Séptimo
ESTE CHICO ES PARA MÍ

AQUELLA NOCHE, ALEJANDRO DURMIÓ MAL. Entre sueño y sueño transcurrían largos espacios de vigilia en cuyo curso el niño Raúl se le aparecía asociado con un cervatillo. Esta identificación quedaba clara. La magnificencia de sus muslos sugería, al mismo tiempo, cierta ligereza, una especie de agilidad poética. Intentó desmitificarle pensando en sus propias palabras de la tarde anterior: estaba un poco llenito. Tampoco así conseguía desmitificarle: llenito no quería decir fofo. Podía significar suculento, macizo, buenorro… Cuantos más sinónimos iba buscando, menos podía dormir. ¿Cómo sería el niño Raúl vestido con un chitón azul? Mejor aún: ¿cómo sería sin chitón, sin toga viril, sólo con una hoja de parra cubriendo sus partes, aunque no demasiado? Y cuando ya pensaba cómo sería el niño sin siquiera una hoja de parra, quedó dormido; pero no con placidez.

Al día siguiente, llegaron las dudas sobre la primera llamada. Él no tenía por qué hacerla. Ayer dejó bien claro a Imperia que no podía permitirse una complicación de aquel tipo. El niño no se atrevería a llamarle, claro. No había demostrado el menor interés. ¿Y si se atreviera a demostrarlo él? ¡Hasta aquí podían llegar las aguas! No había prometido nada. Imperia no era quién para organizar su vida. ¿Cómo podía decidir ella que aquel niñato podría apetecerle? Tampoco era tan guapo. De hecho, era muy poca cosa. Un criajo, un imberbe, un renacuajo. Además, no era poeta, ni novelista ni ensayista. Dijo que iba para biólogo. No sabía de ningún biólogo que hubiese leído a Leopardi.

Mientras tomaba su café, intentó abstraerse en la lectura del periódico. Tuvo que interrumpirla. Seguía con lo de Raúl:

«No habrá leído mucho, pero poca cosa no es. El flequillo le queda muy gracioso. Y la sonrisa le ayuda. Como sonrisa es muy linda». Ante esta idea, sonó la voz de alarma. Sabía por experiencia que no era prudente idealizar de aquella manera a un efebo sonriente. Y, por más que lo mandase Imperia, bien pudiera ser que el niño tuviera otros gustos. A los renacuajos de dieciséis años no suelen gustarle los caducos cincuentones. Claro que él no era exactamente un cincuentón. Todavía estaba en los cuarenta y nueve. Era incluso posible que aparentase menos. El niño dijo treinta y ocho. No estaba del todo mal. Aparentando esta edad, la diferencia ya era menor. Sólo los separaban veintitrés años.

Se disponía a salir cuando sonó el teléfono.

Era una voz meliflua, dulce, que pretendía parecer dura e implacable.

—Soy Raúl. Seguro que no se acordará de mí…

Alejandro decidió jugar sus cartas. Fingió gran seguridad al decir:

—¡Pse! ¡Conoce uno a tanta gente…!

—Nosotros nos conocimos ayer.

—¿Dónde?

—¿Cómo que dónde? Yo iba con mi madre.

—¡Ah, claro! El hijo de Imperia.

—No, el hijo de Imperia no. Raúl a secas. Me gusta que me conozcan por mí mismo. Bueno, ¿se acuerda o no se acuerda?

—Claro que sí. ¿Le ha ocurrido algo a tu madre?

—No tengo la menor idea. Ha pasado la noche fuera de casa.

Se produjo un silencio. Alejandro estaba recibiendo un recado urgente de la conciencia. ¿Debía decirle al renacuajo que su madre estuvo durmiendo en casa de Álvaro Montalbán? Era difícil largárselo así, de entrada, a una criatura tan inocente. Además, sospecharía de la integridad de las personas mayores. Y él era cuatro años mayor que Imperia. Después de aquella desilusión, el niño de la sonrisa no volvería a creer en sus palabras. Seguro que le despreciaría por juzgarle cómplice de la inmoralidad general.

—¿Ha colgado usted, señor?

Alejandro improvisó su respuesta:

—No, no, es que estaba despidiendo a un amigo… íntimo.

El niño se tragó la mentira. Su voz sonó más áspera. No pudo ocultar que estaba un poco enfadado, al decir:

—¿Recibe usted visitas de amigos íntimos tan temprano?

—Un amigo íntimo que… se ha quedado a dormir…

Se oyó un golpe. El niño acababa de darlo contra la pared. Seguidamente refunfuñó:

—Por lo que veo en Madrid todo el mundo duerme fuera de casa…

Alejandro se felicitó a sí mismo. La astucia de un profesor de filosofía no tiene rival.

—En fin, no se me ocurre qué puedes querer de mí…

—¿Me lleva esta tarde a la filmoteca?

—¿A la filmoteca? ¿A qué?

—¿Cómo que a qué? A ver el ciclo Minnelli, como todo el mundo. Hoy dan Brigadoon.

—¿Pues no dijiste que ibas para biólogo?

—¿Y está reñido con el musical americano?

—No sé qué decirte. Uno siempre piensa que la biología es para niños muy serios…

—Un profesor mío coleccionaba bandas sonoras de películas americanas. Las tenía todas. ¡Y ya quisiera yo saber tanto de biología como él!

Se lo contó más extensamente por la tarde, saliendo de la filmoteca:

—… Mi profesor me invitaba siempre a su casa, a escuchar música. Yo le debo mucho, porque hasta entonces sólo me gustaba la sinfónica y la ópera, sobre todo la ópera. De repente, gracias a mi profe adorado, me encontré valorando a Judy Garland y a Ethel Merman y a Carol Chaning, que se necesitan ganas, con la voz de cazalla que tiene, la tía. Pero bueno, el profe me iba poniendo discos y yo pasé las tardes más felices de mi vida. No le niego que estaba muy ilusionado porque me parecía que él se montaba todo aquel número para conquistarme, lo cual no hubiera sido nada extraño porque siempre he oído decir que soy muy mono, modestia aparte. De manera que yo alimenté ciertas esperanzas, porque me había enamorado de él. Esperaba ardientemente que me propusiera convertirme en su amante…

—¿Y qué edad tenía ese profesor? —preguntó Alejandro, con verdadera ansiedad.

—Cuarenta años.

—¿Sólo cuarenta? ¡Qué joven!

El niño comprendió que acababa de dar un paso en falso.

—Bueno, a lo mejor eran… cuarenta y nueve… ¡o más!

—¿Y te gustaba?

—¿Pues no me suicidé por él?

—¿Llevándote tantos años?

—Es que yo soy gerontófilo.

—¡Anda ya!

—De lo más gerontófilo.

El niño no paraba de hablar. Parecía una cotorra.

—Lo que le estaba contando. Mi profesor continuaba ocupándose de mí hasta extremos tales que, por lógica, pensé que estaba a punto de declararse. Yo estaba muy nervioso. Cada vez que veía a un señor con gafas me acordaba de él y me venían ganas de llorar. Hasta que un día pensé que, a lo mejor, era tímido y me correspondía a mí tomar la iniciativa, porque siempre he sido muy decidido y desde niño he ido de cara a las cosas para conseguirlas. Pero en esta ocasión no me dio tiempo. Antes de que pudiese declararme, él me pidió que un día invitase a su casa a una compañera del instituto que, además, era muy amiga de mi familia. ¡Una presumida que no valía un pito! Con decirle que se parecía a la Kim Basinger esa, comprenderá usted lo anodina y ordinaria que era.

—¿Y tu profesor se acostó con ella?

—Peor que esto: se han casado.

—Mal sistema —refunfuñó Alejandro—. Las parejas tan desiguales en edad no pueden funcionar. Y, si llegan a funcionar, sólo duran quince o veinte años. Acaso cuarenta; pero no más.

—Ya que hablamos de años: este amigo de usted, el que se ha quedado a dormir en su casa, ¿qué edad tiene?

Momento dramático ese en que el embustero ha olvidado su propia mentira.

—¿Un amigo en mi casa? ¿A quién te refieres?

—Me lo ha dicho usted. Yo no soy un niño esquizofrénico que va por la vida de inventor de chismes. Sobre todo cuando me importa un pito a qué tipo de gentuza se mete usted en casa…

El profesor recordó la conversación de la mañana. Se apresuró a rectificar:

—¡Ah, claro! Te refieres sin duda a… bueno… a Endimión González.

—¿Endimión? ¡Qué nombre más tonto!

—Endimioncillo. Tiene… dieciocho años.

Lo dijo, evidentemente, con intención de presumir.

—¿Tan mayor? Pues le veo a usted mal. A esta edad, los chicos ya estamos muy viciados. Por cierto: ¿no le ha dicho nadie que le sientan muy bien las gafas?

Alejandro no supo qué contestar.

Al llegar a su casa, buscó rápidamente el consejo de los clásicos. No tuvo vacilación: eligió a los griegos. Curiosamente, sólo buscaba versos que pudieran tener alguna relación con los efebos. ¡Cuántos elogios hacia aquellas criaturas que se le antojaban el paradigma de la perfección física! Si hombres tan sabios los admiraban sería porque se acercaban a la perfección, cuando no entraban directamente en ellas. En el elevado mundo de las ideas no caben mitificaciones. Además, los sabios despreciaban a los prostituidos y a los afeminados. Para ellos, el efebo era la culminación de la belleza pero también de la conducta. Y no tenían por qué ser necesariamente delgados. En la época del helenismo, algunos efebos aparecen más bien llenitos. Algunos presentan nalgas parecidas a las del niño Raúl…

—¡Peligro! —exclamó Alejandro ante aquel recuerdo—. ¡Peligro mortal! Ese niño finge. En el fondo, es un moderno.

Afortunadamente, otro de sus poetas le advertía a tiempo: «Desgraciado del hombre maduro que se enamora de un adolescente. Ya no volverá a conocer la paz».

Alejandro arrojó el libro al suelo. A nadie le gusta que le recuerden sus imposibilidades. Intentó ser racional: tenía que estar agradecido por el consejo de los antiguos. Mejor haría recurriendo a la prudencia. Así pues, exclamó: «Lagarto, lagarto. Los dioses me libren de este niño…».

En aquellas reflexiones se hallaba cuando sonó el teléfono.

—Soy el hijo de Imperia.

—¡Ah, el simpático Raúl!

—¡Qué bien! ¡Se acuerda usted de mi nombre!

—¿Cómo no iba acordarme después de esta tarde?

—Es que al no llamarme yo Endimión como este amigo íntimo que «suele» dormir en su casa…

—Yo no he dicho «suele». He dicho que se ha quedado hoy.

—Bueno, pues como sea que yo nunca me he quedado a dormir en su casa, he pensado: «No se va a acordar de mí». Pero si se acuerda quiere decir que se lo ha pasado usted un poco bien… aunque nunca me haya quedado a dormir en su casa.

—Me lo pasé estupendamente. ¿Y tú?

—Yo el doble.

—¿Y eso?

Alejandro contuvo la respiración en espera de la respuesta.

—Dos películas de Minnelli en una sola tarde es más de lo que uno cree merecer…

¡La madre que parió al niño!

—Espero no haberlo estropeado con mi pobre, triste, aburrida conversación de vejestorio… —gruñó Alejandro.

—¿Cómo iba a aburrirme si sólo hablé yo?

Otra castaña del niño.

—Pero fue muy bonito —dijo Alejandro—. La historia de tu profesor me llegó al alma.

—No me extraña que se identificase con él. Era de su misma quinta.

Para estrangular al niño.

—Por esto sigo sin entender que pudiera gustarte.

—Ya se lo he dicho. Me gustan mayores.

—¿Tanto?

—Y más. Fíjese en Rafael Alberti. Está como un tren. Y Picasso. ¡Menudo polvo tenía, el tío!

—¡Glups! ¡Glups!

—¿Qué ha dicho?

—Nada, nada. Lo del polvo con Picasso me ha llegado al alma… No, no quise decir esto. Digo que, no sé, pensaba que, bueno, que a lo mejor no has cenado.

—Un poco sí.

—Lástima.

—¡Pero muy poco! Vamos, dos rabanitos que he picado en la cocina. No sé ni si he llegado a comérmelos.

—¿Esperas a tu madre?

—No cena en casa.

—¿Vas a cenar solito?

—Lamentablemente sí. Casi siempre ceno solo.

—¡Pobrecito! Yo iba al restaurante marroquí de la esquina, a tomarme un cuscús.

—A mí el cuscús, de noche, me deja mal cuerpo. Si fuese comida coreana… Pero a usted no le apetecerá.

—¡La mejor del mundo! ¡No hay nada que pueda apetecerme más!

—Claro que usted iba a por un cuscús…

—¡Lo dejo para otro día, lo dejo para otro día!

—Le parecerá una casualidad, pero ya llevo el abrigo puesto.

—Coge una bufanda, que hace frío.

—También la llevo puesta. En realidad, dice usted cosas que estaba pensando yo. ¿Le puedo tutear?

—Con toda el alma.

—¿Cómo dijo?

—¡Que sí niño, que me tutees de una vez!

Alejandro no tuvo paciencia para esperar el ascensor. Bajó las escaleras corriendo. Mientras conducía por las calles desiertas, iba pensando: «No puede ser, es como un sueño, esas cosas nunca ocurren en la vida real. Si le gusta Alberti, yo tengo que enloquecerle. Claro que puede gustarle como poeta. Pero dio a entender que también le gustaría para la cama. Lo del polvo con Picasso es definitivo. ¡Y Picasso me llevaba a mí más de treinta años! Pero no es posible. Estas cosas siempre terminan mal. Tratándose de Picasso, era distinto, porque tenía dinero. ¿Querrá sacarme este niño la herencia de mis padres? Pues lo tiene mal, porque están bien sanos. Además, que este niño tampoco vale tanto. Si le saco a cenar es para hacerle un favor a Imperia. Lo demás, ni soñarlo siquiera. Es imposible que lleguemos a nada. Tendría que estar loco. Además, que está demasiado gordito para mis gustos. Definitivamente, no sacará nada de mí».

Ignoraba que al catalancito que nace voluntarioso no le gana ni el más experto chapera de los madriles.

SE MIRABAN A LOS OJOS en plena conversación de postres. El niño se había atiborrado de algas fritas y ahora llevaba dos platos de lichis. Era un muchacho sano. Y además era muy simpático. Sonreía todo el tiempo. Y, cuando se echaba a reír, contagiaba de manera irresistible. Sin ir más lejos, Alejandro no había parado de reír en toda la noche.

De haber sido sincero consigo mismo debería haber reconocido que no se reía tan a gusto desde muchos meses atrás.

—¿Sabes un secreto? Yo soy virgen. ¿De qué te ríes?

—¡De que tu madre está rodeada de vírgenes!

Y le contó por encima la historia de Reyes del Río.

—Lo de la folklórica es distinto. Ella es virgen por voluntad. Yo lo soy porque nadie se ha dignado probarme. ¿Crees tú que hay derecho?

—No te preocupes. Encontrarás voluntarios. No te faltan prendas.

Llegó un helado de plátano para Raúl. Alejandro pensó que, además de cotorra, era goloso y lo repitió tres veces para sus adentros. Le sorprendió descubrir que encontraba singular deleite en aquella constatación. Era como un padre demasiado calzonazos que celebraba ante los amigos las travesuras de su hijo.

—¿Sabes, Raúl? He estado pensando en ti toda la tarde; bueno, toda la tarde no, sólo un rato, no vayas a figurarte…

—Comprendo. Yo no merezco que nadie piense tanto rato en mí. Soy muy vulgar, yo.

—No quise decir esto, niño. Quise decir que me preguntaba: «¿A quién se parece Raúl?». Y venga a buscar y a rebuscar y, al llegar a casa, ¡zas!, me vino el parecido.

—¿Quieres decir que al llegar a tu casa todavía pensabas en mí?

—¡Yo no he dicho esto! Pensaba en otras muchas cosas, pero en un momento determinado me acordé de ti y me dije: «¡Claro, Raúl es igualito que el hijo de Tarzán!».

—¿Te refieres a Boy? ¡Pero si era un criajo!

—En las primeras películas de la serie, sí. Pero se hizo mayorcito y al llegar a tu edad, pues… no sé, chico, se parecía a ti.

—¿Pero en qué? Boy era moreno y yo soy de los más rubio…

Frustración en el rostro de Alejandro.

—Tienes razón. El rubio estropea el parecido. ¡Mecachis! ¡Qué mala pata!

Un niño avispado no podía permitirse un error de tamaña envergadura.

—¡Alto, profe! Debo confesarte que lo mío es un rubio muy peculiar. En realidad mi pelo es negrísimo, más que el de Boy incluso, pero se me ha ido destiñendo este último mes a causa del sol.

—¿El sol de dónde?

—De la Costa Brava, donde mamá tiene la masía.

—¿Tan fuerte es allí es el sol de diciembre?

—¡Huy, no te lo puedes imaginar! Tenemos inviernos saharianos. Eso los de Madrid no lo entendéis, pero en la Costa Brava todo el mundo se queda rubio a causa del ardiente sol de diciembre y de los huracanes de siroco que provienen directamente de los apasionados desiertos de Túnez.

—Es curioso. No lo había oído decir nunca. De todos modos, tampoco te pareces tanto al hijo de Tarzán, porque tienes el pelo muy liso y él lo tenía muy rizado.

—¡Pues anda que yo! Siempre he sido todo rizos. Lo que pasa es que practico mucho la natación y este año la sal del mar era muy fuerte y me ha desrizado.

A Alejandro se le abrieron los ojos de par en par.

—Así que practicas la natación… Vaya, vaya, vaya…

—He ganado tres copas. Nada excepcional, no creas; pero me siento orgulloso de ellas. —Notando mucho interés en la mirada de Alejandro, se apresuró a añadir—: ¿Quieres ver una foto mía en plan nadador?

En el cerebro del profesor apareció la señal de peligro. No tuvo tiempo de reconocerla. Raúl acababa de sacar una fotografía que le mostraba con un escueto bañador de piel de tigre, haciendo la vertical sobre una roca.

De no ser el niño tan ingenuo, podríamos pensar que llevaba la fotografía preparada. En realidad, la tenía fuera de la cartera. Ignoramos si es costumbre entre los efebos catalanes.

—No veo yo que estés recibiendo ninguna copa —dijo Alejandro, con voz temblorosa y hasta conmocionada. Y al punto prescindió de comentarios olímpicos para concentrarse en otros detalles—. ¿Este eres tú? Tan morenito, con el pelo tan negro y ensortijado…

—Lo que te decía. Además, observarás que llevo un bañador de piel de tigre. O sea que más hijo de Tarzán, imposible. Pero no me mires a mí, que yo no valgo la pena. Fíjate qué bonitas son las rocas de Calella. Son más rocas que en otros sitios.

El profesor no parecía interesado por la geología.

—¡Hostia, niño! La piel de tigre te sienta muy bien…

—Es que siempre he tenido vocación de niño de la jungla… A veces, hasta sueño que estoy saltando de liana en liana y, de repente, aparece un explorador blanco, de edad madura, que me hace prisionero y me tortura con saña inusitada… Fíjese si es cruel, ese raptor, que a fin de deleitarse en mis heridas se pone unas gafas para verlas mejor…

Alejandro se enderezó las gafas, que ya andaban torcidas de tanto nerviosismo.

—¡Qué sueños tan raros tenéis los adolescentes modernos! A propósito: ¿esta foto es de ahora?

—Es de hace dos años, tonto. Ahora tengo más músculos porque he hecho ballet y pesas.

Él profesor tragó tanta saliva que a poco se atraganta.

«¡Por Zeus Olímpico! Practica la natación, el ballet y, encima, el body-building. Estoy perdido. No tengo escapatoria».

—¿Tú practicas algún deporte? —preguntó Raúl, con cierto aire de indiferencia—. No es que me importe, pero me sorprende que, siendo profesor de filosofía, tengas esas espaldas tan anchas y ese tórax tan fortachón.

—Yo también hago pesas —contestó Alejandro, como quitándole importancia—. De todas maneras, no sigo un ritmo intensivo. Dos o tres veces por semana, en el gimnasio…

—¿No tendrás alguna foto? Sólo para ver cómo es el gimnasio. Me convendría apuntarme a uno mientras esté en Madrid…

Alejandro accedió a sus deseos, casi contra los suyos propios. Como no estaba satisfecho de su físico, no le gustaba ir enseñando fotos que le mostraban con la única vestimenta de un eslip negro y unas wambas.

Era, precisamente, el tipo de vestimenta que Raúl supo agradecer. Para ser exactos: quedó poderosamente impactado.

«¡Ostras con el tío! ¡Qué cuerpazo! Estás perdidito, Raúl. No tienes escapatoria. ¡A esta gafudo le sigues tú hasta las minas del rey Salomón y hasta las selvas de Esnapur, si te lo pide!».

Pero en voz alta comentó:

—¡Pse! Estás guapetón, pero demasiado joven. Yo creo que te falta madurar.

Tocar el tema y saltar Alejandro, fue todo una.

—Pero ¿qué tonterías dices? ¡Tengo cuarenta y nueve asquerosos años! ¡Dentro de un año cumplo cincuenta!

—Se que mientes para complacerme, porque sabes que me atrae la gente mayor. ¿Te importa devolverme mi fotografía? Es que debo irme. Se ha hecho tardísimo.

—No te preocupes. Puedo justificarte ante tu madre. Me tiene confianza.

—No es por mi madre. Es que tengo una cita.

—¿Una cita a medianoche? ¿Con quién?

—Con Cesáreo, por supuesto.

Puñetazo en la mesa. Susto del camarero coreano.

—¿Qué significa ese «por supuesto»?

—Prometió llevarme a un bar de moda.

—Me imagino qué tipo de bar será. ¡Seguro que luego te propone acabar la noche en una sauna y meteros los dos en una jacuzzi!

—No es necesario. Tenemos sauna en casa. Y jacuzzi también. Me lleva al bar y basta.

—Tengo el deber de prevenirte. ¿Sabes que el tal Cesáreo es homosexual?

—Y yo también. Estás tú muy atrasado de noticias.

—No te convienen esas compañías. Yo mismo te llevaré a tu casa.

El niño se incorporó, afectando altivez.

—Usted me está idealizando, profesor. No debería hacerlo. Al fin y al cabo, ¿qué sabe usted de mi vida anterior? ¡Nada! Sólo lo que yo he querido contarle.

—Pero ¿qué dices, niño?

—Dejemos las cosas claras. Yo soy un niño fatal como fatal es mi sino.

Le dejó planchado.

Ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse de qué melodrama habría sacado Raúl sus frases altisonantes. Tardó tanto en reaccionar que el niño ya se había perdido por las escaleras que subían hasta la salida. Quedó él en la mesa, otra vez completamente solo, estrujando el vaso, mordiéndose el labio. En sus oídos repiqueteaba un nombre y un montón de reproches contradictorios: «¡Cesáreo, Cesáreo! Ya ni se molesta en llamarle por el apellido. Ya le llama Cesáreo a secas. ¡Y me lo arroja a la cara! ¿Es que pretende herirme? No, todavía no ha aprendido a disimular. Es demasiado joven. La sinceridad habla por su boca. Si va con ese Cesáreo es porque le apetece. ¡Además, el otro le habrá prometido llevarle a sitios de moda, enseñarle mundos llenos de glamour y sofisticación! ¡Y yo no puedo enseñarle más que mis libros y mis discos de música clásica!… Pero ¿qué coño tengo que enseñarle yo? ¡Qué me importa a mí este criajo! No me importa nada de nada. Es un frívolo. Un inconsciente. Y, sin embargo, se me está subiendo a la cabeza. Todavía no hace cuarenta y ocho horas que le conozco y ya empieza a obsesionarme. Si seguimos así, me costará un tubo de tranquilizantes. ¡De ningún modo! ¡No puedo permitírmelo! Para él sólo puedo ser un capricho pasajero. Eso si llego a serlo, si no se está burlando de mí. Pero ¿de qué se las da ese crío? Es un vulgar calientapollas. ¿Cómo va a hacerme creer que le gustan los hombres tan mayores? Tengo que olvidarle. ¡Y le olvido! ¡Por los dioses que le olvido! Vamos, es que ya no me acuerdo de él. ¿Quién es ese Raúl? Nadie. Yo no conozco a ningún gamberro que se llame Raúl».

Tomada ya su decisión, se incorporó con ímpetu de guerrero. Lamentablemente, derramó el vino que quedaba en la botella y arrojó la silla al suelo, de un manotazo. Después, trató con tan pésimos modos al camarero coreano que este estuvo a punto de arrearle un puntapié de kárate.

Mientras subía las escaleras, iba repitiendo su cantinela:

—No conozco a ningún golfo que se llame Raúl. ¿Cómo voy a fijarme en uno que tiene nombre de tango? ¿Raúl? No lo he visto en mi vida. Ciudadanos de Atenas, ¿por qué me preguntáis todos sobre un efebo inexistente que se llama Raúl? ¿Habéis visto alguna vez en la Academia a semejante individuo? ¡Claro que no! Lo suyo son las mariconas viejas y viciosas. ¡Qué vulgaridad! ¿Raúl dices tú, noble Alcibíades? ¡Que no le conozco! ¡Vamos, que no…!

Alcanzó la calle completamente dominado por la excitación. A cada paso, aumentaba su furia. De repente se detuvo. No sólo conocía a un niño que se llamaba Raúl, sino que era el hijo de su mejor amiga. No podía dejarle en manos del primer vicioso que amenazase su virtud. Además, en un bar de ligue podía caer en manos todavía peores; en manos de alguien que le contagiase el sida. Tenía un deber de amistad. Respondía de aquel niño ante su madre. Lo buscaría por bares y tugurios, registraría todas las saunas, conduciría por todas las esquinas peligrosas, hasta encontrarle. Le rescataría de las libidinosas fauces de Cesáreo Pinchón. Una vez rescatado, le abofetearía una y otra vez para darle una lección provechosa. Porque era responsable de él ante su madre, no porque le importase en absoluto. Le abofetearía hasta hacerle sangrar la nariz, le ataría al poste de los sacrificios, le despojaría de sus vestiduras y le torturaría como si fuese un hijo de la jungla que, de repente…

—¡La madre que te parió! —exclamó a voz en grito.

Raúl le estaba esperando, apoyado en su coche y sin variar de sonrisa. Conoció entonces Alejandro una extraña mezcla de alivio e indignación. Y además el inconfesado placer de tenerle otra vez muy cerca, para deleitarse con su cálido humor.

Pasiones tan contrarias, deseos tan opuestos, son los que asaltaban a veces a los propios dioses.

—¿No pretenderás que yo te lleve a reunirte con este pendón desorejado? —gritó el profesor, fuera de sí.

El niño se encogió de hombros.

—Ya no hace falta. Por su culpa llego tarde a la cita.

—¡Esta sí que es buena! ¡Como si pudiera importarme lo que haces con esa petarda! ¡Menuda alhaja me ha dejado tu madre!

Le empujó al interior del coche. Tan nervioso estaba que no acertó a encender el contacto. Probó una vez, dos, tres… Se disponía a reprender a Raúl por sus propios errores cuando descubrió que el pobre niño presentaba un aspecto alarmante. Tenía la cabeza caída hacia atrás y gemía, acaso víctima de un intenso dolor. Además, se apretaba el pecho con la mano crispada mientras la boca se abría y cerraba continuamente, como si le faltase la respiración…

—¿Qué te pasa? —inquirió Alejandro, asustado—. ¡Estás muy pálido! ¡Respiras fatal!

—Es la taquicardia… me viene cuando me disgusto… Ai, senyor, quines palpitacions! Ai, que la dinyo!

—¡No me asustes, niño! ¡Y no me hables en catalán, que no lo entiendo!

—Cuando uno está enfermo le sale la lengua materna. Lo decía el poeta Espriu, autor que fue de La pell de brau… Ai, quines palpitacions!

Alejandro se arrojó sobre él, intentando aplicarle auxilios que desconocía por completo.

—… palpitacions… ¡Ah, tienes palpitaciones!

On és la mare? Mare, mare!

—… mare… eso debe de significar madre… ¿Verdad que llamas a tu madre?

—No la llamo. La invoco y basta.

Raúl se había quitado la bufanda. Ahora, en pleno ahogo, respiraba a ritmo más lento, emitía algún bufido y, a causa del sofoco, se vio obligado a desabrocharse la camisa hasta la cintura.

—¿Seguro que no me estás engañando? —preguntaba Alejandro, horrorizado—. Veamos veamos… ¿dónde tienes el corazón? ¡Qué burro soy! Lo tendrás donde todo el mundo… Aquí, en el pecho… Perdona, pero tengo que tocarte el pecho… No pienses mal, no me tomes por un viejo verde… Tengo que tocártelo por causas de fuerza mayor…

Mientras seguía en su estado de semiinconsciencia, Raúl cogió la mano del improvisado cardiólogo y la condujo directamente hacia su pecho desnudo. Por un instante dejó de gemir. Ahora la mano deseada íbase deslizando sobre aquella piel cálida, suave, en busca del corazón. Alejandro respiraba fatigosamente, de modo que el enfermo parecía él. Estaba acariciando la tetilla del efebo. Entonces su mano se cerró sobre ella, la apretó dulcemente, mientras el rostro de Raúl se ladeaba hacia el suyo. Ahora, los dos gemían, con los ojos cerrados, los labios muy juntos, comunicados en la inmediatez del aliento.

De pronto, Alejandro profirió un grito de terror:

—¡Basta ya, muchacho! ¡Tengo cuarenta y nueve años!

Raúl abrió un ojo. Frunció la nariz, como un niño en plena travesura.

—¿Y eso qué tiene que ver con mis palpitaciones?

—¡Pienso en las mías! ¿Quieres que sean las últimas? A mi edad ya no puede permitirme ciertos riesgos.

Raúl se arrellanó en su silla, como si nada hubiese ocurrido.

—Es una edad espléndida. Es la que tenía la Caballé cuando cantó Semiramide en Aix-en-Provence…

—Yo no soy la Caballé. Yo soy un pobre profesor en el patético otoño de la vida: un pobre frustrado, un ser completamente acabado, igual que… A ver si me explico: tú no habrás visto El gatopardo

—Claro que sí. Treinta y seis veces.

—¡Chico, tampoco hay para tanto!

—Es que yo soy muy mío.

—Lo estoy notando. Bueno, ¿pues te fijastes en que el príncipe Salinas se considera acabado y tiene seis años menos que yo?… ¡A los cuarenta y tres años un príncipe ya está para el arrastre! Ya ves tú lo que uno puede esperar a mi edad.

—Pero tampoco vas a comparar la media de vida del siglo pasado con la de hoy. Además, cuando el príncipe sale de la bañera tiene un cuerpo que para sí lo quisieran todos los jóvenes de la película.

—Es que es Burt Lancaster. ¡Así ya puede…!

—Tú te pareces un poco a Burt Lancaster.

Alejandro se ufanó. ¿Por qué negarlo?

—No quisiera presumir, pero ya me habían dicho que me parezco bastante.

—Yo no he dicho «bastante». He dicho un poco.

—¡Pues alguien me dijo que me parezco «bastante»! Para ser exactos alguien me dijo que casi soy igual que Burt Lancaster en Trapecio, es decir, cuando todavía era más joven que en la otra película. Y aquel «alguien» que me lo dijo era, precisamente, un chico de dieciocho años.

—¿Aquel Endimión González que se dedica a dormir por las casas ajenas? Menudo pendón debe de ser. Además, ya te dije que es muy mayor para ti.

—¿Cómo va a ser un chico de dieciocho años demasiado mayor para mí? Anda, díselo a algunos y verás cómo se mondan de risa.

—Por ley de vida te correspondería uno de quince.

Volvían a tener las cabezas tan juntas que Alejandro estuvo a punto de acariciarle con los labios. Los del niño se abrían, sonriendo siempre y, ahora, con una sonrisa más dulce. Y todo en él emanaba un frescor inaudito, limpio, como de naturaleza impulsada a nacer.

—¿Crees de verdad en lo que dices? —preguntó Alejandro, encandilado—. ¿Piensas que alguien tan joven podría interesarse por mí?

—Es lo normal para un hombre de cuarenta y nueve años. Sin ir más lejos, yo ya soy demasiado mayor para ti porque tengo dieciséis.

Alejandro se apartó de golpe. Llevándose las manos a la cara, exclamó:

—¡Ay, niño, niño! ¿Por qué me dices esas cosas? ¿No ves que podría creérmelas?

Raúl se puso serio de repente:

—No debería creerme —le espetó, con altivez—. Ya le he dicho que no sabe usted nada de mi vida anterior.

—¿A qué viene esto? ¿De qué vida anterior me estás hablando?

—Compréndalo. Usted se compara con el príncipe Salinas, pero yo tampoco he nacido ayer. Y no crea que conseguirá seducirme sólo porque le sienten tan bien las gafas y tenga usted un cuerpo fantástico. Usted tendrá la experiencia, profesor, pero yo tengo el sentido de la integridad que caracteriza a mi generación.

Enfurecido por aquel discurso que volvía a desconcertarle, Alejandro dio el contacto sin el menor fallo y arrancó a todo gas. Mientras conducía, se iba maldiciendo a sí mismo. Y aunque Raúl le miraba fijamente, él ni siquiera movió la cabeza por temor a encontrarse con su mirada.

Cuando llegó a su apartamento, aquel adulto atribulado sintió con mayor fuerza que antes el peso de la soledad. Caminó como un sonámbulo hacia el baño y buscó a tientas las píldoras para dormir. Al contemplarse en el espejo, se descubrió muy fatigado y, seguramente, más envejecido. Continuaba recordando la exquisita suavidad del pecho de Raúl. La señal de peligro estaba encendida a perpetuidad.

Comunicó al espejo su más desesperada emoción:

—¡Oh, niño, niño! ¡No vuelvas a llamar! ¡Te lo suplico! Tú puedes hacerme mucho más daño que todos los que me han herido hasta hoy.

CUANDO RAÚL LLEGÓ A CASA, SU madre no había regresado. No le importó. Incluso le apetecía saborear aquella pequeña dádiva de soledad casera. Le faltaban años para hallarse en el estado agónico de su nuevo amigo. Todavía podía ser la soledad un ejercicio, y no una obligación. Además, tenía cosas en qué pensar, meditaciones de urgencia, planes que trazar. ¿Acaso sería mejor dibujarlos? Cualquier cosa antes que dejar su conquista a la improvisación.

Buscó el cuaderno que había bautizado con el nombre de Alejandro. Repasó las instrucciones que le diese Imperia, en el convencimiento de que una lección de madre siempre es aprovechable. Había llevado a cabo alguna de las intrigas básicas, las cuales le habían servido para inquietar al indeciso profesor. Era necesario seguir adelante, pero en aquel momento, después de la intensidad sentida junto a él, no le apetecía continuar con un trabajo tan cerebral. Era el momento de la música. Era el instante ideal para imaginar un diseño de la felicidad.

