Sexto
CADA HIJO UNA CRUZ

ANTES DE DISPONERSE a pelar las uvas de Nochevieja, otro personaje se vio objeto de un insólito asalto. Regresaba a su casa Reyes del Río, después de un ensayo para la grabación de su próximo disco. Era fresca la noche y, en aquel barrio extremo, peligrosa la nocturnidad. La había dejado su productor discográfico a la puerta del garaje. Pero ella no supuso que alguien pudiera esperarle. Y mucho menos que fuera un embozado. Igual que iba el galán de la Guapa-Guapa cuando ella le cosió la capa a puñaladas.

Claro que el asaltante de Reyes del Río utilizaba un abrigo de cachemir a guisa de embozo, pero no por más sofisticado dejaba de producir efectos de turbación.

—¿Me conoce usted, divina? —dijo con voz pastosa aquella sombra.

—Muy malamente. Digo yo si será un drogata o si habrán vuelto a poner serenos.

La sombra reveló, por fin, un rostro.

—Don Álvaro Montalbán, a los pies de usted.

Y, al decirlo, dibujó una sonrisa que pretendía parecer fascinadora.

—¡Qué espante me ha dado, mala entraña! —exclamó Reyes, protegiéndose más aún, por puro instinto de virgen que se las sabe todas.

—Le devuelvo el que me dio usted la primera vez que la vi.

—¿Tan fea soy que asusto? —rio ella—. Pues deje de hacer de sereno y lárguese.

—¿Lo de los exiliados no se acabó con la guerra? Porque lejos de usted, todo es exilio.

—Labia no le falta.

—Más tendría si no me la quitasen esos ojos.

—No quiero yo quitar nada, que después el trabajo es para devolverlo.

—Devuelto por usted sería susto doble.

—Con tanto susto me van a llamar «la Poltergeist».

—No la van a llamar nada, porque el lenguaje para llamarla a usted no se ha inventado todavía.

—Pues mientras que lo inventan, déjeme subir a casa. Llevo yo mucha prisa por algo que no se puede decir.

Él la retuvo, cogiéndola del brazo.

—¿Cuestión de amores que me matan?

—Cuestión de necesidad física que no me está bien proclamar por educación. Así que con Dios, don Álvaro.

—Dios donde esté usted, prenda.

—¿Será entonces que Dios es mezclador de sonido?

—Cuando hable con Dios de cara a cara para pedirle que me permita verla otra vez, le diré yo cómo es la cara de Dios.

—No malgaste en conferencias, que de aquí al cielo son muy caras. Y ahora déjeme entrar de una vez, que me estoy meando viva.

Y le dio con la puerta en las narices. Ya en el ascensor, estuvo a punto de maldecirle.

—¡Qué pelmazo, el gachó! ¿Pues no he tenido que decírselo al final?

Corrió la del Río hacia el excusado y hallábase entregada a los quehaceres propios de la urgencia cuando llegaron hasta ella gritos y aullidos que reconoció como familiares y, por serlo, enojosos. Se estaban consagrando a uno de sus wáterlos habituales doña Maleni y Eliseo.

En aquella ocasión sobrepasaban su propio exceso.

La doméstica, llamada Secundina, gritaba a su vez, pero despavorida. Y lo comprendió Reyes no bien llegó al comedor y descubrió, con mirada incrédula, la trifulca en que se hallaban embarcados sus parientes.

Estaba el primísimo Eliseo refugiado detrás de una butaca y doña Maleni, delante de él, esgrimía un cuchillo de trinchar, mientras le agredía verbalmente con insultos que no bajaban de mariconazo.

No tuvo miedo Reyes del Río cuando saltó encima de su madre y, agarrándole el arma mortífera, la reprendió en los siguientes términos:

—¡Madre insensata! ¿Es que hemos de vernos publicados entre todos los vecinos por culpa de sus desvaríos?

—¡Más publicados tendremos que vernos cuando nos llegue este de los USA de América, convertido en una miss!

—Conque ya se lo ha dicho. Pensaba hacerlo yo mañana mismo.

—Me lo ha dicho, y no le he cortado yo en dos mitades porque me ha sujetado la Secundina. ¡Pero en cuanto salga de detrás de esa butaca, le voy a dejar baldado con la escoba!

—No será delante mío, madre. ¡Ea! ¡Se acabó aquí el cachondeo! Aquí está la Ruiseñora. ¡Conque vamos a cantar! Y cantando o gritando o en telegrama si es menester, le digo yo que ayudaré a mi primo para que se realice de una vez como mujer o como pavo real si le place. Porque no quiero que al llegar a mi edad sienta esta frustración que me recorre la espina, ese privarme y privarme de tanto que lo mío ya es una privación y no una vida.

—¿Y de qué te he privado yo, hija espuria?

—Sin ir más lejos, de un cuerpo que de calor al mío y me deje esparrancada de gusto exclamando: «¡Las telarañas que te tapan el virgo las destrozo yo con un golpe de mango que te lo dejan convertido en la Puerta de Alcalá!». Eso lo primero. Y para más privaciones, que no me dejase estudiar filología hispánica, que estaría yo de profesora en la universidad en vez de estar haciendo el ridículo, siempre de flamenca por el mundo.

—¡Calla, insensata, calla, que no se entere el mundo que eres una renegada! ¡Que no se entere tu público que estás pisoteando el sentir de Andalucía!

—Cuidado, madre, que andaluza me siento yo por los cuatro costados, pero no de esa Andalucía barata que me queréis hacer vender. Que es muy grande Andalucía para que tengáis que venderla a cuenta de mi virginidad y cuatro canciones de serranas engañadas. Y ya me dirá usted si no la vendería yo mejor siendo una mujer cultivada y que todo el mundo me respetara en lugar de oírme decir a todas horas «Ahí va la burra de la folklórica». Y yo a tragarme la bilis cuando lo dicen. Y a sonreír como una gilipollas en lugar de contestarles de una vez que hablo tres idiomas y leo en latín, coño, que antes esto era una honra y ahora resulta que es una vergüenza…

—Pues métete en la cabeza que en el marketing de la copla el latín no vende un disco. Vamos, que tú te metes en los latines y se te acaban las joyas, el piso de Miami, la finca de Jerez y el caserón que te quieres construir en La Moraleja. ¿Vas a renunciar a la adoración del universo mundo? ¡Insensata! No vende igual un títul universitario que unas castañuelas y un abanico. ¿O no te has enterao? Es como la que quiere cantar el repertorio de la Piquer vestida de bachillera.

Se dejó caer en un sofá doña Maleni, dando rienda suelta a unas frustraciones que nadie le habría supuesto:

—¿O te crees tú que no me canso yo de ir contando por las radios que de niña bailabas en un colmao para podernos mantener, cuando resulta que eras una empollona asquerosa, vamos, la primera de la clase? ¿Y no me estaría yo en casa tan tranquila en lugar de ir cada año al Rocío vestida de flamenca, que bien harta me tiene tanta romería y tantos apretujones cuando sale la Blanca Paloma? Pero aquí está la Maleni, a sus años, dándole a lo típico para que vean los de las revistas que hay casta en la familia. Y para que esa Mari Listi te pueda vender con lo que siempre se vendió la copla. Con lo que dice el estribillo, joder:

Y si alguien pregunta:

¿Cristiana o mora?,

Yo contesto al momento:

¡Soy española!

Al ver que había dolor en el ambiente, se atrevió a salir el primísimo de detrás de su butaca:

—Pues mire usted, tía, que yo lo del andalucismo ese, por falso que sea, me lo he creído hasta tal punto que si me ponen chocho y tetas quiero parecer una madama de las de Romero de Torres.

—¡Tú calla, que te arranco los ojos! ¡Si mi hermana levantara la cabeza y viera a su hijo convertido en un sarasa…!

—Madre, si se hace mujer ya no será sarasa.

—¿Pues qué será, me lo queréis decir de una vez?

—Mujer.

—¿Y el hombre que se convierte en mujer no es un sarasa? ¿O me diréis que es el general Prim?

—El hombre que se convierte en mujer es mujer. Y si sale honesta, se busca un hombre y forma un hogar y santas pascuas.

—Mucho más que santas —proclamó Eliseo—. Que yo no quiero resultar mujer de esquina, ni cotilla de balcón, ni ventanera, ni criticona en patio de vecinas. Yo quiero ser jacinto de mi casa, nardo de mi jardín y agüita de mi fuentecilla. Quiero ser de las que están en sus quehaceres, de esperar a mi hombre en el cortijo, y, cuando él vuelve sudoroso de la siega, salir al zaguán muy bien compuesta, para que tenga alegría de verme, y pasarle el pañuelo por la frente y ponerle las zapatillas de felpa y estarme a lo que guste él mandar…

—Pero, bueno, ¿es que encima has de ser mujer de labrador?

—¡Ay, sí. Labradora quiero ser. Y esclava de mi galán. Y perra de mi hortelano!

Otra maricona que aspiraba a todas las esclavitudes que la mujer ha aprendido a combatir. Por algo será que las llaman locas.

Hasta doña Maleni parecía entenderlo así, cuando gritó a los cuatro vientos:

—¡Desgraciado, que te pierdes! Que así pensaba yo de jovencita y mil veces me he arrepentido de pensarlo. Tú hablas de oído y aun de oído sordo. ¿Qué sabes tú lo que es vivir para ponerle las zapatillas a un hombre? Pruébalo dos meses y al tercero estarás maldiciendo tu destino. Si hubiera sido yo un hombre a buena hora me cambio yo el pito por un chocho. Me quedo con lo mío, mandando y ordenando y haciendo mi voluntad, fastidiando al que tengo al lado y encima bien amparado por las leyes y con las espaldas protegidas por jueces y escribanos. ¡Digo!

—No se ponga usted así, madre, que no estamos de pleitos.

—¿Que no estamos dices? El pleito lo llevo yo encima desde que tengo uso de razón. Pleito de ser hembra y de tener que luchar contra los machos para hacerme valer. Primero contra el déspota de mi padre, tu abuelo, que en la gloria esté, pero que no se le ocurra volver ni para departir con una médium; después contra el chalán del padre tuyo, que ese en la mierda ha de estar, pues el infierno todavía le queda demasiado limpio. ¡Mala puñalada para los dos, padre y marido! ¿Te crees que estarías tú en el mundo si me hubieran dejado obrar por cuenta mía? Si llego yo a nacer hombre, ¿me obligan a mí a casarme y a dejar mi vocación de artista? ¿Encerrada servidora en casa dándote de mamar y pelando patatas todo el día? ¡De almendritas tostadas se la armo yo a mi padre y al tuyo! ¿Pues no sabes que me arrancaron de mi vocación para encerrarme en la cocina? ¡Malaventura de aquel arte mío! ¡Si yo tuve una voz que me la veían idónea para la zarzuela! De triple ligera, niña, que no te creas tú que abundan…

—Tampoco es para sentirse tan frustrada, tía. A la zarzuela ya no va ni Cristo.

—¿Me quieres dejar acabar, sodomitazo? ¡No sabes tú el porvenir que tenía tu madre, hija mía! Me oyó en el Coro de los Marineritos un empresario de sienes plateadas que era igual que Armando Calvo y ante una copa de champán me dijo: «Con esa boquita pida usted la zarzuela que quiere interpretar y yo pongo los duros encima de la mesa y se interpreta». Y yo, de chula, le contesté: «¿A qué no tiene usted lo que hay que tener para montarme a mí La Dogaresa?». Y dijo aquel serrano: «Yo le monto a usted La Dogaresa y otro día Los claveles, si es su gusto, y no le pido más que una sonrisa de tenerme voluntad y un clavel reventón la noche del estreno…».

—Algún polvo querría, además —aventuró Eliseo.

—De eso, hasta tres.

—Pues no le veo la generosidad, tía.

—¿Que no le ves tú la generosidad a que por tres polvos te monten La Dogaresa? ¡Cómo se nota que nunca has invertido dinero en el teatro!

—Usted perdone, madre, pero cada vez que cuenta usted esa historia la cuenta de manera distinta y a tenor de la última película que ha visto.

—¡La cuento como me sale del coño! Que al fin y a la postre es para significar que he querido para ti lo que yo no tuve, y que he soñado que te vieras rutilante en los teatros y tuvieras un piso en Miami de los U. S. A. como las folklóricas que han cruzado el charco, y no te hayas de ver en tus vejeces con el piso embargado, como otras que me sé.

Lloró entonces doña Maleni por todas las folklóricas que no supieron guardar para sus vejeces. Y aprovechó Eliseo aquella pausa sentimentaloide para poner sensatez en el debate.

—Pues con todo ese folletín que nos ha endilgado viene usted a darnos la razón a esta y a mí, tía Maleni. Que también usted ha ido muy privada por la vida y, si está así de histérica, igual es porque no encajó donde la pusieron. Y así me pasa mismamente, que tengo la vida amargadita porque yo, de hombre, no encajo ni a tiros.

—Eso ya se ve sin que lo digas. ¡Ea, será que la naturaleza se equivoca a veces y, si no está de Dios enmendarlo, acaso esté en el poder de una andaluza! De lo que se ha hablado aquí esta noche, silencio absoluto. Veo yo que hay mucho descontento en esta sala. Entre lo que te has privado tú, hija mía, y lo que se ha privado servidora, noto más privaciones que un antropófago evangelizado en días de Cuaresma. Mañana decidiremos si este ha de privarse o de abonarse. Ahora, que si llego a consentir, sólo pido que no se haga labradora. Que se haga ejecutiva, como doña Imperiala, que adondequiera que va le dedican un respeto. ¡Por tus muertos, que son los míos, sobrino: si te pones chocho, que sea un chocho emancipado, y con separación de bienes! Al salir de la clínica, hazte feminista, que de lo contrario estás perdido. En cuanto a ti, niña, gloria de la copla, procura dormir bien, que el lunes te han de hacer la introspección de la virginidad, y eso no admite bromas, pues nos van muchos reportajes y portadas, que es como decir el pan nuestro de cada día…

Se puso en jarras Reyes del Río, por si su opción iba a ser discutida.

