó la transformación de la mujer en fetiche; la transformación consistió en reducir curvas, atenuar senos, y dejarla medio calva para favorecer la idea de la modelo futurista, el robot perfecto para exhibir vestidos de latón, medias de hierro, jerseys de escamas de pescado y gigantescos sombreros parecidos a la escafandra de un buzo, ideal para las noches de gala en el Studio.

Cuando una alemana originariamente pesada y maciza ha conseguido convertirse en un hueso, como la Twyggy o la Shrimpton, significa que el poder de la década es ilimitado. Los inventores de la imagen inventaron a Vanine, diseñándola a su antojo. Deslumbrada por la fama y los honorarios de las modelos a quienes consideraba sus maestras, recorrió el mundo convertida en una metamorfosis constante, porque tuvo que cambiar de estilo según iban decretando los antojos de la moda. Consiguió hacerse un nombre cuando Chelsea exigió a los modelos que pasaran los prêt-à-porter bailando el jerk en la pista, pintada a su vez con colores psicodélicos y removida por luces aerodinámicas. Cuando aquella moda terminó, la divinizaron a la altura de la mismísima Veruschka, disfrazándola con las armaduras de Courrège y Rabanne, recargándola hasta tal extremo que, en más de una ocasión, estuvo a punto de perder el equilibrio mientras desfilaba a ritmo de twist. Obedeciendo siempre a los giros vertiginosos de lo último, acabó pasando modelos de luto en Nueva York, al son del Dies Irae. En el Village, tuvo la fortuna de conocer a la crema de la intelectualidad, especialmente el grupo que circundaba a Andy Warhol; y si, antes, los diseñadores habían construido a un bellísimo monstruo partiendo de un físico demasiado teutón, el contacto con la dorada bohemia neoyorquina la convirtió en dama de altos vuelos y en sofisticada de salón.

Sus relaciones con algún ejecutivo de buen ver consiguieron mucho más que darle placer en la cama de un penthouse del East Side, con ventanales abiertos sobre el gran parque. La ayudaron a hacerse una formación empresarial, mientras aprendía las implacables matemáticas del mercado. Por contagio, se volvió negocianta.

Una de las leyes tácitas del mercado obedecía a las del Tiempo: la carrera de una modelo es corta, los caprichos de una década pasan muy deprisa y los años vuelan dejando en la cuneta a quien no supo invertir para el futuro. Mientras las más grandes de los años sesenta —una Donayle Luna, una Veruschka— caían rápidamente en el olvido, Vanine decidió madurar antes de tiempo. Convenía abandonar el barco antes de que el iceberg de una novedad más reciente acelerase el naufragio definitivo.

Se dejó ver por Cadaqués en la época de Imperia Raventós. Fue musa de algún grupo de artistas inquietos; practicó, después, el arte de la respetabilidad instalándose como querida de un burgués barcelonés, pero el espécimen era sumamente aburrido y no consiguió sujetar a una mujer de aquel calibre. Pasó por distintas manos, cada una más divertida que la anterior: un arquitecto marxista, un novelista anarcoide y un geniecillo del teatro catalán que la hizo debutar en una especie de happening neoexistencialista, vestida de troglodita. Por fin, se encaprichó de un apuesto fotógrafo francés que le hizo un hijo. Vanine había madurado lo suficiente para comprender que lo único valioso de aquel machito era una melena leonina, que solía recogerse en coleta cuando escuchaban a los Rolling Stones. Sintiéndose estafada por motivos que nunca contó —¡pero son tan presumibles!—, Vanine envió al fotógrafo a casa de sus papás, en Normandie, y se quedó con el hijo. Hizo lesbianismo con una agresiva periodista italiana y, cuando las dos se mandaron a la porra, se dedicó a vivir holgadamente y a vagabundear con absoluta placidez por los itinerarios típicos: Ibiza, Mikonos, Marrakech y Hammammet, en Túnez. Todo ello con gran clase, gran estilo y precio muy elevado. Algunos la llamaron puta. Ella prefería «courtisane».

En aquel inagotable catálogo de experiencias, Imperia la recordaba como un soplo de aire fresco que se volvía huracán para sacudir las noches doradas de Cadaqués. Era un ímpetu que llegaba desde un mundo más libre, arrollando las tinieblas del franquismo; cuando se creía que existía un túnel secreto entre Cadaqués y Europa. Cuando todavía no se anunciaban los años del tedio y la consunción.

Cierto día, Vanine se detuvo. Era el momento de asentarse. Escogió Barcelona, donde fundó su reputada academia de modelos. Sus amigos más bohemios la acusaron de conformista. Ella se encogió de hombros, se hizo uno de los más recordados liftings de su generación y empezó a trabajar de firme. La década había terminado. Ella no. A ella le quedaban más décadas por vivir. Y cuando Imperia la reencontraba, en aquella cena de Madrid, ya llevaba más de veinte años en plena posesión de facultades y en plena facultad de esplendores.

Una magnífica superviviente que se presentaba ante ella con la madurez necesaria para encarnar, en adelante, el espíritu de los noventa. Pocos lo consiguieron. Pocos lograron sobrevivir a la década de su juventud medianamente mejorados. Los que consiguieron sobrevivir con dignidad, podían considerarse más que satisfechos.

Pero el secreto no está en sobrevivir. Esta es una actividad que se encuentra entre las posibilidades de cualquiera. Es la condena de la especie. No implica voluntad. No es creativo. Nunca genial. Es el vegetar. La vulgaridad total. Por contrapartida, lo que importa es vivir, vivir intensamente, apurar hasta la última gota el líquido que los dioses desconocidos pusieron a disposición de los humanos.

Veinte años después de su muerte como modelo «pop», Vanine estaba ocupada vigilando el grado de pesadez de alguna salsa. Ya no seguía las drásticas dietas de otro tiempo, pero no quería dar triunfos al exceso de confianza. Tampoco se los concedía a sí misma, al incidir en temas personales:

—He aprendido a esquivar cualquier conversación sobre la felicidad. Se está convirtiendo en un vicio. Me temo que ni siquiera sea un tema necesario. Es una obsesión que se apodera de todas nosotras a partir de una determinada edad. Y lo único cierto es que resulta fatal para el cutis.

Imperia sonrió con satisfacción, porque encontraba a otra mujer sabia. Seguramente, la más adecuada para ayudarle a descubrir por qué había caído en el desencanto, como muchos de aquellos a quienes había despreciado por el mismo motivo.

—Los españoles os habéis acostumbrado a abusar del lenguaje de la prensa. Mujeres como nosotras, mujeres internacionales, saben que no pueden vivir así. ¿Quién no está desilusionado o desencantado, o como quieras llamarle, hoy en día? Si la desilusión es de tipo político, lo cual nunca me preocupó, debe de ser distinta según la realidad de cada país. Si es una y misma, es inherente a la condición humana. Entonces, lo único que podemos hacer es asumirla y jodernos… no sé si esta es la palabra exacta.

Imperia sonrió ante sus dudas con el vocabulario. Veinte años en España y se permitía la pequeña coquetería de una duda. Quedaba gracioso en ella. Igual que la ingenuidad con que podía pronunciar los tacos más atroces, como si ignorase su significado.

—Siempre me tuve por internacional —protestó Imperia—. Mi lugar era ningún lugar y, al mismo tiempo, todos los lugares. Mis periódicos eran los de la ciudad que me hospedaba; mis informativos televisivos lo mismo. Me acostumbré, como tú, a mezclar desastres; luego, a relativizar el alcance de los mismos. Por más que lo he intentado, siempre que regreso a casa y hablo con mis compañeros de generación, la desilusión concierne a mis relaciones con este país.

—¿Desilusión, desencanto? Detesto las grandes paroles. Resultan ideales para los políticos y, desde luego, para los periodistas. ¡Van tan bien para hacer encuestas! Pero a nosotras, ¿en qué nos concierne? Son los años, Imperia, son los años. No sé yo de ninguna generación que, al llegar a los cuarenta, haya podido encantarse con algo que no fuese su propio espejismo…

E Imperia la observaba, ahora, reconcomida por una envidia natural. La miraba admirando, en ella, a una gran superviviente de la década que terminó con todos los sueños por haberlos encarnado de manera tan total. Sin embargo, por más que se escondiese tras una agradecida máscara de esnobismo, no conseguiría convencerla completamente. O sería que, en el fondo, sus sueños fueron tan mediocres que no merecían una continuidad.

Imperia la miró directamente a los ojos. No estaban cansados, ni siquiera desengañados. Por el contrario, aparecían llenos de cosas. Como los de ella misma tres años atrás. Como los de ella misma, antes de enamorarse de un patán.

Aquella evidencia de la vida que seguía palpitando en la madurez de Vanine, acababa de herirla profundamente. ¿Podía tolerarse? Una mujer que le estaba dando lecciones y, además, con todos los derechos para impartirlas. Sin duda habría tomado alguna anestesia cuyo nombre se negaba a revelar. Después de todo, incluso la superviviente más segura de sí misma y, también, la más propicia a las confidencias, tiene derecho a reservarse un as en la manga.

La cena con Vanine estaba resucitando demasiados espectros para que no resucitasen todos los demás. La cabalgata del recuerdo no se corta a voluntad. No es algo que puede utilizarse un momento para arrojarlo después, cuando a una ya no le sirve.

Y en aquel restaurante selecto, donde incluso los comensales parecían figuras de cera rescatadas de un museo del esnobismo, el recuerdo de un pasado más cercano reapareció de la manera más cruel. Reapareció lacerando. Y lo hacía con una presencia física que todavía podía herirla.

Álvaro Montalbán acababa de entrar en el comedor, formando pareja con la actriz Paloma Bodegón.

Le vio a lo lejos, vestido de esmoking y prodigando exquisitas cortesías a aquella joven de escote demasiado atrevido. Excelentes maneras, las de Álvaro, para una petarda que se limitaba a estar buena. A no ser por este detalle, pasajero al fin y al cabo, no era aquella una mujer preocupante. Se la sabía frivolona, exhibidora de conquistas, y, caso de ir a mayores, sólo interesada en ponerse y quitarse a los hombres con la rapidez de un rodaje televisivo. Podía servir a la bastedad sexual de Álvaro, pero, en revancha, también él podía ser rápido, olvidadizo y propenso a utilizar a las mujeres a guisa de kleenex.

Paloma Bodegón no era preocupante en la medida que no lo era el propio Montalbán.

Y aunque lo fueran ambos ¿qué podía importarle a ella?

Había decidido salvarse de los estragos de la pasión, y aquel encuentro con Álvaro sólo podía ser una pequeña piedra en su camino. Cuestión de sortearla. Pasar de él, como decía a veces su hijo Raúl, quien, a pesar de su excelente vocabulario, no había conseguido salvarse completamente de los vicios expresivos de su generación. Pasar de Álvaro, pues. Y, en el lenguaje de una generación anterior, la de Imperia, la de las mujeres progresistas que habían aprendido el taco como una forma de distinción, podía prescindir completamente, dedicándole un simple: Te puedes ir a la mierda.

También podía añadir una castiza: «Este no es mi Álvaro, que me lo han cambiado». Una vez más, el pueblo tendría razón. Pues aunque el recién llegado seguía siendo su Álvaro, era cierto que había experimentado un gran cambio. Y no para bien.

Estaba mucho más delgado. En tan poco tiempo, había perdido parte de su atrayente dinamismo. Caminaba arrastrando los pies, miraba a su alrededor con aspecto distraído y continuaba fumando sin parar. Además, se había quitado las gafas, por lo menos aquella noche, y el aspecto de seriedad de los últimos meses se convertía en un rictus de antipatía. Por más que intentase sonreír a su acompañante, aquel rictus le delataba.

Imperia no desperdició aquella oportunidad que el destino le brindaba. Intentó rebajarle más, y a toda costa. Pero el dolor, que llega a ser tantas cosas malas, nunca es deshonesto. Así pues, se vio obligada a reconocer: «Has perdido un poco, pero todavía eres el hombre más guapo del mundo».

Sin embargo, había en aquel Álvaro un aspecto extrañamente perdido, un descontrol que se traducía en actitudes nerviosas que ya no eran las del palurdo a quien ella viese por primera vez, sino las propias de alguien que estaba atravesando un intenso conflicto interior. Acaso por ser tan intenso, ni siquiera se molestaba en disimularlo. Por el contrario: determinadas acciones lo acentuaban. Se dirigía al teléfono y regresaba más nervioso todavía. Repitió la maniobra en tres ocasiones y a cada una de ellas el nerviosismo iba en aumento.

Cuando, por fin, consiguió que el teléfono contestase a sus cuitas, la respuesta no fue en absoluto satisfactoria para él; pero acaso Imperia se hubiera sentido feliz, de escucharla.

—Por favor, doña Maleni, dígale que necesito verla a cualquier precio. ¿Cómo voy a creerme que no se puede poner? ¡Hace un mes que llamo a todas horas, doña Maleni! ¿No comprende que estoy en las últimas?

En efecto, aquella reacción desesperada no habría sido, para Imperia, una mala recompensa. Cuando menos la de contemplar como era derrotado aquel que, antes, la derrotó a ella.

Al verle regresar del teléfono, experimentó una serie de sentimientos contradictorios.

Sintió que todo lo bueno que ella había empezado a conseguir se estaba desmoronando. Y no era mujer amante de las ruinas ni sabía apreciar la grandeza de la decadencia. Detestaba la suya propia y detestaría la del hombre odiado.

Vanine la notó nerviosa. Mucho más que nerviosa: obsesionada. Todavía más: desequilibradísima. Tenía ella suficiente mundo para saber hasta donde llegan los problemas generacionales de una mujer y donde empiezan los que sólo el amor es capaz de provocar.

—Imagino que hay un hombre —sugirió, afirmando.

—Lo había. Mejor dicho: intento olvidarle a toda costa. Estoy en ello.

Pero Vanine continuaba impartiendo lecciones de madurez y seguridad.

—Estoy en grado de aconsejarte. Te llevo cinco años. Cumplí cincuenta en enero.

—No se notan en absoluto —declaró Imperia, con rotunda sinceridad.

—Pero están ahí. No vamos a engañarnos. Están ahí y lo único que una puede hacer es conseguir que no duelan demasiado. Porque una mujer, cuando conoce sus poderes, sabe que la mejor anestesia contra los años está en sí misma. Y si no la encuentras estás perdida. Hablando claro: tu problema es que te consideras mayor de lo que eres. Y para conjugar el miedo no se te ocurre nada mejor que comportarte como la niña que nunca creció. Mal asunto. Los Peterpanes femeninos no dejan de ser mariquitas travestidos. Y, además, menores de edad. Lo cual es ridículo.

No se le escapó a Vanine que tenía a sus espaldas al hombre de Imperia. En fin de cuentas ella ni siquiera disimulaba. Mientras estaban hablando, su mirada se perdía hacia el otro lado del salón. ¿A quién quería engañar? No tenía el menor deseo de dejar de mirarle. Tampoco intentaba dejar de sufrir.

Porque lo cierto es que la sola visión de Álvaro constituía una agonía para Imperia.

Le encontraba tan joven que estuvo a punto de gritar. Pero no terminaría en él su grito.

Aquella actriz de segunda, aquella exhibidora de senos, aquella Bodegón todavía era más joven que el propio Álvaro. Joven como había sido Vanine. Como lo había sido ella misma. Pero tonta. Lo bastante tonta como para seducir a un tonto como Álvaro Montalbán. ¿Iba a ser, además, tan importante como para mortificarla a ella?

No podía soportar la idea de que la estaba hundiendo una segundona. Pero era el tipo de rival contra cuyas armas no había defensa posible. Tenía los años a su favor y disponía de la dorada mediocridad. La dote ideal.

Entonces, decidió Imperia que su cáliz estaba colmado. Aunque el contenido fuese champán francés.

—Perdóname, Vanine. Necesito irme ahora mismo. Es indispensable que me vaya.

—¿Te ocurre algo? —preguntó la otra, preocupada—. Sin duda has bebido demasiado. Te acompañaré.

Por toda respuesta, Imperia se levantó rápidamente y se apresuró a alcanzar la salida.

Todavía se volvió un momento para descubrir que Álvaro regresaba de su enésimo viaje al teléfono. Paloma Bodegón podía no ser su dama. Pero esta existía en algún lugar y le condicionaba. Le estaba condicionando hasta el punto de colocarle mucho más allá de sí mismo. En un estado que, irónicamente, se parecía al de la propia Imperia.

Cuando Vanine llegó a su lado buscó, en el salón, al objeto de tantas cuitas. Se puso unas gafas diseño italiano para verle mejor. No ahorró un gemido de sorpresa. Seguro que le encontraba guapísimo.

—Maravilloso —exclamó—. En cambio ella, un horror. Sencillamente obscena. Digna del cine que se hace hoy. Hago bien en no ir.

—A veces, te complaces en desconcertarme —gruñó Imperia—. ¿Se puede saber qué pinta el cine en todo esto? Además, para cine el que estoy montando yo.

—Te preocupa más ella que él. Toda mujer sabe que, a partir de ahora, entra el amor propio.

—Pero duele igual que el amor tout court.

—Acaso más. Todo es cuestión de calcular su duración. Después, viene el odio. También durará. Y un buen día, al despertar, ni te acordarás. No es nada excepcional, créeme. Todas hemos pasado por trances parecidos.

—Pero yo no. Yo estaba vacunada. Y ahora estoy herida de muerte. ¡Ya ves tú de qué sirven las vacunas!

