FALTABA MEDIA HORA para que la recogiese Pulpita Betania. A causa de las prisas no se planteó demasiadas exigencias con el vestuario. Eligió algo muy años cincuenta: un modelo fantasía de encaje negro con escote redondo y falda fruncida. Cinturón de raso, claro. Perlas, por supuesto. El collar de cinco vueltas. Una pulsera Tiffany’s no molestaba. En cuanto al pelo, no tenía ganas de entretenerse en fantasías. Un poco revuelto, con cierto brujerío. Trabajo de dedos, más que de secador.
Al enfrentarse al espejo no quiso esconderle nada. Se formuló la pregunta típica: ¿Estás satisfecha con tu silueta? No tenía motivos para responder con entusiasmo. Empezaba a notar cierta flaccidez en los brazos. El tipo de peligro que conviene neutralizar antes de que se produzca. Antes de que pudiera descubrirlo Álvaro Montalbán.
Debería pensar en un gimnasio. Pulpita Betania sabría aconsejarla. Pasaba varias horas diarias en el de Loris Calvert, el famoso bailarín y acróbata. No sería mala idea seguir alguna de sus dos especialidades. Un poco de pesas y un poco de jazz. ¡Ejercicio au complet!
Puso algo de música. No podía ser nada importante. Alguno de los boleros melodramáticos que Raúl se dejó olvidados. Tropezó con Olga Guillot. Durante un tiempo, no fue un plato de su devoción. Por motivos políticos, no por otra cosa. Eran los tiempos en que Imperia admiraba a Fidel Castro y mantenía una devoción casi erótica por el Che. La señora Guillot era una exiliada y hacía ostentación de «gusana». Había oído Imperia algunas de sus canciones directamente dirigidas contra el régimen castrista. Decían aquellas letras que el son se fue de Cuba, que mataron la alegría de la isla y rompieron sus guitarras dejando llanto y soledad.
Cuando se tienen veinte años, este tipo de manifiesto reaccionario basta para soliviantar a un alma inquieta. Cuando se llega a los cuarenta y cinco, el alma ha recibido tantos batacazos que ya sólo se solivianta con lo contrario de lo que antes creyó. En la vida de Imperia, el señor Castro había sido una estafa tan gigantesca como el pene de su marido, aquel que no valía un pito cuando el partido no dirigía sus erecciones. Así pues, sentíase perfectamente inmunizada contra cualquier ataque reaccionario de la señora Guillot.
Por fortuna para la media hora de que disponía para arreglarse, la nueva generación, representada por su hijo, esperaba de las canciones mensajes muy distintos. Cuanto menos oliera a política, mejor. De todos modos, los mensajes que complacían a Raúl eran muy pintorescos: tope melodrama, como diría él. Y en esto, la señora Guillot era maestra.
Lo que Imperia necesitaba para la hora actual eran unos cuantos gramos de sentimentalismo barato arropado por un ritmo cálido, ideal para moverse en el baño y el vestuario.
Qué sabes tú lo que es estar enamorada,
qué sabes tú lo que es estar ilusionada.
¡Maldita cubana! Para no recordarle a Fidel, le recordaba a don Álvaro Montalbán. A él parecían dirigidas todas sus imprecaciones, sus insultos, sus acusaciones de ultraje y violación espiritual. Y le estaban indicando que ella, Imperia Raventós, era la víctima elegida para soportarlas.
Decidió cambiar de rollo. Que cante Sinatra. Por muy sentimental que se pusiera nunca llegaría a herirla tanto.
Presentación la sorprendió cambiando el disco, fumando con una mano, organizándose el pelo con la otra, con la cara a medio maquillar y en ropa interior.
Tantas acciones a la vez indicaban que la señora, de común fría y organizada, estaba nerviosa. Decidió consolarla siguiendo el curioso método de los domésticos para consuelos inmediatos: poniendo el dedo en alguna llaga.
—¿Ve usted cómo somos las mujeres? Ahora me sabe mal haber perdido a su hijo. Para usted será menos golpe, claro. Usted no pierde un hijo: gana un yerno.
Imperia no lo consideró el tipo de comentarios que debiera permitirse aquella bestia. Se reprendió a sí misma por haber cedido a la tentación de dar demasiada confianza al servicio. Y eso que no se la dio en absoluto.
—Si bien se mira, un niño tan ordenado no volveremos a tenerlo nunca…
—Ni ordenado ni desastroso —dijo Imperia, sin abandonar su tono agrio—. Simplemente, no volveremos a tener otro niño.
—Es cierto. Ya no está usted en edad.
Estuvo a punto de arañarla. ¡Se atrevía a hablarle de edad una menopáusica, una provecta con el pelo parecido a un estropajo y con más arrugas en el rostro de las que ella podría tener nunca! ¡Se atrevía a hablarle de años una miserable víctima de los estragos del tiempo!
¡Alto aquí! Presentación era más joven que ella. Seis años menos para ser exactos. Tenía treinta y nueve. Si aparentaba más sería debido a alguna extraña maldición que pesaba sobre las de su clase. Y mientras se ponía el contenido de una ampolla para la belleza instantánea del cuello, observó a la otra con curiosidad y estuvo a punto de preguntarle si era feliz con aquel rostro sin cuidar, un marido brutote, cinco hijos y ^1 trabajo de asistenta de damas sofisticadas.
Desistió de formular su pregunta. Se arriesgaría a que la otra le escupiera. Y, ciertamente, no hubiera sido apropiado llegar a la embajada con un ojo morado, además de las ojeras que todas le criticaban.
Sólo una cosa la intrigaba: había pasado cinco años sin saber absolutamente nada de las dos mujeres que tenían relación directa con su vida.
¡Qué poco le importaba la gente, en realidad!
PASÓ A RECOGERLA PULPITA BETANIA. Conducía ella, pues le encantaba hacerlo, pero procurando no arrugarse. Comentaron el desfile de la tarde: Pulpita encargaría algunas cosas, pero no demasiadas. Consideraba la colección deliciosamente extravagante, pero sin alma. Espectacular, pero no para lucirla ella. Se había ganado un puesto permanente en la lista de las más elegantes y no quería jugárselo por el capricho de algunos modistos. Conocía perfectamente sus bazas: lo último, pero nunca lo perjudicial para su personalidad; lo extravagante, pero no tanto que pudiese desconcertar a sus admiradores. Era una elegante poco arriesgada; era, por lo mismo, la elegante oficial por excelencia.
Pulpita Betania sólo tenía dos ocupaciones en la vida: vestir bien y no vestir mal.
Durante las pocas horas que le dejaba libre una existencia tan atareada se dedicaba al cuidado de su belleza, a la que pudiéramos definir como prefabricada, aunque siempre por artesanos de primera. Había conseguido convertirse en una muñeca tan finamente ejecutada que el fallo de un diminuto tornillo arruinaría la maquinaria capaz de mover tan primoroso conjunto.
En los últimos tiempos estaba obsesionada con su silueta. No porque se encontrase defectos, como Imperia. Sólo para tener la seguridad de que continuaría sintiéndose divina. Después de todo, una elegante oficial no lo es sólo a causa de sus modelos. La percha es esencial, como en los hoteles de gran lujo.
No se le escapó que Imperia tenía algún problema. Se atrevió a hacerle una recomendación de las llamadas de «mujer a mujer»:
—Deberías apuntarte al centro de belleza. Y no me digas que no lo necesitas. Una mujer debe prevenir mucho antes que curar. Con tres horas matinales te pones al día.
—¿Cómo le vendo la idea a Eme Ele? Olvidas que algunas trabajamos.
—Me parece espléndido. Es un buen ejercicio. Ideal para las dinámicas como tú. De todas maneras, en el centro puedes hacer aerobic y jazz con Loris, que es un maestro. Particularmente, para la flaccidez de los brazos te recomiendo, también, un poco de pesas. Luego está la burbuja, que es ideal para el relax, los baños de lodo, un poco de solárium…
Para Imperia, sacar a colación el tema de la flaccidez fue como mentarle a la madre. No era necesario: Pulpita estaba contando algo sobre la suya propia, pero en otro sentido.
—En las revistas de modas que solía leer mamá, ya sabes, las de los años cincuenta, solía aparecer un anuncio que reproducía el cuerpo de una mujer espléndida, línea sirena, tienes que acordarte. Me aprendí el texto de memoria: «Satisfecha de su silueta porque acertó al elegir la marca de sus fajas».
Imperia se echó a reír. Tenían una memoria común, circunstancia que suele unir mucho en el chismorreo.
—¡Las fajas! Imagino a nuestras madres preocupadas por uno de aquellos artefactos. ¡Hay que ver cómo el tiempo se lleva las cosas!
—Nuestras madres es que fueron unas desgraciadas —dijo Pulpita Betania—. Cuanto más pienso en ello, más convencida estoy.
—¿No crees tú que, de alguna manera, serían más felices? Siempre se ha dicho que ojos que no ven, corazón que no siente.
—La verdad es que esta pregunta es indigna de ti. ¿Felices unas pobres mujeres que a nuestra edad ya se consideraban ancianas? Antes que encontrarme en este caso prefiero hacer gimnasia, ballet y hasta descargar camiones de fruta, si es necesario.
—Tienes razón —concedió Imperia—. ¡Con lo que nos queda por delante! Con un poco de práctica, incluso podemos ganar en las olimpiadas del año dos mil cincuenta.
—O debutar como bailarinas en el Covent Garden. Porque, con tanto ballet, vamos a quedar fenomenales. Estilo sílfides, más que sirena.
Rieron las dos muy a gusto y así continuaron, mientras comentaban las siluetas imposibles que se veían en los gimnasios. Después de decidir que algunas no tenían arreglo, se consideraron malísimas, porque las aludidas figuraban entre sus mejores amigas. En realidad, todas ellas.
La embajada de Ruritania poseía aparcacoches profesionales. Gracias a ellos, las dos damas pudieron saludar dignamente al embajador y a su esposa —«esa vacaburra»— y, en seguida, hacer una entrada gloriosa en los comedores, lanzando besos por doquier, sonriendo hasta a las lámparas, intercambiando encanto con todo aquel que encontraban a su paso. Es decir: la crema.
Durante la cena, Imperia supo corresponder con su charme habitual a los cumplidos de las demás. Había decidido resplandecer. Tanto resplandeció que estuvo a punto de sentirse ligeramente feliz. Pese a todos los reproches que pudiese formularle su vieja conciencia, cuando se hallaba entre el lujo sentíase en su elemento y, además, lo disfrutaba. Triunfar en lo innecesario no era un pecado excesivamente grave. En cuanto al lujo, no era desdeñable. Adela lo dijo muy claramente: «El lujo nos gusta. El lujo no da la felicidad, pero tampoco la quita. Sólo cuando no lo teníamos podíamos despreciarlo. Ahora pienso defenderlo con las garras a punto».
No le faltaba razón cuando dijo que quince años atrás eran descamisadas y ahora eran de blusas Versace.
No brindó por los viejos tiempos. El gran champán francés nada quiere saber de recuerdos míseros; está hecho para la prosperidad de los presentes. Pero sus burbujas reclaman a alguien muy especial con quien brindar, y ese alguien no estaba a su lado. Había caballeros encantadores, miembros destacados de aquella distinguida cofradía de elegibles a quienes la prensa llamaba «solteros de oro»; pululaban, también, una muy conocida corte de caballeros maduros, en general viudos o separados de buen ver; y, para las hijas de sus amigas —y aun para alguna que todavía luciera joven—, circulaba una pléyade de mancebos recién estrenados, que pasaban fácilmente por aprendices de playboy. Había donde elegir, cierto, pero no estaba Álvaro Montalbán. El más elegible entre todos los hombres que ella conoció nunca.
Intentaba no pensar en él, concentrándose profundamente en su triunfo personal, buscando sus mejores armas para prolongarlo durante toda la noche. ¿Quién podría escandalizarse, tomándola por frívola? Consideraba aquellos triunfos en términos de autoestima perfectamente realizada; y esto servía para confirmar parte de la conversación que había mantenido con Pulpita Betania momentos antes. El hecho de no sentirse acabada a los cuarenta y cinco años constituía un éxito en sí mismo. Sentirse, además, triunfante la instalaba en lo más alto de su propia apreciación.
Para alcanzar un grado de satisfacción absoluta, necesitaba borrar la imagen de Álvaro. Las circunstancias no la ayudaron. Volvió a pensar en él por culpa de Cesáreo Pinchón, quien se interesó por su ausencia con expresión de malignidad absoluta. Ella se vio obligada a rendir sus armas ante la fuerza con que Álvaro regresaba a su recuerdo. Nada más lógico. ¡Estaría tan guapo, a su diestra, vestido con su esmoquin adamascado, luciendo su hermosa cabeza clásica con el esplendor de una juventud que empezaba a serenarse, destacando por encima de los peinados de madamas deslumbradas y envidiosos caballeros! ¡Era tan increíblemente guapo el maldito!
De la admiración por las partes más evidentes de su esplendor físico, pasaba Imperia a pequeños detalles que pertenecían a un sumario estrictamente particular, tan convencida estaba de que sólo ella podía valorarlos. ¡Aquellos dientes separados, que le daban tanto encanto! ¡Aquel hoyuelo en la barbilla, que le prestaba un aspecto infantil cuando fruncía el ceño en las burlas o le daba un aspecto endemoniadamente terrible cuando incurría en algún ataque de ira!
En un arrebato de soledad, se levantó inesperadamente de la mesa con la excusa de un retoque en el maquillaje. Se extrañaron todos. No se contaba entre sus modales la interrupción violenta de una conversación con su vecino ni mucho menos el dejar caer, sin darse cuenta, el cuchillo al suelo. Pero a ella no le importó. Al parecer, el maquillaje era lo único importante en el curso de aquella fiesta, por demás espléndida.
No se dirigió al tocador. Buscaba a Cesáreo Pinchón. Estaría en una de las mesas dispuestas en otro de los salones. Pero Cesáreo estaba en aquel momento entre sus compañeros de prensa, a quienes en este tipo de recepciones suele situarse en un lugar aparte de los invitados y, según las casas, en condiciones ostensiblemente inferiores. Cesáreo era objeto de un trato preferencial, por supuesto. Los anfitriones de cualquier fiesta solían situarle entre dos señoras importantes a quienes debía entretener con su charla mundana o, simplemente, valorizarlas en su crónica. A pesar de sus privilegios, de vez en cuando se escapaba hacia el comedor, donde aguardaban sus fotógrafos. Les indicaba personalmente a quién debían fotografiar y a quién no. Normalmente, los primeros solían ser los que no querían salir fotografiados. Los segundos eran aquellos que hacían todo tipo de muecas y actos humillantes para ser fotografiados a cualquier precio.
Imperia estaba con los nervios destrozados. Comprendió que, una vez intuida la causa —¿sólo intuida?—, sería fácil ponerle remedio. Se trataba de no ceder a la tentación de llamar a Álvaro.
Al encontrarse delante de Cesáreo Pinchón, descubrió que no tenía nada que decirle. Se engañaba. Había una pregunta que le estaba quemando el alma. Sin embargo, era extraordinariamente sencilla:
—¿Dónde puedo encontrar un teléfono que permita un poco de intimidad?
Él se prestó a acompañarla. Su atención resultaba inoportuna, si no indiscreta. Olvidaba Imperia que su medio de vida era el cotilleo. Y él volvió a demostrarlo cuando le preguntó, con su mejor sonrisa de exhibición:
—¿A quién puedes llamar tú a estas horas?
—A mi hijo, por supuesto. Me apetece saber si todavía sigue vivo.
—Serás muy inoportuna. Esta es, posiblemente, la hora en que al profesor puede apetecerle hurgar en el interior de su delicioso cuerpecillo.
—Cuando quieres, puedes ser francamente grosero —le espetó ella, deseando ser desagradable.
—Cuando me mienten, querida; sólo cuando me mienten. ¿Desde cuándo una sofisticada se permite utilizar las excusas de sus domésticas? Pero no te preocupes; no pienso convertirme en un testigo no deseado. Simplemente, te acompaño a un salón donde puedas hablar con absoluta tranquilidad.
Cesáreo Pinchón conocía los rincones de algunas embajadas como si fuesen su propia casa. En aquella, particularmente, había pasado muy agradables horas entreteniendo a las amigas de la embajadora con su charla llena de potins del gran mundo. No le fue difícil conducir a Imperia hasta la biblioteca, donde la dejó a solas. Sería un gran cotilla, pero también era extremadamente educado.
En cuanto a la educación de Imperia, desapareció no bien descolgaba el auricular para marcar, con pulso inquieto, el número privado de Álvaro Montalbán. Había decidido que sacaría toda su furia para conseguir visitarle aquella noche, en el plazo de una hora. No estaba dispuesta a esperar más.
Marcó varias veces. Quería confirmar que no se había equivocado de número. El resultado fue siempre el mismo.
En otras circunstancias, habría pensado que el trabajo le retenía en su despacho. En aquella, tuvo una reacción más banal: toda mujer sabe lo que puede hacer un soltero, después de la cena, en cualquier bar o cualquier ronda de bares de Madrid.
Volvió a agredir a Álvaro con una oleada de reproches que escondían unas desesperadas ganas de llorar. Optó por sentirse rechazada: «Resplandezco, me admiran, me desean, podría ser amada y, mientras así triunfo, ese idiota se permite abandonarme para ir de copas con los amigos».
Introducida ya en el marujeo más agresivo, se formuló la pregunta que mejor podía definir aquel estilo:
—¿O acaso esté en la cama, desnudo, abrazado a alguna mujerzuela?
Se equivocó en parte. Álvaro Montalbán estaba en la cama, completamente desnudo y prisionero del abrazo de una mujer, pero lo cierto es que ni siquiera reparaba en ella. Era Ketty la Bumbum, que se mantenía aferrada a su cuerpo, observándole con admiración, como a él le gustaba. Siempre inferior a él, siempre sumisa, como su autoestima exigía.
Ella continuaba con el lamento de costumbre:
—¿Es que nunca vas a echarme ni un mal polvo, beibi mío?
—Hoy en día no es aconsejable. Corren muchas enfermedades sueltas.
—¡Oye, tío, que yo soy muy limpia!
—Aun así. La limpieza de cada cual es la limpieza de cada cual.
Pero no cesaban ahí los males de la Ketty. Para colmo, era una toplessera cornuda. Mientras le preparaba sus píldoras de valeriana, él permanecía abstraído, masticando una barra de regaliz y escuchando una y otra vez la voz de Reyes del Río, que sonaba desde uno de sus discos peor recibidos por la crítica. Pertenecía a la época en que la folklórica se complicó la vida cantando melodías mejicanas con vistas a abrir nuevos mercados en la América Latina:
Y cuando al fin comprendas
que el amor bonito lo tenías conmigo
vas a extrañar mis besos
en los propios brazos del que está contigo…
CUANDO AL DÍA SIGUIENTE LLEGÓ A SU DESPACHO, don Álvaro repitió el mal humor de los últimos días, y aún lo amplió. Estuvo insoportable. El ambiente, caldeado por sucesivas broncas, empezó a resentirse. Sus desplantes, sus violentas salidas de tono, sus gritos y portazos estaban incomodando a todos sus subalternos. Y a los alcázares privados de don Matías de Echagüe llegó la especie de que un exceso de trabajo podía haber provocado en Álvaro una crisis nerviosa de consecuencias incalculables. Todos temían que le rondase la enfermedad del ejecutivo. Nadie sabía cómo se llamaba la tal dolencia, pero era evidente que su sombra estaba planeando sobre aquel joven, hasta hace pocas semanas irreprochable.