—Yo la introspección no me la hago…

—¿Que no te la haces? ¡Más duquitas, virgen santa, más duquitas!

—Ya se lo dije a Imperia antes de fiestas.

—¿Y ha de mandar esa bruja hasta en tu virgo?

—En mi virgo sólo mando yo. Y dispongo que no me lo vuelven a magrear ni médicos ni curanderos. Si quiere análisis, hágaselos usted.

—Pues de vez en cuando me he privado, niña mía, que a lo mejor resulta que hasta soy virgen.

Y después de tanta discusión, se fueron a la cama, y Reyes del Río soñó que le ocurría exactamente lo que dice el cuplé:

Juró amarme un hombre

sin miedo a la muerte;

sus negros ojazos

en mi alma clavaba

Así es de tierna, cuando quiere, el alma de una folklórica ilustrada. Y así ha de ser su sueño cuando la ha piropeado un macho como don Álvaro Montalbán, de Zaragoza.

CUANDO LAS UVAS YA HABÍAN MARCADO la entrada en el nuevo año, la fiesta continuaba en el apartamento de Imperia. No quiso ella una celebración excesiva. Había elegido a los más próximos a su vida diaria, pero escondiéndose a sí misma, como solía, la posibilidad de que en la elección mandase más el afecto que el interés. Tenía allí a sus dos clientes preferidos, Álvaro Montalbán y Reyes del Río, esta última acompañada inevitablemente por su madre, doña Maleni. Conocía por fin Raúl a todo el grupo. Y dirigiéndolos a todos con su vitalidad de siempre, pero incordiando menos que en otras ocasiones, Miranda Boronat ejercía de entrañable. Condición esta que, a pesar de todos sus extremos, nadie osaría discutirle.

En este terreno estrictamente privado, donde el afecto imponía por fin sus leyes, echó a faltar Imperia a su fiel Alejandro. Le apetecía presentarle a Raúl y, además, sentía la necesidad de su presencia. La consolaba pensar que el efebo del milagroso encuentro en el tren le permitiría pasar la primera Nochevieja feliz de toda su vida.

Conociendo la incapacidad de la anfitriona para dominar una cocina, se trajo Miranda a sus tres hombrecitos, que tomaron las uvas con la concurrencia, vestidos con chaqueta blanca. Y aunque se dijo que, pasada la medianoche, llegaría Cesáreo Pinchón para una última copa, este llamó alegando compromisos que, nadie lo ignoraba, se traducirían en una crónica divertida y punzante. En tal noche como aquella, Imperia se negaba a pronunciar la palabra «veneno».

Lo único que exigió a sus invitados fue un cierto rigor de gala en el vestir. Una reunión casi familiar, de acuerdo, pero tocada por la varita de la elegancia y el capricho. Se lo permitieron los dos únicos representantes del sexo masculino: Álvaro Montalbán, esmoquin con chaqueta adamascada y elegida personalmente por Imperia; Raúl con esmoquin sin solapa, elegido por Miranda, aunque el niño temió algún desatino. Álvaro con pajarita color rojo burdeos; Raúl con lazo blanco, a lo romántico.

No ahorraron despliegues las madamas. Imperia: vestido de terciopelo negro con exquisitos bordados de pedrería; falda extremadamente corta, escote sin tirantes. Reyes del Río: de largo, color rojo burdeos, falda tubo y sin espalda. Miranda: pantalones de noche con sus correspondientes lentejuelas en el escote y chaqueta de cuero dorado, para llegar, exhibirla y quitársela al momento. La más penosa era doña Maleni, con su vestido de encaje negro abierto por detrás en pronunciado escote en punta que permitía ver la tira del sujetador y algunos michelines y rojeces. ¡Lástima de encajes primorosos! La tosquedad de la madraza no les permitían gran lucimiento. Además, amenazaba con mancharlos con las distintas bebidas que venía consumiendo desde que empezó la velada.

Estaba Reyes del Río un poco mosqueada de aquellos excesos. Intentó evitarlos, aconsejando:

—Madre, no le dé tanto al chinchón, que nos tocará llevarla a rastras.

—¡Mejor a rastras que en cruz, como me estáis llevando entre tu primo y tú!

Imperia decidió ser moderadamente gentil con aquella a quien consideraba, simplemente, una energúmena.

—No sea usted exagerada. Todo el mundo sabe que su hija la tiene como una reina.

—¿A mí con cuchufletas de la China? ¡A mí, que he pasado lo que he pasado para sacar adelante a esta pareja de ingratos! ¡A mí, que por ellos renuncié a la posibilidad de ser la última gran estrella de la zarzuela en este siglo de ahora mismo!

Animada por Miranda Boronat, sirvióse una copita de chinchón, sin que nadie se atreviese a advertirle que ya iba por la quinta tanda.

Sentía Raúl cierta curiosidad hacia aquella diva frustrada. Y aunque sus ojos seguían todos los movimientos del adorado Álvaro, no pudo resistir la tentación de interesarse por una carrera, la de doña Maleni, que le parecía tan improbable como ver a Susanita Concorde aspirando al cetro de Nureyev.

—¿Y qué repertorio tenía usted? —preguntó el niño.

—Destaqué como ninguna en el Coro de los Marineritos, que tú no conocerás, porque eres demasiado chico…

—¿Cómo que no? —exclamó Raúl—. Deme usted el tono, señora tiple.

Cuando los vientos con furia se agitan

cuando las olas se encrespan e irritan

Se añadió la voz de doña Maleni a la de Raúl y entre ambos dieron un ejemplo viviente de la negación. Era difícil encontrar a un joven más amante de la música que tuviera menos sensibilidad para acertar un tono. Y era imposible buscar una soprano frustrada que imitara mejor los rebuznos de un asno. Y, además, de un asno resfriado.

Como es muy atrevida la cortedad, siguieron los dos repasando las calles de la Gran Vía, desentonando cada vez más el niño Raúl y poniendo mayor cantidad de rebuznos doña Maleni, según iba descendiendo el chinchón de la botella.

Cuando hubieron asesinado a las Calles y descuartizado a los tres Ratas, le dieron impunemente a la rememoración de aquel baile de mistó, llamado casualmente «el Eliseo»:

Yo soy un baile de criadas y de horteras

a mí me gustan las cocineras

y a mis salones se disputan por venir

lo más selecto del ay gilí.

Después de la impunidad, vino la impudicia. Tiple y tenor se aplaudieron mutuamente, mientras afectaban saludos y reverencias dirigidas al respetable.

—¿Y qué más llevaba usted en el repertorio? —preguntó Raúl, cada vez más excitado.

Suspiró dramáticamente doña Maleni:

—De ahí no pasé por culpa de los hombres.

—Vamos, que no llegó ni a cruzar la Gran Vía.

—Ni la calle Montera, hijo, ni la calle Montera. Me lo impidieron dos dados por el saco: el padre mío y el padre de esa…

Aconsejó, más que hastiada, Reyes del Río:

—Pues no se pase ahora, madre. Y no culpe a mi padre y al de usted de su fracaso. No estaría de Dios que dejase usted sorda a media España.

Dejándola por imposible, Reyes del Río salió a la terraza. La noche estaba invitadora. Ni pizca de frío pese al escote. Pero cuando ya llevaba un rato ensimismada en los destellos de la ciudad notó que una mano cariñosa le cubría los hombros con la estola de visón que antes dejase en el cuarto de Imperia. Al volverse, agradecida, descubrió que la atención procedía de Álvaro Montalbán. Que era él quien la estaba mirando fijamente a través de unas gafas que, en su opinión, no le sentaban en absoluto. Y pensó que estaría sometido a las leyes de una imagen decretada, como le ocurría a ella misma.

—¿No he visto yo esos ojos en algún lugar? —preguntó él, insinuante.

—Los míos los habrá visto usted en la televisión o en las tapas de los discos, que ahí están para lo que guste. Los suyos los he visto yo en los anuncios de alguna óptica.

—Cristales de aumento tendrían que ponerle, para que pudiera ver todo lo que pasa a su alrededor sin que usted lo vea.

—Para el mundo, gafas oscuras. Que tampoco está el mundo para mirarlo mucho.

—¿Tanto teme sus peligros?

—Ellos me temen a mí, que no es lo mismo. Peligro que viene, se vuelve para atrás, amilanado.

—Casi me asusta, valentona.

—Ni asustarle quiero, conque ya ve si quiero poco.

—¿Es un desplante?

—Es un bostezo.

—¿Será que la aburro?

—Será que me duermo.

—¿Tanto desprecia a los hombres?

—No puedo despreciar lo que todavía no he visto.

—¿No ha visto a ningún hombre?

—A ninguno, sentrañas. Lo que en los comercios venden por hombre, me parece a mí que es una mala imitación.

—¿Y esto que tiene delante qué es?

—Un esmoquin.

—Es usted mucha hembra, Reyes, mucha hembra.

—Demasiada. Conque cuidado, mi alma, porque podría a usted darle un empacho que lo lamentaría.

Quedaron mirándose fijamente, sopesando cada uno la galanura del otro. Aquella Reyes del Río alejada de su mito estaba particularmente bella y, para total fascinación de los mitómanos, más inexpresiva que de costumbre. Consideraba Álvaro muy apropiado su apodo de Virgen de Cobre. Veía en ella la reencarnación de fetiches que soñó en su adolescencia. Como si todos los mitos de su educación cristiana regresaran para excitarle de una manera inexplicable, con una fuerza que hasta entonces no había conocido o acaso no supo reconocer, si se produjo.

Tan embebido se hallaba contemplando a su nueva diosa que no reparó en la presencia del hijo de Imperia. Se había colocado a sus espaldas, casi pegado a él, y delataba cierto nerviosismo. Se restregaba las manos continuamente, como envalentonándose para la acción. Por fin hizo acopio de coraje y tiró por dos veces de la manga de don Álvaro, acompañando cada tirón con su sonrisa más encantadora.

—Don Álvaro, ¿me permite hacerle una pregunta?

—¿Y no puede esperar, niño? —contestó él, dejándole ver su escasa oportunidad con un gesto casi despectivo.

Sólo que el niño continuaba sonriendo.

—Todo puede esperar, don Álvaro, pero también es cierto que quien espera desespera.

—¡Anda ya! ¿Y de qué puedes desesperar a tu edad?

—Sin ir más lejos, de que no sé bailar el tango. ¿Qué tal se le da a usted?

—Se me da chachi. En las fiestas mayores de Ardonzas, me lo marcaba con la hija del boticario y todas las mujeres se corrían mirando.

¡Ojalá no lo hubiera dicho, el imprudente!

—¿Y los chicos, don Álvaro?

—¡La rabia que tenían!

—No me extraña, pobrecitos. A propos, ¿nadie le ha dicho que con esas gafas tiene usted cara de profesor de baile?

—De baile, de álgebra y hasta de física si tú quieres. Las gafas siempre dan un aire culto.

En ese preciso instante sonrió Reyes del Río con un brote de complicidad con el niño que, sin embargo, resultaría inexplicable, para su cortejador, percibirlo. Ella sabía por dónde podía saltar de repente un gato parduzco. Acostumbrada a las reacciones de Eliseo, rodeada siempre de admiradores homosexuales y hasta de imitadoras mariquitas, detectaba al instante aquellos excesos de la sensibilidad y sabía cómo tratarlos. Con respeto siempre. Con cariño en muchos casos. Con voluntad de ayuda cuando comprendía que, detrás de la frivolidad y el gozo, se escondían heridas.

No era tan receptivo Álvaro Montalbán. No podía serlo ni se hubiera atrevido, máxime tratándose del hijo de Imperia y en aquella noche. Lo único que le preocupaba eran los desplantes de la coplera:

—Los dejo. Ustedes tendrán cosas de que hablar. Yo lo tengo todo dicho.

Y se alejó hacia el salón, dejando en el rostro de Álvaro una sombra de ira.

—¡Maldita sea la estampa de esa bruja! —exclamó. Pero tuvo que disimular su humor porque continuaba mirándole, embobado, Raúl. A quien preguntó, fingiendo cortesía—: ¿Y qué querías tú con lo del tango, jovencito?

El niño tragó saliva. Por fin, se decidió a hablar:

—Ya que usted dice bailarlo como si fuera un baturro de las pampas, bien podría darme unas lecciones.

—¿Y no podría enseñarte tu madre?

—Comprenderá usted que no es lo mismo. Me enseñaría los pasos femeninos y luego, cuando los aplicase, me haría quedar tope ridículo.

—Me dijeron en milicias que nunca hay que negarle un favor a un camarada; pero para bailar el tango, se necesita música de tango, que yo sepa.

Raúl quedó fascinado por tanta inteligencia.

—Si es por discos, no quedará. Poseo en mi habitación la mitad de Buenos Aires…

No esperó una respuesta. Agarrando a don Álvaro por la manga, le arrastró hasta sus dominios. Sin que el galán sospechase nada, cerró la puerta y con expresión de cazador furtivo puso un disco de Gardel. Concretamente, el tango llamado Cuesta abajo.

—Ese está muy bien para aprender —exclamó Álvaro, estirándose completamente y disponiendo las piernas en la actitud de un malevito porteño.

Por su parte, Raúl abrió los brazos exageradamente, dispuesto a recibirle.

—Yo me dejo llevar, cual pluma al viento.

—Bueno, pues yo te cojo por la cintura…

—Notará usted que es bien esbelta.

—Cierto. Muchas mozas la quisieran. Tienes que arrimarte más.

—Sí, señor. Yo me arrimo todo lo que usted me diga.

—¿Ves? Tu pierna tiene que pegarse en lo posible a la pierna de la hembra. Así, como hago yo pegándome a la tuya…

—Sí, señor, sí, bien pegadito…

—Ahora lo haces mejor… Cuanto tú avances, tu pierna casi refriega el sexo de ella… ¿Te das cuenta?

—¿No iba a darme cuenta? Me ha refregado usted que ha sido un too much.

