Quinto
EFEBO EN SOCIEDAD

AL LLEGAR A LA FIRMA encontró un recado de Alejandro. ¿Qué había ocurrido con su cena de cada viernes? Un olvido injustificable. Desde 1975, la cena se había convertido en un culto, interrumpido sólo por la obligatoriedad de algún viaje. Incluso en sus momentos de más apasionada relación con alguno de sus efebos, Alejandro había respetado el compromiso. Ella era la primera en romperlo y, peor aún, en no recordar siquiera la existencia de su compinche. Así es la felicidad o sus espejismos: un biombo que nos oculta el mundo de los solitarios, de los desesperados, de los enfermos del alma. Aquella colectividad a la que creíamos pertenecer, de manera inseparable, sólo momentos antes de que irrumpiese, rimbombante e hipócrita, la felicidad.

Intentó compensarle del plantón invitándole para su cena de Nochevieja. No iba a estar, dijo él. Se había decidido a pasar las fiestas en Málaga, con su familia. Pensaba regresar antes de Reyes. Por supuesto, no dejaría de ver el programa de Rosa Marconi para comentarle la entrevista con la folklórica.

De pronto, preguntó a bocajarro:

—¿Y el ejecutivo?

—Hemos hecho el amor.

—No parece ningún problema, mientras no te afecte.

—Todavía no.

—Llámame a Málaga, si me necesitas.

—No por el momento. Este joven sigue sin aproximarse en absoluto a mi proyecto de hombre elegible.

Olvidó decirle que se había sentido rebajada sin que la humillación le disgustara completamente. ¿O acaso no quiso decírselo?

Pero él debió de intuir algo pues, al colgar, sonrió con una mueca de conmiseración. Tampoco podía precisar si no era por sí mismo.

Llevaba dos días encerrado en casa. Los que duró uno de aquellos fines de semana a los que parecía fatalmente predestinado. Días de píldoras tranquilizantes, de malos sueños, de continuas llamadas a teléfonos que no sonarían. Ni siquiera le apetecía bajarse al ligue. La sensación de impotencia a que, después, sentíase fatalmente arrojado no haría sino aumentar la angustia que le estaba consumiendo. Con una angustia bastaba. Con la de saber que no tenía a nadie. ¿Para qué complicarla con la certeza de que ya nunca lo tendría?

Además, estaban las vacaciones. Durante el curso, la soledad del fin de semana se cerraba momentáneamente gracias al trabajo del lunes. El bullicio de la facultad, la lucha con los alumnos, el trato con los demás compañeros, la polémica inevitable sobre cualquier tema del día ocupaban intensamente unas horas, las justificaban, a condición de no exigirles demasiado. Como se limitaba a exigirles la ínfima posibilidad de sentirse un poco vivo, acababan por bastarle. Por lo menos durante cuatro días.

Las vacaciones venían a arrebatarle incluso aquel posible escape, aquel aturdimiento que le hacía sentirse en algún lugar, perteneciendo a algo. En vacaciones no era nadie. No era nada. Sólo el juguete de un fin de semana que se prolongaba hasta el absurdo, demostrando que el vacío sólo cambiaba de aspecto según el orden de los días.

Revisaba una traducción de Catulo. Alguien le había pedido un comentario crítico. Era una traducción pedantuela. Pretendía acabar con todas las anteriores a base de nuevas aportaciones filológicas. El traductor no era un ignorante en la materia; sólo que estaba negado para la poesía. Podía haber traducido con parecido estilo los libros de Vitrubio y sus dogmas arquitectónicos.

El juego no le entretenía. Llevaba mucho tiempo harto de poetas que hablaban como arquitectos, pintores que se expresaban como novelistas y filósofos que hacían crítica del gusto basándose en las opciones de las marujas y los dudosos logros de los Vicentes. Estaba harto de que el mundo en que había creído fuese utilizado a guisa de cheque en blanco para triunfos inmediatos y laureles de fácil empeño.

Así aburrido, sin afeitar, en bata y sosteniendo una taza de café pésimo, apartaba de sí los libros y quedaba mirando el panel de corcho donde solía clavar con chinchetas sus recuerdos íntimos. Así fue hace veinte años, cuando menos. Creía recordar que entonces estudiaba. ¡Por los dioses que era un buen recuerdo, ahora que se dedicaba a impartir sabiduría! Había colgado los fetiches favoritos de aquella década, la de su juventud, los venturosos años sesenta. Después, los fetiches empezaron a desaparecer. Tenía razón Imperia: recordarlos duele y sustituirlos es imposible. A cierta edad ya no se buscan fetiches. Se busca, si acaso, un sueño. Y un sueño siempre es inacrochable.

Pero en su mural de corcho envejecido, Alejandro había conseguido colgarse a sí mismo. No recuerdos personales; ni siquiera de los seres que le acompañaron en ellos. Su manifestación más profunda se concentraba en unas pocas columnas reproducidas en más de veinte postales y otras tantas fotografías.

¡Columnas!

Se erigían aquellos brazos musculados con el robusto vigor del arte dórico. Columnas tan conocidas y reconocidas que, tenerlas allí, en perpetua exhibición, parecía un acto de turista rastrero. Postales vulgares, diría un hipersensible; postales que ni siquiera se molestan en mostrar lo más insólito de Grecia. Tópicos miserables. Collage innoble que repetía un único motivo, sobre un paisaje idéntico, sólo modificado por las mutaciones de la luz y el paso de los días. Columnas dóricas encumbradas sobre las piedras de Sunion.

Formaban parte de un proyecto lejano comprendido dentro de otro proyecto más amplio que se llamaba Grecia y aparecía sintetizado en la envidiada espiritualidad del hombre griego. Un proyecto que pudo cumplir en más de una ocasión, lanzándose al viaje. No se atrevió o no quiso atreverse. Temía una desilusión, temía también el dolor de asumir en soledad una experiencia que podría arrollarlo. Enfrentado a solas a la belleza, descubriría con horror que la belleza no estaba en su vida. En cambio, reservándola, aplazándola, mantenía viva la esperanza de que algún día, en un momento eterno, la descubriría junto al amado.

¡El sueño de Sunion! Sus reproducciones constituían el legado imaginativo de Alejandro, un legado que no cambiaría por la mejor pinacoteca del mundo. Postales ajadas —todavía las había en blanco y negro—, lejana memoria de cuantos compañeros habían conseguido realizar un sueño que él se limitaba a aplazar porque nada en su vida le autorizaba a poseerlo de una vez.

Hubo un tiempo en que ordenó su vida en términos de intensa adoración a la cultura. No sabía de otra experiencia del espíritu humano que le diese tantas alas, allá en la primavera de su albedrío. Al haberle sido negada por la gigantesca estafa histórica que le vio nacer, la cultura se convirtió en un bien cuya obtención le era absolutamente necesaria, ya para su realización personal, ya para ganar un lugarcito bajo el sol. Y a medida que pasaba de los tebeos a los clásicos, de los textos de la Falange a los pensadores marxistas, con el desorden propio de una desarmada generación de autodidactas, decidió que la cultura era la regla dorada para acceder a un permanente estado de paz acorde con las exigencias de su espíritu. Exigencias que eran muy elevadas en aquellos remotos días de su adolescencia.

Con las mismas, elevadísimas perspectivas enjuiciaba entonces a los intelectuales, sacerdotes de aquella espiritualidad que, para él, continuaba siendo la más elevada forma del amor. Y en cada una de sus gestas veía al hombre superando la primera, ignorada gesta de Dios. Ignoraba entonces que el siglo había convertido la cultura en mercadillo, combinándola con los intereses de muchos vividores que no, por vivir de ella, habían de ser necesariamente grandes. Ignoraba que, en las veleidades del tiempo, la cultura podía convertirse en una madre casquivana que se acuesta con el sereno si se tercia y no abandona por ello la compostura que la hace pasar por dama digna.

¡Qué desilusión ese día en que descubrió a los mercaderes de la cultura! Los llamó en algún lugar palanganeros del espíritu, pero eran también los alcahuetes que patrocinaban la prostitución de la gran madre. Los auténticos canallas, los estafadores capaces de tomar el legado de los espíritus más insignes del pasado y convertirlo en frivolidad de un instante, capricho de un artículo, antojo de un cenáculo. Cuando empezó a calibrar el verdadero alcance del crimen ya estaba completamente inmerso en la llamada «industria cultural», donde todas las imposturas son posibles.

Por mucho pasó hasta entender que los mercaderes del espíritu acabarían por deformarle, igual que hacían con la cultura. Tanto vio, tanto escuchó, tanto quiso leer que sus dioses se derrumbaron y apareció en su lugar aquella manada de becerros de oro a cuya adoración se le convidaba a diario desde las agencias literarias, las revistas especializadas, las mesas de conferencias, los despachos de los ministerios, las consejerías de las nuevas autonomías e incluso las sedes de los partidos políticos.

Cuando ya dejó de creer en todo, continuó creyendo que una parte de su espíritu había quedado preservada en algún lugar del suelo griego.

Pero aquella tarde próxima a la Navidad, cuando ya había preparado el equipaje y todavía faltaban algunas horas para la salida de su tren, decidió romper el encierro de los últimos días: quiso interrumpir con un acto de audacia su claustrofilia habitada solamente por columnas. Y nada más audaz para un intelectual escéptico que asistir a la presentación de un libro.

Reconoció que su forma de romper la soledad era, de nuevo, una ironía. Para no ceder al miedo caía en el error. Cuando no sucumbía a la esclavitud que para él significaba descender a la caza de chulos en una sauna sombría, descendía a la obligación de cumplir con los de su gremio. A demostrar que no tenía nada contra nadie, que era el perfecto amigo de todo el mundo. A revelar a la tribu que continuaba siendo uno de los suyos.

Que le creyeran o no le importaba poco menos que nada.

Por no importarle, ni siquiera supo apreciar la modernidad del punto de reunión.

Era una librería a la vez casa de discos, a la vez videoclub, a la vez bar mezclado con restaurante, a la vez quiosco y hasta sala de exposiciones para cuadros y fotografías. Un verdadero supermercado de la cultura. Un estupendo economato del espíritu.

Al llegar, se dijo: «Bien, ya estoy bailando las danzas tribales. ¡Pues con las castañuelas y al bailongo! A ver si me aplauden los reyezuelos».

Y la tribu estaba aquella tarde muy bien representada.

Notable reunión de notabilísimos frecuentadores de saraos excelentísimos. Rostros divinos o que aspiraban a serlo, maestros de la letra mezclados con maestrillos y hasta aprendices. Poetas, narradores, dramaturgos, ensayistas y hasta dos autores de letras rockeras o raperas o cualquiera fuera aquel endemoniado estilo que se ejecutaba sin ayuda de cítaras. Críticos, comentaristas, distribuidores, agentes literarios, redactores de suplementos culturales, señoritas ilustradas o marquesonas un poco leídas —marquesona y lectora eran oficios perfectamente compatibles—, también algunos viejecitos innominados, personajes pintorescos que vivían de haber estrechado la mano de Ortega y ya eran habituales de las presentaciones cuando Cela publicó La colmena. También habría algún actor que leía a los latinoamericanos, lo cual le convertía en un actor culto y, más allá, dos cineastas que también leían —al parecer los hay— y, esforzándose por destacar entre toda aquella caterva, un cúmulo de principiantes encantadores, ansiosos de ser presentados al editor de vanguardia que promocionaba a los jovencitos como no lo hiciera Spencer Tracy en La ciudad de los muchachos.

Había en todos los labios una sonrisa de complicidad que alternaba con otra de aburrimiento. La primera era la lógica consecuencia de saberse parte importante de un gremio de privilegiados. La otra, no era menos lógica ni menos consecuente: era el tedio propio de profesionales que han sufrido cuatro ceremonias parecidas en una semana.

Estuvo a punto de declamar, nuestro Alejandro:

—Del libro humilde, recatado, jamás presentado en sociedad será un día el reino de los cielos.

En un momento determinado, la gresca era interrumpida por el dueño de la librería o local de copas o almacén de discos o casa de vídeos o restaurante macrobiótico. Solía destacar cuán importante era para aquella casa que el prestigioso presentador apadrinase entre aquellas paredes novísimas el naciente prestigio del presentado. El primero aparecía en actitud solemne, consciente de la responsabilidad de su patrocinio. Se mesaba la barba continuamente, con la autoridad que concede el solo hecho de llevarla. El autor se mostraba nervioso como una joven debutante que no acaba de sentirse cómoda con el vestido tobillero. Pero el presentador no tardaba en consolarle: había venido en calidad de vocero del prestigio. Nada que temer.