A pesar de sus pésimas maneras, la secretaria Vanessa no pudo evitar un comentario sobre lo bien que le sentaba el traje de cheviot. Por primera vez desde que trabajaban juntas, la secretaria Marisa no estuvo de acuerdo.
—En el fondo, es muy basto. De hecho, siempre fue un basto. Con toda seguridad, nunca dejará de ser bastísimo.
Vanessa la miró, atónita. El amor callado y resignado de su compañera nunca permitió imaginar que, algún día, pronunciase aquellas palabras. Claro que podría estar cambiando de táctica. ¿Habría decidido zaherir al jefe, mostrándole indiferencia? Era posible. De hecho, la flamante chica Pux era lo bastante ilusa como para suponer que el castigo ejerciera algún efecto sobre un hombre tan apuesto y tan solicitado.
Pero Marisa continuó asombrándola. Echó la melena hacia atrás, un poco torpemente, como las vampiresillas que no acaban de serlo. Ladeó ligeramente la cabeza, como las aprendizas de seductora. Puso ojos de idiota, confundiendo tal condición con la coquetería.
—¡Qué fantoche! —exclamó, con insolencia—. No sé cómo algunas pueden considerarlo atractivo. Son las que no saben distinguir entre el continente y el contenido. Compadezco a esas inexpertas. Una mujer debe saber dónde empieza el traje y dónde la percha. Don Álvaro sólo es el atuendo que decreta su asesora de imagen. Es infinitamente más atractivo el muchacho del ascensor. Desprende un erotismo natural, campechano, una lozanía de machito incólume que le hace encantador a mis ojos, pese a la incipiente joroba, que todos le reprocháis y que yo no consigo descubrir por más que me esfuerzo.
«¡Vaya inyección de moral! —pensó Vanessa—. ¡Qué ejemplo para muchas! Y, sin embargo, el jabón Pux no ha tenido tiempo de hacer efecto. Ella sigue con esos granos horrendos en las mejillas. Diría que algunos están a punto de reventar. Pero su moral está más desarrollada, ¿qué duda cabe? ¿Habrá ido a Lourdes durante el último fin de semana y me lo esconde, a mí, a su amiga y confidente oficial?».
Imbuida de su recién inaugurada autoestima, la pizpireta Marisa entró en el despacho de su jefe, sosteniendo graciosamente la rebeca sobre los hombros, como solían hacer las secretarias de Nina Foch y algunas de Eve Arden.
Por fin podía mirarle sin que su corazón corriese el menor peligro. Además, su actitud decididamente despótica predisponía a robustecer aquella altiva decisión.
Lo suyo ya no era solamente seriedad. Era un cambio de carácter brutal. Simplemente odioso. Además, adelgazaba a marchas forzadas, como si se hubiese sometido a una cura de adelgazamiento rápido que, por otra parte, estaba muy lejos de necesitar. Tan enjuto, perdía mucho. Se parecía a los malos de las teleseries de viñedos.
Para colmo de sorpresas, Marisa descubrió aquella mañana una novedad absoluta.
—¡Está usted fumando, don Álvaro! —exclamó, mientras miraba el cenicero lleno de colillas recientes.
—¿Ya usted que coño le importa? —contestó él, en tono despótico. Y mordió su cigarrillo, más que fumarlo.
No se acomplejó la vivaracha ante aquella grosería proferida a voz en grito:
—Por mí, como si le da un cáncer de garganta. Conque ya ve usted si me importa. Vayamos a lo práctico. Doña Imperia no deja de llamar continuamente. Ya no sé qué explicación darle.
Él no levantó la mirada de sus papeles, cuando dijo:
—Si vuelve a llamar, continúe diciendo que estoy reunido. No necesito verla por el momento.
—¿Y cuando acaben las reuniones?
—¡Voy a estar reunido hasta que me salga de los huevos…! ¡Los tengo para eso y más! ¿Me ha comprendido?
Ella no se inmutó ante aquellos gritos tan bárbaros.
—Le comprendo demasiado. Tanto como para decirle que no estoy acostumbrada a que me hablen así.
—Pues se acostumbra, que para eso le pagamos. Y una mujer cuando cobra, o calla o se va a la mierda.
Ella permanecía inmóvil, inerte casi. Sabía que cualquier movimiento comprometería el equilibrio de su rebeca sobre los hombros y dejaría de parecerse a Nina Foch.
Álvaro decidió que no precisaba de ayuda femenina, aquella mañana, y se puso a manejar papeles sin el menor orden. Estuvo a punto de arrojarlos al suelo, en un gesto de absoluta exasperación. Se limitó a morder el cigarrillo con más avidez que antes, como si tuviese hambre de él. Al cabo de tantos excesos, preguntó:
—¿No ha llamado la señorita Del Río?
—¿Pues tiene que llamar, don Álvaro?
—Sería lo más lógico. Llevo quince días gastándome un pastón en rosas. Merezco una llamada de agradecimiento, digo yo. Aquí ocurre algo raro. ¿No se habrá usted equivocado de color?
Ella continuaba con su expresión inmutable:
—Rojo pasión, como usted dijo. Este color y no otro. La exactitud es mi lema…
—¿Las ha enviado diariamente, como ordené? Seguro que se habrá usted descuidado. A veces es usted muy abandonada. Más que abandonada, a veces es usted un desastre.
Ella levantó la cabeza, con la extrema dignidad de una mujer juez:
—No le contesto como debería porque tengo modales y, además, porque en la escuela de secretarias me enseñaron a reaccionar con estoicismo ante la estupidez de algunos superiores.
Álvaro se dejó caer en su sillón; estaba completamente desmontado:
—Perdone, Marisa. Usted sabe que no hablaba en serio. La verdad es que, últimamente, estoy un poco desquiciado. Sin duda, estoy cargando demasiadas responsabilidades sobre mi espalda. En fin, hablemos de otra cosa. ¿Tiene usted los recortes de prensa de hoy?
Ella depositó una carpeta sobre la mesa.
—Le he separado una entrevista que puede interesarle. Es de la folklórica…
Los ojos de Álvaro se tiñeron de rojo intenso:
—¡Cuide usted sus palabras, estúpida! Ella es… ¡doña Reyes del Río! Repita: doña Reyes del Río… ¡Doña, doña, doña! ¡Repítalo o le arreo un puntapié!
Aquí, Marisa abandonó la imagen de autodominio que tan admirable nos la hizo parecer durante los últimos cinco minutos.
—¡Y un cuerno, don Álvaro! Esa tía es una folklórica. Mírelo usted por donde quiera: es una flamencona de colmao.
Por eso no tiene el detalle de agradecerle las rosas. Porque las folklóricas son unas maleducadas. ¡Han salido de la nada y a la nada volverán cuando se les acabe la voz! En cambio, las que no tenemos ni voz ni peineta ni bata de cola, nunca volveremos a la nada, porque siempre nos quedará el arte de archivar, el don de la taquigrafía y las trescientas pulsaciones por minuto… Y si quiere leer la entrevista de esa petarda la lee; y, si no, se va usted a hacer puñetas.
Él dio un rotundo golpe sobre la mesa.
—Pues antes de decir más, váyase a una farmacia y que le curen esos repugnantes granos que tiene usted en las mejillas. ¡No sea que se le revienten y me llene de pus los documentos! ¡Fea, más que fea! ¡Tía viruelas!
Ella abrió los brazos para estrangularle, en un gesto desmesurado que se frustró por un milagro de contención.
—¡No hará falta que revienten mis pobres granos! Mire usted lo que hago con sus malditos documentos.
Cogió al vuelo un frasco de tinta y lo arrojó brutalmente sobre la mesa de Álvaro. Algunos documentos quedaron inundados. Otros, salpicados. Y, en la foto de Reyes del Río, quedaron unas manchitas, que parecía ella la picada de viruelas.
Álvaro quedó tan perplejo que no pudo pronunciar palabra. Ahora fue la secretaria la que empezó a proferir gritos descontrolados:
—¡Me he atrevido! ¡Sí, he sabido atreverme! ¿Y sabe por qué? ¡Porque tengo autoestima! ¡He seguido los consejos de la revista Complicidades, me he lavado la cara con jabón Pux, he leído veinte veces el libro de Elizabeth Taylor sobre cómo dejó de ser gorda y gracias a todo esto he recuperado mi autoestima! Esto es, precisamente, lo que usted ha perdido desde que frecuenta a las cómicas de la legua. ¡Usted ha perdido su autoestima, señor Pérez! ¡Y esta carencia le convierte en un personaje patético!
Salió con el cuerpo erguido, la cabeza alta, los labios muy prietos y dando un soberbio portazo.
—¡Mujeres! —exclamó el jefe—. ¡Si no fuera yo tan caballero, menudo hostión le hubiera arreado!
Miró, con desaliento, la inundación de tinta que había provocado aquella histérica. Decidió no perder más tiempo. Provisto de su pañuelo de seda, empezó a salvar la entrevista de Reyes del Río, sin preocuparse de los documentos en cuya redacción había empleado tantas horas durante los últimos meses.
En el despacho de las secretarias personales, Vanessa intentaba consolar el furor de su amiga sirviéndose de aquel tipo de reflexiones genéricas que siempre fueron de alguna utilidad:
—Perdónale, mujer. La primavera, el estrés y la polución nos tienen a todos fuera de quicio. Además, los hombres nunca saben reconocer el amor cuando lo tienen cerca.
—Esto es lo que los diferencia de nosotras —exclamó Marisa—. Una mujer siempre acaba por saber dónde está el amor y cuándo conviene seguir sus dictados.
Se dirigió al ascensor para coquetear con Ricardito, el botones miope, de nariz en forma de garfio y metro cuarenta de estatura. Cierto que, además, era un poco jorobado; pero, cuando menos, sabía apreciar el encanto que se esconde tras el rostro de una picadita de viruelas. Y sin necesidad de pasarse el día escuchando las dichosas coplas de Reyes del Río.
LO DICEN EN LAS PELÍCULAS de amor y lujo, y es rigurosamente cierto: los hombres no saben reconocer el amor cuando lo tienen cerca. Protagonista ideal de aquel tipo de películas, Álvaro Montalbán estaba buscando el amor lo más lejos posible de sus dominios. Tal vez algún lector exigente podrá aducir que aquello no era amor, sino pasión; pero sería injusto pedir que semejante diferencia, siempre sutil, pudiera ser observada por un joven que, hasta entonces, sólo aplicó sus escapes pasionales a la práctica del squash, el tenis y los negocios de alto voltaje. Y si en alguna ocasión se permitía escapes sexuales, estos correspondían a las necesidades de una naturaleza exuberante, más que a los dictados de una improbable espiritualidad.
Por otra parte, la pasión era un extremo que irrumpía en su vida sin avisar y que, en cierto modo, le hacía sentirse ridículo frente a los demás; muy en especial frente a aquellos que, por compartir su horario laboral, le habían conocido bajo su aspecto más acreditado: el de un hombre de máximo respeto. El de un ejecutivo frío, calculador y siempre capacitado para medir el alcance de sus tiros.
Desde el momento en que descubrió el alcance de la pasión, sus relaciones con los demás habían cambiado. La posibilidad de cualquier expansión inoportuna le violentaba, le impulsaba a protegerse de la atención de los demás, a mirarlos de soslayo, como los sospechosos. Quería esconder su derrota ante la pasión transformándola en mal humor, actitud que siempre resultaría más excusable, dada su autoridad en la empresa. Un directivo puede presentarse malhumorado ante los demás, pero nunca apasionado.
De todos modos, las verdades más evidentes de la pasión regresaban en el momento más inesperado, prestas a zarandearle.
Le bastó con leer las declaraciones de Reyes del Río. Bebió, más que leyó, sus palabras sobre el hombre ideal, aquel príncipe azul destinado a despertarla de su sueño de virgen obligada. El retrato podía parecer cursi, pero Álvaro Montalbán no dudó en apoderarse de él y, a los pocos minutos, lo encarnaba a la perfección.
Además, la foto delataba otra evidencia, que no podía pasarle por alto: Reyes del Río llevaba una rosa roja prendida en el pelo.
¡Sus ofrendas matinales no habían caído en saco roto! Por lo menos, servían de pendientes. Ya era algo.
De repente, el fragmento fatal:
A principios del verano, Reyes del Río se desplazaría a Miami para una estancia de tres meses o acaso más. Se hablaba de la intervención quirúrgica de algún pariente cercano. Nada importante pero que exigía la permanencia de la folklórica en las Américas.
Aquella noticia le sumió en un estado de profunda depresión. Todavía faltaban tres meses para el verano; pero, calculando el ritmo que llevaba el recién iniciado proceso de seducción, los meses podían transcurrir sin llegar a nada concreto. Y, una vez instalada en Miami, ella podía enamorarse de un millonario, un cantante de rock, algún cubano exiliado…
Aquellos pensamientos bastaron para acentuar su perturbación. Sintió la imperiosa necesidad de hablar cuanto antes con su amada. Evidentemente, no podía hacerlo desde su despacho. ¡Los hilos de su teléfono pasaban por tantos oídos! Recurriría al teléfono del coche. Bastaba con dar una hora de permiso al chófer y él quedaría en una situación completamente autónoma, que le permitiría hablar sin ser escuchado.
Se ausentó sin comunicárselo a Marisa. Era preferible no levantar la liebre. Al fin y al cabo, sería cosa de pocos minutos. El tiempo justo de concertar una cita con Reyes del Río.
Encerrado en el interior del coche, marcó el número de la folklórica. Por un instante temió que ella no se dignaría ponerse al aparato. Cuando escuchó su voz, casi le dio un pasmo. Hizo acopio de valor para no parecer ni sorprendido ni asustado. Solicitó verla. Para su sorpresa, ella no dijo que no. Para su asombro, estaba dispuesta a verle muy pronto.
—¿Qué entiende usted por pronto, rosita de Alejandría?
—¿Qué coño voy a entender, sentrañas? Dentro de media hora.
Al señor Montalbán le dio un vuelco el corazón. Creyó entender que era ella quien quería verle a él y no al revés. Sólo así se justificaba una cita tan rápida, después de tantos silencios.
Ni siquiera regresó a su despacho. Se ahorraba explicaciones enojosas; se ahorraba, sobre todo, la posibilidad de que algún asunto urgente contribuyera a distraerle del gigantesco desafío que se erguía ante él para dentro de tan poco tiempo. Ni siquiera tiempo. Apenas rato. Minutos casi.
Reyes del Río llegó a la cita, deslumbrando. Un traje de chaqueta negro, una amplia capa roja y el pelo recogido, como a Álvaro le gustaba. ¡Sublime detalle! Había pensado en él. Y no sólo por su peinado. Además, llevaba una rosa en la solapa y otra en el pelo, como en la foto de la entrevista. Estaba claro: no le era del todo indiferente.
Pero aquel aprovechamiento de las flores indicaba algo más importante de cara al futuro: era una mujer que sabía administrarse. Una mujer nacida para cuidar un hogar.
Tan imbuido estaba el macho en la adoración de la hembra que se negó a exhibirla. La sola idea de que otros hombres pudiesen contemplarla le enervaba. Durante un tiempo, todavía tendría que resignarse soportando sus actuaciones en el teatro o la audición de su voz a través de los discos. Ahora bien, en su vida personal la quería para él sólo y no pensaba exhibirla en un bar de moda, ni siquiera en un barucho del extrarradio. Siempre habría hombres en cualquiera de ellos. Alguno pudiera propasarse con una sonrisa, un piropo, una petición de autógrafo y él se conocía lo suficiente como para temer sus reacciones. Él era muy hombre; y un hombre, cuando lo es, no tolera que los demás entren a saco en su huerto. Teoría esta que no puede desconcertar a nadie. Álvaro Montalbán podía desconocer el honor, como dijo su padrino en cierta ocasión; pero, aun desconociéndolo, padecía sus efectos.
En busca de un anonimato total y de una intimidad que no comprometiese, llevó a su amada a las afueras de la ciudad. Detuvo el coche en un descampado y quedó mirándola, embelesado, sin atreverse a pronunciar palabra.
El exterior era gris, triste y brumoso. En comparación, cualquier cementerio habría resultado el Moulin Rouge.
Ante aquella visión, desoladora y lejana, comentó ella:
—Osú, don Álvaro, dígame cuánto tiempo va a durar el viajecito, que yo debería regresar a Madrid antes de una semana.
Él no le rio la gracia. Fumaba continuamente. Mantenía la mirada perdida en la distancia.
En un momento determinado, susurró:
—Reyes… Reyes… Reyes…
—¿Pues no pasaron hace más de dos meses?
—¡Mal regalo me dejaron!
—Será que no se portó bien durante el año.
—Me han dejado este amor que me está encendiendo…
—Con razón se ha quedado usted como una cerilla. ¡Quién le ha visto y quién le ve, pendón de Santa Eulalia!
—La quiero.
Ella no rompió en una risotada por educación:
—¿A mí? ¿A una coplera?
—A una mujer. A una virgen purísima.
—¿Y más no querría? Mire usted que las vírgenes somos muy aburridas.
—Quiero romper de una vez esa cárcel que debe de ser su virginidad.
—Muy destrozón le veo yo.
—No he dejado de pensar en lo que dijo en el programa de Rosa Marconi.
—Empiezo a comprenderle, barbián. ¿A que le gustó lo del serrano que me tiene que dar la vida y la muerte y al que me voy a entregar todita entera?
—Ese serrano soy yo, mi vida.
—Le veo a usted muy peliculero. No hay quien le gane en organizar escenas. La primera vez que nos vimos fue en una fiesta que parecía el palacio de una película de Visconti. La segunda fue otra fiesta; era de Nochevieja, como en las comedias de Frank Capra del tiempo de María Castaña. Y ahora me monta usted un cirio sentimental en una carretera de segunda y con esta bruma, que tal parece el asunto Muerte de un ciclista…
—¿Y eso qué es? —preguntó él.
—Es una película mi alma. De Juan Antonio Bardem. De las buenas del cine español. ¿O no las veía usted, falso patriota?
—A mí me gustaban las históricas de capa y espada, las de santos y las de Antonio Molina.
—Esas no las veía yo.
—¿No las veía y es folklórica?
—Lo del folklore me vino después, prenda. A mí, de niña, me tiraban otras cosas. Pero como no se las va a creer, ¿para qué contárselas?… —Cambió el tono, pero no la ironía, al preguntar—: ¿No le han dicho que le sientan muy bien las gafas?
—Le agradezco que me lo diga. Es muy importante para mi autoestima. ¡Y la necesito tanto cuando me encuentro delante de usted!
—Pues yo, de eso que ustedes llaman autoestima, voy muy bien servida.
Él hizo acopio de valor para abordar un futuro más íntimo:
—Yo aspiro a redimirla de la pobreza que pasó de niña. Del hambre. De la vergüenza de ir bailando por tascas y colmaos de Triana.