Continuaba Gardel desgarrándose en lamentaciones cuando Álvaro Montalbán se descubrió reflejado en el espejo, con aquel jovencito en brazos y las piernas entrelazadas que parecían un nudo.

—Oye, niño…, ¿no quedamos un poco maricones?

—¡Dios nos librara, don Álvaro! Serán manías suyas.

—Yo es que en esto soy muy estricto. Yo es que ver un maricón y darle una hostia, todo es uno.

—¡Glup! ¿Y le da usted muy fuerte?

—Lo desmonto. Primero lo dejo sin dientes. Después, si pudiera, sin costillas. Pero ¿sigues el paso o no sigues el paso?

Raúl se separó de él como alma que lleva el diablo. Quedó mirándole con aire de total indefensión.

—Se me han pasado las ganas. Si bien se mira, pudiendo bailar el rock, ¿para qué pasar tantos apuros?

No se dio cuenta Álvaro del cambio operado en el semblante de su pareja, que pasaba de la juerga a la congoja en tan corto espacio de tiempo. Se encogió de hombros ante lo que no podía entender y le dejó sentado al pie de la cama, poniéndose los cascos, sin duda para guardar para sí la intimidad de la música.

De vuelta al salón, buscó a Reyes del Río. Pero fue Imperia quien le salió al paso, ofreciéndole un Ballentine’s.

—¿Qué tal te cae mi hijo?

—Muy bien. Nos hemos reído mucho a costa de los maricones.

—Sorprendente —murmuró Imperia. Y, colgándosele del brazo, le llevó hasta las butacas, donde seguían bebiendo las otras invitadas.

Interfirió en la conversación, balbuciente, y casi dando trompicones, doña Maleni.

—¿Están hablando ustedes de maricones? Pues infórmenme, joder, que yo en casa tengo uno y ya no sé cómo manejarlo.

Reyes del Río mostró su disgusto, acaso exagerado. Señal de que habría otros motivos.

—¿Otra vez con lo mismo, madre? Asuma de una vez lo que le ha caído encima y déjenos en paz con tanta historia.

—Reyes tiene razón —dijo Miranda—. Del afecto de los maricones vive ella. ¡Si hasta los hay que la imitan en plan de travestido!

—Yo le aconsejaría a usted un pelotón de fusilamiento —dijo Álvaro, bromista pero rotundo—. De seguir así, habrá en España más maricas que hombres.

Reyes del Río se le puso insolente:

—Mucho ha de saber usted de macherío para distinguir.

—Mire usted, preciosa: un hombre, cuando es hombre, señal de que lo es.

—Se expresa usted como un premio Nobel —exclamó doña Maleni—. Un hombre puede ser un bicho y eso es malo, pero si es bicho y no es hombre tampoco sirve. Y ha de estar a lo que quiere la mujer, sin dejar de ser hombre.

—Y una mujer que esté para lo que la quiere el hombre y donde el hombre quiera. Brindo por usted, doña Maleni.

Intentaron todos evitar el brindis, no por Álvaro sino por la madraza. Fue inútil. El brindis se produjo fatalmente y el chinchón siguió bajando en la botella. Imperia, que había seguido en silencio todas aquellas disquisiciones, preguntó con acento incisivo:

—Y tú, a una mujer, ¿dónde la quieres?

—En un altar. Y que tenga poca concurrencia. Altar para ponerle cirios yo y ponerle flores yo y un ejército para impedir que pase nadie. Y misas privadas. Y ni un monaguillo.

Contestó Reyes, altiva:

—Pues con lo poco que va la gente a las iglesias, si encima hacen lo que dice usted, se van directamente a la ruina…

Miranda conocía a Imperia lo bastante como para saber que algo la había violentado en aquel diálogo. Y estuvo ya completamente segura cuando su amiga cogió a Álvaro de la mano y, mirando a las otras mujeres, refunfuñó:

—Rapto un momento a nuestro macho rampante…

Se lo llevó mientras doña Maleni preguntaba a Miranda:

—¿Qué coño ha dicho que es el macho ese?

—Rampante, señora —dijo Miranda—. Rampante, dijo.

—Esas mujeres emancipadas dicen unas cosas que no están en los evangelios.

En el office, Álvaro comía un tocinillo de cielo mientras Imperia daba vueltas alrededor de la mesa, con los brazos cruzados y una expresión de mudez total.

—¿Se puede saber qué tenías que decirme con tanta urgencia?

—No me han gustado nada tus comentarios. Espero que algún día no se te escapen delante de la prensa.

—¿Eso me lo dice la profesional o la amante? —preguntó él en tono chulesco.

—¿Si te lo dice la profesional?

—Tengo que callarme. Ella tiene más experiencia.

—¿Si te lo dice la amante? O mejor dicho, la perra, porque yo, de amante, luzco poco.

—Le arreo un sopapo. La mujer que me ladre a mí, no ha nacido todavía en esta España.

—Tienes tú suerte de tener lo que tienes. Otro me habla así y lo mando al dispensario.

Para huir del melodrama, esa dama de altos vuelos se estaba volviendo sainetera.

Álvaro no huía de nada; así pues, la estrechó contra su cuerpo, violentamente. Por más que ella le rechazaba, fingiendo enfado, consiguió besarla con avidez, sin contemplaciones. Tampoco las tuvo Imperia para clavar las uñas en su esmoquin, como si intentase atravesarlo hasta hincarse en sus músculos.

—Tengo suerte de tenerte a ti, salero —susurró él en voz queda. Y, mordiéndole el cuello, añadió—: Y ahora te vendrás conmigo a casa.

—¿Y plantar a mis invitados? ¿Cuándo se habría visto?

—Tú sabrás a quién prefieres. Yo voy muy caliente.

—¿Esa es tu forma de decir te quiero?

—Esa es mi forma de darte lo que deseas.

—Pon que deseo más —murmuró ella mirándole fijamente.

—Arriésgate a pedírmelo. Pero te advierto, no me dejes marchar en este estado porque podría caer en brazos de la primera que encuentre.

Imperia no pidió siquiera la oportunidad de pensarlo dos veces.

—Quédate a dormir aquí. En media hora los echo.

—¿Y tu hijo?

—Que se entere de una vez. Ya es mayorcito.

Con el regreso de los criados, Imperia empujó a Álvaro fuera del office. De todos modos, no hubo sorpresa. Para Sergio fue una escena habitual: la señora quiere sorprender con una última golosina y no tolera que el marido se introduzca en su terreno para hacer averiguaciones. Pero Martín, más ducho en aquel tipo de escaramuzas, se dijo con malévolo gesto: «¡Vaya sitios se buscan los señores para hacer sus picardías!».

De regreso al salón, Álvaro buscó inmediatamente la figura de Reyes del Río. Permanecía en un rincón de la biblioteca, en estado de tal lasitud, de tal indiferencia, que se limitaba a ir paseando el dedo por el lomo de algunos libros. Era el momento ideal para distraerla, para liberarla de su cárcel de tedio. El momento para hacerle sentir, con total intensidad, que la deseaba ardientemente.

Cuanto más imitaba ella a una estatua, más empezaba a comprender él la hoguera que la consumía por dentro.

Decidió ofrecérsele, cuando le salió al paso Miranda, que sostenía una botella de chinchón en la mano, sin que nadie se atreviese a reprenderla, como había ocurrido con doña Maleni.

—¿Dónde se había metido usted, Alvarito?

—Jugaba con el niño. Le ha dado por aprender a bailar el tango.

—¿Y usted qué hacía?

—Yo le llevaba.

—¡Dios mío! ¿Y adónde le ha llevado?

—Arriba y abajo de la habitación. Yo le he dicho que era un lugar muy estrecho para bailar, pero él, dale. En confianza: ¿ese niño está bien de la cabeza?

—Voy a averiguarlo. Si le encuentro haciendo equilibrios en el grifo del baño, es que no lo está.

Al entrar en la habitación de Raúl, Miranda le encontró sentado en la cama, con la cabeza escondida entre las manos y los cascos de música puestos. Por un momento, pensó si le habría dado un repentino ataque de operitis; pero, cuando el muchacho levantó el rostro hacia ella, descubrió que lo tenía bañado en lágrimas.

—Niño, niño, ¿estás llorando?

—No, tía Miranda. Es que me llueven los ojos.

—No me engañes, pequeño, que esto es llantina de amores.

Tomó asiento junto a él. No sabiendo qué hacer con un criajo que llora, se le ocurrió como argumento ideal el que le servía a ella en sus congojas. Y agitando la botella, proclamó:

—Lo único que entierra el mal de amores es esta magia. ¿Quieres un traguito?

—¿Qué es? ¿Un elixir?

—Chinchón de la chinchonera.

Con un gesto le sugirió que bebiese a morro. Por poco se atraganta el niño. Pero después de mucho toser, se pasó la lengua por los labios y comentó:

—Es bueno.

—Otro traguito.

Dio un trago, un poco más largo.

—Es buenísimo de muy bueno.

—¿Otro traguito?

Esta vez el trago valía por tres.

—Es más bueno que lo más excepcional y lo más tope. ¿Puedo hacerte una pregunta, tía Miranda?

—Tú pregunta lo que quieras y yo te contestaré por telegrama. Siempre lo he hecho así y siempre me ha dado excelentes resultados.

Raúl dio otro sorbito para animarse.

—¿Tú crees que si un hombre con gafas no está muy interesado en un chico soltero le saca a bailar el tango?

—Si se le lleva arrastrado con cadenas como has hecho tú, sí.

El niño ya empezaba a hablar desde el mareo.

—La verdad es que arrimar, arrimaba el muy cabrito. Para mí que después se ha hecho el machote para hacerse valer.

—Los hombres son muy raros, niño. En cierta ocasión conocí al embajador de uno de esas repúblicas sudamericanas que parece que no pueden existir. Era de lo más macho que había visto en mi vida. Pues bien, cuando fuimos a hacer el amor, me salió vestido de odalisca.

—¿Me tomas el pelo? ¿Un macho machote vestido de odalisca?

—Y más, mucho más. ¿Tú, que llegas de Barcelona, no conociste al marido de Superba Roiget? Sí, hombre, la que está emparentada con los Roiget i Masroig del caldo «Pavita Linda». Pues al marido de Superba Roiget, que era muy macho, lo descubrieron un día en una casa del Barrio Chino donde vendían ropa de vedette. Se estaba probando sujetadores de lamé, mallas de rejilla y braguitas de pedrería de esas tan absolutamente vulgares. Resulta que acudía a hacerlo una vez a la semana desde hacía años. Incluso obligaba a las dependientas a que le llamasen Lulú Pigalle.

En la mente de Raúl, tan remojada en chinchón, brilló un destello de esperanza:

—¿Tú crees que don Álvaro se ha vestido alguna vez de odalisca?

—Yo creo que cada noche, porque de lo contrario, siendo tan macho, tiene que aburrirse la mar. El hombre muy machote que no se viste de odalisca de vez en cuando para compensar, llega un momento que se encuentra siempre igual y se odia a sí mismo.

—¡Qué cosas tan bonitas cuentas, tía Miranda! —exclamó el niño, riéndose a mandíbula batiente—: ¡Eres más divertida que lo topo divertidísimo!

Y entre risas entrecortadas, quedó pegado a sus cascos, acaso imaginando a Indiana Jones en plena ejecución de la danza del vientre.

Miranda aprovechó para reintegrarse a la reunión. No era, por cierto, demasiado apetecible. Como todas las que se prolongan en exceso, estaba avanzando hacia la repetición, la cual se encargaba de acentuar implacablemente una doña Maleni que, además, continuaba dándole al chinchón. Seguía con las quejas contra su sobrino. Y al descubrir que Miranda regresaba, decidió convertirla en tabla de salvación. Corrió hacia ella con los brazos abiertos y poniendo tal ímpetu que a poco tropezó con una butaca.

—¡Mi sobrino no me quiere, mi hija tampoco, mi marido y mi padre me mandan maldiciones desde el infierno de los difuntos! ¡Lléveme a Egipto con usted, marquesa, que le alegraré el viaje! Me sé dos romanzas de La corte de Faraón que si las canto en vena se vuelve a abrir el mar Rojo del impacto.

—¿Pero qué dice esta beoda? —exclamó Miranda, horrorizada—. ¿Pretende fastidiarme el viaje?

—He tenido ayer una buena chamba en el bingo. Puedo pagarme un viajecito sin tener que pasar por mi hija, que luego me lo echaría en cara, recordándome que vivo de ella.

Reyes del Río intentaba quitársela de encima.

—Madre, le pago el viaje en buena hora y no me dé más tormento. ¡Váyase a los Egiptos y, si puede ser, no vuelva!

Miranda estaba decidida a protegerse:

—Oye, guapa, a mí no me cuelgues el muerto, que ya voy acompañada. Viene la pesada de Milagritos, que tiene un enfisema pulmonar y se ahoga con sólo subir las cuatro escaleras de Archy’s. Si encima tengo que cuidar de esa reliquia, no podré hacer shopping.

—No me dirás que vas a Egipto sólo para hacer shopping —exclamó Imperia, riendo—. Sabrás que hay otra cosa, además de tiendas.

—No seas exagerada. También veré las pirámides. De todos modos, no mucho más. Dicen que esos países del Cuarto Mundo son muy cansados.

Mientras se enfrascaban en aquella absurda discusión —¿quién podía siquiera intuir lo que haría en Egipto toda una Miranda Boronat?—, Álvaro continuaba acechando a Reyes del Río y ella rehuyéndole de una manera que ya empezaba a ser abierta y declarada.

Para desesperación del galán, volvió a aparecer el niño Raúl. Pero, en esta ocasión, se tambaleaba y canturreaba el Coro de los Marineritos, para satisfacción de doña Maleni, que le hacía palmas.

—¿Me permite usted, apuesto don Álvaro? —tartamudeó Raúl—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

Él le contestó de muy malos modos:

—¿Qué quieres ahora? ¿Aprender el vals?

—¿Es verdad que usted se viste de odalisca para ir al supermercado?

En el rostro de Álvaro Montalbán se dibujó una expresión de perplejidad que pasó rápidamente a la furia.