Aquella alma ilusionada dejó de lado por un día los pavorosos destinos de Manrico y Leonora, los tremendos enigmas de Turandot y la agonía de Mimí y otras consumidas del repertorio. Bastante se había identificado con todas ellas a lo largo de su adolescencia solitaria. Demasiado tiempo llenaron su imaginación con azares predestinados y amores abocados a la muerte. También se apeó de los peregrinajes sentimentales y las sinfonías inacabadas, pastorales, heroicas o patéticas; aparcó réquiems, misas reales y hasta sus entrañables adagios venecianos. No tenía la vena trágica ni la lírica, antes bien se hallaba en onda casi horteril. El amor en sus esferas menos elevadas. Mejor podía identificarse con las penas expresadas por Olga Guillot, la que más sabe de desgarros en plan zoológico.

Empezó la cubana a desgranar insultos contra amantes que, sin duda, se habían portado muy mal con ella:

Acaba por convencerme

de que tu amor no es bueno,

que tienes de la serpiente todo su veneno

Raúl frunció el ceño. Aquellos reproches no le gustaron en absoluto. Los consideró poco galantes para con su antiguo animalito de compañía.

—¡Qué poca experiencia en ofidios tiene Olga! —pensó—. ¿Cuándo tuvo veneno mi Imogene? ¡Si era lo más dulce del mundo!

Se acordó de su querida serpiente. ¡Pobrecita! A buen seguro que le estaría echando en falta, encerrada en un terrario del zoológico. Claro que, a cambio, recibiría la admiración de quienes supieran apreciar los sorprendentes tornasoles de su piel según como le daba la luz, pero los admiradores no significan compañía. Más admiradores tuvo la Garbo y siempre estaba sola, como no se cansó de decir, poniéndose tan pesada en el asunto. ¡Pobrecita Imogene! Le dio aquel nombre en recuerdo de la protagonista de Il pirata de Bellini. ¡Ahora se le antojaba como la premonición de un destino patético, si no trágico! Mientras no acabase convertida en bolso, zapatos o cinturón para uso de alguna amiga gilipollas de Miranda Boronat o de ella misma… Y aunque consiguiera salvarse, siempre quedaba aquel inconveniente de la distancia, que, según dice la filosofía del bolero, equivale al olvido. Nunca tendría la bicha un dueño tan dulce como Raúl ni él una serpiente tan cariñosa, tan dispuesta a quedarse enrolladita a los pies de la cama, sin molestar. Y aunque su mejor amiga, su tremenda prima Abigail, le propuso que, en Madrid, se comprase una tarántula, no era exactamente lo mismo. El tacto de una pitón es liso, delicado, sustancioso; en cambio, una tarántula es peluda, rasposa, debe de pinchar. Sería como acostarse con la madre de la folklórica el día que no se afeitaba.

Tampoco Olga se había afeitado el alma aquel día. Lo cierto es que profería los más atroces insultos contra su amante:

… por tus venas corre arsénico

en lugar de sangre

—¡Ostras, tía, qué fuerte vas! —exclamó el niño—. ¿Cómo puedo contarle esto a Alejandro? Son demasiados reproches para una historia que ni siquiera ha empezado.

Buscó en las heroínas del coplerío alguna que sirviese mejor a sus intereses. Las andaluzas se lo jugaban todo a una carta cuando convenía, pero no llegaban a aquel masoquismo propio de los trópicos. Eran más resignadas: gritaban de dolor, pero no escupían. Se las hubiera considerado de pésima educación y no las querrían en el Rocío ni para hacer de cantineras.

Pese al hurto de Álvaro Montalbán, que dejó la discoteca sin un solo ejemplar de Reyes del Río, todavía quedaban discos de otras tonadilleras: las históricas. Y Raúl era un niño obediente a las normas, pese a la anormalidad que Imperia atribuía a sus tendencias sexuales. Era el niño que sabe respetar el magisterio de los verdaderamente grandes; el niño que todavía no ha tenido tiempo de dejarse influir por los vaivenes de la crítica del gusto.

Siendo tan joven, no tenía reproches para la copla entendida como una de las armas del franquismo. De hecho, apenas sabía lo que fue el franquismo. La capacidad de las naciones para enterrar sus errores es una señal que suele advertirse en la pureza de la primera generación inmediatamente posterior a la de las víctimas. Y de esta generación suele ser, normalmente, el cielo sobre la tierra. Aunque el precio sea a veces una indiferencia como la de Raúl, que sólo sabía de política hasta la Revolución francesa, y aun mirándola con prevención.

Incólume a toda propaganda anterior y atento únicamente al respeto que le merecía la verdadera grandeza, puso con singular simpatía algunas canciones de Juana Reina y Marifé de Triana. No era necesario preguntarse de dónde habían sacado sus influencias las que llegaron después. Y, además, aquellos discos tenían una ventaja: todavía no les había puesto trompas wagnerianas el arreglador Luis Cobos.

Entre aquellas heroínas de la navaja en la liga, emergiendo con los desgarros de Marifé, llegó a oídos de Raúl la copla que mejor definía su incipiente relación con Alejandro.

Tú a lo mejor te imaginas

que yo por mis años me voy a cansar

y en el cariño serrano

yo te considero de mi misma edad.

No le tengas miedo a mi juventud

que pa mi persona no existe en el mundo

nadie más que tú.

Raúl encontraba en la coplera un alma gemela. Una mujer joven que debía enfrentarse a la voz del barrio porque su amante era mucho mayor que ella. Pero ella le hizo corte de mangas a la opinión pública y declaró a su amante que era para ella lo primero y que le iba a querer mientras viviera. Una gerontofilia de mucha consideración.

«¡Ostras, Marifé, qué bien te lo montas con el de las canas!», pensó el niño, encandilado.

Tendido sobre la cama, levantó la almohada con ambas manos y, cuando ya la tenía planeando sobre su cuerpo, le sonrió, pronunciando el nombre de Alejandro. Era como tener encima a alguien que se iría dejando caer progresivamente, hasta aplastar su poderoso pecho contra el suyo, tan suave. Así hizo con la almohada. Cuando la tuvo contra sí, la rodeó con piernas y brazos y restregó su vientre desnudo hasta provocarse una erección. Pensaba en Alejandro bajo los rasgos que evocaba la canzonetista: un caballero con algunas canas, gran distinción en el porte y dispuesto a brindar pasión de amante y cariño de padre. Y, temiendo que el autor de la canción se hubiese descuidado algún detalle, añadió unas gafas de montura negra y le vistió con un escueto pantaloncito de deporte, para que pudiese realizar sus ejercicios gimnásticos con toda comodidad.

Continuó restregando el vientre contra la almohada mientras la heroína de la canción seguía proclamando su fe de principios en los amores basados en la desigualdad de la edad…

No le tengas miedo a mi juventud

que pa mi persona

no existe en el mundo nadie más que tú…

Mientras Raúl se entregaba a aquella masturbación que, por lo gimnástica, resultaba ideal para los abdominales, su madre descansaba de los últimos ejercicios a que la había sometido la voracidad de Álvaro Montalbán. Voracidad que aquella noche se presentó menos agresiva porque estaba invitado a una cacería en la finca de su inmediato superior: don Matías de Echagüe. Aunque Álvaro pensaba dejar el volante en manos de su chófer, debería levantarse igualmente temprano, y esto le mantuvo inquieto durante toda la noche. Había pasado demasiadas horas satisfaciendo lo que él consideraba la voracidad de Imperia. De hecho, esas horas que le mantenían en vigilia eran las que estaban modificando su ritmo de vida en los últimos días.

La cacería se prolongaba durante todo el fin de semana, pero Álvaro tuvo que acceder a las súplicas de su amante: quedarse el sábado en Madrid para estar juntos. De cara al presidente, pretextó su sagrada partida de squash, pero, aunque la excusa sonaba plausible, él no podía soportar el hecho de mentirse a sí mismo. En la finca podría haber practicado cualquier deporte compensativo. La razón de su retraso seguía siendo Imperia y su obsesión por no aplazar ni un solo día su ración de sexo. Y Álvaro maldecía la hora en que se dejó vencer por un capricho femenino.

Iba guardando en una bolsa partes de un equipo de caza completamente innecesario. Estaba seguro de que no llegaría a utilizarlo. Sabía que aquella invitación era sólo una excusa. Don Matías estaba empeñado en comunicarle algún proyecto. El tema era sin duda complejo y largo. No era cuestión de ventilarlo en un encuentro rápido en la oficina, entre reuniones de trabajo. Cuando se trataba de Álvaro, el presidente se tomaba un tiempo desacostumbrado. En cualquier caso, Imperia era partidaria de guardar las formas y preparó a su asesorado como si tuviese que pasarse la jornada persiguiendo a tiros a toda la parentela de Bambi.

Ella continuaba en la cama pero sin descuidar su apariencia. Nada más lejos de su intención. Procuraba crear una atmósfera erótica propicia, algo que Álvaro pudiera recordar como un incentivo. Había llegado el momento de crear aquel ambiente que todas las sofisticadas de su generación aprendieron de las películas francesas, cuando soñaban con ofrecer a sus amantes el aspecto, entre desengañado y satisfecho, de una Jeanne Moreau. Cuando ya los labios de la emancipada han recorrido el cuerpo de su pareja, demostrando que la experiencia puede más que la juventud de cualquier rival; cuando quedan recostadas contra la almohada, cubriendo su desnudez con una sábana, fumando un cigarrillo, con los ojos extraviados hacia algún lugar de la alcoba mientras suena algo de Miles Davis o, en el caso de las catalanas, música francesa.

Pertenecía a la generación que descubrió la canción francesa en reuniones clandestinas y en lechos adúlteros. Nadie fornicó tan a gusto a los sones de Brel o Brassens como las progresistas de Cadaqués y las masías redecoradas del Ampurdán. Para las manifestaciones, resultaban más adecuadas las canciones italianas, el Bella Ciao, cantos campesinos, himnos anarquistas y algo de Brecht vía Milva, pero a la hora de crear un cierto erotismo romántico, nada como los franceses. Cosas aprendidas en un primer viaje a París y en muchas horas de cineclubismo. Acordeonistas tristones, clochards en las estaciones del metro, quai des brumes, sonetos de Prevert, claroscuros de la Porte des Liles, almas bohemias, luces otoñales sobre el bulevar Mitch… ¡El sueño de París cuando nada hacía pensar que, años después, nada importaría demasiado, ni siquiera la ilusión! O la ilusión menos que cualquier otra cosa.

On peut bien rire de moi

je fairai n’importe quoi

Exactamente esto. Que se ría el mundo; yo haré por ti cualquier locura.

Muchas heroínas de la Nouvelle Vague habrían perdido los estribos por un amante como el que ahora se ofrecía a ojos de Imperia, mientras ella fumaba el cigarrillo ritual del post-coitum. Un amante de belleza excepcional que estaba a sus órdenes convertido en el objeto que siempre deseó poseer. Y ella determinaba su dominio siguiendo todos sus actos con la mirada exhausta, debidamente enmarcada por ojeras de la acreditada marca Moreau.

¿Estaba segura de aquellos pensamientos? ¿Creía realmente en aquella mitificación que llegaba con dos décadas de retraso? No podía afirmarlo.

Se levantó, envuelta en una toalla, como Bardot, y, siempre con el cigarrillo en los labios. No ignoraba que a Álvaro le molestaban los fumadores, pero era porque él estaba instalado en la dinámica yanqui. Era el hombre capaz de limpiarse las heridas con agua Perier para no utilizar alcohol.

Tuvo que ducharse a solas. Al mirarse después, en el espejo descubrió el rostro de la fatiga. Ojeras tan pronunciadas como las de sus heroínas progresistas de ayer. No se gustó, como esperaba. ¿Quién quería ojeras, en aquel año 1990 que acababa de empezar? Ante el cuerpo perfecto de su amante demasiado joven, no podía mostrar la fatiga de la experiencia, antes bien una deslumbrante primavera de la carne.

Convenía recordar que muchas de sus amigas habían sido derrotadas ante el arrollador avance de aquella primavera o, más exactamente, ante la escasa propensión del macho moderno a la mitificación del otoño. Una cosa era triunfar en sociedad; otra muy distinta mantener aquel triunfo en la cama. Unas agresivas melenas rubias y unas tetas perfectamente enmarcadas por una camiseta de algodón estaban ganando victorias a las que ya no podían aspirar las heroínas ojerosas, las del cigarrillo en los labios estriados, las que esgrimían la experiencia en defecto de la juventud.

Pensó en Alejandro y su obsesión por la edad, trampa en la que ella se preciaba de no haber caído nunca. Sin embargo, aquel compinche cinco años mayor que ella contaba con algunas defensas de las que ella carecería, llegado el momento. Para sus jóvenes alumnas de la facultad era un hombre interesante. Excluyendo su conflicto personal, que le hacía tan pesado, todavía podía disponer de los triunfos que la madurez pone a favor del macho. Estaba autorizado a despertarse junto a un amante joven y mostrar sus arrugas con orgullo. Eran una parte más de su virilidad no comprometida.

Ella comprendía entonces que ser mujer obliga a más concesiones, algunas de ellas humillantes. Obliga a esconder la fatiga, porque la mujer que aspire a ser deseable no puede sentirse fatigada. La mujer que quiere sentirse deseada a perpetuidad tiene que ser apetecible, pizpireta, divertida, gozosa, primaveral en resumen. Y, al llegar el verano, no deberá demostrar el menor esfuerzo para resultar completamente veraniega. Por esto el verano es una maldición para las maduras, las sofisticadas y los que fuman.

Al apartarse del espejo, furiosa porque ya no estuviesen de moda las ojeras, recordó que ciertas mujeres tienen que contar, además, con el inconveniente que representa ser un poco mayores que sus ligues. Claro que este era un problema inherente al amor desinteresado. Algo que una no tiene por qué plantearse cuando paga religiosamente por los favores del macho, como le había enseñado a hacer la ingeniosa Romy Peláez. El verdadero problema de la edad surge cuando la liason se establece sobre las bases del mutuo albedrío.

Cuando una mujer le lleva quince años a su amante, no le queda otra solución que serle útil e imponer a cada momento su utilidad. Y dar gracias al cielo de que alguna jovencita no sepa hacerlo un poco mejor.

Esto último era algo que ponía en duda Imperia Raventós. La constatación de sus ventajas la tranquilizó, mientras volvía a observar a su macho desnudo, que ordenaba cuidadosamente el vestuario de caza que ella misma había dispuesto y, además, camuflado. Porque sabiendo que, en toda cacería de prestigio, los verdaderos señores se distinguen precisamente por llevar las prendas desgastadas por el uso, ordenó a Ton y a Son que desgastasen a conciencia las prendas recién adquiridas. Conociendo la debilidad de don Matías hacia todo lo británico, Álvaro insistió por sí mismo en la necesidad de presentarse ante él como un joven lord. Para producir este efecto, Imperia aconsejó algunas prendas tweed y cierta desdeñosa sencillez para el vestuario de comedor. Además, empleó más de tres horas inculcando a su pupilo una serie de nombres relacionados con la nobleza británica, sus clubes y sus parentescos más importantes.

Él la premió con un beso entre amistoso y admirado. Era una recompensa barata pero, en tanto que recompensa, Imperia la agradeció profundamente.

—Nadie sabe más que tú de estos asuntos… —decía él, sin disimular su admiración—. Yo me hubiera presentado con la ropa recién salida de la tienda. Y todos esos nombres de lores y ladies me sonarían a personajes de aquella serie tan bien realizada de la B. B. C. que dieron hace unos años por televisión.

Ya avanzada la madrugada, Imperia se vistió para regresar a su casa y dejar que Álvaro pudiese dormir por lo menos cuatro horas. Le recordó que a la noche siguiente no podrían reunirse debido al programa de Rosa Marconi. Seguramente habría, después, una cena y no se fiaba de dejar a la folklórica en manos de la prensa, especialmente con Cesáreo Pinchón merodeando por el estudio.

Antes de salir, le asaltó un extraño sentimiento de posesión, provocado por un hecho que, después, consideró pintoresco. Ya vestida, con su traje de chaqueta Saint Laurent, su collar de perlas y el visón en el brazo, se consideró dueña absoluta de una situación que presentaba al macho en cueros frente a su estilizado vestuario. Él estaba indefenso, ella poderosa. Él era un pobre esclavo, un prisionero de guerra, quién sabe si un mártir cristiano a quien ella podía arrojar a las fieras con una sola orden. Tales sensaciones le parecieron mucho más lujuriosas que todos los abrazos de Álvaro.

Le gustó que, en un momento determinado, su visón rozase aquellos músculos ofrecidos en espectáculo. Se echó a reír, sin que él comprendiese la causa. El pobrecito se limitaba a bostezar.

—No me hagas quedar mal —dijo ella, con un beso de despedida.

Afortunadamente ningún espía grababa aquellas palabras. El futuro Álvaro Montalbán se avergonzaría de escucharlas, mucho más de verlas reproducidas en alguna revista.

También por suerte, Imperia no pudo escuchar la exclamación de su fornido amante cuando se dejaba caer, exhausto, sobre la cama.

—¡Mira que llegas a ser pesada! —murmuraba—. Cada día me obligas a trasnochar más. Tendré que ponerte freno antes de que acabes conmigo, calentorra.

ÁLVARO MONTALBÁN CONOCÍA PERFECTAMENTE LA FINCA de don Matías. Había jugado en ella de niño, en vida de su padre, y en más de una ocasión pasó temporadas con su madre, al enviudar esta. El afecto de don Matías hacia los Montalbán era bien conocido de todos y su debilidad hacia la señora un lugar común entre las amistades de ambos. Que un caballero tan solicitado optase por permanecer soltero a perpetuidad aceleró los rumores sobre un amor romántico de esos que ya no se llevan ni siquiera en las revistas. Un amor ya antiguo, una relación completamente blanca entre una pareja de antañones sólo presentaba algún interés si existían secretitos más importantes. En este caso el secreto sería la posible intervención de don Matías en el nacimiento de Alvarito. Como sea que este no era conocido, no había que temer por el momento. Pero don Matías era altamente previsor. De manera que un buen día le dijo:

—Creo recordar que nunca hemos tocado este tema. Es preferible dejarlo claro de una vez. Cuando empieces a ser importante, cierta prensa pudiera esgrimirlo como escándalo.

También él se había salvado hasta entonces gracias a su total alejamiento de los círculos mundanos donde se cuecen las grandes noticias. En cuanto a la madre de Álvaro, permanecía tan alejada del mundo en su totalidad que los rumores no podían salpicarla. Desde que quedó viuda vivía encerrada en una casona del casco antiguo de Zaragoza, sin permitir que los azotes de una realidad jamás comprendida viniesen a interrumpir un permanente idilio con su mundo de ayer.

Cuando murió Franco, y fue desapareciendo todo lo que él representaba, la irrupción de la nueva realidad la sorprendió como un susto que, de todos modos, no llegó a comprender. La llegada de la democracia constituyó la más desconcertante de las paradojas, ya que ella siempre pensó que la democracia y el franquismo eran la misma cosa. En su mundo no podía hablarse de la llegada de la libertad. Decidió que lo que había llegado era el libertinaje. Y cuando supo que, además, había llegado para quedarse, no volvió a abrir una sola revista ni un solo periódico. Sólo recibía a antiguas amigas de los buenos tiempos, en especial viudas de militar y solteronas de las mejores familias de la ciudad. Solía ir con ellas a misa diaria, a alguna cafetería de tradición asegurada y que no frecuentase la gente joven y a visitar a su hermana monja en el convento de las Carmelitas Biencalzadas.

Don Matías pudo haberla imitado, ya que su destino en lo histórico era muy parecido, pero hacía años que él estaba envenenado por la vida de Madrid —como se dice— y sabía que, en el terreno estricto de la evolución económica, lo del muerto al hoyo y el vivo al bollo sigue siendo una verdad que va mucho más allá de la sabiduría popular. Sabiduría que por cierto nunca desdeñó don Matías, notable especialista en dichos y refranes.

Era un caballero muy ancient régime con una marcada vocación de hijosdalgo postizo y una gran admiración por los escritores del Diecinueve, los místicos del siglo de oro, los conquistadores ultramarinos, los economistas ingleses y las figuras como De Gaulle, Winston Churchill y el Generalísimo… cuando este no se excedía en sus prerrogativas y montaba cirios que ya no podían justificar sus adeptos más leídos y viajados. A Hitler y a Mussolini no llegó a admirarlos don Matías por un simple problema estético. Y es que desprovistos de su formidable aparato augústeo le parecían simplemente vulgares. Lo heroico, lo grandioso, había sido el sistema, no ellos.

A efectos de esta narración, importan más sus conexiones con el nacimiento de Álvaro Montalbán. Fue un tema que volvió a colear no bien los otros directivos del grupo empezaron a descubrir las singulares deferencias de que le hacía objeto don Matías. Este soportó las habladurías con una elogiable coraza de estoicismo inglés, nada extraordinario teniendo en cuenta que lo británico era su patrón preferido, tanto en conducta como en estética. Pero temiendo que el hijo de su mejor amigo no contaba todavía con aquella protección, el caballero se consideró en el deber de plantearle el tema directamente, hablando de él sin tapujos y por vez primera.

La conversación tuvo lugar un año antes. Precisamente en la finca, mientras paseaban junto al riachuelo que la partía en dos.

Álvaro contestó a los temores de su protector desde la seguridad más absoluta:

—Siempre he considerado que era una historia de lo más absurda. Conozco perfectamente a mi madre y, por conocerla, sé que sería incapaz de faltar a su marido. Ni siquiera a su memoria. La conserva celosamente y la guarda con el intachable respeto que conserva hacia todo cuanto considera sagrado.

—Tu actitud te honra. Tu madre ha sido una santa. Yo no lo fui tanto. No te esconderé que estuve muy enamorado de ella, y durante muchos años. A no ser por el sentido del deber que me guiaba hacia mi mejor amigo, tal vez habría intentado convencerla. Pude hacerlo con algún triunfo en la mano. Yo era muy apuesto en aquellos tiempos. Casi tan apuesto como tú.

—Entonces no debe extrañarle que me tomen por su hijo. Creo recordar que mi padre era más bien feo.

—Extraordinariamente feo, para ser exactos. Pero las mujeres como tu madre se atienen para siempre a lo que han elegido. En su caso concreto, la fidelidad no fue un capricho ni una imposición social. Tu padre podía no ser un galán del cinematógrafo, pero era un hombre íntegro y dotado de un elevado sentido de la lealtad. La mantuvo con tu madre, con sus amigos, con los ideales que le sustentaron…

Cuando surgía aquel tema, Álvaro meditaba fríamente sobre la oportunidad del mismo. Si bien respetaba los viejos ideales de su padre, no los consideraba los más vendibles en la sociedad que él le había correspondido vivir. Por esta razón, contestó a don Matías:

—Usted ha hablado de la prensa. Si quieren perjudicarme no tienen por qué recurrir a mi nacimiento. Pueden hacerlo recordándome el pasado de mi padre. Sus famosos ideales eran muy franquistas, para decirlo de una manera suave.

—Como los míos, Álvaro. Estos fueron y estos son. Cuando entres en sociedad vas a conocer a muchos que olvidaron que los tuvieron o, simplemente, que los apoyaron por interés o necesidad. Mala cosa ese constante cambio de camisas que se ha dado en este país. No me gustaría incurrir en una costumbre tan poco ética. Los que nacimos con la camisa puesta, sólo nos la quitamos para lavarla y volvérnosla a poner, cada vez más limpia. Es ley de señorío y ley de raza.

—No lo diga muy alto. Este lenguaje ya no se lleva.

—No soy tan tonto para no entenderlo así. De todas las cosas nobles que aprendí en mi juventud, la única que siempre rechacé es la del martirio. O sea que, lo que no se lleva, no lo exhibo. Otra cosa es lo que pueda creer de puertas para adentro. Ya ves, yo no puedo soportar a los socialistas y en cambio doy fiestas en su honor.

—Volvamos al tema de mi supuesta paternidad.

—No hay más tema. Que sepas que no es cierto. Nada más. Está probado que estuve enamorado de tu madre, podría probarse que ella estaba enamorada de mí, pero tu padre estaba entre los dos. Lo estuvo cuando vivía, y aun después de muerto. Yo me retiré. En aquellos tiempos, esto se llamaba un pacto de honor. Te conviene saber que existían esas cosas, porque tú ya no llegarás a conocerlas.

—Todo lo que usted dice me indica que no debo tomar los rumores tan a la tremenda. Si bien se mira, este parentesco no deja de constituir una ventaja. Usted está muy bien considerado y a mí no me conviene llegar de la nada. En los tiempos que corremos, una bastardía ilustre puede abrir puertas. Así pues, no descarto la oportunidad de permitir que el rumor se propague. Peores cosas lee uno en las portadas de las revistas.

Don Matías le dirigió una mirada de suspicacia. El chico estaba aprendiendo. Se portaba como un patán en la mesa, era cejijunto, un poco basto y vestía siempre de gris. Pero poseía un sentido innato que no podía improvisar ningún asesor de imagen. Era un auténtico chacal. Tenía raza.

Acaso por tenerla, Álvaro no llegó a la cacería de Epifanía con la actitud temerosa, intimidada, de otros invitados. Llegaba pisando fuerte, con poderío de delfín y disfrutando de la impunidad que su nueva imagen le daba ante los demás.

Las reformas propuestas por Imperia Raventós habían obrado un efecto sorprendentemente rápido. Llegaba con las cejas bien dibujadas, cutis limpio y saludable, peinado atlético y empezando a adueñarse de unos ademanes que, si no resultaban más refinados, sí eran más contenidos. Esta contención, con no ser gran cosa, evitaba la posible zafiedad.

No pudo evitar decir a don Matías que aquel ambiente le agobiaba y que la naturaleza le producía cierta alergia. Empezaba a demostrar lo que puede ofrecer la cultura urbana en su más alto grado de afectación.

—Pues no te dejes agobiar —le contestaba el caballero, saludando a invitados a diestro y siniestro—. Que yo recuerde, en este país los grandes asuntos siempre se han dirimido en el curso de alguna cacería. En tiempos de Franco veníamos a cazar para obtener prebendas. Los de hoy vienen para cambiarlas por el dinero que nos dieron las de ayer. O sea que aprende a cazar si quieres acceder a intercambios provechosos.

La conveniencia invocada por el anfitrión aparecía reflejada en la lista de invitados. Esta no podía ser más heterodoxa. El gobierno mandó a unos cuantos cargos y los pueblos vecinos a algunas autoridades de derechas. Como sea que don Matías tuvo la astucia de invitar, además, a algunos de sus amigos aristócratas, tanto los cargos como las autoridades la satisfactoria impresión de que estaban ingresando en el gran mundo.

Destacaba la forzada naturalidad que intentaban adoptar alcaldes, consejeros locales, secretarios o subsecretarios acompañados de sus esposas. Algunos habían padecido cárcel y hasta torturas en los tiempos en que los amigos de don Matías gobernaban el país. Ahora ocupaban lugares de poder, mientras los otros permanecían en la sombra o lo fingían. La situación se había invertido y el tiempo lavó la cara a la situación. Las víctimas y los verdugos de antaño se estrechaban la mano con excelentes modales, en provecho de la prosperidad presente.

A favor de los diversos grupos convocados en la cacería cumple afirmar que no perdían el tiempo. Todos hacían encanto con todos. No había contacto que fuese demasiado indigno para no ser aprovechado. Cada conversación parecía encerrar el germen de algún posible pacto futuro. Y Álvaro Montalbán procuraba escuchar todas las conversaciones con el aire irreprochable que le recomendase Imperia en la fiesta de las «Rosquilletas Imperiales»: en absoluto tieso, siempre distendido, con la mueca displicente que deben mostrar aquellos mundanos para quienes el poder siempre fue un déjà vu.

No resultaba tan difícil. Al fin y al cabo, todos aquellos invitados no tenían la importancia de que intentaban revestirse. Eran apéndices del verdadero poder, ese a cuyos representantes don Matías de Echagüe sólo invitaría para una cacería privada, exclusiva, sin interferencias de subordinados. Pero Álvaro intuía que si estos últimos se encontraban aquel día en la finca de su protector era por alguna razón muy poderosa. De hecho, empezaba a intuir que los apéndices no hay que extirparlos. Un buen apéndice cumple la función de servir de intermediario con el poder porque es el único que, desde su mediocridad de servidor, mantiene un contacto directo con él. El pueblo llano, como siempre, lo había comprendido mucho antes cuando invocó la habilidad que implica adorar a los santos por las peanas.

Entre las cosas que ningún asesor de imagen podía enseñarle, Álvaro dominaba muchas tretas aprendidas en los jesuitas. Sabía fingir que atendía a una conversación con el oído derecho mientras seguía otra con el izquierdo. Solía acompañar aquella maniobra con una sonrisa anodina, una sonrisa que no significaba nada, ni siquiera atención, pero que servía para halagar al interlocutor. De aquí a la autosatisfacción más narcisista sólo había un paso. ¡Nunca esperaron los de la cacería merecer tanta atención de parte de un caballerito sin duda influyente por ser hijo de quien parecía ser! Parecido este que Álvaro había optado por potenciar, refiriéndose a don Matías como su «padrino». Las malas lenguas empezaron a largar. Y él se felicitó por su propia largura.

Los invitados nuevos comentaban con admiración las dimensiones de la propiedad. Le echaron más de mil metros cuadrados. Las autoridades locales destacaban su importancia histórica, que constituía el honor de la región. Al parecer, las bases estaban ya echadas a principios del siglo XV. Tenía torreón de época anterior, bodega con arcos de gótico tardío y una capilla que gozaba de gran consideración, pues en ella pernoctó Teresa de Jesús un día que tenía los pies muy hinchados de tanto matarse en fundaciones por aquellas tierras.

Por las mismas teresianas razones llamábase la finca desde antiguo «La trotacaminos». Cuando don Matías la compró, no quiso cambiarle el nombre. Después de todo, ¿qué son los negocios sino un largo trotar por rutas inciertas, siempre en busca de las más seguras?

Teresa de Jesús se hubiera quedado muy sorprendida al verse así implicada en la ética de la sociedad del gran dinero.

Fluía el dinero a chorros en aquel singular encuentro de fuerzas. El atuendo continuaba siendo el máximo signo de identificación. Se descubría a los elegantes de toda la vida por su adicción al tweed, a las rebecas de cashemir y a los zapatos ingleses. Todo muy cómodo y en absoluto pedante. Todo llevado con aire casual, sin importancia, concediendo sin implicar. En cambio, los altos cargos y las autoridades locales estaban decididos a demostrar que el dinero estaba siendo inmejorablemente gastado desde que cambió de manos. Vaciaron las estanterías de Loewe, y varias armerías tuvieron que reforzar sus existencias al día siguiente de aquel magno evento.

A los asiduos no los sorprendía la austeridad que dominaba la decoración de la casa; austeridad que, sin embargo, decepcionaba profundamente a quienes esperaban encontrar los espejos de Versalles y los corredores del propio Louvre. No entendía así su anfitrión el disfrute de la riqueza. El esplendor lo tenía don Matías en Puerta de Hierro, y aun allí tampoco era excesivo. En «La trotacaminos» mantenía algunas colecciones de importancia —armas, medallas y estribos—, pero todas guardaban una estrecha relación con el entorno rural. Por lo demás, había algún tapiz con temas de cetrería, buenos ejemplares de mobiliario castellano y portugués, excelentes mesitas compradas en Inglaterra, y en las habitaciones principales, camas virreinales. Por el suelo, grandes alfombras de la Alpujarra. Además, en un gran salón abovedado y desnudo de cualquier otro elemento, aparecían enormes armarios que guardaban una notable colección de cerámica popular.

En cuanto a las pinturas, predominaban las de tema decimonónico, con pretensiones pompier y preferentemente de antepasados ficticios, detalle este que no ocultaba don Matías, antes bien lo comentaba con un gran sentido del humor, pues consideraba de pésimo gusto presumir de parientes sin tenerlos. Era esta una tendencia muy valorizada en las fiestas más recientes del dinero nuevo. Cesáreo Pinchón escribió que había visto en varias fiestas de Madrid el retrato de una misma abuela. Era una antepasada que se alquilaba semanalmente, para deslumbrar a los invitados. De todos modos, a los que la semana anterior tuvieron a la abuela en su galería de antepasados, no les hacía la menor gracia el verse así pregonados. ¡Las empresas de alquiler de antigüedades para nuevos ricos deberían asegurar una cierta exclusividad!

Aprovechando la bonanza del día se celebró un gran buffet, que sirvieron algunos mozos del pueblo vecino, ayudados por dos criados de la casa de Madrid. No se cayó en la horterada de vestirlos de camarero, como se ha visto en algunas comidas campestres de los nuevos ricos. Todas las revistas habían publicado reportajes sobre las elegantes recepciones que ofrecía don Matías en Puerta de Hierro. No era el caso de trasladar aquel ambiente a un domingo rural sólo para epatar a unos pocos.

Entre las damas del tweed descubrió Álvaro a algún rostro conocido. Estaba Pulpita Betania, que le fue presentada por la insensata Miranda Boronat en la fiesta del Suprime. Huésped perenne de la lista de las más elegantes, Pulpita Betania lo demostraba, aquel día, con un atuendo de extrema sencillez: un sencillo pantalón Pierre Cardin, un jersey de lana verde y una rebeca sobre los hombros, muy Deborah Kerish.

También estaba la marquesa de San Cucufate, quien reconoció en Álvaro al galán de la alocada Mirandilla y también al macho que despertó los ardores de las definitivamente insensatas Perla de Pougy y Cordelia Blanco, todo ello en cierto recital poético donde ella se aburrió mucho. Pero cuando salía de las manos de las psicoanalistas argentinas, la marquesa era una gran dama, de modo que prefirió olvidar que había conocido al gallardo Montalbán en circunstancias no demasiado aconsejables para la reputación de ambos.

Aquella mañana la marquesa estaba en una onda más alta. Ayudada por Pulpita Betania, había secundado a su íntimo amigo Matías en la organización del almuerzo. En su forma de moverse por todos los rincones de la casa demostraba continuamente su habitualidad a la misma. Podía haber sido la más distinguida de las abuelas; por el tono con que se dirigió a su anfitrión diríase la más coqueta de las novias ajadas:

—Querido Matías, he encontrado más que imperdonable tu descuido de esta mañana.

—¿En el desayuno? —inquirió el otro, con fingida sorpresa—. ¿No encontraste tus bolsitas de té siamés? Extraño. Lo mando traer expresamente para ti.

—Lo encontré, gracias. Me refiero a la misa. Teniendo esta capilla preciosa, donde se lavó los pies la santa, te has permitido descuidar la Epifanía. Yo a mi vez, me he permitido enmendar el error mandando a una de esas rústicas en busca del capellán del pueblo. Vendrá a las ocho. Aunque particularmente prefiero las misas matinales, las vespertinas siguen siendo válidas.