—Ya ve usted qué pasado tengo. ¡Como para exhibirlo en sociedad! Más le convendría a usted una señorita de buena familia; una marquesita, una de esas casaderas que salen en las revistas…
—Cuando usted esté conmigo y yo tenga el poder en mis manos, será una señora de bien y nadie se acordará de que fue una folklórica. Y si a usted todavía le remuerde la conciencia, y si se avergüenza de su pasado, yo le daré mi sangre mediante una transfusión, para que sepa el mundo que su sangre de usted es de primera clase.
Pausa prolongada. Tiempo para otro cigarrillo. Mirada intensa en los ojos hechiceros de la folklórica. Y él que le tomó una mano y el corazón le dio un vuelco; porque ella se lo permitía, sin protestar.
—Mire usted si la adoro que, en los últimos días, me estoy privando de hacer el amor por miedo a infectarla cuando consiga hacerlo con usted…
—¡No me hable de infecciones, don Álvaro, que a Eliseo mi primo le ha salido un furúnculo en salva sea la parte!
El sintióse molesto, al ver que la grandeza de su sacrificio era tenida a menos.
—Señorita, yo me estoy refiriendo a cosas mucho más graves. ¿Sabe usted que corre la plaga esa de los americanos y uno puede pescarla en un santiamén, hasta usando preservativo? No bien lo supe, exclamé para mis adentros: «Absténte de tocar mujeres, mañico, porque pudieran contagiarte el virus y tú no tienes derecho a transmitírselo a esta santa que ha de ser la madre de tus hijos». Conque mire si ha de quererla este corazón mío, que me abstengo de tocar mujer pese a que soy yo tan hombre, tan de no poderme contener cuando me atacan los instintos.
—Si hay tantos peligros como dice, no se le ocurra darme su sangre, esaborío. Dicen que es así como se pega…
—¿Y qué hago con mi sangre, sentrañas?
—Se la da a beber a su madre, que las madres se engordan con la sangre de sus hijos. ¿O no lo sabía usted?
Él meditó unos momentos. No diría ella que el resultado mereciese el esfuerzo.
—La espera no será vana —dijo, al fin, iluminado—. Cuando por fin seas mía no te decepcionaré. Porque yo la tengo muy gorda.
Ella le correspondió con su expresión más virginal.
—¿Qué es lo que tiene usted gordo, sentrañas?
—La gracia de Dios. La que a partir de ahora guardaré para ti como tú has guardado tu virginidad para entregármela intacta.
Después de otro silencio propicio al éxtasis, Reyes sacó de debajo de la capa un paquetito que permitía adivinar un libro de bolsillo. Iba envuelto en papel de seda.
—Para recompensarle por las bondades de que me hace usted objeto, para pagarle tanta devoción, me he permitido hacerle un pequeño regalo…
Quedó Álvaro un tanto perplejo ante aquel primer detalle de su amada:
—¿Y para qué quiero yo eso?
—Normalmente, los libros son para leerlos. Este, además, es para que se entretenga mientras me espera. Y no venga a mi encuentro sin haberlo leído. No tendríamos de qué hablar. Porque todo lo que hemos dicho aquí ya me lo sabía. Me suena a copla de Rafael de León y a artículo del Medical Digest sobre infecciones varias.
Álvaro Montalbán leyó el título del libro.
Era una edición de los poemas de Rimbaud en francés.
¡Qué fuerte iba la coplera!
AL DÍA SIGUIENTE, Reyes del Río recibió una carta pintoresca:
Ángel mío, rosita de Alejandría, nievecita de la sierra:
He tomado la drástica decisión de salir de Madrid. Huyo de usted, de la imperiosa necesidad de volverla a ver. El encuentro de ayer fue maravilloso y, tal vez por lo mismo, irrepetible. Usted no es consciente de que la belleza produce corrientes muy poco ortodoxas, corrientes que, por respeto, no me atrevo a dirigir hacia usted. Pero su rostro las provocaba porque es un rostro que, de repente, me devolvía muchas cosas que soñé. ¿Es usted consciente de que necesitaba abrazarla, que sentía cada uno de sus rasgos como una cosa mía, cercana, íntima como la comunión de los santos? Ante su belleza soberana me sentí empequeñecido, acaso ridículo, tal vez porque mi pasión no la merece a usted, del mismo modo que un vulgar jardinero no merece el rosal que crece entre sus plantas. Pero mientras sentía estos pensamientos redentores, también me sentí criminal. Sentí que la agredía con pensamientos brutales, que su excelsitud no merece. ¡Qué innoble soy, cuán bajos mis instintos! Parapetéese contra ellos, santa mía. Parapetéese porque, para decírselo en plata: quise saltar sobre usted como una bestia y poseerla brutalmente…
En este punto, la folklórica se echó a reír:
—¿Saltar sobre mí? ¡Te arreo en la cara con el tacón del zapato que de esta te sale otro hoyuelo; pero en la frente! ¿No dices que me parapete? ¡Pues parapeteada me encontrarás, serrano! Anda y vete en buena hora, que cuando Reyes del Río te necesite te llamará. ¡Eso no lo dudes!
Y rompió la carta en diminutos pedazos, mientras doña Maleni la reclamaba para cenar.
Pero Álvaro no se marchó de Madrid, como anunciase. Pasó todas las noches en su apartamento, fumando incesantemente delante del televisor y esperando que la carta hubiese provocado algún efecto en el corazón de Reyes del Río.
Estaba seguro de que ella acabaría por llamarle.
RECUPERÓ LA CENA DE LOS VIERNES, la de las confidencias con Alejandro, en el restaurante hindú de costumbre. Pero ahora se les unía Raúl, radiante como siempre y todavía más iluminado por su primera realización en el amor. Así, cuando llegó el camarero a quien un día comparase Alejandro con una hermosa cría de rajá, no hubo frustración en el ambiente porque Raúl era infinitamente más hermoso que aquel mancebillo y, gracias a sus rizos negros, podía parecer más hindú que todos los niños de Esnapur vestidos de gala para recibir a Debra Paget.
En esto reside la venturosa ubicuidad del amor. En la capacidad de encarnar en el amado a todos los prototipos que, en otro tiempo, nos hicieron soñar; con la seguridad de que siempre los tendremos con nosotros. Pero el delirio del amor no correspondido posee un inconveniente que lo hace infernal: cuantos prototipos se proyectan en él, se hacen inalcanzables por depender de la imposibilidad del amor.
Los gallardos prototipos que encarnó Álvaro Montalbán en la imaginación de Imperia, navegaban ahora en aquellos mares e incertidumbre, dejándola huérfana de belleza. Decidió buscarla a su alrededor, desesperadamente, como algo apto para convencerla de que la belleza de ayer podría repetirse. No le extrañó en absoluto que todo cuanto buscaba se encontrase en aquella misma mesa y, además, en una pareja anormal por definición. Cuando menos, ellos habían conseguido encarnar con ventaja, el uno en el otro, los sueños que, durante años, les habían sustentado. Y aquella unión, por demás extravagante, ya era lo único que podía asociar con algo parecido a la belleza.
A ojos de Imperia, no sólo su hijo era hermoso: lo era mucho más la pareja que formaba con Alejandro, aquella unidad de dos; iguales en el trato, deferentes para con el otro, procurando que todos sus gestos encajasen en una envidiable imagen de la armonía cotidiana. Y, al contemplarles, Imperia no pudo reprimir el mismo sentimiento de soledad que le asaltase aquella noche en que partieron juntos hacia su nueva vida.
Lo que hasta entonces le pareció anormal ofrecía ahora sus aspectos más amables, si bien ella —y ellos mismos— no ignoraba que en modo alguno su caso podía tomarse como norma. La naturaleza era lo bastante bromista como para hacer que una relación que iba contra sus decretos se presentase bajo los rasgos de la perfección. Y, siguiendo con sus bromas atroces, la naturaleza invertía ahora los términos, haciendo que lo anormal fuese ahora su relación con Álvaro.
Desde el desconcierto en que se hallaba sumida, las bromas de la naturaleza empezaban a obsesionarla como una cárcel de la que era imposible escapar. En aquella cárcel, los perdedores agonizaban sin esperanza de prosperidad.
¿Cómo podía sentirse ella perdedora, si se hallaba dentro de la más estricta normalidad? Ella seguía con precisión todas las reglas de la guerra ancestral entre los sexos; la acreditada, perenne contienda entre el hombre y la mujer. ¿Cuántas batallas feroces no se libraron a lo largo de los siglos? ¿Cuántos cronistas no la habían celebrado? El tema era siempre el mismo. Un sexo contra el otro. Agrediendo el uno, contestando a la agresión el opuesto. Dos mitades que nunca podrían reconciliarse mientras la reconciliación descansase sobre el dominio.
Y, de repente, una pareja como la que formaban Raúl y Alejandro le estaban demostrando un nuevo camino. No el uno contra el otro. No dos seres enfrentados a perpetuidad. Los dos unidos para enfrentarse a algo. Ambos a la vez, para vencer siempre.
Sería difícil pronosticar si alguna vez podría plantearse, junto a Álvaro Montalbán, algo siquiera remotamente parecido a una batalla en común. Solamente en el trabajo, según iban las cosas. Y pensaba Imperia que ni siquiera en este campo podría funcionar la comunión, porque los límites del trabajo se habían desbordado de tal modo que, a partir de entonces, constituiría una tortura compartirlo.
En un momento determinado de la cena, Imperia necesitó exponer todos sus problemas, escuchar el consejo de Alejandro, sentir como mínimo la cálida certeza de su complicidad. Pero se resistía a hablar delante de su hijo. No quería ofrecerle la imagen de una mujer derrotada. Quería encarnar a la primera actriz, capaz de efectuar un fin de acto clamoroso, de los que ponen al público en pie. Quería que su hijo la recordase puesto en pie y aplaudiéndola siempre con fervor.
El camarerito hindú proporcionó un buen pretexto para que Raúl se ausentase durante unos minutos. No tenían tabaco. Y ella acababa de devorar febrilmente su último cigarrillo.
—Raúl, niño, ¿puedes salir a comprarme cigarrillos a cualquier bar?
—Me fastidia, pero puedo. Son tus pulmones los que no deberían poder. Los presuntos adultos os estáis matando con estas porquerías.
Imperia intentó un escape de frivolidad dirigida a Alejandro:
—¡Joder con el niño! No sé cómo puedes convivir con semejante puritano. Por suerte, me lo he quitado de encima. Dejé de ir muy joven a la iglesia porque me aburrían los sermones de los curas. Hoy todo el mundo quiere imitarles. Todo el mundo quiere redimirte de algo.
Cuando Raúl hubo desaparecido entre los camareros, la sonrisa se borró del rostro de su madre. Apoyó las sienes en los puños cerrados y los codos sobre la mesa, como si estuviese a punto de quejarse de una jaqueca mortífera.
—Estoy mal, Alejandro. Muy mal.
—¿A causa del ejecutivo? —preguntó él.
Ella afirmó con la cabeza.
—Te previne contra los peligros del pigmalionismo —precisó él.
—Me dijiste que podría enamorarme del hombre que Álvaro sería. Mucho peor. Me he enamorado del que es.
—No te entiendo. ¿Ya no quieres cambiarle?
—Casi estoy por pensar que debería cambiar yo. Presiento que todo cuanto he sido se vuelve en contra mía. Todo cuanto consideraba mis valores más acreditados, sólo sirve para aprisionarle. Tengo que cambiar, Alejandro, porque así no me acepta.
—Lo suponía. Otro de los peligros del pigmalionismo activo es que el idiota acabe adueñándose del inteligente. ¡Ya ves tú si puede fallar el mito!
—Seguramente, tienes razón. Yo pensé que conseguiría hacerle leer tres libros por semana y, en cambio, soy yo la que no ha leído una línea desde que nos conocimos. Pensé que se tragaría, por narices, las mejores películas de Madrid y, durante dos meses, sólo he visto aventuras de tiburones, titanes interplanetarios y luchas de bandas rockeras. Y, para colmo, cada vez que hemos hecho el amor he tenido que pagarlo con una retransmisión deportiva o adivinar quién se lleva el coche o el apartamento en Benidorm en el concurso «Toca la pera, remera». Se confirman tus temores: la vulgaridad es más contagiosa que la cultura. Puede con todo.
—Es la tónica de nuestra civilización, Imperia. ¿Por qué debería ser distinto en las relaciones individuales? Los cultos, los sensibles, los amantes siempre tendremos las de perder.
Había una última verdad que Imperia no se había atrevido a insinuar. Pero estaba allí, y seguía quemando.
—Y los viejos. Los que, al contemplar el cuerpo de nuestros amantes, envidiamos su maravillosa juventud. Seguramente es lo mismo que te ocurre a ti con mi hijo. Al sentirme yo así, casi me arrepiento de habértelo presentado.
—No es comparable. Yo no envidio la juventud de Raúl. Le amo con ella, porque es una parte más de su fuerza y porque ha empezado a comunicármela. Todo cuanto yo haga será en función de esa juventud, y en su provecho. Porque cualquier atributo de Raúl es digno de amor a mis ojos. Amo su ignorancia, sus pequeñas torpezas, todos los errores que cometerá en el futuro. No quiero hacer de él nada que él no sea. Le quiero libre. Jamás me permitiré vampirizarle. Y sé que él no lo hará conmigo.
Ella se limitó a reír con escepticismo. Tenía demasiado recientes sus ataques de histeria, sus dudas y vacilaciones, para otorgarle, ahora, un crédito mínimo.
—Empiezo a creer que esto es imposible de conseguir con un amante.
—Es que te equivocas, Imperia. Él no es mi amante. Es mi hijo. —La otra no se sorprendió, como esperaba. Así pues, continuó diciendo—: La naturaleza no quiso dármelo pero yo entro a saco en la naturaleza y le convierto en mi hijo eterno. A partir de esta invasión, ya no tengo miedo.
—¡Tú y yo siempre estamos en lo mismo! —exclamó Imperia, decididamente sarcástica—. Empiezo contándote un problema que, en el fondo, también es el tuyo. Te estoy contando la estafa de que he sido víctima y no te das cuenta de que es la misma en la que estás cayendo tú.
—Ya no, Imperia. Con nadie me había sucedido lo que me ocurre con Raúl. Cuando el amor termine, quedará este vínculo que nos mantendrá siempre unidos. Este vínculo se encuentra en el derecho a elegirse libremente. Cuando la naturaleza se equivocó, haciéndome nacer en este siglo nefasto, yo me tomé el derecho de ser griego. Yo nací en un siglo de madurez, entre columnas dóricas. Ahora, las circunstancias me dan la oportunidad de perpetuarme en un niño divino. Vuelvo a rectificar a la naturaleza y, así, Raúl y yo nos convertimos en padre e hijo. Este es el derecho que pienso defender a cuchilladas, si es preciso.
—Y ahora tendré que ser yo quien te prevenga. Yo, quien te pida que te andes con cuidado.
—Al hacerlo, demuestras no conocer a tu hijo. Es un crío extraordinario y mi deber es que llegue a serlo más todavía. Nunca, ¿me oyes?, nunca debes compararle con aquellos niñatos pedantes de quienes te hablé en tantas ocasiones. Y mucho menos con Álvaro Montalbán. La sola comparación nos ofende a los tres: a ti, a mí y a Raúl.
—Es posible que tengas razón. Es posible que todavía no conozca a Raúl en absoluto. El pobre niño no me ha dado tiempo. Yo me limito a encontrarle cada día más alto.
—En esto también te equivocas —rio Alejandro—. Está igual que el día que le conocí. Es mi hijo, Imperia. Debo conocer exactamente sus medidas para cuando necesite ropa nueva.
A causa del atuendo de Imperia —un espectacular chaquetón Rabanne— eran observados atentamente por un matrimonio que se aburría en la mesa vecina. La esposa presentaba la vulgar ostentación de una clase media que estaba aprendiendo a vestir según las fiestas que salían en las revistas. El marido aprendió a vestirse viendo el No-Do, en su juventud, y esto ya no se borra nunca.
—Hablan de cosas muy raras —dijo la esposa al marido—. La sofisticada, que se parece a la Espert cuando se desmelena, es la esposa de ese guaperas de las gafas que se parece a Burt Lancaster cuando hizo Trapecio. Creo que les tiene muy preocupados el porvenir de su hijo, ese niño tan alto que se parece al hijo de Tarzán cuando era adolescente.
—¿Alto este niño? —gruñó el marido—. ¡Qué valor tiene la gente de dinero! ¡Si vieran al nuestro! ¡Ese sí que es un niño alto!
—Más alto sería si no se pinchase por culpa tuya.
—¿Culpa mía? ¿Acaso no fue tu madre quien le dio el dinero para la primera jeringuilla?
—¿Cómo no iba a dárselo, si estaba a punto de arrojarle la bombona de butano a la cabeza?
—Es que un niño tan alto y fuerte como el nuestro puede con todo.
—Eso sí. Mucho más alto que este niño tan pijo. Pero insisto: si tú no le hubieras abonado a pincharse, todavía sería más alto y fuerte. ¡Pobre Jacobo!
—¿Cómo vas a decirle a un niño de doce años que no se pinche? ¿Con qué autoridad? Sobre todo si, por detrás, su abuela le paga la primera jeringuilla.
—Lo que tú querías es que la matase de un butanazo. ¡Canalla! Tú odias a mamá desde que te dijo en público que los pies te huelen a chotuno. Pues es verdad. ¡Te huelen los pies! ¡Te huelen los pies!
Cuando Raúl regresaba con los cigarrillos de su madre, percibió algo extraño a su alrededor. En su inocencia, preguntó:
—Noto un olor muy raro, como un tufo que no es de recibo.
—Son los pies de aquel señor —contestó Imperia, tapándose la nariz—: ¡Dios mío! ¡Cómo cantan!
La esposa aprovechó la unanimidad:
—¿Lo oyes? ¡Hasta esa señora tan sofisticada tiene que decir que te cantan los pies!
—A mí me cantarán los pies, pero que nuestro niño es más alto que el suyo, esto va a misa.
Alejandro sintióse profundamente herido cuando oyó que un vulgar matrimonio de clase media pretendía tener un niño más alto que el suyo. De manera que dijo a Raúl:
—Le estaba diciendo a tu madre que tú eres mi hijo, pese a que hacemos el amor todas las noches.
—Me encanta tener un papá que folla tan bien —exclamó Raúl, alegremente.
La mujer de clase media estuvo a punto de desmayarse.
—¿Qué han dicho ahora? —preguntó el marido.
—Al parecer, el padre se acuesta con el hijo. Y, cuando digo acostarse, quiero decir que se entregan a las criminales acciones que la Iglesia atribuye a los invertidos malditos del Señor. Y lo que es el colmo: ¡la madre consiente en ello!
—¿Lo ves como siempre hay algo peor? A mí me olerán los pies, pero a lo que huelen los elegantes no lo puedo yo decir porque me falta vocabulario.
—¡Si san Isidro labrador levantase la cabeza y regresase a este Madrid, no aguantaría ni dos horas seguidas! —exclamó la esposa, abrochándose el chaquetón estampado con flores de lis.
—Eso. Cuando Su Santidad dice lo que dice ya sabe bien por qué lo dice.
—Es que lo que dice Su Santidad va a misa.
—Nunca mejor dicho, querido. Después de todo, Su Santidad es un santo.
Acto seguido, hincó los dientes en la merluza, que tomaba contra su voluntad pero con resignación, porque era vigilia.