—¿Qué está diciendo este niño? ¡Me está tomando por lo que no soy!

Raúl se echó a reír, en pleno descontrol.

—¡Vaya, vaya, profesor! Me han dicho que le han visto en un teatro de revista poniéndose los sostenes y las mallas de la vedette… ¡Y que además tenía que ponerse tetas postizas!

Alucinados estaban todos. Y Álvaro Montalbán, particularmente, salido de madre.

—¡Basta ya, Raúl! —gritó Imperia, desde su rincón—. ¡Este tipo de bromas no tiene pizca de gracia!

—Si lo llego a saber, no se lo cuento —murmuró Miranda, intentando desaparecer hacia la cocina.

En medio de una risotada borracha, exclamó doña Maleni:

—Los hombres de hoy, mucha facha y cantidad de macherío; pero, a la hora de la verdad, todos maricas.

Enfurecido por el comentario de la villana, Álvaro se arrojó sobre Raúl, aferrándole por el cuello. Y tenía ya la mano levantada para hacerla caer sobre su rostro cuando sonó a sus espaldas un grito de mujer, conminándole a detenerse.

Antes de que Imperia tuviera ocasión de intervenir, Reyes del Río se había adelantado hacia Álvaro y, agarrándole con furioso ademán, le obligó a volverse hasta que sus rostros se enfrentaron.

—¡Alto ahí, señor don Álvaro! ¡Usted toca al muchacho y le arranco yo los ojos con estas uñas!

Todos los presentes enmudecieron. Y Álvaro, el más asombrado, sólo consiguió proferir un nombre a guisa de exclamación:

—¡Reyes!

—¡Reyes y Magos, si quiere! Y reyes de España, todos los que hubo. ¿Quiere más reinado todavía? Pues lo tengo y me sobra para romperle a usted el alma, fanfarrón de mierda.

—¡Caray con la coplera! —exclamó Miranda, admirada—. ¡Por poco nos sale boxeador de esos que promociona la jet set!

Reyes acogía a Raúl en sus brazos. Notó que ya no se daba cuenta de nada. Pero ella continuaba con su batalla particular contra Álvaro Montalbán.

—¡Hasta la peineta me tiene usted con tanta machada! O sea que mucho cuidado porque quien va a ir derechito a un altar va ser usted, pero clavado en cruz.

En la imposibilidad de excusarse sin agredirla, Álvaro se volvió hacia donde estaban Imperia y los demás.

—Se lo dije, Miranda: este niño no está bien de la cabeza.

Imperia decidió que su intervención debía ser de otro estilo. Una reprimenda que mezclase los deberes de madre y las obligaciones de la anfitriona. En cambio, le salió la misma aversión que la obligaba a retroceder ante los infiernos de su amigo Alejandro.

—Te lo advierto, Raúl: este es el tipo de mariconadas que no estoy dispuesta a tolerar. Es más: me repugnan.

Por primera vez, Reyes del Río se atrevió a tocar a aquella especie de tutora suya. Poniéndole la mano encima del hombro, susurró:

—Deje que le lleve yo, Imperia. ¡Como si fuera uno de mi público!

Y se fue, soportando el peso de Raúl, quien, casi inconsciente, continuaba cantando el Coro de los Marineritos. Y, entre frase y frase, repetía:

—¡Qué fuerte es! ¡Qué autoritario! ¡Qué machote!

Todo esto sin dejar de soltar hipos.

Reyes del Río se dignó bajar de su trono para desvestirle sin que él se diese apenas cuenta. Tras mucho forcejeo, consiguió introducirle bajo las sábanas. Y mientras le arreglaba la almohada quedó mirándole con una sonrisa llena de ternura.

—Me he puesto en ridículo, ¿verdad? —gemía el niño.

Ella le acarició dulcemente:

—¡Si no habré visto yo lo que te pasa! ¡Si niños como tú me llegan a ramilletes al camerino y me basta con descubrirles esa mirada tuya para quererlos como cosa mía!

—¿A qué mirada te estás refiriendo, tía Reyes?

—¡Qué piradito estás, mi niño! Tanto que ni aciertas a ver que esa mirada tuya la tienen las virgencitas de nuestras semanas santas. Duérmete ya, que el mundo es muy grande y los mundos del sueño todavía más.

—¿Sabe que le digo? Casi podría ser mi madre.

Mientras él iba cerrando los ojos, ella iba abriendo los suyos desmesuradamente.

—No me lo digas dos veces, niño, no me lo digas. Que una gitana me lo anunció ante las puertas de la Alambra y todavía estoy temblando.

—¿Por qué, tía Reyes?

—Por eso, bonico. Porque podría ser tu madre.

Y todavía brotó una lágrima de aquellos ojos brujos.

CUANDO NO PASABAN JUNTOS LA NOCHEVIEJA, Imperia y Alejandro solían llamarse pocos minutos después de la última campanada para desearse las mejores cosas. Siempre fue así, desde cualquier lugar donde se hallase uno de los dos. Y todavía recordaban lo azaroso que la ceremonia resultó tres años atrás, cuando Imperia se hallaba en un hotel de Nairobi y él en casa de unos amigos, en Verona. Si consiguieron salvar tan insólitas distancias, no era excusable que en ese primer amanecer de 1990 tardase tanto Alejandro en llamar desde la provincia de Málaga.

El olvido, aunque ofensivo, era un excelente augurio de la felicidad del amigo entrañable. El milagro del tren le mantendría tan ocupado que cualquier obligación se parecería a un sacrilegio. Se encontraría él en dulces brazos, estableciendo aquel tipo de vínculos que solía sacralizar sin el menor esfuerzo. A buen seguro que el efebo ya estaría instalado en un altar a cuyas plantas le adoraría Alejandro, convertido en sumo sacerdote de su culto.

Pensó Imperia que el envidiable privilegio de los enamorados, su derecho al aislamiento, era muy susceptible de convertirse en descortesía cuando se celebra prescindiendo de los compromisos con los demás. Pero se vio moralmente obligada a tragarse sus reproches. Alejandro se limitaba a pagarle su negligencia de la semana anterior, cuando olvidó completamente su cena semanal. Y por una razón parecida: por el placer de celebrar, en la noche sevillana, la consagración de Álvaro Montalbán.

Ignoraba Imperia que su compinche preferido estaba muy lejos de celebrar la Nochevieja realizándose en el culto al amor. Que dejó pasar las horas arrinconado en un bar del pueblo, apoyado en el viscoso hule de una pequeña mesa, ante una jarra de vino, con el vaso tambaleándose entre las manos, ensimismándose de nuevo en el cultivo del dolor y hundido en una profunda lástima por sí mismo.

Tenía los ojos llorosos y un cigarrillo colgando torpemente de los labios despellejados. Sin afeitar, despeinado y con una sonrisa paralizada, diríase un triste reclamo de la soledad total. Parecía gritarle al mundo: «No hay escapatoria. Nunca la habrá».

Durante mucho rato le contemplaron, extrañados, los dueños del bar, un matrimonio que, igual que él, no se habían vestido para la gran fiesta. Era una pareja de rústicos que le conocían desde niño y, después, le trataron en su adolescencia de señorito, cuando llegaba con otros compañeros a jugar en la única máquina tragaperras del pueblo, hoy estropeada porque el tiempo pasa incluso para las máquinas. Estaba avezado, el matrimonio, a tratarle siempre con el distante cariño que los de su clase suelen dirigir a los hijos de los señores de toda la vida, tratamiento que, para ellos, equivalía al señorío de todos los siglos. Y aunque siempre fue Alejandro el más simpático de sus cinco hermanos, y por supuesto mucho más asequible que sus padres y tíos, no por ello dejaba de inspirar el santo temor que su condición inspira todavía en esas partes del mundo. Por otra parte, sus estudios y la circunstancia de vivir en Madrid le prestaban, últimamente, una impresionante aureola de hombre de respeto.

¡Quién lo dijera aquella Nochevieja! Se les presentó con paso vacilante, mirada de borracho y peor vestido que cualquiera de los braceros al servicio de su familia. Las botas de montar sucias de fango, unos pantalones de pana igualmente desaseados y un chaquetón de piel raída por el uso. A él no parecía importarle en absoluto. Parecía viajar fuera del mundo. En realidad, estaba en consonancia con el barucho, donde sólo quedaban los restos del tapeo de la tarde. Dos horas antes, quedó completamente vacío, porque los clientes habituales estarían celebrando la fiesta en sus hogares, frente a los glamurosos espacios de la televisión o bien en las boîtes y restaurantes de medio tono que fueron surgiendo en el pueblo durante los últimos años, a raíz de la nueva prosperidad.

Tenía Alejandro los ojos fijos en un televisor cuyos alegres mensajes estaba muy lejos de atender. Transcurría un desfile de rostros festivos: cantantes, locutores, cómicos, invitados famosos, azafatas; una entera corte del entretenimiento público cuyos miembros exhibían un vistosísimo catálogo de vestuarios para un reveillón soñado, mientras brindaban incesantemente con un líquido amarilluzco, que pretendía parecerse al champán, propiciador de sueños.

Él se limitaba a dejarse llevar por el ritmo trepidante de las imágenes, reducidas por fin a una acumulación de colorines y a un cencerreo de musiquillas alteradas. Nada más lejos de su ánimo que aquella obligatoriedad de la alegría. Por su cerebro circulaban en tropel ecos de sus canciones de juventud; susurros tristes, lamentos melancólicos, evocaciones dramáticas que perduraron a lo largo de su vida…

El paso del tiempo se convertía en fonoteca alquilada para acompañar, ahora, su dolor.

En Nochevieja, en aquel bar de pueblo, a solas frente a un televisor, Alejandro resumía en un abandono inesperado sus habituales calvarios de los fines de semana. En esta ocasión era peor. Durante todo el año, se había encontrado solo porque no encontró a nadie que le ofreciese, siquiera durante unas horas, la esperanza de dejar de estarlo. Ahora se encontró simplemente abandonado, el peor oficio del mundo. Tal es la diferencia entre la soledad y el abandono. El hombre se encuentra hundido en la soledad sin ayuda de nadie, pero únicamente por el rechazo de alguien puede sentirse abandonado. Ese alguien, en esta ocasión, había llegado sin avisar y se fue advirtiendo. Levantó la mano ante su esperanza y le hizo ver claramente que esta era imperdonable. ¡No debía atreverse a pedir tanto!

Esperó la noche, en que es más cruel la soledad para desaparecer de su vida, rompiendo así cualquier esperanza de un amor duradero en el futuro. Porque el abandono ya no era un accidente. Sería la confirmación de una regla.

Estaba establecido desde hacía siglos que nada llegaba para quedarse eternamente. ¡Pero, Dios, no tenían por qué ser los amores tan fugaces! Al serlo, potenciaban la intensidad que precedió al final; la intensidad que, al morir, provoca el estallido de la desesperación. Así había ocurrido con el salmantino llamado Sebastián. Con su presencia, convirtió los últimos días del año en una milagrosa repetición de aquel primer encuentro en el tren. Una sucesión de sorpresas, un cúmulo de revelaciones, ora apasionadas, ora divertidas. Y, además, se entendieron tan bien en la cama que Alejandro recuperó por primera vez en muchos años la sensación del placer plenamente compartido y, por lo tanto, la cumbre del placer.

Prolongaron su entendimiento en horas de conversación, escarceos jocundos, lazy hours deslizadas con la melancólica delicuescencia de dos románticos empedernidos…

Alejandro sintióse feliz contribuyendo a que el mancebo se forjase una fantasía tomada a guisa de complaciente vacación. ¡Ojalá hubiese obrado él del mismo modo! Lamentablemente, siempre buscaba la opción de la eternidad.

Accedió a llevarle a la grupa de su caballo. Sebastián sucumbió a la fantasía. Aquel jinete maduro, de buen ver y dispuesto a todos los excesos, difería mucho de los profesores que hasta entonces había conocido. El mismo Alejandro aceptó creerse el centro de un universo completamente amazónico. El ocio sano que le ponía en contacto con sus campos, lejos de la neurosis urbana, favorecía un aspecto descuidado, abierto, que podía pasar fácilmente por deportivo. Y él se complacía en presumir delante de su improvisado admirador, obligando al caballo a efectuar toda suerte de cabriolas que el salmantino aplaudía con entusiasmo infantil. Así, aceptó a guisa de un regalo de vacaciones que Alejandro se despojara completamente de su personalidad urbana para desarrollar una tópica estampa de centauro andaluz.

Ya que el inesperado jinete había propiciado todas las fantasías de su efebo, este accedió a propiciar las suyas. ¡Fecundo intercambio de extravagancias! Hicieron el amor bajo los árboles, sueño dorado de todo panteísta que se estime. Corrieron semidesnudos junto al río, aprovechando un pálido rayo de sol que quiso favorecer la ilusión de una primavera temprana. Y aunque Alejandro consideraba el tiempo un poco frío para los malagueños, a Sebastián se le antojó el trópico, comparado con el invierno de Salamanca.

Pasearon entre los chopos del río, se hicieron fotos deambulando por la fresneda, y debajo de una encina más antigua aún que la infancia de Alejandro, reposaron abrazados, dejándose empapar por un tenue sudor que ya no era el del clima, sino el de sus propios cuerpos excitados. Aparecía la naturaleza nimbada por luces pálidas, que acentuaban los aspectos mágicos de los contornos. Contra el cielo rosado se perfilaban las siluetas de la serranía, se bañaban en amarillos irreales las faldas de las colinas y respondían con un verde oscuro las lomas acariciadas por un sol postrero. Allá, a lo lejos, se erguía una meseta de forma trapezoidal que Alejandro quiso ver como el túmulo donde ardiese el adorado cuerpo de Patroclo. Gracias a algún nuevo milagro, el salmantino conocía la referencia y Alejandro sintió que se besaban desde el interior del mito y por siempre en él.