Duró mucho el discurso. Algunos presentadores suelen entender el acto como una ocasión de lucimiento personal y no están dispuestos a dejarla escapar. Todo cuanto diga tendrá que venir a cuento, aunque nunca sabremos exactamente cuál. ¡Había tantos para escoger aquel día! El puesto que el autor ocupaba en la cultura a que los dioses le habían condenado a pertenecer. El lugar que el libro ocupaba en la obra de ese autor y el que estaba destinado a ocupar en aquella cultura. La manera como la cultura y la personalidad del autor habían condicionado la estructura definitiva de la obra y la ruptura que efectuaba con la entera historia de la novela urbana. Por fin, una última, dramática incógnita: ¿estaría el indocto lector español remotamente preparado para saborear las delicias turcas que aquella rara oportunidad le proponía?

Ya liberado de discursos, Alejandro decidió integrarse.

¿Pues no vino a esto? A convencer. A dejar bien establecido que, pese a todo, era un miembro de la tribu.

Se engañaba y lo sabía. Extraño fue y extraño era a aquellos paraísos artificiales. Avanzaba como un zombie entre las consignas tácitas que decretaban el auge de tal escritor o la decadencia del otro; paseaba aletargado entre la frivolidad que levantaba hoy el prestigio de un cineasta para dejarlo caer al siguiente día; escuchaba los elogios a cierto artículo insidioso, obra del miserable aprendiz que asesina mediante la omisión cuando no puede herir con el insulto; atendía a la maniobra mezquina del rascatripas que se cree con el poder de llenar o vaciar un teatro por sus opiniones en un periódico al que su escasa valía nunca mereció.

Era bueno recordar, entre aquel personal, el eficaz consejo el Dante; «Non raggionar’ di lor, ma guarda e passa».

Pero estaba allí y al fin y al cabo el Dante ni siquiera se hubiera presentado. Debía asumir su propio error. Intentaba remediarlo a base de actitudes conciliadoras. Paseó entre los distintos clanes. Le aburría identificarlos, distinguirlos, porque ya ni siquiera ofrecían la posibilidad de una sorpresa. Menos aún le interesaba que cualquier colega le revelase el alcance de una nueva intriga. Todas ellas eran herederas de alguna intriga anterior. Cuando no intrigas, pactos, conciliábulos, toma y daca de reputaciones. Acciones tributarias de los espacios que todos habían luchado por ocupar durante años, durante meses, a partir de aquella temporada, según el grado de oportunismo y la categoría real de las astucias.

Esos eminentes poetas jóvenes del rincón pretendían destilar camaradería sin saber que estaban oliendo a chamusquina. Él dejó divinamente a Ella en una crítica y tres semanas después Ella dejo divinamente a Él en otra publicada en el mismo periódico. ¡Recóndita armonía de las más altas esferas del pensamiento!

Nunca hay litigio entre los buenos compadres. Se impone la oportunidad de la cita mutua. Cítame que serás citado. Hoy por ti mañana por mí. Todos por todos hasta que el otoño decrete una nueva moda y entonces será nadie por nadie. Los que lleguen con la caída de la hoja decretarán sus propias consignas, su propio código de ordenación y las hojas que deberán caer. Mientras, los préstamos se suceden y el espíritu entra en la órbita del tráfico de influencias.

¿Y esa maricona asturiana, enana especialista en la crítica terrorista, que deja ideal a esa otra maricona del reino de Valencia que le dejó divinamente bien dos semanas antes?

Basta con que la valenciana firme con su segundo apellido, lo cual le permite de paso alabar sus propios libros, que publicó con el apellido primero. Magnífica estratagema de gentuza que, antes de revelar sus divinos talentos, se distinguió por introducir en la cultura las tretas de los bajos fondos: la crítica de ametralladora, la opinión por el libelo, la escabechina sin consideración ni escrúpulos. Lo que menos importa es que sean dos pésimos escritores, puesto que ellos han ido decretando a lo largo de los años que los pésimos son los demás. Cuando dos locazas infectas —no por locazas, sino por escritoras— se han cargado a toda la nómina de la literatura española, ¿quién más puede quedar sino ellos?

C’est, donc, l’avant-garde! C-est donc, la fureur d’écrire!

¿Y ese joven novelista del rincón, ese de quien la solapa de su primer libro decía que revolucionaba la entera prosa europea, para no limitarse a la española? ¿Pues no dicen que las solapas las escriben los propios autores? ¡Qué gran convencimiento de la propia valía hay que tener para autoproclamarse emperador sin contar con el veredicto del senado!

—En hora buena. Te sigo —iba repitiendo Alejandro—. En hora buena. Te leo.

Es frase que, entre la elite cultural, se dice mucho y representa un singular consuelo para aquellos que, en el fondo, sólo se leen entre ellos.

—Te leo siempre —le dice a Alejandro un joven articulista. Y en sus labios la complicidad se convierte en dádiva, el compadreo en concesión.

—¿Qué artículo? —inquiere Alejandro, incisivo.

—Todos. No dejo de leerte.

—Yo tampoco. Sin leerte, no sé qué haría.

Evidentemente, no había hecho siquiera un huequecito entre el Dante y Calimaco para leer a aquel cretino.

Transcurría así la presentación: abocada hacia el total extrañamiento.

Cierto que corría algún chisme sabrosón. Potins recientes, pero tampoco enteramente nuevos. Favores prestados y favores recibidos. Intercambios de alto rango. Ese jovenzuelo tan de moda acababa de cobrar un anticipo incomprensible, desacostumbrado para una novela experimental que nunca agotará siquiera una edición. ¿A qué se debe, entonces, ese traslado del milagro económico al penoso nivel de la literatura? «¡Ah, ¿pero no sabes?…!». Era el preámbulo ideal para el escándalo. Ese Hermes de la nueva pluma es el director del suplemento literario más importante del país, lo cual pone en sus manos una capacidad de decisión que él sabe aprovechar. Y a las dos semanas del pródigo anticipo, el suplemento más famoso del país obsequia al lector con cuatro páginas dedicadas a la editorial que contrató a su director.

¡Cuántos favores prestados! ¡Cuántas reputaciones usurpadas! ¿Qué no diría Matilde de la Mole en estos salones? Juego de naipes donde se apostaba por el talento, se barajaba el prestigio, se usurpaba la fama. Garras del intelecto. Garras sucias de mierda pero perfumadas con elixires del espíritu puro. Garras, al fin, que arañaban y herían con total impunidad. Relaciones públicas nada más. Lo mismo que las promociones de Imperia Raventós, pero más inmorales porque aquí la impostura se disimulaba con todas las coartadas de la cultura occidental.

¡Para no hablar del tostonazo que le pegó Ricardo! Se iba de jurado en un premio provincial para influir en favor de Juanito, que era un escritor de lo más mediocre —el mismo Ricardo lo dijo—, pero que, en compensación, dirigía otro suplemento literario de sonoras campanillas. «¿Y a ti qué coño te va en esto?», preguntaría Alejandro. «Que saco mi primera novela en junio y me interesa una buena crítica y mucho espacio, y yo sé que Juanito es de las personas del país que no olvidan los favores».

También es cierto, en contrapartida, que no perdonaba el no recibirlo.

Otro llegó que tenía también las quejas claras. Todos los escritores que el Ministerio de Cultura invitaba para dar conferencias en el extranjero aparecían sospechosamente repetidos lista tras lista. Lenguas viperinas acusaban al ministerio de dirigismo cultural, y era cierto que no se podían dirigir mejor los tiros en un único sentido. ¿Qué favores devuelven esas concesiones del prestigio a dedo? «Fíjate en los nombres», repetía el cotilla. Por supuesto, Alejandro se había fijado. Sólo que prefería olvidarlo a los pocos minutos. Se indignaba, cerraba de golpe el periódico y corría a encerrarse en la lectura de los clásicos, consciente de que es necesario permanecer al margen; de que al final, en un día de luz, se sabría que no todos tuvieron las manos sucias.

Y, de repente, hasta los clásicos eran sospechosos. Ese lodazal no podía salir de aguas tan recientes. ¡Incauto Alejandro! ¿Y si resultase que los grandes nombres del pasado ya habían sido deshonestos? ¿Y si toda la historia del pensamiento humano estuviese formada por una gigantesca orgía de perros falderos, vendidos o lameculos?

Nada indica que no fuese un hideputa el recio Dante, el amado Shakespeare, el embustero Stendhal y el ciclópeo Tolstói. Nada indica que fuesen mejores que el resto de la especie. Lo único es que escribían muy bien.

Ahí estaba como siempre la gran duda sobre la integridad del intelectual, su rebeldía ante el poder, su coraje al elegir la libertad absoluta. Ahí estaba el profundo hastío, la vergüenza ajena, el deseo de apagar el aceite de la lámpara divina y largarse a lomos de Pegaso, hacia alguna secreta Edad de Oro en cuyos días el espíritu todavía estuvo limpio.

El defecto residía en idealizar al intelectual. El defecto estaba en suponer que pudiera ser un ser al margen de las miserias de la especie. Seamos sinceros, noble Alejandro: ¿qué puñaladas no se propinarían los sabios de la Gran Biblioteca para conseguir los mejores puestos? ¿Eran más puras las zancadillas entre los ambiciosos discípulos de Aristóteles cuando intentaban acaparar puestos de influencia? ¿Quién no aspiraba en el fondo a uno de ellos, ya para ensalzar a sus amigos, ya para silenciar a quienes se atrevieron a no serlo?

Malos tiempos para el noble Alejandro. El escritor, el filósofo, el sabio, todos son mierda, provista sólo de una especial capacidad para analizar a la otra parte de mierda que forma la especie humana.

Puestos a criticar, hasta el presentado criticaba al presentador. «Ha encontrado en mi libro cosas que no he puesto», decía burlón, suficiente, despótico, ingrato al fin.

¡La madre que lo parió! Haberlas puesto. O no haber escrito el libro. Total, hay tantos… El mundo está lleno de libros. Algunos son hermosos. Algunos llegan a justificar la presencia del hombre sobre la tierra. Incluso los hay que son verdaderamente grandes, genuinamente libres, noblemente generosos. Amamos a estos libros. Nunca a las maniobras que se esconden tras ellos. Son hermosos sus mensajes. Nunca las pugnas a que se llegó para imponerlos.

En este mundo Alejandro se asfixiaba. En el de los homosexuales busconas también. En el de Imperia Raventós, ya ni se había preocupado en ingresar.

¿Cuál puede ser el mundo de un pobre soñador que pretende huir de la soledad mirando continuamente a unas columnas dóricas bañadas por la luz siempre distinta sobre el mar de Sunion?

Decidió lanzarse a la calle y buscar en la alegría popular la vía de escape en que hace años había creído. Aquel mensaje formó parte de sus aspiraciones revolucionarias, las de sus años de estudiante, cuando todavía creía que el pueblo esperaba el tranvía leyendo los poemas prohibidos de Machado. Cuando estaba convencido de que el pueblo quería ser liberado a través de Machado. Cuando sólo aceptaba comprar sus libros en las librerías que se llamasen Machado. Cuando criticaba las películas cuyo director no citase a Machado en sus entrevistas.

¡Menudo coñazo el señor Machado y el peregrinaje a la tumba de Colliure y el fusilamiento de García Lorca y aquellos interminables discursos de Bertold Brecht! ¡Menudo hostión las largas horas de películas japonesas sin subtitular en las catacumbas de los cine-clubs! ¡Vaya fealdad aquel póster del Che, los huesos de la Twyggy, la insoportable cara de mala leche de la japonesa de John Lennon!

Pero el pueblo seguiría vibrando, fuera de los libros, fuera de las ruinas, fuera de Machado convertido hoy en pregunta de concurso televisivo. ¡Qué hermoso estaría ese pueblo en el blanco estallido de las Navidades! ¡Pueblo arrogante destinado a ganar todas las batallas! ¡Pueblo más pueblo que todos los pueblos del mundo!

Salió a la calle y, de repente, sintióse sumido en un vértigo ensordecedor de villancicos falsificados, luces de colorines estridentes, abetos pintados de oro turbio, escaparates que amontonaban todos los colores del arco, abigarrados coros de compradores todo terreno, coches cabalgando sobre otros coches definitivamente masacrados, manifestación ya salvaje de una antigua aglomeración de dinosaurios chiflados…

También ante esta realidad tuvo que retroceder, so pena de una nueva asfixia.

Ya la horterada se disponía a tomar la batuta en el concierto del año. Ya el marujeo se aprestaba a dictar su gusto y el kitsch sus leyes y lo vulgar su imperio. Aparecía la Navidad perfectamente programada por los consejos de las revistas en colorines, los catálogos de los grandes almacenes y los anuncios de la televisión. Ya no había escapatoria posible. Por fin, durante dos semanas, todos serían iguales; pero no como pensaban los religiosos o los revolucionarios. Sólo iguales ante los altares de lo simplemente mediocre. Idénticos. Calcados unos de otros. Grises ya.

Era, también aquí, un exiliado. También entre la multitud, un extraño.