Le pidió que no la acompañara. En realidad, fue una orden terminante. Echó a andar, con paso resuelto. Incluso olvidó el chal en el coche de Vanine. Le daba igual. Sólo quería huir, pensando que paseaba.

Caminó por las callejas estrechas, en pendiente, hacia no sabía qué indecisas plazoletas. La primavera avanzaba rápidamente hacia el verano, pero algunas noches todavía podían ser frescas. No le importó sentirse inmersa en una dé ellas. El olvido del chal favorecía aquella impresión y, al mismo tiempo, otorgaba a su imagen el tono ambiguo de un cadáver viviente.

Era cierto que había bebido demasiado o, si se prefiere, demasiado para lo poco que comía últimamente. Siempre oyó decir que era un síntoma de amores no correspondidos. La mujer que bebe sola, la descontrolada, ya no disponía de otras armas para luchar. Señal de que todo ha terminado. Sólo quedaba la idiotez de la bebida. Y ni siquiera para olvidar, como dice el melodrama. Simplemente, para sentirse ocupada en algo. Para desconocer el vacío total.

Decían los especialistas que cada día hay más mujeres que beben a solas. No es de extrañar.

¡Amores no correspondidos! Otro chiste ideal.

¿El amor? Era cierto que estuvo, antes, en su vida. Un amor idealizado, un amor que fracasó. Como los ideales que lo sustentaron. Como la esperanza de que ella y el amor estaban destinados a triunfar sobre las trampas del mundo real.

En aquella época invocada por Vanine había pensado que el amor de su marido duraría siempre. El amor se fue y ella no quiso abrir la puerta a ningún otro. Su itinerario sentimental se redujo a cuerpos, fue un viaje a través de los cuerpos; dentro, encima, debajo de ellos. Cuerpos que, en última instancia, tampoco la satisfacían… si debía calcular la satisfacción según el cuerpo, la presencia, el rostro aniñado de Álvaro Montalbán. ¡Esa imagen se estaba convirtiendo en una locura! Para combatirla, empezó a insultarle a grito pelado. No ahorró tacos. Y ni siquiera eran los habituales de las señoritas progresistas de aquel lejano Cadaqués. Eran, por contra, los del tono más bajo que lo indecoroso del dolor puede provocar. Pero siguió arrojando insultos a la noche; y alguna prostituta despistada pudo asombrarse de que una dama tan bien vestida estuviese en posesión de un vocabulario tan repugnante.

Así pueden ser las muy modernas.

Corría a pleno grito, en costanillas de bajadas cada vez más alucinantes. El mundo vacilaba ante sus ojos y ella continuaba corriendo, gritando, rompiendo a veces en risotadas clamorosas que ya sólo encontraban a su propio eco como respuesta.

En aquella nebulosa giratoria en que el mundo se había convertido, dio contra un contenedor de basuras y cayó al suelo. Algún vagabundo, acaso algún perro, lo habrían vaciado, dejando toda la calle sucia de porquería.

Recordó la frase preferida de Miranda:

—Mujeres somos y en polvo nos hemos de convertir.

Perfecto. No estaba entre el polvo, pero sí entre la inmundicia. Los magníficos brocados de su Moschino se mezclaban con latas vacías, restos de salsas putrefactas, envases de plástico que se aplastaban bajo el impacto de la caída. Y a su alrededor zumbaban las moscas verdes, innobles criaturas que se regodeaban cebándose en aquel miserable festín.

Hundió la cabeza entre un montón de verduras malolientes y rompió en un llanto desesperado. Después, perdió el sentido y, al precipitarse en la oscuridad total sólo percibió lejanas melodías que cantaban las glorias del amor.

Una de ellas llegaba de un pasado muy remoto. Era un fox que ganó en San Remo. Lo había bailado con su marido en algún club de la costa. Era cierto que eran muy jóvenes. Era cierto que estaban enamorados. Y en última instancia, no era falso que la memoria es una asquerosa manipuladora que no tiene perdón de Dios.

LA RECOGIERON ANTES que a las basuras, pero ya no puedo precisar quién la atendió, después, ni dónde fue atendida. Recordaría acaso que hubo un médico, otros más y que por fin la internaron en una clínica de reposo. Llegaron días de sueño total, horas de negación absoluta, superficies de la nada, apenas habitadas por mínimos parches de realidad, ocupados a su vez por la administración del suero, las píldoras, los zumos y los caldos. Al final de cada intervalo, de nuevo la inexistencia.

Así pasó una semana sometida a la cura del sueño.

Cuando empezaba a recobrarse descubrió al otro lado de la ventana los avances de la naturaleza, y también, sus extremos. El verano se estaba anticipando, como venía ocurriendo en los últimos años. Al otro lado de los cristales, los colores aparecían difusos, entrevistos desde detrás de una gasa, como en los días más ardientes del sol.

Se demostró que tenía muchas amistades. No cesaban de llegar ramos de flores, cajas de bombones, telegramas; como si la habitación de una clínica de lujo fuese el camerino de una folklórica en noche de gran gala.

Aquella invocación no era casual. Por alguna razón que no llegaba a comprender en el estado de sus relaciones, Reyes del Río llamaba varias veces al día, ya para interesarse por su salud, ya para pasarle a su madre, que la enloquecía con interminables consejos sobre los potingues que debía tomar para acceder a la paz del alma sin necesidad de pasar por manos de aquellos a quienes doña Maleni llamaba «médicos de la cabeza». A veces, se ponía Eliseo para entretenerla con algún chiste enternecido, picante pero lleno de aquella ternura especial, rayana en el absurdo, que suelen tener los chistes de mariquitas.

La folklórica reveló una tendencia al detalle, una afición al mimo que en otro tiempo la habrían fascinado por llegar de quienes llegaban. De todos modos, ahora no podía considerarlo. Sólo pensaba en dormir.

Cierta noche, Miranda Boronat se presentó a altas horas de la noche con la única intención de distraerla. Se impuso a la vigilancia de las monjas haciéndose pasar por hermana siamesa de una prima que Imperia tenía en Siam. Cuando consiguió quedarse a solas con ella, soltó una sarta de chismes más o menos picantes que, por suyos, hacían reír. Así fue como la enferma se encontró un poco divertida más por el reconocimiento de un tonillo familiar que por la gracia intrínseca de personajes y situaciones de la vida social eternamente parecidos entre sí.

Despues, volvieron los sueños. Largos espacios de la nada. Profundos pozos de la nada. Interminables firmamentos de la negación.

Cuando se sobresaltaba, sólo era para interesarse por la llamada de Álvaro; pero la respuesta era siempre la misma: no hubo una sola llamada de aquel señor Montalbán. Y aunque su indiferencia le dolía, ella se empeñaba en conocerla para llegar a aborrecerle más. Pero el efecto era contrario a lo esperado: su dolencia empeoraba, porque se resistía a dejar de pensar en el objeto de todos sus pesares.

¿Por qué iba a hacerlo, en cualquier caso? Sólo con la omisión de ayuda al olvido, y esto era, sin duda, lo que el propio Álvaro quería conseguir. Era su cruel contribución a la vuelta a la normalidad. Y aunque en sus momentos de delirio Imperia arremetía violentamente contra él, culpándole de todo su drama, cuando recobraba el juicio comprendía que no podía acusarle de nada. Y recordaba la historia de aquel Diego que se suicidó por una actriz.

¡Diego, el que se le fue la mano en el gas durante un intento de suicidio y acabó suicidado de verdad! Recordaba Imperia que alguna de sus amigas culpó a la actriz acusándola de no tener corazón. Otra amiga la defendió: ¿qué podía hacer la chica si no estaba interesada por su enamorado? ¿Iba a ceder a un chantaje moral que la obligase a quererle por compasión? Su actitud era la más noble: no te puedo querer, haz lo que quieras, ya eres mayorcito. «Si el otro se suicidó era su problema».

Era rigurosamente cierto. En las derrotas del amor, el problema siempre pertenece a la víctima. El verdugo no puede hacer más. Simplemente, no consigue amar. ¡Pobrecito, en realidad!

Llegaron más días indiferentes. Acabaron mezclándose los del pasado y los del presente. Aquellos sólo atormentaban cuando se referían a Álvaro. Pero los días junto a él parecían muy lejanos. Todos los días parecían no haber existido. Y sólo cuando el recuerdo de los días empezó a regresar y los límites entre ellos se marcaron con timidez, comprendió Imperia que se estaba reponiendo. Pero ni siquiera esta posibilidad de regresar a la vida representaba un consuelo.

Temía la curación porque no ignoraba que equivalía al olvido. Y de momento la certeza del dolor era lo único que poseía.

Por fin le permitieron los médicos regresar a su casa. Aunque Raúl se ofreció a instalarse con ella por unos días, con sus libros y su cargamento de discos, Imperia comprendió una vez más que no era lícito interrumpir su felicidad, de manera que prefirió la compañía de otra infeliz; de Miranda Boronat, sí, la más improbable enfermera del mundo pero también la amiga que, en aquellos momentos, revelaba más puntos de contacto con lo que había sido.

Así transcurrieron los días y otra ola de calor insoportable se abatió sobre la ciudad, como un nuevo, nervioso anticipo del verano. Llegó, después, una semana tormentosa que sirvió para refrescar el ambiente y, cuando esto ocurrió, los días empezaron a perfilarse con la exactitud que siempre tuvieron.

Una exactitud que no servía para nada, porque los días tenían que transcurrir sin que ella los notase. Porque los días debían transcurrir sin la menor intervención por su parte.

Y ella los veía pasar con indiferencia, una indiferencia acaso mutua, porque tampoco los días tenían demasiado interés en verla renovada. Tendida entre un montón de almohadones, dejaba pasar películas por el videógrafo igual que pasaban los días sobre el mundo: lentamente, sin decir nada, por la simple obligación de llenar espacios que, de otro modo, estarían en manos de la desesperación.

Pero fue inevitable que los días pasaran, que el recuerdo la endureciese poco a poco y que ella y todas sus partes se planteasen la urgencia de la recuperación. Después de todo, una dolencia de amor es algo que cualquier enfermo puede pasar de pie.

Miranda Boronat era de la misma opinión, si bien transigía en el capricho de su amiga de languidecer en la cama sin tomarse el menor interés en nada ni por nadie. Cuando el médico decidió que le convenía empezar a recibir visitas, Miranda aplaudió alborozada. Entre otras cosas, porque empezaba a aburrirla aquella absurda profesión de enfermera.

Las órdenes del doctor y los deseos de Miranda coincidieron con una feliz circunstancia: Cesáreo Pinchón tenía algo que proponer a Imperia. Cuando pidió permiso para visitarla, Miranda se lo concedió de muy buen grado. Y, antes de permitirle pasar al dormitorio, le explicó la situación y, al mismo tiempo, se enteró del asunto que le traía. Al saber que era de carácter frívolo no pudo por menos que aplaudirlo. ¡Por fin regresaba la vida a aquella casa!

Imperia los recibió reclinada en los almohadones y con la mirada extraviada en algún punto de la pantalla del televisor, que en aquellos momentos proyectaba una vieja película de Fu-Man-Chú. Eliminó el sonido para poder escuchar cualquier banalidad que el visitante aceptase proponerle. En fin de cuentas, también ella empezaba a estar harta de su aislamiento.

Cesáreo Pinchón llegaba con la trompa llena de noticias. Las propias de su especialidad, por supuesto. La tetuda rockerilla Tata Naches se había presentado en la redacción dispuesta a vender la exclusiva de sus encuentros en Londres con un batería del grupo «Tu madre es más idiota que la hostia»; pero la chica pedía quince millones y la revista lo encontraba excesivo porque el jovencito no valía tanto. Se había producido una contraoferta. Diez millones si, en lugar de Totín Mir, Tata Naches aceptaba salir en Londres con Lenny González, guitarra del grupo «La coca ajena en la oreja del conejo». Tata Naches amplió la oferta, colocando a la esposa de Lenny en un juzgado pidiendo la separación. La revista decía que podía llegar a los quince millones si la esposa tenía el Sida.

—¿No tienes nada mejor que contar? —preguntó Miranda, bostezando—. Lo de la venta de exclusivas es tan viejo como las canalladas que eres capaz de cometer si no te las venden.

—Hay algo mejor. Circula por las redacciones un reportaje de la Madre Teresa de Calcuta sorprendida en la ducha. Puede ser el escándalo del año, pero, al parecer, se están produciendo muchas presiones eclesiásticas para que no se publique.

—Hacen bien —comentó Miranda—: Hay muchos enfermos del corazón. Y un desnudo integral de la reverenda podría provocar muchas víctimas.

—Es que ya no queda nadie a quien sacar desnudo —se quejaba Cesáreo Pinchón—. Recuerdo con nostalgia la época del destape, cuando lo de la transición. ¿Os acordáis?

Sonrió Imperia con tristeza al pensar que incluso lo que constituyó un impacto histórico reciente ya era una historia tan lejana. Algo que sólo podía regresar a cambio de un gran esfuerzo de la memoria.

—Fue una época altamente fructífera, porque todavía quedaba algún recato. Ninguna quería desnudarse; por lo tanto, la que se desnudaba era una novedad, una venta segura, un impacto que aseguraba grandes tiradas. Pronto empezaron a encontrar pretextos las que en un principio no querían. Si lo exigía el guión te enseñaban hasta las amígdalas. Si el decorado era una playa, una selva, una bañera, mostraban ahora una teta, luego dos y, después de mucho suplicar para sacarnos más dinero, llegaban al desnudo integral. Al final, acabaron desnudándose casi todas, menos las estrechas de siempre. Pero veo que lo que te estoy contando tampoco consigue distraerte…

—La miseria humana no me distrae, Cesáreo. Además, mientes como un bellaco. Las que nunca se desnudaron eran las importantes, las grandes, las que nunca lo necesitaron. Estas han perdurado. En cambio las otras, las que sólo podían ofrecer su cuerpo, han sido completamente olvidadas. Sólo os acordáis de ellas quienes las explotabais.

Cesáreo Pinchón introdujo un cigarrillo Davidoff en su boquilla de oro.

—Estás hipercrítica. Aprovechemos tu humor para arremeter contra Montalbán. —Imperia delató un gesto de sorpresa—. ¿Te extraña que lo sepa? Miranda me lo ha contado todo.

Imperia arremetió violentamente contra su mejor amiga. Definitivamente, no podía confiarse en su discreción. Cabe decir, en su descargo, que nunca pretendió Miranda ser discreta. Amparada en tal excusa, dejó bien claro:

—No me censures. ¿Cómo pretendes esconder una cosa así a alguien que es cotilla por naturaleza? Además, con esta cara de muerta te lo hubiera notado igual. Pero no debes preocuparte: no publicará nada porque mis espías han averiguado que es de Villatorcida del Júcar, y, si esto se sabe, quedará arruinada su reputación internacional. Cesáreo, tesoro, cuchi-cuchi, ¿verdad que sabrás guardar silencio ante el peligro de que yo revele a todo el mundo tu bajísima extracción?

Toujours la rapporteussel —exclamó el cronista, resignado—: En fin, Imperia. No habrá caso de que me pregone esta viperina. ¿Cuándo he dicho yo una maldad contra ti? Siempre te he servido y continuaré haciéndolo. Estoy dispuesto a cambiar nuestro contrato verbal. Empezaré a destrozar a este Montalbán en mi próxima crónica. Puedo convertirme en tu némesis oficial a una señal tuya.

—No pienso darte este gusto, —dijo Imperia—. Cuando empiezo un trabajo, lo termino. Soñé a un Álvaro Montalbán grande. Lo quise así ante el mundo. Y yo no quedaré como una fracasada, ni ante el mundo ni ante Álvaro Montalbán.

Miranda se examinó las uñas. Estaba pensando. Momento histórico, que duró veinte segundos.

—Excusas de miedica —proclamó, al cabo—. Mira que te conozco, Imperia. Cuando hablas así es porque te queda alguna esperanza. Seguro que todavía confías en que vuelva.

—Miranda tiene razón. ¿Dónde están tus garras?

—Siguen donde siempre. Las sacaré cuando pueda herir a fondo. Pero tiene que ser algo que él no olvide nunca. Donde más pueda dolerle. Y todavía ignoro si, en toda su vida, le han dolido siquiera las muelas.

Miranda arregló los almohadones para que Imperia pudiese incorporarse con mayor comodidad.

—No hablemos más de este Álvaro, porque me está dando el alipori. Vamos a un business más apetecible —y fingiendo que tocaba unas castañuelas inexistentes, añadió—: Como sea que lo sé todo, y esto será siempre un hecho irremediable, también sé que Cesáreo viene a pedirte un favor de lo más divertido.

El cronista levantó el cigarrillo, afectando la postura de un anuncio de esmoquins de los años treinta.

—Hablo en nombre de los compañeros de la prensa del corazón. Como el cotarro está tan aburrido, hemos decidido montar unos premios para recompensar a los famosos que más han colaborado con nosotros. A los simpáticos, didons. Hemos decidido huir del tópico y darle al asunto un tono más culto, une certaine qualité, tu me connais

—Lo tenéis difícil. Esta ciudad está llena de premios. Se recompensa a la más bella, al más gallardo, al empresario más eficaz, a la reina de la noche y hasta a los tarugos. Las discotecas están llenas de galardones que sólo sirven a su propia promoción…

—Es exactamente lo que comentábamos Miranda y yo. Se otorgan garbanzos de plata, cocidos de honor, limones y naranjas, alfileres de oro… Nosotros no podemos debutar con un plátano de diamantes.

—Os saldría demasiado caro.