Se desplazó diariamente a Málaga para recoger a Sebastián y, después de todo un día en el campo, le devolvía a la ciudad y cenaban en algún restaurante junto al mar. Sebastián solía citarle en un punto concreto, delante del gran hotel del Paseo, sin llevarle nunca a casa de sus amigos, donde aseguraba residir. A excepción de este detalle, todo transcurrió dentro de la mayor normalidad. Alejandro le había llevado a alguna excursión por los pueblos de la costa y hasta cedió a la tentación de entrar en algún bar de ligue de Torremolinos, en cuyos rincones pudieron bailar y besarse sin disimulo.

De regreso a los paisajes de su adolescencia, el profesor dio rienda suelta al deseo que desde hacía tantos años deseaba invocar. Presintió que había llegado el momento de declararse a Sebastián. Le obsequió con la acostumbrada retahíla de juramentos de amor eterno, conjuras de perenne devoción, votos de fidelidad y hasta proyectos de vida en común. En su delirio, decidió que Sebastián podía desplazarse a Madrid los fines de semana, incluso seguir sus estudios en la capital. Si esto no era posible, él estaba dispuesto a solicitar el traslado a Salamanca…

Cuando vio que aquella nueva fantasía estaba llegando demasiado lejos, Sebastián le miró con expresión asustada. Estaba decidido a poner las cosas en claro.

—¿Por qué te enrollas tanto? Yo tengo mi vida muy complicada y estoy seguro de que la tuya también lo está…

—Desgraciadamente, no la tengo en absoluto complicada. Sólo tú puedes complicármela, si quieres.

—Complicaría la de otra persona —dijo el muchacho, apartando la mirada. Y, con cierto apuro, añadió—: Estoy liado. Además, soy feliz.

Aquí el silencio. Como si una tormenta de consecuencias irreparables acabase de irrumpir sobre la serenidad del paisaje, hasta entonces conmovido porque sirvió de fondo a tantas cosas bellas. Habló Sebastián de una relación permanente. Detalles de experiencias compartidas, proyectos forjados con mucha antelación y, naturalmente, el temor de herir al otro. Nada que se pareciese a la pasión pero que ataba mucho más que ella. Algo parecido a una amistad que empezó en la escuela y se convirtió en amor para mantener el recuerdo de una adolescencia que se iba consumiendo pero que todavía latía.

Alejandro no pudo dormir aquella noche. El adolescente acababa de expulsarle del paraíso y le obligaba a descender desde las cumbres del amor a las simas de la simple aventura…; aquel tipo de aventuras que a él le hastiaban ya, de puro vividas.

Aquí tuvo un nuevo indicio de la idea que, desde meses atrás, empezaba a torturarle: todas sus conquistas eran tan jóvenes, todos eran muchachos tan nuevos, que podían contentarse con la aventura; mejor dicho: tenían la obligación de vivirla continuamente para participar de lleno en el soberbio espectáculo de la juventud. Pero él empezaba a ser tan viejo que sólo podía aspirar al amor que perdura, ese amor que suele convertirse en el último sudario de la pasión.

Al cuarto día, el salmantino ya no acudió a la cita. En vano esperó Alejandro delante del hotel; después, en la barra. Llamó varias veces a la quinta, por si el otro pensó en dejarle algún mensaje. Como temía, nadie había dejado nada. Paseó por la ciudad hasta la noche, buscando por los bares juveniles, después por los de ligue, finalmente en otros locales de los pueblos de la costa. Y, cuando terminó su búsqueda, la luna arrojaba sobre el mar reflejos amenazadores, como si los dulces colores del invierno hubieran cedido bajo la acometida de Lilith, la terrible.

Ahora se encontró simplemente abandonado, el peor oficio del mundo. Y ni siquiera podía recurrir al consuelo de pensar que había sido sustituido. Esto sería cruel, pero sería cuanto menos una explicación. Su caso era todo lo contrario. Él había sustituido a alguien por unos días, pero no había sido lo bastante importante para sustituirle del todo. Él, que llegaba para usurpar, era el gran derrotado.

Esa otra persona a que se había referido el salmantino, ¿qué edad podría tener? Dijo que pertenecía a su propia generación. Algunos años de diferencia no importaban. Nunca serían esos veintinueve que le separaban a él. Nunca ese abismo de actitudes, de gustos, de intereses para el futuro. Todo cuanto negaba la posibilidad de que Sebastián se formase a su lado, creciendo a lo largo de los años, fomentando la indestructible alianza que los mantendría juntos en la imperecedera unidad de las almas.

¡Semejante cursilada!… ¿O acaso egoísmo? Él llegaría a la vejez mucho antes que este joven a quien le estaba exigiendo un vínculo que podría estrangularle la juventud.

Reapareció entonces en toda su crueldad la confirmación de los años idos.

Tuvo que retroceder sobre sí mismo para confirmar que, en adelante, el paso del tiempo tendría una gran influencia en su relación con los niños amados. De todo el cansancio que sentía de la vida —y era, en realidad, un gran cansancio—, aquel era el que más le atormentaba. Marcaba definitivamente su situación ante el amor y el sexo. La situación que se presenta cuando la vida inicia su declive.

La vida de Alejandro estaba declinando mientras Sebastián se encaramaba hacia la vida. Era así de sencillo.

No es necesario que el hombre llegue a la vejez para sentir que ya nunca habrá renovación. Cuando el águila de la juventud dio sus últimos aleteos, la vida se detiene un instante para meditar sobre sí misma. La meditación es corta, dura lo justo para descubrir que los escalones ascendentes llevaron a una plataforma de la cual ya no posible retroceder. Sólo quedan los escalones del otro lado, los que descienden hasta un punto que nadie puede determinar. En este camino cuesta abajo, el hombre maduro ingresa en el ghetto que le aísla definitivamente de la juventud.

En la carrera que seguirá a continuación se trata de conservarse, no de mejorar. El esplendor de la madurez no compensa del ímpetu de aquellos verdes años, perdidos para siempre. Los jóvenes con los jóvenes, los cuerpos hermosos con los más hermosos todavía, la primavera hacia el verano, nunca retrocediendo hacia el invierno que quedó atrás. Las estaciones de la vida se cumplen inexorablemente. Y el recuerdo deja de ser un placer para convertirse en una condena.

Pero él no era como Imperia. Nunca supo oponer barreras al recuerdo. Por el contrario, lo mantenía. Acariciaba en lo más profundo de su ternura los instantes dorados de la infancia en aquellos campos, de la juventud en los círculos bohemios de los años sesenta, cuando él se abría al deseo como ahora se abrían aquellos muchachos nuevos a quienes pretendía conquistar. Y tuvo que morderse el alma cuando reconoció que empezaba a encontrarse en la patética situación de aquellos caballeros que, en su juventud, le pretendían a él. En la sombría cochera del mundo ocupaba definitivamente el lugar de las carrozas. Podía consolarse pensando que él era de oro, pero también debía aceptar que era carroza al fin y al cabo.

Sentíase más y más viejo en ese año que estaba a punto de nacer.

Recorrió a pie el camino que le separaba de la quinta familiar. Allí continuaba el pueblo, blanco y pintoresco como solía recordarlo en Madrid. Había crecido en dimensiones. Nuevos barrios lo ampliaban desordenadamente a base de edificaciones bastardas, de varios pisos, con pretensiones de cateta modernidad. Pero en lo esencial, el verdadero espíritu seguía intacto. Seguían las casitas enrejadas mandando al cielo aquella diáfana reverberación que hacía palpitar en lo más profundo de su ser la esencia del Mediterráneo y el color de Andalucía. E igual que esos colores, igual que aquella esencia, el sentimiento de la vejez prematura le invadía, sin incluir siquiera un sentimiento de eternidad. Ese mar y esa tierra continuarían allí cuando él faltase. La eternidad tendría que buscarle en otro sitio. Ya nunca más en el puto mundo.

Después de las últimas casitas empezaba el camino que se perdía entre los campos y hacía el río. A lo lejos brillaban las luces del hogar. Junto a él, a medida que avanzaba, los olivos adoptaban formas monstruosas, que amenazaban desde la oscuridad.

Buscó un refugio bajo aquella noche estrellada como era imposible soñarla en otro sitio. Allá estaban, invasoras, las estrellas que sugerían mantos infinitos, coberturas eternas, voces transplantadas por encima de océanos y continentes, céfiros que brillaron ya sobre esos campos el día de su nacimiento; joyas que continuarían titileando cuando se cumpliese el plazo fatal decretado por alguien que siempre tuvo más poder que todos sus dioses.

No quería regresar a casa. No deseaba enfrentarse a la familia, todos vestidos de fiesta para celebrar el nuevo año. Prefería quedarse sentado en una piedra del margen del camino, fumando a solas mientras los mantos de la noche cubrían los campos donde había sido feliz por unos días, con esa felicidad que ya huía, prisionera, también ella, de los decretos del tiempo.

Sentado completamente a solas, perdido entre la noche y su propia negación, recordó en cuántas ocasiones había pensado en la muerte como reposo absoluto. Votaba ardientemente por ella, la elegía como su compañera más deseada, todo antes que continuar soportando la soledad en los años de decadencia que se aproximaban. Nada más elegante que la muerte cuando la vida se revela tan grosera. Nada tan sofisticado como aquel vacío tan negro, tan parecido al terciopelo de una reina en noche de gran gala.

¡Cuánta y cuán pasmosa tranquilidad se escondería en el domicilio definitivo de los muertos! ¡Cuánta paz, por fin alcanzada, por fin vivida más allá de todo lo vivido y, al mismo tiempo, negándolo! ¡Cuánto alivio con la aceptación de que el tiempo se habría detenido, paralizado para siempre en lo inmortal, y que a partir de esta parálisis ya no podría herirle más!

Y era tan cándido que incluso este instante definitivo le encontraría sumido en la vana ilusión del tango.

Le encontraría buscando un pecho fraterno para morir abrazado.

—IMPERIA RECIBIÓ EL PRIMER AMANECER DEL AÑO empalada por el pene de Álvaro Montalbán. Imposible dominar su furia una vez se despidieron los últimos invitados. Imposible recomendarle silencio para evitar que Raúl se enterase de todo. La animalidad del macho surgió sin precaución ni freno. Gimió con un toro, rugió como un león y, al eyacular, desató sobre la habitación la furia de un tornado. Era como si el nuevo año renovara sus impulsos sexuales, proyectándolos con una urgencia devastadora.

Teniendo en cuenta que el macho ya conseguía recordar que las mujeres también tienen derecho al orgasmo, se comprenderá que Imperia reaccionase ante sus impulsos con entrega parecida. Fue una correspondencia total, que llegó a enlazarlos fuertemente en el instante del placer. Algo tan compartido, tan unido, que Imperia se decidió a celebrar la llegada de 1990 como portadora de los mejores augurios.

Eran un christmas viviente. Pero de la serie que se vende en las sex-shops.

Cuando ella despertó, a media mañana, Álvaro ya se había ido. Al recordar los sucesos de la madrugada, ella decidió que había habido algo más: era precisamente ese pequeño algo lo que aportaba al recuerdo una cierta ternura, parecida por fin al sentimiento. Recordó Imperia sus palabras de días antes, en Sevilla: «Si sólo fuera cuestión de tamaño, una se buscaría un elefante». Pensaba ahora que si sólo fuese una cuestión de sexo ella no estaría acariciando los surcos que el cuerpo de Álvaro dejó en la cama. Obraría como obró siempre con los muchachos alquilados: un orgasmo espectacular e, inmediatamente, la ocupación del cerebro en cosas de mayor urgencia o importancia.

Pero sus caricias de ahora tenían ternura y este era un punto sobre el que no estaba dispuesta a detenerse ni a hacer averiguaciones. No estaba interesada en averiguar qué podía sobrevenir en el espíritu después de un acceso de ternura. Continuaba siendo un camino barrado.

Inmediatamente, alejó aquella asociación. Volvería a la idea inicial: el cultivo del capricho. No importaba que, como tal, durase ya demasiado tiempo. Seguía siendo capricho al fin y al cabo. Y así se lo contaría a Raúl cuando el niño la acosara, en busca de explicaciones.

Pero Raúl continuaba durmiendo. Miranda dijo que había tomado un exceso de chinchón. No se encontraría en el estado ideal para enterarse de lo que ocurría en las otras habitaciones. ¡Bastante tendría con procurar que la suya dejase de dar vueltas! En el fondo, Imperia encontró providencial aquel exceso de su hijo. Si no se había dado cuenta de nada, era preferible contárselo en otra ocasión.

Tuvo el capricho de asomarse a la terraza, todavía en bata y sin lavarse. Recibir en las mejillas, todavía tibias, una cuchillada de aire frío bajo un resol paliducho era una experiencia de lo más estimulante. Pasó por la cocina, para un primer café. Después, al atravesar el salón, se sorprendió al descubrir todos sus discos desordenados sobre las butacas. Estuvo a punto de maldecir a su hijo, pero se contuvo a tiempo. Sería injusta. Aquel desorden no era propio de Raúl y, además, él tenía sus propios discos. A no ser que, en su borrachera de anoche, le hubiera dado la venate del jazz. Siempre se ha dicho que un poco de Coltrane mezclado con Thelonius Monk ayuda a crear unas borracheras sumamente literarias.

Sobre uno de los montones de discos alguien había dejado una nota. Alguien que tuvo que permanecer en aquella casa después de irse los invitados. Alguien que se había despertado antes que ella. Álvaro Montalbán, por supuesto.

La nota decía simplemente: «He cogido unos discos de coplas, para instruirme en lo popular. Te los devolveré». Y a continuación, una pequeña lista con los títulos.

Se había llevado los discos de Reyes del Río. Extraño, ese Álvaro. En pleno proceso de sofisticación, pasaba de las jotas a las coplas. No estaba Imperia convencida de que aquel cambio fuese bueno. Esas apreciaciones sólo están permitidas cuando uno está de vuelta, cuando está acorazado con esas placas de ironía que permiten aproximarse al mal gusto sin peligro de incurrir en él.

A fin de cuentas, la frivolidad también exige un aprendizaje cultural. No se llega al maurivaudage, a la boutade a la exquisita apreciación del camp sin haber alcanzado los más exigentes estadios del gusto.