LOS TRES TENÍAN LA COSTUMBRE de pasar de madrugada por cualquier Vips, para proveerse de la prensa del sábado. Una vez más, Raúl se prestó a hacer de recadero: bajó a recoger la mercancía mientras Alejandro y su madre aprovechaban para cruzar unas últimas palabras en el interior del coche.
—Hay algo en Álvaro que me obsesiona, y no para bien —confesó Imperia—. Si ahora, que todavía se siente inseguro, actúa con tanta prepotencia, ¿cómo será cuando aprenda a caminar por su cuenta?
—Deja de pensar en cómo es él o cómo será. ¿Por qué no te buscas un poco cómo fuiste tú? Es el tipo de recuerdos que le ayudan a uno a reencontrarse…
—¡Reencontrarse! Esa obsesión por hurgar en el pasado, el propio o el colectivo, resulta enfermiza.
—Esa obsesión por darle la espalda todavía lo es más. ¿No piensas si hubo algún momento de tu vida que influyó sobre todos los otros? Ese momento en que abandonaste algo que juzgabas innecesario y que, sin embargo, no dejaste de necesitar a partir de entonces…
—¿Dónde empezó el cambio? No creo en este tipo de formulaciones. El cambio se produjo y yo soy su resultado. Y si hay un problema se llama Álvaro Montalbán, no Imperia Raventós.
Regresó Raúl cargado de periódicos, suplementos y sus revistas de cine. También había comprado un vídeo del National Geographic Magazine sobre microbios espantosos, otro sobre serpientes espeluznantes (¡ideal para un malagueño!) y un tercero sobre volcanes amenazadores. Alejandro temía un sábado científico, de manera que sonrió con resignación y escasa complacencia.
—Este niño me va a dar el week-end —comentó irónico.
—Defiéndete —dijo Imperia—. Léele algunas páginas de tu Horacio. Seguro que le ganas.
—No sirve. Resulta que le encanta.
—Lo dije en cierta ocasión: cuando dos coñazos se buscan, acaban por encontrarse.
Imperia les acompañó hasta su casa. Prometieron llamarla horas después, por si le apetecía un brunch sabatino. La vieron responder con un gesto no demasiado entusiasta. Evidentemente, no era su mejor fin de semana.
Cuando ya estaban acostados y con el vídeo a punto, porque Raúl no podía esperar a ver la película de los microbios, el niño reclinó la cabeza contra el pecho de Alejandro y manifestó su preocupación:
—He encontrado a mamá un poco rara. Mejor dicho: tope extraña. ¿Tú crees que le ocurre algo muy, muy malo?
—Más de lo que ella piensa. Ella imagina que sólo es por ese Montalbán. Más o menos, las duquitas que conllevan las cosas del querer y olé. No quería ni oír hablar del melodrama y ha caído en él de cuatro patas. ¡Ojalá fuese esto, de todos modos! Lo hemos visto en algunas óperas, ¿verdad? Pero en ninguna del gran repertorio universal se incluye, que yo sepa, el caso de una entera generación que, de repente, se descubrió inferior a sus sueños de ayer. Si algún día, en la escuela, te cuenten cómo fuimos verás que éramos, ante todo, tributarios de grandes sueños. Incluso en el amor, nunca esperamos que pudiera dominar nuestra vida un Álvaro Montalbán, no como valor sentimental sino en lo que lleva implícito como renuncia.
—Me gusta que me hables de esas cosas, pero me preocupa que le ocurran a mamá.
—No iba a ser ella la excepción, aunque es evidente que se fijó como objetivo el llegar a serlo. Es un error. Su gran error, seguramente. Todo ser humano persigue un sueño, y muchos no se dan cuenta de que acaso lo tuvieron y pasaron de largo; y el sueño quedó enterrado en algún momento de su vida. Algunos se resisten a recordar por miedo, porque equivale a recobrar ese momento en que, seguramente, fueron mejores. Esta actitud no es nueva en Imperia. Siempre se negó a hablar de lo que fue su vida antes de su llegada a Madrid. Con decirte que incluso sus amigos más íntimos no sabíamos nada de ti. Sólo que habías nacido y estabas en algún lugar, haciéndote mayor.
—Ya ves que tampoco os perdíais mucho… —murmuró Raúl, con un travieso mohín que buscaba un cumplido como respuesta.
—Ya ves que yo sólo me perdía la felicidad, idiota —exclamó Alejandro, riendo—. Pero no hablábamos sobre ti; no quieras estar siempre en todas partes. Tu madre es un caso extremo de amnesia voluntaria. Nada de nostalgias, nada de culpas. A saber dónde enterró ella aquel sueño suyo. Algún día debería buscarlo. Y creo que este día ya está aquí. Es inútil que disfrace su crisis atribuyéndola a un desengaño por un vulgar señorito de provincias. Se limitaba a apuntarse a la crisis que hemos pasado todos nosotros. La bomba está a punto de estallar.
Vieron la película de los microbios. A Alejandro le dio un asco espantoso; así pues, la cambiaron por otra que contaba las aventuras del ladronzuelo de Bagdad; pero Alejandro se durmió cuando Sabú llegaba al templo de la diosa que todo lo ve y Raúl aprovechó para continuar apasionándose con sus microbios y sus volcanes hasta que también quedó completamente dormido.
Continuaban durmiendo juntos y, a veces, abrazados. Ya estaban comprometidos en la suave sensación de percibir los cuerpos en medio del sueño. Sentíanse tan unidos que sólo al cerrar los ojos se transformaban en individualidades, comprometido cada uno en mundos distintos. Por lo mismo, los cuerpos se habían convertido en una costumbre que se alarmaba excesivamente, caso de sentirse interrumpida por la ausencia de uno de los dos. Así, cuando Alejandro sintió en pleno sueño que el cuerpo de Raúl no estaba junto al suyo salió a buscarle al otro extremo del apartamento.
Le encontró sentado ante la pared donde aparecía toda su colección de postales del cabo de Sunion. Estaba desnudo y contemplaba aquellas ruinas del templo y los reflejos del crepúsculo sobre el mar de los mitos con la plácida complacencia de un efebo antiguo que regresaba a su patria de origen después de un largo peregrinaje por tantos siglos de esterilidad.
Alejandro se arrodilló detrás de la silla y retuvo su cuerpo, mientras le besaba en el cuello con dulzura, sorprendido de que aquel encuentro ante sus fotos más amadas no se hubiera producido antes.
—Me he despertado soñando cosas muy extrañas —decía Raúl en voz muy queda—. Yo era mayor como tú y tú eras como ahora mismo. Estábamos frente a esas ruinas, cogidos de la mano, y yo te preguntaba por qué tenías tantas fotos de un mismo tema. Y tú no sabías contestarme. Entonces, me he despertado y he decidido averiguarlo por mi cuenta.
Nada complacía tanto a Alejandro como revolverle los negros rizos, mientras miraba hacia el fondo de aquellos ojos desmesuradamente abiertos a la sorpresa.
—Durante años, sólo tuve estas imágenes como guía espiritual. Y, últimamente, sólo las tenía como consuelo de mi soledad. ¿Recuerdas lo que te dije antes sobre los sueños? También hay lugares que los resumen. Cuando ya no se dan en la realidad, existe algún sitio, en algún lugar, que guarda mis sueños. Un sitio lleno de fantasmas que me han hablado desde siempre. Maestros lejanos a quienes debo lo mejor de mí mismo.
Ahora fue Raúl quien le acarició la frente. Sin gafas, parecía más rudo. Se le antojaba un héroe primitivo que salió de las montañas para ponerse a razonar.
—¿Cómo es posible que un hombre como tú no encontrase la felicidad antes de ahora? —preguntó, lleno de sentimiento.
—Pensaba que era debido a mis exigencias. Siempre temí que fuesen demasiado altas, que esto me condenaba a no cumplirlas nunca. Después, he sabido que mi fracaso se debe a causas más complejas. Es una desesperación que tú no puedes entender. Algo que ya no depende sólo de mí. Es encontrarse al final de una época. Asistir a su derrumbe, sin solución posible. Tengo esta sensación cada vez que pienso en lo que nos rodea. Es el ocaso de un mundo que nunca fue el mío, donde no encajé, que ni siquiera me quiso.
—Entonces tú eres de esos alarmistas que creen en el final de nuestra civilización…
—Necesariamente. Vendrán razas más poderosas o más sabias. No somos los únicos ni somos los mejores, aunque lo fuimos en un momento privilegiado. —Señaló al azar una de las fotos de Sunion—: Ese momento fue uno de ellos. No estas columnas en concreto, sino todo el mundo que representaban. Así pues, me adjudico el derecho de haber nacido en él.
—No digas esas cosas —suplicó Raúl—. Los finales me dan mucho miedo.
—Hace ya tiempo que asumí este miedo. En todas las catástrofes, siempre hubo algunos que se salvaron. Los puros, los intocados, los que llegaron a tiempo de decir que no.
Raúl se empeñó en meditar sobre aquellas palabras, pero no podía. Su significado implicaba una negación del tiempo que le quedaba por vivir.
—Cuando te decidas a hacer tu viaje quiero estar contigo. Igual que en mi sueño. Y cuando tenga que decir que «no» indícamelo, porque yo ignoro cuándo conviene hacerlo y podría meter la pata.
—Quiero que estés conmigo, cuando vaya a Grecia. Tal vez nunca me decidí a ir porque no tenía a nadie a quien transmitir toda esa confusión que llevo dentro. Y todavía ignoro si tengo el poder de hacerlo. Ni siquiera el derecho.
—¿Quién si no tú podría tenerlo? Cuando, algún día, lleguemos a esa Grecia tuya, te llamaré padre como tú deseas. Y creo que allí te entenderé de una puñetera vez. Porque, ¡mira que llegas a ser complicado, profesor!
Alejandro dejó caer la cabeza en el regazo del niño. Al otro lado de los cristales, nacía otro de sus amaneceres redentores. Otro sábado maravilloso, creado para una agradable compañía de dos convertidos en uno.
IMPERIA PASÓ EL SÁBADO a solas. Podía almorzar con Alejandro y Raúl, pero no deseaba imponerles su presencia. Sabía que pasaban el fin de semana encerrados en casa, viendo películas, escuchando música, arreglando papeles, o simplemente estudiando. Era justo dejarles a solas con la felicidad, mientras esta tuviese el antojo de durar. Además, Raúl había empezado la redención de Alejandro como fumador y ella sólo estaba dispuesta a renunciar a sus cigarrillos delante de un cliente americano. Esos que ya no tienen remedio.
Tan distraídamente conducía que casi se dejaba llevar por el antojo del coche. Este la depositó en un parque que guardaba algún parecido con la naturaleza. Algo que podía mandar sobre sus sentidos, determinarlos acaso, aunque sin incurrir en saturaciones. Para una urbana vocacional, la naturaleza siempre implica alguna acusación de negligentes anteriores, transmitida por voces que no siempre resulta grato escuchar.
Alejandro había hablado del recuerdo. Había invocado la masturbación de la memoria. No era sencillo, después de tanto tiempo ignorando aquella práctica. Además, le faltaba valor. En fin de cuentas, para mirar atrás se necesitan más cojones que para vivir el presente o afrontar el futuro.
Los días traidores de la memoria. El valor implícito en el acto de recordar. El arrojo necesario en la decisión de revivir. El terror de releer la propia vida al cabo de los años. No sólo el miedo de encontrarle faltas o superaciones, sino de encontrarse a sí misma tal como fue. Encontrarse todavía inexperta y, por serlo, tan libre. Su inexperiencia fue un reflejo de su juventud y, al mismo tiempo, del entusiasmo que guiaba todos sus actos. El ardor por las cosas cuando no las tenía, la fogosidad del amor cuando todavía no lo conocía. La divina inconsciencia que, hoy, su maldita capacidad de reflexión le hacía considerar equivocada. Pero entonces vivía. Por lo menos, sentíase viva. Y todo error era mínimo ante esta garantía que desbordaba el alcance de todos sus proyectos; que era un proyecto en sí mismo. Y, además, gigantesco.
¡Había, entonces, tanta fe en todo; en sí misma, en su capacidad de abarcar el mundo; tanta fe de llegar a comprenderlo algún día, mientras esperaba que la vida, al desarrollarse, le diese credibilidad como persona! Y cuando la vida se la había otorgado, desapareció la fe, desapareció aquella capacidad de creer en algo; capacidad que era, en el fondo, el atributo más envidiable de la juventud.
Quiso recuperar, en su memoria herida, aquella frescura, aquel descaro, que los desencantos ya no volverían a permitir. Porque el desencanto sólo es un refugio desesperado, una figura retórica que enmascara el final de la vitalidad. Cuando esto ocurre, la ilusión se arrepiente por haberse prodigado tanto y se venga negando cuanto otorgó.
Decidió narrarse a sí misma en beneficio de su desconcierto de hoy. Al narrarse, aspiraría a la frescura de aquellos primeros tiempos; al descaro, la insolencia, la impagable sensación de que no había nada que perder y todo por ganar a cada paso. Época en que el lema era o todo o nada; cuando se esperaba alcanzar la cima del mundo o no moverse de casa. Lo contrario de hoy, lo distinto de ese presente de veinte años después, cuando todas las cosas que llevaba aprendidas ya no sustituían a lo que entonces fue estallido de pasión, materia primera, fuerza más viva que cualquier aprendizaje. De la rabia de ayer quería recobrar la alegría del vómito vital, el éxtasis de los errores, la fuerza que le impelía a romper con todo a cada instante, a dar un soberbio puntapié a todas las leyes establecidas.
Así, la razón del recuerdo no sería tanto restituir cuanto restituirse, colocándose en la insolencia de ayer, en la desmesura de la juventud, cuando todo se espera. Restituirse. Esta era la palabra. Recobrar toda su fuerza y decidir dónde había estado el mal. Más aún: el daño. Pensó entonces que este existía y sospechó dónde atacaba. El daño no estaba en lo que había conseguido, antes bien en lo que había rechazado. Su primer orgullo. El apasionado mensaje de la juventud. La capacidad de encantarse en todo momento y para siempre. La capacidad para arrojar al mundo un aullido apto para librarla de su cárcel de indiferencia.
Como si una secreta voz clamase en su interior, con sones bíblicos:
—¡Levántate, mujer, porque has nacido para perdurar!
AL DÍA SIGUIENTE, Imperia Raventós llegaba a la Firma impulsada por una importante decisión que, por otro lado, no le resultó fácil adoptar.
No volvería a insistir en sus llamadas a alguien que, por algún motivo, no deseaba hablar con ella. Alguien, que además, era tan basto como para no ofrecer siquiera una explicación de su actitud.
Intentó recobrar su antigua libertad, restituyendo de nuevo a la profesional el puesto que había usurpado la mujer. Recordaba que, en un momento determinado de su incipiente relación con Álvaro, había temido aquella sustitución porque atentaba seriamente contra su personalidad. La indignación que le produjera el éxito de su pupilo entre determinadas damas la ofuscó de tal modo que su objetividad profesional quedó seriamente en entredicho ante ella misma. En aquellos días anteriores a la Navidad, su cerebro había sucumbido bajo el poder de armas cuya existencia nunca presintió. Ahora, conocía el efecto de las mismas y pensaba utilizarlas en su propio favor. No renunciaría a su trabajo, pero lucharía contra todos los elementos externos que se interpusieran entre el trabajo y el éxito.
Se puso manos a la obra con el ardor que se espera de un miembro destacado de las Mujeres Profesionales Airadas.
Esta vez no pensaba renunciar a sí misma. No pensaba seguir tratando a Álvaro Montalbán como a un amigo. Era un cliente más. Un documento. Unas fichas. Un dossier. Con esta convicción se entregó a su trabajo, aplicada y convencida; pero en modo alguno fascinada.
Protegida por aquellas decisiones, entró en el despacho de la dirección, dispuesta a escuchar las estupideces de Eme Ele. La sonrisa con que este la recibió parecía una recompensa por sus gestiones cerca de Adela. No quiso decirle que habían sido innecesarias. Que Adela tenía su decisión tomada de antemano. Asumiría lo que Adela le hubiese dicho, se limitaría a asentir como una idiota y aceptaría todo su agradecimiento. Un mérito siempre es un mérito. Y una medalla nunca viene mal, aunque sea falsa.
Eme Ele estaba al teléfono. Hablaba con Hache Erre (Henry Roberts) quien, a su vez, acababa de hablar con Jota Equis (Juanjo Xicoi) sobre el complicado asunto de Pe Ese (Paquita Sanchiz), quien tenía graves problemas con su productora privada de televisión. Se trataba, al parecer, de unos de sus chanchullos habituales. Vendía los programas tres veces más caros de su valor real y televisión los aceptaba por las excelentes relaciones de la periodista con un jefe de alto nivel (se hablaba de cama). Ahora, el espacio y su directora se habían visto sometidos a una auditoría y, tratándose de la televisión pública, amenazaba por convertirse en un asunto político, de esos que aprovecha puntualmente la oposición de derechas para arremeter contra el poder de izquierdas, cada vez que se acercan elecciones. O eso dicen unos y eso niegan los otros.
Eme Ele no podía hacer nada por Pe Ese. El tema ya había saltado a las revistas, la auditoría no contenía un solo dato falso y, en una última instancia, ella era una pobre idiota por haberse dejado atrapar, comprometiendo a tantos altos cargos de probada valía profesional e intachable conducta pública.
—Ando muy histérica esta mañana —dijo Imperia, cuando el jefe hubo colgado el auricular—. No me cuentes chanchullos complicados porque podría romperte la botella de Ballentine’s en la cabeza.
—¿Has notado el cambio? No se te escapa nada.
—Tenía que llegar. Era una marca que te faltaba.
Eme Ele acogió sus palabras con otro despliegue de sonrisas.
—Hoy me siento optimista. ¿Y sabes por qué? Por el ejercicio físico. ¡He empezado mis partidos de squash!
—La verdad es que me cuesta imaginarte haciendo ejercicio. Ten cuidado. Puede darte un infarto cuando te agaches para recoger el chandal.
Como siempre, él continuaba en su historia particular:
—Tampoco yo podía imaginarlo hace sólo un mes. Me convenció Pe Eme. Le debo la revelación de un mundo nuevo. ¡Me siento tan gratificado!
—No quiero liarme en un mar de siglas —comentó ella, con total desinterés—. Dime: ¿quién es ese Pe Eme?
—Pérez Montalbán, mujer. Nos hemos hecho muy amigos —comentó Eme Ele—. Me ha llevado personalmente a su club. Todo un detalle, ya que es un club de lo más exclusivo. Sólo puras razas.
Ella pasó de la indiferencia al encono, sin transición.
—Así que tienes tratos personales con nuestro tiburoncillo… ¡Magnífico! Y dime: ¿os conocisteis tomando el billete del metro o reservando celda en Carabanchel?
—Me invitó a almorzar hace dos semanas. Después, le invité yo. Ya sabes cómo son esas cosas. Hemos estado saliendo. Le he presentado gente. Todo el mundo está encantado con él. La verdad es que es un tipo muy chic. Una inteligencia privilegiada. Oye, y, además, muy educado, muy elegante, con un sentido innato de la sofisticación. Creo que no tendrás tanto trabajo con él como temíamos.
Ella deseó estrangularle. Lo habría hecho mucho antes, pero una siempre está a tiempo para cumplir un acto de justicia. Pero en aquella ocasión le detestaba porque, ahorrándole trabajo, le restaba horas junto a Álvaro. Caía el velo con que minutos antes consiguió disimular el verdadero carácter de su relación. Y caía de manera estrepitosa. Así de sencillo. Pero supo fingir.