—Para nada —intervino Miranda—. Los diamantes han bajado ostensiblemente. Hoy en día, el que no tiene diamantes es porque no quiere.

—Siguen siendo caros para el sueldo de un periodista —insistió Imperia.

Acto seguido, abandonó su postura de languidez. Cogiendo el cigarrillo que Miranda le ofrecía, se incorporó, decidida, hasta quedar sentada en la cama. Era obvio que el tema le divertía.

—Estoy pensando en una coartada de tipo cultural. ¡Ya lo tengo! ¿Por qué no buscáis alguna obra de prestigio acreditado y que, además, conozca todo el mundo? Un cuadro, por ejemplo.

Cesáreo Pinchón arqueó la ceja izquierda, en signo de interés.

Voilà l’excellence! Un cuadro famoso para cada especialidad. O el retrato de alguien que resulte simpático.

Miranda se puso a aplaudir como una loca ante la idea que acababa de ocurrírsele.

—¡Ya lo tengo! ¿Cómo se llama aquella italiana que se ríe a mandíbula batiente? Una que se troncha y por eso la llaman como la llaman.

—Conociéndote, querrás decir la Gioconda.

—Uno muy antiguo. De vestuario del de antes. Ella es una gordísima.

La descripción era tan Boronat que seguía siendo inconfundible.

—Ese mismo. No es mala imagen para un premio dedicado a la simpatía. Precisamente Gioconda, en italiano, significa alegre. Podéis llamar a vuestros galardones los Premios Jovialidad. O Jocoso. O, en fin, buscad posibilidades en el diccionario de sinónimos.

—Gioconda es mejor. Nos da un tono más cosmopolita: ¡el Louvre patrocinando a la prensa del corazón! No habrá quién nos tosa. Y, desde un punto de vista plástico, puede quedar divino. Se la encargaremos a un escultor de esos que se privan por ser el perejil de todas las salsas. Sin ir más lejos, Romeo Cinabrio puede hacer una pieza medio vanguardista, medio clásica, que daría el pego. Que le dé un baño de oro y quedará muy fotogénica.

Imperia ya estaba inmersa en el divertimento.

—Además, como se especula sobre la posibilidad de que el modelo de Leonardo fuese un muchacho, también sirve para cuando se lo deis a un torero.

—Te alegrará saber que, en la primera convocatoria, se lo concedemos a Reyes del Río. Y no por compromiso hacia ti, créeme. Se ha producido por unanimidad total.

Imperia no acababa de creerle. Reyes del Río siempre se mostró muy cooperativa con los chicos de la prensa —a quienes llamaba «mis niños»— pero nunca fue una mujer simpática. Si acaso, lista. Pero lo mismo podía decir de sí misma. Sin mostrarse relamidamente simpática, había conseguido ganar batallas a los que sólo buscan simpatía en la mujer. Un caso parecido al de Reyes del Río. ¡Extraña relación!

Dos mujeres no simpáticas, que se habían mantenido unidas sin que mediara entre ambas la menor simpatía.

Rectificó: en algunos casos, se había producido una corriente mutua, una atracción, un fluido indefinible…

«Reyes del Río —pensaba Imperia—. Este nombre empieza a sonar con mucho brío. Nombre de hembra. ¡Menuda palabra! Hembra. ¿De dónde sale ahora? ¿Por qué me viene a la mente? Virgen, artista, burra, hembra… ¡Qué extraño capricho!».

Cesáreo y Miranda no repararon en el extravío que, de repente, desviaba su mirada. Estaban demasiado enfrascados en la organización de un acto que ya veían materializado ante sus ojos.

—¿Quién podría hacer el ofrecimiento? —preguntó Cesáreo—. Todo el mundo ha presentado a alguien en los últimos años. Ya nadie es novedad en nada.

Imperia reaccionó a tiempo para proponer:

—Pienso en Rosa Marconi. Tiene prestigio y popularidad.

Además, puede conseguir que asista algún miembro del gobierno. Los tiene comiendo alpiste en la palma de la mano y ella come caviar en las suyas.

—¿Sabes lo que estoy pensando? —dijo Cesáreo, interrumpiéndola—. Sé que no apruebas mi trabajo, que detestas el tipo de periodismo que practico y, sin embargo, nunca te has negado a echarme una mano.

Imperia se estrechó con sus propios brazos. No estaba desprotegida. Acaso pensaba en ello, cuando dijo:

—Al cabo de los años, todos somos cómplices metidos en un mismo tren. Tenía razón Reyes del Río cuando dijo que esta es la España de Rosa Marconi, Cesáreo Pinchón e Imperia Raventós. Faltaban los del dinero, pero te los llevaré a todos y España quedará casi completa. Las demás piezas del puzzle ya no dependen de nosotros.

—A cambio de tu ayuda, pídeme lo que quieras.

—No tengo nada que pedirte. Además, ¿vamos a pasarnos la vida intercambiando? En alguna ocasión apetece hacer un favor por el placer de hacerlo.

Entonces comprendió Cesáreo que había estado verdaderamente enferma. Y sintió pena por ella, pues era como contemplar a una pantera encarcelada.

Pero ella resurgió de la autocompasión para encenderse con el recuerdo de las brillantes promociones de otro tiempo.

—Me ocuparé personalmente de la fiesta —decidió—. Será un buen pretexto para celebrar la llegada del verano. ¿No es la época en que se van a Oriente las golondrinas?

—Esto es en invierno, mujer. ¡Si hasta lo sé yo que, por no ser, no soy ni tonta!

—Tienes razón. Regresan. ¡Qué bien! Madrid estará maravilloso este verano, si hasta las golondrinas se quedan en sus árboles.

EL VERANO ESTRENÓ ENCANTO y los salones del Suprême se vistieron de gala para recibir a los personajes que, durante seis meses, habían llenado la vida de Imperia Raventós. Y fue como un enorme carrusel de rostros conocidos que giró incansablemente sobre sí mismo y sólo se detuvo para que la crónica social registrase el esplendor de una apariencia y el lujo de un espejismo.

Conjugando amistades, influencias, pactos y complicidades, Imperia Raventós y Cesáreo Pinchón no se limitaban a reunir a la crema, antes bien, completaron el más esplendido pastel de cremas distintas que se había visto en la última temporada.

Además, las ochenta mejores amigas de Miranda Boronat colaboraron como si se tratase de una tómbola benéfica, práctica a la que seguían tan adictas como lo fueron sus abuelas. Y aunque era aquel un acto al que no se hubieran dignado acudir en otras circunstancias, porque estaba últimamente la prensa muy borde con las grandes damas, todas accedieron cuando Miranda les prometió que no habría gente de medio pelo: ni nuevos ricos, ni contrabandistas de drogas, ni chuletas de Marbella, ni toreros, ni cupletistas ni faranduleros. Pero las señoras de toda la vida se encontraron engañadas una vez más, porque a los organizadores les interesaba acumular el mayor número de nombres posible. Así, los de la prensa del corazón consiguieron reunir a aquellos famosos del cine, la radio o la T. V. que no pueden negarse a asistir a uno de esos actos por temor a que la prensa les castigue con un boicot cuando ellos pueden necesitar sus servicios para un estreno o la promoción de un nuevo programa.

A base de intrigas y pequeños chantajes, las distintas fuerzas reunidas para el acto cumplieron uno de los requisitos básicos de la gran fiesta madrileña: la mezcla, el batiburrillo, la opción a que, por una vez, se toquen todos los extremos, y hasta se magreen, si hace el caso.

La selecta arquitectura del Suprême marcó el apogeo de la supremacía. No fue necesario adornar el espacio con postizos extravagantes, como ocurrió en otras ocasiones. Bastó que una floristería descargase un cargamento de rosas blancas y rojas que fueron distribuidas en los enormes búcaros de terracota, garantía del perfecto pastiche neoclásico.

El tono lo marcaron los invitados, que iban llegando en desfile. Llegó entre las primeras la gran Vanine, siempre adicta a Givenchy y, en aquella ocasión, exaltada por uno de sus mejores modelos del periodo 1957. La acompañaban dos prestigiosos amigos de su etapa neoyorkina; a su derecha, el decorador Milton Lee Pampanin desplazado a España para arreglar el palacete de estilo moruno en las posesiones malagueñas de la millonaria Glorifying von der Truiten, quien avanzaba a la izquierda de Vanine, luciendo el más costoso amontonamiento de tules y pedrería jamás salido de los talleres de Dior.

No lucían más modestas algunas invitadas españolas: allí se vio a una Merche Sonotón derrochando paillettes; a la distinguida Mer Cromina, estampada con tal rugido de colores que parecía llevar encima una tela fauve; a la impecable Chula de Bombonet, de amarillo rabioso con plumas de avestruz en el hombro; a la barcelonesa Mari Pau Badosín, inmejorable con un Pertegaz histórico, y así tantas otras, y en tan complejas y alucinantes gamas que los más de cincuenta fotógrafos reunidos tenían que salir constantemente a reponer carretes, tantos gastaban y tan bien aprovechados eran.

Llegaron, también, refuerzos de otros puntos del Occidente cristiano. Miranda Boronat se trajo de París a Charlotte Redin Rodon, apoyada en un bastón de empuñadura de oro por culpa de su jardinero que, al penetrarla entre las matas de las azaleas de su maravilloso jardín, le aplastó un tobillo con el pene; de un asilo de la Costa Azul, Cesáreo Pinchón importó a la legendaria Lady Montagu, vestida con el Balmain de su famoso incidente monegasco y cargada de arrugas que tenían el prestigio de las cinco mil fiestas a las que había asistido desde que la pusieron de largo, mucho antes de la primera guerra mundial; también llegaba, magnífica como siempre, Lucrecia de Sousa, rodeada de tres de sus siete retoños, hijos de embajadores distintos: la niña, con su inconfundible aspecto nórdico, el niño primogénito con cara de morito, y el benjamín, decididamente japonés. De Roma, aterrizó la princesa Ossobuco Mignozzi Garlante, vestida con casaca rojo cardenal, para que le luciesen los amantes que había tenido en aquel pío gremio.

Y, entre muchos otros nombres, destacaba aquella peculiar rama de la aristocracia menos rancia y que cobra por prestar sus espléndidos físicos a cualquier fiesta de postín. Había algún noble teutón que estaba a un precio razonable y, además, se prestaba al regateo, y, por supuesto circulaba la rubia danesa Walkiria von Kimono, titular de tres marquesados cubanos que le fueron arrebatados por Fidel Castro para instalar sendas escuelas de rumberas leninistas.

No faltaron, por supuesto, algunos representantes del cuerpo diplomático, entre los cuales destacaba el embajador de Ruritania y su esposa —née Martínez—, y que llegaron acompañados por el presidente del club de admiradores de Jeanette MacDonald y Nelson Eddy en el exilio.

Caballeros de esmoking, damas endomingadas, fotógrafos, cámaras de la teuve pública, las autonómicas y las privadas, corresponsales de todas las revistas, iban y venían, giraban constantemente sobre sí mismos como si fuesen partes del gran carrusel a cuya grupa se hubiera montado Imperia Raventós para marearse, por fin, completamente.

La orquestina tuvo el acierto de tocar las melodías que habían acompañado a todas aquellas personas a lo largo de sus vidas. Melodías de tres generaciones, según el antojo del tiempo a cada instante. Ora sonaba una polka, después un madison, al punto un fox, más adelante el necesario vals, y en un momento determinado melodías del jazz band de los años veinte y acaso una habanera para los que se iban del mundo, podridos de nostalgia.

Tanta exquisitez contrastaba con los excesos exhibicionistas de la presunta actriz Paloma Bodegón, que no se cansaba de colocarse sobre las mesas con las piernas abiertas ni de adoptar caritas de retrasada mental para atraer la atención de los periodistas, mientras iba repitiendo «me caso, no me caso, quién sabrá si me caso».

Prescindían ostentosamente de su presencia los invitados más distinguidos y, en un momento determinado, los fotógrafos se cansaron de retratarla haciendo el mismo número, de modo que la actriz salió por la puerta de la cocina para entrar de nuevo por la principal, y atraerse, así, el interés de los otros fotógrafos, que acechaban la llegada de nuevos importantes. Pero la maniobra de la Bodegón fue captada por el numeroso público congregado a la entrada del Suprême, y muchos la trataron de petarda.

Aquella nutrida multitud aplaudía sin cesar a todo aquel a quien reconocía; y aún seguía aplaudiendo a los desconocidos, para no hacerles un feo. Y así obtuvo Martín, chófer de Miranda, el primer aplauso de su vida, pues algunas almas cándidas confundieron su uniforme de gala con el de alguna secta militar poco propagada. Pero se quedaron muy desilusionados cuando le vieron engrosar las filas de los mirones, junto a la secretarias Merche Pili, Marisa y Vanessa y hasta la asistenta Presentación que tampoco querían perderse el evento, del que tanto habían oído a sus respectivos jefes durante las semanas anteriores. Y también aparecían en primera fila, siempre peripuestas y gallardas, las reinas de la noche transexual: la Sayonara, la Chantecler, la Frufrú de Petipuán, la Shirley Temple, la Cinemascope —ínclita entre las demás, porque tenía una pantalla Miracle Mirros a guisa de chocho—, la Hildegórda tour d’Argent, la Ninón de Lenclos, y hasta la señora Ciriaca de Leganés, que acudió con el niño en brazos, por si conseguía alquilarlo para el festorro, como hiciera, en Navidad, en el Belén de la Castellana.

Reaccionaron con indiferencias las mariquitas de la calle ante la entrada de algunos intelectuales mundanos, de los que dan el tono a cualquier reunión que no quiera pasar por decidamente indocta.

Muchos más vítores recibieron las folklóricas de los años cincuenta, las del cinefotocolor y el gevacolor y la antorcha de los éxitos; agrupadas todas en la entrada porque continuaban tan avenidas como si todavía viviese don Cesáreo González, la Lola, la Paquita, la Maruja, y, casi pregonando violetas, Carmencita Sevilla. Y al verlas entrar, rumbosas, desafiantes, oliendo a alcanfor y a perfume de lujo, una mariquita de la peña «El baúl de la Piquer», entonó, emocionada, el conocido cantable: «La luna es una mujer».

Y protestó el público por la poca generosidad de la canción, porque estaba claro que, aquella noche, la luna se había partido en cuatro.

Se apartaron todos para ceder el paso a un espectacular Rolls plateado y provisto de bar, televisión, pista de tenis y chófer malayo. Salieron entonces dos querubines ataviados a la usanza de Mallorca y extendieron una alfombra roja, rematada por una gigantesca S para que la pisara la inmortal Santísima, quien descendió, por fin, más gallarda que nunca porque había dejado arrinconadas sus pelucas afro y se contentaba con la raya enmedio, lo cual, al decir de todos los presentes, la hacía parecer más soberana. Y alguna esposa de financiero tragó bilis al descubrir sobre el prodigioso escote de María Luján el mítico «babero» de esmeraldas, que no valía, sin embargo, lo que siempre valdrá su leyenda. Y hasta se dijo que en el bolso, envuelta en papel de periódico, llevaba la perla Peregrina, que le había prestado Liz Taylor por si un apuro.

También llegó, desafiando al aire y derrotándolo, la opípara Jurado, gobernadora de todas las insulsas, bandera andante, reinando con su melena impenitente y demostrando a los nuevayores que los trapos del señor Valentino, puestos sobre ella, adquirían raza. Y se disponía a abrirse paso entre los fotógrafos, aquella reina, cuando sonó sobre un coro celestial y fue descendiendo sobre el Suprême la Caballé, rodeada de angelitos que le componían las alas. Y aunque ella pidió que le arreglaran un poco la voz, no fue posible porque una voz como la suya no la tuvieron jamás aquellos ángeles. Pero lloraron toditos de emoción por haberle servido de chófer, y no bien la depositaron en el suelo, corrió a cumplimentarla la Jurado, maestra de ceremonias de lo grande. Se dijeron las dos cuatro lindezas y, abrazadas, hicieron entrada en el Suprême para sentar cátedra.

Fue entonces cuando se acentuó en mayor grado el alboroto, porque hacía su llegada triunfal Reyes del Río; no la mejor de todas, pero sí, aquella noche, la premiada.

Llevaba un rato discutiendo con su madre y su primo sobre cuestiones del próximo viaje a las Américas. Desde hacía rato no paraba de quejarse doña Maleni, mientras se ajustaba como podía una faja a punto de reventar.

—¿Pero qué le pasa ahora, madre? —exclamó Reyes, mientras mandaba sonrisas al público, que ya se apiñaba alrededor del coche.

—La maleta de este mariconazo que tienes por primo. ¿Le pongo ropa de hombre o de mujer? Porque se va de una manera y va a volver de otra.

Intervino Eliseo, en su propio interés:

—De mocito para ir, tía Maleni. La de mujer me la compro yo en Miami, que la tienen más exótica.

—Para la clínica, te pongo el camisón de tu santa madre. Y unas braguitas suyas, que también te harán falta. ¡Pobre hermana! Si levantara la cabeza y viera que su hijo, en lugar de Eliseo se va a llamar… ¿cómo dices que quieres llamarte, sobrino?

—Antinea de las Marismas. ¿Le gusta, tía?

—¿Antinea dices? ¡Si esto no es un nombre de cristiana! ¡Qué ducas más negras las mías, señor! ¡Qué ducas!

Reprodujeron los fotógrafos el instante inmortal en que doña Maleni se llevaba las manos a la cabeza mientras pisaba a la esposa de un director general, que la trató de ordinaria.