No tenía decidido cómo debería acorazarse cuando la simple presencia de Raúl le recordara la violenta escena de la noche anterior. Se decidió en un segundo: dejaría el asunto como quedó. No era la primera vez que veía a un adolescente caer fulminado por un exceso de alcohol. Incluso era razonable pensar que la sarta de preguntas estúpidas a que se vio sometido a Álvaro le habían sido inspiradas a Raúl por otro persona. Alguien lo bastante inconsciente como para inventarlas y lo suficientemente frívola como para creérselas.

«Cosas de Miranda —pensó sin vacilación mientras apuraba su café—. Definitivamente, tendré que esconder el chinchón cuando venga a visitarme. Es decir, tendré que esconderlo cada día».

Disponíase a tomar su ducha escocesa como forma ideal de enfrentarse a la mañana cuando llamó el portero advirtiéndole que la señora Boronat estaba subiendo por el ascensor privado acompañada de su chófer.

—¡Increíble! —exclamó Imperia—. Esa loca empieza el año madrugando. Y no hay entierro a la vista, que yo sepa.

Aunque había pasado el mediodía, ninguna mujer sensata podía considerarlo una hora avanzada, después de un reveillón tan largo.

Compareció Miranda vestida del modo más sencillo que una sofisticada puede inventar para un madrugón: tailleur rojo encendido, zapatos rojos, bolso rojo y un foulard amarillo. Para completar la idea Boronat de lo discreto, unas gigantescas gafas de concha amarilla y cristales violáceos.

Entró como solía: arrollándolo todo a su paso. Imperia consiguió salvar un jarrón al interponerse rápidamente entre el objeto y el raudo avance de su amiga.

Besuqueos. Explicación aproximadamente plausible: Martín se había descuidado unas pertenencias en la cocina y Miranda decidió vestirse de rojo para hacerle compañía. O esto es lo que creyó entender Imperia de entre una sarta de explicaciones que, sólo al final, permitieron entrever el verdadero motivo de la entrevista.

Miranda pidió café muy cargado. Seguidamente, preguntó:

—¿Tu hijo sigue K. O. o es más fuerte de lo que yo creía?

—Sigue roque gracias a ti.

—Mejor. Tengo que hablarte de él ahora mismo… —Y casi al oído de Martín, añadió—: Usted, de guardia en la cocina. Si ve aparecer al señorito Raúl, háganos una señal más o menos discreta. Quiero decir que no se ponga a bailar el cancán para avisarnos porque el niño se daría cuenta de que estamos intrigando. —Y, dirigiéndose a la perpleja Imperia, continuó—: ¡Cómo son los hombres! Si no se lo cuentas todo con detalle no se enteran.

Salió Martín a ocupar su puesto de vigilancia. No sabemos si, además, echaba sapos por la boca.

—¿Vas a referirte a lo de anoche? —preguntó Imperia—. Supongo que debería tener una conversación con Raúl, pero en realidad no me preocupa demasiado.

Miranda observó cautelosamente a su alrededor para asegurarse de que nadie la escuchaba. Era su actitud preferida cuando se disponía a contar algún secreto a voces.

—Tú no se lo digas, pero el otro día eché un vistazo a su diario. Para ser exactos: lo leí de arriba abajo y me lo pasé bomba.

—¡Por Dios, Miranda, esas cosas no se hacen!

—Sí se hacen, porque de este modo una puede ser útil. Por ejemplo: gracias a que soy un poco indiscreta, ahora puedo decirte que debes interesarte urgentemente por su infierno interior.

—¿Mi hijo tiene infierno interior? ¿Es que esas idioteces se contagian?

—Está pasando una agonía muy parecida a la que pasó Nora Soto cuando se enamoró del novio de su hija.

—No veo la menor relación entre este trío de retrasados mentales y mi hijo. Total, se emborrachó y soltó unas cuantas tonterías. No es necesario buscarle más…

En aquel momento, Martín tosió desde la puerta de la cocina. Al volverse en aquella dirección, las dos mujeres descubrieron que estaba apareciendo Raúl, caracterizado de sonámbulo.

Miranda improvisó rápidamente un cambio de tema:

—Como te decía, querida, la economía polaca está por los suelos. ¿A qué no eres capaz de adivinar cuánto cuesta en Varsovia un kilo de azúcar cande?

El niño avanzaba arrastrando fatigosamente los pies, el rostro sumido en una pintoresca ensoñación, la mano sosteniendo a duras penas un vaso de zumo de pomelo. Estaba pasando la primera resaca de su vida, y semejante circunstancia, unido a un profundo sentido de la teatralidad, le llevaba a sentirse protagonista de un drama musical que bien pudiera haber firmado el señor Verdi.

Iba en bata y zapatillas, completamente despeinado y sin afeitar (de todos modos, para tres pelillos que tenía en el bigote, no se le notaba la dejadez). Con el dorso de la mano que le quedaba libre acariciaba los cantos de los muebles. Ni siquiera ahorró un par de suspiros. Incluso es posible que expresara un prolongado «¡Ohime!».

Imperia ya no tuvo la menor duda en afirmar que le había salido un hijo muy comediante.

Comprendiendo que la situación se estaba precipitando, una Miranda inesperadamente cauta empezó a recoger sus cosas para marcharse con Martín. Pero Raúl la retuvo con un gesto tan teatral como la actitud de la dama:

—No es necesario que te marches, tía Miranda. Total, acabarás enterándote de todo.

Miranda se apresuró a aposentarse en una butaca de latón forjado. Aunque pretendiese aparentar discreción, no podía disimular su impaciencia ni, desde luego, su contento por la posibilidad de seguir el drama de cerca.

Raúl se apoyó lánguidamente en una escultura de Vinvinetti que parecía representar un supositorio electrónico.

Imperia se encogió de hombros, resignada a celebrar aquel ensayo general con la presencia de público amigo.

—Quédate, Miranda, pero te ruego que te comportes. Si abres la boca, te mato. —Y dirigiéndose a su hijo, que abandonaba el supositorio electrónico por un sofá de formas elípticas, añadió con cierta severidad—: Raúl: para que yo funcione en la vida tienen que mediar razones profesionales. Contigo esas razones no existen. Dime de una vez qué te ocurre.

—Veo que significo muy poco para ti. Ni siquiera te has dado cuenta de que tengo un problema. (SNIFF).

—¿No estás bien en Madrid?

Él la miró, pensando que era una pregunta estúpida. Bastaba con preguntar si no estaba bien, pregunta igualmente obsoleta porque era evidente que no estaba ideal.

—Ahora me preguntarás si echo en falta Barcelona —dijo él, sarcástico.

—¡Te preguntaré lo que tú quieras, pero rápido porque tengo mucho trabajo!

—Se supone que las madres sois el tope de la comprensión. Bueno, pues a ver si encajas lo que voy a decirte. Estoy enamorado en serio. Y además de un hombre. Y además de un amigo tuyo.

—Que sería un hombre se comprende, dados tus antecedentes. Pero lo de enamorado, ¿en qué se te nota? Comes como una fiera, duermes diez horas diarias, te pasas el día poniendo discos…

—Mamá, no seas hortera. Uno puede estar enamorado y tener su infierno interior y no por ello comportarse como una heroína de culebrón cutre.

—Raúl, comportarte como lo que quieras, pero dime de una vez qué puedo hacer por ti.

—Hablarle a don Álvaro en mi favor.

Una expresión de incredulidad apareció en el rostro de Imperia. Era ciertamente nueva en ella. No solía ocurrir que no entendiese las cosas a la primera. Pero en esta ocasión necesitó que se lo repitiesen.

—¡Álvaro, Álvaro, Álvaro! —canturreaba el niño, con voz primaveral.

Pero Imperia recurrió a sus acentos más graves, casi cavernosos, al preguntar:

—¿Por alguna maldita, asquerosa e indignante casualidad te estás refiriendo a don Álvaro Montalbán?

—Pues claro. No será el de La forza del destino.

Imperia empezó a revolverse la cabellera con las manos crispadas. Incluso Miranda se asustó al verla tan fuera de sus casillas.

—¡Para destino el mío! Me he pasado la vida evitando el melodrama y me lo trae a casa mi propio hijo. ¡Qué mala sombra tienes, niño! ¡Qué mala sombra!

—Eres una antigua. Te avergüenzas de mí a causa de mis tendencias.

—Que no me avergüenzo. Que por mí puedes tener las tendencias que quieras; pero es que no se trata es un problema de modernidad. Es que… bueno, ¡que a Álvaro no le gustan los hombres!

—¿Cómo lo sabes? ¿Se lo has preguntado?

—Esas cosas se saben. Entre otras razones, porque todo el mundo no es homosexual como tú.

—Yo no soy homosexual, mamá. Soy homosexualillo. Es decir, un pobre principiante sin ninguna experiencia y con escasa picardía.

—¡Miranda, este tonto empieza a hablar como tú! —Y dirigiéndose a Raúl, violentamente—: Te advierto que es un mal camino para entenderse conmigo.

Empezó a dar paseos por la habitación, frotándose las manos, mesándose los cabellos, haciendo tales aspavientos que Miranda pensó si no era más teatrera de cuanto los demás creían. A fin de cuentas, Raúl tenía que haber salido a alguien.

—No quiero perder los estribos por las mariconadas del nene —exclamó en voz baja—. No puedo permitírmelo.

Más calmada, encendió un cigarrillo. Tomó asiento frente a Raúl. Intentaba recobrar su apariencia de autoridad momentáneamente perdida.

—Se supone que debería hablarte como si esta situación fuese la más natural del mundo. Lo intentaré. Si me hablases de tu novia sería normal. ¡Pero me estás hablando de un hombre!… Espera, espera: no te exaltes. Estoy dispuesta a aceptar que esto también es natural. ¿Lo digo mejor así? —Miranda y Raúl sacudieron la cabeza en señal de aprobación—. Pues con toda naturalidad, hijo mío, con toda la naturalidad del mundo, te digo que ese hombre no te conviene. ¡Ese hombre te lleva quince años!

Inesperadamente, Miranda se olvidó de las prohibiciones y exclamó:

—Querida, son los mismos años que le llevas tú a él.

La otra estuvo a punto de estrangularla:

—¡Maldita sea tu estampa! ¡Te he dicho que no quiero oírte!

—Lo dije por si podía ser de alguna ayuda.

A Raúl se le encendió la perspicacia:

—Tía Miranda, ¿qué pueden importarle a mamá los años que le lleva a don Álvaro?

Ante la mirada feroz de la otra, Miranda improvisó:

—A todas las mujeres nos preocupa llevarle años a los hombres. Yo misma estoy horrorizada de los años que le llevo al hijo pequeño de Carolina de Mónaco, y eso que ni por un momento se me ocurriría acostarme con él. Pues igual tu madre. Al ver a hombres que casi podrían ser sus hijos, descubre que está envejeciendo de manera lamentable y que nunca volverá a ser la que fue.

—¡No lo estás arreglando! —gritó Imperia, ya desaforadamente—. ¡Ninguno de los dos estáis arreglando nada!

Miranda sacó la polvera y se restauró un poco la nariz.

—Mientras no trascienda a la prensa… —comentó, entusiasmada—. ¡Menudo regalo para Cesáreo Pinchón!

—¿Cómo va a trascender? —gritaba Imperia—. El mariconeo no hace vender revistas…

—¡Anda que no! Tú publicas un Quién es quién del mariconeo en la vida pública española y te salen suscriptores de debajo de las piedras.

—¡No me importan los demás! —gritó Imperia—. Me importa lo que tengo en mi casa. ¡Y, desde luego, no voy a tolerar que mi propio hijo me monte una típica situación de mariquita cutre!

A Raúl le subieron todos los colores a la cara. Era la segunda vez que su madre le ofendía con el insulto más temido, el que más podía herirle.

Pero Imperia había pasado de ser una aprendiz de madre a una terrible rival. No tuvo vacilación al obsequiar a su hijo con una tanda de insultos que arrancaban básicamente del parecido de su comportamiento con las salidas de tono típicas de Miranda. Acabó tratando a ambos de paranoicos —entre otras perlas— y se encerró en su habitación, dando un portazo.

—¡Qué madre tan rara! —exclamó Raúl, terminando su pomelo—. ¿Será que don Álvaro no le gusta para mí porque se viste de odalisca?

En su alcoba, Imperia encendió un nuevo cigarrillo mientras se dejaba caer sobre la cama. Con la mirada fija en el techo, consideró el sentimiento que la estrambótica historia de Raúl le despertaba. ¡Melodrama! Degradación de los sentimientos. Caída en lo vulgar, en lo manido, en el descrédito absoluto.

Resonaba en sus oídos una canción de Reyes del Río referida a un tal Juan María que acabó casándose con la hermana de su prometida:

¿Quién lo había de pensar

robarme al que más quería?

Y no te puedo despreciar

porque eres hermana mía

Rivalidades de coplería, litigios de folklórica, penas de amoríos triviales, sustituciones a bajo precio, material de porteras y criaditas. Ahora bien, ¿cómo reaccionaría ella, Imperia Raventós, si fuese una mujer adepta a aquel estilo? Se supone que saldría al salón y se enzarzaría con su hijo en una pelea de vecinas. Tendría que pronunciar un repertorio de frases convencionales: «Si vuelves a acercarte a ese hombre, te arranco los ojos». Debería reconocer que la habían coronado de espinas, que su hijo había puesto hiel en el café del desayuno. Al final, exclamaría, con los brazos en alto: «Me robas a mi hombre y no te puedo despreciar porque saliste de mis entrañas».

¡Verse así, ella, una mujer moderna, una mujer que siempre había optado por las situaciones inteligentes!

Podía remediarlo pensando que una situación como la que estaba viviendo no correspondía al repertorio de la copla. Era más original. Era digna de Tennessee Williams. No le robaba el novio una hermana residente en Chipiona: ¡se lo robaba un hijo marica!