—Me alegra lo que acabas de decirme. Me alegra no tener tanto trabajo con Álvaro Pérez. Y me alegraría mucho más no tener ninguno.
—Nada de Pérez. Montalbán, querida, Montalbán. Se lo pusiste tú misma. ¿O ya no te acuerdas?
Se acordaba perfectamente. Todo lo que se refería a aquella invención estaba escrito en lo más profundo de sí misma.
Le revelaba que continuaba devorándole las entrañas.
Necesitaba salir urgentemente del despacho de Eme Ele. Necesitaba encerrarse en algún rincón oscuro, donde poder desahogar toda su furia. Pero Eme Ele no la soltaba. Sentíase en humor de interrogatorio.
—¿Hablaste con Adela? —preguntó, con insólita dulzura.
—Hablé, sí. Ya no te deja. ¿Es esto lo que te interesaba?
—Tenemos que celebrarlo con una buena cena. De camarada a camarada: me has quitado un peso de encima.
Le miró con desprecio. A cambio de quitarle aquel peso, acababa de ponerle otro a ella. Un peso pesado.
Ya sentada ante su mesa, analizó rápidamente los progresos de su palurdo. Según Eme Ele eran extraordinarios. No dudaba Imperia que lo serían. Extraordinarios por lo anormales, increíbles por haberse producido en un plazo tan corto. ¡Tantos progresos en tan poco tiempo y, además, sin contar con ella!
«¡Un verdadero dandi! Es de risa. Este tipo de metamorfosis no se producen en la vida real. Simplemente, no es posible. ¿O es más inteligente de lo que aparenta, o ha ido mucho más lejos de cuanto yo pudiera imaginar? No puede ser que en tan pocos días pudiera chuparme la sangre de esta manera. Tendría que ser un vampiro. ¿Por qué no puede serlo? Ese tipo de seres existen, pero dudo mucho de que sean tan aplicados. ¿En cuánto tiempo ha podido sacarme tantas cosas sin que yo me diese cuenta? Un dandi, un chic, un sofisticado. Una obra maestra de vampirismo. Entonces, no necesita garras. ¡Tiene colmillos!».
Ocurre que, a veces, fuera del teatro, Galatea es mucho más rápida que el propio Pigmalión. No espera a recibir lo que este pretende enseñarle con paciente tenacidad, con abnegada solicitud. Ella toma con urgencia lo que necesita para una primera emergencia, lo más aparente para su desarrollo superficial. Galatea se convierte, entonces, en un vampiro. Y en otras ocasiones puede ser un monstruoso transmisor de su propia vulgaridad. Porque la vulgaridad de Galatea es tan fuerte, tan poderosa, que acaba contagiando a Pigmalión, hasta anularle por completo.
Tendría que contárselo a Alejandro. Se partiría de risa.
Pero había algo mucho más importante que resolver: aquel enemigo a quien poco antes estaba decidida a combatir volvía a hacer su aparición, debidamente armado, pidiendo guerra otra vez. Estas son las trampas de la pasión. Nos obliga a desterrar al enemigo sin permitirnos comprender que sólo esperamos a que vuelva para realizarnos. Porque, en el fondo, sin nuestro enemigo no somos nada.
Y ahora que Álvaro había reaparecido, feroz, sardónico, burlándose de ella desde un terreno que la mortificaba hasta la obsesión, empezó a actuar como lo que verdaderamente venía siendo en los últimos tiempos: una mujer desesperada.
—¡Tendrás que recibirme! —exclamó, sin pensar que alguna secretaria pudiera escucharla—. ¡Tendrás que ceder, antes de que empiece a destruirte!
Si Álvaro Montalbán había recurrido a una carta para expresar la esperanza de un amor folklórico, Imperia recurría al mismo sistema para desencadenar la furia de su orgullo, acaso operístico. Este renacer del género epistolar en la época del fax y el teléfono motorizado podrá confundir a quienes no comprendan que estos personajes estaban actuando en la onda del romanticismo más elevado. Lástima que se acogieran a él sin reparar en el sentido del ridículo.
De haberse encontrado Imperia en sus justos límites, nunca habría escrito una carta en los siguientes términos:
Detesto escribir cartitas, pero este parece ser el único medio de comunicarme contigo después de tantos días. Recurro, pues, a él. Por supuesto, no tengo el menor interés en meterme a averiguar el alcance de tus mentiras ni a entrar en reproches de dudoso gusto que pudieran rozar la estética sentimentaloide. No voy a hablarte de las pequeñas responsabilidades que los seres humanos contraemos unos con otros, cuando se han entrecruzado determinadas palabras y han vivido determinadas situaciones. Ni sermones, ni consejos ni hostias. Ahora bien, me parece simplemente desleal que te portes así conmigo.
Si me has conocido un poco comprenderás que hay dos situaciones por las que no transijo. La primera es la deslealtad. La segunda que me tomen por una idiota. Y, desde luego, para mi salud mental no me conviene quedarme con ninguna de esas dos impresiones.
Como yo carezco del carácter benevolente de las mujeres que, sin duda, te atraen, no voy a tolerar de ninguna manera que esta historia se termine a base de cartas que se escriben y no se envían, ya por pereza tuya, ya por cobardía a la hora de afrontar una situación. De manera que llámame inmediatamente. Como podrás comprender, yo no tengo el menor problema en venirte a buscar a tu casa, a tu oficina o al mismísimo infierno para poner en claro cuatro o cinco cosas que no quiero dejar sin resolver.
En otras palabras, niño. De mí no te ríes tú ni la puta madre que te parió. O sea que llámame inmediatamente o de lo contrario te monto un cristo como no lo has visto en todas las procesiones de tu pueblo. O te pones en contacto conmigo o en tu famosa empresa se van a enterar del día que vino Imperia Raventós a visitarte.
De momento, aquel texto no la avergonzó. Estaba demasiado reciente. Por el contrario, el propio impulso le exigía una acción inmediata. No bien dejó de escribir temió a los efectos de un aplazamiento. ¿Por qué esperar a que llegase aquel día anunciado para la destrucción? ¿Por qué demorar una escena que sólo un exceso de furia, una desesperación en su punto culminante, podían llevar a buen término?
La furia no podía enfriarse. Tenía que estar al rojo vivo, estallar sin tregua. El día del horror era aquel y no otro.
Debía entregar la carta en mano. No le vería a él, pero los demás le contarían la escena, le hablarían de su indignación, del odio amenazador que surgía como llamaradas por su mirada. Esto serviría para intimidarle. No quedaba otra alternativa. Tenía que entregar la carta en mano. El escándalo servido a domicilio.
Sus secretarias la vieron salir sigilosamente, como un ladrón. No dejó dicho dónde podían encontrarla, en caso de urgencia. Ni siquiera cogió su propio coche. Cualquier taxi serviría. No podía malgastar su concentración vigilando atascos. Necesitaba planear todas las palabras, repetírselas una y otra vez, tenerlas dispuestas, rigurosamente a punto. No podía perder el tiempo recordándolas. El esfuerzo mental no debía restarle un ápice de furia. Que supiera ese Álvaro de lo que es capaz una mujer superior con sólo poner los pies en su oficina. ¡Qué no haría cuando se encontrasen frente a frente!
La pizpireta Marisa y la vivaracha Vanessa la vieron entrar sin el empaque de otras ocasiones. Su paso era decidido, sí, pero ella ofrecía un aspecto fatigado, con el rostro contraído por una tensión extrema y las manos moviéndose aguadamente, con gestos indecisos.
Marisa se permitió un poco de perversidad: estaba contemplando a una mujer sofisticada, vestida de Dior —en realidad era de Armani—; una mujer dueña de sus destinos y que, de repente, se presentaba sustituyendo a los mensajeros, al servicio de correos y a la telefónica. Una mujer que, además, tartamudeaba al hablar. Fingía dureza pero lo cierto es que tartamudeaba.
—Qué envejecida está —comentó Marisa, al verla entrar—. Esas sofisticadas se maquillan tanto que acaban con la piel destrozada.
¡Fenomenal! Las mujeres que no eran picaditas de viruelas también podían aparecer desastrosas de vez en cuando. Llevada por aquella satisfacción inesperada, Marisa recogió el sobre que Imperia le tendía.
—Se lo entregaré a don Álvaro así que pueda —dijo la secretaria, en tono neutro.
—Júreme que no se le olvidará —exclamó Imperia, en un gemido.
Marisa adoptó una expresión de gran profesional herida en su orgullo.
—No es necesario que lo jure, señora. Es mi obligación. Se la entregaré así que pueda. No puedo decirle más.
Imperia vio cómo dejaba la carta de lado, sobre una carpeta llena de otras muchas.
—¡Désela ahora! —gritó—. ¡Désela de una vez!
—Ahora no es posible. Está reunido.
Agarró a la pizpireta por el foulard. Se vio obligada a intervenir la comprensiva Vanessa.
—¡Don Álvaro puede interrumpir una reunión para recibir una carta! ¡Usted no me conoce! ¡O se la entrega ahora mismo o le armo un escándalo!
«¿Y qué creerá que está armando ahora mismo, pobrecita mía?», se dijo Vanessa, con la típica comprensión de una gran chica Pux. Aunque la dama iba de Armani —o de Dior o de quien fuera—, no podía estar más necesitada de ayuda espiritual.
Como sea que Imperia distaba mucho de poseer un corazón de majorette, seguía reaccionando con violencia a la ayuda Pux en cualquiera de sus manifestaciones. Así acabaron las tres, enzarzadas en un histriónico intercambio de imprecaciones que despertaron la atención de otros departamentos.
En plena batalla, se abrieron las puertas de lo que hasta entonces pareciera el recinto sagrado del gran sátrapa.
Apareció, entonces, Álvaro Montalbán. Recto, severo, indoblegable. El hombre a quien nadie podía localizar estaba, pues, en su despacho. Y, desde él, estuvo mandón:
—¡Señoras! Les recuerdo que esto no es un lavadero público —dirigió a Imperia una mirada indiferente—: Me pareció oír tu voz.
—Me maravilla que puedas reconocerla —murmuró Imperia amargamente. Y descubrió que su aspecto físico era tan lamentable como habían supuesto, sin ella saberlo, las majorettes Pux.
Él la invitó a entrar. Ella intentó recobrar su dignidad, tomando asiento con afectada distinción. Una pierna encima de la otra. La falda, un poco audaz. Pero ni siquiera servía como pose.
—De manera que me traes una carta… —dijo él, por todo comentario—. ¿Tengo que leerla?
—¡No la leas! —exclamó ella, instintivamente—. Ya no merece la pena.
—Si dices esto es que tengo que leerla. No me gusta dejar las cosas en el aire. Es la base del éxito. Tú, precisamente, deberías saberlo.
Imperia se precipitó hacia su mesa, dispuesta a arrebatarle la carta.
—¡Conténte! —ordenó él—. Tengo derecho a saber cómo se expresa mi asesora de imagen… Por cierto: la tuya deja mucho que desear esta mañana…
—¡Basta ya, Álvaro! Lee de una vez y déjame ir.
Era difícil adivinar lo que Álvaro estaba pensando mientras leía. Permanecía con la expresión inalterable de un severo juez dotado de alguna capacidad para el análisis. Permanecía erguido junto a la mesa, apoyado en ella con la mano libre. Lanzaba profundos suspiros, que indicaban su voluntad de hacer justicia. Y aun detestando aquel alarde de prepotencia, Imperia sentía que era aquella, y no otra, la imagen que continuaba presidiendo su deseo. La imagen que le mostraba dominador, brutal, casi canalla. El duro ideal.
Dejó la carta de lado. Se dedicó a observarla detenidamente, con sonrisa burlona en los labios. Completaba la imagen del juez, colgando los pulgares en los bolsillitos del chaleco.
—Este escrito es indigno de la Imperia a quien admiro.
—¿Dónde está esa Imperia? —gritó ella—. Dime cómo es.
¡Dímelo para que pueda traértela!
Intentó abrazarle. Él se apartó bruscamente.
—Te pagan para educarme, no para que me des malos ejemplos. ¿Te extraña que te hable así? Es mi lado práctico. Tu trabajo no ha terminado. Pensaba decírtelo después de unos días sin vernos. Perdona, pero lo consideraba imprescindible para la buena marcha de nuestras relaciones profesionales…
—¿Profesionales, dices? ¿Cómo puedes ser capaz de hablar así después de todo…?
Él la interrumpió con otro de sus gestos autoritarios:
—Profesionales, Imperia. No se me escapa que te necesito. He pensado mucho en nuestra relación. A los dos nos conviene ceñimos a las reglas. Cumplirás todos tus proyectos. Recuerdo la anécdota del escritor americano, el que estaba liado con una cotilla de la prensa. Lo de la universidad de un solo alumno me pareció muy bien. De hecho, si un escritor americano lo aprobó es que funcionaba. Vamos a ponerlo en práctica. Me enseñarás como sólo tú puedes hacerlo…
—Mi trabajo puede empezar ahora, aunque posiblemente no será el que tú esperas. Empiezo a hacer llamadas y te desacredito completamente antes de que consigas destacar. Salgo de aquí y me pongo a mover hilos.
Álvaro se echó a reír. El desafío de Imperia estaba consiguiendo un efecto contrario: lejos de intimidar, le estaba excitando.
—No seas ridícula. ¿Me amenazas con tus amigos de la prensa? Nuestro departamento de relaciones públicas ha averiguado lo que cuesta un buen reportaje en alguna de esas revistas que tú crees dominar. Son precios altos, pero no hay nada que el dinero no pueda comprar. Y en esta casa, están dispuestos a invertir lo que sea en favor de mi prestigio. —Encendió un cigarrillo. Inesperadamente, dominaba el arte de acompañar sus palabras con el humo, para darles mayor énfasis. Así, exhaló una bocanada entera al decir—: Anoche cené con tu amiga Rosa Marconi. Encantadora. Creo que puedo considerarla una buena amiga y una aliada fenomenal. No necesitarás intrigar con ella. Le sacaré lo que me proponga.
—Ten cuidado, Álvaro. Tú no dominas este mundo. Podría aplastarte antes de lo que esperas. Es de pésimo estratega confiar excesivamente en las propias fuerzas cuando ni siquiera se ha presentado la ocasión de probarlas.
Por toda respuesta, Álvaro descolgó el teléfono, mientras se arrellanaba en su sillón giratorio.
—Creo entender que me amenazas con publicar algo desagradable sobre mí… algo que podría comprometerme…
Ella afirmó con la cabeza. Él comunicó su orden por teléfono.
—Marisa. Póngame ahora mismo con Manolo López, es decir, el señor Eme Ele.
Parecía disfrutar extraordinariamente con la situación. Al contraer los rasgos, volvía a él la expresión del niño. Pero era un niño cruel.
—No pienses que vas a sorprenderme —decía Imperia, fuera de sí—. Cualquier intriga que tú puedas aprender sobre la marcha la he aplicado yo mucho antes.
—Pero yo la aplicaré mucho mejor, Imperia, y sin necesidad de intrigar tanto. A partir de un momento determinado yo tendré acceso a muchos lugares que te están vedados. Si fueses tan inteligente como aparentas, te limitarías a vestirme bien y me enseñarías a comportarme…
Sonó el teléfono. Eme Ele se había puesto al momento. «¡Servil como todos los demás! —pensó Imperia—. ¡Servil y fácil de deslumbrar! ¡Pandilla de chacales!».
Álvaro ya estaba hablando con su jefe, en tono completamente fraternal.
—¿Cómo van las agujetas, macho? Tranquilo, en una semana se te pasan. El presidente me ha hablado muy bien de ti. Claro que puedo arreglarte una cena con él. Fija tú el día. Por supuesto, yo también estaré. Combinaremos lo que sea. Nada, macho, para eso estamos los amigos. Por cierto: te llamaba para una cuestión muy delicada, tipo confidencial. Sé que en una de esas revistas semanales podrían publicar algo sobre mí… —Quedó atento a la respuesta. A juzgar por su sonrisa de triunfo, aquella resultó satisfactoria—. Es lo que suponía. En fin, macho, que uno se siente protegido con tan buenos amigos…
Al colgar, se permitió una sonrisa malévola, destinada indudablemente a despertar la curiosidad de Imperia. Se permitió un prolongado silencio, hasta descubrir que ella no podía ofrecerle resistencia.
—Tu jefe ha reaccionado como yo esperaba. Ante cualquier intento de perjudicarme, tú te pondrás inmediatamente en acción. O sea que deberás anular lo que tú misma habrás montado. No te creo tan tonta como para hacer dos veces el mismo trabajo… ¿O me equivoco? ¿O eres, en efecto, tan tonta?
Lejos de sentirse atrapada, Imperia sentía renacer su furia:
—No ignoraba que habíais almorzado juntos y que fuiste tú quien le llamó primero. ¡Quiero saber por qué lo hiciste!
—Eso, a ti, no te importa.
—Tus asuntos los llevo yo. Cuanto hagas me concierne. Todos tus actos me preocupan. —De repente, cambió de tono. Hubo algo de entrega en su siguiente escape—: Me necesitas, Álvaro. ¿No te das cuenta?
—Querida Imperia, estás usurpando funciones. Es cierto que casi podría ser tu hijo, pero resulta que soy tu amo. Por dos razones: por hombre y porque pago. Así que deja de hacer el ridículo y ponte en tu sitio.
Inevitablemente, ella levantó la mano para abofetearle.
—¡Eres un chulo de lo más vulgar! —exclamó, con un grito ahogado.
También inevitablemente, él consiguió cogerla por la muñeca y empezó a retorcérsela, con la mirada fija en sus ojos, hasta derrotarla.
—Yo también podría decirte cosas que no te gustarían. ¿De qué te las das? Si yo soy un chulo, no quiero recordarte lo que eres tú. Desde tu posición, no deberías quejarte. Al fin y al cabo, has cobrado por tus servicios. ¡Y, además, te has llevado un buen suplemento por calentar mi cama! Seguirás cobrando; pero, a partir de ahora, mi cama me la caliento yo.
Ella no podía dar crédito a sus oídos. Algo en lo que no quería caer, algo a lo que se había visto arrastrada, se volvía en contra suya hasta el extremo de desacreditarla completamente ante él.
En un arrebato de desesperación, cogió el bolso para salir apresuradamente. Pero él la retuvo, una vez más.
—Todavía hay algo que quiero decirte para aclarar de una vez esta situación. No te pongas contra mí. Yo no he perdido nunca. Cuando me hayas educado, cuando me tengas como tú me sueñas, ya no podrás perjudicarme. Tu deseo es mi éxito. Procura que siga siendo así. Lo demás no me interesa.
De pronto, ella perdió todo control y se arrojó contra su cuerpo. Le abrazaba frenéticamente, hundía las uñas en su americana como cuando intentaba traspasarla, en otros momentos de una excitación muy distinta.
—Mi deseo es que estés conmigo —gimió, exhausta, en la rendición—. El éxito ya no me importa. Sólo sé que te quiero con locura.
Acababa de reconocerlo. La evidencia, largo tiempo escondida, estallaba como el irónico portavoz de una desolación que se negaba a tomarse en serio a sí misma.
Él se deshizo de su abrazo con una mueca que bien pudo ser de desprecio.