La miró por encima del hombro doña Maleni, considerando que la otra iba de trapillo mientras ella lucía el visón más costoso que, en un mes de julio, se ha visto en los madriles.

Y, por encima de todos, radiante Reyes del Río, emperadora de los anchos mundos. Divina, de rojo hasta los pies, con el escote y la espalda liberadas para que luciese su piel marmórea. Pelo hacia atrás y raya en medio, no en vano se había estudiado a la Montiel desde la escuela. Y, sin llegar al extremo del mítico «babero», le colgaban de las orejas dos rubíes del color del vestido; dos brasas que iban desprendiendo ardores según el parpadeo de los flashes.

De entre las filas del batallón transexual se destacó la cojita Shirley Temple, quien hizo entrega de un ramo de rosas a la artista, mientras le recitaba un verso que, según la Sayonara, había escrito para la ocasión don Rubén Darío.

Acunó Reyes entre sus brazos la ofrenda floral y, al ver que Lola Flores hablaba de bingos con su madre, le arrojó el ramo, gritando:

—¡A la más grande y la más guapa!

Y en verdad que estaba guapaza la Faraona, y vivaz como ella sola. Y en un rasgo de generosidad jerezana, devolvió el cumplido a la más joven, proclamando:

—¡Qué alma tienes, mi niña! Pero no vayas a pasarte. Que por suerte están vivas Juana Reina, Marifé y doña Concha. ¿Y qué decir de la Niña de la Puebla, y la de los peines, y Macarena…?

Y ya vieron todos que no habría quien la callase hasta que no hubiera leído toda la guía de teléfonos; pero se agradeció que, desde su magisterio, recordase que todavía andaba el genio suelto por los solares de España.

Reyes del Río, por ser la agasajada, no podía esperar al final del discurso, de modo que hizo su entrada en el Suprême entre Eliseo y su madre. Como era de esperar, se les fue añadiendo una nube de fotógrafos y su habitual corte de mariquitas sofisticados: que si el escultor Romeo Cinobria, autor de la Gioconda de Púrpura que se entregaba aquella noche; que si Pepito Gris, el colorista director de «Toca la pera, remera»; y, entre otros, el productor Pancho Favara, quien no cesaba de acosar a la estrella de la canción con proposiciones de debutar en el cine. Una de ellas consistía en la biografía filmada de Raquel Meller. En este punto, Reyes se permitió ser irónica:

—¿De Raquel Meller, dice? Propóngaselo usted a la Pantoja, que se acordará por edad.

Y mientras las más variadas mariquitas aventuraban la edad de la Pantoja en relación a la de Reyes del Río y la de ambas en relación a la de la Lola de España y la de esta con la dama de Elche, los componentes de otros colectivos seguían moviéndose con auténtico frenesí por todos los rincones de la fiesta. Y nadie tan activo como Ton y Son, cuyas caritas de huevo destacaban poderosamente entre idénticas chaquetas de moda gallega. No paraban de criticar los detalles en la imagen de ciertas damas que se tropezaban continuamente en su camino, y a alguna la pusieron tan verde que, de oírles Cesáreo Pinchón, las sacaba en titulares.

Por su parte, Inmaculada Ortuño se hallaba inmersa en una discusión sobre la caída de la publicidad televisiva en cuanto se impusiera la costumbre de pasar de un canal a otro por medio del zapping. La rodeaban algunos excelentes profesionales, que esgrimían cifras pavorosas sobre los ingresos anuales en el mundo de la publicidad.

Rosa Marconi se quejaba al director Pepito Gris de haberle puesto demasiados colores en su programa de entrevistas e insistía que un espacio serio no podía tener el mismo tratamiento que el concurso «Toca la pera, remera». Uve Eme, director del semanario Luz comentaba con Eme Ele el último desplazamiento de capital de cierto periódico a otro diario; y acto seguido pasaron a las recientes inversiones de la Liga de Ciegos Unidos y la Unión de Sordos, extrañándose de que, en ambos casos, todos los millones fueron para negocios audiovisuales. Y Eme Ele, que había ligado algún negocio de aquel tipo —y cobrado, por ello, un buen dinero—, se distraía intencionadamente de la conversación vigilando por un lado el comportamiento de su esposa Adela y, por el otro, guiñando el ojo a su entretenida Rocío, quien, además, no se privaba de agradecer a su paciente esposo cierto pedrusco valorado en varios millones. También aprovechaba para mostrárselo disimuladamente a su amante, por si acaso se decidía a regalarle otro.

Prescindía Adela de encabritarse por aquellos coqueteos tan notorios; y prescindía porque su hombre le importaba un comino pero también porque le interesaba en mayor grado conversar con el joven pintor cuya obra pensaba introducir en la colección privada del Banco, a cambio de una excelente comisión. Y en lo mismo andaba la esposa de Uve Eme, Sionsi Ruiz, la anticuaría, interesada en colocarle antigüedades a un directivo de club de fútbol; uno de esos ricos recientes que, faltos de pedigrí, intentan sustituirlo con porcelanas, mármoles, bandejas de plata y alguna que otra chinoisserie.

Silvina Manrique exhibía su más exuberante colección de abalorios tintineantes, collares, pulsera, broches, todos dorados sobre un traje de lunares blancos con fondo negro, muy extremado. Champán en mano —bieu sûr— intrigaba con la agente Olvido Castellón, sobre a qué director de suplemento literario convenía invitar para conseguirle una entrevista a cierto escritor portugués. Y a cada comentario emitía Silvina su risa de burbujas doradas, signo evidente de que estaba pasando de su contertulia y, en cambio, anotaba mil detalles de la fiesta en su cabecita de rubias fluctuaciones. Mientras, su gallardo esposo de sienes lunares, el actor Pepe Martón, sofisticado como ella e igual de altísimo, comentaba con algún crítico teatral los últimos montajes de Lope de Vega perpetrados en algún teatro nacional. No sabían si elogiar que La serrana de la Vega se pareciese tanto a Bertolt Brecht o bien execrar tan insólito parecido. Recomendó el crítico al actor que aplazase cualquier comentario hasta ver con sus propios ojos cómo un grupo experimental había convertido en musical tipo Broadway un texto de Azorín sobre Riofrío de Ávila.

Iba tomando notas Cesáreo Pinchón: «lunares blancos sobre fondo negro, algunos Lacroix, amarillo con amplio cuello blanco, la petarda de Miroslava Martínez lleva stretch para noche, gordísima Renata Monforte, algunos hombres huelen a Egoiste, arrugadísima la baronesa…».

Descendía la escalinata la aportación latinoamericana, representada por la impar Beba Botticelli, vestida con una raída levita a lo George Sand, y dando el brazo a la poetisa mexicana Sinfonía MacGregor, que iba de Pancho Villa y gruñía con voz de traca guadalupana:

—¡Pinche de onda me trae acá, rechula! ¡Muchos apretados están viendo mis ojitos; al fin, pa’lo que me sirve conocerlos! ¿Dónde estaban todas esas calzonudas cuando di mi famosa conferencia sobre Juana de Ibarbourou?

—No los insultes, que serás proscrita. Todos de gran caché, mina. Todos embarcados en el gran tren, ¿viste? Magnates por acá, magnates por allá. Oriente Exprés, che; Moulin Rouge, Belle Époque, Le Chatelet Oh, la, la!.

Las seguía Nelson Alfonso de Winter dando el brazo al vidente Hugo Pitecantro Studebaker, quien acababa de pronosticar que la Virgen se aparecería en las islas Seychelles a mediados de agosto, lo cual hacía sospechar que el genial agorero habría cobrado un buen pastón de alguna agencia turística, porque, si bien se mira, a la Virgen María no se le ha perdido nada en las Seychelles.

Mientras los obispos decidían el caso, Hugo entablaba conversación con el ensayista venezolano, en quien acababa de descubrir a un alma gemela ya que ambos creían que los perros eran reencarnaciones de los difuntos y, además, De Winter afirmaba que su perra dálmata era una reencarnación de Madame Du Barry, para ser más exactos.

—Será una perra muy despendolada —decía Hugo Pitecantro, siempre atento a los fotógrafos.

Pero al instante se reservó cualquier comentario sobre la viciosa dálmata, porque acababa de divisar a una de sus clientes más exigentes, la Marquesa de San Cucufate, quien a su vez mostrábase sumamente interesada por el curioso ejemplar de primo de folklórica que le estaba presentando Miranda Boronat:

—Madame la Marquise, te presento a monsieur Eliseo du Fleuve, que se va a los USA a ponerse tetas y una vagina y volverá regio.

—Dirás regia, puesto que quedará mujerísima —sentenció la San Cucufate—. ¿Y dónde se opera usted, querido? ¿Está bien aconsejado? ¿Está en buenas manos?

—Inmejorables. Estoy en manos de un sargento de la base de Torrejón que me tiene hecha una reinona.

—¡Que criatura tan encantadora! —exclamó la marquesa, aplaudiendo—. Recuérdeme que celebre un té siamés en su honor. Tengo amigas que no han visto un hermafrodita en toda su vida.

Se acercó, Romy Peláez, enfundada en un chaquetón de lamé plateado. En esta ocasión, peluca cucurucho.

—¿Un hermafrodita, dices? Contad, contad. Pudiera interesarle a monseñor.

—¿Sigue delegando en ti? —preguntó Miranda, colgándosele del brazo.

—Siempre, mi amor. Y digo yo: acaso un hermafrodita pudiera aportar alguna novedad, por pequeña que sea. Porque dime tú: ¿quién puede contar en su carnet de baile con un hermafrodita, una sirena, un centauro y en fin, ese tipo de criaturas fantásticas que ya no se encuentran ni en los mejores catálogos de chulos yanquies?

Miranda, que estaba en todo, señaló a una dama de facciones masacradas:

—Para criatura fantástica ahí tienes a Cristinita. Mírala bien, que hoy parece una momia forrada con un poco de bacalao.

En efecto, andaba definitivamente desesperada Cristinita Calvo, cuyas heridas faciales ya habían cicatrizado pero sólo para más desesperarla, porque ahora se veía definitivamente que el doctor Flint se había equivocado dejándola con un ojo torcido y el otro descabellado. No era extraño que provocase la compasión de la duquesa del Florilé de Sanseacabó quien, al mismo tiempo, acaparaba la atención de los fotógrafos porque había salido reelegida la más elegante del año, por encima de Pulpita Betania y de la mismísima princesa Sofía de Jabugo Stronza. Además, lucía un suntuoso traje de satén amarillo con brocados rojos y contaba a todo el mundo que este era el conjunto elegido para el baile del Instituto Hispánico, en Nueva York. Los colores de la patria y el orgullo de llevarlos y pregonarlos con elegancia suma.

Andaban por allí algunos ricachones de la morería, siempre buscando pactos. Paseaban los nuevos sultanes del petrodólar, multiplicado ahora en humildes pesetillas. Ostentaban lujosos atavíos propios para palacios europeos pero en la forma de caminar, casi escaldados, se notaban que echaban en falta sus clásicos ropajes del desierto. En cuanto a las esposas, iban tan sobrecargadas de tesoros que diríanse catálogos de venta a domicilio.

—La verdad es que esos califas, vestidos de frac, pierden la mar —comentaba Miranda Boronat a la marquesa del Florilé de Sanseacabó.

—¡Pues anda que ellas! Tan teñidas de rubio platino, las encuentro marujonas.

—Si acaso zoraidonas. Pero tú, vete burlando. Con lo que sus hijos se gastan en chupa-chups, esas te compran a ti el castillo, el cortijo y la casa de Mallorca.

—Por ahí se acerca Zoraida Ben y Ben. ¡Qué enjoyada va! Acerquémonos, que igual le cae un rubí por el suelo y nos hacemos la noche.

—Más bien temo que nos ponga perdidas de petróleo. En cuanto al marido, siempre temo que lleve una metralleta escondida para vendérsela al primer embajador que encuentre.

El riquísimo Abdessamad Ben y Ben Kalurin intentaba llevar a don Matías de Echagüe al tema de ciertas concesiones petrolíferas, pero el caballero se detuvo para saludar a Imperia, que se encontraba conversando con Alejandro.

—Nos dejó usted —dijo don Matías con extraordinaria amabilidad—. Lo lamento sinceramente, aunque no tenga fuerza moral para reprochárselo. Sé que usted puso demasiado corazón en el dossier Montalbán.

Ella sonrió con tristeza, porque el tema regresaba pese a todos sus esfuerzos.

—Usted me preguntó un día cuáles eran mis armas secretas. A veces, don Matías, el arma secreta de una mujer consiste en saber huir a tiempo.

—De todos modos, me gustaría tener un aparte con usted. Como empresario y como rendido admirador de la inteligencia femenina, tengo el deber de convencerla para que vuelva.

Ella quiso eludir la violencia de una negativa tajante. Buscó ayuda a su alrededor. Alejandro continuaba de pie, junto a ella, víctima de otro tipo de violencia: la de no haber sido presentado al tercero que acababa de inmiscuirse entre los dos.

Imperia salvó la situación con un destello de savoir faire.

—Don Matías, quiero presentarle al padre de mi hijo.

Manos que se estrechan. Sonrisas a medias. Ligera inclinación por ambas parte. Detallitos.

—Su marido, entonces.

—De ningún modo —rio Imperia—. No estamos casados.

—Entiendo… —aventuró Don Matías, sin atreverse a la indiscreción.

—Es imposible que lo entienda, caballero —intervino Alejandro, divertido—, Imperia tuvo a nuestro hijo por un lado y yo le he tenido por otro muy distinto. ¿Se lo estoy poniendo más claro?

—En absoluto. De todos modos, uno lee cosas tan originales en los últimos tiempos que estoy dispuesto a creerle si me dice que lo engendraron por Fax.

—Más bien por teléfono —comentó Imperia, recordando el día que llamó a Málaga para ofrecerle a Alejandro el regalo de su hijo.

Tosían los tres, incómodos, porque ninguno se atrevía a disolver el grupo y, sin embargo, ya no quedaba nada por decirse. Todavía improvisó Alejandro:

—En cualquier caso, tengo que decirle que su apellido me suena, don Matías.

—No es del todo imposible —dijo el otro, fardón—. En alguna ocasión he salido en The Economist.

—Nunca leo esas tonterías. Me estaba refiriendo a las novelas del Coyote. El padre del héroe tenía el mismo apellido que usted. Don César de Echagüe, se llamaba.

Al aprendiz de hijosdalgo no le gustó verse rebajado hasta la subcultura.

—Y un criado que tuvimos en los establos del hogar paterno se llamaba Alejandro. Los nombres clásicos, como los títulos nobiliarios, han decaído mucho últimamente.

Ante tamaño desprecio, Alejandro se volvió hacia otro lado; y llegó a tiempo de hacerlo con gran sentido de la oportunidad. En aquel preciso instante, Cesáreo Pinchón estaba acariciando los rizos de Raúl con notoria complacencia.

Alejandro estuvo a punto de arrancarle el bloc de las manos.

—¡Como te acerques a ese niño te arreo una patada en los huevos!

Mon Dieu, c’est toujours la violence du Sud —exclamó Cesareo Pinchón, ofendidísimo—. Comme je la deteste, comme je la deteste!

Raúl se volvió a Alejandro, fingiendo un aire de extrema dignidad.

—No se te puede llevar a ninguna parte, profesor… —Y dirigiéndose a su pretendiente—: Excusez-le, Cesáreo. Il est, peut être, trop jaloux.

En tout cas, je ne suis pas habitué… Quelle honte, mon petit chou, quelle honte!

Y se largó, agitando los brazos, en busca de madamas enjoyadas a quienes continuar catalogando, a unas con admiración, a otras con acidez, a casi todas con candidatura directa al juzgado de guardia…

Continuaba Raúl reprendiendo a su amigo por su falta de elasticidad en coqueterías del gran mundo, pero en la reprimenda se divertía el niño más que observando cuanto ocurría a su alrededor. Porque en el fondo le gustaba mucho que Alejandro fuese tan natural y le halagaba profundamente su enojo cada vez que veía a cualquier moscón planeando sobre él. Y formaba toda una cadena de sentimientos mutuos, porque también Raúl se enardecía cuando cualquier señorona ponía cerco a Alejandro, sobre todo aquella noche que le presentaba particularmente guapo, con su esmoquin y sus gafas nuevas, de montura aún más gruesa que las otras. Virtudes todas que no dejaron de llamar la atención de dos señoras que ya se acercaban, sin disimular voluntad de cacería.

Vestía una de lamé dorado, de satén cobrizo la otra. Sus ojos, profusamente pintarrajeados, ensayaban las miradas propias de las mujeres fatales. Y no ignora el lector que se aproximaban favorablemente al prototipo, porque eran la imprudente Cordelia Blanco y la siempre certera Perla de Pougy.

Cordelia seguía manejando el foulard al ritmo de sus propias, encendidas cadencias.

—Tú eres el hijo de Imperia. Comparto diván con tu tía Miranda en la consulta del psicoanalista. Sé bueno y preséntame a tu preceptor.

Perla de Pougy se adelantó a cualquier forma de protocolo.

—Permítame que me presente yo misma, profesor. Soy la ninfómana del grupo, y donde pongo el ojo instalo la papaya.

Y la imprudente Cordelia Blanco:

—¡Que apuesto es usted para ser de la enseñanza! Me va usted, me va. Yo soy toda cerebro, toda intelecto. Dígame: ¿nunca le masturbaron con un foulard de seda?

Raúl se interpuso, con muy mal humor:

—Cuidado, señoras, que tengo dos piernas.

—¿Y que tendra que ver, niño?