Dos veces se horrorizó ante aquellos pensamientos. Primero, la indignaba la idea de que su hombre fuese deseado por otro. Segundo, porque acababa de definir a Raúl con un vocablo despectivo. Ella, tan liberal, incurría de nuevo en el desprecio que a veces había dirigido contra Alejandro. Colocaba a su hijo en el mismo saco; aquel saco que ella no podía abrir sin aversión.

¿Era una crítica sensata a la condición de Raúl?

Era repugnancia. La inversión del sexo la repugnaba. Más todavía: le repugnaba hasta la indignación. ¿Cómo era posible? Ella nunca fue una beata y, desde luego, distaba mucho de ser una marujona. No podía ser repugnancia. Insistió en que era su horror al melodrama, en cualquiera de sus formas. Y los invertidos tenían una particular inclinación al melodrama. Eran bichos raros. Conejitos de Indias fabricados para que ella, ahora, pudiese poner a prueba la solidez de sus convicciones. Pero los invertidos también tenían una vida espantosa. El resultado de existir fuera de las normas. El alto precio de la transgresión. ¿Y si fuera este precio lo que la horrorizaba, impidiéndole cualquier aproximación que pudiera herirla? Madrid se estaba llenando de transgresores en los últimos tiempos. Mejor dicho: de anormales. Su mejor amigo era un anormal. Su hijo otro anormal. Su compañera de infancia era una aspiranta a la anormalidad, aunque siempre sería difícil decidir a qué podía aspirar Miranda. Lamentablemente, podía haber algo más. ¿Eran todos enfermos? Su hijo un enfermo. Un pobre enfermo. Un miserable enfermo. Apretó fuertemente los puños ante aquella idea. Todo su ser se violentaba. La habían educado para actuar de manera civilizada, pero ya no se notaba.

Era urgente rechazar de una vez por todas aquel caudal de pensamientos reaccionarios. ¡Caray con la palabreja! En los últimos años nadie la pronunciaba. Sonaba a izquierda anticuada. Pertenecía a un armario que nadie quería abrir, porque nadie quería recordarse tal como fue. Le llegaba de tiempos paupérrimos y, sin embargo, continuaba vigente. Seguía agazapada detrás de cualquier actitud cotidiana, sorprendiendo con su irrupción a quienes estaban convencidos de haber superado todas las pruebas de la modernidad.

A punto de consumir su cigarrillo, Imperia decidió abiertamente que era necesario ponerse al día. Las urgencias de hoy no eran las de su juventud, pero se demostraban igual de urgentes.

Al abrir los ojos se encontró con los de Miranda, que sonreía sentada al pie de la cama. Le acariciaba la pierna, cálida bajo la bata de raso. Habló con mucha ternura y lejos de su habitual tendencia a la deformación:

—Tú nunca me tomas en serio, pero esta vez tendrás que hacerlo. Te juro que este niño está sufriendo mucho. Yo le he cogido cariño, Imperia. No le hagas daño, que es muy majete.

—Se lo está haciendo él mismo, Miranda. Si desde tan joven empieza a llamar a puertas equivocadas, acabará mal. ¡Hay algo tan inquietante en toda esa idea de la homosexualidad! Es como si perdieran el sentido de la autocrítica. No me gustaría que mi hijo acabase así. Pero me temo que ya es tarde. No se puede enmendar la plana a la naturaleza, y la naturaleza ha decidido equivocarse. Me temo que acabe como Alejandro, que está tan desquiciado. Y lo peor no es que acabase como Alejandro… lo peor sería…

De pronto calló. Sus ojos se iluminaron como neones que anunciaran la actividad del cerebro.

Se incorporó de un salto. Su propia indignación acababa de llevarla a un descubrimiento que juzgó definitivo:

—¡Como Alejandro, Miranda! ¡Como Alejandro!

Al verla saltar, Miranda empezó a preocuparse.

—¿Qué estás pensando? ¡Tu mirada me da miedo! ¡Se te ha puesto cara de intrigante!

—Tengo la solución. Es algo tan simple, tan banal, tan hortera como lo de que un clavo quita a otro clavo…

Cuatro volteos de bata, un paseíllo veloz hasta el escritorio y, allí, la agenda de teléfonos. Buscó un número. Descolgó el auricular.

—¿Recuerdas cuál es el prefijo para Málaga?… No, ya sé que no. Tú no te has acordado de un prefijo en toda tu vida…

Miranda intentó arrancarle el teléfono de las manos.

—¡Imperia, que te conozco! ¡No juegues con los sentimientos de tu hijo! ¡Piensa que hace sólo dieciséis años lo llevabas en el vientre!

—Tú déjame hacer. ¡Será una obra maestra! Lo voy a montar divinamente. —Buscaba con frenético afán en la guía. Por fin encontró lo que buscaba. Volviéndose hacia Miranda, ordenó—: Dile a Raúl que se vista y llévatelo a cualquier parte. Ahora no me apetece hablar con él.

—¿Adónde quieres que me lo lleve en el estado en que se encuentra?

—Al circo, al cine, a una guardería. ¡Donde sea! Y ahora déjame. Tengo que hablar con Málaga.

Miranda descubrió, con horror, que había otra persona en peligro. Otra pobre víctima.

—¡Te prohíbo que mezcles al pobre Alejandro en este lío! No puedes ser tan despótica con los sentimientos de los demás. Te lo dice una que ha sufrido por ti.

—Yo soy muy dueña de decidir el futuro de mi hijo. ¡Llévatelo de una vez! Y, si quieres, cuéntale lo mío con Álvaro. Me ahorrarás una escena enojosa.

Cuando Miranda hubo salido a regañadientes, Imperia cerró la puerta de un puntapié. Necesitó esperar un buen rato para que, en el teléfono de Málaga, localizaran a Alejandro. Sabía que la quinta era inmensa, con habitaciones separadas por amplias salas de pasos perdidos y largos, interminables pasillos. Su amigo podía encontrarse en el piso superior, leyendo; incluso pudiera estar montando por los campos, o acaso pelando la pava con su milagroso amorcillo. ¡Mal asunto este! Podía interferirse en sus planes. Claro que, por lindo que fuera, el niño del tren no podía compararse con Raúl. En realidad, su hijo era el más lindo de todos los rubitos artificiales. ¡O no sería ella Imperia Raventós!

Cuando Alejandro cogió, por fin, el teléfono, parecía un poco dormido. Imperia lo atribuyó a la resaca de la noche anterior. No tardó en descubrir que aquel no era el motivo. Nada más lejos. Era, simplemente, una gran tristeza. Estaba a punto de someterle a un interrogatorio sobre el niño del tren, pero él se le adelantó, gimoteando:

—¡Tengo tantas cosas que contarte!… Prométeme que cenaremos el día dos.

—Esto es mañana.

—Llego a Madrid antes de lo previsto. Necesito verte. Necesito hablar con alguien. ¡Por favor, Imperia, no me digas que no!

—Llámame así que llegues. Tampoco yo puedo esperar a la cena, así que nos veremos antes. A cambio de escuchar tus penas tienes que ayudarme en las mías. Por cierto, ¿cómo andas de amores?

—Un horror. ¿Te acuerdas del chorbito que escribía ensayos sobre arte conceptual? Cuando quise hablarle en serio desapareció de la circulación. No le he vuelto a ver.

Ella bendijo su suerte. Por una vez, era bueno que un milagro fracasase. Y, además, en el momento oportuno. Cuanto más destrozado encontrase a Alejandro, mejor. Y si estaba por los suelos, definitivo.

—No te preocupes. Tengo un jovencito catalán que te puede convenir.

—¡Ojalá sea cierto! Los catalanes tenéis fama de serios.

—Este te gustará porque es guapísimo. Y conste que no me ciega la pasión de madre.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que estás pensando. Te pido, te suplico, que te acuestes con mi propio hijo.

—¡Imperia! ¿Qué me estás diciendo?

—¡Que te lo folles, idiota! ¿O es que no hablo bien el castellano?

El profesor pensó que se había dado a la bebida.

AL DÍA SIGUIENTE, Imperia recibía disculpas de Raúl. Reconocía haber incurrido en el más lamentable de los ridículos y estaba dispuesto a excusarse ante don Álvaro Montalbán.

Ella profirió un grito de espanto:

—¡De ningún modo! ¡A don Álvaro ni te acerques! —Al punto rectificó su actitud, adoptando un tono comprensivo, que juzgó sincero—. Es preferible que dejes hacer a tu madre. ¿Sabes una cosa? He pensado mucho en tu problema. Me parece que estás demasiado solo, hijo mío.

Raúl la miró de hito en hito:

—Para comprender esto no se necesita ser Sherlock Holmes. Se me nota tanto, que mañana lo darán en el telediario.

—Tu mamá, que sólo piensa en ti, quiere presentarte a su mejor amigo. Creo que te he hablado de él en alguna ocasión. Es la persona ideal para hacerte compañía. Pero no quiero decirte más. Prefiero que le descubras por ti mismo.

—¿Es un simple acompañante, como el chófer de tía Miranda, o alguien que puede convertirse en mi boyfriend definitivo?

—Eso no puedo decirlo yo. De hecho, nadie puede decirlo. Pero sí puedo ayudarte a condición de que tú hagas exactamente todo lo que yo te indique. De momento tienes que buscar en tu vestuario unos vaqueros que te queden muy, muy ceñidos…

—Tengo unos, pero no me los puedo poner porque se me marca todo que es un escándalo.

—Esto es exactamente lo que te estoy sugiriendo, hijo mío. Que se te marque todo.

Y fue a darse un jacuzzi rociada con una lluvia de perlas rajeunissantes.

A LA MAÑANA DEL OTRO DÍA, tres de enero, Alejandro se ponía en contacto con Imperia. Ella le citó para dos horas después, en una cafetería muy íntima en los alrededores de la calle Azulinas.

Decidió ir sencilla, un poco humilde, para inspirar compasión. Un simple camisero de Armani con el más recatado broche de Vasari. Encima, el abrigo de piel de leopardo, para pasar inadvertida. El pelo ni Espert ni Anouk: recogido en moño, como las madres abnegadas de las películas neorrealistas.

Alejandro la esperó repasando unos sonetos que había escrito en el tren. Estaban tan llenos de nostalgia por el desaparecido efebo salmantino que le ahorrarían muchas explicaciones.

Imperia llegó a los pocos minutos. Distinguió a Alejandro en la última mesa, como ella le había sugerido, para estar más aislados. Antes de hacer notar su presencia, prefirió examinarle desde lejos. Vestía esport refinado, lo cual le daba un aire dinámico al tiempo que le permitía inspirar cierta confianza. A decir verdad, era muy apuesto. Además, emanaba una aureola de paternalismo muy moderna. El tipo de padre del que muchas adolescentes gustan presumir ante las amigas del colegio.

Reparó Imperia en un par de novedades que Alejandro no le contó por teléfono. Se había afeitado el bigote y, además, llevaba unas gruesas gafas de concha negra.

Este fue el primer detalle que ella comentó al tomar asiento.

—¿Desde cuándo llevas gafas, tesoro?

—Desde ayer. ¡Otra señal de vejez, pobre de mí!

Ella volvió a repasarle con la mirada.

—Con gafas estás mucho mejor. Además, se diría hecho aposta. Precisamente el atrezzo que faltaba para mi montaje.

Él intuyó que se encontraba metido en alguna maquinación de la que podría salir escaldado, pues quemado lo estaba ya, y mucho.

Imperia pidió un té con limón. Mientras buscaba su polvera en el bolso, explicó:

—Mi hijo tiene un curioso fetichismo hacia los hombres con gafas. Esto le llevó a fijarse en quien no debía.

Le expuso largamente el resultado de su conversación con Raúl. Alejandro no podía dar crédito a sus oídos ni disimular la diversión que la anécdota le producía.

—¡El hijo y la madre encaprichados del mismo hombre! ¡Menudo melodrama!

—¡Como vuelvas a mentarme esta palabreja te arranco los ojos! —exclamó ella, con violencia.

—¿Lo ves? ¡Se te ha pegado el lenguaje de la copla!

—Pues vete acostumbrando, porque mi hijo es como tú: un melodramático insoportable. Un teatrero. Un gestero. Un fantasioso.

Le expuso algunas características de Raúl, aunque se reservó las que se referían a su aspecto físico. Era preferible que aquel ingenuo las descubriese por sí mismo.

Continuó enumerando sus faltas:

—Es tan ordenado que roza la neurosis.

—Lo mismo que yo. Pero es muy raro para su edad.

—Todo en él es muy raro. Fíjate que tiene una mentalidad monógama, lo cual no abunda en el tiempo en que vivimos…

—Yo también soy monógamo. ¡Así me va, pobre de mí! Con cuarenta y nueve años, gafas y monógamo, ya me contarás…

—Espérate a conocer a Raúl. Es evidente que estáis hecho el uno para el otro.

—Quisiera decirte que encuentro inmoral esta situación.

Ella se dio polvos en las mejillas. Lo justo.

—No seas estúpido —dijo, mientras se empolvaba—. El principal problema, el de base, ya me lo dieron hecho. Tengo un hijo a quien le gustan los hombres. Cuando una madre acepta esto, es preferible que intente buscar para su hijo el mejor partido posible.

Asomó al rostro de Alejandro una sombra de pesimismo más oscura de lo habitual.

—Yo no soy un buen partido, Imperia. Estoy muy mayor. Tú nunca quieres hablar de esto, pero ya empieza a ser una evidencia brutal. El mundo que nos rodea es muy distinto del que conocimos. Por más que me esfuerzo en creer que estoy muy bien conservado, lo cierto es que entre los jóvenes y nosotros se abre un abismo infranqueable. Míralos… son como marcianitos…

Pasaba un grupo de adolescentes de ambos sexos, atribulados en la búsqueda de algo que habían dejado olvidado. Aparecían ellas con sus rubias cabelleras, ellos con sus rostros bronceados en la nieve; pero todos, ellos y ellas, enfundados en vaqueros que sabían lucir con el mejor estilo.