—No me quieras, Imperia. Yo no pretendo hacerte daño, pero sé que puedo hacértelo. Es más: veo que ya es irremediable. —De pronto, retrocedió sobre sus propias palabras, rectificó su actitud, y en tono adusto, añadió—: Tengo una meta en la vida y pienso llegar a ella cuanto antes. No puedo distraerme por el camino. La semana próxima reanudaremos nuestros proyectos. Tendremos muchas comidas de trabajo. Ahora bien: que no medien cartas estúpidas. Para este menester tengo cinco secretarias… que no valen lo que tú.
Cuando Imperia llegó a la calle tenía ganas de llorar, pero, una vez más, se abstuvo de hacerlo. De hecho, se abstuvo de emprender cualquier acción. Necesitaba reprimirlas todas, igual que las lágrimas.
Necesitaba olvidarse de todo en manos de alguna actividad que sólo tuviese relación consigo misma. Entró en una cafetería y llamó a Dolly, su esteticista. Afortunadamente podía recibirla al cabo de una hora.
Cerró los ojos bajo dos algodones mientras sentía la piel humedecida por el efecto de la mascarilla que, lentamente, la empapó en profundidad. Sólo conseguía oír la voz de Dolly, siempre presta a las confidencias.
—Sé sincera conmigo. Estás pasando una mala época. Era rigurosamente cierto. El tipo de certeza que toda esteticista sentimental sabe agradecer.
EL RASCACIELOS HABÍA QUEDADO VACÍO. Era un coloso sin alma; sólo las luces espectaculares, que le hacían destacar en la noche de la ciudad. Por lo demás, un silencio absoluto. Sólo los vigilantes bostezaban en algunos pisos, o mantenían apáticas conversaciones con los policías que montaban guardia durante toda la noche.
En aquella inmensa soledad, Álvaro Montalbán, el perfecto ejecutivo, todavía se hallaba enfrascado en su trabajo. Continuaba respondiendo plenamente a las esperanzas puestas en él, y aún las excedía. En cambio, Alvarito, el hombre, empezaba a hacer de las suyas, escapando al control del otro. Estimulado por los azogues de la pasión, sentía como nunca la ausencia del objeto que lo provocaba y ansiaba poseerlo. Era una urgencia que volvía a manifestarse en forma de erección inoportuna. Otros la habrían solucionado dándole rienda suelta entre las piernas de cualquier mercenaria. Él la reprimió para transformarla en signo de elevada espiritualidad. Fue esta la que continuó aguijoneándole el alma, como ya había hecho con el sexo.
No tuvo más remedio que realizar una llamada fatal.
—Reyes, necesito verla con urgencia. Le mandaré un coche y, si quiere, un par de escoltas… Tiene usted razón. Vendré yo personalmente. Ocúltese, amor mío. No quisiera verla complicada en noticias de tipo escandaloso.
Álvaro calculaba mal sus poderes. Todavía no era lo bastante conocido como para que le siguiesen los fotógrafos. Si acaso, le seguirían a causa de Reyes del Río y, de todos modos, ella sabía cómo guardarse. Si había decidido bajar era porque estaba segura de no encontrar accidentes a su paso.
¡Hembra prudente! ¡Hembra excepcional en todo!
Estimulado por aquellos pensamientos, despidió al chófer, aduciendo bondadosas intenciones: era muy tarde, merecía un descanso, en su casa le estarían esperando, podía conducir él mismo… Una vez a solas con sus propósitos, se dirigió hacia el barrio donde residía Reyes del Río. Conducía con extraordinaria parsimonia, con la intención de hacer tiempo. Fumaba nerviosamente, un cigarrillo tras otro. Y en la casete, una canción de la folklórica. Como un frugal anticipo de aquella voz que, dentro de escasos minutos, le hablaría de amor.
Era un barrio de chalets residenciales, de calles poco concurridas y, a aquellas horas, completamente desiertas. Un buen lugar para una plática marcada por la ternura. Podía durar horas sin que nadie los molestase. Podía durar toda una noche inolvidable.
Estuvo esperando un buen rato. En pocas ocasiones sintióse tan esclavizado por el reloj. Lo consultaba continuamente. La pasión le estaba introduciendo en la tiranía de los segundos, cuando el alma ya sólo depende de su avance, cuando se convierte en prisionera de otro decreto del Tiempo: del mismo modo que se niega a retroceder, también se niega a avanzar. El tiempo es inconmovible tanto en el dolor como en la alegría.
Acariciaba el teléfono nerviosamente. Pasaban más de veinte minutos de la hora acordada. Descolgó el auricular para recordarle a Reyes su tardanza. Se resistió a hacerlo. Ella podía tomarlo por un reproche o acaso por una señal de desconfianza. Aunque la espera se le antojaba atroz, más podía serlo su rechazo, si la insistencia no le cuadraba.
Cuando ya llevaba tres cuartos de hora aparcado y fumando sin cesar, decidió prescindir de protocolos y llamar. Podría haber surgido algún inconveniente, él pudo no entender…
De pronto, una figura esbelta y de andares felinos salió del portal de la casa. Avanzaba entre la oscuridad exhibiendo un porte de reina. El porte inconfundible de una gran diva.
Cuando Álvaro estaba a punto de proferir un alarido de felicidad, descubrió que aquella sirena no era su Reyes. Era Eliseo, el primísimo, que se dirigía hacia él con mirada de tórtola y voz de campanilla:
No iba de reina.
Apenas llegaba a reinona.
—¡Qué delgado está usted, malaje! ¿Es que le ha dado la solitaria?
Álvaro no tenía el humor a punto. Se limitó a preguntar ásperamente:
—Sabrá usted que llevo casi una hora esperando a su prima. A doña Reyes del Río, para ser exactos.
—Pues ya ve usted, mi alma, a eso venía servidora. Vamos, que vengo de corre-ve-y-dile. Dice Reyes, mi prima, que no baja, no baja, y no baja. Que no le da la gana, vamos. Que si quieres arroz, Catalina.
—¿Pero qué estás diciendo? —gritó Álvaro, los ojos desorbitados.
—Estoy diciendo que si quieres arroz, Catalina.
—¡A mí me vuelves a llamar Catalina y te parto el morro, mariconazo!
Estuvo a punto de arrojar el coche contra él. Estuvo a punto de infringir todas las reglas de circulación, acelerando a ciento veinte, sobre la acera, contra el portal y, al llegar al ascensor, que le saliesen alas para volar hasta el piso de su amada.
Hizo bien desistiendo. De llegar hasta el lujoso piso de la folklórica habría quedado sorprendido. Y no por los adornos insultantemente barrocos que llenaban una decoración ideada entre doña Maleni y Eliseo, sino por la escena que se estaba desarrollando en las habitaciones que Reyes del Río había habilitado como despacho personal.
La amada se hallaba enfrascada ante un montón de libros y cuadernos. Por todo atuendo, una túnica marroquí. Para sorpresa de quienes no conocieran su intimidad, unas gafas para ver de cerca. Entre los dedos, ni sortijas, ni aros ni alianzas. Un simple bolígrafo.
Junto a ella, apoyado en el escritorio, un amable viejecito que la estaba ayudando en sus estudios. Un profesor de cierto prestigio en el Ateneo y poco dinero en el banco; un erudito que se prestaba a enseñar a la reina de las folklóricas los secretos de la gramática generativa.
Con escaso sentido de la oportunidad, doña Maleni hacía sonar a toda voz algunos romances típicos del coplerío:
Del porqué de este por qué
la gente quiere enterarse…
Reyes del Río sacó la cabeza por el pasillo, gritando a toda voz:
—¡Rediez, madre! Quite los discos de la Piquer, que no puedo concentrarme…
El viejecito levantó la mirada de los libros, con un gesto de impaciencia. No era un profesor a quien le gustase perder el tiempo. Y aunque su discípula estaba resultando muy brillante él sabía que, en el terreno de la sabiduría, cada segundo cuenta.
Cuando su discípula se hallaba de nuevo a su lado, preguntó dulcemente:
—¿Seguimos con los fonemas, pequeña?
—Sigamos con los fonemas, sentrañas, que se va acabar el curso académico y me pillarán los exámenes en bragas.
Se maravillaba el profesor de que el genio popular diese ahora tanto. Tanto ingenio en el habla no lo conseguían todos los filólogos del mundo.
PARA MUCHO MENOS daba el genio domesticado de un ejecutivo de rumbo. Pues lejos de llevar aquel rechazo como debería, o como hubiera obrado sin parpadear ante un asunto profesional, Álvaro Montalbán se dedicó a vagar como una alma en pena por la noche madrileña. Y ni siquiera con el aliciente romántico de un largo paseo bajo chopos adormilados. Lo hacía en automóvil y escuchando repetidamente la voz de Reyes del Río, esta vez en una inoportuna canción bolero sobre las playas de Cuba.
Mientras conducía incansablemente por las calles del centro, se devanaba los sesos en busca de razones que justificasen la actitud de su amada. Las razones que su inteligencia aducía pretendían alcanzar un nivel muy elevado. ¿Lo alcanzaban?
«Quiere ponerme celoso. Es su juego. El que corresponde a una real hembra. No se entrega así como así. Sabe que su recato es el acicate de mi pasión. Sabe que debe dominarme para retenerme. Y yo tengo que asumirlo porque es su ley y su ley es la de la raza. ¡Qué mala entraña tienes para mí, Reyecitas, qué mala entraña! Alto. No debo quejarme. Ella sabe que estoy sometido y se aprovecha. De acuerdo, muñeca. Me calmo, me calmo. Que vaya jugando, si le divierte. Al final, caerá. Y cuando caiga, seré yo quien mande. Cuando yo gane, sabrá que el lugar de la hembra es estar debajo del macho y no encima. Pero, mientras tanto, me haces padecer, clavel moruno. Me haces pasar por la calle de la amargura. ¡La madre que te parió, ángel mío!».
En la soledad insoportable a que el amor tiende a arrojar a sus fieles, al corazón le apetece compartir sus penas; el corazón ansia explayarse, abrirse, suplicar la comprensión de los demás. Es decir: el corazón suplica la oportunidad de dar el coñazo.
¿A qué otro corazón podía abrirse un ejecutivo que siempre consideró a los demás competidores en potencia, cuando no enemigos hostiles? No tenía ningún amigo, ningún compañero fiel, mucho menos un confidente. Y, por otro lado, empezaba a asustarle la soledad de su apartamento, aquel recinto glacial donde Reyes del Río se reducía a una voz registrada en unos discos o a un rostro grabado en una videocasete y, todavía, con interferencias de Rosa Marconi.
No tenía adonde ir y, al no disponer de rumbo fijo, el azar le condujo a la única puerta donde nunca debería haber llamado.
O acaso no fuese un azar. Acaso fue una voz interior, más sabia que las otras, la que le aconsejó dirigir el coche hacia la Castellana y, una vez allí, buscar refugio en el apartamento de Imperia Raventós.
Aparcó en zona prohibida. Estaba tan nervioso que infligió, sin querer, su propio código. En esta ocasión por partida doble. No respetó las reglas impuestas por la sociedad que defendía. No obedeció las prohibiciones que se había fijado, la última de las cuales era prescindir de Imperia hasta que necesitase de sus servicios.
Ahora necesitaba sus consejos. Al fin y al cabo, una amiga siempre es una amiga. Así pues, marcó el número.
—Estoy aparcado delante de tu casa. Me gustaría tomar un whisky contigo. ¿Subo?
Percibió que ella no se atrevía a hablar. Pero, también, que no podía negarse. Cuando se encontraron frente a frente, sonrieron ante una coincidencia en absoluto halagadora. Ninguno de los dos tenía motivos para presumir de un aspecto medianamente pasable. Ambos aparecían penosos.
—Perdona. No te he preguntado si estabas sola.
Ella le dejó pasar, sin invitarle siquiera.
—¿Cómo voy a estar? ¿Cómo está una mujer que llega al extremo de ponerse en ridículo como me he puesto yo…?
—He venido como amigo, Imperia.
Ella le preparó un whisky.
—Dirás que vienes porque necesitas un amigo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó él, ingenuamente.
—Por un artículo sobre psicología elemental que leí en el Reader’s Digest, cuando tenía nueve años.
Él no percibía la ironía.
—Lo has leído todo —exclamó—. Eres envidiable.
—Es una pena que no aprendiese a leer en la cara de las personas. Me habría aprovechado más.
Le dio su whisky. Ella se preparaba otro. El quinto. Los suficientes para atreverse a decirle:
—Esta tarde me hiciste mucho daño, Álvaro.
—No lo pretendía. Pero ya sabes que, en el trabajo, soy otra persona. Perdóname. Se mezclan demasiadas cosas que no puedo contarte. Sólo quiero que comprendas cuánto significas para mí. Ya ves, en momentos como este, momentos en que me siento verdaderamente preocupado, sólo se me ocurre acudir a ti.
Imperia se apresuró a convertir sus sentimientos en réplica:
—Es inútil que me obstine en disimular ante ti. Me estás dominando. Me dominas cuando eres cruel, me dominas cuando eres tierno. Al final, ya no sé quién eres. Pero no debería extrañarme, porque empiezo a no saber quién soy yo.
Álvaro se inclinó hacia ella, en un intento de abrirse a la ternura. Acaso una nueva trampa.
Los dientes separados, el hoyuelo en la barbilla, la sonrisa de absoluta indefensión. ¿Otra vez aquel cambio de personalidad que le capacitaba para otras batallas que ya no eran las del poder? No podía precisar Imperia en qué se convertía aquel amado tan inconstante. Podía ser algo tan absurdo como el niño que suplica la ayuda de la madre. Podía ser algo tan ridículo como el niño que busca sus orígenes, colocando la cabeza sobre el regazo de la amante, como si quisiera recordar el momento en que salió de él. Un laberinto atroz, pensado para desconcertarla.
—Debemos salvar nuestra buena amistad, Imperia. Esto es lo único importante que se me ocurre decir.
Quiso Imperia que su voz sonase dulce, pero equivocó el registro. Le salió patética, a la vez que desconcertada.
—Sé que te quiero, sé que te deseo. Ahora que lo reconozco no me importa hacer lo que quieras. Seré lo que tú quieras que sea. Sólo te suplico que me dediques un poco de atención. No puedo soportar que me dejes de lado…
—Creo que no me entiendes —contestó él, atribulado—. Lo que puedes hacer por mí no incluye el amor. Puedes mejorarme. Puedes convertirme en alguien verdaderamente importante. Te estoy pidiendo ayuda, Imperia.
—Me importa más quererte como eres. Te acepto así, puesto que así me has enamorado.
Intentó abrazarle. Él la rechazó con dulzura, pero presintiendo un sentimiento que le horrorizaba reconocer. Si un día le habían hastiado aquellos abrazos, ahora empezaban a inspirarle una extraña forma de repugnancia.
—¡No me desconciertes, mujer! Si tú eres la que yo admiro, no puedes quererme como soy. Tienes que mejorarme.
Ella le contestó con un grito feroz:
—¿Mejorarte para que te aproveche otra? ¡Que te eduque ella! ¡Que te aguante esa zorra!
Ya estaba dicho. Imposible rectificar. El melodrama acababa de aposentar sus indignos reales.
—¿Me has tomado por idiota? —seguía Imperia, desencajada—: Sé que hay otra mujer. Seguramente ella podría enseñarte mejor que yo. ¿Es más inteligente? No, eso no puede ser. Tú no buscas eso. Si quisieras una mujer inteligente, te bastaría conmigo. Tú buscas a una que se deje dominar. Será más dócil que yo, claro. ¿O sólo es más joven?
Se mordió el puño para evitar otro grito de espanto.
—Sé sincero, Álvaro. ¡Atrévete a decirlo de una vez! Es un problema de edad. ¡Reconócelo!
—Imperia, te estás equivocando al mezclar el amor con el trabajo…
—Estoy mezclando el dolor, Álvaro. En cierta ocasión no te preocupabas de que yo accediese al orgasmo. Aprendiste a preocuparte. Quizá ahora podrías aprender a ayudar a alguien que sufre por ti.
—Me estás llenando la cabeza de ideas estúpidas. Yo venía en busca de tu comprensión y tú no haces más que volver a la misma historia…
—Es que no puedo soportar quererte así. Me estoy muriendo.
Él decidió jugar limpio. ¡Magnánima decisión!
—¿Saber que hay otra mujer te serviría de algo?
Ella afirmó con la cabeza.
—La hay, en efecto. Es más: estoy locamente enamorado. Pero no tengo nada que reprocharme. Tomé la decisión de terminar contigo antes de saber lo que sentía por ella. Fue al regresar de la cacería, en casa de mi padrino. Ese día yo supe que lo nuestro no tenía futuro.
—¿Y no me lo dijiste?
—Era demasiado violento para mí. Esperaba que lo entendieras sin necesidad de escenas. Antes te he dicho que te estoy pidiendo ayuda. Lo mantengo. No quiero perderte, pero nunca podré sentir otra cosa que no sea amistad. Te pido que la conservemos. —Le tendió la mano—. ¿Amigos, pues?
—¡Hijo de puta! —gritó Imperia, con todas sus fuerzas—. ¿Cómo te atreves a pedirme esto?
Álvaro Montalbán la miró con expresión de aburrimiento.
—¡Qué mal camino has elegido, Imperia! ¡Cuántos errores de cálculo!
Ella se arrojó contra su cuerpo, en un desesperado intento de retenerle, aun a la fuerza.
—Espera. Conozco otro camino. Conocemos otros. Siempre te gustó. Siempre nos gustaba. Te di placer, ¿no es cierto?
Cayó de rodillas ante él, se aferró a sus piernas, la melena cubriéndole el rostro, un asco intenso en el corazón, una profunda decepción de sí misma. Al verla así caída, así derrumbada, él sentía crecer su repugnancia. Supo que se disponía a desnudarle para aferrar su pene entre los labios, para hacer lo que él mismo le había exigido en otro tiempo. Pero una felación con un hombre que está pensando en los labios de otra mujer suele ser un mal negocio.
—Esto no arreglaría nada —murmuró, triste, también él—. Esto puede hacérmelo cualquier puta. Incluso mejor que tú… —La ayudó a incorporarse—. Dame tiempo. Cuando volvamos a vernos quiero que seas como la primera vez que te vi…
Se vio obligado a trasladarla al sofá. Ella se resistía. Gritaba desesperadamente, luchaba contra él y, al mismo tiempo, se aferraba a su cuello poderoso, en busca de sus labios. Y seguía gritando, sin poder llorar. O era, en todo caso, un llanto peor: seco, estéril, nonato.
En plena pelea, las gafas de Álvaro cayeron al suelo. Imperia se arrojó sobre ellas, las pisoteó hasta hacerlas añicos. Al fin y al cabo, tenía derecho a aplastar su propia creación. Seguía sin comprender que su creación se había adjudicado sus propios derechos. Y que estos estaban dentro de la más estricta legalidad. La del que no ama contra el que ama en exceso. ¿Qué puede hacer el primero, si ni siquiera ha forzado el delirio del segundo?
—Cuando te pase la histeria, llámame —dijo él, serenamente—. Ahora no estás en condiciones de hablar.
—Cuando pase la histeria… —gemía Imperia—. Cuando acabe la pesadilla, querrás decir… Es una pesadilla, sí… ¡Ni siquiera un sueño! ¡Es una pesadilla de lo más cruel!