—Una para arrear un puntapié a la papaya de usted y otra a la de esta tía. O séase, que a largarse, que este profesor es propiedad privada…

Se fueron con el foulard a otra parte.

—¿Qué habrá querido decir? —preguntó Cordelia Blanco.

—Que se acuesta con él, hija. Ni más ni menos.

—¿A esa edad? Estoy alucinada. Será lo de la juventud que empuja.

—Conviene espabilarse. Cada día se hace más ardua la competencia. Fíjate en aquel camarero: está de infarto.

—¿Nos lo repartimos? Tú por abajo, yo por arriba y la que llegue antes al centro, paga el gasto.

Mientras el joven camarero se veía asediado por las dos bacantes, Alejandro intentaba ponerse serio para reprender a Raúl, que, lejos de intimidarse, iba picando de todas las bandejas a su alcance.

—Esas cosas no las dicen los efebos. Además, no está bien que te comas todos los canapés. Si sigues comiendo tanto, acabarás como aquella gorda…

—No es gorda, que es obesa.

Se acercaba Susanita Concorde, audazmente ataviada con pantalones de noche y un cuerpo de lentejuelas. Tantas llevaba, que parecía la bóveda celeste.

—¿Qué mira usted, señor? ¿Me encuentra gorda?

Alejandro se ruborizó de golpe. Temía haberla ofendido.

Se apresuró a decir:

—No señora, no. Todo lo contrario.

—Pues soy la más gorda de España. Y no me lo discuta. Digan lo que digan los matasanos, continúo siendo la más gorda. Siempre seré la más gorda…

Raúl se apresuró a coger a su amigo y llevárselo lejos.

—Vámonos, que empieza con su rollo y es gordo como ella misma.

Cuando intentaban escapar de Susanita se vieron asediados por una dama con cara de rabino feo que observaba a Alejandro a través de un monóculo:

—¿No le habré visto yo por la sinagoga? —preguntó Miriam Cohen—. Adonai favorece encuentros que, a la larga, repercuten en pingües beneficios.

—No señora, yo tengo limpieza de sangre… —contestó Alejandro.

Disponíase Miriam Cohen a invitarle a una lectura privada del Talmud, cuando reapareció, desafiadora, Zoraida Ben y Ben, quien, por cierto, despertó el despecho de la hebrea al mover ostensiblemente dos enormes arracadas de oro y diamantes que representaban el yate Scherezade, que un gobierno del cercano Oriente regaló a su marido a cambio de unas pocas toneladas de lanzallamas. No se achicaba Miriam Cohen ante los excesos de una sarracena que pretendía desprestigiarla delante de un gentil; así pues, se apartó ligeramente la solapa de su casaca de lentejuelas para que apareciese, en todo su esplendor, un broche de abundantes quilates que representaba a la proba Ruth arrojando sus semillas, campo arriba, campo abajo.

Así descubrió Alejandro que en las noches del Madrid sofisticado convivían moros, judíos y cristianos como en una nueva Córdoba donde triunfaba la identidad del dinero y los espejismos de la gloria.

Dispuesta a ganar posiciones, Zoraida Ben y Ben le arreó un pulserazo en la mejilla, a guisa de caricia.

—Si usted ser andaluz, usted tener más sangre mora que cristiana. ¿Usted haber estado en alguna ocasión en mezquita millonaria de Costa del Sol? Usted venir en día de recitación y enterarse usted de lo que valer un peine…

Por más que huyesen de una charlatana caían inmediatamente en poder de otras. Su inexperiencia les convertía en presa fácil de damas aburridas o, lo que era peor, en oyentes desesperados de señoras demasiado locuaces. Porque en aquella sociedad donde acababan de aterrizar como dos marcianos, algunas señoras no tenían conversación, sino monólogos. Y, acaso para no correr el riesgo de ser interrumpidas, habían eliminado de su discurso los puntos y las comas, con lo cual podían estar hablando una hora seguida, como por otra parte era capaz de hacer el niño Raúl en sus momentos más inspirados.

Raúl se apresuró a empujar a su amigo lejos del grupo. Con más motivo todavía cuando descubrió que se acercaba Petrita, que según Miranda, siempre contaba desgracias.

—Corre, corre, que esta es un pájaro de mal agüero…

Y cuando ya pudieron respirar tranquilos, a salvo de cotillas alarmistas, fue Raúl quien se dedicó a informar a su amigo, recordando el cotilleo de Miranda:

—Mira, la de allí, es Pulpita Betania… ¿Notas que lleva vestido años sesenta? Señal de que vuelve la moda. Ella nunca lleva nada que no vaya a volver, porque lo que recién volvió ya lo encuentra pasado…

—¿Y tú como sabes esas cosas?

—Porque soy un listillo. Todo lo que me cuentan queda grabado aquí, en el coco. Soy como un vídeo. Cuando sea muy, muy mayor —vamos, tan mayor como tú—, pues veré todo lo que he ido grabando a lo largo de mi vida. Y me reiré mucho con cosas como las de hoy, porque lo cierto es que esto es un cachondeo, aunque a mamá le pirre o lo necesite para estar en el ajo.

Pirrada o no, Imperia se mantenía, insensible, en su actitud de observador y vigía, todo a un tiempo. Pero, en realidad, funcionaba mejor, aquella noche, como receptora de sensaciones, como borracha de ellas, embriagada del vértigo, el desconcierto que continuaban produciéndole hasta sumirla, por fin, en un pozo de abstracción.

La sacó del mundo abstracto un contacto agitado, un calor palpitante, como una garra imprevista, de tacto desconocido.

Era Reyes del Río, que la tomaba del brazo violentamente, pero temblando de ira.

—¡Por sus muertos, Mari Listi! ¡Quíteme de encima a ese pelmazo o planto en un santiamén toda esta juerga!

Al desviar la mirada hacia la escalinata, Imperia descubrió la figura de Álvaro Montalbán. El único que no había sido invitado.

No iba de gala. Ni siquiera iba aseado. Sin afeitar, mal peinado. Americana esport. Fatal el nudo de la corbata. Y fumando sin parar.

Imperia se volvió hacia la folklórica:

—¿Por qué tengo que librarte de él? ¿Por qué tengo que ser precisamente yo?

—Averigüelo, mi alma, que para eso nos lleva la imagen a los dos. O sea, que a ver si coloca la de cada uno en iglesias bien alejadas. Además, ¿no se acostó con él? Pues apechugue con sus rarezas.

¿Por qué le pareció percibir una ráfaga de celos en aquellas palabras? Extraña hembra. Genio insolente, pero también discordante. Pensó que sentía celos de un hombre a quien estaba rechazando al mismo tiempo.

Imperia no tuvo tiempo de formular más preguntas. Algunos miembros del comité organizador se llevaron a Reyes del Río hacia el estrado donde estaba a punto de empezar la entrega del premio, precedida por el ofrecimiento a cargo de Rosa Marconi.

Pero Imperia ya no reparaba en los premios, ni siquiera en Reyes del Río. Ya no reparaba en nada que no fuese aquel hombre demacrado, aquel hermoso proyecto de ruina que buscaba a su alrededor, con una ansiedad desconocida, como si hubiese perdido a lo más importante de su vida. Sólo podía tratarse de la mujer.

¡Maldita puerca, la que le había robado a aquel maldito!

Lo incómodo de la situación no excluía alguna ventaja. Aquella noche conocería a la mujer. Porque estaba allí, entre los dos, dominando el juego sin acaso presentirlo.

Pero no era la única preocupada por aquella situación. Don Matías de Echagüe le estaba dirigiendo miradas de auténtico terror.

Con inesperada agilidad, el caballero consiguió abrirse paso entre todos los cuerpos que se apiñaban alrededor del estrado de los premios.

—Ayúdeme a detenerle. Consiga que se marche antes de que empiece a hacer el ridículo.

¿Otro más? Primero Reyes del Río. Ahora don Matías. ¿Tanto poder tenía aquel desarrapado que todo el mundo se movilizaba para ayudarle o rechazarle?

Don Matías se expresó con voz angustiada. Una angustia sincera.

—No sé que le ocurre últimamente a este muchacho; pero, sea lo que sea, tiene que quedar resuelto esta misma noche. No puedo permitir que continúe en ese estado. Le quiero mucho y usted lo sabe. En él se encarnan todos mis sueños de continuidad.

—No me hable de sueños, don Matías. Ni siquiera usted, a quien considero un ser civilizado, tiene derecho a devolverme al infierno.

—No se engañe, Imperia. Basta con que aparezca Álvaro para que todo su ser se conmueva. Sigue usted en este infierno.

—Es posible. Pero saliendo a toda prisa, no entrando a tropezones…

—Antes le pedí que me ayudara… que nos ayudara. Ahora, se lo suplico.

Pero ¿qué podía importarle a ella ese Álvaro? Ya no le llevaba. Ya era perfectamente dueño de sus destinos. Tanto de la voluntad de lucir como del arbitrio para presentarse hecho un desastre.

—No conviene que él nos vea juntos, Imperia …

—Esté usted tranquilo. Ni siquiera va a verme. No es a mí a quien busca.

—Se equivoca —dijo don Matías, alejándose entre los demás invitados—: Estoy convencido de que ha venido a buscar consuelo en usted.

Y, de repente, Álvaro Montalbán dejó de buscar. Sus ojos acababan de descubrirla. Una sonrisa se dibujó en aquel rostro enormemente desmejorado.

Imperia tuvo que reconocer que don Matías no se equivocaba. O, cuando menos, no completamente. Álvaro Montalbán se disponía a ponerse en sus manos, se disponía a recibir la caricia de sus garras. Y esta pequeña diferencia era, precisamente, la que le importaba a ella.

No hubo el menor disimulo por parte de ninguno de los dos. Ni falta hacía. Siguieron mirándose desde lejos, sin que nadie reparase en ellos. Todos estaban pendientes del discurso que acababa de empezar Rosa Marconi. Y aunque no lo estuviesen: lo que aquel cruce de miradas estaba sembrando en el ambiente sólo se comprendía desde el fondo del infortunio o desde dentro del odio. Ni siquiera la más cotilla entre las ochenta amigas de Miranda Boronat conseguiría intuir que estaba a punto de celebrarse un duelo a muerte.

Álvaro Montalbán se dirigía a su encuentro. Avanzaba a paso rápido, a ritmo de urgencia. Empezaba a llegar. Ya casi estaba a su lado. Pronto escucharía el sonido de sus palabras, el tono de su voz, después de tanto tiempo y con tantas cosas encima.

Antes de acogerle, se encontró asediada por las risitas gemelas de Ton y Son.

—Parece una alma en pena, Ton. ¡Después de lo que habíamos trabajado para ponerle dandy!

—Nunca debimos preocuparnos tanto, Son. Recuerda lo que les pasó a los asesores de imagen de El vis. Le dejaron hecho un lucero y él acabó convertido en una vaca sarnosa.

—Pero un ejecutivo parece ofrecer más garantías que un rockero, Ton.

—No te puedes fiar ni de tu madre, Son.

Y cantaron los dos al unísono:

Quien da pan a yuppie ajeno

pierde pan y pierde yuppie

Tutua, tutua, tutua, ta!

IMPERIA Y ÁLVARO SE MIRARON FIJAMENTE. Ella aceptó sonreír, aunque lo justo, como toda enigmática que se estime. No necesitó preguntarle cómo le iban las cosas. ¿Qué le importaban? Sólo sus cosas en relación a ella. Y estas las sabía. Demasiado incluso.

Por pudor se negaba a mostrarse dulce; por lo mismo, no podía echarle en cara todo lo que había sufrido. Todo lo que podía sufrir, de rebajarse hasta la condescendencia.

Pese a su notorio nerviosismo, él mantenía parte de su autoridad.

—Acompáñame al bar —dijo—. Necesito hablar contigo. —Y, en tono lastimero, añadió—: Tienes motivos para negarte, pero te suplico que me escuches.

Salieron de la fiesta. El american bar estaba mucho más reposado. Algunos clientes del hotel tomaban copas. Japoneses, yanquis, franceses vestidos para la cena y esperando a su cita. Simple rutina de gran hotel internacional al caer las tardes.

Álvaro se hundió en una butaca. Respiraba agitadamente. Tenía los párpados hinchados. Sin afeitar, ojeroso con el nudo de la corbata mal ajustado, podía ofrecer la seductora imagen del fracaso romántico. Pero Imperia sabía que no era una imagen real. Recientemente, había leído en alguna publicación económica sus recientes éxitos empresariales. No le extrañó: Mientras ella estuvo ausente, Eme Ele habría empezado una campaña de promoción a fondo. ¿Qué podía dolerle a un hombre que, en apariencia, lo tenía todo a su favor?

—Imperia, tienes que ayudarme. Mi felicidad depende de ti. Mejor dicho: sólo tú tienes acceso al objeto de mi felicidad.

A ella le dio un vuelco el corazón. Aquellos ojos llorosos estaban buscando en el fondo de los suyos. No podía ser una búsqueda relacionada con la utilidad profesional. Unos ojos no miran así cuando están mandando; ojos así tienen la humildad de los suplicantes.

Imperia se puso en grado de conceder. Pero no sin condiciones. No sin tomarse la opción del reproche.

—Después de tanto tiempo, ¿qué podría hacer por ti, Al varo?

—Hablarle a Reyes del Río en mi favor.

Ella necesitó recurrir a su sangre fría para no exhalar un grito de sorpresa.

—¿A Reyes del Río? ¿Qué podría pedirle en tu favor, Álvaro? ¿Un autógrafo? ¿Un disco dedicado?

Intentó reír. Fue en vano. Él estaba forzando el hieratismo.

—Que me quiera como la estoy queriendo yo. No puedo vivir sin ella. No es maniobra de seductor ni nada que se le parezca. No puedo vivir sin Reyes. Así de sencillo.

Ella acusó el golpe escondiéndolo tras la madurez de una máscara. Nada en sus gestos la delató, nada en su expresión. No permitió que la copa de champán temblase en su mano. Cuidó igualmente el tono de su voz al comentar:

—De manera que era Reyes. ¡La otra mujer estaba a mi lado y yo no lo sabía! No es mala elección la tuya. Es bella, es joven, es famosa… es una folklórica, sí, pero puedes convertirla en una dama.

—Pero ella no me ha elegido. Sé que no le soy indiferente, pero de ahí no pasa. Y, entre todas las personas que conozco, sólo tú tienes acceso a su intimidad.

—Sabes que no le eres indiferente… —murmuró Imperia—. Claro que no, querido. ¿Cómo podrías serle indiferente?

Estuvo a punto de referirle la actitud de la folklórica momentos antes, cuando le vio aparecer en lo alto de la escalinata. Optó por callar. Una voz perversa le estaba aconsejando que debía guardar cartas en su propio favor.

Él le contó sus entrevistas con Reyes, sus desconcertantes conversaciones. Supo, así, que se habían visto. Supo que se cumplía el destino de todas las mujeres fuertes. Recordó que, en el amor de un hombre, la mujer tonta vence a la inteligente. El caso de muchas que se creyeron invulnerables por ser superiores. ¡Tantas! Y, ella, Imperia Raventós, convertida en una de aquellas ilusas. Una ilusa ilustrada. Nada más. Ella, en el caso de muchas.

—¿Habéis hecho el amor?

Por un momento, fue lo único capaz de interesarla. La ponderada virginidad de una folklórica de treinta años.

—Es intocable —gruñó Álvaro—. Y cuanto más lo es, más me enciende.

Imperia se limitó a permitirse un alivio comercial. No la había tocado. Hablando en plata: el virgo era de oro. Continuaba intacto. Por lo menos, el negocio estaba a salvo.

—Tú no sabes el infierno a que vive sometida, —gimoteó él—. Necesita a alguien que la redima a través del amor. Y todo me indica que yo soy su salvador.

—Me parece muy noble por tu parte. Resulta muy caballeroso.

—Ella misma lo dijo por televisión. ¡Se lo contó a todo el país sólo para que lo escuchase yo, su redentor! ¡Se estaba dirigiendo a mí, Imperia! ¡Sólo a mí!

Imperia no podía contener una risotada salvaje.

Estaba a punto de gritarle: «¡Imbécil! Esas respuestas tan románticas las escribí yo. Las saqué de entrevistas de las folklóricas de los años cincuenta. ¡Te has enamorado de la copla española, creyéndote que es una mujer!».

No conviene romper los sueños de los niños, aún cuando estos se hayan portado mal. Es preferible dejarles en la ilusión de que sus hermanitos vienen de París. En este caso, era bueno dejar a aquel caballero soñador en la ilusión de que Reyes estaba esperándole para que le despertase de su sueño virginal.

Imperia fingió comprensión, afecto materno, protección sentimental. Fingió que deseaba ayudarle, que estaba a su lado, que era la perfecta celestina de aquella maravillosa historia de quereres bravíos.

En aquel instante, Álvaro tuvo un destello de generosidad:

—No sabes cómo me alivia tu comprensión. Pensé que pudiera hacerte daño. Pero mi necesidad era tan violenta que encontré preferible arriesgarme a tu desprecio.

Ella emitió una risotada de champán quebrado; la risa ideal de Silvina Manrique.

—Tesoro, lo primero que aprende una sofisticada es a retirarse sin perder el estilo. Por otra parte, lo mío no era amor. Era una infatuation, como dicen tus amigos yanquis.

—¿No era amor? —exclamó él, con expresión de desaliento—. Pues lo parecía. ¡Qué volubles sois las mujeres!

¡Encima, decepcionado! ¡Sería cabrón, el angelito!