Ya no existía la más remota posibilidad de compañerismo. En esta Navidad —¡ya en todas!—, el espíritu sensible rechazaría violentamente esa igualdad que sólo es comunión en lo vulgar, camaradería en lo mediocre, hermandad en lo banal. Toda la belleza del mundo se ofrecería como engaño, porque sólo sería compartida en sus aspectos más degradados. Ya no cabían ilusiones. El mundo deglutido como una hamburguesa, el arte devorado como una bolsa de patatas fritas, la sensibilidad usada como una compresa para uso de coñitos núbiles.

«Huir a Sunion. La gran ocasión. La huida antes del diluvio».

Ni siquiera quedaba esta posibilidad, ni siquiera una Citerea representada en el viaje que todo lo sublima. Los feligreses del culto a la vulgaridad también decidirían viajar, también se pondría en movimiento, dispuestos a coleccionar universos. Toda la belleza del mundo arrasada por el avance incontrolado de los ejércitos del ocio. Bajo sus pisadas ya nunca volverá a crecer la hierba.

Cierto, esos ejércitos también invadirían el suelo griego. ¿Qué quedaría después? ¿A quién aprovecharía ese Partenón invadido, ese Praxíteles escondido tras la nuca de doscientos mirones por minuto? ¿A qué inteligencia podría complacer esas columnas de Sunion —¡las columnas del sueño de Alejandro!— profanadas por masas de navideños vociferantes, con sus cámaras de vídeo doméstico, indiferentes a la gloria del hombre en otros siglos venturosos?

Ante aquel avance terrorífico, Alejandro optaba por renunciar a la belleza que siempre soñó. ¿Para qué frecuentarla, si ya estaba asesinada a golpes de vulgaridad y mercantilismo? Sólo se obtenía una lección provechosa: el encierro en la propia intimidad. Echar persianas, sumirse en la penumbra y esperar a que pase la tormenta. Sobrevivir con una penosa y ya antigua solución: juntos pero no revueltos.

Igual en el amor que en la cultura. Igual que en la cultura y el amor, en la belleza del mundo. Nunca revueltos. Y para no revolverse, para no juntarse siquiera, tomó el tren aquella misma noche, en absoluta soledad. Muriéndose, pero completamente vivo.

PERO EL VIAJE EN SOLEDAD es largo y únicamente la memoria acorta las distancias. La memoria, revolviéndose en sus propios laberintos, rompe lanzas en favor del solitario, aunque por su propio descontrol sean a veces lanzas no requeridas. El tren rasga la noche como un mensajero de la muerte. Igual que ella, el tren se mueve en las tinieblas, se realiza en ellas, existe cuanto más oculta. Todo el mundo que parece desarrollarse entre los mantos de la noche sólo existe en función del delirio.

Alejandro pasaba el trago en el bar, ante una cerveza. Le acompañaba su volumen de Horacio, por si la soledad le exigía a un amigo de siempre. Le divertían sus ensayos críticos. Tampoco debió de ser una ganga vivir como intelectual en Roma. Se ratificó en su idea: el comportamiento de los grandes hombres no parecía ser tan grande cuando se trataba de sacarle un huerto al generoso Mecenas. Hasta un espíritu tan magno como Virgilio podía convertirse en portavoz del poder establecido y colocar a Augusto en el linaje de los propios dioses.

Tenía que ir más atrás en el tiempo. Y cuanto más retrocedía más recuperaba las imágenes clavadas en su estudio, las columnas de Sunion, que ahora parecían resurgir entre las sombras de la noche. No creaban ellas la visión, por supuesto. Es erróneo atribuir a las sombras otra función que la de ensombrecer. Las creaba él, su propia alma iluminada por los versos de un gran poeta catalán, que Imperia le había traducido quince años antes:

Sunion, te evocaré a lo lejos con un grito de gozo,

tú y tu sol leal, rey del viento y el mar

Esa luminosidad era la última esperanza de los que ayer fueron jóvenes tristes y hoy son adultos desencantados. La esperanza que se presenta completamente difunta cuando Alejandro comprende que, por encantadores que sean sus sueños, a la hora de la verdad estará completamente solo.

Pero era ley de las antiguas películas de amor y lujo que, en medio de las sombras, surgiese la esperanza. No vamos a eludirla.

Solitario en su mesa agitada por los vaivenes del tren, Alejandro descubría, de repente, unos ojos.

El muchachito estaba sentado en la barra del bar y escribía algunas notas apresuradas en un cuaderno de hojas grandes. Las copiaba de un libro que, por las ilustraciones, era lícito suponer de arte. De vez en cuando levantaba los ojos de sus escritos y le miraba. El acercamiento hacíase cada vez más repetido. Cada mirada duraba más que la anterior. Y cuando ya la situación era evidente, Alejandro le animó con un gesto en principio gratuito: levantó el vaso en su honor y esbozó algo que pretendía parecerse a una sonrisa.

Para su asombro, el jovencito sintióse animado. Cogiendo la cerveza y los papeles, se encaminó hacia su mesa.

—Yo le conozco a usted de la televisión —dijo.

No era el mejor de los principios; pero era, cuanto menos, un principio.

—Le he visto en algunos debates de madrugada. Hablaban del sentimiento religioso en el mundo antiguo. Me interesó mucho.

—Tendrás el don de la paciencia, niño. Yo creí que a estas horas no los veía nadie. Y menos cuando se habla de los grandes temas. O la escandalosa síntesis de los grandes temas, para ser más exactos.

El muchacho tomó asiento. No era un efebo maravilloso, pero tenía algún encanto. Tal vez el pequeño rubor que asomaba a sus mejillas por el hecho de sentarse a la mesa con alguien a quien otorgaba una relativa importancia.

—¿No le gusta que le reconozcan? —preguntó el muchacho, al notarle incómodo.

—Nunca por aparecer en uno de esos programas donde me siento ridículo…

—¿Por qué dice usted eso?

—Siempre hay alguien que se luce más. Basta con tener labia. Lo único que uno aprende en televisión es que gana el que sabe decir el mayor número de cosas en menos tiempo. Sócrates nunca habría triunfado en el medio…

—Está usted exagerando. Siempre se aprende algo. No todos estamos tan preparados como usted. ¿Me permite que le invite a la próxima cerveza?

—¿Por qué tú y no yo, que soy más viejo?

—Al buen Sócrates le habría invitado. Además, a usted pienso asaltarle.

—No te merece la pena. Te doy el dinero y te evitas la violencia.

—Voy a asaltarle pidiéndole consejo literario. ¿Le molesta?

¡Los dioses siempre envían a sus mensajeritos aunque sea en un tren de madrugada!

—Me encantan los niños encantadores que, además, aspiran a la creación.

—Yo, precisamente, tengo aquí unos ensayos que venía redactando. Me gustaría ser ensayista de arte.

—¿Y quién demonios otorga esos laureles?

—Supongo que la propia sabiduría. Yo no la tengo en cualquier caso. De momento, estoy estudiando restauración.

—Lo que yo estoy necesitando.

—No hace falta. Está usted perfectamente restaurado.

—Antes de leer debo advertirte: me estoy muriendo de ganas de besarte en la boca y, si pudiera ser, acostarme contigo.

—No veo el menor inconveniente. ¿Puedo llamarle Alejandro?

—Puedes, ya que tenemos que besarnos.

—Hemos quedado en que el beso no sería el final. Tenemos toda la noche por delante.

—Cierto, y en este maldito tren no hay demasiadas alternativas para pasárselo bien.

—¿No le tiene usted miedo al sida?

—Muchísimo miedo.

—Por mí puede estar tranquilo. No corre peligro.

—Ni tú conmigo. Pero antes de seguir con las confidencias preséntate, cuando menos.

—Me llamo Sebastián, vivo en Salamanca y voy a pasar mis vacaciones en Málaga, en casa de unos amigos. ¿Y usted?

—En la quinta de mi familia, en el interior.

—¿No resulta un poco aburrido? Estará muy solo.

—Pasaré las tardes leyendo, durmiendo y escuchando música. Por las mañanas me dedicaré a montar. Es una de mis pasiones.

—¿Y el caballo?

—En la quinta los tenemos.

—Así pues, un señorito.

—Una familia de señoritos. Yo soy la oveja negra: el que se huye a la capital a enseñar filosofía, actividad tan poco lucrativa que el señoritismo sólo la excusa si se ejerce como afición suplementaria. De todos modos, es posible que en dos días me harte de ser el señorito Alejandro y me encuentre terriblemente solo. Es decir, como me has encontrado. Pero si alguien me esperase en Málaga, bajaría a buscarle para cenar.

—Si no cenas muy tarde, llámame. Y si montas bien, lo mismo. Nunca he subido a un caballo.

—Monto estupendamente. Puedo cabalgar contigo hasta el fin del mundo.

—No te precipites, chico. Todavía no sabemos si nos entenderemos en la cama.

Se entendieron de maravilla. Al día siguiente, Alejandro llamaba a Imperia para comunicarle que creía en los milagros.

IMPERIA TENÍA PLANEADO ACOMPAÑAR a Álvaro Montalbán al salón de belleza masculina. No quería dejar nada en manos del azar. Sus estilistas eran excelentes, pero de sobrepasarse en sus obligaciones podían convertir en caricatura lo que ella deseaba fuese impacto. Por mucho que le refinaran, Álvaro Montalbán debería conservar las cualidades que tanto la habían impresionado a ella. En fin de cuentas, el impacto bien entendido empieza por uno mismo, y si lo que le había impactado era su fuerza no exenta de cierto primitivismo, este era un factor que no debería descartar en el futuro. Si ella no era una mujer vulgar —y ciertamente estaba muy lejos de considerarse como tal—, los arrebatos de un Álvaro Montalbán combativo y audaz también podían seducir a una sociedad que no tardaría en hartarse de paladines relamidos.

Se encontraba ordenando las últimas notas para la transformación física de su pupilo cuando entró Merche Pili con su sonrisa más televisiva y el abrigo puesto. Era de color rosa con un cuello de piel sospechosísima.

Ni siquiera Doris Day se habría atrevido a ponérselo por demasiado cursi. Pero ella aparecía tan radiante y conformada con su destino como una novia de mayo adelantada.

—¿Va usted a salir precisamente ahora que salgo yo?

Merche Pili le contestó con una mirada de perplejidad.

—¿Pues no me dijo ayer que la acompañara por si el equipaje?

El equipaje. El que llevaba Álvaro entre piernas. El que llevaba ella en el cerebro. ¿Qué equipaje?

—Perdone, pero no la entiendo… ¿Tenemos que facturar algo?

—Lo habrá facturado el señorito en Barcelona. Y usted dijo que se traía la casa encima…

—¡Maldita sea! —exclamó Imperia con toda el alma—. Me había olvidado completamente del dichoso niño.

Esbozó Merche Pili una sonrisa de compasión en absoluto nueva.

—¡Pobrecito! Con la ilusión que tiene por verla a usted nada más salir de la Aduana.

—No diga tonterías. No tiene que pasar ninguna aduana. No tiene que enseñar ningún papel. De hecho, ni siquiera es necesario que esté yo presente… Pediré a Miranda que me preste a Martín. Con usted y él es más que suficiente para un solo niño. —Marcó ella misma el número—. Esperemos que esa insensata no tenga hoy ningún entierro…

Imposible describir la desolación pintada en el rostro de la secretaria.

—¿De verdad que no puede?

—Imposible. Llevo a Álvaro Montalbán al peluquero.

—¿No sabe ir solo?

—Ningún hombre debe ir solo a un lugar donde tengan que arreglarle. Un hombre entiende de belleza femenina, nunca de la suya. Además, esta tarde tenemos el cóctel del Ambigú, y es su primera aparición en público. Me juego demasiado para… ¡Cuánto tarda en ponerse esa Miranda! Se me está haciendo tardísimo…

Se puso por fin Miranda Boronat. Milagrosamente, tampoco disponía de tiempo para el palique. Se encontraba en plena clase de meditación trascendental. Imperia aprovechó la circunstancia para preguntarle sin más preámbulos si podía disponer de Martín hasta la hora del cóctel.

—Le necesito y no le necesito —dijo la otra, con acento sumamente relajado—. Debería encenderme las barras de pachulí, pero pueden hacerlo Roman o Sergio, que también tienen mechero.

—¿Y no puedes encenderlas tú, gandula?

—Puedo y no puedo. Estoy en el Nirvana. Floto y no floto. Dispongo de mí y no dispongo. Estoy en mí misma sin estar en mí misma.

«Será el chinchón», pensó Imperia. Se guardó de decirlo en voz alta. Cuando una pide un favor por medio del teléfono, se recomienda colgar de manera pacífica. Deseó a Miranda felices flotaciones. Acto seguido, dejó ordenado que avisaran a Reyes del Río para recordarle la hora del cóctel. Salió dando un portazo mientras Merche Pili le echaba una maldición gestual que no encajaba con la dulce apariencia de su atuendo. De hecho, más que una maldición era un corte de mangas.