—Todo lo que tú organices roza la perfección. Pero cuando llegue don Basilio te recordará que yo me había puesto en contacto con él para esta misma hora.

Ella emitió una risa muy decorativa. Una risa que vestía.

—¡Lo que tú no sepas…! ¿Por qué no me casaría contigo cuando éramos jóvenes?

—Porque a esa edad no se valoran las perfecciones, querida. Yo mismo nunca supe valorar lo bien que organizas las misas de Epifanía.

La dejó ordenando cosas al servicio. La comida había concluido y era necesario organizar el café. Era el momento en que don Matías quería conversar con Álvaro. Mientras le buscaba entre los invitados, se vio literalmente asaltado por la esposa de algún alto cargo. No supo decir si era socialista, comunista o de Alianza Popular. En realidad le daba lo mismo. No estaba en su lista de amistades elegibles. Sólo en la de invitadas inevitables.

Fingía elegancia. Intentaba por todos los medios que no le cayese de la cabeza un desastroso sombrero tirolés mientras empuñaba la escopeta con tan mala pata que el anfitrión tuvo miedo de que se la disparase en pleno rostro.

Hablando con boca pequeña, preguntó la dama:

—¿Tendremos flamenco por la tarde, don Echagüe?

—Nunca en mi casa, señora. Para esto tienen ustedes algún tablao en Madrid.

—¿Ni sevillanas? —preguntó ella, con rostro desencajado.

—Ni sevillanas, señora. Si acaso, el sobrino del cura puede obsequiarles con un concierto de órgano en la capilla.

—Malher, por supuesto.

—Bach, señora. El vicepresidente del gobierno no ha sido invitado.

En un momento de alivio, don Matías localizó, por fin, a Álvaro. En tono sumamente amistoso y procurando que todos pudiesen oírle, exclamó:

—Estoy seguro de que nuestro golden boy querrá jugar una partida de ajedrez conmigo.

Álvaro se inclinó ligeramente para decirle en tono íntimo y un tanto alarmado:

—¡Don Matías, que no sé jugar al ajedrez!…

—Yo sí, pero me aburre soberanamente. De todos modos, finge que nos disponemos a jugar. Nadie creería que voy a enseñarte una biblioteca que conoces de sobra. Y yo necesito hablar contigo.

Por fin llegaba el momento que Álvaro Montalbán había estado esperando.

Le siguió hasta la biblioteca. También allí importaba sobremanera la austeridad británica, ya en los tonos de la madera de roble, ya en los chesters de la chimenea o en las discretas tapicerías de algunas sillas isabelinas, destacadas en los rincones. Mucho libro inglés y algunas novelas policíacas de las que todo gran señor suele disponer para que roben los invitados en un momento de apuro. Y, siempre, en el convencimiento de que los invitados son a su vez demasiado distinguidos como para robar las valiosas ediciones de Milton, Mommsen y Dickens o la colección encuadernada del Punch.

Álvaro se calentó las manos en la chimenea. Sentía que los zapatos Church le apretaban, pero supo aguantarse. Eran las únicas piezas de su vestuario que Ton y Son no habían conseguido envejecer completamente.

Don Matías le presentó una caja de cigarros. Al abrirla sonaba una vieja canción francesa: «Padam, padam». Sonrió él con la picardía de algún recuerdo galante en cuya evocación esperaba encontrar complicidad. Pero Álvaro ni siquiera se inmutó. Carecía de recuerdos parisinos. Mal hecho. En los círculos selectos, como en la memoria de Imperia, lo parisino todavía constituye un signo de credibilidad.

Rechazó de manera contundente el Partagaz que le estaba ofreciendo don Matías:

—He dejado de fumar. Y aunque dicen que el cigarro mata menos que los cigarrillos, lo cierto es que acaba matando.

—Déjate de tonterías. En el mundo de los negocios, un buen cigarro entre los dedos equivale a una bandera. Otorga seguridad y prestancia.

—Usted viaja continuamente a París y a Londres: es probable que allí los cigarros continúen disfrutando de la consideración social que, antes, se les atribuía. Pero mi trabajo me obliga a moverme en Chicago o Nueva York. Y le aseguro que en un almuerzo con los americanos un cigarro, por bueno que sea, es capaz de arruinar un buen trato.

—Hasta el mundo de los altos negocios ha perdido allure. Yo te aseguro que entre almorzar con un francés en un excelente auberge de campagne o meterse en un vulgar brunch urbano con uno de esos yanquis, media un problema de calidad de vida determinante. Es el fin del mundo, aunque tú no puedas comprenderlo todavía.

Le invitó a tomar asiento en uno de los chesters. Álvaro no pudo resistirse a la evocación del pasado. En su adolescencia, durante las vacaciones de invierno, se había entretenido contemplando las litografías que colgaban de las paredes: representaban tremebundas escenas del medievo alemán ejecutadas con más imaginación que sentido artístico. En cualquier caso, eran una rareza que don Matías tenía en muy alta estima no tanto por su precio como por su pintoresquismo.

Cuando Álvaro dejó de recordar el asombro y la inquietud que en otro tiempo le produjeran aquellas visiones neogóticas, don Matías se acomodó en el otro chester y le repasó de arriba abajo, con evidente complacencia.

—Esa Raventós te ha vestido muy bien. ¿Ropa usada, verdad? Nadie podrá decir que es tu primera cacería. En cambio, todos esos parvenus han comprado su equipo para un solo fin de semana. ¡Y no quieras saber cómo bajaron a cenar!

Creerían que, después, iríamos a la Grand Opéra del pueblo vecino con asistencia de sus majestades. Un secretario del ministro, o algo parecido, llegó a preguntar a uno de los criados si era obligado el uso del esmoquin. Las señoras parecían salidas de un baile de embajada. Cuando vieron a la marquesa de San Cucufate con su rebeca de cashemir sobre los hombros, sus pantalones beige y el pañuelo de gasa anudado al cuello creyeron que la cosa iba de broma.

Álvaro Montalbán empezaba a dar muestras de impaciencia.

—¿Me ha traído hasta aquí para hablarme de ropa? Vamos, no es su estilo ni el mío.

Se vio obligado a esconder su repugnancia ante el humo que despedía el cigarro. A la luz de los nuevos tiempos, el presidente no tuvo otra opción que aplaudir sus abstenciones. Lo cual no evitó que le compadeciera por las mismas y por todas las que acabaría importando a Europa el puritano horterismo de los yanquis.

Incidió en un tema que, al parecer, le tenía preocupado:

—Ya que hablamos de esa Raventós: no se me ha escapado que tenéis algo.

—Es muy atractiva. Y yo soy muy hombre.

—Otros más hombres que tú han sucumbido ante unas garras femeninas. Ten mucho cuidado. Una cosa es tu educación mundana y otra muy distinta tu educación sexual.

—Descuide usted. Sé perfectamente cómo se doman esas potras.

Don Matías no reprimió una mueca de disgusto ante aquella expresión. Continuó diciendo en su mismo relajado tono:

—Una mujer bella, distinguida y con cerebro de banquero catalán suele ser peligrosa. Esos catalanes siempre han sido modernos antes de tiempo. Piensa que mientras nuestras madres estaban haciendo novenas a la virgen de Pilar, las suyas ya leían a Voltaire.

—Podrán leer mucho, pero a la hora de la cama no buscan a este señor que acaba usted de citar. De hombre a hombre, don Matías: catalanas o no, lo que ellas quieren es que las taladre un buen cipote.

Emitió una risotada que su contertulio consideró simplemente bárbara.

No se le escapó a Álvaro que aquel tipo de confidencias no se contaban entre las preferidas de don Matías. Así pues, improvisó una rápida salida de tema:

—Tampoco me voy a creer que me aparta de los demás invitados para hablar de mujeres.

—Vuelves a ponerte autoritario. Te prefiero así. Considerando cómo llegaste a mi despacho, no deja de ser un adelanto. Recuerdo que le dije a tu padre: «No apruebo a sus maestros. Te lo han dejado hecho un corderillo».

—Sigo siéndolo a veces. No quiero esconderle que me siento inmaduro.

—No para la acción, en cualquier caso.

—Eso nunca. Si usted lo manda, puedo llegar a la lucha cuerpo a cuerpo. Otra cosa es cuando se me exige que me convierta en espectáculo. Cuando sé que todos mis actos son observados. Pero lo superaré. Sé que mi padre me lo exigiría.

—Tu padre me pidió que hiciera de ti un hombre de provecho y un hombre de bien. Esto lo dijo hace veinticinco años. Si viviese ahora, sólo me pediría una de las dos cosas.

—¿Pretende decirme que las dos a la vez no son posible?

—Hasta alcanzar el punto en que ahora te encuentras podían serlo. Todavía puedes si te quedas donde estás. Basta con que te contentes ocupando un puesto donde sólo se te exija obedecer a otros. Un puesto importante pero no decisivo. Es probable que fueses más feliz. Menos complicaciones, tú ya me entiendes.

—Ese no sería yo. Pienso ir a por todas, don Matías. Su deber de amigo es aconsejarme la mejor manera de conseguirlo. De las consideraciones morales, ya se ocupará mi alma.

Interrumpieron su conversación por un instante. Una de las mozas del pueblo trajo café en servicio de plata. Seguidamente, comunicó que los invitados los estaban esperando para continuar la batida de los ciervos. Álvaro recordó que era una caza prohibida, pero su cuidó mucho de proclamarlo en voz alta.

Fue el propio don Matías quien sirvió el café, mientras decía a la muchacha:

—Dígales que en diez minutos estaremos con ellos. El tiempo justo de terminar la partida de ajedrez. Y recuérdeles que, después, se celebrará la santa misa… —Profirió una risa seca, casi cruel—. Dígales también que no necesitan ponerse el esmoquin.

Pensó Álvaro si la muchacha reparaba en que no había ningún tablero de ajedrez dispuesto. Probablemente estaba acostumbrada a aquel tipo de excusas. Incluso tendría algún empleo fijo en la finca. No sólo de criados viviría don Matías. Y Álvaro decidió precipitadamente cuál podía ser la ocupación de una joven rubicunda, que recordaba a las famosas villanas propias de las novelas de aguerridos caballeros y pajecillos audaces.

No bien hubo salido la muchacha, Álvaro golpeó afectuosamente la rodilla de su anfitrión, al tiempo que comentaba, con acento cómplice:

—¡Vaya con el derecho de pernada, don Matías!

El otro fingió no inmutarse. Se limitó a decir:

I beg your pardon. No sé si he comprendido bien tu insinuación. Es decir: prefiero no haberla oído.

—¡Cachonda es la moza, padrino! ¿Me va usted a decir que la deja marchar sin echarle un polvete?

—Definitivamente, no te he oído —insistió don Matías, con un gesto de abierto desdén—. Sin duda hay demasiado ruido en esta biblioteca. Hasta me llegan voces de los bajos fondos.

Álvaro notó que acababa de meter la pata. Para enmendarlo, afectó el aspecto de falsa contrición que había aprendido, con gran ventaja, en los jesuitas.

—El que debe pedir perdón soy yo. Pensé mal y no acerté.

—Debo confesar que, a veces, me desconciertas —refunfuñó don Matías—. En el trabajo eres uno de los hombres más fríos que he conocido. De repente, por no sé que razón, te sacude una venate de insensatez que te desacredita. Para ser exactos: cuando hablas de mujeres, pierdes los estribos.

—Esto me ocurre últimamente. Se me encienden las sangres, para que se lo voy a negar.

—Mal asunto. La idea anglosajona según la cual el ejecutivo perfecto tiene que poseer un autodominio completo de sus pasiones sigue siendo la más apropiada para los nuevos tiempos.

—Yo soy distinto. Yo soy muy hombre.

—Es la segunda vez que lo dices. A la tercera, empezaré a dudar de tu hombría… —Hizo una pausa que aprovechó para arreglarse el pañuelo. Álvaro le observaba con aspecto cada vez más impaciente. Por fin, le oyó decir—: Sé que no tienes el menor interés por las cacerías. Y, desde luego, no se te escapará que si te he invitado a esta habrá sido por alguna razón. ¿O me equivoco?

—No se equivoca. Sé que piensa comunicarme algo importante. De hecho, hace rato que lo estoy esperando.

Don Matías le miró directamente a los ojos, al decir:

—Pienso retirarme dentro de un año. Supongo que lo sabías.

—Se comenta, pero ya le dije en cierta ocasión que no suelo hacer caso de los rumores. Sabía lo de su retiro, pero a través de mis propias deducciones.

—Nuestro grupo ha pasado por una época importante. La de la usurpación. Esto era trabajo de la gente de mi edad. Ahora llega la necesidad de la afirmación. Es vuestro momento.

—Esto dice mucho en su favor. No todos los hombres son capaces de aceptar que los jóvenes deberán arrinconar a los viejos para que el mundo se renueve.

Don Matías no se asombró ante aquellas palabras. Tampoco estaba esperando que alguien se las dijese a la cara. Las sabía de sobra y se limitaba a aceptarlas casi como una necesidad. De hecho, justificaban su decisión ante sí mismo.

—Muchacho, pasar de la sinceridad a la brutalidad es cosa de malnacidos. Pero como sea que esto de malnacer está en el orden del día, lo asumo y te felicito. Ahora escúchame bien: voy a darte más poder. Después vendrá más. Lo tendrás todo hasta que alguien te haga saltar.

—Me estoy preparando para que esto no suceda nunca.

—Sabrás que sigo paso a paso el proyecto que se te ha encargado.

—Entonces, verá usted que lo llevo muy bien.

—Me gusta que no seas modesto. No lo necesitas. De todas maneras, existen ciertos aspectos morales en esta operación que yo no podría aprobar.

—¿Piensa vetarlos?

—No digo que los vete. Digo, simplemente, que mi ética no me permite aprobarlos. Mi deber es aconsejarte. De hecho, es el deber de mi generación. Nosotros teníamos una moral. Cierto que la empeñamos cuando fue necesario, pero la base estaba allí, inalterable y siempre justificándonos. Mucho me temo que vosotros habéis olvidado esas cosas. Es posible que no podáis justificaros con algo que no sea el sentido de la lucha. Cultívalo. En el fondo, es lo único que tienes.

—No me tome por un ingenuo. En este proyecto, yo sólo veo cifras. ¿Cuándo se ha dicho que las cifras tengan moral?

Don Matías quedó un tanto perplejo:

—¿Esta pregunta me la haces en serio?

—Completamente.

—Detrás de esas cifras que te parecen tan inofensivas está la ruina de nuestros competidores. Ya no te hablo de ellos, puesto que han jugado dentro de las más estrictas reglas del juego y han perdido. Pero existen otros factores que pudiéramos llamar de tipo social. Si conseguimos cerrar las empresas que nos molestan, quedarán en el paro más de quinientas personas.

—Del paro tiene que ocuparse el gobierno. ¿No es una de sus bazas electorales? Además, hay unos sindicatos. Que lo resuelvan ellos.

Sostuvo con extraordinardia frialdad la mirada fija de su contertulio. Y sintióse orgulloso de sí mismo porque se había permitido el lujo de asombrarle.

—Tu proyecto está muy bien montado —continuó diciendo don Matías—. Está lleno de coartadas perfectas. No hay por dónde atacarte.

—Si está bien montado, ¿qué pueden importarnos los demás? Que se manchen ellos. Nosotros, con las manos bien limpias.

—A cualquier cosa que te dediques las tendrás manchadas. Es inevitable. Esto es un país de lobos. Cuanto más te encumbres más tendrás que tratarlos. Para vencerlos, sólo tienes una solución: ser más feroz que todos ellos, lo cual te obligará a estar siempre arriba. Tendrás un teléfono conectado con los principales centros de poder. No son tantos como los que la gente se imagina. En cualquier caso, no toleres interferencias en tu teléfono. Existen muchas líneas que todavía te están vedadas, muchos números que todavía no puedes conocer…

—Me está acusando de desconocer demasiadas cosas. No me dirá que usted empezó completamente enseñado…

—Tu padre y yo tuvimos que aprenderlo todo desde el principio. Voy a ahorrarte este esfuerzo. Tendrás a tu alrededor un equipo de primera. Te servirán en todas tus conveniencias. Pero no debes fiarte: del mismo modo que te ayudan pueden intentar hundirte. En este país, Álvaro, los lobos avanzan con las garras a punto.

—Yo también dispongo de las mías. Sólo tienen un defecto: todavía deben aprender a tomar lo que les convenga y soltarlo en el momento oportuno. Pero no se preocupe: no le decepcionaré.

—En ciertos aspectos ya me has decepcionado. Pero estos aspectos carecen de importancia ante lo que tú quieres conseguir.

Álvaro le ayudó a incorporarse. Cuando estuvieron frente a frente, a la misma altura, el caballero le abrazó.

—Me gusta que me llames padrino. Si puede servirte para tus propósitos, no veo por qué deberíamos evitarlo. Por lo demás, seguiremos viéndonos cada día y podrás consultarme lo que desees. Como habrás comprendido, me siento muy cansado. Tengo ganas de que pase este año, que me he fijado como plazo.

—Padrino, no acabo de creer que se retire usted por cansancio. Dígame la verdad: ¿por qué lo hace?

El otro sonrió con tristeza.

—Porque quiero dedicarme al cultivo de champiñones en mi finca del Midi francés.

Era una explicación tan plausible como cualquier otra. Y Álvaro Montalbán la aceptó porque en el fondo tampoco le importaba demasiado.

Antes de reunirse con el resto de los invitados, don Matías se apoyó en el brazo de su protegido, comentando:

—Antes dije algo sobre esa Raventós que ahora quisiera rectificar.

—¿Ya no le parece tan peligrosa para mí?

—¿Peligrosa? ¡Pobre mujer! Me parece una víctima en potencia. Cuando la hayas masacrado, cuando ya la tengas para el arrastre, mandámela al Midi. Le convendrá reponerse una temporada. Esas cosas suelen hacer daño. Incluso a las catalanas.

ÁLVARO MONTALBÁN PREFIRIÓ RETIRARSE a descansar mientras duraba la partida de caza. De hecho, podría haber regresado a Madrid, porque ya sabía todo lo que deseaba saber, pero pensó que era muy importante para su imagen permanecer en la capilla, oyendo misa junto a su flamante padrino. Esto complacería a los invitados de derechas, con quienes no descartaba coincidir en un futuro muy próximo.

Se disponía a subir por la gran escalinata llena de cuadros de ancestros ficticios, cuando se vio retenido por la marquesa de San Cucufate. Recordando cómo las gastaban las pacientes de Beba Botticelli, estuvo a punto de temer lo peor. La marquesa distaba mucho de ofrecer un aspecto o disponer de una edad capaces de compensar el mal efecto que un desliz pudiera producir en aquella casa.

La dama se limitó a observarle por unos segundos a través de sus gafas. Acto seguido, las dejó colgando del cuello, a guisa de collar. Se ajustó la chaqueta tweed sobre los hombros canijos.

—Joven, tengo entendido que está usted muy bien situado. —Él se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto. Ella preguntó—: ¿Querrá hacerme un favor, desde su influencia?

—¿Desde cuándo llaman favores a los placeres, señora?

—¿Podría conseguir que Sus Majestades me invitasen a una de sus fiestas? Asisten las folklóricas, los escritores, los banqueros, los adivinos y hasta las rockeras, pero las marquesas de toda la vida, las que viajábamos constantemente a Estoril en tiempos difíciles, tenemos que verlas por el telediario.

—Siento desilusionarla, marquesa, pero yo nunca he sido invitado a una recepción real.

—Por lo que Matías cuenta de usted, no tardará en figurar entre los invitados de honor. Cuando esto ocurra, tercie en favor de los pobres aristócratas. Si va por Sevilla se lo recompensarán con una Cruz de Mayo de excelente calidad. Y de paso me ahorrará mucho dinero en psicoanalistas.

Y le dio la mano a besar.

Álvaro sintióse sumamente realizado. La posibilidad de otorgar favores a las viejas glorias de la España eterna le llenaba de un orgullo desconocido, le revestía de una importancia que consideró importantísimo cultivar.

Ya en sus aposentos, quedó mirando el teléfono. Por su anodina modernidad constituía un anacronismo estrepitoso entre la cuidada decoración de la estancia. Todo mueble castellano, aunque no en número excesivo. Todo preciso, todo elegante, como convenía a una mansión que no dejaba de ser una segunda residencia. Pero si bien mandaba en la decoración un excepcional bargueño de madera policromada, Álvaro continuaba con la mirada fija en el vulgar teléfono. Lo acarició durante un buen rato y, por fin, cerró sus garras sobre el auricular, no tanto objeto de su posesión como instrumento que despertaba su lujuria. Había una cierta sensualidad en aquella caricia. Había algo de pasión en la idea de un instrumento que le otorgaba todas las posibilidades de conectar con el poder.

Pensó entonces: «No demostraré complacencia en la posesión, sino en la forma de manejarla. Y ni siquiera complacencia. Esto pudiera anular la voluntad. Es un instrumento, no un fin. El fin está al otro lado del hilo. Conviene, pues, controlarlo siempre».

Se despojó de la cazadora, con la intención de echarse cómodamente hasta la hora de la misa. Contempló su equipo de caza: como suponía, regresaba a Madrid intocado. Las cartucheras le hicieron reír. No eran las que necesitaba para su lucha particular. Eran demasiado visibles. Daban a entender que iba armado. Y sus maestros de escuela le habían enseñado que las verdaderas armas se llevan escondidas en el alma. Traducido a un lenguaje más moderno, sabía exactamente lo que quería decir.

El equivalente moderno del alma empezó a funcionar mientras Álvaro analizaba fríamente el contenido de su conversación con don Matías. No había engaño posible: aquel remedo de hijosdalgo estaba de su lado. Sólo le había puesto un reparo: se le veía el plumero no bien aparecía en el horizonte el fantasma de la sexualidad. ¿A qué ignorarlo? Don Matías venía a decirle que, si quería triunfar, tenía que cortársela. Rectificó: el planteamiento seguía siendo basto. No era necesario llegar tan lejos: podía acceder al éxito, conservando al mismo tiempo, sus magníficos atributos. En términos también modernos significaba que se estaba dejando llevar por los instintos. No dudó en enfrentarse a aquel peligro, regresando a su frialdad habitual. Era necesario reconocer que el peligro existía. Su relación con Imperia Raventós era un ejemplo palpable y no menos peligroso. Y en este punto se detuvo, con particular fruición.

«Si puedo manejar el mundo desde un teléfono, ¿no voy a manejar a una mujer? Sé que te necesito, Imperia. No soy tan tonto como para pensar que ya estoy educado. Te necesito y te aprovecharé. Pero no voy a tolerar que me acapares en una relación absorbente. Has cimentado mi autoestima, pero a partir de ahora tengo que cimentar yo mi capacidad de resistencia. Sé lo que puedes darme y pienso obtenerlo. No tengo nada de qué acusarme. Para esto cobras, a fin de cuentas. Pero siempre debe quedar claro que pago yo».

No había problema por el momento. Aquella noche no vería a Imperia. Como excelente profesional que era, ella estaría muy ocupada en el estudio donde se emitía en directo el programa de Rosa Marconi. Se encontraría obsesionada con el vestuario de su folklórica, con el maquillaje, con las luces, con el control de la prensa. Era la absoluta perfección en todo lo que hacía. Cuando a él le llegase la oportunidad de aparecer en aquel programa, ella estaría a su lado para hacer que todo marchase sobre ruedas.

Esta era su Imperia, la que admiraba. La otra, la de la pasión, la de la dependencia, constituía un fastidio y un estorbo.

Regresó a Madrid con tiempo suficiente para instalarse delante del televisor y recibir en su intimidad, con todos los honores, al rostro virginal de Reyes del Río.

HEMOS VISTO QUE, EN SUS ONANISMOS RECIENTES, el niño Raúl ya sólo pensaba en Alejandro. Posiblemente algún lector, pasado de prudencia, no aprobará el exceso que representan tres masturbaciones por noche, especialmente si hasta aquí pensábamos que las inclinaciones del beatífico niño tenían intenciones de signo claramente espiritual. Cierto que él buscaba al compañero, al profesor, al padre capaz de convertirle en hombrecito de provecho, pero al fin y al cabo la inteligencia adolescente no es de piedra. ¿Podía serlo la de Raúl después de contemplar una fotografía en la que su radiante protector acreditaba un cuerpo muy bien moldeado en las palestras? Este dualismo cuerpo-alma redime a la pasión del cutrerío. Si bien se mira, las masturbaciones de Raúl quedaban sumamente helénicas, además de propias.

Estamos sabiendo que el niño no era tonto, pero también podríamos pensar que se estaba pasando de listo. ¡Como! ¿Adónde fue a parar aquel repentino fervor por el aguerrido ejecutivo aragonés a quien incluso llegó a considerar un caballero de las Cruzadas? Asombra la rapidez con que una alma núbil es capaz de darse al olvido, y muchos hay que lo censuran, pero otros aducen que esta facultad para olvidar es inmanente a la materia prima de la adolescencia. Por lo mismo, no extrañará que casi todos teman esas pasiones como a un nublado. Así va quedando desprestigiado el antiguo arte de amar a los efebos. Dejó demasiadas víctimas a su paso.

—¡No seré yo quien caiga en esta trampa! —proclamaba Alejandro, después de un par de sedantes—. ¡Total, por un crío un poco graciosillo! No es mucho más, no. ¿Que se parece al hijo de Tarzán? Peor me lo ponen. El actor Johnny Sheffield engordó peligrosamente cuando se hizo mayor. Ese Raúl, dentro de dos años, será una vaca. ¡Con lo que come!

Se escondía a sí mismo, arteramente, que la diosa egipcia del amor se manifiesta en forma de vaca. No era esta una comparación demasiado adecuada para alguien que tenía tal necesidad de olvido a toda costa. Para alcanzarlo, era necesario desacreditar todo lo bueno que Raúl representaba.

Empezó a pensar en aquella posibilidad, mientras tomaba el cuscús aplazado el día anterior. ¡Qué placer cenar a solas, leyendo un buen libro, e inmerso en una decoración que pretendía evocar los fastos de un palacio de Harum al-Raschid! Era el local idóneo para encender la imaginación de un crío tan fantasioso como Raúl. ¡Maldita idea! Alejandro se obligó a ahuyentarla. Era una suerte haberse quitado de encima al gamberrito. Lejos de un placer, su presencia constituiría un fastidio. No paraba de hablar, era una cotorra, qué niño tan pesado. Si estuviera en aquella mesa no le dejaría leer. Anoche, en el coreano, no pudo leer ni una línea. En cambio, ahora, llevaba leídas tres líneas y media de un ensayo sobre Plotino que le garantizaba una noche feliz. Estaba dispuesto a aceptar que era el mejor sustituto. Desde luego, más provechoso que un niño cotorra que no paraba de reír y de hacerle reír a él y que, además, amenazaba con ponerse gordo como se puso Johnny Sheffield cuando se hizo mayorcito.

Raúl tampoco llamó a la mañana siguiente. Él decidió obedecer a la razón. Se abstuvo de llamarle. Al principio sintióse tranquilizado. Un niño como aquel era muy apto para desbaratar una soledad tan bien organizada como la suya. ¡Bendita su soledad, sin un niño desconcertante que la alterase! Pasó el día recorriendo calles, considerando si debía obedecer a la razón o al sentimiento. No paraba de repetirse: «Tengo cuarenta y nueve años, ya es hora de que empiece a razonar como un adulto». Aquella decisión sirvió para ayudarle a resistir los deseos de llamar a Raúl, pero no le tranquilizó en absoluto. Después de muchas calles, muchas cafeterías y algún bar gay, decidió que las siete de la tarde era una hora más que prudente para acostarse. Y sin cenar. Más sano, imposible. Cogió su Virgilio y se metió en la cama. ¡Venturosa placidez, magnífica serenidad, idílica calma! Era un auténtico alivio vivir sin sentirse dominado por la espera de un telefonazo. ¡De eso ni hablar! ¿A quién puede interesarle que llame un niñato caprichoso, malcriado, tontito y de risa continua?

Sonó el teléfono. Le dio un vuelco el corazón. Saltó de la cama hacia la puerta. Faltó poco para que se llevase una mesa consigo. Llegó al teléfono corriendo, no fuesen a colgar. A duras penas podía respirar. Cuando descolgó, sonó la voz de un compañero de la facultad que le pedía unos datos sobre la Antología palatina. Le hubiera estrangulado.

Regresó a la cama. Estaba harto de Virgilio. ¡Eneas era un vulgar matón y la reina Dido una cursi! Buscó en los satíricos. Le hizo gracia una descripción sobre los excesos del tráfico nocturno en la Roma imperial. Le hubiera gustado tener a alguien para comentársela y reír juntos. Si era alguien más joven, más inexperto, disfrutaría mucho contándosela. Desde luego, nunca Raúl. No le escucharía. Se dormiría aferrado a su cuerpo, sin permitirle leer. ¡Qué niño tan pesado! Tenerle allí, completamente desnudo, refregando contra sus piernas aquellos muslos; eso si no era el pene, que se le iría hinchando hinchando… ¡Qué lata de niño! ¿Por qué regresaba su recuerdo? Por lo inmoral. Porque iba por el mundo marcando aquel culito debajo de los vaqueros tan ajustados… aquel culito, ¡por Zeus!, aquellos muslos… ¿Qué ocurría ahora? Estaba en erección. ¿Le estaba excitando Juvenal? Nunca lo había conseguido. ¿Por qué aquella noche?

—¡Maldito niño, que no me dejas leer, con tanto culo y tanta hostia!

Tomó un somnífero para ver si conseguía dormirse de una vez.

A la mañana siguiente, mañanita de Epifanía, llegó tarde a una reunión de profesores. Faltaba un día para reanudar las clases y alguien había propuesto ciertas innovaciones. No se enteró de nada. Sus compañeros se enteraron de que estaba un poco ido. Tenía unas ojeras muy espectaculares y un color sospechoso, como de no funcionarle bien el hígado. Tomó su ración de sedantes y se fue al cine.

Sus pasos le llevaron a la filmoteca. ¿Por qué un sitio donde estuvo con Raúl dos días antes? Desde luego, no para coincidir con él. ¡Qué más quisiera el renacuajo! De todos modos, tampoco sería por la película. El ciclo Minnelli era una frivolidad, una cursilada típicamente americana. Nunca habría ido a ver Brigadoon de no insistir Raúl. Él no era un hortera ni un esnob. Tenía vocación de clásico, no de ama de casa yanqui. Rectificó. Estaba siendo injusto con Minnelli. Un compañero muy entendido en cine le habló maravillas de las película de hoy. Él mismo podía recordarla. ¡Claro! Daban Gigi. Le encantó cuando era niño. Tuvo que rectificar de nuevo: ya era adolescente. Dieciséis años. En cualquier caso, la diferencia de edad no cambiaba el asunto: tenía la obligación ineludible de ver Gigi en la filmoteca. Para acabar de convencerse, recurrió a una coartada cultural de efecto asegurado: el texto era de Colette. No se notaba mucho en el resultado final, pero la base era de ella y sólo de ella.

Claro que en la filmoteca corría un peligro. ¡Podía encontrarse con Raúl! Estaba claro que no debía ir. No tan claro. Para vencer el peligro conviene enfrentarlo cara a cara, no huir de él. Y un hombre culto, un adepto a la razón pura, no va a renunciar a Colette por temor a un gamberrito.

—Si le veo no le saludaré —se decía mientras conducía Princesa abajo—. Ni siquiera sé si debería mirarle. Mejor sí: le miraré. Que sepa de una vez que no me interesa. Así dejará de importunarme con sus llamadas. ¿Qué llamadas? Ayer no me llamó y hoy tampoco. ¡Esto quiere decir que llamará esta noche! Formidable. El encuentro en la filmoteca será muy oportuno. Al no saludarle, se dará cuenta de que no debe llamar. ¡Que me deje en paz, caramba! ¡Que no me moleste más! ¡Qué niño tan pesado!

El vestíbulo estaba lleno de jovencitos. ¡Cuánta gente había nacido en los últimos años! El afán de la especie por reproducirse empezaba a ser escandaloso. Mucha curiosidad debía de inspirarle aquel hecho, porque no dejaba de buscar entre aquel mar de adorables cabecitas. A pocos metros del bar, divisó a un rubito que se le antojó conocido. De todos modos, no podía asegurarlo. Estaba de espaldas y llevaba una gabardina hasta los pies, de modo que no pudo saber si escondía el culito de algún conocido. No quería mirar. Claro que, después de todo, ¿quién podía prohibírselo? En un país democrático, un ciudadano mira hacia donde le sale de las narices. Por algo hizo la resistencia cultural durante el franquismo: para mirar donde quisiera cuando llegase la democracia. En cuanto a ese rubito que podía ser Raúl, que probablemente era Raúl, que sin duda era Raúl, no presentaba el menor peligro. Incluso podía pasar por su lado y no saludarle. Nadie podía impedirle circular libremente. La filmoteca era un lugar público. ¿O no era un lugar público? Era definitivamente un lugar publico. Podía avanzar hacia aquel rubio, pasar por su lado, incluso mirarle si le daba la gana. Claro que la mirada debería ser despreciativa. Además, aquel rubio insolente se había colocado junto a la mesa de los programas. Esto era muy propio de Raúl: colocarse en el sitio por donde él tenía que pasar a fin de provocar un encuentro desagradable. Pues se llevaría un buen chasco. Claro que mejor no provocarlo. Mejor quedarse donde estaba y santas pascuas. ¡Ah, no, hasta aquí podríamos llegar! ¿No pretendería aquel renacuajo que, para no coincidir con él, se quedase sin conocer las películas del ciclo dedicado a la famosa directora finlandesa Ulrica Semis? ¡Faltaría más! La filmografía de Ulrica Semis era absolutamente necesaria para un profesor de filosofía. Y él no iba a sacrificar su carrera por un criajo.

Avanzó hacia el rubiales, que seguía de espaldas. Se iba acercando. Ya casi llegaba. Ya estaba allí, junto a él. Se le estaba encogiendo el corazón. Para pescar un programa tenía que rozarle la gabardina, era inevitable rozarle, le estaba rozando… ¡Ah, corría el peligro de que, al volverse, el niño le dirigiese la palabra! ¡Bueno era él para devolvérsela! En cualquier caso, tendría que excusarse por rozarle la gabardina. Eso sí. Él era un hombre educado. Pero Raúl podría aprovechar para iniciar una conversación. Podía y era bien capaz de hacerlo. Después de todo, Raúl era un demonio. Así que mejor no excusarse. En modo alguno. Que aprendiese el precio de un peine.