Imperia seguía en la cumbre del disimulo. Nunca se le oyó un tono tan dulce como al pronunciar las frases que exige el tópico:

—Yo sólo deseo la felicidad de Reyes. ¿Cómo no voy a desear, además, la tuya? Pero me siento en la obligación de recordarte que la vida de un artista es muy dura.

—Estoy seguro de que ella dejaría el teatro por mí. Lo dijo por televisión. Fueron sus propias palabras. Se las comunicó a su público pero iban dirigidas a mí.

Imperia continuó sonriendo, satisfecha desde un punto de vista profesional. Y más lo estaría Rosa Marconi, de saber que una entrevista televisiva en hora punta podía hacer feliz a los públicos más inesperados. Y si incluso un Álvaro Montalbán podía picar, ¿quién tendría autoridad moral para criticar la credibilidad de las marujas?

En pleno disimulo, sintió la necesidad de arañarle hasta hacerle sangrar. Supo contenerse. Continuó sin delatarse. Ya se había rebajado en demasiadas ocasiones. Frialdad total cuando dijo:

—Mañana por la mañana tendrás noticias mías.

—¡Que sea ahora, Imperia! Háblale ahora. ¿No ves que no puedo dormir pensando en ella?

Imperia se colgó de su brazo, afectando un tono melifluo, una indiferencia propia de las mujeres que han vivido.

—Ahora no es el momento, sweetheart. Necesito planearlo. Debo encontrar el tono justo, la frase adecuada, una cierta capacidad de convicción. Ya me conoces: no me gusta improvisar. Ahora, vete. No es bueno que tu Reyes te vea así. Y tú no me decepciones. Tienes el temple necesario para esperar y desesperar, si viene a cuento. Okay, kid?

Okay, pal —dijo él, con su mejor acento Wall Street. Lo cual no es mucho mérito, si bien se mira.

Ella le vio marchar. Cabizbajo, las manos en el bolsillo, el paso vacilante, la imagen viva de la derrota.

Sólo cuando desapareció entre los extranjeros que se intercambiaban saludos en el vestíbulo, comprendió Imperia que tenía ganas de llorar. Que podía romper en gritos completamente histéricos, de no encontrarse en público. O acaso otro extremo de consecuencias peores: al reprimir el llanto, su furia se condensaba en un amasijo de pasiones nefastas, que se iban acumulando para culminar en una voluntad destructiva, capaz de arrasar el mundo a su paso. Era la voluntad del crimen.

«Has venido a poner la venganza en mis manos, pobre estúpido. Nadie la tuvo tan fácil como yo, Álvaro Montalbán. Pones la cabeza en la bandeja antes de que yo la pida. Salomé tuvo que fatigarse bailando. Tú me lo haces más cómodo. Puedo empujarte lentamente, sin que sospeches de mí; puedo engañarte, porque me consideras amiga. Pero ¿cómo, cómo hundirte? Ahora es muy fácil. Estás muy bajo de defensas. Bastaría con ir empujando, un poco cada día. ¿En qué terreno, si no tienes otro interés que tus malditos negocios y el amor de esa pécora? ¿Arruinar tu carrera? Ya no podría. Has empezado a subir, has establecido controles. ¡Qué listo es mi niño! Y, además, ¿qué me importa tu carrera? Imperia Raventós no quiere ruinas a sus pies. ¿Qué mérito tendría? Te quiero en lo alto, pero solo. Te quiero poderoso y herido. Te quiero agonizando en la cumbre del poder. Cuanto más próspero seas, más sabrás lo que se sufre. Además, soy una pobre trabajadora; me conviene pensar en mi negocio. Sólo me queda Reyes. ¡En ella puedo ultrajarte, Álvaro! ¡En ella! Y, encima, salvo mi negocio. Esta sí es una jugada digna de Imperia Raventós. Que el mal sea rentable. Que no se limite a la satisfacción propia de una pérfida de ópera. Que trascienda más allá del escenario… La frase final la dirá Imperia Raventós, con el público puesto en pie. Y sin sangre. Ni una gota de sangre. Sólo con tu agonía, cabrón, con tu agonía…».

LLEGÓ CORRIENDO LUISÍN MAÑOSO, de la agencia «Parloteo».

—Apresúrate, linda. Están entregando los premios. Ahora le toca a Reyes del Río.

En efecto, Rosa Marconi estaba terminando su panacea en honor de las virtudes de la folklórica; tantas y tan probadas que ni siquiera fue necesario escuchar. Si el distinguido público lo hizo aquella noche, fue gracias a la espectacular dialéctica de la Marconi, a medio camino entre la contundencia de una mitinera y el soniquete de un pregonero de aldea.

Después de los aplausos de rigor, tomó la palabra Reyes del Río. No dedicó a la Marconi un agradecimiento perruno. Bastó un gesto elegante, una sonrisa escueta, un beso cortés. Doña Maleni comentó con precaución:

—¡Qué seca es esa hija mía! No sé como la premian por simpática. ¿A que lo ha conseguido usted, Mari Listi?

Imperia se encogió de hombros, seca también ella. Lo que debía conseguir, todavía no estaba escrito.

Allí estaba la enemiga. Bella, joven, misteriosa. Tanto como para fingir que despreciaba a los hombres mientras, seguramente, albergaba la esperanza de una boda provechosa con un excelente partido.

Tomó la palabra con cautela. Simpática, sí, que por eso la premiaban; servil, nunca, que para eso no existía premio demasiado alto. Actuaba con lo que Imperia consideró porte imperioso y voz imperial. Le gustaba que su nombre redundase en actitudes tan propicias. Hablaba, además, sin falsos dialectalismos, marcando cada palabra como si fuese una flamencona de Valladolid. Refinada, en fin, sin que nadie la hubiese ayudado. Por reflejo acaso. Por imitación, decidió Imperia. ¡Otra vampira en su vida! Otra que le hincó los colmillos para extraerle toda su ciencia. Si todos sus clientes seguían aquel ritmo no tardaría en quedarse sin trabajo. ¡Una pigmaliona en el paro! Más irónico no podía ser.

Reyes del Río se apartaba del discurso que ella había escrito. Pero esta vez no temía un mal desliz. Aquella flamenca sabía más de lo que aparentaba. Aquella flamenca sabía latín.

¡Pensamiento profético!

Reyes del Río acababa de agradecer su Gioconda de Oro con las palabras acostumbradas, pero sin las fiorituras al uso. Y diríase que estaba para retirarse del micrófono cuando, después de una corta pausa, proclamó:

—Este viaje que me dispongo a emprender también me tendrá alejada de mi arte durante un año —hubo gritos de sorpresa, otros de protesta y más flashes de los fotógrafos. La folklórica les calmó a todos con un gesto de suprema autoridad—: Pero no quiero dejaros hoy sin un recuerdo mío. Lo que va a ser mi arte a partir de ahora. Que puedan escribir mis niños de la prensa: «Reyes del Río acaba de cantar su último cuplé».

—¡Qué detalle! —exclamó Sara Montiel, desde su eternidad—: En todo se le ve que es bien nacida esa principianta.

La orquestina estaba preparando sus instrumentos. En previsión, Lola Flores sacó del bolso unas castañuelas, por si la diva las necesitaba. Y es que, unos músicos tan modernos, tan especializados en Glenn Miller y Ray Conniff, no disponían de castañuelas ni de palillos. ¡Pobres colonizados!

Pero Reyes del Río se volvió hacia el director de orquesta y exclamó:

—Sin música esta vez. Una folklórica debe tener voz para cantar a palo seco, y aún sin micro.

—¡Así se habla, comadre! —exclamó Rocío Jurado, magnífica de gesto, e inigualable de voz—: ¡Por derecho y na’ más, mi niña!

Reyes del Río intercambió sonrisas con sus compañeras y adictos. Acto seguido se puso en actitud de jarras y con voz de hembra de raza, recitó:

Phaselus ille quem videtis, hospites,

ait fuisse navium celerrimus

neque ullis natantis impentum trabis

—Pero ¿qué está diciendo esta niña? —exclamó Maruja Díaz—. ¿Eso que pronuncia no es de misa?

—¿Será que se nos mete a monja, como la hija de don Juan Alba? —repuso, conmovida, Paquita Rico.

Murmullos de expectación, de desconcierto, de público atrapado por la sorpresa.

Y la folklórica seguía con sus latines, de manera que algunos financieros se maravillaron de cómo dominaba el esperanto.

—Pero ¿qué estás diciendo tía Reyes? —preguntó Raúl, no menos asombrado que los invitados de tres generaciones.

Alejandro se echó a reír desaforadamente.

—¡Es Catulo! Por todos los dioses. Te juro que es Catulo… ¡Y qué bien pronuncia, la cabrona!

Al ver reír a Alejandro, Imperia le imitó. Tenía todos los motivos para hacerlo:

—¡Encima, la niña sabe latín! ¡Menuda afrenta! Una folklórica sabe latín, Álvaro Montalbán también sabía latín, tú eres experto en latinazos… ¡Osú! Resulta que todos saben el único idioma que olvidó Imperia Raventós…

La folklórica estuvo recitando durante diez minutos. Por primera vez en su carrera no obtuvo ni un solo aplauso. No porque su actuación hubiese desagradado. Simplemente, porque todo el mundo se había quedado de piedra. El menos impresionado necesitó dos whiskys para reaccionar.

Lejos de considerar su recital como un fracaso, Reyes del Río obsequió al distinguido público con otro discurso inesperado:

—También quiero comunicaros que hoy es un día grande para mí. Por un lado, recibo esta Gioconda que se me parece, porque yo, al igual que ella, cuando me río quedo un poco desustanciada. Pero a mí no podrán llamarme «Monalisa» porque, gracias a Dios, tengo las domingas muy desarrolladas…

Aquí aplaudieron todos porque, por fin, había dicho algo folklórico. Pero ella volvió a la seriedad para exhibir, de manera ostentosa, unos papeles que parecían documentos. Y Cesáreo Pinchón se aventuró a escribir que se trataba de un contrato para Jolibú.

—Brindo a mi público de siempre otro éxito mío, aunque de índole muy distinta a todos los que tuve hasta hoy. —Siguió diciendo Reyes—. En esta ocasión tan distinta quiero agradecer a los profesores de la Universidad a distancia que han tenido a bien concederme mi graduación en filología clásica, con un cum laude y todo, por una tesina que me ha salido de rechupete. ¡Osú! ¡Digo! ¡Ea!

Le pasó los papeles a Rosa Marconi quien, al comprobarlos, casi sufrió un desmayo. Si no llegó a tanto, sí es cierto que se quedó sin habla.

No así la folklórica:

—También quiero decir a mis niños de la prensa que, si ellos me han dado un galardón, yo les doy una exclusiva. Aquí mi primísimo, a quien todos conocéis —el joven efectuó una graciosa, cortesana reverencia—; digo que, aquí mi primo, se viene a América para realizar el empeño más digno a que puede aspirar un hombre: convertirse en mujer.

Y volviéndose gentilmente hacia el primísimo, preguntó:

—¿Cómo dices que te vas a llamar cuando tengas las tetas y la vagina?

—Antinea de las Marismas —contestó, ufanado, Eliseo.

—Pues que te oigan mis niños de la prensa. A ver si me lo promocionáis, vosotros, los avispados, que tiene ese barbián una voz como la de Antoñita Moreno en sus comienzos.

Protestaba Eliseo, por lo bajo:

—Que no, prima, que no; que yo quiero ser mujer de labrador. Que no quiero pasar los trajines del cuplerío. ¡Osú, qué angustia, virgen santa! ¡Osú, qué apuro!

Era inútil. El ejército de fotógrafos se había puesto en marcha. Se produjo una tormenta de flashes sobre Eliseo, quien intentaba buscar un refugio relativo tras la mole de su tía, mientras iba repitiendo: «Yo quiero ser mujer incógnita, y no una pregonada».

La primera en reaccionar fue Rosa Marconi. Como buena profesional, pasó de la estupefacción al proyecto inmediato.

—Imperia: esto sí que nos daría un programa fenomenal. ¡Te juro que parábamos el país! La folklórica burra resulta que es licenciada, y al primo le hacen mujer. ¡Que podríamos parar al país, Imperia!

—Déjale que se pare solito, mi amor. Yo tengo que parar otras cosas. ¿Quién fue ese de la Biblia que detuvo el curso del sol?

—Ni me acuerdo. Desde que Ben-Hur se hizo cristiano no he vuelto a ver una película bíblica.

—Es que ya no estamos en edad. Pero sí lo estamos para detener lo que queramos.

A Rosa Marconi no se le escapó que su amiga estaba recobrando su capacidad para la intriga. La cabellera volvía a tener el ritmo perfectamente dirigido, los gestos aparecían estudiados, el tono de la voz planeadísimo.

Lo notó también Cesáreo Pinchón.

—Algo sucede, Marconi, porque esa viene mandando.

—¿Quieres más de lo ocurrido? La folklórica se le ha escapado de las manos. Tanto, que la veo yo de maestrilla rural.

—Rarezas de artista. Yo siempre la imaginé palomita torcaz y ahora resulta ser Cristina Guzmán, profesora de idiomas…

Era cierto que Imperia acababa de recuperar sus mejores armas de intrigante. Avanzaba entre los invitados con su sonrisa más glacial y al mismo tiempo más ramificada. Sonrisa para todos y para nadie. Sonrisa que hizo presagiar tormentas a la madre de la folklórica:

—Doña Imperiala, no me lo tenga en cuenta, que yo he callado todo lo que he callado por bien de la niña y también de eso que ustedes, los entendidos, llaman imagen.

—Debería estar penado cambiar las biografías hasta tal punto —comentó Imperia, sin rencor.

—Es que la de esa niña no vendía, doña Imperiala. Usted misma se la habría cambiado. Seguro que en lugar del pulcro hogar de clase media que teníamos en Lepe, habría inventado, como yo, lo de los doce hermanos y el cuartucho en el barrio de la Esperanza de Sevilla… y la falta de un mendrugo que llevarse a la boca.

—O sea, que su marido no le pegaba a usted y a la niña.

—Todo lo contrario: era un santo que nos tenía muy regaladas. Y le inculcó a la niña eso de leer tanto, porque él era muy de Cervantes y, cuando se ponía cachondo, de don Camilo José Cela. Y ya ve usted qué cruz para una familia de artistas… ¿Va a reprocharme que hiciera lo mismo que hacen ustedes los asesores de imagen?

¿De qué imagen le estaba hablando aquella energúmena? Ni de la que ella inventó, en los lejanos orígenes de una petarda con ínfulas de virgen, ni de la que la propia Imperia quiso mejorar, cuando la pusieron a su cuidado. Imágenes de plástico ambas. Algo que no correspondía a la hembra. Algo carente de tronío.

¿Para qué desaprovecharla otra vez en un papel muy inferior a sus condiciones? El papel de la virgen detestada porque fijó sus ojos en ella un macho inconstante. La ingenua que despierta el odio acérrimo de la prepotente rival que resulta, sin embargo, derrotada. Melodrama barato. Y en los últimos tiempos, Reyes del Río se estaba revelando como una pieza de gran valor.

Aquella nueva Reyes del Río, hembra hermosa, astuta, capaz de engañar y de engañarla, era el arma que ella estaba necesitando. Era el cuchillo de obsidiana destinado a hundirse en el corazón de Álvaro Montalbán, no sin antes humillarle en lo más profundo de su virilidad. Artesanía de diosas madres. La que inspira y la que ejecuta. O inspiradoras las dos y, ambas, ejecutantes. Y por todo ello, reivindicadas en sus poderes más secretos.

Seguía con sus insensateces doña Maleni.

—Si le sirve de algo, le diré que sigue pura, impoluta y a prueba de toda mancha…

Pero Imperia prescindía completamente de ella. Llegaba el fuego en el vestido ondulante de la hembra. Llegaba, encendida, Reyes del Río, sosteniendo su premio con cierto cansancio. Y es que al escultor Romeo Cinabrio le dio por reproducir a una Mona Lisa en forma de pirámide dorada que, además, pesaba cinco kilos de un material parecido a la kriptonita.

Trató a doña Maleni con inusitado desprecio.

—No moleste, madre. Esta y yo tenemos que hablar.

—Pues iré a vigilar a tu primo, no se le ocurra trabajarse a un guardia urbano y nos monte un cirio de los suyos.

Quedaron, por fin, enfrentadas las dos mujeres. Ojos negros contra ojos verdes. Poderío. Piedra dura. El basalto contra la esmeralda. La tierra contra el fuego. El volcán absoluto.

—Alguien debería ayudarte —dijo Imperia—. Esta Gioconda pesa más de la cuenta.

—Por mí, como si quiere tirarla por la ventana.

—Siempre sorprendente. A tu lado, la caja de Pandora sería de cerillas.

—Yo sorprendo y usted decepciona, mi alma… Si es usted como me figuro, me estaría felicitando por mis sobresalientes, no por esta ridiculez de premio que ni siquiera me cabe en la vitrina, tantos tengo del mismo estilo.

Imperia se permitió el lujo de la sinceridad.

—Te felicito de todo corazón por tus sobresalientes. No te negaré que me ha gustado la sorpresa.

—Pues ya era hora. Parece usted la muda de mi pueblo, que el día que habló fue para preguntar si se había acabado la primera guerra mundial.

—Álvaro me ha hablado de lo vuestro.

—Muy charlatán es ese niño. Le va a perder tanto palique. ¿Y qué le ha contado?

—Te lo diré en mi casa. Cuando esto haya terminado te quiero ver allí. Y sin tu madre.