Quince minutos después, se encontraba ya camino del aeropuerto.

MERCHE PILI ESTABA obsesionada leyendo una revista llena de chismes televisivos. El carácter decididamente universal de los textos le imponía un gran respeto. Eran temas de alto estilo: cómo iba a terminar el serial de los seiscientos capítulos sobre la arpía de los viñedos de un lujoso valle californiano. Entrevista con el matrimonio y sin embargo amigos residentes en Albacete que acababan de ganar un coche en el concurso «Toca la pera, remera». Los discutidos amores de la perra Pippin con un galgo podenco de Sevenoaks. La primera menstruación de la presentadora del programa infantil «Nene-Pop». La exclusiva del repertorio de sotanas y casullas que luciría el presentador del espacio religioso «Un fraile, dos frailes, tres frailes»…

Lo apasionante, lo redentor de aquel caudal informativo acaparaba de tal modo la atención de la perfecta secretaria que no se enteró de la llegada de varios aviones. Tuvo que ser Martín quien la zarandeara, señalándole al mismo tiempo a una florida concurrencia que estaba saliendo de la recogida de equipajes.

No repararon en un adolescente que buscaba a su alrededor, con aires de absoluto despiste.

Era un rubito de edad inconsistente, pero de singular elegancia en ademanes y atuendo. Zapatos de ante, unos vaqueros azul celeste y una airosa trenca de piel de camello sobre la cual destacaba una bufanda roja que iba a colgarle por la espalda, casi hasta el suelo. La bufanda ideal para morir a lo Isadora.

Por lo demás, tenía un rostro singularmente agradable y sonreía con la satisfacción de un querubín desvalido que acabase de encontrar la puerta de servicio del paraíso.

—Usted tiene que ser Merche Pili —insinuó el efebo, con voz grave y meliflua a un tiempo.

—¿Cómo lo ha adivinado?

—Porque va usted vestida de Merche Pili. Yo soy Raúl. ¿Qué mira? ¿Le extraña que vaya vestido de Raúl?

A la perfecta secretaria le saltaban los ojos de las órbitas.

—¿Usted es el niño? —Y al instante se puso a gritar—: ¡Caray con el niño! ¡Dios mío, el niño! ¡Cómo es el niño!

El niño se asustó ante aquel escándalo.

—Perdone, señorita: ¿le ocurre a usted algo malo? Es que, al no estar acostumbrado a los usos de Madrid, no sé si me recibe o me rechaza…

—¡Pero si es altísimo! ¡Si es un angelito con zancos!

—¿Qué dice usted? Para lo que es habitual en mi generación soy más bien bajo.

—¡Ay Dios, qué niño! —seguía gritando Mari Merche—. ¡Qué cosa tan alta! ¡Qué elevación, Señor, qué elevación!

—Repare usted, señorita, en que somos el centro de la atención general. —Y mirando a su alrededor, avergonzado, añadió—: Se lo suplico, no haga tantos aspavientos. Allí hay dos hindúes que no dejan de mirarnos.

—Así es Madrid de cosmopolita. Lo mismo te encuentras a un maragato que a un portugués que a un vecino de Bombay. Además, igual le toman a usted por un locutor de televisión. ¡Ya quisieran algunos ser tan altos! ¿Sabe que muchos salen detrás de una mesa para que no se note que son enanos? ¡Dios mío qué altura la de usted! ¡Qué tercera dimensión, madre mía!

Y no había modo de sacarla del tema.

Llegó Martín para hacerse cargo del equipaje. Este se limitaba a tres maletas y dos bolsas de viaje.

—¿Pues no dijo su madre que llegaría tan cargado?

—Llevo conmigo lo justo. Mis discos, mis libros de estudio, un microscopio y mis fotos de cantantes de ópera. Todo lo demás llegará por mensajeros en seis baúles.

Martín dio un silbido arrabalero.

—¿Y pues qué se trae usted, niño Raúl? ¿La sección de saldos de Galerías?

—No. Los pequeños recuerdos de mi frágil y vulnerable adolescencia. Lo único que queda del Oriente de mi vida.

Una vez acomodados en el interior del coche, Merche Pili se excusó:

—Perdone el show que le monté hace un momento, pero es que cuando me asombro me viene la risa. En un espacio televisivo dedicado a la medicina dicen que es por histeria, y mamaíta asegura que esto se debe a una necesidad de orinar que yo reprimo por miedo a dejar los suelos empapados. Pero en este caso mienten ambas dos: mamá y la tele. Porque ha sido verle a usted y usted no tener nada que ver con lo que una suponía, que una le suponía pequeño y canijo, como los niños abandonados, y en cambio ¡vaya estatura! ¡Dios santo, qué estatura!

—Será el resultado de practicar el ballet desde muy niño.

—¿Ballet del de puntillas?

—Y tan de puntillas. En un fin de curso bailé el Príncipe de La bella Durmiente. Hice tres pliés que me aplaudieron a rabiar maestros y condiscípulos.

—¡Ay, qué cosas hacen los catalanes! ¡Ay, que me orino! ¿Ha oído usted, Martín?

—Oído y apuntado, prenda.

Raúl le dirigió su sonrisa más florida:

—¿Qué apuntó, señor?

—Lo del ballet, juguete. Por si hay plazas vacantes en el Moulin Rouge, lo digo.

—¡Y su madre sin contárnoslo! —exclamaba Merche Pili—. ¡Con lo que lo hubiéramos celebrado en la oficina!

—Más lo hubieran celebrado en algunos sitios que yo me sé —murmuró Martín.

El niño Raúl dejó asomar un velo negro sobre sus rasgos angelicales.

—Mi madre no lo sabe —musitó, con pena—. De hecho, mi madre sabe muy pocas cosas de mí. Incluso dudo que le interese saber alguna. Ya ve, ni siquiera se ha molestado en venir a recibirme.

Merche Pili creyó reconocer en su voz acentos sudamericanos, tan conmovedora sonaba.

—Pobrecito. Ha de dolerle mucho tanto olvido.

—Me dolía, sí. Pero lo he superado poniendo otro dolor más fuerte en su lugar. (SNIFF).

—No debería contármelo. Al fin y al cabo cada alma tiene sus secretos y Dios en los de todos.

—No me molesta hacerlo porque soy un exhibicionista del dolor. Yo creo que me complazco en él, colocando sobre el corazón cuatro puñales que lo hacen sangrar para convertir mi vida en una expiación continua.

—¡Releche! —exclamó Martín—. Esto no lo había oído yo desde el sermón de las siete palabras que daban por Semana Santa en la Concepción.

—¡Alma noble! —exclamó Merche Pili—. En todo se dejan notar las virtudes de un doncel doliente.

Al verla tan conmovida, Raúl le tendió un pañuelo para las lágrimas. Pero era un simple moco.

—Su mamacita no ha podido venir a esperarle porque tiene mucho trabajo. Pero no debe forjarse una mala imagen de ella. Por el contrario, busque su lado bueno, ese que tienen todas las madres desde que el mundo es mundo. No desespere. Es una bondad que está en la naturaleza. Raúl, es una ternura que incluso las bestias más inmundas tienen para sus retoños. Es amor que lo da todo sin pedir nada a cambio.

Raúl la miró un tanto asombrado.

—Yo quisiera que mamá no se parezca a esa cursilada que acaba usted de esbozar. La imagino, por el contrario, como la he visto en algunas revistas. Una de esas heroínas pérfidas que tanto nos atraen. Alta, distinguida, elegante, astuta y un poco bicho para dominar a los hombres traicioneros.

—¿Cómo? ¿Admira usted el lado despótico, tiránico e insoportable de su señora madre cuando nos trae a todas de protomártires?

—Claro, Merche Pili, claro. Yo, de mayor, quiero ser como mamá, pero en biólogo.

Así conoció Merche Pili los estudios del niño, sin reparar en otros detalles igualmente importantes, que el lector astuto sabrá considerar con placer.

CUANDO LLEGARON AL APARTAMENTO, Merche Pili contempló con curiosidad la actitud de Raúl. Esta fue de asombro y, progresivamente, de desencanto. El enorme espacio gris metálico, las concesiones a los vacíos, con los muebles flotando aisladamente, sin relacionarse, así como las líneas esenciales de los objetos; toda aquella desnudez le distanció tanto que tuvo que retroceder, en una fuerte impresión, parecida a un susto.

Agradeció, eso sí, el frondoso árbol que Merche Pili había arreglado con todas las fruslerías que hacen al caso. Por lo demás, la secretaria se limitó a comentar:

—Ahora vendrá la Presentación. Una rústica. Es analfabetísima, sucia y marimandona. Además, ¡no me puede ver!

Llegó la referida, moviendo a trancas su corpachón de jamona de barrio. Llegaba emitiendo a gritos su veredicto y se arrojó sobre Raúl sin ni siquiera mirarle.

—¡El niño, el señorito, el pequeño Raúl…! ¡Hijito! ¿No te acuerdas que te di una magdalena cuando tenías dos añitos? —Empezó a dar vueltas alrededor de su víctima, estudiándole como quien va a comprarlo—. Déjeme mirarle bien… ¡Qué mono es! ¡Parece un querubín, de rubio! Claro que yo le imaginaba más alto…

Se encabritó la Merche Pili:

—Usted perdone, señora asistenta, pero es más alto que yo.

—Es que para eso basta con ser un taburete de bar.

—Será de la taberna donde pesca usted las cogorzas.

Raúl notó que la fámula cerraba los puños para contenerse. Fue en vano:

—Vigile cómo se expresa, secretaria, que en este cuerpo no ha entrado una gota de vino en muchos años.

—De vino no sé, pero el licor de pera se ve que entra a torrentes.

—¿Licor de pera, dice? —Se echó a reír en sordina—. ¡Ni sabía que existe el brebaje susodicho!

—No existe porque se lo ha pimplado todo usted. Bien dice doña Imperia que no se la puede dejar sola.

—Para ser que no se me puede dejar sola, no ha desaparecido un cubierto ni una sábana de esta casa desde que yo cuido de ella.

—De cubiertos y sábanas no digo nada, pero que botella de licor de pera que compra doña Imperia se la afana usted en dos días, esto lo sabemos todas en la Firma. Y dice doña Imperia que un día le cambiará el frasco por otro de salfumán, a ver si la liquida de una vez.

—¿Liquidarme a mí? Pues que coja a una filipina. Dejará una cuenta de llamadas telefónicas a las Manilas que le tocará llevar muchas imágenes para pagarla… Niño, a pesar de lo que diga la mula de su madre, yo voy a quererle a usted como si no fuese hijo de ella.

Arremangándose con arrolladora decisión, empezó a sacar perchas de los armarios, al tiempo que instaba a Raúl a ir pasándole ropita.

Pero el niño se interpuso entre ella y las maletas.

—No hace falta que me ayude. Yo soy muy estricto en la ordenación de mis cosas.

—¡Ah, pero yo soy la responsable del orden de esta casa! Cuando empiecen a aparecer calcetines en la cocina, calzoncillos en el salón y camisetas en la biblioteca, su madre me echará las culpas a mí…

Raúl la empujó hacia el salón, acusándola de metomentodo y dictadora. Ella insistía en algo parecido a un principio de autoridad, a unos derechos adquiridos como obrera rastrera. Resultaron completamente obsoletos, pues Raúl instauró su posición como niño ordenado, al dejar perfectamente organizado su armario en diez minutos justos.

Sonrió Merche Pili, con ínfulas triunfales. Era evidente que la complacía salir siempre vencedora en la batalla entre subalternos por el reconocimiento incondicional de los jefes. Tenía vocación de mandada en regio. Era, en cualquier caso, una forma de vileza.

—No me puede ver. ¿Y sabe usted por qué? Porque su madre me hace partícipe de sus confidencias y a ella no le cuenta nada. ¡Con lo que le gusta el tole tole! A veces, me llama a la oficina con el único objeto de hacer averiguaciones y enterarse del chismorreo antes de que aparezca en las revistas. «¿Qué sabe usted del divorcio de Fulana?». Y yo muda.

«¿Es cierto que Reyes del Río se entiende con un cortijero de Huelva?». Y yo muda.

—Estoy seguro que la mudez le sentará a usted de maravilla —dijo Raúl, con fastidio—. Acuérdese de Belinda. Le dieron un Oscar por estarse calladita.

La secretaria vio con asombro cómo, al abrir una de las maletas, aparecían montones de discos compact. Y aunque Raúl le picó los dedos cuando se disponía a examinarlos, no por ello se privó de preguntar:

—¿Son de Mecano?

—Hace ya años que los reyes dejaron de traerme mecanos.

—¡Qué bromista es el niño! ¿Tanto como le gusta la música y quiere hacerme creer que no conoce a ese grupo ya inmortal? ¡Usted se quiere quedar conmigo!

—No, señora, yo con usted no me quedo ni media hora más. Es, simplemente, que no sé de qué me está usted hablando…

—¿Le gusta la Madonna?