—Lo cierto es que la raza ha cambiado —comentó Imperia, en un tono de nostalgia—. ¿Será que a la muerte de Franco nos invadieron los vikingos? En fin, sólo con esos cuerpos se pueden llevar los vaqueros tan ceñidos…

Y señaló intencionadamente a un rubito que acaba de entrar en el local y, por su aspecto despistado, parecía buscar a alguien.

—¡No me recuerdes lo de los vaqueros! —suspiró Alejandro—. ¡Se les marca todo!

De pronto, reparó en el adolescente despistado que seguía buscando entre las mesas.

—Fíjate en ese rubiales que acaba de entrar. Fíjate cómo se le marcan los muslos. Ahora que está de espaldas, mira cómo se le marca el culo. ¡Qué provocación! ¡Es que uno se pone enfermo viendo esos cuerpos!…

Imperia le interrumpió con pasmosa tranquilidad:

—Ese que ves ahí es mi hijo…

—¿Ese? ¿El rubito? ¿Tu hijo es ese? —tragó saliva. No pudo evitar una exclamación—: ¡Hostia, qué niño! ¡Pero qué niño, Imperia!

Así pues, la primera visión que el niño ofreció al profesor fue decididamente espectacular.

El flequillo ondeaba sobre su frente, dándole un aspecto todavía más infantil de lo que era habitual en él. Calzaba unas gruesas wambas de esport. Los vaqueros eran una segunda piel. La cazadora azul le llegaba a la cintura, lo cual le permitía dejar bien visible la parte trasera de su cuerpo. Llevaba, además, un jersey de lana blanco de cuello cerrado y, sobre la espaldas, una mochilita con escudos de estaciones de esquí. Y se acercaba silbando el Vis si d’Arte.

La primera visión que Alejandro ofreció al niño fue, más que espectacular, apasionante. «¡Lleva gafas!», pensó Raúl antes de reparar en otros aspectos de su físico. Cuando lo hizo, decidió que su madre tenía un vergel de amigos muy aprovechables. El profesor no era tan guapo como Álvaro Montalbán, pero en cambio lo encontraba más serio, menos relamido, más entrañable. Era robusto como un leñador, pero tenía cierta distinción. Inspiraba la confianza de un maestro y la solidez de un padre.

Llevado por tales pensamientos, Raúl esbozó una sonrisa más encantadora de lo habitual.

—Buenas tardes les dé Dios —dijo.

—Los dioses —contestó Alejandro—. Yo soy pagano.

—¿Pagano de pagar mucho? —preguntó Raúl, tomando asiento.

—¡Niño, esto no se pregunta! —exclamó Imperia, afectando severidad—. Pide perdón al señor.

—No hace falta —dijo Alejandro—. A esa edad se perdonan solos.

—Así que se llama usted Alejandro. Entonces es lógico que sea usted pagano.

—Algunos pontífices de la Iglesia llevaban este nombre.

—Yo lo decía por Alejandro el Magno. A mí, los pontífices de la Church, ni fu ni fa. En cambio, el macedónico aquel debía de ser lo máximo.

—Por esto le llamarían Magno —dijo Imperia, por no quedar fuera de la conversación—. Vamos, no es que yo sepa mucho de esto. Alejandro es el que entiende. Es una eminencia. El profesor ideal. Y como padre no tendría precio. Sería un padre guapísimo.

Alejandro se ruborizó. No le gustaba que se hablase de él en su presencia. Había, en cambio, otra cuestión que le interesaba poner en claro:

—Y dime, niño: ¿escribes poesías, acaso obras de teatro, crítica de arte…?

—Para nada, señor. Yo voy para biólogo.

—¡Menos mal! —exclamó Alejandro—. ¡No sabes tú qué alivio, niño!

—¿Por qué?

—Yo ya me entiendo.

—Yo también —dijo Imperia, divertida.

Otra pausa. Raúl continuaba mirando fijamente al amigo de su madre. Sólo apartó la mirada para pedir su consumición al camarero.

—Eres muy joven —afirmó Alejandro, de golpe.

Raúl se apresuró a contestar:

—¡Qué va! Dentro de cuatro años tendré veinte.

—Tiene razón —dijo Imperia—. No es en absoluto joven.

—¿Tú crees?

—Los hay mucho más jóvenes que él.

—Eso sí. Pero están en la guardería.

El camarero trajo a Raúl un vaso de leche. Mientras le ponía el azúcar, el niño comentó:

—Lo que pasa es que usted me ve joven porque es profesor de filosofía.

—¿Qué tendrá que ver?

—Los profesores de filosofía tienen siempre una severidad que les hace parecer mayores de lo que son. Por esta prematura sensación de envejecimiento, les parece que todo el mundo es mayor de lo que es en realidad. Porque ahora mismo usted aparenta cuarenta y dos años en lugar de los… treinta y ocho que tendrá…

—Es que tengo cuarenta y nueve.

—¿Quién?

—Yo.

—¡Anda ya! Usted tiene treinta y ocho.

—¡Cuarenta y nueve! —gritó Alejandro—. Bastante pena tengo. ¡El año que viene cincuenta! Y no quiero insistir más, porque estoy tirando piedras contra mi propio tejado.

Raúl tomó un sorbo de leche, Alejandro apuró su café, Imperia se limitaba a observar. Por fin, el niño rompió el fuego:

—Seguro que lo dice para hacerse el interesante. O acaso para halagarme porque mamá le ha hablado de mis gustos…

—Yo no he dicho nada —protestó ella.

—¿A qué gustos te refieres, niño?

De repente, Raúl cambió de táctica:

—No tiene importancia. El gusto es mío, en cualquier caso. Mamita, yo venía a decirte que sólo puedo quedarme un momento con vosotros porque ya tenía una cita concertada con anterioridad…

—¿Con quién sales, hijo?

—Con aquel amigo que me presentaste el otro día. Cesáreo Pinchón, el periodista.

Inesperadamente, Alejandro dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿Con ese individuo dejas salir a tu hijo? ¡Qué manera de educarlo! ¡Las mujeres de mundo no deberíais ser madres!

—¿Por qué se pone usted así, profesor? —preguntó Raúl—. El señor Pinchón es muy simpático. El tipo de hombre que sabe estar en su sitio. —Y con picardía añadió—: Por lo menos no es de esos que se ponen años por coquetería…

—¿Cómo va a ponerse años? —exclamó Alejandro—. ¡Rompería el siglo!

—Me veo obligado a dejarlos —dijo Raúl, flemático—. Se me hace tarde para mi cita.

Se echó la mochilla al hombro y realizó una graciosa inclinación que le arrojaba todo el flequillo sobre la cara, lo cual le obligó a realizar otro gesto no menos gracioso para retirárselo. Y su madre no se atrevió a jurar que aquella gestualidad no estuviera finamente calculada.

—Ha sido un placer conocerle, profesor. Espero que volvamos a encontrarnos cualquier día en cualquier esquina.

—Niño, yo no soy de esquinas.

—Yo tampoco, pero no podría jurar que no lo sea el día de mañana. He oído decir que los adolescentes solitarios terminan y mal.

Le vieron alejarse silbando, como siempre, el Vissi d’Arte. Pero no fue precisamente esta pieza magna del repertorio lo que afectó sobremanera a Alejandro.

—Si yo fuese su padre no le permitiría que llevase los pantalones tan ajustados. ¡Es que se le marca todo el culín!

—Es cierto. Y, para ir así, debería tenerlo más bonito…

—No, no, si bonito ya es… ¡Glups! Perdona, quiero decir… bueno, que provoca demasiado…

Viendo que su amigo se azaraba, Imperia continuó con su juego:

—Un poco gordito me está saliendo.

—Pero le sienta muy bien. Poca gente recuerda que, en algunas esculturas, el divino Antínoo está un poco relleno.

—¿No irás a comparar a mi hijo con Antínoo?

—No, no, esto nos llevaría a compararme yo con Adriano y a tanto no llego. Pero esos mofletes que tiene Raúl… pues, no sé, yo encuentro que, al reírse, le dan un aire agradable. Parece un crío muy dulce.

Aquí supo Imperia que la cosa funcionaba. Alejandro estaba empezando a divinizar la realidad.

De pronto, el profesor regresó al miserable mundo. Volvió a dar un puñetazo en la mesa. Imperia decidió que tantos sedantes estaban produciendo un efecto contrario al que se les suponía.

—Escucha, Imperia, lo que voy a decirte es muy importante. Yo no quiero verme mezclado en esta historia. Acabo de salir de una muy fuerte. No puedo ir afrontando un disgusto por semana.

—No te enamores. Limítate a acostarte con él y, así, le tienes un tiempo entretenido.

—Tú lo ves muy fácil. Pero este niño tiene ángel, tiene todo lo que un iluso como yo necesita para volverse loco de amor. ¿No ves que es un disparate? ¡Tiene dieciséis años, Imperia! ¿Qué sabemos cómo será cuando tenga dieciocho? Incluso es posible que ya no le gusten los hombres…

Ella recogió su bolso para marcharse.

—Mucho me temo que continuarán gustándole más que a un tonto un lápiz.

—Pues que se fije en otro. Yo quiero acabar mis días en paz.

Imperia sonrió, triunfal. Acababa de dar en la diana… o no conocía a los homosexuales de su generación.

Al besarle en la frente, comentó:

—Al fin y al cabo, tampoco veo muy claro que a mi hijo le gustes tú. No te negaré que últimamente te veo muy estropeado.

Lo cierto es que no le mejoró en absoluto con aquella despedida.

UNA HORA DESPUÉS DE LA ESCENA DEL CAFÉ, Raúl irrumpía alegremente en el despacho de Imperia. Ella se encontraba trabajando en las preguntas que Rosa Marconi debía formular a Reyes del Río. Las había redactado personalmente, sin dejar nada a la improvisación. Sólo le pareció improvisada aquella interrupción de su hijo, sin la cortesía de una advertencia previa.

Lo primero que hizo Raúl fue observar que su madre no tenía ninguna fotografía familiar encima de la mesa.

—Aquí debería estar mi cara en un marco de plata. Lo he visto en muchas películas de madres que trabajan.

—Dame tiempo. Sólo tengo una foto tuya y estás con chupete y sonajero. Por cierto, ¿no salías con Cesáreo Pinchón?

—Sí, pero me ha metido mano y le de dejado plantado.

—¿Ese imbécil te ha metido mano?

—Las dos, para ser exactos. Su contacto me ha producido un temblor muy desagradable. Esto querrá decir que no me apetecía. O que estaba yo pensando en otra cosa…

Tomó asiento en una punta de la mesa y empezó a balancear los pies. Se le notaba nervioso.

—Mamá, quiero hacerte una pregunta muy importante para mí. ¿A ese profesor que me has presentado, ese de las gafas, le gustan los chicos o son manías mías?

Imperia le pegó con la pluma Cardin en la rodilla forrada de Levy’s.

—Pequeño, a veces no sé si eres ingenuo de remate o me estás engañando. ¿No has reparado en cómo te miraba?

—A lo mejor era porque tengo acento catalán.

—Claro. Y para averiguarlo no te quitaba los ojos de los vaqueros.

Raúl dio un salto tan torpe que casi fue a dar contra un archivador.

—¿Me miraba los vaqueros, mamá? ¿Estás segura?

—Se los comía con la vista. Y no me digas que no lo has notado porque coqueteabas con él de la manera más descarada. Por cierto: Alejandro tiene razón. No puedes ir por el mundo marcando tanto. Resulta escandaloso.

Le ofreció marrons glacés. Él tomó tres, uno detrás de otro. Fina la madre, fino el niño.

—Sé lo que no te atreves a decirme —insinuó ella, divertida—. Te ha gustado Alejandro. ¿Por qué no lo confiesas?

—¿Así, de repente, a una madre de la anterior generación…?

—¿Tú no querías que tu madre fuese tu confidente?

—Sí, pero tú no quieres que yo sea el tuyo. Me ocultas cosas importantes, como si yo fuese un pobre tonto. Por ejemplo, no me dijistes que estás enamorada de don Álvaro.

Imperia se creyó completamente sincera al decir:

—Es que no estoy enamorada en absoluto.

—Pero es tu amante.

—Eso sí. Y, desde luego, no encuentro ético que un hijo recién llegado intente robarle el amante a su madre.

—Eso son los problemas derivados de la falta de sinceridad. Si tú me hubieras dicho que es tu amante, jamás habría alimentado ilusión alguna, porque yo seré homosexualillo, pero lo que no soy es un ladrón de amantes. Para mí, una relación sentimental es cosa santa.

Imperia se acercó al espejo para arreglarse el pelo. Un hijo tan listo merecía una invitación mejor que el abominable café preparado por Merche Pili.

—Por listillo, te has ganado una merienda en un sitio de moda.

—¡Qué retorcidos sois los mayores! —seguía diciendo Raúl—. Para que no me meta en tu vida, me la ocultas y te pones a hacer de alcahueta. La verdad, si tenías pensado presentarme al gafudo más guapo que he visto en mi vida, podías avisarme antes para que no metiese la pata.

Imperia buceó en su bolso. Fingía comprobar que todo estaba en orden; de hecho, buscaba rápidamente una respuesta para su hijo. Por fin, aconsejó:

—Deberás enfrentarte a un problema muy serio. Él se siente viejo. Ha tenido muchos fracasos. Le da mucho miedo empezar una relación de cualquier tipo.

—Entonces, está claro que necesita urgentemente un chico como yo: simpático, bondadoso y dulce. Modestia aparte.

—Si lo tienes tan claro, tendré que enseñarte a usar tus garras.

—Serán garritas, mamá.

Imperia se dispuso a impartir las primeras lecciones del arte de intrigar. Raúl las iba anotando en un cuaderno que bautizó con el nombre de Alejandro. La clase duró media hora. Cuando Imperia hubo terminado la disertación, su hijo cerró el cuaderno y la obsequió con un beso en la frente.

—Mamacita, eres un bicho.

—Pues ve aprendiendo, bonito, que ya empiezas a ser mayor.

Salieron a merendar a Embassy’s, hablando de sus cosas.