—Es decir, sola.

—Completamente.

—¿Y si no voy?

—Claro que irás. Supongo que sigues muy necesitada.

—¿Y tendrá usted el remedio, sentrañas?

—En mis manos está, mi niña.

Continuó avanzando entre los invitados. Buscaba afanosamente a su compinche Alejandro. Difícil encontrarle en aquel carrusel que continuaba girando infatigablemente sobre sí mismo. Por fin consiguió localizarle: el desgraciado había caído en manos de Beba Botticelli. Intentaba convencerle de que necesitaba urgentemente un psicoanálisis, pues a juzgar por sus ideas no tocaba de pies en el suelo. Él se desternillaba de risa.

Imperia consiguió llevarle aparte. A bocajarro, le preguntó:

—¿Cuándo terminas tus clases?

—Ayer —dijo Alejandro.

—¿Cuándo puedes llevarte a Raúl a algún lugar lejos de aquí?

—Mañana.

—¿Para tres meses?

—Tres meses y un poco más.

—¿Le enseñarás los lugares de tus sueños?

—Grecia y la parte griega de Turquía. Raúl ya forma parte de ellos. Basta con que los habite.

—Gastad lo que queráis. Disponed de todo lo que he ganado con la educación de Álvaro Montalbán.

—Te devolveré a Raúl mejor educado.

—Con que me lo devuelvas bien soñado me conformo.

—No te preocupes. En esto, el niño va divinamente servido.

—Hazlo por los viejos tiempos.

—¿Por lo viejos tiempos, Imperia?

—Por los maravillosos viejos tiempos. Si existieron una vez, significa que pueden volver a repetirse. ¿Recuerdas cómo fueron? Todos estábamos muy vivos. Algo muy fuerte nos convulsionó en aquella época. Fue la originalidad, el riesgo, la pasión. Vamos a recuperarlo, filósofo. Vamos a vencer.

Alejandro la besó la mano con devoción. No siempre se hace así con una suegra, pero sí con las grandes damas. Acto seguido, salió disparado en busca de Raúl. Después de cuatro meses viviendo juntos, disponía por fin del regalo que en el primer momento no pudo hacerle. El detalle material que sólo una madre rica puede proporcionar.

Pero, sobre todo, el regalo del Tiempo, que aceptaba retroceder vertiginosamente para que los dos volviesen a sus orígenes en un viaje que pocos pueden pagar porque es el que palpita en lo más profundo del alma de los elegidos.

Salieron del Suprême, abriéndose paso entre la multitud de curiosos, sorteando automóviles, completamente entregados a una euforia que les desbordaba; una euforia que les impulsaba a saltar cogidos de la mano, sorteando transeúntes, pisoteando parterres, entonando a voz en grito viejas canciones de antiguos musicales americanos, persiguiéndose entre los árboles del Prado, reencontrándose y, finalmente, deteniéndose para retomar fuerzas con una horchata y seguir de nuevo, brincando y cantando hasta el final.

—¡A Grecia! —gritaban los dos—. ¡A Grecia!

Y, con aquella invocación, se despidieron del mundo real durante un tiempo.

CUANDO REYES DEL RÍO llegó al apartamento, Imperia le preparó con sumo placer un whisky doble. Disponía de datos suficientes para saber que no era flamenca de vino tinto.

Llegó soberbia, y más soberbia estuvo al mirarla, desafiante y un punto desabrida:

—¿Se puede saber para qué me ha hecho venir?

—Para verte —dijo Imperia.

—¿Pues no tiene usted mis vídeos?

—Para verte más de cerca y sin máscara. Algo me dice que tú la llevas durante todo el año.

—Para llevarla y convencer se necesita una inteligencia que yo no tengo. Usted lo sabe.

—Yo sé que tú sabes vender mejor de lo que yo podía imaginar.

—Sin cuchufletas, Imperia. ¿A qué viene todo eso?

—Haciéndote la burra, has conseguido embrujar a Álvaro Montalbán.

—No me juzgue tan banal. Yo sólo pretendo embrujar a mi público y a quien me interesa. El señor Montalbán, para que se entere, no entra en este apartado.

—Pues no se diría…

—Pues se ha de decir. Lo que me ofrece el señor Montalbán podría satisfacer a una marquesona, pero yo soy muy racial. Y, además, socialista de toda la vida… ¿o no se acuerda usted, sentrañas?

—No intentes tomarme el pelo. Esas palabras las puse yo en tu boca. Como casi todas.

—Pues ahora le hablaré con las mías. Ni quiero altares ni adoraciones, porque ya tengo las de mis fans. O sea que estoy muy bien como estoy, si no fuera por lo que usted sabe…

—Bien lo sé. Y tú bien sabes que el señor Montalbán tiene un pene de mucha consideración.

—Pues que se lo consideren los del catastro. ¿Penes a mí?

Está usted muy poco enterada de lo último. Un buen pene de goma hace prodigios. Y, además, que una no tiene que depender de un tío para encontrarle gusto a la vida. ¿O es que tampoco sabe usted eso?

Imperia se acercó más a su cuerpo. Los rostros casi se rozaban.

—¿Sigues tan necesitada?

—Pero no de Álvaro Montalbán. Eso lo sabe Dios.

Imperia no conseguía contener los nervios. Y, sin embargo, en aquella ocasión necesitaba estar más segura que nunca. Si vivió un instante que no permitía vacilaciones era aquel. Si hubo un instante apto para catapultarla al cielo o arrojarle de una vez a los infiernos, era aquel y no otro. Y la elección exigía el máximo control, la más absoluta determinación.

Su voz sonó dura, rotunda, al ordenar:

—Desnúdate.

Reyes del Río no se sorprendió. Diríase que estaba esperando aquella orden o que la hubiese ejecutado sin necesidad de que nadie la emitiese. Con pasmosa seguridad, bajó la cremallera de un solo golpe y el vestido cayó a sus pies.

Erguida como una escultura y, como ellas, inerte y fría, quedó expuesta a la admiración de Imperia. A su asombro. Por fin, a la rendición absoluta.

Finísima la ropa interior. Seda pura. Escaso volumen. Igual que pequeñas piezas adheridas a la curva de los senos, como leves conchas incorporadas a la superficie del pubis, depilado con exquisita delicadeza.

Una princesa oriental, una odalisca del serrallo más lujoso, una diosa madre que bajaba a los jardines del mundo irradiando majestad.

—No hueles a nardo, como querría el tópico —murmuró Imperia.

—¿A nardo yo? Eso para las folklóricas de antes. Ni a nardo ni a azahares. A Chanel, guapa. Como a ti te gusta. Y el nardo, si acaso, me lo pones tú donde me quepa.

La hermosa esperó el beso de Imperia. El cauteloso, tímido, incluso asustado beso de Imperia. Cuando lo tuvo, exclamó:

—A partir de ahora, yo voy a tu lado; y voy de reina. No como tú me deseas, sino como tú me mereces. ¿O todavía no te has enterado de que no es lo mismo?

Imperia cayó de rodillas ante el cuerpo erguido de la virgen morena. Percibía el pubis a la altura de sus labios. Bastaba un mínimo esfuerzo para llenarse de él. Lo besó lentamente. Sintió que en su propio cuerpo se estaba encendiendo una hoguera desconocida. Ardía en ella el deseo, la provocación y un miedo atroz hacia el abismo que se abría bajo sus pies.

—Estoy cansada —exclamó Imperia—. No puedo más.

—¿Cansada tú? De eso ni hablar. La mujer que me gusta es fuerte. ¿No te llamas Imperia? Pues levántate ya, so jodida. Y toma de una vez lo que nunca tomó nadie antes que tú.

Cogió las manos de Imperia y las acompañó en un largo recorrido por su cuerpo. Se producía en una dimensión que diríase interminable. Una dimensión donde cada elemento era descubierto sin posibilidad de valorarlo todavía. Sólo como una impactante revelación.

Las manos se maravillaban al percibir el contacto de una piel hasta ese instante desconocida. La piel, al unirse con la otra, temblaba ante la posibilidad de que le fuese hostil o, por alguna razón, desagradable. A los pocos segundos se erizaba con un placer desconocido, confirmada ya la absoluta correspondencia con la otra. Así reconocidas, ambas pieles se refregaban en una voluntad de identificarse y, por fin, en el mandato de quedar fundidas. Amparada por una autoridad que se le otorgaba de antemano, Imperia asaltaba con dulces besos aquella piel que acababa de hacer suya, mientras la hermosa se le entregaba, perdidas sus fuerzas, languideciendo cada uno de sus músculos, aprendiéndose el sabor de la boca, aprendiendo a atenazar con sus piernas el cuerpo deseado.

—Tú no has tocado nada así, Imperia. Dilo ya…

—Nunca toqué nada así… —musitaba Imperia, transportada en la cúspide del sueño.

—¿Cuántos hombres te han dado ese calor, esa suavidad?

—Nunca ningún hombre… —murmuraba ella, mientras sorbía lentamente la delicada tibieza de sus senos, mientras buscaba sus rotundos pezones para recorrerlos con la lengua hasta ahora reseca y que ahora palpitaba humedecida, como si los pezones de la bella destilasen ambrosía.

Toda su boca quedaba perfumada en aquel recorrido semejante a un viaje a lo desconocido. La única exploración todavía posible en un mundo donde todo estaba descubierto.

En aquella encrucijada de caminos que conducían al éxtasis o al rechazo, Imperia se oyó exclamar:

—Está ocurriendo algo… tan sorprendente…

—Está ocurriendo que te gusto… —murmuró Reyes.

—Es más que esto. Por primera vez, después de tantos años, ocurre algo insólito, inesperado. Algo que permite empezar de nuevo, reescribirlo todo paso a paso…

—Ahora sí —gritaba Reyes—. Ahora me tomas como Dios manda y me dejas llena de ti. ¡Te juro yo por lo más sagrado que no te has de arrepentir! ¿Qué más quieres, jodida, si te voy a convertir en la más adorada del mundo?

IMPERIA NO QUERÍA APARTARSE de aquel cuerpo, lo mantenía aferrado para asegurar su propiedad absoluta, algo que no se perdería al despertar, algo que estaba allí para adiestrarla hasta no dejar ni una sola asignatura en el aire…

«Es cierto que nunca hubo nada parecido. Es el abismo más hermoso que nunca conocí. ¿Es eso la anormalidad? ¡Qué dulce desafío! Me lanzo, hembra, me arrojo, vuelo hacia la anormalidad, con este beso que lo mata todo. Raúl, Alejandro, ¿dónde estáis? ¿Qué podríais decirme? La naturaleza vuelve a jugármela. Siempre se empeñó en tomarme el pelo; hoy mucho más, hoy me confunde del todo. Raúl, enséñame en qué consiste la transgresión, cómo se encuentra la paz en la transgresión, cómo se hace para pasar de un lado a otro de la naturaleza. ¿O acaso estuve en ambos bandos sin saberlo? ¿O estuve en uno al que me obstinaba en negar porque la naturaleza sólo es un chiste, la última burla del Dios en quien no creo? Ahora me burlo yo. Ahora es nuestro instante, el momento exacto para prescindir de cuanto he aprendido, el día de empezar, la hora de aprender; esa iniciación que me eleva, ese rito, esta epifanía. Te estoy edificando un altar, hembra, te adoraré cada día para que me ayudes a renacer, a renacer las dos, divinas las dos, como el sol sobre el mar, como dos soles… ¡qué coño! Nada de soles. Dos lunas».

TRANSCURRIÓ LA NOCHE, poblada de plácidos edenes y rápidos, vertiginosos descensos hacia las profundidades del placer enloquecido. Transcurrió la noche en aquella excitación lunar, y, cuando el día estaba muy avanzado, las dos mujeres continuaron abrazadas, conversando sobre temas comunes, interesadas ambas en conquistar los terrenos de cada una que, hasta entonces, permanecieron lamentablemente desconocidos.

—¿Cuándo habías estado tú con otra mujer? —preguntó Imperia, con el mohín de los celos prematuros.

—Nunca. Ni con mujer ni con hombre. Pero una aprende muy de prisa de la necesidad. ¿No te lo decía siempre, sin que tú me entendieses?

—Es cierto. Yo no entendía nada. Una tiene que salir de sí misma para entender.

—¡Y mira que te he querido! ¡Mira que me ha tocado esperar y esperar para no traicionarme, siempre con el temor de un paso en falso! Hasta que te has dado cuenta, so maldecida. Hasta que has visto que lo que te va a dar Reyes del Río no lo has tenido tú en toda tu vida…

Compartieron el cigarrillo, se pasaron el humo en el cálido intercambio del beso. E Imperia se echó a reír, sin malicia alguna, cuando exclamó Reyes, muy solemne:

—Te voy a querer como no te ha querido nadie. Porque me lo dijo una gitana delante de la Alhambra. Me dijo: vas a tener hembra que te hará madre sin seguir los caminos naturales…

—No hay camino más natural que ese que nos está llevando. No lo recorremos nosotros, es él quien nos lleva. Y nos lleva donde él quiere. Y nada hay más natural que ese delirio que me acomete cuando siento tus senos contra los míos.

—Eso tendría que saberlo ese don Álvaro.

—Y va a saberlo —dijo Imperia—. Estará muy nervioso esperando mi respuesta. Tenía que dársela esta mañana.

—¡Qué niño tan impaciente! —exclamó la hermosa. Pero no se reía. Por el contrario, en sus ojos verdes apareció una expresión de violento desprecio—. Te ha hecho mucho daño, ¿verdad?

Imperia afirmó con la cabeza.

—¿Y qué conservas de este sufrimiento?

—Odio. Un odio feroz.

—Pues esto hay que borrarlo, que tiene muy mal fario. Que sea un odio de las dos. Que sepa de qué vamos. ¿No es tan macho? Pues a ver cómo lo encaja.

Imperia estuvo a punto de gritar su entusiasmo. De todas sus intrigas, aquella era la más clamorosa, la más inspirada. Era una destrucción que, por fin, no emprendía a solas. Era, por fin, un combate que emprendía acompañada. Garras unidas ¿quién podría vencerlas?

Mientras Reyes le encendía otro cigarrillo, descolgó el teléfono y pidió por Miranda Boronat. Era un buen elemento para incorporar a aquella historia. Era imprescindible para que todo Madrid supiera en qué habían terminado los humos de don Álvaro Pérez Montalbán. Que las ochenta mejores amigas de Miranda supieran en qué acaban los penes más aguerridos cuando las garras femeninas aprenden a acariciar donde les gusta.

—Miranda, ¿te importaría hacer una misión de espionaje?

—Todo lo contrario: me encanta. ¿De quién hay que averiguar la edad?

—Se trata de que me traigas a don Álvaro Montalbán. Estará esperando que alguien le avise. Ve y dile que en mi casa le espera Reyes del Río. Dile que se encontraba indispuesta y se ha quedado a dormir aquí.

—¿Y cuando llegue y no encuentre a Reyes del Río? No quiero imaginar la que puede formar. Piensa que es muy hombre.

—La encontrará. La tengo a mi lado. Para ser más exactos: acabo de hacer el amor con ella.

Miranda Boronat ni siquiera gritó. Ya era demasiado para sus ducas.

—¿Hacer el amor en el sentido de hacer el amor?

—En el sentido más amplio. ¿Tan difícil es de entender, mi vida?

—Yo no entiendo nada, Imperia. Yo soy una pobre mujer desconcertada que ya no sabe de qué va el mundo.

—Tú tráete a don Álvaro. No le cuentes nada. Va a ser una sorpresa. Te garantizo diversión. Creo recordar que te encantan las sorpresas.

—Me vuelven loca. Ya que no puedo ser tortillera, ni siquiera vocacional, pues seré celestina de tortilleras que saben cómo montárselo. Moins donne une pierre!

ENCERRADOS EN EL ASCENSOR PRIVADO de Imperia, Álvaro y Miranda tosían disimuladamente, evitando que sus miradas coincidiesen. Él por encontrarse violento. Ella porque temía que se le escapase una risita más violenta todavía.

Por fin, Álvaro se atrevió a romper el hielo.

—¿Está usted segura de que no es grave?

—Grave es todo, según cómo se mire; y grave es nada, según cómo se observe.

—¡No empiece con sus enigmas! Estoy muy nervioso. ¿No le han dicho qué tiene Reyes?

—Descuide, no es leucemia.

—¡Miranda, por Dios!

—Noté que tenía unos bultitos en los senos…

—¡Dios mío! ¡Cáncer de mama!

—A lo mejor eran los pezones. Las hay que los tienen muy desarrollados.

—¿No sabe usted distinguir entre unos pezones y un bulto maligno?

—A veces sí y a veces no. Es imposible que usted, por su lamentable falta de mundología, conozca a la distinguida Lolón Ribera, la que se lo monta con chinos de Hong-Kong. Pues mire, Lolón tiene unos pezones tan pequeñitos que un médico de aquellos lejanos mercados los confundió con quistes sebáceos. ¡Lo que pudimos reírnos todas!

—Con usted no se puede hablar. Es liante por naturaleza.

—Pues cállese. Yo, hablando conmigo misma, me basto y sobro. Por ejemplo: «¡Qué guapa estás hoy, Miranda!» «Gracias, Mirandilla: tú también estás lovely». Y así todo el rato.

—¿No cree usted que este ascensor tarda mucho en llegar al sexto piso?

—Habrá apretado usted mal el botón.

—Yo no he apretado nada. Creí que lo había hecho usted.

—Cuando voy con un caballero siempre espero que salga de él lo de apretar el botón.