—¿La Madonna de Rafael, las de Michelangelo o las de Lucca della Robbia?

—La famosa, la ídola, la divísima, la que imitan todas las niñas que, por edad, no alcanzaron a conocer a Doris Day…

—¿Se refiere usted a una horrenda que da muchos brincos y hoy se parece a Marilyn, mañana a la Dietrich y otro día a las heroínas de las revistas sado? Pues no me gusta en absoluto. Prefiero los originales.

—¿Tampoco es usted un arrebatado seguidor de Michael Jackson?

—Mire usted, señorita Merche Pili. Quisiera dejar las cosas en claro de una vez por todas: yo soy un niño muy antiguo. No comulgo con los gustos atroces de mi generación y, si me permite un consejo, usted tampoco debería comulgar, porque al fin y al cabo no es la suya…

Merche Pili acusó el golpe:

—Lo sé. Yo tenía mis gustos muy claros cuando estaba en Coros y Danzas de la Sección Femenina, pero desde que no bailo la muñeira cada jueves se me cruzaron los cables.

—Pues no me cruce los míos. Yo, lo más moderno que colecciono son canciones de Judy Garland. Para que se entere.

En menos de una hora, Raúl había colocado todas sus pertenencias en armarios y cajones. Su llegada sólo se notaba en la abundancia de libros y discos, por otro lado ordenadísimos en algunas repisas. Hasta el polvo sacó, para evitar la intromisión de manos ajenas.

Cuando llegó Imperia, la ajamonada Presentación la estaba esperando, con los brazos cruzados y un pie repiqueteando contra el parquet. Pedía guerra.

—Tendremos que hablar muy seriamente, señora. Este hijo suyo se ha vuelto muy pero que muy especial…

Imperia le dirigió una mirada asesina.

—Llevo mucha prisa. Si se trata de los calcetines sucios, ya lo discutiremos mañana.

—¿Sucios, dice? Este niño es una patena. De tan ordenado, da asco. Porque ya me dirá qué pinto yo.

—Píntese los labios —intervino Merche Pili.

—¡Pintarrajeada de mercromina le van a dejar a usted el ojo en la casa de socorro, del mandoble que le arreo si no me la quitan de delante!…

Imperia tuvo que reprimirse para no arrearles un golpe de bolso a cada una. Siempre atenta al poder de la imagen, no consideró adecuado que aquella fuese la primera que un niño recibía de su madre. Pero no pudo evitar que se le escapase un grito:

—¡Basta ya, señoras! Y perdonen el eufemismo. Pueden irse las dos. Quiero hablar a solas con mi hijo.

—Si me lo permite, ya sería hora —comentó Merche Pili.

—Si me lo permite, váyase usted a la mierda —contestó Imperia.

—No se preocupe, doña Imperia, que yo la llevo —intervino Martín—. Y a esa también, si lo desea…

—¿Conque sí? —gritó Presentación—, ¿y quién va a planchar los tafetanes de doña Imperia, para que no la resencionen las lenguas voraces en la kermesse que viene de inmediato?

Entre Martín, que se llevaba a rastras a la émula de Doris Day en los madriles, y la Presentación, que se encerró en el cuarto de planchar mascando maldiciones, quedó por fin Imperia a solas, dispuesta a enfrentarse a su hijo.

Cuando entró en el cuarto de huéspedes le descubrió guardando las maletas ya vacías. Lo único que supo decirle fue que había cambiado mucho. Y era cierto.

Aspecto del niño Raúl: estatura mediana, esa medida en que la adolescencia se permite ser deliciosa sin propasarse por excesiva. Generoso en sus carnes, pero todas en el punto exacto, prometiendo curvas bien proporcionadas. También preciso en sus hombros, que se anunciaban trabajados. En cuanto al rostro, lo más parecido a los querubines de Murillo que ha visto este siglo. Un óvalo perfecto, ojos saltones, nariz respingona, labios suculentos y, a guisa de visera, unos mechones que al decir de cualquier coplero parecerían de oro fino.

Fue lo primero que despertó la curiosidad de Imperia:

—¿A quién has podido salir tú tan rubio?

—Es teñido, mamá.

—Nunca se me hubiera ocurrido.

—Ni a mí. Pero un día me dije: el rubio me suavizará las facciones, así que me fui a la peluquería Pijines y pedí un coloreado a lo Robert Redford. Así de sencillo.

—¿Y qué dijo tu padre?

—¡Huy, no lo quieras saber!

—No, mejor no. ¿Alguna otra sorpresa? ¿Te han nombrado Miss Cadaqués o Pubilla del Liceo?

—Esto es una grosería, mamá. Es un comentario machista.

—¡Lo que me faltaba por oír!

—Algunos amigos me han dicho que, a veces, las madres hacen comentarios machistas. Yo esperaba que sería todo lo contrario. Una madre debería ser la mejor amiga y consejera de un chico soltero.

—Es posible. Disculpa mi inexperiencia. Lo más parecido a una madre que he conocido es la elefanta que parió a Dumbo.

El niño se echó a reír. Decidió Imperia que era graciosillo.

—Eso de tener madre me suena raro. Tenía padre, abuelos y madrastra, pero lo de madre verdadera no me lo había planteado nunca. Puede estar muy bien.

—Me tranquilizas. En el fondo temía algún reproche. No diré que no fuese lógico; al fin y al cabo, apenas nos hemos visto en todos estos años.

—Mejor así. Es como empezar de cero. No existe una experiencia anterior degradada. —Imperia le miraba con aspecto de extrañeza. Él aclaró—: Para afectos degradados ya me basta con tu exmarido.

—¿Cómo está?

—Hecho un coñazo. Amuerma a los muermos. Es petulante, débil de carácter y ha envejecido prematuramente. No tiene el menor interés.

—No hace falta que me lo digas: conocí a tu padre antes que tú. Dejémosle de una vez. Me gustaría hablar de cierto asunto que me tiene un poco inquieta. Ya sé que es delicado y pudiera hacerte daño…

El niño no se inmutó siquiera.

—¿Lo del suicidio? Ni que fuera el de Marilyn. Sólo ha faltado que lo transmitiesen vía satélite.

—Bueno, yo quiero decirte que no es necesariamente un síntoma.

—¿Un síntoma de qué?

—Quiero decir que se han dado muchos casos de adolescentes muy influidos por algún compañero de escuela o por algún profesor… Adolescentes que se han sentido traicionados en una época en que, bueno, la sexualidad todavía no está muy clara… Quiero decir que no implica necesariamente… ¡En fin, que no quiero que te hagas un trauma!

Él la miraba con extrañeza. Como si le estuviese hablando desde el interior de un camafeo.

—Mi único trauma es que el profesor más guapo del Instituto, en lugar de fijarse en mí, se trabajaba a una cerda de económicas. Intenté quitarme de en medio para llamar la atención del hombre de mi vida, pero lo único que saqué fue un lavado de estómago y una cura de sueño. Cuando salí de la clínica, papá me trató de maricón, su mujer fingió un desmayo, la abuela dijo que había salido a ti y entre todos me llevaron a una psiquiatra con cara de sargento para que me sometiese a un tratamiento a base de electroshocks. Por suerte, la doctora fue lo bastante honesta para decirme que los síntomas eran los que yo me suponía y que, por corrientes que me aplicase, no iba a cambiar. ¿Está claro?

—No sabía lo de los electroshocks. Yo nunca lo habría aprobado.

—Antes que volver a una experiencia parecida, prefiero que papá continúe tratándome de maricón. En cuanto a ti…

—En cuanto a mí, no pasa nada. Te lo aseguro. Es sabido que toda mujer inteligente tiene a un loco en su vida.

Era el momento adecuado para un primer beso afectuoso. Quedaron a la expectativa de que alguno intentara el avance. No se produjo. En su lugar se intercambiaron sonrisas divertidas, de simple tanteo.

—Intentaré recordar cómo era la mamá de Dumbo —dijo Imperia, sin dejar de reír.

—La pobrecita era muy cursi. En cambio, yo soy un elefantito muy obediente.

—Y ordenado —dijo Imperia—. Debo decirte que me quitas un peso de encima.

Estaba por exponerle sus temores respecto a una caótica invasión de su privacidad cuando sonaron cinco timbrazos y, al instante, el vozarrón de la Presentación, profiriendo algunos insultos contra la madre que parió al inventor de los timbres.

—No esperaba que vendrían a recogernos tan temprano… —comentó Imperia, dirigiéndose al salón, con cierta curiosidad.

Raúl se alisó el flequillo como hace un elefantito ordenado cuando se anuncian visitas. Temió lo peor al comprobar que el vinagre de la Presentación se había agriado todavía más, si esto era posible.

—Es la señorita Miranda, para variar. Viene de luto, huele a cirio que es un asco y lleva pamela.

Miranda Boronat acababa de hacer una de sus entradas más caóticas. Tanto lo fue que, al accionar los brazos para quitarse los guantes, derribó tres libros y un cenicero.

—Nunca podré acostumbrarme a esta decoración. Me parece entrar en un búnker.

Imperia no se molestó en ir a su encuentro.

—¿No dijiste que no pensabas salir?

—Cierto. Pero de repente me dije: Con un entierro a la vista, es muy poco solidario por tu parte que te quedes meditando toda la tarde. Tu lugar está al lado de esta infausta familia…

—¿Quien se ha muerto esta vez?

—Nadie conocido. Vi por casualidad una esquela en el ABC y decidí presentarme. He hecho un montón de amistades. Gente de clase media, ¿sabes? De lo más pintorescos. Muy generosos. Una rústica me ha prometido que me mandaría manzanas de su pueblo. ¿No es encantador? Ese contacto humano, ese saltarse la barrera de las clases, sólo se da en los entierros humildes. La gente se humaniza tanto que hasta parecen personas…

Forcejeando para librarse de la pamela, se dio la vuelta y se encontró con Raúl frente a frente.

—¿Este es el niño? ¡Pero si ya es un hombre!

—Usted también, señora.

—¡Qué gracioso es el niño! —Y dirigiéndose a Imperia—: Veo que le has hablado de mí, víbora.

—Para suavizar el impacto.

—De todos modos, no se ha suavizado —comentó Raúl—. La realidad supera a la imaginación.

Miranda emitió un gritito de espanto:

—¡Este niño tiene mucho acento catalán!

—Suele suceder cuando uno ha hablado en catalán durante quince años.

—Teniendo en cuenta que tienes dieciséis, no deja de ser una muestra de abnegación. En fin, no hablemos de lingüística, sintaxis y prosodia rítmica. Llámame tía Miranda. Desde este momento te tomo bajo mi protección particular…

—Te lo prohíbo terminantemente —exclamó Imperia—. Aspiro a convertirle en un adulto normal.

—Tonterías. Lo primero es hacer amistades. Tenemos muchas amigas que tienen hijos de tu edad… y bien que les duele, por cierto. Te vamos a enseñar a los hijos de nuestras amigas… Alguno habrá que le gusten los otros hijos de las otras amigas… Y si no, buscaremos por las noches de Madrid. Un pintor nuestro conoce un restaurante de carretera donde paran muchos camioneros ardientes…

—No vamos a enseñarle las noches de Madrid. Ha venido a estudiar.

—Tu madre es un poco aguafiestas, ya te irás acostumbrando. Por cierto, no he tenido tiempo de cambiarme, pero total, para un cóctel, el negro siempre queda bien. Sin la pamela y con que tú me prestes unas perlas… ¿Dónde tienes el collar de tres vueltas que trajiste de Sumatra?

—Yo nunca he estado en Sumatra.

—A mi plim. Yo diré que me lo trajiste de Sumatra para que reviente de rabia la pretenciosa de Irenita… Niño, sírvele algo a tu tía Miranda.

—¿Hace con un poco de arsénico?

—No habrá. Lo guarda todo tu madre en la lengua. Me serviré yo misma, por si me viene un caprichito de aquí a la botella.

Se dirigió al bar, agitando los brazos con gran peligro de algunos objetos futuristas.

—¡Qué señora tan rara! —comentó Raúl—. ¿Sabe lo mío?

—¡Claro que lo sé! —gritó Miranda desde el otro lado del salón—. Tu tía Miranda lo sabe todo. Mi divisa debería ser: «Ask Miranda». ¿Te sirvo algo?

—Yo no bebo, señora.

—¿Ni un drinkito de nada?

—Ni bebo, ni fumo, ni me drogo.

—¡Caray con el niño!

Imperia encendió un cigarrillo. No había fumado apenas durante el día.

—Será una reacción contra su padre, que está al borde de la cirrosis.

—Esto es psicología barata, mamá. De hecho, todo cuanto llevamos hablado esta tarde es psicología de bolsillo.

Imperia empezaba a sentirse alarmada.

—Miranda, contra mi costumbre, necesito un trago. Y que sea fuerte.