El rubito se volvió, sonriente. ¡Era un americano! ¡Qué palo, tío! Es que esa gente lo invadían todo. ¡Jodidos yanquis! Como los catalanes. Madrid estaba lleno de catalanes. Es que ya no se contentaban con venir ellos. Ahora ya mandaban a sus hijos. Hasta la filmoteca estaba llena de catalanes. Había tantos miles de catalanes que no podía faltar aquel que le atormentaba. Seguro que allí estaría Raúl. Necesitaba decirle que estaba hasta las narices de ver la filmoteca de Madrid invadida por catalanes. Le buscó ávidamente. Consideró la cuestión. No diría nada contra los catalanes. Después de todo, Raúl no era un problema nacional. Además, él nunca pretendió sembrar hostilidades entre la Generalitat y el gobierno central. Sólo pretendía encontrar a aquel pequeño demonio catalán para demostrarle que podía pasar junto a él sin saludarle. Buscó y buscó durante un buen rato. Tuvo que rendirse a la evidencia: Raúl no estaba en la filmoteca. De hecho no había ningún catalán. Un chasco.

Respiraba aliviado, liberado, plenamente satisfecho de su autodominio. De pronto reparó en un detalle: si Raúl no estaba en la filmoteca era que no le gustaba el buen cine. ¡Qué niño tan inculto! ¿Cómo había podido perderse Gigi? Lo más probable era que fuese tonto. Para estrangularle, vamos. Motivo de más para no interesarse por él. Claro que podía tener alguna coartada válida: podía haberla visto, incluso era capaz de haberla visto varias veces. Imposible. Raúl era muy niño cuando estrenaron Gigi. Ni siquiera muy niño. No había nacido. Mucho peor que no haber nacido: ¡le faltaban dieciséis años para nacer!

Realmente, una inmoralidad. En aquella época Alejandro ya tenía dieciséis años. Tenía la edad de Raúl.

No hacía falta pensar más. Era muy sensato no ver nunca más a un renacuajo a quien le faltaban tantos años para nacer cuando estrenaron Gigi. Y encima era tonto, porque perdía la oportunidad de verla ahora. ¿Y si la había visto recientemente? Era un niño de la generación del vídeo. Era un niño-vídeo. Era un videógrafo con patas.

Cuando se apagaron las luces, Alejandro dio gracias al cielo por haberle quitado a un muerto de encima.

¡Qué placer ver Gigi sin una cotorra al lado comentando todos los detalles, provocando la sonrisa con sus comentarios joviales, apoyando su brazo en un contacto que le haría perder concentración. Alguien que no le permitiría siquiera… dormir!

Porque lo cierto es que durmió plácidamente durante toda la proyección de Gigi.

Pasó el resto de la tarde repitiéndose que no debía llamar a Raúl. Estaba clarísimo. Además, si él no llamaba es que ya le había olvidado. Así son los adolescentes. Les gusta alguien por unas horas, pero esta atracción no tiene mañana. Especialmente si hoy es día de Reyes y está jugando con sus juguetes. Ante esto, los niños se olvidan de todo. Incluso de aquellos a quienes convirtieron en juguetes de su capricho.

Era la noche del programa de Rosa Marconi con Reyes del Río. Faltaban pocos minutos para empezar. Imperia no le perdonaría que se perdiese la dichosa entrevista. Maldición sobre Imperia. ¿Cómo se le ocurriría cargarle con el muermo de su hijo? No se lo perdonaría nunca. Primero, porque lo sentía así. Segundo, porque sería el mejor sistema para no volver a ver a Raúl. Si estaba peleado a muerte con la insolente de la madre, ¿qué sentido tendría tratarse con el pesado del hijo?

¿Dolor? Pues ninguno. ¿Qué podía importarle aquel gamberrete treinta y tres años menor que él? Y, además, no se parecía en absoluto al hijo de Tarzán. ¡Qué iba a parecerse! Era una imagen que él había idealizado porque en su infancia, allá por los años cuarenta, el niño de Tarzán, tan desnudito, le había provocado la primera erección de que tenía recuerdo.

¡Cuán inoportunas son esas erecciones cuyo impacto regresa cuarenta años después!

Abrió un par de latas y se hizo un mejunge extrañísimo para comérselo delante del televisor. La estampa no quedaba muy alegre. Un profesor solitario y un aparato que emitía colorines. Diálogo absurdo, pero no imposible. A veces, Alejandro dialogaba con los locutores de los telediarios y les cantaba las cuarenta a los participantes en algún coloquio.

—Tendré que comprarme un perrito para que me acompañe en momentos así —murmuró mientras masticaba lentamente aquella especie de plástico que acababa de cocinar—: Un perrito hace más compañía que un amante. (SNIFF!).

De repente se oyó la marcha triunfal de Aida. Señal inconfundible de que llegaba la impar Rosa Marconi.

En el decorado, todas las banderas de las autonomías españolas. En el centro, una mesa en forma de hígado y en cuyo centro aparecía la diva. La habían maquillado muy pálida con el fin de realzar su cabellera negra, verdaderamente impactadora por cuanto parecía pintada a brocha gorda. En la solapa, un clavel reventón, por lo del mensaje subliminal.

Miraba a la cámara con dureza, sin afectación, para que el público entendiera que iba de juez.

—Como todas las semanas, el público quiere saber. Como todas las semanas, pregunto, preguntamos, interrogamos, inquirimos… ¿Tendremos la respuesta, la explicación, el efecto, la causa, el logos y el ethos? Esta es su cita, vecinos de todas nuestras latitudes, autónomos de todas nuestras autonomías. Esta es su casa, su agora, su forum… este es el santasantórum de la verdad.

—¡Pelmaza! ¡Petarda! ¡Que siempre dices lo mismo! —gritaba Alejandro, desde su soledad.

Pero sonaron aplausos. Y en un hogar de Bilbao, un padre dijo a sus hijos: «Atended, que hoy la Marconi le canta las verdades a un ministro. Escuchad y aprended, que hoy habrá tomate».

Las cámaras enfocaron al público del estudio, para que el televidente comprobase que los aplausos no estaban enlatados. Era un público mejor elegido que el de muchos programas. Un público casi culto o, cuanto menos, bastante preparado, y al que solían mezclarse algunos rostros famosos. Sin ir más lejos, en la segunda fila reconoció Alejandro a la madre de la folklórica acompañada de Miranda Boronat, quien comentaba algo a un jovencito de carita preciosa y pelo negro y rizado.

—¡Hostia, qué niño! —exclamó Alejandro—. ¡Pero qué niño! ¿De dónde ha salido este niño?

Aire agitanado. Sonrisita picante. Ojillos que transmitían una enorme vitalidad. ¡Qué morbo tenía el niño aquel! ¡Y qué encanto cuando se reía! Sería algún pariente de Reyes del Río. Un sobrinito, acaso. No era muy mayor. Dieciséis años a lo sumo, pero su aire de gitanillo le hacía parecer más hecho. Enamoraba con su pelo rizado y, además, tan negro. Enamoraba con aquella gracia tan andaluza, como de la gente del cobre; una gracia que Alejandro le estaba presuponiendo sin el menor esfuerzo.

¡Qué lastima! Las cámaras dejaban de enfocar al público y regresaban a Rosa Marconi.

—¡No enfoquéis a esa gilipollas! —gritaba Alejandro, casi saltando de la butaca—. ¡El niño, el niño! ¡Que salga el niño!

¿A quién le importaba Rosa Marconi preguntándole a un ministro que tenía expresión de merluza los entresijos y dimes y diretes de la sanidad pública?

Se puso agresiva la impar Marconi. Se puso directa, como sólo ella sabía ponerse. Llegaba sobrecargada de baterías.

—Señor ministro, con el corazón en la mano y sin maniobras electoralistas: ¿está la sanidad española a la altura de los demás países?

El ministro, vestido de yuppie, contestaba con una sonrisa de así-así que no cambió en toda la entrevista.

—Me hace una pregunta muy delicada, que yo voy a contestarle con el convencimiento que da el trabajo bien hecho y el orgullo que producen al unísono el convencimiento y el trabajo…

—¡El niño! —gritaba Alejandro—. ¡El niño!

—… y con este orgullo yo le digo, señorita Marconi, que según qué cosas de la sanidad pública española están a la altura de la sanidad de los demás países y según qué cosas de la sanidad pública española no están a la altura de los demás países. Así de claro se lo digo.

Rosa Marconi intensificó la agresividad de su mirada:

—Señor ministro, voy a ser dura con usted, severa con usted, casi cruel con usted y muy exigente, muy demandante, muy rigurosa con el gobierno al que hemos elegido. Porque el público, la colectividad, el pueblo, quiere saber, sin tapujos, sin medias tintas, sin velos…, quiere saber, ¡rediez!, si tienen razón quienes aseguran que, en los años que llevamos de democracia, la sanidad pública española no se ha puesto a la altura de la de los demás países…

Un televidente de Lugo le dijo a su mujer:

—¡Qué valiente es la Marconi! No sé cómo le dejan decir lo que dice.

—Dice verdades como un puño —contestó la esposa, sin dejar de hacer un puzzle con la cara de Topo Gigio—. No respeta ni a los del gobierno. Para mí que un día la meterán en la cárcel.

En la pantalla, el ministro de Sanidad se armaba de valor. Diríase que sudaba.

—Querida Rosa, usted debería saber, entender, calibrar, que estas calumnias, estos libelos, estos infundios, los propaga la oposición. ¿Se ha preguntado usted cómo estaría la sanidad pública en manos de los que ahora nos critican, nos vituperan, nos desmerecen? Si la oposición, en lugar de estar en la oposición, tomase las riendas de lo que ahora combate, dejaría de ser oposición y nosotros, en la oposición…

—¡Yo no le estoy preguntando a la oposición, señor ministro! ¡Le estoy preguntando a usted!

—¡Enfocad al niño! —aullaba Alejandro—. ¡Al gitanillo, al gitanillo!

Pero el ministro estaba en grado de sincerarse con el pueblo:

—A nivel de absoluta sinceridad y a nivel de gráficos puestos al día y a nivel de la autoridad que nos otorga la voz de las urnas, yo le digo a usted, señorita Marconi, que el nivel de la sanidad pública española está a nivel del nivel de los demás países nivelados.

—¿Me habla usted con el corazón en la mano, señor ministro?

—¡La mano te la metes en el coño, pesada! —vociferó Alejandro—. ¡El niño, el niño!

—Señorita Marconi, yo me arranco el corazón y lo pongo a los pies de usted, no sólo porque usted se lo merece…

—¡Yo no le estoy pidiendo una galantería, señor ministro!

—Déjeme terminar. No sea usted tan agria. Digo que me quedo sin corazón voluntariamente, para que me ingresen ahora mismo en la sanidad pública y me hagan un trasplante. ¡Mire, pues, si estoy seguro, convencido, persuadido de las bondades de nuestra sanidad pública! Con o sin corazón, puedo garantizarle que la sanidad pública española está a nivel de los demás países como Portugal, Marruecos, Uganda, Kenya, el Malí…

Respiró, triunfante, Rosa Marconi:

—Señor ministro, no soy yo, en mi modestia, quien debe dar el veredicto. El público quería saber y ha sabido. Y ahora que el público sabe y, por saber, puede erigirse en juez, puede dar su veredicto, puede decidir en nombre del libre pensamiento, ahora pasemos a la publicidad. Estamos con ustedes en pocos minutos. ¡Y no se cambien de canal, que me enfadaré!

El público rio la gracieta con que Rosa Marconi suavizaba su conocida fiereza. El público respiró aliviado y, en más de un lejano hospital de los distintos puntos de España, muchos enfermos se cagaron en la madre que la parió a ella y al ministro.

—¡Métanse con mi madre, pero miren los anuncios! —parecía decir Rosa Marconi con su última sonrisa, antes de desaparecer bajo unas imágenes de bacalao al pil pil puesto en píldoras.

Alejandro no pensaba cambiar de canal hasta que las cámaras volviesen a aquel gitanillo ideal que sustituía, en sus delirios, la imagen del rubio Raúl.

¡Anda que no vinieron rubios y rubias en los anuncios!

Altísimos y fortachones ellos, esbeltas y sofisticadas ellas, pasaban por la pantalla anunciando todos los más variados productos destinados a un público cuya altura no sobrepasaba el metro sesenta. ¡Qué elegantes estaban aquellas walkirias cuando fregaban sus cocinas, perfumaban sus inodoros, sacaban el cubo de las basuras y limpiaban los meados de niños rubios y gorditos! En cuanto a los varones, seducían a través de un optimismo digno de los dioses del estadio y una elegancia propia de las pasarelas, de donde procedían. Sólo les faltaba anunciar un tractor vestidos de esmoquin. Prestancia, gallardía, robustez. ¡Con qué donaire pagaban a Hacienda, recomendando al contribuyente que hiciera lo mismo con idéntica donosura! ¡Con qué alegría bebían una botella de leche mostrando su atlética desnudez sin venir a cuento! ¡Qué jocunda disposición al arreglar una cañería, al cambiar la rueda del camión o, simplemente, al ingresar sus ahorros en la libreta de una entidad bancaria tan hermosa y dinámica como ellos!

¿De dónde habían salido aquellos gigantes, aquellas ninfas áulicas que se dirigían al público hispano haciéndole creer que le representaban?

¿Era aquel pueblo de vikingos y vikingas el mismo que cantó Quevedo, el que pintó Goya, el que filmó Berlanga? ¿A quién remitían aquellos rostros, aquellos cuerpos, aquellos vestuarios?

—¡Esto es mentira! ¡Sois unos falsos! —gritaba Alejandro, completamente fuera de sí—. ¡Fuera los anuncios! ¡Que salga el gitanillo de una vez!

La espera había valido la pena. Al iniciarse la segunda parte, las cámaras enfocaron los aplausos del público y, por fin, pudo verse de refilón al morenito de los cabellos rizados. ¡Por Dios, qué infarto! Ese niño era una monada y no Raúl. Ese jabato sí que se parecía al hijo de Tarzán. Era varonil, el cabroncito. No como Raúl, tan rubiales. Los rubios siempre quedan un poco mariquitas, para qué vamos a engañarnos. En cambio ese niño… ¡qué machito tan lindo! Desde luego, no era muy distinto de Raúl. Un cierto aire. Los ojos eran casi idénticos. Los labios iguales. Cuando sonreía, el despliegue de encanto era parecido. La verdad es que el machito del pelo rizado se parecía mucho al renacuajo de Raúl. La verdad es que si no fuera por los rizos, el color del pelo, ese niño y Raúl… ese niño y Raúl…

Fue entonces cuando Alejandro, perdido todo control, cayó de rodillas delante del televisor y, con la nariz casi pegada a la pantalla, gritó:

—¡Este niño es Raúl!

Era Raúl como él había sugerido que debía ser. Raúl morenito. Raúl picante. Raúl rizado. Raúl como Boy. Raúl convertido en un tormento cuya evidencia ya era imposible negar.

Regresó de rodillas hacia la butaca y escondió la cara entre los cojines, como si estuviese huyendo de una visión atroz.

—¡En mi propia casa! ¡Me lo tienen que traer a mi propia casa! ¡Esto es una inmoralidad!

De aquí a las conclusiones de tipo teórico todo fue una. La televisión pública es un escándalo. ¡Te traen a casa lo que no quieres ver! Tenían razón los que se quejaban a los periódicos. Mandaría cartas a todos los de Madrid, a las revistas, al mismísimo director de Prado del Rey. El estado no podía pisotear los derechos del contribuyente. Él no pagaba sus impuestos para que la televisión ofreciese espectáculos como aquel. ¡Un homosexualillo de dieciséis años en hora punta, la hora en que los niños todavía no se han acostado! ¡Vaya ejemplo para sus sobrinos y los hijos de sus amigos y los pobres niños indefensos de todos los hospicios de España! Tendría que intervenir la Conferencia Episcopal. La televisión era un servicio público. Estaba obligada a educar a los niños. ¿Desde cuándo se dedicaban a regodearse en la exhibición de gamberros de pelo negro y rizado, de golfillos que se parecían tanto al hijo de Tarzán, de jabatos que podían provocar erecciones a los honestos televidentes?…

Se destapó un sólo ojo para mirar a la pantalla. Suelen hacerlo así los culpables de algún crimen. Pero en aquella ocasión el crimen se estaba produciendo entre el público de aquel programa infecto. Aquel niño no sólo era Raúl en la perfección de la belleza agitanada. Es que, además, aplaudía como un loco, se reía completamente feliz, se lo estaba pasando bomba. Para demostrarlo, miraba continuamente a la cámara, guiñaba un ojo y sonreía sin parar, como si estuviera dirigiéndose a alguien que no estuviera en el estudio. De hecho, estaba buscando a algún televidente determinado, alguien a quien quería agradar. ¡Encima coqueto! ¡Encima provocativo! Alejandro se desesperó del todo. Estaba claro que el niño no le echaba en falta. No le necesitaba. Y para confirmarlo apareció a su lado el cotilla de Cesáreo Pinchón, tomando notas.

—¡Maricona! —grito él—. ¡Seguro que te está dando el número de teléfono! ¡Tú sí que le llamarás! ¡Tú no eres tan tonto como yo! ¡Tú te lo tirarás, mientras yo releo a Platón!

Entonces regresó Rosa Marconi, pronunciando cuatro tópicos sobre su próxima invitada: la virginal Reyes del Río.

No estaba Alejandro para folklores. Bastante tenía con el suyo. Tuvo que cerrar la televisión y tomarse tres somníferos. Al día siguiente, decidió no presentarse en la facultad. Era preferible ofrecer una excusa antes que empezar el nuevo trimestre con nueve horas de retraso. El que suele producirse cuando un profesor de filosofía se despierta a las seis y media de la tarde.

Y, además, gritando:

—¡Me vas a matar, renacuajo! ¡Me vas a matar!

REYES DEL RÍO ESTUVO FENOMENAL. Virgen de cobre, estuvo. Virgen de España y Virgen de las tierras americanas donde el español, más que hablarse, se canturrea. Estuvo como imagen de altar, retrato de camafeo y santita de arracada.

Lo que perdió Alejandro estaba provocando la admiración de Álvaro Montalbán. Reyes del Río en la cumbre de su magnificencia. El pelo recogido, raya en medio. Pendientes de oro, imitando dos dragones traicioneros. Recatada en el vestir, pero no cursi. Vestido morado, cerrado en pliegues hasta el cuello. Y una cruz de perlas, para que se entendiera que Cristo está del lado de las folklóricas.

Fingía la Marconi un tono enternecido. Ahora iba de comprensiva. No podía permitirse herir al público de una Reyes del Río, ni mucho menos a sus creencias. No estaba para bromas el ranking, con la amenaza de las autonómicas, las privadas y, además, el vídeo.

Entre las preguntas que había redactado Imperia, eligió la que suele funcionar de cara al público de las folklóricas:

—¿Reza Reyes del Río por las noches?

Álvaro Montalbán rezó para que la respuesta fuese afirmativa. Y Reyes dijo:

—Y hasta de día, sentrañas. Y le pido al Crucificado que me mande ese amorcillo en que soñamos todas las vírgenes de España desde que el mundo es mundo…

Rosa Marconi fingió una sorpresa morrocotuda.

—¿Reyes del Río sueña con el amor? ¡Eso sí que no se sabía! —Y mirando a la cámara—: ¡Señores! ¡La Virgen de Cobre sueña con el amor!

Reyes del Río parecía dirigirse directamente a Álvaro Montalbán:

—¿Pues no iba a soñarlo, mi alma? La mujer es mujer por el amor que realiza, por el amor que llena, por el amor que pone ardores en los centros y chispitas de adoración en las pestañas. Que no es lo mismo que una ventolera de las de decir: «Hoy con este, mañana con el otro». De esa cárcel de vergüenza nada quiere saber Reyes del Río. Ahora, a ese amor cabal, de hembra cabal, a ese amor con un marido que le dé a una el honor de un apellido y el anillo de una honradez a toda prueba, a ese amor tan grande no se puede cerrar ni la mujer ni la artista.

Ni una brisa movió sus pestañas. Ni un mal rubor quebró la color de su carita. Ni un gesto vano ni una sonrisa superflua.

Decretó Imperia lo austero de aquella aparición. Virgen románica. Ningún adorno que pudiera distraer la atención de aquel rostro impresionante. Sólo la cruz, que decía mucho.

Era como si, además, hubiera escenificado Imperia la soledad de aquel maravillado espectador que era Álvaro.

En ausencia de su asesora, renunciaba a los vinos. Pese a las primeras lecciones, continuaba eligiéndolos todos equivocados. A fin de no decepcionarse a sí mismo, regresó a la bebida de la soledad del ejecutivo: agua mineral burbujitas, para darle alguna gracia.

¡Y qué guapo estaría descalzo y con calcetines de seda!

Guapo, si acaso, como reflejo de la gallardía que le estaba obsesionando. La que emanaba de Reyes del Río, imponiéndose bajo luces que daban a su piel la blancura de las estatuas clásicas y a su vestido morado el tono exigido para una penitente del amor.

—¿De qué has de hacer tú penitencia, rosa de otoño? —murmuraba Álvaro, entre tragos de agua mineral—. Las culpitas que tenga tu conciencia, sobre la mía las tomo, macarena.

Tenía los ojos fijos en la pantalla. Y cuando aparecía Rosa Marconi la insultaba con inexplicable violencia:

—¡Vete a la porra, tía borde! ¡Que salga ella y no se marche nunca!

Inquiría, melosa, la presentadora:

—¿Y de qué se mantendría el gran amor cuya llegada ansia ese corazón tuyo?

—De vivir él para mí. De quererme para él. De que almendrita que mordieran mis dientes, fuese de los dos.

—Reyes, con el corazón en la mano: ¿compartirías a ese hombre con tu público?

Sufrieron aquí de manera indecible los mariquitas de España.

—Mi público me quiere y, por quererme, ese público mío desea que encuentre a ese hombre. Y mi público comprende que, el día, que encuentre a ese hombre, me dedicaré sólo a él. Y él será mi público y yo su diva, que en latín quiere decir diosa, para que se entere.

—¿Sacrificarías toda tu carrera por ese gran amor?

—¡Osú, mi alma! ¿Pues no sería ese hombre mío una carrera?

Rosa Marconi se puso intensa:

—El lujo, los aplausos, el reconocimiento… ¡todo esto lo sacrificarías por amor…!

—No sería sacrificio, mi alma. Más bien fuere obligación de bien nacida y prenda de hembra hispánica. Digo. Osú. Ea.

Álvaro Montalbán alucinaba. Continuaba mordiendo ávidamente la barra de regaliz.

«Sumisa. Obediente. Muy de la tradición, como manda Dios. Y bella. Y con esos ojazos. Y ardiente para el hombre que sepa despertar sus sentidos».

Y muchas virtudes más, que iba desgranando Reyes del Río ante la mirada enternecida de Rosa Marconi.

—A ese hombre, a quien todavía no he conocido, yo le diría «mi santo», como dicen las cubanas a sus bienamados…

Por los campos de España lloraban a moco tendido muchas solteronas.

—¿Podría darte él este mismo tratamiento? —inquirió Rosa Marconi. Y, con un guiño al espectador avisado, añadió—: Porque se han publicado cositas en las revistas… Se ha dicho que si un novio en Nueva York, que si un guitarrista de Antequera… ¡Ay, no sé, no sé!

Era la contribución de Rosa Marconi al sobreentendido, a la picardía.

Se puso todavía más grave la folklórica:

—Podrán decir lo que quieran las lenguas de doble filo. Pero bien sabe Dios que hasta el día presente no ha sido Reyes del Río una malvaloca. Por eso te digo, Rosa, con el corazón en la mano, como tú me pides, que ese santo mío ha de llamarme santa, porque santa he sido mientras no le he encontrado a él y santa me ha de encontrar. Deposité mi virginidad ante el Gran Poder, en nombre de mi arte, y sólo se la habré de entregar a ese hombre, cuyos ojos me han de dar la vida y me han de dar la muerte. ¡Osú! ¡Digo! ¡Ea!

Respiró, aliviado, Álvaro Montalbán al comprobar de primera mano que no era cierto lo del flirt con un potentado neoyorquino y menos aún lo del guitarrista. Pero Eliseo primísimo, que se hallaba entre el público, se indignó para sus adentros por otros motivos: «¿Será posible? Reyes, mi prima, suelta las mismas mariconadas que yo, y, encima, le dan caña. Se lo pasan porque es mujer. Verbigracia, que hay mucha segregación en este mundo».

No era de la misma opinión Rosa Marconi, que ya estaba en la cima de la emoción progresista. Incluso derramó una lágrima al despedirse de su público, posiblemente ampliado aquella noche gracias a las entrañables confesiones de una folklórica.

—El público quiso saber sobre uno de sus ídolos y el público supo que los ídolos, a veces, tienen corazón. Para todos los que creen en el corazón, para todos los que mantienen la esperanza en la sinceridad, para cuantos creemos que la democracia se forja con un clavel en la mano y una copla en el alma y una lágrima de emoción en las pestañas…

—¡Releche, que enfoquen a Reyes! —exclamaba Álvaro, desde su sillón—. ¡Que me den esa luz de Andalucía! ¡Que no me la apaguen!

Pero las cámaras se iban alejando, y empezaron a desfilar los títulos de crédito sobre una panorámica que desmontaba la fantasía de la ficción para mostrar el mundo que se esconde detrás de la imagen. Movíanse cámaras, grúas y jirafas. Entraban los técnicos en el plano, abandonaba el público sus asientos, se levantaba Rosa Marconi del suyo para saludar a sus invitados, corrían algunas señoritas a pedir autógrafos a Reyes del Río…

¡Divina hembra a quien la memoria de Álvaro Montalbán rescataba de los sueños que acarició en un colegio de jesuitas!

Aunque estaba lejos, podía apreciarla en toda su belleza soberana. Ofrecía el porte altivo, la férrea prestancia que solían celebrarle las mariquitas: una reina, una diosa, una emperadora de los anchos mundos. Pero ofrecía, además, el temple de una Agustina y la abnegada entrega de la enamorada de Teruel. Y en su voz firme, serena, convencida, sonaba el badajo de la campana de Huesca.

Álvaro no conseguía dominar su estado de ánimo. Nunca sintió nada parecido. La atracción que le inspiraba aquella mujer borraba todos los pensamientos de su mente. En aquel apartamento, donde cada objeto había sido calculado para producir un efecto de modernidad absoluta, el rostro de la hembra hispánica devolvía todo un mundo que él creyó desaparecido. Imágenes de su infancia, valores que parecían inquebrantables y que el tiempo pisoteó hasta hacerlos añicos. Fiestas mayores en el pueblo de su madre. Becerradas. Borracheras juveniles. Serenatas a la bella del lugar. El traje de tuno universitario, que tan bien le sentaba…

Se dejó caer en la cama, con los brazos detrás de la nuca, la mirada fija en el techo y los dientes hincándose ferozmente en la barra de regaliz. Su torso se ensanchaba al pensar en aquella hembra, su respiración adquiría un ritmo más agitado.

—Reyes del Río… Reyes… Reyes… ¡Qué de aromas me inspiras, bonita! A romero hueles y a jazmín mojado y a azahares frescos…

Aquel ejecutivo de ideas tan americanas, aquel voluntarioso aprendiz de neoyorquino, estaba volviendo a sus orígenes y, en el vértigo del regreso, tuvo una erección descomunal, como las que debió de tener el Cid durante el sitio de Valencia. Aquel obsesivo lector del Financial Times recorría vertiginosamente los campos de su tierra para detenerse debajo de un olivo donde le aguardaba una garrida villana cuyas tetas saltaban al ritmo de una jota.

—¡Eso no! ¡Villana nunca! ¡Puta jamás! Intocada y virgen. Y yo para adorarla y servirla y mirarla de lejos, para que no se mancille.

En su delirio, decidió que aquella hembra de regio apelativo era digna de ser algo más que su amante ocasional.

Era una mujer para llevarla a comer a la casa paterna, cuando llegasen las fiestas del Pilar. Una mujer digna de salir del brazo con su madre e incluso de visitar cada domingo a su tía monja, en el convento de las Biencalzadas.

—¡Reyes Montalbán! —murmuró él una y otra vez—. ¡Bendito nombre!

Y aquí hubiera podido contestar la folklórica: «Vivan los hombres rumbosos, que presumen de apellido».

ANTE EL CAMERINO DE REYES DEL RÍO se agolpaba una multitud dividida entre incondicionales de su arte, amigos personales y unas treinta mariquitas capitaneadas por Eliseo primísimo. Pero no eran las del cutrerío, antes bien las del refinamiento: modistos, aristócratas, algún cantante moderno y dos pianistas de club selecto.

En el interior del camerino, rodeada de cestos de flores, telegramas, cajas de bombones y algunas prendas de su propio vestuario, terminaba de acicalarse la del Río. Se había cambiado, permitiéndose ahora unos vaqueros y un simple jersey negro, sin más adornos. Lo cierto es que no quedaba menos impresionante que en cualquiera de sus salidas a escena.

Imperia le estaba acariciando las mejillas, fingiendo afecto. A pesar de sus esfuerzos, sólo conseguía transmitir un contacto frío y una mirada indiferente.

—Has estado espléndida —dijo por todo elogio. Y añadió—: Ya ves los resultados cuando aceptas ser obediente. El mundo a tus pies. Adoración auténtica.

Reyes miró a aquella mujer de aspecto duro, que a su vez la observaba con la misma aprobación con que un mayoral examina las reses. Decidió que no tenía por qué mostrarse ella más cálida. Decidió que incluso tenía derecho a mostrarse exigente.

—No eran muy brillantes las preguntas, mi alma… —comentó, con un sonsonete de ironía.

A Imperia la sorprendió que alguien inferior en talento se atreviese a juzgar su trabajo.

—Son las que el público quiere oír. Algún día me lo agradecerás.

—Algún día le recordaré otra cosa. Cuando se atreva a llamarme burra, le recordaré que yo he sido lo que usted ha querido que fuese.

—Yo quiero que seas la primera, niña. Siempre arriba. Hacia la cumbre.

—Lo que me han hecho decir esta noche sólo me convierte en primera de un asilo de deficientes mentales. Y, además, una cosa es alcanzar la cumbre y otra muy distinta permanecer en ella. No me crea tan cretina como para pensar que la fama dura toda la vida. ¿Quién se acuerda hoy de muchas que estaban encumbradas hace veinte años?

—Te estás volviendo tú muy respondona. Ya tuvimos una conversación de este tipo y no me gustaría repetirla.

Cogió el bolso y los guantes. Era evidente que daba por terminada la escena. Pero Reyes se interpuso entre ella y la puerta.

—Hasta ahora me ha hecho usted ir en triunvirato. La Jurado, la Pantoja y Reyes del Río. A lo más que debo aspirar es a mejorarlas o a vender más discos que ellas. Eso, según usted, es ir la primera. Pero yo no soy un caballo de carreras, mi alma. Cuando yo quiera ser la primera en algo que realmente me interese, se va usted a enterar. Y yo le juro por mis muertos, que ese día no lo olvidará nunca.

Imperia miró en lo más profundo de aquellos ojos increíblemente verdes. Tenían el fuego escondido de ciertas esmeraldas, como había oído decir en algún melodrama de los que tanto detestaba.

—Estás muy guapa cuando te enfadas, Reyes…

No supo por qué había pronunciado aquellas palabras. No supo si eran de cumplido o de envidia. Pero ya estaban dichas.

Reyes rompió en una de sus risotadas salvajes.

—Para quien sepa apreciarlo me enfado, Mari Listi.

Había desafío en su voz. Y ambas la mantuvieron hasta que las insistentes voces del pasillo las obligaron a abrir la puerta.

Entró la primera Miranda Boronat, con turbante de lamé y pronunciando todo tipo de insensateces sobre la prudencia en la mujer y la necesidad de volver a los valores ancestrales que permitían a la mujer demostrar que era mujer actuando como mujer sin desmentir jamás a la mujer. Embalada iba, Mirandona. La empujó hacia un rincón doña Maleni, seguida de cuatro mariquitas que querían tocar a su ídolo.

—¡Has estado hecha una portavoz del sentir patrio! —gritaba la madraza—. ¡España entera ha salido de tu boca! Si no supiera con certeza que te he parido yo, diría que fue la matriz de España quien te parió. ¡Sí! ¡Que esta España nuestra se convirtió en mujer y te expelió para que aprendan todas las demás!

Visiblemente incomodada por aquellas manifestaciones histéricas, Imperia mantuvo con dureza una mirada sarcástica de Reyes. Pero esta se colgó de su brazo, con afectada simpatía, mientras declaraba a la concurrencia:

—España tiene que agradecérselo a esta mujer: a doña Imperia, amiga y consejera. ¿Qué os figuráis de los artistas? Somos lo que quiere nuestra creadora de imagen y lo que quiere la prensa, a la que debemos todo lo que parecemos, —señaló aquí a Cesáreo Pinchón, que se sintió emocionado. Y a todos emocionó la folklórica, al añadir—: También cuenta España, como bien dice mi madre. Pero también esa España tiene mucho que agradecer a doña Imperia, a don Cesáreo y a la gran Rosa Marconi, porque son ellos quienes la inventan día a día. ¡Viva la España de los creadores de imagen, la de la prensa, la de la televisión! ¡Viva esa España que es el reino de Reyes del Río!

Imperia no le agradeció el discursito. No era mujer que dejase sin percibir un retintín, una indirecta, un golpe bajo. Envolviéndose en su visón, sonrió a todos sin el menor convencimiento. Acto seguido, se dejó guiar por el director del programa hacia el coche de Rosa Marconi.

Esta última, que se había puesto toda de chaqueta y falda de cuero, informó a Reyes y a su tribu que debían dirigirse al restaurante campestre —una fonda rústica con pretensiones de alta cocina—, donde cada semana se celebraba la cena en honor de los invitados al espacio «El público quiere saber».

Asfixiados como estaban en el exiguo camerino, mariquitas y parientes de la folklórica se fueron dispersando hacia los pasillos, atiborrados de piezas de un gran decorado destinado a un espacio dramático de ambiente medieval.

Gritaba, calurosa, doña Maleni:

—¡Vámonos ya, malajes, que esto es como La sepultada viva! ¡Qué sofoco y qué mortificación y vaya chicharrera!

—¡Esto es una sauna! —gritaba Miranda Boronat—. ¡Se me está poniendo el maquillaje hecho un potingue! ¡El turbante! ¡El turbante! ¡Alguna mariquita inculta me ha robado el turbante de lamé pensándose que era de oro!

En plena barahúnda, Reyes del Río descubrió a un jovencito que permanecía apoyado en una armadura de latón. Se le notaba un poco fastidiado en aquel ambiente. Por lo demás presentaba el aspecto distinguido que ya le conocemos, acentuado esa noche por un blazer de botones plateados y un jersey blanco de cuello alto.

—¡Niño Raúl! —gritó, complacida, la folklórica—. ¡Si no te había conocido así, de morenito!

Más gritó doña Maleni, al son de sus medallas:

—Lo que hace un buen tinte y un mejor moldeado. Ese niño se ha quedado que parece mismamente Joselito, el pequeño ruiseñor.