Pero Álvaro ya no estaba allí para escucharla.
Quedó rendida en el sofá de formas elípticas, junto a la escultura en forma de supositorio iluminado. Todas aquellas apariencias de la modernidad, aquellos fetiches que dominaban su vida, cedían de repente ante un alud de sensaciones tan elementales, tan vulgares, como las que asaetaban a las mujeres que siempre detestó. Podía no gustarle, pero era un hecho: su estado aparecía descrito en más de una copla. A tanto había descendido. A convertirse en una heroína de Reyes del Río.
Mientras se preparaba otro whisky, meditó sobre las consecuencias de su error. Posiblemente se había subvalorado durante las semanas que pasó sin las llamadas de Álvaro. Acaso se equivocó al juzgar que debía renunciar a lo mejor de sí misma para mejor acomodarse a sus intereses más fáciles. Fue un error mostrarse como él la deseaba en lugar de imponerle su verdadera personalidad. Esta fue la que le atrajo en un principio. Buscó en ella a la mujer poderosa y esta murió en la cama, en el curso de una noche de amor. La fuerza de Álvaro había conseguido desterrar a la mujer que admiraba, en provecho de la hembra elemental que podía encontrar en cualquier lugar. Él mismo se lo había dicho. El tipo de mujer capaz de perder la cabeza por un cuerpo.
Su cuerpo. Lo único que él tenía cuando empezó a fascinarla.
¿Qué hay en un cuerpo? Seguramente, la única parte de la belleza que nos es dado constatar. Lo único que, en su concreción, puede anular al mundo de las ideas. El dominio de un cuerpo sobre otro es el más concreto de todos cuantos determinó la naturaleza.
¡El cuerpo de Álvaro! ¡Tanta pasión, tanta furia, tanto dolor por un simple cuerpo!
Encontró, en aquella confirmación, un punto de esperanza.
Si era sólo un amor físico, sería fácil vencerlo. Tendría que luchar contra él desde su propio terreno. Tendría que buscar otra forma de placer capaz de sustituirlo. En fin de cuentas, siempre se dijo que un clavo quita a otro clavo. Lo dijo ella misma cuando entregó a Alejandro el cuerpo de su hijo Raúl. Si todo era cuestión de clavos fácilmente sustituibles, la solución estaba en sus manos. Un cuerpo quita otro cuerpo. Una noche de amor la da cualquiera. Si fuese una cuestión de tamaño, una se buscaría un elefante. Lo dijo ella, sí; podía recordarlo perfectamente… ¡Dijo tantas cosas! Demasiadas cosas que ahora no encajaban.
Un cuerpo, un rostro, unos dientes separados, un hoyuelo en la barbilla…
¿Cómo fue ella antes de caer en la obsesión por el amor físico convertido en esclavitud? Fue una compradora de cuerpos. Con esto bastó. Obtuvo el placer con sólo una llamada telefónica. Romy Peláez tenía razón. La tenían todas las que se compran una noche de placer con la seguridad de que, una vez obtenida, el amor no vendría a molestarlas, dejándolas en aquel estado de derribo.
La soledad comprada. La soledad vencida. Una soledad que veía rebajada su importancia al convertirse en artículo de consumo. ¿Para qué dar importancia a la soledad si el consuelo podía comprarse de manera tan sencilla y a precios tan asequibles?
Descolgó el teléfono. Pensó en la agencia de chicos de alquiler. Conocía el número de memoria. Ni siquiera necesitaba el catálogo. Bastaba con el chico. A ser posible su favorito. Aquel macho espléndido cuyo nombre desconocía. ¡Estaba accediendo al estado ideal! Desconocer incluso el nombre del cuerpo que vendría a llenarla de esplendor.
—Quiero que me envíen a un muchacho que me ha atendido en otras ocasiones. Unos treinta años. Muy moreno. Casi moro. Musculoso. ¿Se llama Bill? ¡Pues envíeme a Bill ahora mismo! Pago con tarjeta de crédito.
Felizmente, el joven atleta del sexo estaba desocupado en aquellos momentos. ¡Tremenda paradoja! Cientos de mujeres ansiosas a lo largo y ancho de la geografía española y, en cambio, aquel magnífico ejemplar no tenía ocupación. Las mujeres españolas eran definitivamente idiotas. Miles de ellas estarían aburridas, acaso insomnes, soportando a maridos barrigudos, calvos, malolientes. Estarían detestándolos, odiándolos, deseando su muerte y, mientras, el formidable Bill hojeando revistas, esperando un encargo, en el salón de la casa de putos.
Corrió al espejo. Se empolvó ligeramente. Unos colirios para disimular que había estado a punto de llorar. Aun cuando no se llore, la fatiga también se acumula en los ojos. Champán francés, por supuesto. Como en otras ocasiones. Un chulo que no bebe champán francés es indigno de una vagina todo-lujo.
Llegó el joven con la admirable disposición de siempre. La sonrisa dispuesta, los músculos a punto, la maquinita de la Visa, y, al desnudarse, una fatalidad: aquel cuerpo espléndido le recordaba al de Álvaro. Pero al pensarlo, todavía tuvo Imperia un último rasgo de humor: «Es Álvaro disminuido. Ciertas obras de arte no permiten imitación».
Brindaron, mirándose con ardor. En el caso de Imperia, completamente ficticio. En el caso del mercenario, completamente obligado. Pero estaban representando los prolegómenos de la sexualidad y era forzoso llegar al final con buen pie. Ella para sentir que amortizaba el precio del galán; él, para justificar sus honorarios ante la dama.
Tuvo Imperia el antojo de una travesura. Se roció el sexo con champán, mientras el muchacho se arrodillaba ante ella, dispuesto a que no se desperdiciara ni una sola gota. ¡Era, además, goloso!
El llamado Bill recordaba perfectamente las especialidades que complacían a aquella clienta tan especial. Intuía que buscaba la humillación del macho. ¿Por qué no lo exigía ahora? ¿Por qué no agarraba frenéticamente su tupé, conduciéndole hacia el sexo, obligándole como en otras ocasiones a hundirse en él, esclavizado, envilecido, siervo al fin? Tenía la lengua dispuesta para cualquier emergencia que ella gustase decretar. Estaba incluso adiestrado para la escatología, si ella quería verle rebajado hasta la degradación. En fin de cuentas, el que paga manda.
Pero la señora estaba un poco aturdida, aquella noche. Más que aturdida, extraña. Y más que extraña, muy triste.
Tan triste estaba que se echó a llorar amargamente, mientras el joven la acariciaba, sin saber qué hacer…
En pleno llanto, ella suplicó que la maltratase.
Él la miró, atónito. Desde luego, había sido adiestrado para dejarla hecha una piltrafa, para rebajarla hasta hacerla olvidar su condición humana; pero aquella práctica no cuadraba con ella. Cuando menos, no como él la recordaba.
Imperia necesitó pedírselo varias veces, gritando cada vez más alto, para que el chulo se decidiese a aplicar sus ingenios a aquella nueva eventualidad.
Él cambió rápidamente de actitud. Se incorporó dando un salto salvaje y aferró a Imperia por el brazo, arrojándola al suelo. Entonces empezó a golpearla, poniendo cuidado de no herirla demasiado. Pero Imperia no quería teatro. Estaba reclamando su propia sangre. Le estimulaba a que la golpease con más fuerza todavía, provocaba los insultos más obscenos.
Encontró la cumbre del placer cuando él la escupió en el rostro y la trató varias veces de vieja.
Era el delicado límite que separa las penas de amor de los latigazos de la humillación. Y esta humillación alcanzaba su punto culminante en la impotencia. En el hecho de saber que el hermoso macho no le servía para nada. Que a pesar de todos los engaños, Imperia Raventós sólo conseguía excitarse pensando en el cuerpo de Álvaro Montalbán.
DESPUÉS, LLEGÓ UN SUEÑO forzado a base de píldoras y un poco de alcohol. Resultó un sueño febril y de mucho trasiego. La llevó a viajar por la cama, de un lado para otro, retorciéndose continuamente, hasta quedar en una postura incómoda y desacostumbrada en ella, que siempre supo dominar a las posturas del sueño. Como creía dominar a la realidad.
El teléfono acentuó su sensación de desvarío. No paraba de sonar. Y aunque al principio lo percibió como algo lejano, a base de insistencia se introdujo en el interior de su cerebro, donde clavó unas cuantas cuchilladas.
Estaba tendida de bruces, con la cabeza colgando fuera del lecho y una mano que viajaba constantemente a la sien, a punto de estallar. La luz que entraba a raudales por la ventana anunciaba lo avanzado de la mañana. ¿O sería la tarde? Era, en cualquier caso, una luz hiriente, que la obligaba a cerrar los ojos, y a mantener los párpados fuertemente apretados para combatir el impacto.
El teléfono continuaba sonando con una insistencia que la exasperó.
Estuvo a punto de descolgarlo, sin responder. Vaciló ante la posibilidad de que pudiera tratarse de Raúl. Alguna emergencia del niño dorado. ¡Maldición contra todos los niños felices! Caso de ser él añadiría, además, algún insulto.
Para su sorpresa, era Miranda. ¿Desde Egipto? Era capaz de haber descubierto que las pirámides eran cuadradas. ¿Por qué no? Encajaba perfectamente en la lógica de Boronat.
Siempre esclava de aquella lógica, gemía ahora con voz desesperada:
—No estoy en Egipto, Imperia. Estoy en Madrid.
—¿Cuándo has regresado?
—No me fui, Imperia, no me fui… Supe algo tan terrible, tan espantoso que no me quedaron fuerzas para viajar. ¡Imperia, Imperia! ¡Necesito verte urgentemente…!
Colgó, misteriosa y patética, aquella Boronat. Diríase una mujer destruida que estaba buscando desesperadamente una sustitución a su tan esperado viaje.
De todos modos, su infalible pitoniso tuvo razón. Había un río en su vida. El Manzanares.
IMPERIA SE ESFORZÓ POR APARECER NORMAL. Los ojos delataban una noche trágica. Recurrió a las gafas oscuras. Se vistió en un santiamén. Nada especial: pantalones y jersey de Armani.
Al cabo de una hora, Martín le abría la puerta, inclinándose ante ella:
—La señora le ruega que la espere. La señora se está cambiando.
Ella dio muestras de fastidio.
—Empiezo a creer que lo hace aposta para hacer esperar a la gente.
—Así es, en efecto y en realidad. Pero yo no soy quién para decirlo, doña Imperia.
Ceremonioso, sentencioso, siempre atento pero, en aquella ocasión, un tanto cínico.
—La señora se ha pasado diecisiete días sin salir de casa —comentó—. Será esto lo que ella entiende por un crucero Nilo arriba.
—¿Está usted borracho, Martín?
—Si me lo permite, en esta casa la única borracha es la señora. Sin voluntad de ofender su reputación, le diré, doña Imperia, que la señora no ha dejado de empinar el codo desde que, el día anterior al fijado para su partida, se encerró en su habitación, decidida a morir, según dijo; pero, seguramente, confundiendo el verbo por «beber».
—¿Cómo no me avisó usted?
—La señora me lo prohibió terminantemente. Decía que necesitaba estar sola para buscar su conciencia. Ha pasado estos días buscándola por toda la casa. Al no encontrarla, empezó a decir que sólo usted podría ayudarla, lo cual no deja de ser una falta de delicadeza para los demás, que, si no ayudamos directamente, no nos enteramos de lo que pasa. Una mortificación para cualquier alma deseosa de estar informada.
Se dispuso a preparar la bebida habitual de Imperia. Ella le detuvo, con ademanes terminantes:
—Ni una gota, Martín. Mejor algo la resaca.
—Con esta petición, la señora me autoViza a suponer que, anoche, bebió más de la cuenta.
—Es usted admirable, Martín. Lo entiende usted todo a la primera.
—Todo no, doña Imperia. —Se acercó más a ella para brindarle una información confidencial—. Por ejemplo, nunca entendí por qué dejé pasar a esa funesta psicoanalista argentina el día de autos…
—¿De qué autos, Martín?
—El día anterior al viaje planeado. Aquel viaje, señora. Por cierto: esa argentina del mechón blanco es verdaderamente enana y, a mi entender, una bruja de las Pampas.
Imperia recapacitó unos instantes:
—Beba Botticelli estuvo aquí. Entonces, el problema de Miranda es de su cerebro.
—Si usted llama cerebro a lo que la señora tiene entre las piernas, pues sí. Pero no me interrogue más sobre este caso porque la señora está empeñada en contárselo ella misma.
—En fin, cosas de Miranda. Y dígame, Martín: ¿cómo está su novio?
—Un poco acatarrado, como corresponde a quien se quita el sayo antes de mayo. Siempre le digo que, a partir de los sesenta, la coquetería se paga. Pero él se empeña en atender el puesto del mercado completamente arremangado y con la camisa abierta hasta el ombligo. La mitad de mi sueldo se va en jarabes para la tos.
Le pasó un brebaje que podría ser contra las resacas, pero también contra el estómago mejor protegido. Un mejunje repugnante. ¿Acaso uno de los jarabes que servía a su novio?
—Por cierto, si la señora me lo permite, quisiera elogiar la amabilidad y la excelente memoria de su hijo de usted. En cierta ocasión le manifesté mi deseo de poseer cierta película y, justo ayer, recibí la copia que tuvo a bien hacerme. La felicito por la parte que le toca. En los tiempos que corremos, un señorito tan bien dispuesto es una bendición para cualquier madre. Y, desde luego, una ganga para profesores de filosofía que, no nos engañemos, ya tienen una cierta edad.
Ella prescindió del último comentario.
—Un simple detalle. Raúl le cogió a usted mucho cariño.
—Es más que un simple detalle, si me lo permite. Piense que no se encuentran películas de Paulette Goddard en los videoclubs españoles y esta actriz tiene entrañables recuerdos para mí. En aquella ya lejana verbena donde nos conocimos a los sones de una canción de Carmen Morell y Pepe Blanco, mi Eusebio se me acercó con indómita decisión y me espetó: «Tiene usted un parecido a la Paulette Goddard que tumba de espaldas». Jóvenes como éramos, me ruboricé.
—Lo cual dice mucho en su favor, Martín…
—También es cierto que pocos mocitos de aquel Madrid de posguerra podían presumir de parecerse a Paulette Goddard, si me permite decirlo sin que parezca vana presunción de la memoria.
—¿Y pareciéndose a Paulette Goddard se es feliz?
—Nunca de manera exclusiva. Un amigo mío era igual que la reina Fabiola de Bélgica y, aun así, fue muy amado. Esto demuestra que, en el mundo, todo el paño que está en el arca acaba vendiéndose.
Imperia empezaba a dar muestras de impaciencia.
—¿No cree usted que la señora tarda mucho en vestirse?
—Siempre es así cuando se viste de tristeza.
Apareció en aquel instante Miranda, ataviada con un austero traje de chaqueta gris, el pelo recogido en moño y unas gafas oscuras y desprovistas del menor adorno. Sostenía un pañuelito en las manos y llevaba zapato de tacón bajo. Con tal atuendo no podía si no exclamar:
—¡Imperia! ¡Estoy desesperada!
—¿Qué te pasa? ¿Has perdido alguna alhaja?
—Peor, peor. Las alhajas se reponen. La identidad de una mujer no es fácil de recomponer.
Calló unos instantes. Retorcía el pañuelito con las manos. Por fin, exclamó en un desgarro:
—Imperia… ¡no soy tortillera!
—¡Por todos los demonios! —gruñó la otra—. ¿Crees que puedes venir a amargarme el fin de semana con tus idioteces?
En aquella ocasión, Miranda no jugaba a ser Miranda Boronat. En su voz quebrada, casi inaudible, aparecía un deje de auténtica desesperación.
—¡Imperia! ¡Es que no soy tortillera!
—Pues ¿qué eres, si se puede saber?
—Nada. No soy de mujeres, ni tampoco de hombres. Ni de cautos pececitos ni de serenas tortugas. Rien de rien. Je ne suis rien de tout.
Y entonces, Miranda Boronat se echó a llorar. Patética por primera vez en su vida.
—No soy nada —gritaba—. ¡Ni siquiera tortillera vocacional! ¡No soy absolutamente nada, Imperia!
Parecía una niña despavorida. Le faltaban acaso los moñitos de Gretel, las trenzas doradas de Heidi y el camisón rosado de Wendy. Por lo demás, era la más despavorida entre todas las niñas que se negaron a crecer.
Imperia intentó calmarla, abrazándola contra su pecho.
—Martín me ha contado algo referente a cierta visita de tu psicoanalista oficial…
—¡Beba Botticelli! —exclamó Miranda con un grito de indignación—. ¡Ojalá le atropellen los cuatro jinetes del Apocalipsis, uno detrás de otro! ¡Menuda bruja, Imperia! Yo siempre la consideré tan fabulosa, tan argentina, tan cosmopolita, y resulta que sólo era una vulgar choriza…
Intervino Martín, en tono didáctico:
—Si la señora me lo permite, yo empecé a intuir el choriceo de la señora psicoanalista cuando la convenció de que a la señora, que en este caso es usted, no le gustaba el jamón de pato porque le producía sensación de comerse al Pato Donald y esto la hacía sentirse antropófaga…
—¡Usted se calla, Martín! Doña Imperia quiere que le cuente yo personalmente toda la historia… —Y aferrándose a su amiga, lloriqueó—: ¿Verdad que lo estás deseando? ¿Verdad que te mueres por conocerla? ¿Verdad que no podrás dormir si no te la cuento?
Imperia exhaló un suspiro de resignación:
—Más bien lo asumo. Será mi obra buena de este fin de semana.
Miranda se incorporó ágilmente y, situándose en el centro del sofá, empezó a declamar:
—Ocurrió el día anterior a mi partida. Un delicioso domingo primaveral, creo recordar, con mucha lluvia y rayos y truenos y hasta granizo. Estaba yo probándome un conjunto monísimo, un dos piezas color arena, para las excursiones por el desierto, o sea que, más propio que el color arena, imposible; acto seguido, examinaba un tailleur aproximadamente castaño claro, para los paseos por la corniche del Nilo, que dicen que es sumamente corniche, y estaba a punto de probarme unos gowns divinos, que encargué a Gucci para las fiestas del barco, porque tú sabes que a bordo dan muchos parties y una mujer que se estime no puede presentarse marujona. De pamelas, no te digo lo que me llevaba. Y el indecoroso Sergio, que como todo el mundo sabe me desea vilmente, estaba guardando en la maleta las guias y folletos que tú me recomendaste y ya llegaba Martín con los antídotos que le había dado mi médico para las picaduras de escorpión y las mordeduras de cobra y todas esas cosas que, inevitablemente, pueden suceder en Egipto y entonces, en aquel preciso momento y no en otro…
… ERA LA TARDE DEL DOMINGO. Martín acababa de anunciar la visita de Beba Botticelli. Miranda se extrañó, por supuesto, y así se lo hizo notar a su mayordomo.
—¡Qué pintorescas son esas argentinas en todas sus cosas! Siempre rechazó todas mis invitaciones y, ahora, se presenta sin el detalle de una llamada previa. ¿Vio usted si estaba borracha?
—No todas las señoras beben.
—¿Qué quiere usted decir con esto, Martín?