La aludida pugnaba con el hielo. Varios cubitos fueron a parar al parquet, mientras ella proclamaba:

—Mi psicoanalista Beba Botticelli, que es argentina y muy fabulous, diría que te privas de todo esto como reacción contra tu padre.

—No, señora —dijo Raúl, recogiendo cubitos—. Mi padre es un coñazo, un tirano y un irresponsable, y ojalá le lleven a la Uvi esta misma noche. Pero yo no actúo por reacción contra él, sino porque creo fervientemente que fumar, beber y drogarse son cosas nocivas para la salud. ¿Estamos o no estamos?

—¡Serapio, cómo está el patio! —exclamó Miranda—. Yo también necesitaré otro trago antes de salir.

El niño recibió la noticia batiendo palmas.

—¿Salimos? ¡Oh, qué bien! Me hace mucha ilu. ¿Adónde me lleváis?

—A un cóctel en el hotel Süpreme. Nada especial, sólo doscientas personas. Pero, eso sí, tienes que ponerte una corbatita, una americanita…

—Tía Miranda, sé perfectamente cómo se viste un chico soltero para ir a un cóctel. Tengo precisamente una americana de Claude Montana y una corbata de Trussardi que son de caerse de culo.

Y salió del salón silbando el Vissi d’arte.

—¡Además, es un niño marca!

Imperia no pudo reprimir una mirada de inquietud.

—Oye, Miranda, ¿en qué se nota si es un niño o ya no lo es?

—Vete a saber. La madre eres tú. ¿No te sentiste muy iluminada en los dolores del parto?

—No digas tonterías. A ver si te piensas que llevaba una lámpara halógena en el feto.

—Imposible, darling; en tu época tendría que ser un candil. Iré a verle ahora que se está cambiando. Si tiene mucho pelo en las piernas, es que ya no es un niño.

Mientras Imperia se disponía a cambiarse, ella se aprestó para uno de sus oficios preferidos. El de espía al servicio de cualquier majestad.

Dio unos suaves golpecitos en la puerta de huéspedes.

—¿Puede entrar tía Miranda? Sólo vengo a cotillear.

Como era su costumbre, entró sin esperar respuesta.

Raúl estaba en el baño, quitándose la ropa de viaje. Ella observó a su alrededor. Aprobó aquel orden, tan insólito en la habitación de un recién llegado. De pronto, descubrió sobre el escritorio un libro forrado con tela de flores y unas letras doradas. Era el diario de Raúl.

Cuando él salió, envuelto en un albornoz azul, la encontró con el libro en las manos.

—¡Secretitos, secretitos…! ¿Me los dejas leer?

El niño se abalanzó sobre ella, arrebatándole el preciado objeto.

—¡Ni se le ocurra! Un diario es una cosa muy privada.

—Pues por eso me interesa. Conozco los diarios privadísimos de todas mis amigas. Siempre cuentan intimidades que ellas no contarían jamás. ¡No sabes la de cosas que ocultan las muy hipócritas! ¿Tú sabías que Chelo Garrón es calva del pubis?

—Yo no tenía ni idea. Porque a mí esa señora no me suena de nada.

Ella hizo caso omiso de su comentario.

—Lo sabía muy poca gente. Yo lo leí en el diario de Perla de Pougy porque su hermano había tenido asuntos de cama con Chelo. Al día siguiente llamé a Chelo y le dije de todo. ¡Es que no se puede ser tan secreta! Porque yo, cuando aborté, no tuve el menor inconveniente en decírselo a ella y a mis ochenta mejores amigas…

—Lo siento. No sabía que había usted abortado.

—Dos veces. Una porque sí y otra porque también. Como todavía no era tortillera vocacional, estaba con un energúmeno del gobierno. Me dejó en estado de buena esperanza, que es como llaman a las preñadas en Orense. Él se puso hecho un basilisco, porque decía que comprometía su carrera política, pero yo me puse más furiosa todavía porque un niño en plena temporada de fiestas y entierros te parte la vida. Así pues, un día me fui a Londres con unas amigas y, una tarde que ellas se fueron a ver Los Miserables, yo me dirigí a una clínica muy selecta y me hicieron abortar en un abrir y cerrar de piernas. Cuando mis amigas vinieron a recogerme, ya estaba fresca como una rosa y nos fuimos a celebrarlo al Claridge’s. ¿No te lo había contado tu madre?

—No, señora. Mi madre no me ha contado nada de nada. Y, si me permite, quisiera quedarme solo. Tengo que vestirme.

—Por mí no te prives. Total, he venido para eso.

—¿Para ver cómo me visto?

—Para decirle a tu madre si eres peludito o no. ¡Ella es así de tonta! No se atreve a venir en persona. Claro que me tiene confianza. Para mí eres más prohibido que el cerdo para Moisés.

Raúl se encogió de hombros. No era niño de tapujos.

—Ya ve que no soy nada peludo.

Miranda le observaba detenidamente. Le obligó a dar un par de vueltas. No pudo reprimir un silbido de aprobación.

—Oye, oye, estás muy bien proporcionadito.

—Sí, señora. Estoy muy bueno. Soy un regalo para cualquier paidófilo de alto standing. Lástima que nadie se digna probarme.

—¿Pues qué han de probar, niño?

—Mis bondades, tía Miranda, mis bondades.

Ella le dirigió una sonrisa malévola. Por fin tenía algún mensaje que transmitir. Salió sigilosamente y, del mismo modo, se introdujo en las habitaciones de Imperia, que acababa de salir de la ducha.

Le ayudó a secarse, al tiempo que decía:

—No es nada peludo, Imperia.

—Entonces, todavía es un niño.

—Será un niño, pero está deseando que se la metan.

—A veces puedes ser muy desagradable.

—Yo seré desagradable, pero él está deseando que se la metan. Y si no, al tiempo.

MIENTRAS IMPERIA SE VESTÍA, Miranda se dedicaba a husmear por todos los armarios del cuarto de baño, comentando un perfume nuevo, la calidad de unas sales, la eficacia de crema o el color de unas pestañas postizas. Por fin se detuvo ante lo que parecía ser un secreto de estado: «Luego dirás que no usas cremas de colágeno. ¡Zorra, más que zorra! Ya me extrañaba a mí, con esa piel a tu alarmante edad…».

Imperia no le hacía caso. Al fin y al cabo, no se estaba arreglando para ella. Tenía que lucir en la fiesta. Luego, se arreglaba para el mundo. Y ni siquiera se atrevió a destacar que, en el mundo, había alguien por quien merecía arreglarse más y más.

El niño Raúl había tardado poco tiempo en cambiarse. De hecho, se encontraba ya en el salón, esperando a las damas. Tenía la ventaja de los adolescentes castos: con un par de retoques elementales, lucía como un figurín. Y al contemplarse en un espejo art-déco decidió que podía pasar fácilmente por alumno de un buen colegio inglés.

—¡Total, para lo que me sirve…! —suspiró el pobrecito.

Sonó de nuevo el timbre. Recordaba que su madre le había hablado de alguien que debía llevarlos a la fiesta. Sería el chófer de Miranda otra vez. No le molestaba, antes bien le divertía. Su casticismo, su indiscreción tenían el grado de picante necesario para entretenerle al tiempo que le ofrecía la oportunidad de inquirir sobre los lugares secretos de Madrid, aquellos donde un chico soltero puede dejar de serlo con la ayuda de un personal voluntarioso y, a poder ser, activo.

Entró la Presentación en actitud de chambelana.

—Don Álvaro Montalbán o don Álvaro Pérez, que de las dos maneras puede llamársele.

—¿Y ese señor, quién es?

—No me lo pregunte. A mí no me gusta hablar. Que cada uno cargue con sus trapos sucios…

Raúl se encogió de hombros. Volviéndose de nuevo hacia el espejo, empezó a ordenarse el flequillo alisándolo con la palma de la mano mojada, como los gatitos.

Entonces apareció Él.

Al igual que en las películas, Raúl le vio reflejado en el espejo donde se estaba contemplando. Tuvo que ahogar una exclamación de sorpresa y un recuerdo patético. ¡Estaba entrando en el apartamento madrileño de su madre el profesor barcelonés cuya indiferencia le había impulsado al suicidio!

Pero hasta el delirio puede mejorarse. El recién llegado superaba al profesor. Era el hombre más guapo que el niño vio en su vida. Además, llevaba las gafas mejor colocadas que pudiera soñar cualquier alumno equívoco.

Se volvió rápidamente. Álvaro Montalbán se estaba quitando el abrigo de cachemir. Para mayor perplejidad del efebo, aquel gafudo tenía hechuras de atleta clásico.

Los cambios operados por la mañana habían dado un resultado más que notable. Vestía de azul oscuro, pero las hechuras del traje se organizaban sobre su robustez con una caída impecable. Era como una encina adiestrada para ser un bonsai de lujo.

Ya no podía decirse que iba peinado sin ton ni son porque el peluquero había seguido al pelillo los diseños imaginados por Son y Ton. Un corte discreto, cabello hacia atrás con alguna concesión a algún rizo que caía sobre la frente, como por un descuido que Raúl lo encontró adorable al permitírselo un profesor tan elegante.

Pese a la mundanidad que intentaba afectar, Álvaro Montalbán se encontraba un tanto cohibido ante aquel niño no previsto en sus planes. Intentó disimular su timidez exhibiendo una sonrisa de vencedor olímpico.

Raúl le obsequió a su vez con una improvisación:

—¿Pues no se había muerto Cary Grant, tío?

Álvaro Montalbán se echó a reír, en muy saludable y en muy macho. Lo cual no excluía, como siempre, la coquetería.

—Tú serás el hijo de Imperia… —dijo como pie forzado—. Me contó tu madre que venías a Madrid para estudiar.

—Para estudiar y para lo que se tercie. También sé hacer de camarerito cuando vienen visitas simpáticas.

—Así puedo pedirte que me sirvas un fino…

—Y una bodega, señor. Y una bodega.

Se fue corriendo al bar. Sentíase tan feliz que decidió probar él también.

—¿Por qué vamos a brindar? —preguntó Álvaro Montalbán, en seductor profesional.

—Por su no-cumpleaños —contestó Raúl, con sonrisa de amanecer.

—¿Mi qué?

El niño levantó la copa y se puso a cantar:

Feliz, feliz no-cumpleaños,

¿A mí? ¡A tú! ¿A mí? ¡A tú!

«Qué niño más raro —pensó Álvaro—. ¿Será mongólico?».

No hubo tiempo para el conocimiento más profundo que Raúl anhelaba. Apareció Miranda, arreglándose las tres vueltas del presunto collar de Sumatra. Detrás de ella, avanzaba Imperia, luchando con la cremallera. Por lo demás estaba suntuosa, con un vestido negro que caía en drapeados hasta la rodilla. Por todo adorno, un broche de Mesara.

—¿No vas a permitir que te abroche? —dijo Álvaro, al descubrir sus apuros.

—Me disponía a pedírtelo. Miranda es un desastre con las cremalleras.

—Es mentira —murmuró Miranda, insidiosa—. Lo que pasa es que cada una elige la ayuda del sol que más le calienta.

Pero Raúl no la escuchaba. Permanecía pendiente de todos los actos de su madre, entregada al coqueteo con Álvaro y a jugar con una copa que acababa de servirse.

«¡Qué guapa es, qué distinguida!» —pensaba el niño, boquiabierto—. «Desde luego, ¡uno tiene tanto que aprender de los mayores!…».

Se le acercó Miranda, pasada de sarcasmo:

—¿Qué me dices de la nueva adquisición, niño?

Raúl sonrió abiertamente, como solía.

—Se parece a mi profesor, pero en guapísimo. ¡Ay, tía Miranda, me huelo que Madrid va a gustarme mucho más de lo que me esperaba!

Pero nadie tomó debida nota de sus palabras.

EN OTRA CASA DE PROTOCOLO INFERIOR, pero acaso superior en riqueza, dos mujeres también se preparaban para la fiesta del Suprême. En una alcoba, doña Maleni se recargaba de santorales. En otra contemplaba Reyes del Río el resultado de su vestido nuevo. Era espectacular y en absoluto folklórico. Una túnica gris perla, que caía desde el escote hasta los pies, estilizando su figura, al tiempo que destacaba poderosamente sobre su piel morena.

El maquillador la había dejado soberbia. Ella siguió, antes, su consejo en el peinado: completamente recogido y moño aprisionado en redecilla de plata. El maquillador, una loquita llamado Alibín, silbó de admiración, al tiempo que aconsejaba pocos retoques. Nada que se pareciese a un maquillaje de escena. Lo más sobrio posible.

—¿Parezco una faraona? —preguntó ella, con aire insolente.

—Pareces una diosa griega —dijo Alibín—. Soberbia y refinada. ¿Piensas ponerte el visón blanco?

—No debo. Me dijo Imperia que en determinadas circunstancias el visón hace folklórica de las de antes.