Aplaudieron, unánimes, los mariquitas más veteranos. Los contradijo, rotunda, Reyes del Río:

—¡Qué disparates suelta usted, madre! ¿Desde cuándo tenía el pelo tan rizado Joselito? Más bien parece el hijo de Tarzán cuando era adolescente…

Jubiloso, exclamó Raúl:

—¡Dilo por tres veces, tía Reyes! ¡Dilo, sí, que necesito creérmelo trescientas veces seguidas!

Reyes lo repitió tres veces y Raúl, cogiéndole la mano, saltó de alegría. ¡Tan grande era la que le invadía por acertar en el prototipo anhelado! Además, la selvática comparación encendió el ánimo de más de uno.

—Sí que es mono el mancebillo —dijo Pepín Morelo—. Y a buen seguro que tendrá un cuerpo de mucho rumbo.

—¿Te lo haces tú, Eliseo? —preguntó otro, que era medio conde—. Porque teniéndolo tan cerca y siendo tú tan directa, tan de ir al grano, tan de «ese me gusta, ese me lo pongo…».

El primísimo levantó el hombro a la altura del mentón, como las seductoras de anteayer.

—¡Que yo no soy de niños, desgraciada! ¡Que soy de labradores, camioneros y carreteros! De hombres, hombres que es como decir de sementales. Y de este estribo no me apeo yo por un pipiolo ni que fuera mismamente el Rey de Flandes o el emperador de Luxemburgo.

Se fueron todos, los de postín y los arrabaleros, discutiendo a voz en grito sobre el encanto de los niños agitanados y las ventajas de los descargadores de muelles como opción opuesta. Quedaban los últimos Reyes del Río y Raúl. Este no se atrevía a pronunciarse sobre la entrevista. Reyes se vio obligada a sonsacarle. A la postre argumentó el niño:

—He sentido vergüenza, tía Reyes.

—¿Tú también, mi alma?

—De morirme. Tú vales más que esa Marconi. Hasta el oficio de mi madre te queda pequeño, porque eres mucho mejor que no este sainete que te hacen representar.

—¡Ole mi niño! —exclamó Reyes, batiendo palmas—. Y escucha bien esta sentencia: lo que te mereces tú no está en este Madrid. ¡Yo te lo digo!

Se entristeció, de repente, el mancebillo.

—Sí que está, tía Reyes, sí. Pero tiene el teléfono cortado o ha perdido el mío.

—¡Pero si ese don Álvaro no te sirve a ti ni de alpargata! ¿No ves que es un cursi?

—Que no es don Álvaro, tía Reyes. Se llama Alejandro, como los grandes héroes. Y yo le quiero tanto que me encuentro igual que en aquella copla tuya, que las manecillas del reloj se te van clavando en el corazón.

Y se fue, caridoliente, con las manos en el bolsillo y andar maluco, hacia el coche que los aguardaba para llevarlos a cenar al mesón de los caminos.

Se preguntaba Raúl en el trayecto: «¿No habrá reparado ese idiota en que miraba a la cámara todo el tiempo para que él viera mi nuevo aspecto? ¿No era así como me quería? ¿No me soñaba morenito? ¡A ver si me habré equivocado volviendo a lo mío natural y lo que él quiere es el puro artificio!».

Tardaría varios días en conocer el resultado de sus ardides. Mientras, decidió imponerse la espera como estrategia más prudente. Que llamase el otro, si tanto había llegado a desearle. Y si no llamaba, sería que sus quimeras no valían la pena.

Él tendría, de momento, otras cuitas más urgentes. Y ninguna como ir preparando sus cosas para empezar las clases en el nuevo instituto, justo a la mañana siguiente.

Fue la misma mañana en que Álvaro Montalbán llegó a su despacho con el mal humor propio de varias noches muy mal dormidas.

LA SECRETARIA MARISA comentó con la secretaria Vanessa lo bien que le sentaba a don Álvaro el traje de rayadillo. Tampoco se le escapó que las nuevas cremas de cosméticos masculinos estaban dando a su piel una firmeza, una tonalidad y una elasticidad que respondía exactamente a lo que decían los prospectos.

Las secretarias como Marisa saben con certeza que la publicidad nunca miente. Sólo el ponderado jabón Pux no acababa de ser sincero. Después de una semana de restregarse con él a todas horas, sus mejillas continuaban sin adquirir aquel tono aterciopelado y sutil que proponían los anuncios y pregonaba su pizpireta compañera y confidente, aquella Pepita que se hacía llamar Vanessa.

¡Pobre Marisa! Todavía no podía deslumbrar a su jefe con los destellos de su nueva lozanía, natural y deportiva.

Por otra parte, a don Álvaro no le deslumbraba aquella mañana ni un rayo láser que le cayera encima. Estaba más serio que de costumbre. Casi parecía enfadado, no le dedicaba una sola sonrisa, ni siquiera un piropillo. Y temió Marisa si, a raíz de sus notables adelantes físicos, no se estaría volviendo, simplemente, más pagado de sí.

Permaneció un buen rato pensativo. Por fin, sacó una barra de regaliz y, mordiéndola, preguntó en tono adusto:

—Marisa, usted es mujer, ¿verdad? —Ella asintió, con el alma en vilo—: Pues bien, como mujer que es podrá informarme sobre cierto asunto. Cuando un hombre quiere ganarse el afecto, digamos íntimo, de una dama, ¿qué flores son aconsejables?

—Rojo pasión, toda la vida. Rojo encendido. Rojo declaración. Rojo inesperado. Rojo de exclamar: «No puede ser para mí. ¿Qué he hecho yo para merecerlo?».

¡Con qué alegría habría reaccionado ella si, al regresar a casa, se hubiese encontrado con un ramo de aquellas flores y la tarjeta de don Álvaro! ¡Qué envidia la de su compañera de apartamento, otra tímida secretaria de otro jefe bien parecido y que, a cambio de mucha y muy abnegada devoción, sólo recibió de él una botella de Calisay en el día de su santo!

No estaba don Álvaro Montalbán para historias de aquel tipo. Después de otra meditación, acaso más prolongada que la anterior, suspiró profundamente y ordenó:

—Encárguese de enviar cada mañana un ramo de veinticuatro rosas rojas a la señorita Reyes del Río.

Marisa no podía dar crédito a sus oídos.

—¿Se refiere usted a la folklórica?

Él le dirigió una mirada extraordinariamente severa:

—Me refiero a la señorita del Río. O señora, si lo prefiere usted. Que lo es mucho. Y por tronío.

Marisa se apresuró a tomar nota. Don Álvaro ya estaba en otro asunto:

—También me concertará un almuerzo de trabajo con don Eme Ele. Ya sabe usted, Manolo López, el jefe de doña Imperia. Cuídese de averiguar cuál es el restaurante más caro de Madrid y reserve mesa para el día en que este señor esté disponible. Insista en que me urge mucho hablar con él.

Cuando Marisa cerró la puerta tras de sí, rompió a llorar desconsoladamente. Su amiga Vanessa acudió a toda prisa con las gafas oscuras en una mano y un kleenex en la otra.

—¡Ahora con una folklórica! —gemía la desconsolada—. ¡Su vida se va llenando de mujeres y él sigue sin fijarse en mí! Dímelo sinceramente, vivaracha amiga: ¿qué tiene esa Reyes del Río que no tenga yo?

—Tú tienes más que ella, querida.

—¿De veras? ¿Qué tengo?

—Los granos, mi amor.

—¿Lo ves? ¡El jabón Pux no hace el menor efecto!

—No seas tan severa contigo misma. Desde que te cambiaste a Pux, el chico del ascensor te lanza miradas de fuego.

—¡No es lo mismo! —decía Marisa, entre lágrimas—. ¡No es lo mismo! Yo quiero que se fije en mí don Álvaro Montalbán, que es guapo y, encima, rico.

Vanessa empezaba a estar harta de aquella mema. Pero quería mostrarse comprensiva, quería ser útil, con esa complicidad eminentemente femenina, esa comprensión eminentemente femenina, esa utilidad eminentemente femenina que tanto se pondera en las revistas de hombres.

Con la mano en el corazón, con el alma en la punta de la lengua, dio su último, definitivo consejo de buena amiga:

—Querida, ¿y si empezases a considerar seriamente un viaje a Lourdes?

AUN CONTRA SU INCLINACIÓN NATURAL, Raúl se sometió a la estrategia aconsejada por su madre. No llamó a Alejandro en toda la semana. Sin embargo, no se sentía en absoluto feliz con aquellos trucos. Notaba que las garritas se le estaban convirtiendo en garras de verdad y que las uñas, al crecerle, dolían tanto como la aparición de un diente nuevo cuando era más pequeño. Era, con todo, un dolor reflejo. Le llegaba por el que infligía a alguien a quien estaba queriendo más de lo previsto.

Pero su madre continuaba recordándole que las batallas del amor exigen de estrategias casi diabólicas, y que él debía adoptarlas sin remordimientos si deseaba triunfar al final. En verdad que nada deseaba tanto en el mundo. La espera le ponía nervioso y, en algún momento, llegó a estar intratable. Fue entonces cuando Presentación decidió que alguien le había metido el diablo en el cuerpo. Había leído en varias revistas que cierta mujer de los suburbios realizaba exorcismos muy prácticos. Propuso a Imperia que la visitasen con el niño. Imperia estuvo a punto de abofetearla. Nadie mejor que ella conocía las necesidades de su hijo. No necesitaba que le arrancasen el diablo del cuerpo. Si acaso, que se lo introdujeran.

Afortunadamente para la estabilidad de Raúl, empezaron las clases en el instituto. El tiempo que le tomaría aclimatarse al nuevo ambiente, descubrir a sus condiscípulos, familiarizarse con ellos y ponerse al día en un plan de estudios que ellos ya llevarían muy adelantado, todo este cúmulo de urgencias representaría un tiempo precioso para ocupar por entero sus pensamientos y mantenerlos alejados del teléfono.

No estaba claro que Alejandro pudiera conseguir los mismos resultados. A los diez días del programa de la Marconi, continuaba obsesionado con la nueva imagen de Raúl, aquel gitanillo atarzanado, que acaso estaría gozando en brazos de alguien más listo que él, alguien que lo tomaba como simple objeto de placer, sin más consideraciones ni tanta metafísica.

Pero al punto desechaba aquella idea tan humillante para un niño que se había limitado a enseñarle el encanto de la simpatía y el valor de la ternura.

Y eran aquellas sensaciones, aquel fluir de calidez, lo que estaba añorando en el umbral de un nuevo fin de semana, el más temido de los infiernos que amenazaban su soledad.

Además, las cenas con Imperia se habían interrumpido desde que ella salía con Álvaro Montalbán. No tenía siquiera aquel punto de contacto, el único que pudiera informarle sobre el estado del niño Raúl.

El sábado por la mañana, después de una noche atroz, consideró que ya no podía resistir más. Descolgó el teléfono y pidió por Raúl. No hacía falta, era su voz. Hablaba con tal seguridad, que Alejandro estuvo a punto de colgar, intimidado. Pero consiguió sobreponerse.

—No he sabido nada de ti en todos estos días.

—No tenía ninguna novedad.

—Pensé que pudiera haberte ocurrido algo malo.

—Ya lo habrías leído en los periódicos.

—En los periódicos no decía nada.

El niño cambió rápidamente de tono. Casi parecía ilusionado.

—¿Quieres decir que los has mirado para ver si me había ocurrido algo?

—¡No quise decir esto, niño! Es que uno siempre mira los periódicos. ¿Qué va hacer uno si quiere enterarse de lo que pasa en el mundo?

—¿Y para decirme que miras los periódicos me has llamado? ¡Pues vaya noticia!

Alejandro intentó cortar lo que se anunciaba como una de las típicas parrafadas de aquel niño tan charlatán. Por otro lado, ya no descartaba que se tratase de una estratagema destinada a desconcertarle.

—No seas cotorra —exclamó, con rudeza—. Si te llamo es para saber cómo te va por el instituto. Yo conozco a varios profesores y tal vez podría recomendarte.

El otro tardó en contestar. Cuando lo hizo, fue saliéndose del tema:

—La verdad es que me encuentro muy solo.

¡No debía decirlo! ¡Maldito niño! ¿A qué pretendía jugar ahora?

—¿Por qué no te buscas amigos de tu edad?

Lo había preguntado con voz temblorosa. La de Raúl fue doliente al contestar:

—Porque ellos tienen gustos completamente distintos de los míos. Prefieren salir con chicas a ver Brigadoon. ¿Quién los hace ir a la filmoteca, si se pasan la tarde del sábado en la disco?

—Suele suceder, niño. Suele suceder —contestó Alejandro, pausadamente y evocándose a sí mismo en un dolor parejo, muchos años atrás.

Seguía Raúl con sus lamentaciones:

—Durante la semana puedo soportarlo porque el instituto ha aportado muchas novedades a mi vida, y, por la noche, tengo que estudiar y, si me queda tiempo, veo alguna película antigua. Pero cuando llega el sábado es horroroso. Es cuando más me duele la soledad.

—¿El sábado, dices?

—Y el domingo también. Y la noche del viernes. Esas noches en que a la gente le da por divertirse y yo no sé a dónde ir. Entonces, la alegría de los demás me hace mucho daño.

—Pero ¿por qué no me lo decías? ¿Por qué no me llamabas?…

—Tú tendrás a tus amigos y yo no quiero ser un engorro para nadie. Ahora mismo tengo la sensación de que me has llamado por lástima.

—No, niño, no. Te llamo para invitarte a almorzar. Porque los sábados también son muy tristes para mí. Y los viernes igual. Y los domingos ya es la muerte.

Estuvo a punto de decirle que sólo él era la vida, pero le horrorizó pensar que sería una vida tan corta. ¿Cuánto podía durar el efecto de las maravillosas limosnas que podría aportarle? El tiempo de un suspiro. El de su adolescencia nada más.

Y, sin embargo, aquel niño estaba al otro lado del hilo para darle tanta vida que el solo hecho de desatenderla constituiría un insulto contra los grandes hombres cuyo ejemplo dirigió la conducta de Alejandro… aunque no su temple, como descubría él mismo ante tanta cobardía.

Si bien quedaron para almorzar juntos, Alejandro siguió con sus miedos.

Contra su costumbre, condujo a velocidad suicida. El punto de encuentro estaba lejos, pero la hora del almuerzo ponía las calles a su entera disposición. ¡Al servicio exclusivo del peligro encarnado en Raúl!

Resultó muy puntual para su edad. Superaba los récords de Alejandro, que se creía el más puntual del mundo. Le esperaba ya en una mesa del restaurante, leyendo una edición de Píndaro en catalán. ¡Aquel niño pretendía deslumbrarle!

A no ser que se masturbase leyendo los elogios a los atletas de Olimpia. Cosa infrecuente: pocos niños de la ultimísima generación se masturban leyendo a Píndaro. Y si Raúl lo hacía era, en cualquier caso, un detalle a su favor total. Una sublime masturbación.

Al verle bajo su nuevo aspecto, pensó Alejandro que, para una masturbación efectiva, al niño le bastaría con ponerse el eslip tigrado de las fotos y mirarse al espejo. No quiso reconocer que esto pudiera corresponder a su propio deseo. Tampoco quería dárselo a entender a aquel lorito que aprovechaba cualquiera de sus palabras para desconcertarle. Decidió que había llegado su turno. Decidió desconcertar.

—¿Qué le ha ocurrido a tu pelo? —preguntó, fingiendo sorpresa.

—Nada especial —contestó Raúl—. Que el agua de Madrid lo ha devuelto a su color natural.

—¿También te lo ha rizado el agua de Madrid?

El niño asintió con la cabeza. Pero desvió la mirada al preguntar, con tímida expectación:

—¿No viste el programa de Rosa Marconi?

—No puedo decirte exactamente que viese el programa. Pero sí vi a un niño maravilloso que se hallaba entre el público. Lástima que coquetease tan descaradamente con las cámaras. ¡Si llega a ser mi hijo le doy una paliza!

—Ese niño buscaba la aprobación de alguien que no estaba allí. Si piensas un poco, sabrás a cuántas personas conoce este niño en Madrid.

Alejandro estuvo a punto de rendirse. Consideró más práctico para su salud mental continuar en actitud de combate.

—Ese niño tan descarado conoce a Cesáreo Pinchón —dijo en tono malévolo—. No soy tan ciego como para no ver que también él merodeaba por el estudio, seguramente en busca de carne joven.

Al sentirse agredido, Raúl sacó sus garritas sin piedad.

—Algunos profesores están tan obcecados con su trabajo que no se dan cuenta de que los demás también tienen que trabajar. Cesáreo Pinchón tiene que llenar una crónica semanal y la presencia de Reyes del Río en un programa tan prestigioso como el de la Marconi debe de ser una noticia de cierta importancia. Y esto lo sabe incluso un niño tan corto como yo.

—Perdona. No se me escapa que ese Cesáreo te fue simpático desde un principio.

—Cierto. Y mucho más desde que me regaló una pluma estilográfica de alto estilo. Ya ves si me mima, y lo que podría conseguir de él, si yo quisiera.

En efecto: en un rincón de la mesa, junto al volumen de Píndaro, estaba la pluma que Raúl había utilizado para subrayar algunos cantos.

—No debiste aceptarlo —refunfuñó Alejandro—. Es del tipo de hombres que no dan nada sin pedir algo a cambio… —calló un instante. Al poco, con rudeza—: ¿Qué te ha pedido ese cursi?

—Que le acompañe a la entrega de unos premios de cine que dan en no sé qué discoteca.

—¡No podía ser otra cosa! El tipo de actos horteras que le interesan. Una trampa para reunir a cuatro rostros populares y algunos nuevos ricos. Pero si te ha invitado deberías ir. No puedes hacerle un feo. ¡Es tan cariñoso con los niños solitarios!

Raúl le miró directamente a los ojos. Quería darle a entender que era, en efecto, un niño muy solitario.

—No pienso ir. Tengo que estudiar mucho para ponerme al día. Además, me sentiría más solo, porque este señor no es la persona a quien deseo tener a mi lado.

Almorzaron en silencio. Dejaron transcurrir dos horas en la onda de la abstención total. Después pasearon sin apenas cruzarse palabra. De vez en cuando se miraban, sólo para esquivarse al instante, caso de que sus miradas coincidiesen.

Raúl iba dando patadas a las hojas secas que cubrían la avenida. Alejandro canturreaba una vieja canción de Aznavour, algo sobre la tristeza de Venecia en los adorables tiempos que ya pertenecían a la nostalgia. Así se internaron en el barrio de Salamanca. Pero el cambio de escenario no varió en absoluto su empecinamiento en la mudez. Se detenían ante algunos escaparates, pero sin comentar nada. Se limitaban a dedicarse sonrisas cada vez más tímidas.

En una de las mejores tiendas de Serrano, Alejandro decidió romper el hielo.

—¿Te gustaría que te regalase esta camisa?

—Tengo muchas.

—¿Y aquel jersey?

—¡Uf, me sobran!

Casi por descuido, Alejandro se apoyó en su hombro. No se acordó de rectificar. Tal vez no quiso hacerlo. ¡Qué dulce sensación imaginar que aquel dulce niño estaba guiando sus pasos de pobre ciego por el camino de Colono! ¡Qué secreta esperanza de que en algún momento le llamase padre!

—Sé caprichoso, anda.

—Nunca lo he sido. Estoy muy bien educado.

—Pues me gustaría que fueses caprichoso y llenarte de cosas. Por ejemplo, me gustaría que tuvieras un disco de la Callas.

—Los tengo todos. Las grabaciones oficiales y las piratas.

—¡Entonces, un disco de quien sea! ¡Pídeme algo, por favor!

—¿Para que luego te burles de mí, y me trates de enfant gaté? O, peor aún, para que me desprecies como si fuese un vulgar chulo que va por el mundo aceptando regalos del primero que llega…

Cada día quería regalarle algo y cada día se negaba el niño, y así transcurrieron ocho paseos por el Madrid antiguo y largos ratos deambulando ante los cuadros de cualquier exposición y, después, ante tazas de chocolate o cafés, según el humor de cada uno. Y el niño iba languideciendo y el adulto sentíase morir de angustia ante aquella tristeza que no le convenía combatir, pues de hacerlo tendría que entregarse por completo a la solución que veía como la más peligrosa de su vida.

Al décimo día, le llevó a ver Remando al viento, trampa fatal para cualquier alma sensible a la belleza. Como era de suponer, el niño salió conmovido y lleno de preguntas. En voz queda, como una lección que en realidad fuese una declaración de amor, el profesor le habló de Byron, de los Shelley, de la estética romántica, de todo cuanto correspondiese a los estímulos que, en el niño, había despertado la película.

Y Raúl, al escuchar, le ofrecía un aspecto tierno y desvalido, como huérfano de toda la sabiduría que él podía traspasarle.

Y el cielo gris, el asfalto mojado y una discreta llovizna acentuaban aquella sensación de desamparo.

—¿Qué te pasa? —preguntó Alejandro al concluir su disertación.

—Un mal humor pasajero.

—Tomemos algo.

—Prefiero pasear. La lluvia me sienta bien, pues lo que tengo no es mal humor. Es tristeza. Estoy descubriendo que la soledad tiene muy mal arreglo. Y que nadie te ayuda cuando te sientes solo.

El niño estaba jugando fuerte, qué duda cabe.

Y cuanto más fuerte jugaba, más iba sintiendo Alejandro que el cerco se estrechaba sobre él.

El niño seguía cabizbajo. En un momento determinado, arrastró a su amigo hacia el portal de una tienda cerrada. Una vez allí volvió a mirarle directamente a los ojos. Tenía los suyos humedecidos. Y no era lluvia del cielo. Era que llovían ellos mismos, como dijo en cierta borrachera de Nochevieja.

Decidido a afrontar una verdad que estaban respirando desde hacía horas, susurró:

—Alejandro, tengo la sensación de que te has enamorado de mí.

El otro sacó del bolsillo la mano abierta, ansiosa de abofetear.

—¡Ni se te ocurra decirlo, me oyes! ¡Ni se te ocurra!

Raúl no se arredró:

—Quiero decirlo. Porque yo también estoy enamorado de ti.

—No sabes lo que dices —exclamó el otro—. No sabes la catástrofe que puedes provocar.

Raúl tomó su mano sin preocuparse de que alguien pudiera observarlos. De todos modos, entre la soledad del sábado y la deserción provocada por la lluvia, eran casi los únicos transeúntes.

No le tengas miedo a mi juventud… —susurró con extrema dulzura, remedando a Marifé.

—¡Es que no es juventud, caray! ¡Es que casi es infancia!

—Tengo veinte años, chico.

—No mientas. Tienes dieciséis.

—¿Y eso qué importa?

—Que te llevo treinta y tres.

—Todo el mundo le lleva treinta y tres años a alguien.

—Sí, pero no se acuestan.

—¡Anda que no! Fíjate en las revistas: vienen llenas de señoritas jóvenes y guapas que se casan con vejestorios. Y si se casan, se acostarán. De lo contrario, ¿qué ganan con ello?

—Escucha, tú tienes toda una vida por delante. Sólo el que ya la ha vivido puede imaginar lo que te espera. Bueno o malo, formará parte de tu evolución y tu libertad. A partir de un momento determinado, tendrás que vivir por tu cuenta. No será mañana o dentro de tres años, pero vendrá un día en que tendrás que volar. Nadie podrá reprochártelo, ya que es tu vida. Suponte que, llegado este momento, continuamos juntos. ¿Qué haría yo entonces? ¿Qué sería de mí?

—No te entiendo. Yo no puedo pensar en lo que seré dentro de cinco años. ¡Igual me he muerto! Yo te quiero ahora, te necesito ahora. ¿No lo entiendes? Si inviertes la situación, verás que yo puedo hipotecarte más que tú a mí; porque yo lo pediría todo de ti, porque lo necesito todo. Yo creo que me rechazas por este motivo, porque soy muy poca cosa para alguien como tú; alguien que sabe tantas cosas y ha vivido tanto…

—¡Poco para mí! Tienes el don divino de la juventud. No puedo aspirar a poseerla. He llegado tarde.

—Pero tú tienes todo lo que a mí me falta. ¿Tan idiota eres, que no lo entiendes?

—Lo entiendo demasiado bien y, por entenderlo, creo que es preferible no volverte a ver. Porque yo llegaría a quererte tanto que no sobreviviría a la separación final.

Raúl no conseguía proferir una sola palabra. El mundo se estaba hundiendo bajo sus pies. En el pecho prosperaba un ardor intenso que se parecía a las ansias de gritar.

Sólo acertó a tartamudear un poco:

—¿De verdad quieres que no nos veamos más?

Alejandro asintió con la cabeza.

Se separaron en Colón. El niño Raúl empezó a caminar hacia su casa, Castellana arriba. Los árboles estaban muy pelados y daban pena. Él iba llorando y con el abrigo empapado. No quería mirar atrás. Se lo habían enseñado las películas. En las separaciones, no conviene volver la vista atrás. Es necesario mirar hacia adelante. Hacia la burlona sonrisa de la muerte.

Imperia le sorprendió llorando sobre la cama. Pero no lloraba como un niño al que han robado un capricho, antes bien como un hombre plenamente desarrollado que acaba de descubrir las verdaderas imposibilidades de la vida.

Y con el rostro bañado en esas lágrimas que eran un primer atisbo de madurez, preguntó:

—Mamá, ¿tú entiendes mucho de hombres?

—Hijo mío, de hombres no entiende nadie.

—Yo es que el amor lo he vivido en las óperas, donde todo es tan grande… y ahora estoy sintiendo este tipo de amor.

—Fantástico —exclamó ella, quitándose el abrigo—. Sé que te entenderás muy bien con Alejandro. Está tan loco como tú.

Él la miró con extrema severidad. ¡No podía mostrarse tan frívola ante el primer cataclismo de su vida!

—Está más loco que yo. Me ha rechazado.

Imperia no podía dar crédito a sus oídos.

—¿Que se ha atrevido a rechazarte? ¿A ti, a mi hijo? ¡Esto es inaudito! Eres guapo, simpático, estudioso, sano… ¿Y ese neurótico te rechaza?

—Él no para de decir que es demasiado mayor para mí. Y, si bien se mira, sólo me lleva treinta y tres años.

Imperia tuvo que evitar una risa, al decir:

—Si bien se mira no le falta razón. Un poco más y es tu abuelo.

—Los adultos dais importancia a unas cosas que no la tienen en absoluto. Debería ser yo el preocupado porque, si bien se mira, el problema es sólo mío. Lo cierto es que soy demasiado joven para Alejandro y él no se atreve a decírmelo para no herir mi susceptibilidad.

¡Bendita inocencia! Privilegios de la juventud que puede elegir cualquier excusa porque no ha tenido tiempo de probar ninguna. ¡Qué sabrá ella! Todavía ignora que transcurrirá como un soplo, que será una ñipada, un sueño, una borrachera y que, un día, no quedará siquiera la resaca. ¿Cómo puede comprender a los que ya la tuvieron, a todos aquellos que, al mirar atrás, lloran porque fue tan fugaz?

—Deja de lamentarte —exclamó Imperia, decidida a actuar—. Esto lo arregla tu madre a arañazos, si es preciso.

Cogió de nuevo el abrigo. Se aseguró de que las llaves del coche estuvieran en el bolso.

—¿No tenías una cena? —balbuceó, lloriqueante, el niño.

—En el tiempo que falta, muevo yo el mundo para que te lo pongas tú por montera y seas feliz de una vez.

Y antes de cerrar la puerta tras de sí, añadió:

—Los hombres sois una calamidad. No sé que haríais sin nosotras.

De encontrarse más animoso, Raúl habría aplaudido aquel final de acto. Pero el telón cayó, triunfal, aun sin aplausos.

AL LEVANTARSE DE NUEVO EL TELÓN, Imperia aparcaba en la plaza de Oriente. Consideró que el escenario propiciaba un toque de ternura decimonónica, pero no se sentía con fuerzas para enfrentarse a Alejandro en aquellos términos. Para ella, la situación resultaba un tanto ridícula. Sólo se prestaba a un texto boulevardier, solucionado con elegancia, soltura, savoir faire y unas dosis de cinismo. Algo que le permitiera distanciarse y, por lo tanto, dominar la situación.

De momento, intentó dominar el futuro, examinando el barrio donde debería residir su hijo cuando Alejandro dejase de hacer el idiota. De todos modos, tuvo que reconocer que el profesor no carecía de buen gusto. Se lo dijo ella misma seis años atrás, cuando le ofrecieron aquel piso antiguo que, después, convirtió Susanita Concorde en apartamento moderno, pero conservando el tono decadente que le daba tanto sabor.

Siguió Imperia planeando el futuro. El entorno encajaba a la perfección con los gustos de Raúl. Viviría a cuatro puertas del teatro Real y, desde sus ventanas, aparecerían cada mañana los jardincillos de Pavía y, al fondo, el variopinto telón del palacio de Oriente. Era imposible encontrar mejor ubicación para un niño que se despertaba con el lamento de Isolda —por un decir— y no se acostaba sin escuchar algún que otro peregrinaje romántico.

«¡Pobre Alejandro! —pensó, mientras estudiaba la fachada—. ¡No sabe la orquesta que va a caerle encima!».

En el interior de aquel apartamento que Susanita Concorde encontró tan luminoso, Alejandro se había sumido en la oscuridad total.

Acababa de batir su récord de tranquilizantes. Tenía los ojos enrojecidos, a fuerza de frotárselos. Los textos clásicos, compañeros de tantas horas de soledad, aparecían tirados por el suelo, con las páginas pisoteadas durante los numerosos paseos que el desesperado efectuaba alrededor del estudio. Y en sus oídos resonaban las palabras de advertencia que, días atrás, leyó para acentuar su sentido de la prudencia: «Desgraciado del viejo que se enamora de un efebo, porque nunca volverá a conocer la paz».

Más que desgraciado, muerto. Peor aún: muerto en vida. Entonces, ¿a qué tantos elogios consagrados a esa clase de amor? Se hizo para sufrir. Pero todo amor parece hecho para esto. ¿Por qué no aquel también? Todo amor que huye de las reglas es fruto de padecimientos. Pero todavía ha de serlo más el amor que se inscribe en la norma. Cuando esto ocurre, sobreviene la muerte en manos de la vulgaridad. Y si todo amor nace para morir, ¿por qué elegir la muerte de los mediocres y no la de los grandes?

¿No es precisamente la palma del martirio lo que convierte a nuestros amores más tristes en un acto de grandeza?

—¡Idiota! —se decía—. ¿No era esto lo que siempre estuvistes buscando? ¿Acaso no llorabas ayer, empecinado en la búsqueda de lo sublime? ¿Cuándo fue fácil lo sublime? ¿Cuándo no hizo sufrir lo egregio? Más que tú padecieron los grandes héroes. ¡Cobarde estúpido! ¡Confórmate con un amor mediocre, pero no vuelvas a suplicar el consejo de los inmortales!

Imperia Raventós supo anticiparse a tan elevados designios. Entró arrasando, dispuesta a todo.

—¿Qué le ha ocurrido a tu sentido del orden? Espero que Raúl no llegue a ver este caos. Le decepcionarías profundamente…

Lo primero que hizo fue abrir las persianas. Ya no llovía. El cielo de Madrid se vestía con uno de sus disfraces favoritos. El crepúsculo arrojaba tonos de manto cardenalicio, propios de un antojadizo delirio renacentista. Era una pena malgastar tanta belleza en nombre de una histeria pasajera.

No sería Alejandro de la misma opinión. Se había cubierto el rostro con ambas manos, si no herido por la luz, que poca había ya, sí avergonzado por su aspecto. Y al reparar en él, Imperia optó por seguir con la aparente frivolidad, antes que revivir una molesta página de Dostoievski.

Alejandro se dejó caer en un sofá, con los ojos hinchados y la camisa completamente desabrochada.

—Que la muerte me encuentre sentado. Lo dijo algún alejandrino. No recuerdo cuál.

—No me vengas con frases. Guárdalas para el diccionario de quotations. A mí me urge hablarte de Raúl. Acabo de encontrarle llorando en su habitación. ¿Se puede saber qué le has hecho?

—Nada. Ni siquiera me he atrevido a tocarle.

—¿Es que no te gusta?

—Es divino. Tanto lo es que me está matando.

—Pues él dice que le estás matando tú porque eres lo más divino que ha encontrado en su vida y no le haces caso. O sea que a ver si os ponéis de acuerdo los dos y montáis un santuario, porque tantas divinidades sueltas son una gaita para cualquier madre ocupada.

Alejandro no contestaba. Parecía dormido. Algún efecto tendrían los sedantes. Ella se vio obligada a sacudirle para mantenerle despierto. Ya no podía más. Ni de reprimir la risa ni de prolongar una situación que le obligaba a aplazar sus propias preocupaciones.

—¿Serás idiota? ¿No comprendes que te estoy vendiendo el artículo?

Él bostezó varias veces seguidas. Todavía era capaz de seguir el hilo de la conversación.

—Es al revés, Imperia. Me estás vendiendo a mí. Tú sólo piensas en lo que te conviene, sin ver que tu conveniencia puede destrozarme. ¿Cuánto tiempo crees que podría retener a tu hijo? Me aprovechará un año, acaso dos, tal vez quince, todo lo más veinticinco, treinta a lo sumo; pero, al final, me dejará…

—Es que ya te habrás muerto —exclamó Imperia, riendo ya.

El propio Alejandro parecía reírse de sí mismo. Pero ella no le dio tiempo.

—Se acabó la broma. Si quieres conservar mi amistad, acuéstate con Raúl. En el estado en que se encuentra no le aguanto más.

—No puedo hacer esto que me pides. Le tengo en un altar.

—Pues o lo bajas tú del altar y te lo llevas, como estáis deseando los dos, o lo facturo a Barcelona en el primer puente aéreo y no lo vuelves a ver en toda tu vida.

Alejandro se llevó las manos a la cabeza.

—¿Llevártelo dices? Si ahora muero lentamente, cuando empiece a imaginar que él está llegando a Barajas moriré del todo. ¡Eso es muy catalán! No tenéis corazón. Sólo pensáis en lo práctico. Sois unos calculadores… ¡Tiene a quien parecerse, este niño!

El cuerpo iba de un lado para otro. Imperia intentó enderezarle, sujetando fuertemente los hombros. Fue inútil. Al momento, empezó a bailar la cabeza.

—Ya somos viejos, Imperia… En el fondo, él lo sabe, pero no quiere reconocerlo. ¿Sabes por qué? Porque sólo le importa su repugnante realización sexual.

Sonreía beatíficamente, ingresando ya en el mundo de los sueños. Imperia optó por abofetearle, pero él continuaba con su sonrisa.

—¿Dónde se habrá visto que una madre emancipada tenga que pasar por escenas tan ridículas? —exclamó, mientras le dejaba caer sobre el sofá, dormido como un lirón.

En su letargo, iba murmurando:

—¡Sobre tu conciencia, Raúl! ¡Sobre tu conciencia!

Ella profirió un alarido de indignación:

—¡No es normal, Alejandro, no es normal! ¡Cuidado que llegáis a ser melodramáticos los dos!