—Nada más que lo que dije, señora. Pero si a la señora le extraña su visita, no quiero decirle cómo se extrañará cuando la vea. Luce una especie de poncho de pobre madre peruana y, debajo, algo parecido a unos bombachos. No es para contarlo, señora. Llega un momento en que a uno le falta vocabulario.
Cuando Beba Botticelli hizo su entrada, comprobó Miranda que Martín no había exagerado en absoluto. No sólo iba vestida de pobre madre peruana, con colgajos incluidos; es que, además, mantenía con asombrosa persistencia su mechón plateado, lo cual la convertía en una pobre madre peruana con pretensiones de burguesita porteña.
—Perdoná mi intromisión, Mirandilla, perdoná… —suplicaba, con trémulo acento.
—Perdonadísima —canturreó Miranda, en el punto más alto de su jovialidad—. Total, no tenía a nadie con quien hablar. Además, me irá bien practicar el argentino porque, yendo a un crucero por el Nilo, nunca se sabe… ¿Le apetece un drinkito o vamos derechitas al té?
Pero la otra iba directamente a su drama particular.
—Sos dulce perdonando mi intromisión. Ya no sé si serás tan dulce como para perdonar mi error…
Rompió en llanto. Era tal su desespero que Miranda vio en ella a una representante de todo el dolor de la América Latina y no pudo dejar de conmoverse:
—¡Botticelli, por Dios! ¡Una psicoanalista como usted deshecha en lágrimas! ¡Una argentina de pro, llorando en casa ajena!
—Querida, no es sólo Argentina quien llora por nosotras; también nosotras lloramos por las derribadas defensas de nuestro ego. También somos mujeres. Acaso mi error fue… olvidarlo. ¡Dios mío! Durante todos esos años… Hice el gil sin saberlo. —Y levantando la cabeza hacia Miranda, añadió—: Si vos encontrases a tu marido haciendo el amor con una perra, ¿cómo reaccionarías, che?
—¿La perra era Perla de Pougy o Cordelia Blanco?
—La perra era Blackie, nuestra dálmata.
—Nunca debió permitirlo. Un cruce entre una dálmata y un escritor venezolano debe de dar unos resultados extrañísimos.
Beba Botticelli se dejó caer en un sofá. Al abrirse el poncho, apareció una túnica andina color ceniza, pero ceniza sucia.
—El tuvo que buscar su desahogo mental, tuvo que buscarlo, Miranda, porque yo no supe ser mujer. Y cuando una psicoanalista argentina no sabe ser mujer, se expone a que su escritor venezolano la engañe con lo primero que encuentra.
—¿Cómo llaman ustedes a esta aberración? Lo digo para anotarlo; de otro modo, no me acordaré para contarlo a mis ochenta mejores amigas.
La otra la miró con ofendida altivez:
—Querida, en psicoanálisis no existe el concepto de aberración.
—Pues si usted considera normal que su marido se lo monte con una perra dálmata, cuénteme cuando se entere de una aberración de verdad, porque ya debe de ser el fin del mundo.
—Antes de la dálmata hubo una dobermana y una doga.
—¡Cómo son los hombres! ¡Ponerle los cuernos a una pobre dálmata, además de a usted! De todas maneras, la culpa es toda de usted. No debió permitir que su marido convirtiese la perrera en un serrallo.
Una expresión de asombro se dibujó en el rostro de Beba Botticelli. Al instante, fue terror incontrolado.
—Por supuesto, vos no creerás que Nelson Alfonso de Winter, autor de ¿Llegaron de Marte los arquitectos de El Escorial?, que un pensador de semejante valía es un vulgar violador de canes. ¡Cómo te atrevés, maligna!
—Es lo que usted dijo.
—¿Eso dije?
—Eso mismo.
—¿Pude?
—No sé si pudo, pero lo dijo.
—Evidentemente, no hablaba en términos realistas. Estaba en mi subconsciente. Todo está en el subconsciente. Hasta los cuernos devienen subconscientes cuando pensábamos que estaban en la supraconciencia, ¿viste? Yo se los puse a Nelson Alfonso con mis fantasmas, Miranda. Yo pasé años engañándole con mi vieja. Lo supe aquel día que vos llegaste vestida de Evita Perón… Entonces calibré que, durante años, estuve acostándome con mamá y nunca con Nelson Alfonso de inter.
—¿Él lo sabía? ¿Era consciente de esa cosa tan rara que estaba usted haciendo con una argentina difunta?
—Los hombres nunca saben. Intuyen y, en la intuición, acaso sufren. Él sólo sabía que, durante quince años, nunca hicimos el amor. Eso a algunos maridos les duele, ¿viste? Pero más me dolió a mí el descubrir que, durante esta época, en mis sueños, estaba chupando la concha de mi amiguita Mirta.
—¿«Chupar» como «beber»?
—No, linda. En este caso, chupar como chupar.
—Es usted demasiado elevada para mí. No entiendo nada. Empieza con su madre, sigue con el calzonazos de su marido y, ahora, me sale con una amiga que tiene nombre de corista…
—Tuve avances con Mirta Bonheur Sarústegui. Para ser exactos: más que avances, tuve lesbianismos.
—¿Luego usted es…?
—Soy lesbiana, Miranda. Soy lesbiana de remate. Nunca conocí a nadie tan lesbiana como yo.
—Si usted me lo permite, yo lo soy mucho más.
—Es que vos no sos lesbiana, querida.
—Quise decir vocacional.
—Ni siquiera esto. Simplemente, no sos lesbiana.
—¡Le voy a dar a usted una hostia que saldrá por la puerta de servicio…!
Quiso amedrentrarla con un violento gesto de cowboy, pero no le salía. Beba Botticelli la insultó con una mirada displicente, como queriéndole decir: «¿Lo ves? Ni siquiera sós macha».
Pero no quiso seguir hurgando en su decepción. Sólo era consciente de que estaba obligada a contarle las causas de la misma.
—Yo te hice portadora de mi problema. Lo que tantos años permaneció escondido en lo más profundo de mi ser, pasó a vos. Me estaba escondiendo mi lesbianismo y te lo iba transfiriendo a vos, ¿viste?
—Me han hecho muchas transferencias en mi vida; de dinero, de valores…, pero de tortillas, nunca.
—Diré, en mi descargo, que tu repugnancia al falo me autorizaba a suponer…
—Por favor, no me cargue el muerto. Al fin y al cabo, fue usted quien me inculcó lo de la repugnancia al falo.
—Cuando viniste a mi consulta, ya viajabas con el trauma.
—Yo nunca viajo con traumas. ¿Qué se ha creído? Soy una señora. No me seduce que me atrapen en una aduana por tráfico de traumas.
Beba Botticelli meditó unos segundos. Por fin, decidió cumplir con su deber, diciendo:
—Tu problema no es que seas lesbiana o no. Tu problema es que sos idiota.
Coqueteó Mirandilla, al afirmar:
—Una mujer tiene que fingir cierto grado de idiotez para ir por la vida…
—Es que vos no fingís, Miranda. Es que vos sos idiota… No es ni un complejo, ni un trauma, ni una paranoia, ni una fobia. Vos sos idiota de remate. Ahora mismo, con toda la inmensidad de mi problema y no me entendés… peor todavía: ni siquiera te molestás en entender… Carecés de la caridad de la comprensión. Tenés alma egoistona y sólo pensás en vos. Nunca supiste que, mientras descargabas tus problemas en mi diván, estabas arruinando mi hogar…
—Si acaso, señora, su hogar lo habrá arruinado esa dálmata que se acuesta con su marido. Y, además, le está a usted bien empleado. Así vigilará mejor el tipo de perras que se mete usted en casa.
—¡Nadie fue tan perra como vos! Nadie arrancó con tanta crueldad los secretos que yo había conseguido esconder, allá en lo más profundo de mi alter ego. Ese día que vos vinistes vestida de Evita Perón cayó la ruina sobre mi hogar. Ese día vi claramente que el horrendo crimen que marcó mi infancia…
Miranda aplaudió, entusiasmada:
—¿Además hay un crimen? ¡How very interesting, Mari Pili!
—¡Sólo en mi mente, boba! Pasé la vida imaginando que, cierta noche de reyes, mi viejo mató a mi vieja porque ella estaba haciendo la chorra en un bataclán. Por eso hui de Argentina. Para borrar esa imagen. Pero no me daba cuenta que la había ido transformando a lo largo de los años, ¿viste? Porque cuando Mirta Bonheur Sarústegui vino a hacerme compañía, aquella noche de Reyes, cuando acercó su linda conchita a mis labios, papá y mamá llevaban diez años muertos…
—Usted perdone, querida: ¿no cree que le convendría hacerse visitar por un buen psiquiatra?
—¡Callá de una vez, pavota! ¡El crimen imaginario era el crimen moral que yo me esforzaba en reprimir! Y luego lo transformé, sí, lo cambié para no asumirme, para no reconocer que aquella noche, en los suaves brazitos de Mirta, yo encontraba cierta complacencia. Y, además, el tango, sí, el tango, que las dos escuchábamos, concha contra concha. ¿Vos conocés sin duda ese famoso tango llamado Noche de Reyes?
—Francamente, no. El único tango que recuerdo es aquel que dice: «Tango, tango, tango, tú no tienes nada, tango tres ovejas en una cabaña…».
—Vos sos idiota, definitivamente idiota, Miranda… ¿Te parece que mi drama es para hacerle chistecitos?
—Yo seré idiota pero usted es una choriza. Cuando acudí a su consultorio, me dijo: «Te voy a sacar lo que vos llevás dentro». A los quince días de someterme a un psicoanálisis, odiaba a mi papaíto, a quien Dios tenga en la gloria. Al mes, detestaba a mamá. Antes del verano, maldecía a las dulces monjas que educaron mi infancia. Al llegar el otoño, estaba secretamente enamorada de mi amiga Imperia. El día de Nochevieja ya tomaba la palma de la ínclita santa Lucía por un símbolo fálico… ¡Y pensar que, cuando llegué por primera vez a su consultorio, yo sólo tenía vómitos!
—La culpa es tuya. Si tanto vomitabas, debiste consultar con un especialista del hígado antes de acudir a mí. Una enferma mental tiene que tener las cosas muy claras, che.
—¿Y ese horrendo dolor que me producía la penetración?
—Simplemente, tu marido debió usar vaselina.
—Que se pueda ser choriza y continuar con el consultorio abierto es algo que siempre habrá que imputar a los inconvenientes de la democracia. Por esto pienso yo que la democracia que se montan los demócratas no es la que conviene a los que no somos nada.
—Vos nunca te planteaste nada seriamente. Ser lesbiana es una cosa muy seria. Yo misma, desde que lo soy, me siento adalid más que adlátere, ¿viste? Yo soy divina, mientras vos no sos nada.
—Pues si usted es adalid, yo soy ad libitum. Las cartas sobre la mesa, Botticelli. Por todo el dinero que ha ganado a cuenta mía, ayúdeme. Usted ya ha descubierto que es lesbiana. ¿Quiere decirme de una vez qué hago yo, que no soy nada?
—Disfrutá tus vacaciones egipcias. Divertite. Gozá, mina, gozá.
—Imposible. Yo sólo me iba a Egipto para probar si podía hacer el amor con mi amiga Milagritos.
—¿La que tiene un enfisema pulmonar?
—Cierto. A causa del tabaco.
—No te convenía, querida. Te hubieras quedado viuda en cuatro días.
Miranda, tan contenida hasta aquel momento, soltó:
—¡Si no fuera yo una dama, qué de cosas le diría! La primera, cerda. La segunda, marrana. La tercera, puerca. Las otras, no las quiera usted saber…
—¡Insúltame si querés! ¡Sos una seca! ¡Sos una pata! En realidad te morís de envidia porque yo soy lesbiana total y vos no sos nada… ¡Nada! Ja, ja, ja. ¡Nada! Ja, ja, ja.
Y salió riendo diabólicamente, con el poncho abierto de par en par, a guisa de alas peruanas, como si se dispusiera a regresar a Majadahonda volando sobre los tejados de Madrid.
—¡Que se deja usted la escoba! —gritó Martín, siempre alerta, siempre eficaz, siempre en todo.
Pero Beba Botticelli continuaba gritando, desde el cielo, que Miranda Boronat no era entonces, no fue nunca, ni chicha ni limoná.
REGRESÓ MIRANDA a su presente absoluto. Se limpiaba una lágrima solitaria, al tiempo que emitía una máxima definitiva, acorde con su código de valores:
—Y, desde luego, una mujer sofisticada nunca le habría llamado más allá de «asquerosa y cochina». ¿Estás de acuerdo?
—¡Estoy que ardo! —gritó Imperia—. Aclárame de una vez lo que te ocurre. Incluso en el elevado índice de tus rarezas, estás superando todas las marcas previsibles.
—Por no ser, ni siquiera soy idiota; pues, si lo fuese, no me daría cuenta de que no soy nada y, de darme cuenta, ni siquiera lo lamentaría. Pero lo noto, sí, lo noto y sufro el doble y no sabes lo que daría por ser realmente idiota. Lo cual, evidentemente, sigo sin ser…
Definitivamente hastiada, Imperia se incorporó para servirse el whisky que antes había rechazado. Martín la miró severamente, como riñéndola. En su mirada no encontró Imperia sólo reconvención: había una sabiduría completamente desaparecida en el mundo donde ellas se desarrollaban. En el mundo donde había conocido a Álvaro y para el cual le estuvo preparando.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Martín?
—Por supuesto, doña Imperia. Las preguntas son para hacerlas. De otro modo, no serían preguntas.
—En relación a su novio. ¿Puede un hombre ser feliz con otro hombre y encima si este novio es carnicero?
—¡Pregunta compleja, voto a Bette Davis! Feliz no se puede ser ni con un novio carnicero ni con un oficial de lanceros bengalíes; pero si usted es feliz consigo misma, será usted feliz hasta sirviendo a las órdenes de doña Miranda Boronat. No sé si me ha entendido bien.
—Le he entendido perfectamente. Y agradezco su claridad.
—La claridad es virtud de los claros, señoras. Y ya que hablamos de claros, ponga un poco de claridad en la vida de la señora, porque en esta casa nos estamos convirtiendo todos en carne de frenopático.
—Tal vez encontraríamos una solución… —Y, procurando que no la oyese Miranda, propuso—: Ese apuesto criado, Sergio, ¿no sería un buen ejemplar para que la señora probase si vuelven a gustarle los caballeros?
—Nothing to do, Conchaan. La señora le odia porque se parece a Tony Curtís cuando tenía veinte años.
—Se parece mucho, en efecto. Y cuando una mujer odia por esta razón, es muy difícil convencerla de que le gustan los hombres.
—Yo le odio por motivos muy distintos, doña Imperia. No es de justicia que unos sean tan jóvenes y otros, ya ve, estamos en la edad de Lana Turner cuando empezó a hacer madres.
—Todos tenemos nuestra cruz, Martín.
—Todos, doña Imperia. Y el que no la tiene se la busca, como en el caso de la señora, que es una buscadora de cruces de mucho cuidado.
Repasaba Miranda su calvario privado, con la mirada fija en la pista de paddle y el pañuelo secando nuevas, indiscretas lágrimas. En su desvarío, pensó que, ya que no era nada, podía ser campeona de paddle con muy poco esfuerzo. ¡Pero había tantas en Madrid aquella temporada!
—¿Y si probases de regresar con tu marido? —aconsejó Imperia.
—Imposible. Él está con esa muchacha de diecinueve años a quien todo el mundo encuentra guapísima y que, en realidad, es horrenda. Pero tiene tres carreras universitarias y su padre es multimillonario y les regala a los dos una casa de dos mil metros cuadrados en La Moraleja. Mi exmarido es capaz de ser feliz con esa tipa.
—Es perfectamente capaz. Los hombres se contentan con cualquier cosa.
—En cambio yo soy mujer y, por lo tanto, o soy feliz siendo algo o no soy feliz siendo nada. Más claro el agua.
—Será el agua de las cloacas… —suspiró Imperia, definitivamente hastiada, incluso de sí misma—: Lo único que me interesa de esta conversación es lo que revela de los insondables misterios del alma humana. Tanto hablar de psicoanálisis y vuelves a lo que ya sabías. Yo no he necesitado gastar tanto dinero para saber lo que nunca quise saber de mí misma…
Miranda se volvió hacia su criado:
—Váyase, Martín: la señora va a contar algo que nunca quiso saber. Si ella tardó tantos años en decidirse, sería una indiscreción imperdonable que usted lo supiera de buenas a primeras.
Desapareció Martín, visiblemente ofendido.
—Contra lo que creía, debo volver atrás —recapacitó Imperia—. Contra todo lo que he creído estos años para esconderme. Luché por conseguir tantas cosas y nunca tuve ninguna que me acercase a aquel momento de mi vida, en que fui realmente yo misma…
—Eso es lo que me daría verdadero horror, porque cuando quieres ser tú misma descubres, como yo, que no eres nada. Que, por no ser, no eres ni idiota. De manera que antes que ser una misma mejor ser todas las demás, y en esto voy a ocuparme. En ser algo que no sea yo. ¿Comprendes?
—¿Y quién quieres ser?
—Después de varios rechazos he pensado que parecerme a la Virgen María me sentaría muy bien. Porque no fue mancillada por el contacto del hombre y, además, no tuvo tentaciones con mujeres. O sea que más tranquila no se puede vivir. Y, además, me compraré una paloma para que me dé conversación los días de Cuaresma.
—¡Otra virgen en mi vida! En fin, creo que sabré soportarlo. ¿Tienes champán francés en la nevera?
—¡Por supuesto! ¿Con quién te crees que estás tratando?
Apareció Martín, sin necesidad de ser llamado. Su afición a escuchar escondido tras las cortinas se revelaba, a veces, de extrema utilidad.
—Martín, esta amiga pobretona quiere champán francés.
—Está a punto, señora. ¿Descorcho?
—Descorche, Martín —dijo Imperia, tajante—. Y no es necesario que se marche. En la hora de la tristeza, no deben existir secretos. —Se volvió hacia Miranda, a quien dedicó alguna caricia—. Entre tú, que no puedes ser lesbiana, y yo, que sé lo que quiero ser pero no consigo tener a quien necesito para serlo, somos dos perfectas aspirantes al premio de mujeres frustradas para esta primavera.
—Esto se arregla con mucha facilidad —dijo Martín, sirviendo—. ¿No es primavera? Pues que se note.
—Es cierto —exclamó Miranda, levantándose en inesperada exaltación—. It’s springtime. Es primavera en el aire, en los viveros, en las almas y en los grandes almacenes.
También Imperia se incorporó, para brindar:
—Seamos pendencieras, Miranda. Todo antes que no ser nada. Y eso seré si sucumbo a la tentación de recobrar a Álvaro. Sé que voy a pasarlo mal a partir de ahora. Sé que lo estoy pasando mal. Se prolongará, claro, se prolongará. ¿Quién dijo miedo? No hay que fijar un plazo al dolor. Que venga, que arrase, si lo desea. Tiene tantos derechos como la alegría. Pero esta siempre triunfa, al final.
Y Miranda se sorprendió de que las mujeres duras fuesen, en el fondo, tan desvalidas.
—¡Seamos pendencieras! —exclamó, la copa en alto. Y tras sorber un poco de champán, preguntó a Imperia—: ¿Y eso de ser pendencieras, qué demonios significa, sweetie?