Se oían las voces de doña Maleni, instando a la prisa. Andaba ella desesperaba, al ver que se entretenía tanto el maquillador. Además, eso de hacerle venir a casa era un gasto innecesario. ¡Con lo bien que se lo hacía ella sólita! Un buen puñado de polvos en las mejillas, rojo encendido en los morros y chavo sobre la frente, como Estrellita Castro.

En estas meditaciones se encontraba cuando creyó atisbar por el corredor el paso de una figura insólita.

Sacó la cabeza doña Maleni. Retrocedió, horrorizada. Circulaba por el piso una especie de san Pedro, con barba y todo.

—¡Jesús! ¡Una aparición! ¡Un fantasma! ¡Un leviatán!

Se detuvo al instante el intruso. No supo decidir doña Maleni si bajaba del cielo o salía de una película de romanos. Iba vestido con una especie de toga blanca, llevaba sandalias doradas y sostenía en la mano una larga vara rematada por unos gladiolos de plástico. Pero lo que más asustaba era la frondosa barba blanca, que le llegaba hasta la cintura.

—¡Que soy yo, tía Maleni! ¡Que soy su sobrino!

La mujer se llevó la mano al corazón, que ya estaba bailando la rumba.

—¡Menudo susto me has dado, so burdégano! ¿Me vas a decir adónde vas tú vestido de saduceo?

—No voy de eso que usted dice, tía, que voy de san José mismamente. ¿O no se nota por la vara, que la tengo florida?

—¡La punta del nabo te va a florecer a ti de tanto hacer mariconadas!

Acudió, apresurada, Reyes del Río, seguida de su maquillador.

—Pero ¿qué pasa, madre? ¿A qué viene ese jaleo?

—Que no se entera de nada —respondió Eliseo—, que vive en Babia y le pasan por alto los eventos y circunstancias de esta madrileña urbe en fiestas tan señaladas.

Eliseo y Reyes se miraron con extrañeza. Ella rompió el hielo:

—¿Pues no ha recibido la invitación, madre?

—A lo único que me invita a mí el Señor es a compartir el cáliz de su agonía. ¡La mitad me lo estoy bebiendo yo, por culpa vuestra!

—No sea usted tan gorrona y lea, a ver si se documenta.

Le pasó Eliseo un tarjetón completamente arrugado de tanto enseñarlo por los bares de locas de Madrid.

«Belén viviente de los transexuales de la Castellana. Subvencionado por el Ministerio de Cultura, el Ayuntamiento de Madrid y la Worldwide Caixa».

Doña Maleni estuvo en un tris de un desmayo. Se limitó a aullar:

—¡Santo cielo! ¡Mi sobrino, en un sarao de travestidos! ¡Mi sobrino exhibiéndose de locaza!

Terció Reyes del Río en favor del primísimo:

—Pero madre, ¿qué tenía de locaza san José? Si hubiera sido la castañera o la samaritana…

—¡Ay, esas no! —suspiró Eliseo—. Yo quería hacer la hilandera, que quedas divina, con el huso en la mano, pero se lo han dado a la Chochín de Kiev, que está operada y queda de lo más galilea… En cambio yo, según las luces, doy más a lo Paca Rico.

—¿A lo Paca Rico, dices? ¡Si mi hermana levantara la cabeza! ¡Ella que, antes de morir, te veía de militar!

—Pues mire, tía, hubiera sido «la generala». Porque yo de rudo militar no me he visto ni en mis sueños más viriles.

—¿Habrás tenido algún sueño viril en toda tu vida, desgraciado? ¡Anda ya! Que el año que viene te veo sustituyendo a la Esperanza de Triana sólo para que te llenes de requiebros al cruzar el río… —Y dejándose caer en el hombro de Reyes del Río, rompió en llanto—: ¡Es que es una locaza, hija mía, es que es una locaza!

—Mientras no sea una arrastrada, madre, que haga lo que quiera. Y ahora vaya a arreglarse de una vez, que entre dejar a ese en su belén y los colgajos que le falta a usted ponerse, vamos a llegar al Suprême que estarán en el remate de la predicación.

Se fue doña Maleni a ponerse su santoral de oro y argentería. Fue entonces cuando Eliseo reparó en los adornos de su prima, y entre él y Alibín se pusieron como dos comadres que elogian el vestido de comunión de la niña de la vecina.

—¿Estoy presentable, primito?

—Estás hecha una reina, una emperatriz, una sultana y una presidenta del senado.

—¡Osú! Que me estás rebajando los cargos a medida que me los concedes.

Despidieron al llamado Alibín, que tenía a otras damas para aquella noche. Y al cerrar la puerta, vio Reyes un asomo de pesar en los ojos de Eliseo.

—Digo yo, primita, que se me presenta muy negro lo de la operación. Pues si por ir de san José, que era tan macho, me trata así la tía Maleni, cuando le digamos que pienso ponerme chocho y tetas me arma una falla valenciana que ni sobrevivo.

—Tú piensa ahora en hacer bien tu papel y pasemos las fiestas en paz. Lo de la operación se lo decimos para la Nochevieja, que se presta a todos los perdones.

NO BIEN LLEGÓ A LA CASTELLANA, Eliseo corrió a ocupar su lugar en el portal. Estaban él y la Chantecler, que hacía de pastora adoratriz y por eso le habían puesto un tocado medio de monja, medio de dama de Van Eyck. Junto a ellos estaba la virgen, completamente inmóvil porque era una estatua de cera. Las autoridades eclesiásticas se habían opuesto rotundamente a que la virgen fuese representada por señoritas de vida sospechosa, con lo cual más de una se quedó frustrada. En cuanto al buey y la mula eran de cartón, porque ninguna quiso hacer de bestia parda. El niño Jesús era de verdad. Los demás papeles estaban interpretados por las operadas más lamosas de la villa y corte. Presentaban algunas rostros demasiado hombrunos. Sin ir más lejos, la hilandera, porque su intérprete, la Chochín de Kiev, tenía mandíbula de descargador de muelles y manos de albañil curtido. También a la samaritana le aparecían pies gigantescos dentro de unas sandalias muy estrechas, y pues siempre fue muy peluda la su intérprete, a quien llamaban Hildegarda Tour d’Argent, resultaba la única samaritana parecida a un oso que se vio jamás en Galilea. Por lo demás, estaba monísima la Sayonara vestida de pastorcilla, mucho más la Frufrú de Petipuán de molinera, Brigitte la Petarda, de labradora, y la pobre cojita llamada Shirley Temple, que hacía el ángel de la Anunciación.

Organizaba el singular tinglado un director de teatro y televisión, conocido por su genio en distribuir masas y su disposición para amontonar colorines. Tenía en su haber una Electra en el templo de Debod que un americano confundió con un musical de Esther Williams. Y en la pequeña pantalla era responsable del famoso concurso «Toca la pera, remera» donde entre gondoleros, rumberas brasileñas y azafatas minifalderas se arremolinaban tantos colores que cierta noche dos millones de televidentes se marearon delante de su aparato, lo cual costó a la televisión pública un huevo en indemnizaciones.

Mucho mérito tenía el referido director, porque era daltónico y se llamaba Pepito Gris. Pero sus detractores le habían puesto de nombre la Rainbow, que significa la Arco Iris, porque, además de escandalosamente colorista en sus montajes, cuando sonreía se parecía a Judy Garland en El mago de Oz. ¡Tan joven era!

Iba de un lado para otro el geniecillo, exponiendo a sus estrellas los gestos que deseaba representasen y dando órdenes al jefe de atrezzo para que corrigiese a toda prisa cualquier defecto de ambientación que hubiera pasado inadvertido.

—A ver, la Samaritana que se ponga junto a la fuente… ¡Ese cántaro, niña, que lo quiero ver bien alto!

—¡Coño, directrice, que me va a dar un calambre! —exclamaba la Hildegarda Tour d’Argent.

—¡La divina pastora! —gritaba Pepito Gris—. ¿Dónde está la divina pastora?… Aquí, niña, junto a los borreguitos… Sujétalos bien, que no se nos vayan para el tráfico… ¡La hilandera!, ¿dónde tiene el huso esa hilandera? ¡Ay, Señor, si Cecil B. De Mille se hubiera encontrado con tantas incompetentes nunca hubiera podido concluir Sansón y Dalila!

—¿El niño también es transexual? —preguntó el ayudante del director.

—¿Cómo va a serlo si sólo tiene seis meses? Nos lo ha traído la señora Ciriaca de Leganés, que anda apurada y alquila a su prole para eventos tales.

—Es piadosa, la referida.

—También lo sería yo, alquilando el niño a diez mil la hora.

—¿Y por qué tiembla la criatura?

—Así suelen temblar los niños de pecho a dos grados bajo cero.

Se acercaba de vez en cuando la madre, un si acaso sufridora.

—¿No les da igual si le pongo un jerseyito? Es que lo veo estornudar mucho…

Contestó, altiva, la Ninon de Léñelos:

—¡Ni hablar! Al niño Jesús siempre lo he visto yo en cueros, porque era pobre y ni para dodotis tenía…

Instaladas sobre una nube de madera, aparecían ataviadas de ángeles del Renacimiento la Gilda Reinona, la Norma de Butterfly y Rigoletta la Boticaria. Iban todas provistas de laúdes, pífanos y zambombas, instrumentos esgrimidos con tal propiedad que dijérase el asunto como tomado de Piero della Francesca.

—¡A ver, las de la zambomba! —gritaba el director—. ¡Tocad lo de los peces en el río!… ¡Las reinas magas! ¡A ver, Melchora, Gaspara, Baltasara!… ¡Las pajes, las pajes!… ¡La castañera, la castañera!…

Llegó apurado, el encargado de atrezzo:

—Señora directora, para el campamento de la Anunciación han traído una olla de acero inoxidable…

—¡Que no, que ha de ser de barro! Una cosa popular, arcaica, vetusta; es decir, propia.

Movía los brazos como molinos y, al conjuro de su paciencia, iban tomando forma, sobre aquella diminuta topografía de musgo y cantos de río, las escenas favoritas de muchas generaciones. ¡Divino cortejo! Allí aparecía la estrella guiando a los tres Magos, el ángel anunciando a los pastores, la linda huertana y la modesta lecherita y la pizpireta nazarena cargadas de ofrendas para el Niño.

Y ante aquel esplendor de piedad y recato, decían los transeúntes:

—En esto se ve que son de buen corazón las mariconas, pues así celebran el misterio de la Natividad, como las mujeres decentes en sus hogares de pro.

Y la transexual cojita llamada la Shirley Temple, porque era casi adolescente, hacía recolecta en una bandeja para el hogar de la Marica Provecta.

—¡Qué mono es el ángel de la Anunciación! —decía una señora al contemplar a la Shirley Temple.

—Más que un angelito será una angelines, ya que es transexual operadísima. ¿O no le ves las tetas?

—¡Pues qué buenas y santas son las transexuales de Madrid, que aun cojitas y con este relente se consagran a las pías obras!

Se acercaban con zambombas los festivos madrileños, hacían sonar matracas los niños que, por encima de bufandas y debajo de pasamontañas, entonaban la gesta del Tamborilero; alguna anciana rezaba los misterios de gloria. Y un legionario tocaba la corneta.

Llegó entonces el alcalde, el ministro de cultura y un florido séquito de lameculos. Los recibió al pie de los coches una mariquita disfrazada de Rey Blanco. Subieron los próceres hasta el altozano del molino, donde permanecía inmóvil la Frufrú de Petipuán, de molinera, con un vestido copiado del de Carmen Sevilla en aquella película. Pero a causa del frío y una deficiente depilación, la Frufrú de Petipuán llevaba el escote tan enrojecido que parecía a punto de sangrar. Dijo entonces el alcalde:

—Muy apropiado, pero que mucho. Perfecta la ambientación. Digno de elogio el vestuario.

Sonrojóse, por natural pudor, el director de escena:

—Se ha cuidado lo histórico hasta el último detalle…

—No crea que se me escapa —dijo el alcalde—. Ese alzacuello, ese corpiño, esa marlota que luce la castañera, ¿no los habré visto yo en el Prado?

—No, señor, que es de una película de Amparito Rivelles de los años cuarenta.

—Digno de loa en cualquier caso. El Prado y Cifesa anduvieron juntos en más de una ocasión, por más que digan los postmodernos.

—¡Viva Cifesa! ¡Viva Suevia Films! ¡Viva don Benito Perojo! —gritó una cinéfila de las de antes.

Asentía con igual complacencia el ministro Bordegás, que había vivido mucho en Francia y por esto se encargaba ahora de la cultura española. Y venía detrás algún politiquillo de segunda clase, de los que se apuntan a cualquier bombardeo con tal de salir en las revistas.

—Debegiamos expogtar este evento al Boburg, que lo veo muy apgopiado paga lo que los pagisinos espegan de España.