Él ya no le escuchaba. Se había dormido completamente y, de vez en cuando, emitía profundos suspiros y algún bufido con profundo olor a tabaco negro. En un momento determinado se dibujó en su rostro una sonrisa tan ingenua, con una ingenuidad al mismo tiempo tan indefensa, que Imperia no pudo evitar un sentimiento de ternura.

Antes de salir, buscó una manta y le cubrió amorosamente. Aprovechó para inspeccionar el apartamento. Ideal para Raúl. Estaba decidido.

Cuando llegó a su casa, Raúl le estaba esperando en la cocina. Era un niño extraño: el drama le había abierto el apetito. Iba ya por el quinto plátano.

—Ten paciencia —dijo ella ante el asalto de sus preguntas—. Este se decidirá. Te lo dice la mamá de Dumbo.

Por primera vez, Raúl la besó en la frente.

—¿De verdad te gusta Alejandro para mí?

—¿No iba a gustarme? Es una de las pocas personas que quiero de verdad en este mundo.

Raúl vio que corría a maquillarse porque, por primera vez en muchos años, estaba llegando tarde a una cena. Pero él pensó: «Es realmente cierto que el amor de madre no se parece a ningún otro. ¿Será por esta razón que dicen que madre no hay más que una?».

PERO NI SIQUIERA UNA MADRE PRECAVIDA puede prever lo que puede sucederle a un enfermo del amor cuando se obstina en no reconocer su enfermedad y los sedantes y los somníferos empiezan a salirle por las orejas.

Ni Imperia ni Raúl habían vuelto a saber de Alejandro desde el viernes anterior. El calendario volvía a marcar aquella fecha nefasta, y Raúl, que conocía su significado en su propia soledad, decidió actuar por su cuenta y correr en busca de quien había optado por no buscarle a él. Sin embargo, toda búsqueda resultó inútil. El teléfono del profesor no contestó en todo el día. Imperia desconocía su paradero. Y en los laberintos del Madrid nocturno existían tantas posibilidades que era imposible agotarlas en una sola búsqueda. A no ser que se limitasen al gueto donde alguien como Alejandro, no por ser él sino por ser como era, podía deambular en busca de consuelo, compañía o simplemente evasión. La geografía homosexual del viernes noche. Una geografía que Raúl desconocía por completo y sobre la cual nadie podía orientarle.

Rectificó.

Nadie excepto una persona que, semanas antes, había intentado mostrarle los bares más excitantes de aquel ambiente. Alguien que sólo estaba esperando una llamada suya para complacerle.

Raúl pasó más de media hora colgado del teléfono. Cuando se disponía a hablar con su madre, ya estaba en posesión de los datos que necesitaba.

—¿Has averiguado algo? —preguntó Imperia, sinceramente preocupada.

—He llamado a tu amigo Cesáreo Pinchón. Me ha dado una lista de los bares gay que suele frecuentar Alejandro. Hoy es viernes. No será difícil encontrarle en alguno de ellos…

—Pero no creo que tú debieras ir. O, en todo caso, que te acompañe Cesáreo.

—De ningún modo. Alejandro tiene que verme llegar solo.

—No lo permitiré, Raúl. Todavía eres un niño.

Por toda respuesta, él cogió su chaqueta y las direcciones de los bares. Ni siquiera sonrió al despedirse. Se limitó a decir:

—Ya no soy un niño. Soy un hombre que ama a otro hombre. No me importan nada vuestros juegos, ni tus garras, ni todas esas excusas de la edad. Soy un hombre. Y él tendrá que entender de una vez que también puede serlo.

Imperia le vio salir, decidido, enérgico, sin la menor sofisticación en su atuendo. Sólo sus vaqueros, su chaqueta de cuero y las wambas llenas de extraños colorines.

Pero había dejado en el corazón de su madre una certeza hasta entonces insospechada. Era un hombre que amaba a otro hombre.

¿Era, en efecto, un hombre aquel pobre anormal que la naturaleza había impuesto en su vida como un chiste sin gracia? ¿Era realmente un hombre aquella criatura feliz que la vida le había enviado, hacía apenas dos meses, para que lo utilizara como conejillo de indias, para que ensayase con él su divertido papel de madre?

Ese anormal, ese enfermo, ese invertido demostraba tener más hombría que muchos de los hombres que habían presumido ante ella.

¡Qué hombría tan extraña y, al mismo tiempo, tan hermosa! Raúl no necesitaba demostrarla poniendo los cojones sobre la mesa, como dicen que hacen los machotes; tampoco emborrachándose o proclamando a voces sus conquistas femeninas o corriendo delante de un becerro en los sanfermines. La demostraba arrojándose sin vacilación a los infiernos donde agonizaba la persona a quien más quería. La demostraba dándole la mano, para salvarse a su lado o morir con él, igual que aquellos soldados del Batallón Sagrado cuya invencible fuerza estuvo basada en el magnánimo amor del compañero.

PASÓ DEL SOFISTICADO UNIVERSO DE IMPERIA RAVENTÓS a los sectores más vulgares de la noche del viernes. La chirinola urbana le atrapó entre una desbandada de automóviles aparatosos, multitudes desagradables y luceríos plebeyos. El choque con las fuerzas de la noche le resultaba tan desconcertante que decidió observarlo todo con ojos de turista, pero con la distancia necesaria para aprender en lugar de juzgar. Inició así, con el alma completamente limpia, su exploración de la geografía homosexual a partir de la lista de Cesáreo Pinchón.

Empezó por uno de los bares más concurridos, un subterráneo decorado en negro riguroso, donde se apiñaba una ingente, enloquecida concurrencia masculina repartida entre dos barras distintas. Saltaban y brincaban otros muchos en una pista bombardeada por una música estrepitosa, acribillada por focos de luz verde y roja, que a su vez parpadeaban insistentemente, al son de tantos fragores. En varios rincones brillaban pantallas de televisión de varios tamaños, que emitían actuaciones de los artistas favoritos de aquel público o bien escenas pornográficas retratadas en enormes primeros planos. Pero también había algunos clientes que entraban y salían de una puerta de aspecto sospechoso, y Raúl pensó que tras ella pudiera encontrarse Alejandro, siempre en busca de rincones más íntimos. Al cruzar el umbral, se encontró en un cuartucho completamente oscuro que se le antojó de escasa utilidad, pues ninguno de sus ocupantes podía verse las caras. Pero había varios fantasmas anónimos actuando a la vez, porque sintióse magreado en varias partes de su cuerpo, mientras alguien intentaba, además, bajarle los pantalones. Y, para mayor asombro, otro fantasma depositaba el miembro en sus manos, para que jugase con él a su antojo y discreción. Y al oír intensos gemidos e imprecaciones de carácter decididamente sexual, comprendió para qué servía el cuarto oscuro y regresó corriendo a las luces rojas y fue arrastrado de nuevo por el fragor de la música y por la ola de cuerpos que el local ya era incapaz de contener.

En su búsqueda, se encontró subiendo más escaleras, luego bajando otras, sumiéndose en locales de características parecidas, subterráneos en forma de cuevas, bodegas, fábricas metalúrgicas o túneles ferroviarios; espacios donde se apiñaban cofrades de otras tendencias, adeptos de otras variantes del placer. Así, iba catalogando todas las posibilidades del ligue indiscriminado hasta que fue a dar con un local de más violentas apariencias, una suerte de cárcel donde abundaban los barbudos, los bigotudos, los vestidos de cuero y los adornados con insignias de metal, gorras de policía, cinturones de chapas y hasta alguna cadena. Y hubo uno que mostraba a Raúl el puño apretado, para que supiera lo que podía entrarle en el cuerpo, y otro le amenazaba con un látigo y unas pinzas, por lo cual entendió el niño que allí iban las cosas muy a la brava y volvió a salir corriendo, pero siempre sin juzgar.

¿Cómo podría hacerlo? Poseía la venturosa comprensión de los elegidos. Que cada uno se divierta como quiera, que cada uno obre según las necesidades de su deseo. Que todos busquen su realización donde pueda encontrarla, su placer donde se encierre. Todos sin excepción, pero no Alejandro. No era ese su mundo, aun cuando todavía ignoraba cuál pudiera ser. No podían estar sus sueños en esos emporios de la negrura, el hierro, el corcho sucio, el tejano roto, el sexo en la cámara oscura, la esnifada de coca en el retrete, el clamor de músicas salvajes, anuladoras de la voluntad. Imaginaba que Alejandro se movería entre otros tonos, entre otras luces, bajo otras músicas. Pero todavía era incapaz de precisar en qué consistían ni dónde se hallaban.

Ya empezaba a estar harto de recorrer la estética del cutrerío, cuando la lista de Cesáreo Pinchón le dirigió hacia recintos más sofisticados. Entró en uno que, al parecer, estaba muy de moda. Pasaba por disponer de un público bisexual —una coartada como cualquier otra— y rendía culto al espejismo de la posmodernidad. Tan exclusivo era el local que un guardia, situado a la entrada, se reservaba el derecho de admisión, garantía de rigurosa selectividad. Raúl se vio obligado a esperar que pasaran unos cuantos jovencitos, ataviados con elegantes abrigos, para colarse entre ellos y buscar a toda prisa en el interior, evitando ser descubierto. Podían expulsarle sin explicaciones, por el simple hecho de ser menor de edad, aunque había algunos adolescentes no mayores que él. Pero estos vestían a la última moda y en cambio él había salido de casa hecho un golfillo, contra su costumbre. Pero le gustó sentirse distinto en un ambiente que, paradójicamente, era el que le correspondía por situación social. Allí, los niños-marca alternaban con la intelectualidad dandi; allí, los estudiantes acomodados se convertían en pisaverdes cuyo atuendo respondía a la exaltación de lo último; burguesitos de aire peripuesto se dejaban cortejar por modelos de alto standing, actores de cierta fama e incluso yuppies que aireaban ostentosamente sus primeros triunfos a través del vestuario, aunque procurando no ponerse en excesiva evidencia. Tampoco imaginaba a Alejandro en semejante exhibición de pijerío. Por el contrario, se reafirmaba en la idea de que aquella y no otra era la barra donde debería localizarle a él, si la búsqueda fuese al revés. No quería engañarse pensando que, en el mundo, él era mucho más que un niño pijo.

Pasó por otros locales muy parecidos al anterior y, siguiendo la lista, fue a parar a uno muy íntimo, muy exclusivo, muy enmoquetado y con un pianista que, en otro tiempo, conoció a Celia Gámez y presumía constantemente de ello. En el gueto llamaban a este club «el de las carrozas». Era el último refugio de los homosexuales que formaron la avanzadilla de los años cincuenta; los que aplaudieron los montajes de Luis Escobar, siguieron las borracheras de Ava Lavinia en el Corral de la Morería, soñaron con tomar en Chicote una copa con la crema de la intelectualidad. Los que, después, inauguraron Oliver, donde supo reinar el inolvidable Jorge Fiestas. Los que pensaban que la música se había detenido en las pegadizas melodías de Rodger and Hammerstein, cuyos montajes solían aplaudir en Broadway, cuando sólo una exigua minoría de exquisitos podía permitirse viajar a Nueva York…

¡Entrañable cementerio de elefantes, que guardaba en sus esencias la ternura de un último suspiro y la suave resignación de los fin de race!

Tan ensimismados estaban los clientes en su propia senectud que ni siquiera se molestaron en acechar la irrupción de la carne joven que Raúl representaba. ¿Para qué? Cuando ya todo ha terminado, sólo queda la elegancia de una mirada de admiración, el tributo de un piropo apenas murmurado, el distinguido sarcasmo de un reproche por los años idos. También un patético vaticinio: cuando pasen los años, ese lindo jovencito que hoy es Raúl terminará como ellos, aburriéndose en esta barra, recordando que el esplendor de la carne y la belleza del cuerpo sólo fueron un espejismo pasajero.

Pero Raúl no había empezado siquiera a ser joven y ni por un momento se le ocurrió que aquel pudiera ser, un día, su destino. Como máximo, accedió a reconocer que allí pudiera encontrarse Alejandro de no haberle conocido a él. Y sólo entonces comprendió que, al buscarle, contribuía a mejorarse a sí mismo, porque su búsqueda incluía la desesperada salvación de otro ser humano. Y esto le hacía sentirse maravilloso.

Pero así como había locales donde morían las ballenas, había otros donde prosperaban los cachalotes, las crías recientes pero ya adiestradas, los ofrecidos a las capacidades adquisitivas del mejor postor. Bares de los que suele advertirse que son de chulos pagados; barras pobladas por muchachitos tan jóvenes como Raúl, acaso más, y, como él, vestidos de manera provocativa, si bien mostrando unos rasgos de los que él carecía completamente: una violencia en la mirada, una agresividad en los gestos, un absoluto desencanto en la forma de iniciar una conversación sabiendo de antemano cómo terminaría y cuáles eran los propósitos de todas ellas.

En cada bar preguntaba Raúl dónde quedaba otro bar. Con total imprudencia, se dejó guiar por dos chulitos que le ofrecieron coca y le informaron que se toma por la nariz, lo cual agradeció porque estaba a punto de tomarla por la boca, como si fuese azúcar. Y aunque estornudó en dos ocasiones, encontró muy considerado por parte de los chulitos que se la hubieran ofrecido. Al poco, comprendió que le habían tomado por uno de ellos, ya que le preguntaron cuál era su precio para cotejarlo con los propios. Cuando les comunicó que no era del oficio le reprendieron seriamente, pues consideraron que un niño tan lindo y, además virgen, podía ganar un buen dinero, ya fuese en los bares del chulerío, ya en alguna esquina de Recoletos o bien en los prostíbulos masculinos privados, donde solían acudir tipos con nombre y apellido que, por su situación, no podían dejarse ver en los bares ni en las esquinas nocheras. En agradecimiento por sus informaciones, Raúl les hizo partícipes de sus penas y ellos le comentaron que era absurdo torturarse por un hombre y mucho menos gratis, habiendo en Madrid tantos que pagaban muy bien por un trasero bonito. Pero como sea que Raúl insistía en lo suyo, los chulitos acabaron dándole las direcciones de algunas saunas, por si no encontraba a su amigo en los bares que permanecían abiertos hasta bien entrada la madrugada.

El último club de la ronda presentaba una agradable decoración Belle époque, parecida a los pastiches que se pusieron de moda en los años sesenta de su madre y del propio Alejandro. Contrariamente a otros locales más inclinados a la exaltación del cutrerío, este tenía un cierto toque de calidad, aunque raída, y disponía de palcos laterales donde sentarse a contemplar y ser contemplado, o a intercambiar besos discretos, si era noche de fortuna. También tenía la inevitable pista donde hombres y muchachos de todas clases se retorcían con ritmos modernos o se tornaban sinuosas sílfides cuando empezaban las sevillanas. Y llevaba el bar un nombre muy poético —algo así como Coccinelle—, pero Raúl decidió que debería llamarse «Últimos recursos». Porque allí descubrió por fin a Alejandro, en el más alejado rincón de la barra, ante un gin tonic y con la cabeza fatigosamente apoyada contra la pared forrada de rojo.

Parecía indiferente a cuanto ocurría a su alrededor; completamente ajeno a la asfixia del local, abarrotado hasta los topes. Ni siquiera la bebida le importaba. En las dos horas transcurridas en aquel rincón apenas la había probado.

La irrupción de Raúl encontró a un público propicio y entusiasta. Al instante se vio rodeado por cortejadores que le seguían en su esforzado camino hacia la barra. Sólo al notar el tumulto que rodeaba a su niño, levantó Alejandro la mirada y le descubrió. Fue una expresión de sorpresa, pero de mucho amor. Hasta tal punto se hizo evidente la comunicación entre ambos que uno de los asaltantes le dijo a otro: «Déjale, tú, que el niño está liado».

Raúl esperaba encontrarle decrépito, pero le consideró más atractivo que nunca. Iba mal afeitado, como era su costumbre y vestía de forma muy sencilla: unos pantalones de pana y wambas como él. Estaba, eso sí, muy cansado. Se había quitado las gafas y tenía los ojos enrojecidos.

—¿Cómo se te ocurre presentarte en este sitio? —preguntó—. ¿Has venido a ligar?

—No podría. Te quiero a ti. Y vengo a llevarte conmigo.

—¡Por favor, no me tortures! ¿Por qué no puedes dejarme en paz?

Raúl decidió que en aquella escena le correspondía interpretar al sensato. Aferrando la mano de su amigo, declaró con voz intencionadamente áspera:

—Es tu problema tanto como el mío. ¿No tienes huevos para asumirlo como hago yo?…

—Tú no tienes nada que perder. Yo sólo puedo asumir que, a tu lado, soy un vejestorio. Ya es bastante cruz.

—Pero yo soy un señorito joven a quien le gustan los vejestorios. Y no sólo me gustan. Me enamoro de ellos. Y además, mucho. Y si no me corresponden, me suicido.

Alejandro sonrió a su pesar.

—Pero no te mueres, porque eres un teatrero.

—Porque vienen a salvarme en el último momento. Pero ahora mismo, si me dejasen, me moriría. De hecho, preferiría morirme porque me lo estoy pasando muy mal.

No fingía. No coqueteaba. La inmensa ternura de su mirada marcaba los límites exactos entre la comedia y la vida.

—Me lo estoy pasando fatal, Alejandro. Nunca pensé que pudiera llegar a esto. Además, me siento ridículo. ¡Mandan narices, tío! Te encuentro en un bar de ligue, cuando yo lo que quiero es ligar contigo. ¡Serás capaz de consentir que me vaya a la cama con uno cualquiera, cuando lo que yo quiero es ser tuyo de una vez! ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Es que no estoy bueno?

—Como el pan, niño. Todos esos pueden decirlo. No te quitan los ojos de encima. ¡Y les voy a hostiar si no dejan de mirarte!

Dio un salto hacia el rincón, donde permanecían amontonados los mirones que despertaban su ira. Raúl le detuvo a tiempo. Sin apenas inmutarse, dijo:

—No vas a pegarte con nadie porque no hay motivo. Yo estoy enamorado de ti.

—Eso no me lo creo. Es una de tus fantasías.

—Ahora me estás ofendiendo. No tienes derecho a dudar de mis palabras.

Alejandro escondió la cabeza entre las manos. Seguía con su cansancio, respiraba fatigosamente, su aliento olía a tabaco. Evidentemente, odiaba aquel lugar y, más aún, al hecho de que su amiguito se viese obligado a entrar en él.

De pronto se incorporó, apartándose de la barra con paso vacilante. Cuando se hubo puesto la chaqueta de cuero, agarró a Raúl por la muñeca y le empujó hacia la salida.

—Vámonos. Estoy harto. Llevo tres horas viendo locas. Además, tengo mucho sueño.

Raúl se soltó con igual violencia.

—Yo me quedo. Aquí tengo mucho camino por recorrer.

—¡Tú te vienes!

—¡Tu tía! A mí esta noche me desvirgan como me llamo Pablo.

—No digas tonterías. No estoy de humor.

—Que sí, que me llamo Pablo de segundo nombre y Borja de tercero. Y por los tres nombres te juro que esta noche me estreno…

Buscó a su alrededor hasta descubrir a un joven barbudo, que levantaba el vaso en su honor, al tiempo que le sonreía.

—¡Esta noche me acuesto con el de la barba!

—¿Lo ves como eres un inconsecuente y un frívolo? —gritó Alejandro—. ¿Cómo puedo gustarte yo y al mismo tiempo ese de la barba? Somos completamente distintos. Y, además, es una birria de tío.

—Que no, que está buenísimo. Y, además, le gusto. Así que me voy con él.

—Lo que pasa es que tú eres un puto.

—¿Yo un puto?

—¡De lo más tirado!

—¿Yo?

—¡Tú!

Entre tanto agarrarse y deshacerse, entre tanto amenazarse y retroceder, se encontraron en un rincón más oscuro. Los que hasta entonces los rodearon se iban apartando para dejarles sitio, pero sin dejar de observarlos porque su pelea continuaba siendo muy divertida.

—¿Cómo puedes decirme que soy un puto si nunca me he acostado con nadie?

—Pero estás deseando hacerlo. ¡Estás deseando entregarte al primero que llegue! ¡Puto, más que puto!

Al cabo de veinte minutos discutiendo el mismo insulto, Raúl exclamó:

—Pues atiende: he tenido excelentes maestros. ¡Ya está dicho!

—No vale. Esto lo decía Olivia de Havilland en La heredera.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me acuerdo. La vi de niño. ¡Hará ya cuarenta años que la vi!

—¡Ostras, tú! ¡Qué mal rollo te llevas con lo de la edad!

—¿Cuántos años te faltaban para nacer?

—¡Yo qué sé! Yo quiero ser biólogo, no matemático. Y además, después de esta experiencia, ya estoy hasta las narices de ser gerontófilo. Me voy con el de la barba, que su generación no me coge tan lejos.

—Espera un momento…

—Nanai. Los ancianos con los ancianos. ¿No es eso lo que querías? Pues ya lo has conseguido.

—Te llevo a ver La heredera. De verdad.

—No puede ser. Hace muchos años que han derribado los cines de tu infancia.

—En mi casa, tonto. En vídeo.

—¡Pues anda que está mi cuerpo para vídeos!

Alejandro tomó su cabeza con tal fuerza que el niño temió que quisiera aplastarla. Pero sólo fue para llevárselo hasta otro rincón, casi completamente a oscuras, donde podían permanecer a salvo de la curiosidad ajena.

—A lo mejor sería la manera de no pasar la noche en vela pensando en ti…

—¡Si esto es cierto mereces que te mate!

—… obsesionado, sí, obsesionado al pensar que te estoy penetrando… ¡Calla, no me interrumpas, no me respondas! Los primeros días no podía dormir pensando que te besaba. Ahora no duermo porque ansío poseerte.

—¡Serás imbécil! A ver si resultará que hasta te gusto.

—Me tienes loco. Te has convertido en mi vida. Y lo peor es que te estoy maldiciendo mientras deseo comerte a besos.

—¡Si es así vuelvo a ser gerontófilo!… Pero no debería porque me has ofendido.

—¿Porque sueño que te poseo?

—Porque me has llamado puto.

—Pero en veneciano. ¡Te lo juro! Igual que en los cuadros. Los putti que acompañan a las madonne. Te estaba llamando niño y, al mismo tiempo, ángel. Puedes serlo para mí. Pero también puedes ser mi demonio, y yo tendré que soportarlo porque estoy en tus manos.

La ventaja de los guetos es que permiten a sus habitantes expansiones que el mundo exterior les niega. ¿En qué otro lugar de Madrid podrían besarse un hombre y un adolescente, con besos que iban de la ternura a la avidez, sin temor a la afrenta del escándalo? ¿En qué otro lugar podía Alejandro estrechar al niño contra su pecho, mientras los labios recorrían su rostro, descubriendo cada uno de sus rincones, hasta posarse una y otra vez en el cálido terreno de sus labios?

Sólo en un lugar como aquel podía el discjockey descubrir que le apetecía obsequiar a los clientes con un viejo disco de Judy Garland. Y sólo el concurso definitivo de la fortuna pudo hacer que, además, Judy languideciera en propicia su entrega al amor…

I can’t give you

anything but love, baby

Aquel beso habría sido la envidia de cualquier guionista de melodramas de la Universal. Y Alejandro completó el encanto poniendo en sus palabras el timbre de voz de un doblador de los años cincuenta. Así, recitó al oído de su amado:

—«Cuando en el futuro cuentes esta escena, porque la contarás, ten piedad de mí».

—No vale —exclamó Raúl, riendo—. Esto no es tuyo. Es de Té y simpatía.

—¡Joder, niño! Tienes respuesta para todo…

—Para que veas que te convengo. No escribo poesías, ni teatro, ni ensayo, pero soy un listillo.

—O un arqueólogo. Cuando estrenaron Té y simpatía te faltaban veinte años para nacer. Y yo tenía…

—¡Por Dios, que no te dé el telele otra vez! ¿Olvidas que soy miembro honorario de la generación del vídeo? Gracias a él puedo ser tan antiguo como tú. Todos tus sueños de niño, todos tus ídolos de adolescente, pueden ser los míos cada noche. Puedo ser tan viejecito como tú y, hace dos noches, quise serlo. Estaba solo en casa y puse esta película. Y, al cerrar los ojos, pensaba que tú eras el profesor y yo el alumno y no quise abrir los ojos porque presentía el final y yo quería que todo fuese al revés, como lo sueño cada noche. Que sueño lo mismo que tú: que me estás poseyendo. Y aunque me excita el deseo, también pienso que lo más bonito es que estás dentro de mí y nunca saldrás. Y así, encadenado a ti, no podré dejarte aunque los años me cambien.

—Pero no será como tú piensas. Después de poseerte, el prisionero seré yo. ¡Si lo soy ahora, y sólo te he besado una vez!

Vaciló un instante. De nuevo cerró los ojos, negando con la cabeza sus propias palabras, murmurando repetidamente que aquella situación no podía continuar.

—¿Por qué dudas? —susurraba Raúl—. Yo no puedo vivir de tanto pensar en ti, y tú lo mismo. ¿Tanto te cuesta aceptar que debemos estar juntos? ¡De verdad que los mayores sois la rehostia de la complicación!

Alejandro apoyó la cabeza en su pecho. Y el niño sintió entonces una intensa comunión con su fatiga y le amó todavía más.

—Porque los mayores hemos aprendido a tener miedo. Porque nos han enseñado a desconfiar. Porque no puedo creer que esto pueda sucederme a mí. Y porque, ¡caramba!, eres lo más bonito que me ha ocurrido en toda mi vida.

—Y, además, porque estás muy herido. Porque te han hecho mucho daño.

—¿Es que lo sabes todo, listillo?

—Ahora sé mucho más porque me has besado. Nadie lo había hecho antes. Nunca me habían besado. De verdad. Nunca, nunca.

—Ya sé que te ha gustado.

—Gustarme, sí. Pero es extraño. Tengo como ganas de llorar. Y unos retortijones en la barriga. Y ganas de comer mucha fruta. ¿Esto es el amor o sólo se le parece?

Era el seny catalán llevado a los abismos de la noche madrileña.

GUIADO POR UN SENTIDO PRÁCTICO, sin duda heredado, Raúl decidió que no podía arrojarse al vacío desprovisto de paracaídas. Mientras Alejandro se disponía a pagar la consumición, se deshizo de su abrazo, con una excusa apresurada:

—¡Necesito llamar a mamá ahora mismo! Olvidé completamente que había quedado para cenar con ella y tía Miranda. Ya sabes que se va a Egipto el lunes. Me excuso con las dos y en un momento estoy contigo…

—Atiende… —dijo Alejandro, cogiéndole las dos manos.

Raúl se detuvo. Le oyó decir: «Te quiero». Con gran fervor y por tres veces.

Raúl le acarició la mejilla. Incluso le gustó que raspase un poco. Acto seguido, se abrió paso hacia el sótano, donde se encontraban los lavabos y el teléfono. Saltó los escalones de tres en tres, presa de una alegría que extrovertía en fuertes soplidos y en sonrisas dirigidas a todas partes.

Tanto sonreía, que algunos clientes le tomaron por un vendedor de insinuaciones. No tardó en verse rodeado de ofertas, algunas apetecibles, otras desdeñables. Pero como no quería ser grosero con nadie, se limitó a decir:

—Estoy comprometido, señores. Estoy muy comprometido.

Aquella frase le hizo sentirse rey.

Cuando consiguió cerrar la cabina, que era de estilo londinense, Imperia acababa de descolgar el auricular.

Después de excusarse por haber prescindido de la cena, Raúl vaciló unos instantes. Por fin, se decidió a interrogarle:

—¿Estás sola, mamaíta? Tengo que preguntarte algo muy importante.

—Estoy con Miranda. Así que puedes hablar.

—Mamaíta, ¿a ti te han sodomizado alguna vez?

—Hijo mío, lo encuentro una pregunta de lo más inconveniente.

—Es que Alejandro me lleva por fin a su casa. Pero tengo mucho miedo de quedar mal.

—¿Cómo vas a quedar mal? Tienes un cuerpo precioso.

—¡Mamá, no es por eso! Es que a mí no me han penetrado nunca.

—Alguna vez tiene que ser la primera. Este es el camino que has elegido. Asúmelo. De todos modos, ¿por qué supones que serás tú el pasivo?

—Porque se nota, mamá. Pero también porque lo siento así. Quiero entregarme a él completamente. Pero he oído decir que duele mucho.

—Hijo mío, pareces tonto. ¿Es que nunca has visto vídeos pornográficos?

—Precisamente por eso. Lo que he visto en los vídeos tiene que doler una barbaridad.

—Alejandro sabrá lo que mejor conviene. Espero que se le ocurrirá utilizar un buen lubricante. De todos modos, hay una regla de oro que no falla nunca. Cuando él te posea, tú mantente completamente relajado. ¿Comprendes, hijo?

—Pero, mamá, si me hace daño, ¿cómo voy a relajarme?

—Cuando llegue el momento, no hagas el menor esfuerzo. Mantén completamente dilatado lo que tú sabes. No intentes cerrarte. Si te duele, aguántate. Sólo es un momento. ¿Qué quieres que te diga una madre? Id probando. Tenéis toda la noche por delante.

—Ya que lo dices: ¿me das permiso para no dormir en casa?

—¿A ti qué te parece?

—Me parece que sí; pero yo lo decía para que no tengas la sensación de perder el principio de autoridad.

—Hijo mío, el principio de autoridad lo perdí cuando naciste. En cualquier caso, te recomiendo mucha prudencia. Como Alejandro es tan despistado, recuérdale que se ponga un preservativo, y tú, lo mismo. Que sea de calidad asegurada. No están los tiempos para correr riesgos, ni siquiera con amigos íntimos.

Al colgar, Imperia se dejó invadir por un sentimiento parecido a la nostalgia. No quiso averiguar si era un lejano recuerdo de su primera experiencia o porque, en aquel momento, estaba perdiendo un pedazo de la ternura que Raúl llevó a aquella casa. No tenía tiempo para averiguaciones. Bastantes problemas le estaba dando Miranda Boronat con todas las cosas que debía ver en Egipto, además de las pirámides y las tiendas.

Pero era imposible que toda una Miranda no hubiera escuchado la conversación anterior, de manera que preguntó directamente:

—¿Quién se supone que debe utilizar preservativos, querida?

—Alejandro. Por fin se ha decidido a acostarse con Raúl.

—¡Ya era hora! —exclamó Miranda, con un sincero aplauso—. ¡Qué lento es ese profesor! Si se descuida un poco más, tu hijo le pesca sexagenario.

—Que no te oiga Alejandro. Podrías acabar en urgencias.

—¿Por bromear sobre la edad? Nunca entenderé cómo podéis ser tan exagerados los que habéis pasado de los cuarenta. Si me da horror llegar a los treinta y cinco es, precisamente, por miedo a volverme como vosotros…

—Hace dos años tenías treinta y siete, lo cual era un caso flagrante de impudor teniendo en cuenta que las dos nacimos en 1945. En fin, como no tengo mi calculadora a mano no me apetece echar cuentas… Mientras me desmaquillo, consulta las guías de Egipto que he seleccionado para ti.

La afición de Miranda por el cotilleo le impidió realizar su propósito. De todos modos, lo único que le importaba de Egipto era que se pareciese un poco a Nueva York.

—Debo decirte que no envidio a tu hijo. Yo sé por experiencia lo duro que es someterse al repugnante miembro masculino. ¡Lo que le va a doler, pobrecito!

—Tonterías. Le he contado algunas cosas sobre la relajación.

—Esas cosas deberían enseñarlas en las escuelas. Claro que hasta que los chicos llegan al COU no se puede saber quién querrá ser sodomizado y quién no… Por cierto, ¿tienes champán francés en la nevera?

—Sabes que siempre lo tengo —contestó Imperia, casi ofendida por la pregunta.

—Pues vamos a brindar para que Alejandro acierte al primer bayonetazo.

—La verdad es que me quitaría un peso de encima. Sería la señal de que Raúl ya es todo un hombrecito.

Fue a por el champán. Al regresar, comentaba:

—De todas maneras, los hombres se quejan de todo. Teniendo en cuenta que por una vulgar penetración arman esos jaleos, no sé qué harían si tuviesen que parir como nosotras.

Sonó el corcho, después la cascade, y por fin un brindis sofisticadísimo.

—¡Los que van a morir te saludan! —exclamó Miranda, la copa en alto.

No era el brindis más adecuado para un niño virgen que se disponía a dejar de serlo.

CON LA FIRME VOLUNTAD DE ENFRENTARSE AL AMOR, salieron del local prudentemente abrazados. Ya en el coche, volvieron a besarse durante largo rato, y Raúl dejó caer la cabeza en el hombro de Alejandro y así permanecieron durante un tiempo que ninguno quiso calcular. Después recurrieron de nuevo a la prudencia porque atravesaban las calles cercanas a la Gran Vía y a cada momento veíanse interrumpidos por las masas del jolgorio. Cuando alcanzaron zonas más oscuras y de tránsito menor, Raúl mantenía la mano apretada sobre el brazo libre del conductor y sentía su fuerza y ansiaba que llenase la suya.

Mientras aparcaba, Alejandro iba descubriendo que habían cesado todos los temores y que Raúl se presentaba como un ser mucho más sensato que él. También mucho más libre.

Volvieron a besarse en el ascensor. Siguieron en el rellano. Culminaron en el vestíbulo. Cuando llegaron al dormitorio, ya estaban desnudos.

El amor les descubrió sus espacios más elevados. El amor se despojó de todas sus máscaras para desvelarles el último misterio, ese que los enfrentaba como en el principio de los tiempos. Todas las vacilaciones del preámbulo dieron paso a una inspección paulatina en cuyo curso los cuerpos se descubrían con el asombro y el temor de un nacimiento.

No había método en el asalto del uno y la sumisión del otro. Sólo voluntad de conocimiento mutuo. Surgían vocablos de excitación, gemidos incoherentes, onomatopeyas consagradas a sintetizar todo el vocabulario del amor en un código apto para identificarlos a partir de entonces.

El amado, tendido de bruces, ofrecía al amante las nalgas inquietas, tenues colinas que palpitaban en la necesidad de abrirse completamente mientras aquellas manos que, segundos antes, las habían recorrido con dulzura, las separaban ahora para descubrir el ansiado ingreso a su virginidad, un abismo de paredes tenues, rosadas, entre las cuales Alejandro introdújose la calidez de un beso que hizo aullar al niño con un placer jamás sentido. Y cuando ya el beso del amante había culminado, su pene se volvió intrépido y decidió tomar absoluta posesión de aquel reino que nadie había explorado antes que él.

Apretaba los dientes el amado, se clavaba las uñas en su propia carne, contenía la respiración, ansioso y aterrorizado, porque sabía que el placer del amante exigía su martirio.

Y pedía que, aun siendo el dolor tan atroz, no dejara él de infligírselo, porque era el precio que debía pagar para acceder al supremo nivel de la armonía.