—¡La madre que la parió! —exclamó Álvaro, fuera de sí.

Cuando por fin llegaron, Álvaro parecía definitivamente descentrado.

—No se moleste en llamar —dijo Miranda—. Tengo llave. Me la dio Imperia cuando me presté, abnegadamente, a hacer de enfermera. Yo no se la he devuelto porque así puedo venir cuando quiero y cotillear entre sus cosas. Pero usted no se chive, que los hombres lo cuentan todo. ¿Por qué son tan cotillas ustedes los hombres?

Por toda respuesta, Álvaro se precipitó en busca de Reyes del Río. Tuvo que guiarle Miranda hacia el dormitorio donde estaba la folklórica, completamente a solas, desnuda bajo las sábanas de seda. La cabellera caía en desorden sobre sus hombros, y los senos aparecían exultantes bajo la escasa cobertura de la sábana, que ella sostenía con cierto desaliño.

Saludó, la hermosa, con una sonrisa llena de optimismo.

—A los buenos días, don Álvaro. Mucho ha tardado usted en decidirse.

Él no pudo esconder una mirada de extrañeza.

—¿Qué hace usted en esta casa?

Reyes se incorporó sin dejar de cubrirse los senos.

—¿Se leyó al joven Rimbaud de mis entretelas?

—No puedo. Está en francés.

Rio ella.

—Le creía yo a usted con más idiomas. ¿Conque el inglés y basta? Pues ya tiene usted en qué emplear los próximos cinco años. Aprenda, aprenda, que le irá bien para labrarse un porvenir en la ONU.

Si Álvaro Montalbán siempre estuvo negado para la ironía no era aquel el momento más adecuado para empezar a graduarse.

—Reyes, no sé si se da usted cuenta que he venido preocupadísimo por su estado de salud.

—Se lo agradezco, saleroso. Siempre dije que tenía usted buen corazón.

Al macho le asomó un rubor en el hoyuelo.

—No sé si es conveniente que me reciba usted en la cama.

Miranda eligió un sillón art deco para instalarse cómodamente, con las piernas cruzadas y dejando bien claro que no pensaba marcharse por el momento.

—Yo me quedo aquí, con ustedes, para no estar sola en el salón. ¿Puedo, Reyes?

—Siéntate, niña, hoy damos función gratuita…

—¿A qué función se refiere? —preguntó Álvaro, cada vez más desconcertado.

—A que me encuentro perfectamente, don Álvaro. A que lo de la enfermedad era un pretexto para tenerle a mi vera. Porque lo cierto es que no he conseguido apartarle de mis sueños en las últimas semanas…

—Por favor, Reyes, no me diga esas cosas. No soy invulnerable. No soy de piedra.

—¿Pues iba a serlo yo, sentrañas? Cuando una mujer desea a un hombre, cuando ha estado esperando durante tanto tiempo, cuando le arden los centros de tanto desearle, esa mujer tiene derechos adquiridos. ¿No tendrá, además, cierto derecho a pedir?

—¡Sí, Reyes, sí! ¡Pida lo que quiera!

—Como sea que usted se hace tanto autobombo con las dimensiones de su, en fin, lo que usted llama «la gracia de Dios», pues pensaba yo si esa gracia es tan graciosa como asegura o es graciosilla y nada más…

—No hablará usted en serio…

—¿No iba a ser seria una súplica de esta envergadura? Muéstreme lo que le pido, Alvarito, y no tendrá que arrepentirse…

—Nunca pensé que me mostraría así ante usted… Nunca creí que me lo pidiera…

Álvaro empezó a desabrocharse ante la mirada aguda de Reyes del Río. Fingía esta un interés rayano en el apasionamiento. Y sería aquella actitud la que impulsó al macho a convertirse en espectáculo, de manera total y prescindiendo de la presencia de Miranda. Lo cual resultó particularmente difícil, ya que ella continuaba en vena jocosa:

—¡Fíjate en el estampado de los calzoncillos! —exclamó, señalándolos ostensiblemente—: Parecen las cartas del póquer. ¿De qué marca son, don Álvaro?

—¿Y a usted qué leches le importa? —gritó él, sosteniéndose el miembro con pulso nervioso. Miró, entonces, a Reyes—: ¡No me haga continuar, Reyes! ¡Se lo suplico!

Reyes del Río fingió una sorpresa parecida al éxtasis:

—Quédese aquí, de pie, como si fuese una escultura… Perfecto. Me gusta admirar la belleza de un hombre exhibido sólo para mí…

—A mí me da mucho asco… —decía Miranda—. ¡Cosa tan fea!

Álvaro estuvo a punto de estrangularla. Cualquier broma sería mal recibida, porque nunca como en aquel momento necesitó sentirse tan seguro de sí mismo.

—Serrano mío… —musitó Reyes—. Creo entender que usted me ama con un amor heroico, supongo.

—Un amor de romancero, Reyes. Un amor calderoniano. Y ahora que lo sabe, ¿puedo subirme los pantalones?

—Ahora menos que antes. Si yo le pidiera, aquí, en esta habitación, una prueba fehaciente de su amor, algo gigantesco, digno de un titán…

—No hay nada que yo no hiciera por usted.

Reyes tomó una joya que había dejado sobre la mesita de noche.

—¿Se atravesaría usted el pene con el alfiler de este broche?

—¡Reyes!

—¿Ni aun siendo el broche mío? Claro, debí suponer que tendría miedo. Los hombres de hoy en día ya no dan pruebas de amor tan heroicas.

Álvaro sostenía el broche. El alfiler era alargado y grueso. Un alfiler de oro para uso de faquires de lujo.

—Lo que me pide me parece inhumano… —dijo él, angustiado—. Yo seré muy macho, pero lo que no soy es un bárbaro.

—Se trata de un vulgar sacrificio de sangre, Alvarito. ¿No le enorgullece depositarlo ante el altar de una virgen de cobre? Nada más pasional. ¿O será que no se atreve?

Álvaro se acercó el alfiler al pene. No las tenía todas consigo. Y ningún hombre hubiera podido reprochárselo.

Sudaba copiosamente. Las dos mujeres no apartaban los ojos de él. Cada una de sus acciones era estudiada detenidamente, ya para ser elogiada, ya para ser burlada.

—¡Yo no puedo ver la sangre! —exclamó Miranda, escondiendo los ojos tras las manos enguantadas.

Pese a las burlas de Reyes, Álvaro dejó caer el broche al suelo. Sintióse, de repente, derrotado.

—No es necesario que se esfuerce —exclamó Reyes—. No quiero dejar víctimas a mi paso. Me basta con tener a un hombre. Y usted lo es, qué duda cabe… aunque le falten arrestos.

—¡Reyes, por favor…! Está consiguiendo que me sienta avergonzado…

—Tiene usted motivos. Lo que ven mis ojos no es para presumir tanto. La verdad, sentrañas, le creía yo mejor equipado…

—¡No me provoque, bien mío! ¡No me provoque…!

—Tal vez yo pudiera contribuir en algo… ¿Ha visto usted a alguna folklórica completamente desnuda? Es la última novedad en el gran mundo… Además, usted merece una recompensa por todo lo que lleva mostrado.

Se apartó la sábana de un tirón, dejando al descubierto la divinidad de su cuerpo. Sus formas, perfectamente dibujadas, sus proporciones tan exactas, el tono marmóreo de su piel, todo dispuesto para ser poseído en un instante enloquecedor. Y todavía se incorporó, para que el hombre pudiese contemplarla a su placer. Así le gustaba a él que le contemplasen las mujeres. Desde abajo, como se adoraba a las estatuas en los templos antiguos. Desde la inferioridad.

Y, ahora, él se encontraba a la altura de un gusano y con los ojos levantados hacia una diosa.

Literalmente maravillado, intentó avanzar hacia ella. No podía hacerlo sin riesgo a tropezar con los pantalones.

—Nunca supuse que pudiera ser tan bella. ¡Qué perfección! ¡Qué prodigio!

—¡Parece un Cantinflas en plan exhibicionista! —proclamó Miranda, mondándose de risa.

En efecto, la figura que ofrecía Álvaro no podía ser más ridícula. Pero, por fin, pudo alcanzar las piernas de Reyes. Se aferró a ellas con frenesí.

—Detenga un momento su hombría, don Álvaro —dijo la hermosa, desternillada de risa—. Ese cuerpo no fue parido para sus manazas.

De pronto, se abrió la puerta del cuarto de baño y apareció Imperia. También estaba completamente desnuda, el pelo revuelto, la mirada encendida, a punto de lanzar llamas.

—A la buena de dios, Alvarito… ¿No te han enseñado que no es de buena educación acudir a los lechos donde no has sido invitado?

—Sólo en casos de menage á trois —intervino Miranda—. Y no siempre íntimamente no se llevan porque roban mucho tiempo.

Imperia avanzó hacia Reyes y la tomó entre sus brazos.

—Cállate de una vez, Miranda. No distraigas al caballero… ni a nosotras… El tiempo es oro.

Álvaro las miraba atónito. Mientras Imperia besaba apasionadamente los senos de Reyes, esta se dirigió hacia él con una mirada ya definitivamente despreciativa:

—Súbase los pantalones de una vez, Alvarito. Queda usted risible de esta guisa.

Acto seguido, la hermosa se arrodilló ante el cuerpo de Imperia, empezó a recorrerle el pubis con besos delicados.

Él las miraba con los ojos saltándose de las órbitas. El hoyuelo de la barbilla se había puesto como el fuego.

—Pero ¿qué hacen esas cerdas? ¿Qué es esto, Miranda?

—Esto es un bollo, idiota. Aquí y en el Monasterio de Piedra.

Toda la furia del macho resurgió en un bufido formidable, que le hizo tambalearse hasta una mesita vecina.

—¡Malditas perras! ¿A mí con burlas? ¡Esas no me conocen!

Se precipitó sobre la cama, la mano en alto. Estaba a punto de aferrar a Imperia por la espalda cuando Reyes se le enfrentó violentamente y de un empujón le hizo perder el equilibrio.

—¡Las manos quietas, don Álvaro! Te atreves tú a tocar a esta hembra y yo te mato aquí mismo. ¿Qué te habías creído, mamarracho? Demasiado he tenido que aguantar mientras tú la disfrutabas. Pero ahora se han cambiado las tandas. A esos pechos sólo llego yo. Y esa vulva me la como a bocados y lo que saque te lo escupo a tu carita de imbécil… ¡Conque mira tú si puede ir lejos la coplera!

Álvaro no cejaba de arrojar imprecaciones que escondían su incapacidad para intervenir de manera más violenta. Imperia le miraba fijamente, regodeándose en su expresión de absoluta impotencia. Ni siquiera el furor conseguía esconderla; mucho menos borrarla.

Aquellas dos mujeres, salvajemente enlazadas, con sus melenas libremente revueltas y los ojos desbordantes de placer, hundieron definitivamente las resistencias del macho.

—Vete de una vez —dijo Imperia, abrazada al cuerpo de Reyes—. Esta y yo tenemos que hacer proyectos…

Sin poder reprimir unas risitas, Miranda cogió a Álvaro por el brazo, acompañándole al salón. No fue difícil. Él se dejaba conducir dócilmente, como un sonámbulo.

—Yo que usted me largaría. Pueden darle con un consolador en la cabeza. Y son muy duros.

Álvaro quedó inerte junto a la puerta de la terraza. Intentó revestirse con su antigua actitud de petulancia, quiso agredir a aquellas mujer con un último ademán de bravura. Pero era incapaz de realizar acción alguna. Sólo sentía una asfixia que le estrangulaba progresivamente, dominando su respiración, ahogándole casi.

Se estaba culpando de algo parecido a una castración. Como si Reyes del Río hubiese ido más lejos que sus demandas de sacrificio, hasta clavar en su sexo un cuchillo de agonía, igual que en las canciones más doloridas. Sentíase avanzando por un calvario atroz, coronado de espinas, flagelado hasta la exasperación. De ambos lados del camino la gente se burlaba de él, acusándole de todas las ignominias que pueden provocar la vergüenza de un hombre.

Un hombre tan hombre como ese hombre.

Avanzó lentamente hacia la terraza. Las burlas continuaban resonando en sus oídos. Pero ya no sólo eran burlas de los demás. Era él mismo quien se zahería, buscando nuevos vocablos con los que denominar aquel sentimiento de impotencia.

Por primera vez en su vida, alguien había conseguido vencerle. Y contra lo que siempre pensó, la humillación máxima no llegaba por motivos profesionales. Se veía denigrado en lo más hondo de su honor, en lo más profundo de su propia estimación.

Y además podía oír las risotadas salvajes de las tres hembras, que llegaban desde la alcoba. No dejaban de bromear a su costa. Era una continua sarta de insultos, imprecaciones de desprecio, burlas obscenas que no cesaron hasta que oyeron aquel alarido.

Fue un alarido brutal. Un aullido devastador.

—¡Dios mío! —exclamó Reyes—. ¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha gritado?

Corrió Miranda hacia el salón. El macho ya no se encontraba allí. Llegaban gritos de la calle, salían los vecinos a las otras terrazas y la puerta de la de Imperia estaba abierta de par en par.

Alguien había destrozado los geranios. Fueron pisoteados por alguien que se había subido por la barandilla. Y el asomarse Miranda descubrió sobre el asfalto un charco de sangre y un cuerpo sin vida.

Tuvo el instinto de arrojarse para ayudar al caído. Se dio cuenta de que ya era demasiado tarde. Sólo se le ocurrió gritar:

—¡Imperia! ¡Reyes! ¡Se ha estrellado contra el vil asfalto!

Las otras dos salieron, corriendo, anudándose sendas batas.

—No digas tonterías —exclamó Imperia—. ¿Cómo puede uno estrellarse contra el asfalto?

—Pues arrojándose por la terraza, chica.

Se asomaron las tres. Alrededor del cuerpo de Álvaro Montalbán íbase congregando una multitud expectante. Al momento empezaron a sonar sirenas. Los vecinos seguían en las elegantes terrazas intercambiando conjeturas. Entre el barullo sólo destacaba aquel cuerpo en medio de un baño de sangre.

—Ha quedado hecho unas migas canas… —sentenció Reyes sin demasiado sentimiento.

—Un sexto piso siempre es un sexto piso —dijo Imperia, encendiendo un cigarrillo—. Y un imbécil siempre es un imbécil aunque esté muerto. O sea que, de compasión, nada.

Regresaron las tres al salón. Miranda se había mareado. Avanzaba dando traspiés, respirando rápidamente.

—Con razón me dan asco los hombres. Es que no aguantan ni pizca. Y además que no tienen espera. Ya ves tú: este desaparece del mapa antes de darse un tiempo para triunfar en sociedad. Lo encuentro imperdonable.

—Ni tiempo me ha dado de educarle —lamentó Imperia—. También es cierto que yo no le he dado tiempo a él de destruirme.

—Pobre bestia —dijo Reyes—. Era un cursi, un ignorante, un machista; pero tendría algún valor, digo yo.

Imperia la tomó por el hombro para devolverla a la alcoba.

—Tú arréglate, por si vienen fotógrafos. Que te vean mandando.

—Mandando las dos. Mano a mano. Reina tú y reina yo.

Miranda fue hacia el bar y, como de costumbre, empezó a derramar cubitos de hielo.

—Este es el momento en que una mujer sofisticada necesita reponer fuerzas. ¿Os sirvo un wisquito?

—Bien cargado —dijo Imperia. Y, aferrando a Reyes por el talle, añadió—: Miranda, niña, no sabes lo que te perdías limitándote a ser lesbiana vocacional. Ser lesbiana en activo es lo mejor del mundo.

Reyes la aferró por la espalda, atrayéndola hacia sí.

—Contigo me voy a sentir la princesa de la cristiandad. ¿Y tú, Mari Listi? ¿Me vas a querer mucho?

—Dame tiempo. Ya te enterarás tú en Miami, por si te hubiera pasado por alto.

Los labios volvieron a juntarse. Miranda contemplaba, extasiada, la pasión de aquel beso entre mujeres. Antes de que tuviesen tiempo de ponerle fin, exclamó:

—¡Imperia! ¡Ya sé lo que soy! ¡Ya sé lo que me gusta! ¿Cómo se llama a esas que les gusta mirar?

Voyeurs.

—Pues eso mismo. Lo de mirar me encanta. Los demás hacen el trabajo y una se lo pasa mejor porque abarca todo el panorama.

Imperia le dirigió una mirada llena de ternura:

—Nunca hay que desesperar. Por fin eres algo. Pero no te hagas ilusiones: no vamos a montarte una actuación cada noche.

—Ni falta. Un día que estábamos de confidencias, Romy Peláez me contó que, en cierta casa, alquilan señoritas que lo hacen todo delante de tus ojos, sin que tú tengas que cansarte. Una millonaria puede pagarse un numerito de esos cada noche. Seré la más mirona de Madrid. ¡Lo que van a mirar estos ojos a partir de ahora! De todos modos, necesito hacer una llamada…

Descolgó el teléfono. Marcó el número de su modisto preferido.

—¿Me pone con Lucio? Ah, eres tú, cariño. Necesito un luto urgente. Una cosa veraniega. La falda, tubo. Tubísimo. Pamela, por supuesto. Yo me veo con guantes. Dicen que para entierros sofisticados vuelven los años cincuenta. Siempre me ha ido muy bien el tipo Audrey Hepburn. Si tuvieses un Givenchy viejo o un Balenciaga. Lúcete, niño. ¡Habrá mucha prensa! Piensa que lleva la imagen del entierro la estupenda Imperia Raventós.