El amante íbase adentrando con toda la dulzura de que era capaz, pero también sufriendo a causa del sufrimiento que estaba obligado a crear. Porque hubo un momento en que la dulzura ya no era posible, y entonces aceleró su ataque, resquebrajando las entrañas del pequeño mártir con ímpetus de guerrero, rasgándolas como si quisiera arrancar la última gota de una sangre que se le ofrecía a guisa de holocausto. Y en una última y definitiva embestida, los cuerpos quedaban pegados, el pecho viril contra la espalda núbil, el poder contra la suavidad, todo unido a todo.

YA LOS SENTIDOS NAVEGABAN en un letargo suave, parecido a una eternidad; ya el orden y la lentitud sustituían al combate y, en este segundo único, ambos sintieron que el mundo entero les recorría la espalda hasta llegar al cerebro, donde estalló el mundo.

Aullaron, entonces, repitiendo en inarmónico delirio todas las consignas del amor.

Cayeron, colmados y exhaustos, el amado en forma de cruz, el rostro hacia el cielo; el amante de bruces, junto a su cuerpo y no sobre él, porque ahora sólo aspiraba a contemplarle, sólo quería asimilar toda la geografía exterior de aquel mundo que acababa de invadir.

La naturaleza accedió a hacer más bello el instante, favoreciendo que el nuevo día enviase sobre aquel lecho una suerte de revelación. Al contemplar ahora a su amado bajo el tenue rosicler del alba, supo Alejandro que por fin había venido la belleza a visitarle. Y sintió deseos de llorar.

Los labios del niño, tan mordidos, tan devorados, musitaban palabras de amor que, en su incoherencia, anunciaban una sinceridad estremecedora. De la entrega del cuerpo, del supremo sacrificio en el dolor, surgían lentamente declaraciones del alma, después, onomatopeyas incomprensibles, pero emitidas con tan dulces vibraciones que el amante descubría en ellas una oleada de devoción.

Y en los ojos aletargados del amado y en el sesgo de sus labios, entreabiertos en una zona de melancolía sobrenatural, había algo que le estaba elevando más allá de la vida, algo que estuvo buscando desde siempre, desde que él mismo era un niño e imploraba el amor de sus compañeros, desde que era un hijo e intentaba hallarlo en su padre, desde que era un ser indefenso y quiso encontrarlo en el supremo refugio de Dios…

¡Era eso! ¡Por fin era eso!

Aquel niño se parecía a Dios. Cualquiera que fuese la definición de Dios en cualquier rincón de la infinitud del alma humana, tenía que llamarse Raúl. No había la menor retórica en el descubrimiento de la absoluta divinidad del amado. Era el dios que se consagra a la celebración del amor y padece agonía por él; el dios que resucita de la agonía para entregarse con más amor aún. Y aquel dios no escondía su forma, como en las añagazas de las falsas religiones. Aquel dios tenía un cuerpo que se hacía visible, se le entregaba, sufría por él antes de acceder a la armonía del placer compartido.

Dios era aquella piel, aquellos miembros donde quiso autocrearse, depositando las más elevadas perfecciones de la fe.

¿Cómo podía existir algo tan delicado, un fulgor tan nuevo, con una calidez reciente y aun más encendida? Era como si el mancebo se encogiese hasta adquirir las dimensiones minúsculas de un ser que estaba naciendo sólo para el amor. Las delicadas curvas de aquel cuerpecillo —ya no un cuerpo, un cuerpecillo— creaban una visión perfecta, equilibrada, rotunda y etérea al mismo tiempo. La piel que el amante recorría con labios temblorosos emanaba bajo la luz del alba tonalidades diáfanas, tan próximas a lo inefable que despertaban en su espíritu la emoción de las obras de arte a las que durante tantos años rindió culto.

Y Raúl abrió los ojos y le miró como un agonizante que, en la agonía, hallaba su primera felicidad…

—Estoy muy enamorado de ti, Alejandro. No me hagas daño, por favor. No me dejes nunca.

¡Y era él quien lo decía! ¡Él quien suplicaba!

Aquel niño era un milagro.

Le besó las manos. No sabía Alejandro si era el amor quien le empujaba a hacerlo o sólo el agradecimiento. Pero con cada beso le entregaba un contrato para la eternidad. Besó su pecho con una lentitud religiosa, sobrecargada de dulzura. Comprendió entonces Raúl su obligación de convertirse en santuario, de hacer que sus puertas nunca se cerrasen, de que su fuego sagrado no llegase a apagarse jamás. ¿Qué sería él sin ese adorador enloquecido que le exaltaba y al mismo tiempo se humillaba ante él para encumbrarle?

Volvió a entregarse, esta vez de frente, con las piernas abiertas, pudiendo así contemplar el cuerpo del amante mientras volvía a poseerle. Reveló el niño una torpeza todavía más cómica que la primera vez. Pero en la inmensa dicha que le acometía, el amante acogió como un regalo divino la inexperencia de aquel pequeño ser, su ineptitud ante el sexo, su impericia total, capaz de convertir la penetración en un acto de tremenda dificultad para ambos.

¡Divina torpeza! ¿Era este un atributo de la virginidad o del ansia con que la virginidad espera morir de una vez? Era el ansia con que la virginidad, al morir, suplica el adiestramiento en los supremos gestos del amor. Y el amante sintióse henchido de orgullo porque sabía que sólo él quedaba encargado de enseñárselos.

Se arrodilló para adorarle. Comparado con Raúl, todo era caduco; comparado con su amor, todo era una farsa. Y su belleza iba mucho más allá de la del mundo porque era algo que alcanzaba las elevadas esferas de la Idea y a los secretos recintos del Ideal.

En nombre de ambos, se oyó decir Alejandro:

—Dondequiera que yo vaya siempre estarás tú. Me darás el valor para protegerte siempre. Me darás el coraje para ser cada día más sabio, porque quiero ser todos los sabios en uno para enseñarte la belleza del mundo.

Recobraban el sabor de los besos. Pero ahora eran leves, lentos, casi insustanciales.

—¿No volverás a insistir en lo de los cuarenta y nueve años?

—Desde ahora los pongo en tus manos. Dispon de ellos. Para ensalzarme o para destruirme. ¡Qué más me da!

—Yo te doy los míos. Sólo son dieciséis. ¿Lo ves? Sales perdiendo tú.

¡Aquel niño continuaba siendo un milagro!

AMANECÍA EL SÁBADO y ninguno de los dos se encontraba solo. Tenían ante sí el fin de semana, pero ya no asustaba. Todo lo contrario. Faltarían horas para contener los recientes descubrimientos; sería necesario robar un minuto más al reloj, un segundo más al tiempo, un suspiro más a la vida.

Así empieza el fin de semana de los amantes nuevos.

Al abrir los ojos, se descubre la permanencia de un ser humano donde antes sólo hubo presencias de una hora. Es, el del amado, un cuerpo que ya no arde ni intranquiliza, antes bien entibia y serena como el dulce rescoldo de un fuego de invierno, que acompaña y, al mismo tiempo, protege de las inclemencias que se anuncian al otro lado de la ventana.

En este sábado del amor —cuando antes fue de la soledad— hay un tiempo para jugar en la cama, para entregarse a travesuras limpias, inocentes, baladíes; así el niño y el adulto coinciden en el punto de la locura irreprimible. Almohadas por el aire, peleas entre las sábanas retorcidas, persecuciones por la alcoba, arrojándose ropa, zapatos y libros; riendo como dos orates hasta llegar a la ducha. Y allí continúa el juego, brincando en la sorpresa del agua compartida, abrazándose primero con ternura, después con furia; enjabonándose mutuamente, encerrándose en el abrazo que conlleva una provocación destinada a crear nuevos delirios.

Sigue la complicidad en el desayuno preparado a medias. Después, al levantar su zumo preferido, el niño brinda por el no-cumpleaños del amante. Este, que tiene alma de niño, se encabriola también, y canta con el amado la vieja canción de Alicia cuando llegó a aquel país maravilloso donde quedaron encerrados para siempre los sueños de tantos veranos idos.

De nuevo en el lecho, sólo aspiran a mirarse fijamente, los ojos en los ojos, las manos unidas, sonriéndose como dos felices idiotas que han decidido desterrar a la razón de sus dominios. En un momento fatal, el niño repara en lo avanzado de la hora. ¡Acaba de acordarse de la película del sábado! Salta de la cama y, armado con el mando a distancia, se acurruca delante del televisor, mientras el amante, ávido de paternidad, rodea su cuerpecillo con los brazos y permite que recline la cabeza sobre su pecho.

Esa hora del cine de sobremesa es, por fin, una hora feliz, por compartida. ¡Qué gran cosa para Alejandro redescubrir las aventuras del gallardo Errol o los romances del gentil Tyrone, mientras soporta contra su pecho una cabecita que descubre por primera vez a aquellos héroes de tantas infancias! Es la Edad Media, es un galeón pirata, es un destartalado saloon del salvaje Oeste. Alejandro vio la película hace veinte años, acaso treinta, cuando tenía la edad de Raúl y estaba tan lleno de sueños como él. Es la misma película que, hace sólo unas horas, le hubiera horrorizado revisar y que, ahora, ya no le asusta porque ese niño está con él, dispuesto a protegerle de todos los fantasmas del pasado.

El pasado, antes temible, se convierte en una ofrenda prodigiosa, que el amante ansia depositar ante su nuevo altar. La vieja película se convierte en arma, porque la aprendió en otro tiempo sólo para enseñársela ahora a su niño, plano a plano. Igual ocurre con los rostros y nombres de las grandes estrellas que alegraron su adolescencia; ídolos que han envejecido o han muerto y, esta tarde, resucitan para el adorable renacuajo que disfruta lo indecible con esa resurrección. Y el amante, lejos de rebajarse a causa de su edad, se confirma ante sus ojos con el prestigio de la sabiduría largo tiempo acumulada. La que empezó a acumular, ávidamente, cuando tenía la edad de Raúl.

¡Cuánta vida ha volado desde sus dieciséis años! ¡Cuánta vida, abierta aquí como una flor que el niño toma entre sus manos, con tanta dulzura, mientras él se complace imaginando que así tomaban el elixir de loto aquellos ávidos habitantes de la isla de Calipso, donde Odiseo acudió a amar! Ese niño es el más ávido de todos los lotófagos y el más simpático también. No para de reír, como si cada cosa fuese motivo de ensalmo y causa de descubrimiento. El amante, sólo experto en sábados fúnebres, despierta ante este caudal de risa limpia que va llenando el apartamento, que se posa sobre sus viejos recuerdos, sobre los fantasmas de una sabiduría que ya no le pesa, que está ansiando recuperar para ofrecérsela a ese amado milagroso en quien encuentra, además, al hijo que lo está esperando todo de él.

Diría Alejandro que por fin es feliz; pero, si el miedo ha dejado de existir, todavía late un último pudor en la abierta manifestación de la dicha. Esos reparos a parecer cursi, esos temores a que las palabras resulten anticuadas, ese sospechar que la grandeza pueda ser tomada por remilgo…

¿Por qué no puede la felicidad gritar su nombre? El cortejo de instantes que se van desflorando, caudal de asombros mutuos, maravillas recíprocas, ¿por qué ha de permanecer oculto bajo eufemismos incapaces de alcanzar la magnitud de las palabras cuyo poder ocultan? Caen ya las máscaras, caen para convertirse en ventaja, porque el pudor era el último fantasma de la ridiculez. Las palabras recobran su magnificencia y, al hacerlo, empiezan a repetirse, gozosas de su propio eco. Es como si hubieran enloquecido de tanta repetición. En las obsoletas conversaciones de estas horas, las palabras usadas y abusadas interrumpen el libre discurso, se introducen sin el menor respeto, proclaman abiertamente su delirante alegría. «Te quiero, te quiero, te quiero». ¿Puede haber un discurso más ridículo cuando irrumpe en la audición de un disco, en plena película, a la mitad del almuerzo improvisado? Esa declaración proclamada como un salmo va llenando el sábado y, cuando cesa, los amantes continúan embebidos en la propia contemplación, se acarician tímidamente, porque saben que el contacto todavía no es familiar; retienen largo rato la mirada porque han pasado demasiados años sin conocer los ojos del otro; porque urge recobrar todo el tiempo que se perdió en tantos ojos inútiles.

¡Bendito sea el sábado del amante!

El amado está aprendiendo a comprender sus pertenencias. Se acerca a los libros, a las fotos, a los discos; lo acaricia todo, aprende a quererlo todo porque sabe que a partir de ahora las cosas del amante serán su mundo y llenarán su vida. ¿Qué duración tendrá esta vida que es, precisamente, la vida del amor? Mejor es no saberlo. Del mismo modo que el sábado del amante no tiene reloj, el plazo del amado no tiene calendario. ¡Él espera tanto de ese mundo que se le abre lleno de misterios! ¡Él está dispuesto a recibir tantas cosas, está pidiendo a gritos tantos instantes nuevos, suplicando desde su absoluta virginidad tantas lluvias de experiencias!… Él es torpe en el sexo, torpe en la sabiduría, torpe en las palabras, pero posee algo que el amante nunca podrá comprar: esa ansia con la que le pide todas las cosas del mundo, esa feraz devoción con la que está dispuesto a devolver la mínima ofrenda, ese último, insuperable, mágico asombro con que se entrega a todas las maravillas que todavía está por conocer.

¡Bendito sea, entonces, el domingo del amado!

Ese domingo surgido del delirio que provocó el encuentro de las almas se parece al principio de la Creación. Así tuvo que nacer el mundo, así surgiría del imprevisto aliento de Dios. Sobre el infinito espacio que estaba reclamando a gritos el derecho a la vida, el asombro de la divinidad se partió en dos, fue entregado a dos para que, al mirarse, por fin creados, se asombrasen todavía más.

Y así, los que no tenemos aquel sábado, los que no podemos esperar ese domingo, navegamos lentamente, indiferentemente, hacia la muerte del espíritu.

CUANDO YA EL DOMINGO TERMINABA, habían decidido su futuro. A los acordes de una de esas óperas de Händel que los ingleses se sacan del arcón cada seis meses, el apartamento de Alejandro fue debidamente reestructurado para recibir a su amiguito. Cabían perfectamente dos y hasta tres estudios. Casi no era necesario modificar nada, porque los muebles de Alejandro —casi todos de anticuario— encajaban maravillosamente con el gusto de Raúl. Hemos visto, además, que el profesor era tan ordenado como el niño, de modo que todo el papeleo sobrante —en especial revistas y publicaciones amontonadas durante años— podía ser retirado en pocas horas, y siempre en orden. Había, además, dos habitaciones destinadas a huéspedes y que sólo estaban esperando adecuarse a las necesidades de Raúl. Para disponer de más espacio podían guardar las camas en el desván. ¿Para qué conservarlas, si en la de Alejandro cabían todos los mundos que estaban creando sobre la marcha?

Circular por Madrid se había puesto difícil en las últimas horas. Los ausentes del fin de semana regresaban en masa para infernar las calles, hasta entonces tan pacíficas. En la larga espera ante un semáforo, Raúl encendió un cigarrillo a su amante. No pudo reprimir una sonrisa de melancolía, al comentar:

—Cuando mamá sepa que me voy de casa respirará tranquila. Nunca aprobó el tono de intimidad que yo quería dar a mi altillo.

Pero era lícito suponer que a mamá le dolería. Por lo menos un poquito.

La encontraron trabajando en el nuevo vestuario de Álvaro Montalbán. Estaba sentada en el suelo, magnífica en su bata rojo burdeos, fumando sin demasiada pasión y con Art Tatum dándole al piano. A su alrededor, abiertas de par en par, las últimas revistas de moda masculina compradas pocas horas antes en el Vips de Velázquez.

A Raúl le pareció descubrir un sesgo de tristeza en el rostro de su madre. Corrió a besarla con una expresión tan exultante que ella comprendió el éxito total de su primer fin de semana fuera de casa.

—¿Qué te pasa, mamá? Tienes cara de traumadísima…

—Nada especial. Por un momento me he encontrado extraña eligiendo modelos…

—¿Por ser ropa de hombre?

—Porque es un vestuario primaveral. Porque dentro de pocos días habrá pasado otro invierno, con tantas cosas dentro. Y también porque el buen jazz me pone triste…

Raúl se arrodilló junto a ella. Le contó todas las novedades. Ella sonrió ligeramente, con la sonrisa Espert, que es la de las esfinges, mientras se apartaba ligeramente la melena Anouk, que era la de los enigmas.

—¿Vas a pedirme permiso para irte a vivir con este loco?

Raúl asintió con la cabeza. Nada en su expresión anunciaba el menor complejo. Y aquella naturalidad hizo reír a su madre, sin ningún protocolo.

—Tendré que decirle a Susanita Concorde que te envíe todos los floripondios que tenía pensado para el altillo… ¿Cuándo quieres irte?

—¿Puede ser hoy? —preguntó Raúl, con ansiedad.

Ella le besó en la frente. Y Alejandro la consideró sincera.

—Ve a por tus cosas. Me harás un favor. Espero invitados para la próxima semana.

—¿A quién esperas, mamá?

Ella volvió a reír ante su prodigiosa ingenuidad.

—¿Qué dirías de Kirsten Flagstad o Birgit Nilsson?

—Lo aprobaría. De todos modos, las wagnerianas me dan un poco de grima; así que me largo como tenía planeado, antes de que me arreen un walkiriazo. ¡Voy a por mis cosas!

Cuando quedaron solos, Alejandro afectó una reverencia no exenta de comicidad intencionada.

—Tengo el honor de pe/dirte la mano de tu hijo.

Ella sonrió, no sin melancolía.

—No sé qué decirte. ¿De qué dote dispones?

—De los libros que he leído, las películas que he visto, los paisajes que he asimilado y la música que amo. No encontrarás a nadie que disponga de una dote mejor. Así que concédeme de una vez la mano de tu hijo.

—Te la concedo de todo corazón. Pero ten cuidado. ¡Piensa que es menor de edad!

—¡A buena hora me lo recuerdas, tía cínica!…

Rieron juntos. Al cabo de unas horas, Raúl había llenado el coche de Alejandro con sus cosas y ambos partían hacia el Ideal.

ENTONCES IMPERIA SINTIÓ UN VACÍO, acompañado por una extraña sensación de incertidumbre. Acostumbrada a vivir sola durante tantos años, no podía atribuir aquel sentimiento a la soledad. Si acaso, al hecho de que acababa de cortarse un hábito al que se estaba acostumbrando, después de haberle temido tanto. El hábito se llamaba Raúl y, durante el tiempo que duró, no carecía de encanto. Nunca pensó que sólo duraría dos meses. Recibirle, aceptarle, quererle y echarle en falta. Todo un récord.

Le costó dormirse. Seguía triste al pensar que la habitación de Raúl estaba vacía. La explicación seguía siendo la misma, pero sabía que se presentaba como una evidencia demasiado incómoda. La realidad era otra. Al contemplar a Raúl y Alejandro acababa de ver tan de cerca la verdadera vida que lamentaba no disponer de ella desde los tiempos de una ya lejano primer amor. No la entristecía tanto la ausencia de su hijo como la comprobación de que la felicidad existe, que se aparece bajo las manifestaciones más pintorescas y que, en última instancia, ella no la había alcanzado.

Si la felicidad o cualquiera de sus sucedáneos podía ser aquel encuentro entre Alejandro y Raúl, era evidente que el suyo con Álvaro Montalbán distaba mucho de parecérsele.

A la mañana siguiente, intentó relajarse en manos de la esteticista. Le pidió que exigiese a la lupa más atención que de costumbre. Dolly, que tal era el nombre que se daba aquella obrera de Venus, la acusó de haber dormido poco en los últimos días. Las bolsas bajo los ojos y la hinchazón de los párpados delataban un cansancio que a Imperia nunca le había sido excesivamente perjudicial. Ni siquiera en sus épocas de mayor estrés. Señal de que, en aquella ocasión, aparecía alguna preocupación especial. «Mal de amores, que no lo cura el láser», pensó Dolly, sin atreverse a entrar en más confidencias, pese a la inclinación de las amables esteticistas por transformarse en confesoras de sus pacientes. En aquel caso, Dolly tenía más causas de alarma. De la comisura de los labios empezaban a bajar unas estrías comprometedoras. Y, para colmo de males, en el cuello estaba haciendo progresos la flaccidez.

Imperia no era de las que se engañaban a sí mismas. Al notar los intentos de disimulo de su esteticista, llegó al extremo de preguntar directamente:

—¿Crees que debería estirarme?

La otra contestó con la consigna de siempre: todavía no era el momento. Sin embargo, en aquella ocasión añadió otra frase que Imperia consideró motivo de alarma: «Ya que hablamos de ello, también es cierto que, a tu edad, nunca está de más un buen retoque. Para darle al rostro un aspecto más relajado, no pienses otra cosa».

Dolly se percató de que había arrancado una nota disonante en el diapasón, casi siempre seguro, de la Raventós. Improvisó una mentira piadosa:

—Claro que siempre podemos solucionarlo con unas pinchaditas de colágeno…

—Una pizca en esta arruguita, otra en esa estría…

—¡Pincha a fondo! —exclamó Imperia, con dureza—. Pincha hasta el hueso, si es necesario.

Pero lo importante era que la pregunta fatal ya estaba formulada. ¿Y por qué? Porque se había sentido un tanto ajada en relación al cuerpo de Álvaro Montalbán. No había otra explicación. Al mismo tiempo, no existía otro reproche. Caía en la misma trampa que Cristinita Calvo y todas aquellas que abandonaban su autoestima para basar su comportamiento y sus angustias en función de un hombre.

Ya instalada en la oficina, solicitó comunicar urgentemente con Álvaro Montalbán. Apenas había hablado con él durante la semana y no le veía desde dos noches después del día de Reyes. Nombre este que recordaba por un doble motivo: fue la última vez que hicieron el amor y la cena que Álvaro pasó comentando con excepcional entusiasmo la entrevista de Reyes del Río. Nada anormal, por cierto. Era bueno que Álvaro se familiarizase con el estilo de Rosa Marconi, ya que en fecha próxima sería uno de sus invitados. Su carta de presentación a la opinión pública, cualquiera que fuese el valor de la misma.

Tampoco encontró Imperia anormal que, en su última noche de amor, tuviesen que alternar los besos con una retransmisión deportiva. Había sido la tónica general de muchos de sus encierros en el apartamento de Álvaro. El sexo y los campeonatos de Liga. Algo que Imperia habría considerado anormal en otros tiempos, pero que últimamente se convertía en el precio que debía pagar para retener el cuerpo de su amante. Normalidad absoluta de lo mediocre.

La llamada de la secretaria Merche Pili a la secretaria Marisa conllevó una nueva decepción: don Álvaro estaría reunido hasta la hora del almuerzo. Después tenía un compromiso. Por la tarde, nuevas reuniones.

Imperia recibió la noticia dando un puñetazo sobre la mesa.

TENÍA QUE VER A EME ELE. Ciertos asuntos sobre el próximo recital de Reyes del Río estaban pendientes de aprobación. O acaso habían quedado pospuestos por la urgencia que estaba tomando en su vida todo lo referente al dossier de Álvaro Montalbán. Especialmente en el apartado referido a las carencias. Las suyas, que no las de él.

La sorprendió encontrar a Eme Ele haciendo pajaritas de papel. En un hombre tan enemigo de perder el tiempo, aquella actividad exclusivamente placentera se parecía a una renuncia. Mucho más cuando abordaba su tarea con expresión de extrema gravedad, y la mirada perdida hacia algún lugar del despacho. Por lo demás, era el de siempre. Se había quitado la chaqueta y lucía una habitual camisa a rayas, tirantes ingleses y corbata de seda. Ninguna aportación especial, salvo la tristeza.

Mientras ella se esforzaba en demostrarle los adelantos de la folklórica y la progresiva puesta al día de su imagen él continuaba abstraído en sus pajaritas. De pronto, la interrumpió:

—¿Qué sabes de mi mujer? Sé que os habéis visto últimamente. Tienes más suerte que yo.

—Ya que me lo preguntas, almuerzo hoy con ella. Tenemos la reunión de las M. P. A. —Ante la mirada perpleja del otro, aclaró—: Es una especie de club que hemos dado en llamarlo Mujeres Profesionales Airadas. Cuenta entre sus miembros a algunas profesionales que tú conoces. Las más destacadas entre las que decidimos hacer el trabajo de los hombres sin pensar en que, no por hacéroslo, nos libraríamos de soportaros.

Él se encogió de hombros. Ni siquiera proclamó la marca de su corbata. Se abstuvo de precisar si los zapatos eran ingleses o italianos. Evidentemente, estaba muy grave.

—Así que Adela es mujer airada. No me extraña. Con tal de comprometerme es capaz de todo.

—No veo en qué podría comprometerte. Nunca fue mujer de aventuras. Y si lo fuese, estaría en su derecho. No haría más que devolverte la afrenta.

—No me vengas con moderneces. Para la imagen de un empresario resulta fatal que los demás sepan que su mujer no va a la una con él… —Calló un instante.

Imperia le miraba fijamente. No era la suya una actitud que ella estuviese preparada para comprender.

Dado el carácter del jefe, encontró más normal que, de repente, empezase a estrujar sus pajaritas de papel. Entonces, mirándola con expresión iracunda, exclamó:

—De todos modos, no tardará en saberse. Te anticipo la noticia: esa estúpida pretende dejarme.

—¿Te coge de nuevas?

—Me coge desolado. Yo la quiero.

—Eso está muy bien. Seguro que le encantará saberlo.

—No me gusta tu tono, Imperia —exclamó él, irritado—. No me gusta en absoluto.

Ella no se inmutó:

—Puedes despedirme. Eres mi jefe. Eres Eme Ele. Despídeme. Después, te vas a llorar en brazos de Adela. No te lo agradecerá. Le robarás el tiempo que necesita para escribir su artículo. En cualquier caso, puedes recurrir a Rocío. Ella dispondrá de más tiempo para escucharte. No tiene otra cosa que hacer que comprarse pieles, esquiar y jugar al adulterio alternándolo con el paddle.

Eme Ele intentó exhibir un poco de su ingenio habitual.

—Despedir a alguien que sabe tanto de uno es peligroso. También lo es prescindir de un buen camarada. Y tú lo eres, qué duda cabe. Sólo ante ti no tengo rubor en confesar que no puedo vivir sin Adela. Para ser más exactos: ni puedo ni quiero.

Imperia encendió un cigarrillo, sin molestarse en contestarle. Tampoco él se molestó en repetir que la imagen de una mujer fumando era mala para los clientes americanos. Ya le gustaría a él ver cómo reaccionaba un yuppie de Boston ante una esposa que se las daba de moderna mientras vivía acorde a los atavismos de una típica hembra hispana. La confusión total. El caos que se había adueñado de las costumbres.

—Tú sabes que, a mi lado, nunca le ha faltado nada. Ni siquiera tenía necesidad de trabajar. Si se metió en el periódico, fue porque quiso.

—No te atrevas a decirme que la culpa la tiene el trabajo de Adela. No me lo digas, porque podría estrangularte.

—Debería estrangularme yo mismo. Al fin y al cabo, fui yo quien llamó personalmente a Ele Erre pidiéndole que le confiara la crítica de arte. He cavado mi propia tumba.

Ella le miró con abierto desprecio:

—A cada cosa que dices te rebajas más ante mí. ¡Ahora resulta que una excelente conocedora de arte como Adela no podría salir a flote sin la influencia de su maridito, que ni siquiera ha oído hablar de Jackson Pollak! Mereces que Adela no vuelva a mirarte en su vida. Pero no te preocupes, no estarás solo. Tienes a tu Otra permanentemente desocupada.

—Sabes que no es lo mismo. Yo nunca dejaré a Adela por Rocío.

—Me sé el rollo. Rocío tampoco dejaría a su marido por ti. Se lo oí decir a ella misma.

Imperia se disponía a salir. Pretextó exceso de trabajo. Lo cierto es que no soportaba seguir escuchando a un hombre que le recordaba a su exmarido. Como suele sucederle a muchas separadas, sabía encontrar rastros de su fracaso en la caída de los demás. Y las palabras eran las mismas, en una situación que sólo un experto podía considerar distinta.

—Hazme un favor. Dile que no me deje. Estoy dispuesto a suplicarle. Estoy dispuesto a ceder en lo que ella quiera.

Contemplado desde la puerta, ofrecía la imagen de un pobre miedica. ¡Era tan poca cosa, con sus camisas de seda, sus mecheros de oro, sus zapatos italianos y sus tirantes londinenses! Todo era símbolo de una mediocridad que se manifestaba en el miedo.

Y a veces el miedo es uno de los alcahuetes preferidos de la mediocridad que no se atreve a decir su nombre.

LA LIGA DE MUJERES PROFESIONALES AIRADAS, como la había bautizado Silvina Manrique, en un rasgo de supremo humor, se reunía cada quince días en uno de los comedores privados de un hotel de gran lujo; un hotel conocido por las continuas citas de personajes de las finanzas, altos directivos de los medios de difusión o jefes de partidos políticos que debían discutir sus alianzas con cierto sabor a secreto. Aunque resultasen, al final, secretos a voces.

Imperia no estaba demasiado dispuesta al intercambio social, ni siquiera a la intriga. Deseó que aquel día el hotel de los grandes encuentros estuviese poco concurrido. Claro que una mujer no debe confiarse. Por si acaso, se puso un traje de chaqueta Saint-Laurent, zapatos Kellian y el visón falso, de ecologista, por si algún alocado arremetía a golpes de spray, en defensa de los derechos de las focas.

Hizo bien en vestirse a tono, pues, con sólo llegar al hotel, se encontró a Cesáreo Pinchón, que estaba empeñado en repartir instrucciones a dos fotógrafos, aparentemente novatos. El cronista social parecía un figurín: maxiabrigo con solapas de terciopelo, guantes y sombrero. Al verle tan elegante, Imperia estuvo a punto de preguntarle con quién almorzaba. Se abstuvo. Olvidaba que era su estilo. Podría estar trabajando en una fragua o herrando caballos en una forja del camino, pero siempre iría irreprochablemente vestido.

¿Dónde habría dejado a Mirco y Gianni, sus fotógrafos habituales?

—Les tengo de guardia permanente ante la puerta de Paloma Bodegón. Cualquier salida de esa pedorra está vendida de antemano. Esperamos que, de un momento a otro, vaya a visitarla su play boy italiano o su actorcillo yanqui, que con los dos se entiende. Así que tengo a Mirco y a Gianni vigilando a la Bodegón las veinticuatro horas del día. A esos dos muchachos, que son nuevos y, como puedes ver, guapísimos, los dejo aquí, de guardia, por si sale quien tú sabes acompañado de quien ya conoces.

—¿No esperarás que una pareja de adúlteros famosos se presenten a almorzar a plena luz del día?

—Se de muy buena tinta que están encerrados en una de las suites desde anoche. Llegaron de madrugada y todavía no han salido. Intentaremos sorprenderlos cuando lo hagan.

—Me pregunto cómo puedes conocer con tanta precisión el horario de adulterio de todos los banqueros de Madrid.

—Tesoro, un hotel tiene muchos empleados. Siempre hay algún jovencito a quien le gusta la coca. Y entre todos los artículos que han bajado de precio en este país no se encuentra la coca, que yo sepa. Un regalo apropiado al muchachito oportuno abren puertas a la información. A propos: has cambiado de perfume. ¿No era Opium?

—Ahora es París.

—Me gusta. El abrigo, precioso. Un solo reproche: en días como hoy, te aconsejaría gafas oscuras. Esas ojeras delatan lo que no debieran. ¿Almuerzas con tus chicas? Dales mi amor. Y, si oyen algún chisme, que me llamen. Compro todo.

Le dejó, un poco fastidiada por el comentario sobre las ojeras. No era el día idóneo para recibirlo.

EN EL VESTÍBULO, se encontró con otro grupo de mujeres que también celebraban su almuerzo quincenal en uno de los comedores privados de la planta alta. Se trataba de las que se dedicaban a la crónica política en distintos medios de difusión. Solían celebrar encuentros para intercambiarse puntos de vista, o bien organizaban almuerzos en torno a alguna figura, siempre de partidos distintos, a la que asaeteaban a preguntas desde sus posiciones también radicalmente distintas. Según le dijo Chonita Murales, la de la radio más o menos nacional, aquel día tenían a una especie de diputada comunista llamada Pravda Zumalacárregui. Otra periodista, Patty Landeros, aseguró que la Pravda ofrecía un gran interés histórico y humanitario: fue ella, y sólo ella, quien evitó en un rescate de último minuto que la Pasionaria cruzase el control de seguridad del aeropuerto con el marcapasos puesto.

Mientras escuchaba otras hazañas de la diputada, Imperia sintióse poseída por un impulsivo deseo de comunicar con Álvaro. Se lo impidió la llegada en masa de las otras mujeres de la información política y desinteresada.

Besó a Rosa Marconi, que iba muy de esport, casi de exploradora, con una estudiada pobreza marca Sapristi. Respondía a su eslogan: vital, rauda, siempre en acción. En otras palabras: Action is where Marconi goes. Impuso, como siempre, su propio tema. El ranking de audiencia. No cabía la menor duda: su espacio estaba al rojo vivo. El más visto, el más elogiado, el más deseado, el que tenía más publicidad…, era el espacio.

—¿Has leído la prensa de los últimos días? Tu Reyes del Río, un impacto. Tus preguntas apropiadísimas. Casi podrías ocupar mi sitio.

—Sin el casi —contestó Imperia, apáticamente—. Diles a tus jefes que me preparen un programa de cocina. Pronto estaré en disposición de contar a todas las marujas de España lo que se necesita para ser una perfecta, fiel y segura ama de casa…

—Siempre estás de buen humor. Eres envidiable. Por cierto, prepárame a tu ejecutivo. Quiero sacarle en el último programa. Si es tan guapo como aseguran, dejaremos un buen tema de conversación de cara al verano.

Entraban ya en el vestíbulo algunos miembros de las Mujeres Profesionales Airadas. Imperia aprovechó su llegada para despedirse:

—Me voy con mis chicas; tú, con las tuyas. Llámame para contarme los disparates que prepara el gobierno. Te quiero.

—Te llamaré y almorzamos. Love.

Imperia le sonrió con desenvoltura, pero sin ganas. Estaba muy triste.

La primera en notarlo fue Silvina Manrique, que se le colgó del brazo, haciendo tintinear un sinfín de colgajos parisinos, todos de exquisito gusto. No era extraño. La Manrique era una argentina muy chic, muy de champán y martas cibellinas. Nada que ver con el estilo Beba Botticelli. Era altísima, adicta a los modelos estilizadores de Manolo Piña, coleccionista de complementos de piel y experta en airear, con dinámico garbo, una bien cuidada melena rubia. Era, pues, una mundana de primera categoría y, al mismo tiempo, una trabajadora irreprochable en el terreno de las relaciones públicas de una prestigiosa editorial. Era divina y muy amiga de sus amigas, a quienes solía recomendar desinteresadamente todo tipo de remedios de belleza —«del rincón de la abuelita», solía decir, con una risa contagiosa, de lujosa bacana, embarcada en la irónica reconstrucción de elegancias que habían pasado a la historia—. Pero ella las revivía, adoptando una distancia encantadora, que le permitía incorporar la estética del lujo novelesco a una desbordante alegría de vivir y de encontrarlo todo divinamente bien.

—Tenés mal aspecto, muchacha. ¿Dormiste mal o cambiaste de make up?

¡Maldita Dolly! Era carísima y la dejaba ruinosa. Por suerte, Silvina Manrique no era malintencionada —si acaso, sólo en algún chisme banal—, de modo que Imperia no se preocupó demasiado de que la decrepitud trascendiese.

Silvina la condujo hasta el American Bar mientras le aconsejaba casetes de música esotérica ideales para la meditación, la concentración y la suma elevación. También le mandaría una piedra mágica de las que le daban sus brujitas preferidas para conseguir excelentes vibraciones. Ella las trasmitía, ahora mismo, con su risa de champán, quebrado, en el tono, por unas gotas de angostura.

Apoyada en la barra, las esperaba Olvido Finisterre, la agente literaria. Vestía fatal, como de costumbre, todo sin marca o, peor aún, de marcas inconfesables. Era de las que no perdían un segundo. Aprovechaba las esperas para revisar papeles que amenazaban con reventar una de las varias carpetas que solía cargar bajo el brazo. De hecho, siempre parecía recién salida de alguna reunión importante con directores literarios o editores a quienes acusaba inevitablemente de navajeros, como oficio más suave. Era la manera de negarles una consideración profesional que, sin embargo, les otorgaba generosamente en otros terrenos. Pero era defensora a ultranza de los derechos del escritor y, empeñada en causa tan ardua, era capaz de llevarse al mundo por delante, especialmente si el mundo estaba formado por hombres. Se decía que Olvido Finisterre no hacía sino trasladar sus batallas matrimoniales a la relación con los editores masculinos. De aquella trasposición salían singularmente beneficiados los escritores de su escudería, que obtenían sus mejores contratos cuando peor funcionaban las cosas en el hogar de la agente.

Ya iban llegando a su cita quincenal las otras componentes del grupo. Se acercaba Menene Calleja, que estaba de relaciones públicas en una casa discográfica; Bárbara Bonet, asesora de inversiones; Pilar Sagunto, que dirigía la prestigiosa publicación femenina Ellas, Paquita Medina, relaciones públicas de la obra cultural de una caja de ahorros; Belén Martínez, redactora en jefe del semanario Marie-Jeanette; la diseñadora de la revista, también femenina, Complicidades, y algunas más.

Fue la penúltima en llegar Picha Pasón, pero su entrada causó impacto. Llegaba riendo a mandíbula batiente, anunciando el barullo que se estaba organizando en el vestíbulo.

—¡Venid, chicas! ¡No os perdáis esto! ¡Tenía que ocurrir algún día, pero nunca pensé que llegaría a verlo con mis propios ojos!

Corrieron todas hacia el vestíbulo.

¡Susanita Concorde acababa de dejar sus hermosos ciento cuarenta kilos atrapados en la puerta giratoria! Por más que se esforzaba, no conseguía desplazar un solo centímetro. Tan apurada era la situación que uno de los recepcionistas estaba suplicando refuerzos por teléfono. Silvina, Imperia y Olvido corrieron a auxiliar a la obesa, pero al punto intervino un conserje, sugiriendo que aquella emergencia requería mucha fuerza y, por lo tanto, era cosa de hombres, afirmación que le valió varias miradas asesinas de las tres auxiliadoras. No acababan aquí los ultrajes. Un barman comentaba, entre risas, que sólo a una insensata mujer se le ocurre utilizar una puerta giratoria, habiendo otras puertas lo bastante amplias para permitir el paso de una vaca suiza. No les gustaron a las auxiliadoras aquellas declaraciones tan machistas. Disponíanse a contestarlas con malos modos, y Silvina Manrique estaba a punto de arrearle al conserje un golpe de bolso Gucci, cuando se oyó la voz casi asfixiada de la Concorde, gritando: «¡Coño! ¡Dejaos de militancia y sacadme de aquí!». Acudieron tres hermosos botones vestidos de rojo, dispuestos a empujar a la obesa desde todas sus generosas partes. Pese a los proteicos esfuerzos de aquellos angelitos, los resultados fueron mínimos. Cuando una parte del cuerpo parecía a punto de salir, los michelines de la parte contraria quedaban atrapados en el cristal opuesto. Un cliente yanqui aseguró que algo parecido había ocurrido en Disneyworld, donde pasean sus reales las obesas más gordas de América. En tal ocasión, fue necesario avisar a los bomberos. Por suerte, los botones madrileños consiguieron evitar tan dramática solución. Al final, los ciento cuarenta kilos de Susanita Concorde revelaron cierto grado de asombrosa flexibilidad. En el violento roce con los cristales, algunos michelines se contrajeron, dejando leves espacios que permitieron a los botones introducir las manos, haciendo presión hacia fuera. Así consiguieron rescatar a la víctima, no sin peligro de que se les viniese encima, con riesgo de sus jóvenes vidas.

No era de esperar que a Susanita Concorde le hiciera la menor gracia el incidente, y no se la hizo. Salió de la puerta completamente magullada y echando pestes y más de un taco:

—¡Este hotelucho es un timo! Tantas estrellas, tanto boato y, en cambio, tienen la sans-façon de poner una puerta que no permite pasar a una gordita. ¡Madrid ya no es la que era! Cuando estuvo Elsa Maxwell con la Callas, sorteó todas las puertas giratorias que le dio la gana. ¿Y no era gorda la Maxwell?

Aunque asintieron todas por cortesía, más de una pensó que, comparada con Susanita Concorde, hasta Elsa Maxwell fue una pobre anémica.

Intentaron entretenerla a toda prisa con un tapeo selecto. Sabían que, además del incidente, llegaba cargada con una preocupación considerable. Y aunque todas habían decidido obviarla, la imprudente Menene Calleja sacó el tema, mientras regresaban al American Bar para los dry martinis:

—Estamos desoladas por lo de tu próxima intervención quirúrgica. Seguro que no será nada.

—Eso lo dices porque no te operan a ti, guapa —exclamó Susanita Concorde, engullendo tres calamares a la romana—. ¡Malditos sean todos los matasanos! Para mí que es una conspiración contra las gordas. Pretenden extirparme una parte del intestino, pero se van a jorobar. Con lo que me quede, tragaré yo más que un Pantagruel con cuatro.

Intervino Silvina Manrique, siempre conciliadora. Entre sorbos de su champán favorito, comentó:

—Entonces, ya no será problema, ¿viste? Si vos te hacés la resección, comerás igual, pero asimilarás menos.

—¿Cuándo me he quejado yo de asimilar? Yo quiero ser feliz, y mi felicidad es la gordura. O sea, que estos matasanos pretenden amargarme la vida.

Imperia intentó consolarla. No había manera. Cuando una gordita no quiere dejar de serlo, no lo consiguen todos los hijos de Esculapio. Pero Imperia recordó que, además de gordita, la Concorde era su decoradora, y ella la necesitaba con urgencia. Mejor dicho, precisaba encontrar en sus servicios un tema que consiguiera distraerla de la ausencia de Raúl. ¿O sería de los desplantes de Álvaro Montalbán? Prefirió seguir pensando lo primero.

—Deberemos rectificar los planos del altillo, Susanita. Piensa en recuperar la idea del high-tech. En lugar de esconder los tubos de la calefacción los pondremos en valor. La pared que no nos gusta, podrías revestirla con unas láminas de poliuretano pintadas de azul eléctrico. En cuanto a las estanterías, todas metálicas —y, excitándose progresivamente contra su costumbre—, ¡todas metálicas, Susanita, todas metálicas!

La gordita la observaba con una mirada de estupefacción.

—¡Pues menudo cambio, hija! ¿Vas a decirme que tu hijo se ha puesto a trabajar de metalúrgico?

—Raúl ya no vive conmigo. Se lo he colocado a Alejandro.

¡Con qué placer aplaudió Susanita tan inesperada noticia!

—¡Ole, ole! Has hecho tu obra de caridad semanal. El pobre Alejandro estaba para el arrastre. Yo es que le veía suicidándose, pero nunca quise comentarlo para no dar ideas.

Silvina Manrique remojó el acontecimiento con unas gotitas de champán y el pensamiento puesto en sus brujitas. Les pediría una piedra mágica para influir en la prosperidad de la parejita recién formada.

—En hora buena, muchacha. Llega tu hijo a Madrid y se lo colocás a un profesor de filosofía. ¡Es que vos lo podés todo!

Olvido Finisterre preguntó:

—Ya que habláis de suicidios: ¿ese Alejandro no iba diciendo por ahí que pensaba suicidarse por una actriz de esas de teatro experimental?

Contestó Adela, de Eme Ele, que acababa de integrarse al grupo:

—Ese era Diego, mujer. Estuvimos en su entierro hace un mes. Se le fue la mano con el gas.

—¡Los hombres son unos inútiles! —exclamó la diseñadora gráfica de Complicidades—. ¡Mira que írsele la mano en el gas en un intento de suicidio! ¿Cuántas veces lo ha intentado Lupe Simón sin pasarse nunca de la justa medida?

Intervino la asesora de inversiones:

—Y, mientras tanto, la actriz ensayando un montaje para Mérida, como si nada. Las hay que no tienen corazón. ¡Pobre Diego!

—Ni pobre Diego ni nada —dijo Olvido Castellón—. La actriz, que se llama Olga Pellicer, para más señas, no estaba interesada en él. ¿Qué esperabais que hiciera? ¿Iba a ceder a un chantaje de ese tipo? Su actitud era la más noble: no te puedo querer, haz lo que quieras, ya era mayorcito. Si el otro se suicidó, es su problema. Remordimientos, ni uno. Además, ahora que Diego ya no puede oírnos, reconoceréis que era idiota.

—¡Hablar así de un muerto! —protestó Susanita Concorde—. ¡Por Dios, es que no quiero escucharte! Los muertos ya no son imbéciles. Son muertos y basta.

Imperia emitió su veredicto. Como siempre, fue escuchada:

—Nunca he entendido por qué los imbéciles dejan de serlo cuando se mueren. La diferencia entre un imbécil vivo y un imbécil muerto sólo es de grados bajo cero. Se supone que el imbécil muerto está más frío. Eso es todo.

Olvido Finisterre la miró con expresión de envidia:

—Para fría tú. Eres implacable. Eres insensible. ¡Qué suerte, poder mostrarse así con los hombres!

Imperia pensó para sus adentros que aquella leyenda era ya un recuerdo. ¡Insensible ella! ¡Implacable! ¡Si las demás supiesen!… ¡Si llegasen a adivinar hasta qué extremos estaba llevando la renuncia de sí misma!

Aquel tipo de parloteo banal no se prolongó durante mucho rato. No eran mujeres que se reunían para hablar de chismes, antes bien para intercambiar comentarios de tipo profesional. Y estos se iban imponiendo a medida que avanzaban hacia el comedor, con la copa en una mano y las pieles o capas colgando del brazo.

Imperia las observaba atentamente, con cariño y respeto. ¡Cuántas veces ambas cosas deberían estar unidas de manera indisoluble! Lo estaban en el caso de aquellas amigas y nunca rivales. Mujeres hartas de montar tinglados que los demás firmaban. Mujeres que apuntalaban, con más discreción de la que debieran, las grandes gestas que sus empresas se atribuían. Cualquier hombre podría asombrarse de que dominasen con tanto profesionalismo los entresijos de los negocios que ellos creían edificar.

Todas eran modélicas, perfectas en su profesión, solicitadas e incluso aplaudidas. Sus jefes no las obsequiaban con fruslerías para ayudarlas a presumir, ni eran ellas tan banales para contentarse con tan poco. Sabían valorar el reconocimiento antes que la galantería; preferían la confianza de sus superiores y el respeto profesional de sus colegas a un frasco de perfume que, por otro lado, nunca sería el suyo, porque los jefes ¿qué coño sabían de esas cosas? Y no las consolaba en absoluto que, al cabo de los años, les obsequiasen con una pulsera por los servicios prestados. Dejaban esas cosas para sus colegas masculinos. Esos que, al recibir un cigarro del inmediato superior, sentíanse realizados y salían a presumir entre sus compañeros.

Funcionaba entre ellas un estrecho sentimiento de hermandad profesional, casi el propio de los gremios de antaño. No existía el menor sentido de la competitividad entre guerrilleras de la misma escaramuza. Juzgándose colegas, se ayudaban continuamente, intercambiándose agendas, consultándose sobre los días en que alguna de ellas preparaba algún festejo para no coincidir robándose, así, algún nombre importante. Además, se intercambiaban confidencias sobre los mejores lugares para realizar sus actos —precios de alquiler del local, menú, calidad del servicio— y llegaban al extremo de prestarse invitados. Si Belén necesitaba un académico para su acto, Silvina se lo prestaba, ya que los académicos eran la especialidad de su editorial. Si, al revés, Silvina necesitaba una princesa, se la prestaba Ghislaire Bebel, relaciones de la joyería Apothéose. Si hacía falta un decorador de renombre y con fama de haber amueblado los interiores más elegantes de Madrid ahí estaba Susanita Concorde, que conocía a la plana mayor del ramo y era muy apreciada porque una gorda feliz nunca molesta a los esbeltos. En aquel intercambio de favores parecían jugar a las prendas, tal como lo vieron en la película Carrusel napolitano, cuando todas eran adolescentes.

—Yo te doy una rockera a ti, tú me das un mariquita con título a mí; yo te doy un heredero andaluz a ti, tú me das una petarda del cine a mí…

En aquel toma y daca encajaba perfectamente el gusto por la intriga, que solían utilizar principalmente para estrechar su cerco en torno a los medios de comunicación. Todos los ficheros de las guerrilleras estaban al día de manera rigurosa, incluyendo los más recientes cambios en la redacción de cualquier periódico, en todas las emisoras de radio, en el staff de las productoras de televisión. Eran sumamente perfeccionistas en la selección de sus amistades entre los periodistas, con quienes solían hacer encanto permanentemente. Cualquiera que fuese su opinión crítica sobre los excesos de la prensa en los últimos años, no se permitían exponerla en voz alta. En el terreno de la promoción todo tenía que ser neutral. Acaso por esta neutralidad pensamos que el oficio de relaciones públicas no puede tener corazón ni ideología.

Pero ellas sí lo tenían; y, a veces, grande.

En un momento determinado de la comida, cuando los camareros ya estaban sirviendo los postres, la temática profesional en todas sus bifurcaciones daba paso al tema del amor en todos sus errores. Era inevitable que el tema saliera a colación, no porque fuesen mujeres sino porque eran humanas. Y lo que representaban en sus oficios no había sido alcanzado sin renunciar a muchas facetas de su vida privada. O, simplemente, adaptándolas a una modernidad que no siempre se realizaba como ellas deseaban o como su nueva situación en el mundo exigía.

Sonrió Adela en este punto:

—Es curioso que Eme Ele no tuviera que renunciar a su reconocida estupidez para ser quien es y ocupar el lugar que ocupa. En cambio, si yo fuese estúpida, como él me desea, me quedaría en mi casa, mimada y consentida, sin duda, pero nadie me consideraría fuera de ella.

Pensó Imperia en su problema básico de los últimos tiempos: ¿qué ocurriría con un hombre como Álvaro Montalbán? ¿Cómo reaccionaría un hombre tan macho cuando tuviese que elegir entre la modernidad de sus opciones profesionales y el profundo atavismo que guiaba todos sus actos?

Imperia consiguió quedarse a solas con Adela.

—Eme Ele me ha dado un recado para ti. Pero es tan ridículo que prefiero no transmitírtelo.

—Ni falta. Dirá que me necesita, que no puede vivir sin mí. ¿Me equivoco? Continúa sin entender nada y, la verdad, me da lo mismo. Después de pensarlo mucho he decidido que me conviene quedarme a su lado. Conveniencia pura y simple. Esta es la razón de que no le deje por ahora. Pero sí quiero hacerme un fondo para emergencias. Es lo más urgente.

—La verdad es que no te entiendo. Estáis nadando en la abundancia.

—Está nadando él. Si me voy sin su acuerdo, si me acusa de abandonar el domicilio conyugal, y es bien capaz de hacerlo, ¿con qué me quedo yo?

—¿Vas a decirme, después de cuanto llevamos hablado, que todo tu problema se reduce al dinero?

—Cuando una mujer ha dejado de amar, y, más que esto, cuando ha comprendido hace tiempo que no puede soportar a su marido, el único problema que queda es de tipo económico. Míralo como quieras. Es así.

—No sé qué decirte. Yo planté a mi marido y a mi hijo y me vine a Madrid sin un duro…

—Seguro. Y con un poncho mexicano para todo vestir. Con quince años menos y muchos sueños en la cabeza. Éramos descamisadas y ahora somos de blusas Versace. Así de sencillo. Me coge un poco mayor para vestirme de progre.

—Evidentemente, nuestro tren de vida no es el de una humilde planchadora. En los últimos años nos hemos acostumbrado a muchas cosas innecesarias.

—Igual que las planchadoras, a otros niveles. No sé ellas, pero en mi caso todo lo innecesario se ha convertido en imprescindible. Para qué engañarnos: el lujo no es desdeñable. El lujo nos gusta. El lujo no da la felicidad, pero tampoco la quita. Sólo cuando no lo teníamos podíamos despreciarlo. Hoy, pienso defenderlo con las garras a punto. A lo que íbamos: si quiero prescindir de Eme Ele, necesito hacerme un fondo. Cuando tenga las espaldas bien cubiertas lo mando a la mierda. ¿Me has encontrado el chollo que te pedí?

—No ha sido difícil. De todos modos, no creo que te interese. Tendrías que dejar de ser tú misma para aceptar.

—¿Dejar de ser yo misma? ¿Cómo debo interpretar esta trampita? Seguro que vas a hacerme un chantaje moral o ético o algo por el estilo.

—Siempre pensé que eras mi única amiga incapaz de sacar las garras, como no fuese para arañar al imbécil de tu marido. Vamos, no creí que estuvieses en venta.

—Todo el mundo intriga en esta ciudad. Todo el mundo se vende por cuatro chavos. Quien se atreve a ser la excepción acaba pagándolo. Yo estoy hasta las narices de ir pagando cosas. Lo que quiero es empezar a cobrar por algo.

—¿Hasta dónde llega tu capacidad decisoria en las colecciones del banco?

—Hasta donde yo quiera.

—Hay algunos pintores que te darían una buena prima si consiguieses incluir alguna de sus obras en vuestra colección. Según me dijiste, pagáis muy bien.

—Tendría que ser una comisión muy alta. Porque antes de la venta sería necesario subir la cotización del artista para justificar la compra. Y este tipo de cosas también se paga.

Imperia afirmó con la cabeza. La maniobra quedaba clara. Mejor no continuar hablando del tema. Mejor no incidir en detalles que pudieran provocar el rubor de ambas. Pero Adela de Eme Ele continuaba precisando su proyecto de alta intriga:

—Yo misma podría escribir artículos previos que justificasen la adquisición. Críticas elogiosas, ya me entiendes.

—No es necesario que comprometas tu reputación. Podemos conseguir varias páginas en color en un par de dominicales. Fotos espectaculares. El texto puede escribirlo cualquier principiante.

—Puedo llamar a los directores personalmente.

—Insisto: no te comprometas tanto. Puedo hacerlo yo. Dos de ellos me deben cenas. Aprovecharé para sacarles algo que también me convenga a mí. Ahora os dejo. Tengo que hacer unas llamadas. Despídeme de las otras.

Buscó, con paso rápido, la cabina telefónica más reservada. Marcó el número de su oficina. La respuesta de Merche Pili fue causa de un nuevo desaliento: Álvaro Montalbán no había dejado mensaje alguno. Tampoco lo había en el contestador de su casa. Salió del hotel echando chispas. Mientras conducía, en el combate habitual contra el tráfico, intentó calmarse con un poco de música clásica que no exigiese demasiado esfuerzo del oyente. Streisand cantando a Fauré, Händel y Debussy le pareció lo más apropiado.

A Merche Pili y su esclava personal, la Encarni, les extrañó que la jefa se encerrase en su despacho para efectuar sus llamadas directamente, sin quitarse siquiera el abrigo. Lo descubrió la émula de Doris Day cuando acudió a recibir órdenes y la encontró como había entrado.

—Si don Álvaro llamase mientras estoy fuera, que deje dicho dónde puedo encontrarle a cualquier hora.

Volvía el nerviosismo, la inquietud, la extrema desazón. El silencio de Álvaro la mortificaba profundamente. Sin embargo, no podía ceder el tiempo mortificándose. A media tarde le esperaba un desfile de modelos. Por la noche, una cena en la embajada de Ruritania. Al día siguiente, una conferencia en la Sociedad de Autores, y una cena con los japoneses del perfume Wong. El jueves, un estreno teatral…

Madrid proveía. Madrid siempre provee. No le dejaría tiempo para pensar en un macho maleducado, que se permitía darle desplantes a ella, a Imperia Raventós.

Intentó ahuyentar la tristeza, examinando su atuendo. No era el que habría elegido para asistir a un pase de modelos, pero no decepcionaba. Siempre se dijo que un buen traje de chaqueta no deslumbra, pero resulta. Tampoco irían las demás tan divinas como para permitirse despreciar un Saint-Laurent. Además, no le apetecía cambiarse para volver a hacerlo tres horas después. Más que dinámica, resultaría reiterativo.

Huyendo de la reiteración, permaneció extasiada, observando los movimientos de Merche Pili. A decir verdad, la habría observado con igual fruición aunque hubiera permanecido completamente inmóvil. Sus concesiones al colorido empezaban a ser patéticas. La envejecían por contraste. De todos modos, era un envejecimiento difícil de precisar. Imperia nunca se preguntó sobre su edad. Las mujeres como Merche Pili no suelen tener ninguna. Serían cincuenta y cinco años, acaso más. No importaba. Lucirían mal en cualquier caso. Una cosa era evidente: pertenecía a la generación anterior a la suya. Mayor desastre, si cabía.

—¿Puedo hacerle una pregunta personal?

—Las que usted quiera —contestó la otra, con acento modesto y mirada obediente, rastrerilla hasta el final.

—¿Usted para quién se viste?

—Para mí misma. Para gustarme.

En otra ocasión, Imperia la habría compadecido. Ahora pensó que no dejaba de ser una suerte. Si ella se gustaba así, nunca se sentiría sola en el mundo.

—¿Nunca se vistió para algo más?

—Para los Coros y Danzas de la Sección Femenina. ¡No sabe cómo estaba yo vestidita para la jota de Castellón de la Plana! ¡Con aquellos moñitos, uno a cada lado! ¡Y no vea cómo empuñaba el estandarte de la Virgen del Lledó!

Imperia quiso ser más directa. Se lo ponía difícil la educación que adivinaba tras los colorines de Merche Pili.

—¿Nunca se vistió para un hombre?

—Para el hombre en general, sí. Quiero decir para el que tuviese a bien acercarse. En mis tiempos, se acercaban ellos. El que fuera, ya le digo. Y una a esperar como una tórtola. Así pues, una se vestía al buen tuntún.

Era difícil de creer, pero así sería, si así lo contaba ella.

—¿Y esperó mucho?

—Hasta ahora. Bueno, ahora sólo espero el autobús. No crea que me quejo. Una piensa que si el hombre no ha llegado es que no estaba de Dios que llegase.

—Sin amor, entonces…

—El de mi madre, señora, Dios me la conserva muy bien de luces a sus noventa y cinco años; y, aunque esté sentada en una silla de ruedas desde hace quince, me hace mucha compañía y me cuenta los programas de televisión que han dado cuando yo no estoy. Y, para más amor, el de mis hermanas, la Victoria y la Rosy, con los cinco sobrinitos que me han dado, mismamente arcángeles vestidos de Miguel Bosé.

Y mis dos amigas, la Feli y la Mari. Las conozco desde que Televisión Española emitía desde el paseo de la Habana, para decirle si no me habrán demostrado amistad.

—Y, además de ver la televisión, ¿qué suele usted hacer?

—También voy al teatro con las amigas. Claro que depende de lo que pongan porque, hoy en día, a la que te descuidas, te encuentras con unos diálogos que te ofenden el oído de las obscenidades que llegan a decir. Y es lo que dice la Feli: «Chica, es que salir de misa y pasar por una taquilla a buscar entradas para un espectáculo grosero, son cosas que una anula el efecto de la otra…». De manera que siempre vamos a ver comedias, de esas bien presentadas, con tresillos monísimos y galanes apuestos que, además, te hacen reír con risa de buena ley. Y antes tomamos un chocolate en la calle del Príncipe, para hacer tiempo y contarnos nuestras cosas, que son muchas porque la televisión siempre brinda motivo de conversación del que una puede abarcar en un solo encuentro dominical con las amigas.

Imperia quedó apoyada en el cristal, contemplando las brumas artificiales que se cernían sobre los rascacielos de la Castellana. Imaginó que un helicóptero estaba aterrizando sobre uno de ellos, como una premonición dél futuro que ya le estaba rodeando. Este futuro podría ser cualquier cosa, pero ya no se parecería a las tardes invocadas por Merche Pili.

Antes de ausentarse, la perfecta secretaria preguntó:

—¿Está usted haciendo una encuesta sobre el tema «Mujeres felices que no tienen el menor motivo para serlo»?

Imperia rio para sus adentros: «Después de todo, hasta las más desgraciadas saben que lo son. Y si lo saben y no se sienten desgraciadas es que, en última instancia, son tontas».

En voz alta ordenó:

—Llame de nuevo al despacho de don Álvaro Montalbán. Dígale a su secretaria que me urge mucho hablar con él. ¡Sea como sea! ¡Aunque se hunda el mundo tengo que hablar con él!

Pero Álvaro Montalbán continuaba reunido. Y el pase de modelos no podía esperar.

Durante todo el desfile, Imperia sintióse asaltada por la imagen de Merche Pili y su aire de indefensión total. Su cursilería la llenaba de sensaciones detestadas. Olía a textos añejos, remotos, de los que pretendían inculcarle las monjas. Olía a existencia no realizada, a promesas que nunca se cumplieron o que acaso nunca llegaron a plantearse.

¿Cuántas mujeres se hallaban en aquellas mismas condiciones? ¿Cuántas mujeres de los autobuses, el metro, las sesiones de cine dominical, las caravanas del viernes o los saldos de los grandes almacenes? Mujeres a las que ella no llegaría a conocer jamás. Mujeres que, en último extremo, marcaban la distancia entre los mundos. Distancia que Imperia había asumido, tal vez, como forma de escapar a la extrema fealdad de la vida común.

Con el fin de rechazarla una vez más, se concentró en el pase de modelos. Este se celebraba en el Jolie, una famosa discoteca que, en otro tiempo, fue un teatro de gran prestigio. El organizador era un relaciones públicas íntimo de Imperia, un francés encantador y de extraordinaria competencia, a quien ella nunca falló. Además, las modelos pertenecían a la acreditada escuela de Vanine, la mítica modelo pop con quien le unió una entrañable amistad en los enloquecidos años sesenta de una Barcelona que nunca volvió a existir.

Al mirar a su alrededor, descubrió a algunas de las indiscutibles protagonistas del Madrid social. Observaban con extraordinario interés la pasarela y, con mayor interés, a ellas mismas. ¿De qué extrañarse? Sabíanse tan observadas como las maniquíes. Juzgábanse modelos cotizadísimas de un desfile mucho más amplio, de duración indeterminada: un desfile que compendia todos los engaños, todos los espejismos propios de las vidas que sólo se justifican en función de la apariencia.

Sin embargo, Imperia no quería juzgar ya que también sus propias renuncias merecían ser juzgadas. Se consideraba más digna de crítica ella, que traicionó a sus principios, que aquellas que nunca los tuvieron. Estaba cayendo en el masoquismo propio de las renuncias que, en su momento, no se asumieron como tales.

Seguían desfilando las maniquíes. Se llevaban más altas que nunca, casi importadas de la tribu Watusi. Eran las más extravagantes del mercado. Respondían a la última tendencia: arrebatar la moda del nivel humano para arrojarla a las esferas de lo improbable. Ignoraba Imperia si esto acrecentaba el deseo de las hipotéticas compradoras, damas cuya estatura era considerablemente inferior y que, además, nunca se pondrían aquellos zapatos de alturas desproporcionadas que agigantaban, todavía más, las dimensiones de las gigantas. Fuera de los ámbitos de algún circo, pocas españolas dominan hoy el arte de caminar sobre zancos. Pero la mecánica del deseo suele ser tan extraña que la desproporción y el ridículo llegan a convertirse en modelos apetecibles.

Dijo, en cierta ocasión, Pulpita Betania:

—No debemos juzgar a nuestras amigas si se ponen ciertas atrocidades. Todavía están más ridículos los hombres, cuando se enfundan en esa especie de bermudas que les llegan hasta más abajo de las rodillas. Son como enanitos que se hubieran disfrazado de gigantes. ¡Y, además, con estampados llenos de floripondios!

En su pleito contra los recientes abandonos a que la sometía Álvaro Montalbán, Imperia recibía aquellos comentarios con singular deleite. Hallaba placer en una venganza dirigida contra el hombre como género. Además, le proporcionaba motivos de reflexión. Suele decirse que la vanidad de la mujer le lleva a obnubilarse ante la esplendorosa estatura de las grandes maniquíes sin considerar antes en la suya propia. Esta vanidad, que a la vez es ceguera, ha llegado a superarse a sí misma en los modelos de ropa masculina. En algunos casos, los creadores españoles han llegado a planear atuendos que sólo serían de rigor en un carnaval veneciano, y aún en los días de mayor desmadre. Pero esta circunstancia se le antojaba a Imperia más divertida que grave. Al fin y al cabo, la imaginación nunca debe rendir cuentas de sus excesos, y todo creador tiene sus derechos. Lo que se le antojaba escandaloso era la ingenuidad del género masculino, capaz de imaginar sobre físicos raquíticos la ropa que lucían, con insolencia propia de atalaya, aquellos admirables modelos que les sacaban tres cabezas.

Notaba que su capacidad de razonar había sufrido últimamente algunos descalabros. Hallábase cómodamente instalada ante un desfile de alta moda femenina y, sin embargo, cualquier reproche le remitía al hombre. Y era en todo momento para rechazarle. Como si, al obrar de tal modo contra la especie estuviese levantando sus defensas contra aquella amenaza que se llamaba Álvaro Montalbán.

A su alrededor, las grandes damas aplaudían, tomaban notas, se saludaban, organizaban su propio show, su microcosmos particular, sin perder nunca de vista a los fotógrafos que pululaban a su alrededor. Los altares de Venus, convertidos en bulevar de la presunción.

¿Qué eran todas aquellas mujeres? ¿Podían ser tan vacías como las imaginó siempre? Se es vacía de nacimiento, por idiotez, por incapacidad y, a veces, se es vacía para escapar a un destino decretado. Pero ¿quién monta el destino de una mujer, quién lo hace rutilante, esperanzado y quién lo desmonta después, paso a paso, día a día, hasta que queda desmontado para siempre y sin posibilidad de reconstrucción?

Imperia no era Miranda Boronat y, desde luego, distaba mucho de parecerse a sus ochenta mejores amigas. Le encantaba el chisme, también la ironía o la boutade feroz, pero nunca quiso desatender la realidad que se escondía tras una frase brillante, tras un giro divertido. Sabía que, muy a menudo, el chismorreo de Madrid escondía parcelas de estremecedora soledad. A fuerza de volverse inhumano el chismorreo había conseguido convertirse en un mercadillo atroz, donde ya no existía el alma, sino su imagen deformada.

Era muy fácil reírse de la abandonada, de la traicionada, de la cornuda, de la boba de remate, pero nadie añadía que todas lo eran a su pesar.

Representaban los más desconcertantes aspectos del amor en sus vertientes más deformadas y, además, en las deformaciones que mejor lucen en los quioscos. Pero existía un lado humano que la crónica social suele esconder. La abandonada lloró muchas horas en su habitación, mientras soportaba la afrenta de la juventud de su rival. La engañada se desgarró las entrañas imaginando las tretas sexuales de la niña que en aquellas horas haría la felicidad de un hombre al que ella no supo hacer feliz. La que abandonó, tuvo que pasar muchas horas denunciándose delante del espejo; preguntándose si era tan cruel como todos pretendían, después de una decisión que tanto le costó adoptar.

Mujeres sin otro adjetivo que dedicarse a sí mismas. Hasta que descubrían que este terreno se agota rápidamente. Los límites de uno mismo son demasiado estrechos para dedicarles tantos esfuerzos. Al llegar a este punto, o bien se buscaban trabajo o se dedicaban a cotillear, o entretenían sus inmensos ocios con algún amante ocasional, y todo para demostrarse a sí mismas que seguían arrasando. En última instancia, para que no las arrasaran a ellas definitivamente.

Y aun en aquella defensa acerada veía Imperia una nueva muestra de la soledad femenina. Soledad ante cuyas agresiones sucumbían algunas, paseando su tedio de fiesta en fiesta. Soledad contra la cual intentaban luchar otras, entregándose a trabajos que, en principio, no fueron pensados para su clase social. En cualquier caso, estaban intentando buscar una nueva salida a los viejos conceptos de utilidad. ¡Ellas, que habían dejado de ser útiles en los cómodos campos del amor!

Imperia se preguntaba si las aspiraciones más secretas de aquellas mujeres consistirían en combinar el amor con la realización personal. Pocas lo habían conseguido. Y ella, que combinaba ambos intentos, se dio cuenta de que, en el fondo, sólo se trataba de acogerse a un empeño que empezaba a ser desesperado. Sobrevivir mucho después de la muerte de los sueños.

Los suyos parecieron resucitar momentáneamente cuando la abrazó Vanine, en los vestuarios improvisados en una ala de la discoteca. Se intercambiaron lindezas y no mintieron al encontrarse simplemente divinas. Después de tantos años, incluso las ruinas parecen mejoradas por la pátina que deposita, sobre ellas, el sol del crepúsculo.

Quedaron para cenar cualquier noche. Imperia no podía demorarse más. Apenas disponía de una hora para llegar a casa, cambiarse de vestido y maquillarse de nuevo para la cena de la embajada.

«Y llamar a Álvaro —pensó con ansiedad—. Seguro que a esta hora estará ya en casa».

Durante el trayecto, se estuvo preguntando si aquella llamada merecía la pena. Cuando subía el ascensor, tenía ya su decisión tomada.

—No llamaré. No puedo rebajarme hasta tales extremos —decidió con absoluto convencimiento.

Sintióse orgullosa de su hazaña. Pero el hecho de considerarla como tal ya indica cuánto le estaba costando llevarla a cabo.