Vive le ministre de Culture! —gritó una maricona más docta que las demás—. Vive les relations entre la France actuelle et le Madrid de toujours et d’habitude!

Sacó el ministro un pliego escrito en letra gótica, tosió para pedir el silencio de la concurrencia. Callaron todas. Empezó, como se suele, invocando un recuerdo a don Enrique Tierno Galván, alcalde que fue de aquella villa. Aplaudieron ahora las presentes con lágrimas en los ojos y una exaltada gritó «¡Viva la democracia!» y todas contestaron «¡Viva la Engracia!», y el alcalde acabó haciendo la loa de los transexuales porque formaban parte de la geografía de Madrid como la Cibeles, el Neptuno y la maja de Goya. Salió entonces un actor catalán que leyó una traducción de El noi de la mare puesta en verso por un conseller de la Generalitat de los que en tan patrióticos menesteres se ganan un sueldo doble y hasta triple. Y todas las mariconas coincidieron en que el galán llevaba las melenas a lo Juliette Greco, que le favorecían mucho. Puestos ya en la onda de hermandad entre las distintas autonomías que configuran la variopinta diversidad de las Españas, salió un cantautor asturiano que cantó Navidades blancas en bable, y después una poetisa de La Coruña entonó Tinger Bells en la su lengua y una vasca quiso poner una bomba pero entre todas la convencieron de que no era el día. Y entre aquella entrañable Babel de hablas hermanas, sonó un mariachi que le cantaba Las mañanitas al Niño Jesús y, después, apareció un directivo del Quinto Centenario seguido por tres indios de Oaxaca, que vestían como de azteca —o tolteca, mixteca, zapoteca o maya—; y, colocados todos en abigarrada comitiva, fueron depositando sus dones ante el portal.

Y todo resultaba así de entrañable hasta que la Chantecler exhaló un gritito de horror, que sólo percibió Eliseo, su pareja de escena.

—¡El niño no respira, Eliseo, el niño no respira!

—¡Chantecler, nena, no me asustes, que es alquilado!

—¡Que se nos ha muerto, mujer, que se nos ha muerto!

Seguían cantando las demás sus villancicos, y el ruido de las zambombas y los aplausos de los transeúntes tapaban de tal manera los gritos de san José y la adoratriz que nadie parecía enterarse. Estaban ellas tan asustadísimas que se cogieron las manos, con tan poco acierto que cayó la vara de san José sobre el supuesto difuntito, por si algo le faltaba.

En aquel trance dijo la Chantecler por lo bajo:

—Tú haz como si no hubiera pasado nada. Voy a avisar a la Hildegarda Tour d’Argent, que fue enfermera en Larache y sabe un demasié de últimos suspiros.

Arremangándose las faldas, corrió la Chantecler hacia la fuente donde permanecía, inmóvil y cumplidora, la samaritana. Cuando oyó los lamentos de la otra, se santiguó a toda prisa y, dejando el cántaro sobre el musgo, acudió corriendo al portal, procurando no tropezar con las ovejas.

Puesta en su viejo oficio de enfermera, auscultó al niño cuidadosamente:

—Pero, mariconas, ¿no os habéis percatado hasta ahora de cómo está este niño? ¡Si está heladico! ¡Si hasta tiene escarcha en la nariz!

—¿Escarcha es eso? Se me daba a mí que eran mosquitos.

—Helado está que parece un polo de vainilla. Por la color lo digo, que no es de ley esa color.

—A nosotros ya nos lo han entregado coloreado así. Sólo que respiraba…

—Tampoco mucho —dijo la Chantecler—. Lo noté yo muy bronquítico para su corta edad.

Sentenció entonces la Hildegarda Tour d’Argent:

—Pues hay que devolverlo como estaba, o la madre nos lo hará pagar como nuevo. Y para comprarlo nuevo lo preferiría yo más rubio. Moveos, niñas, que hay que reanimarlo.

Cogió la Hildegarda Tour d’Argent una piernecita, otra la Chantecler, y Eliseo cuidaba de los bracitos, y así quedó el niño tendido en el aire, que parecía que quisieran dividírselo. Y una tiraba por su lado y la otra para el que le correspondía y la Chantecler para abajo y para arriba.

—Vamos, niñas, que eso no cansa nada… One, two, three!

—¡Mambo! —gritó una borrachona de discoteca.

La madre, que hasta entonces permanecía embobada ante las gilipolleces de los discursos oficiales, descubrió de pronto el zarandeo que se llevaban en el portal las tres locazas.

—Pero ¿qué hacen esas tías? ¡Me están desnucando al niño!

Comentó con gran admiración el señor alcalde:

—Será que representan la degollación de los Santos Inocentes. No falta detalle en esta escenografía.

—¡Ah, no, mi niño para los Inocentes, no! Yo lo he alquilado para el nacimiento, para que los Reyes lo llenasen de oro, incienso y mirra… —Y enfrentándose al señor alcalde, añadió—: Además, usía, ¿cuándo se ha visto que al Niño Jesús le alcanzase la matanza esa?

—Nunca se vio —dijo la Sayonara, egregia—. El Niño Jesús se largó para el Egipto con sus progenitores y Herodes escabechó a otras criaturas. Para la matanza quedarían bien esos de aquí. —Y señaló a los primeros niños de la fila.

—¡Hijaputa! —gritó la mujer que los acompañaba—. ¡A mis niños no los meta en este berenjenal, que le arranco el coño postizo!

Mientras la Sayonara se aseguraba el postizo, llegaba al portal la madre auténtica. Y, al rescatar al niño de las pintadísimas uñas de las locas, gritó desesperada:

—¡No respira! ¡No respira! ¡Hijo! ¡Herminio!

¡Calvario de madre, allí, en la Castellana, ante los ojos conmovidos de los madrileños!

Estrechaba ella al niño con tal apretura que amenazaba con aplastarlo.

Abandonaron todas sus puestos en la sacra representación y acudieron a rodear a la madre, solícitas y lloriqueantes mientras el director de escena levantaba los brazos al cielo, invocando a los dioses del desastre y afirmando una y otra vez que no se puede trabajar con gente que no sea profesional.

Y añadió el ministro, despectivo:

—Esto es la España negra.

A lo que contestó la que hacía de rey Baltasar:

—Negra lo será su madre, que yo voy embetunada…

Y se iba ya el ministro a otra inauguración, y le seguía, dispuestísimo, el señor alcalde, y la madre todavía se arrastraba por el suelo, con el niño en brazos.

—Sálvamelo, Virgencita, sálvamelo, y acabo yo con mis manos la catedral de la Almudena…

—Es muy voluntarioso ese pueblo suyo —dijo el ministro al alcalde, mientras subía al automóvil oficial, seguido de su cortejo.

—Bien dice el género chico que «el pueblo de Madrid encuentra siempre diversión lo mismo en Carnaval que en Viernes de Pasión». Pero a fuer de sinceridad cumple decir, monsieur le ministre, que un niño muerto en plena calle no lo habíamos tenido desde el Dos de Mayo.

Entonces se oyó el grito esperanzado de la madre del niño.

—¿Quién ha dicho que mi hijo no respira? Le está volviendo el hálito. ¡Hasta el color recupera! ¡Hijo mío! ¡Almita blanca!

—¡El niño está vivo! —gritaba la Chantecler—. ¡El niño respira, mariconas!

Hubo una algarabía general, que mezcló el gozo de las locas con la complacencia del público. Y ya lloraba de nuevo la criatura, vuelta en sí, y continuaba gritando la pobre madre, mientras desaparecía a lo lejos el cortejo de los politicastros, que en todo aquello ya no entraban.

Fue entonces cuando la Sayonara, sabihonda, reprendió a la Chantecler:

—Pero ¿es que no sabes tú distinguir cuando un niño duerme o está muerto, so petarda?

—¡Cómo voy a saberlo, si Dios no me ha querido obsequiar con esa gracia! (¡Sniff!). Si me ha negado el libre acceso a la maternidad, a la alegría de sentir en mi vientre la gloria de la vida que lo va hinchando y a revivir en mis carnes el derecho de nacer.

—Anda ya, no nos cuentes tus dramas, que el hijo de un chocho de Denver, Colorado, no habría de pasarlo la santa madre Iglesia.

Ya la madre se había recuperado de sus cuitas y volvía a ser la frescachona respondedora de cualquier ataque, la intrusa en los asuntos de los demás.

—Más tranquila está usted sin hijos, maricona. Ya le digo yo que noche de madre es siempre desvelada.

—Sí, guapa, pero con lo que le ha dado a ganar el niño esta noche se compra usted mazapán pa todo el año.

Con el niño abrigado, y ya para marcharse, quiso recitar la madre su última metáfora:

—Silencio, el niño está dormido. Silencio, que no lo despierte nadie. El niño está dormido. Que no lo despierte nadie.

Y así iba de un lado para otro, acunando a su criatura en plácido regazo.

—¿Y ahora a qué viene esa antigua a hacer de Juana la Loca? —preguntó la Frufrú de Petipuán.

—Será para acaparar prensa —dictaminó, severa, la Domus Aurea.

—¿Prensa dices tú? ¡Si ya no queda! ¡Qué chasco babilónico! Ni el alcalde ni el ministro se han quedado para comprobar, por lo menos, si había entierro a la vista.

Miraron todas a su alrededor. En efecto, hasta la multitud se dispersaba, por lo avanzado de la hora y porque, si bien se mira, un belén no da para más, aunque sea en la Castellana.

—Así son los políticos —dijo la Dalila—. Desaparecen cuando se han ido los fotógrafos.

—¿Pues no es más noticia una Sayonara vestida de pastorcilla que un alcalde haciendo el mismo número de todos los años?…

Ya se generalizaba el descontento. Ya abandonaban su puesto las siervas de Heredes, sus corderos la pastora, su molino la réplica viviente de Carmencita Sevilla.

—¿Que se han ido los fotógrafos? —gritó la Lola Puñales—. ¿Y pues qué hacemos aquí nosotras?

Dijo entonces la madre:

—Un fotógrafo que quiere hacerle una sesión al niño me dijo que se iban todos a retratar la fiesta del Suprême. Durante su curso reaparece en sociedad Reyes del Río.

Más revuelo se armó ante aquel nombre que no con todos los eventos de la noche. Saltaron todas al unísono, iniciaron unos pasos de sevillanas, entonaron cuatro cupleterías…

—¿Que Reyes del Río ha ido a esa fiesta? Eliseo, restregada, ¿cómo no nos has dicho que tu prima está aquí al lado?

—Porque yo ya la he visto salir vestida de casa, y por ende, que así se dice, ya no es sorpresa.

—¿Y cómo iba? ¿Qué llevaba?

—Como de túnica iba. Y peinada toda para atrás, como la Carmen de Mérimée y no la de España.

—De reina —exclamó la Sayonara.

—De diosa —gritó la Chantecler.

—De emperadora de los anchos mundos. Eso es Reyes del Río. Y no hay otra.

—¿Y no hemos de verla? —aullaron todas.

Era de pronto una tremolina de locas invocando a grito pelado su derecho de levantar a sus ídolos ante el mundo. Y aunque no hubo votación, sí hubo unanimidad al proclamar que convenía hacer guardia de honor a la grande entre las grandes.

En vano intentó poner paz el primísimo de la diva:

—¡Que es por invitación, locazas! ¡Que no nos dejarán entrar!

—Pues la veremos salir y gritaremos a su paso que no se ha podido celebrar el belén por culpa suya. Que sin estrella de Oriente no hay belén que valga, y a esa estrella la tenían secuestrada las ricachonas de la fiesta del Suprême.

—Y de la puerta no nos hecha nadie —exclamó la Sayonara—. ¡A ver quién se atreve a cortar el paso a la Virgen y a San José y al Niño que está en la cuna!

—¡Y al angelito de la Anunciación! —gritaba, ansiosa, la Shirley Temple.

Como ya se indicó, y su propio nombre recalca, era la operada más joven del conjunto. Y en su inexperiencia, y por su infausta cojera, perdió el paso cuando las otras se pusieron a avanzar hacia el Ambigú. De modo que tuvo que seguirlas dando dificultosos saltitos, con tan mala pata que a poco le caen las alas.

Incluso tales percances superan los temples animosos de una transexualilla mitómana. Pues al poco ya se encontraba junto a los demás, abriéndose paso entre el tráfico, y uniéndose al grito común que evocaba las luces de otro Madrid, con otras verbenas, otras kermeses, otros vasos de cebada…

—¡He visto a la Chata! —gritaban como una sola voz—. ¡He visto a la Chata!

En San Antonio de la Florida hacía calceta el espectro de Raquel Meller.

MIENTRAS EL PUEBLO SE DIVERTÍA a lo goyesco, ora en el capricho, ora en la negrura, las muy diversas capas que forman la mejor sociedad brindaban en el Suprême por el éxito de la campaña navideña de una nueva marca de rosquillas. Ha de parecer un tanto extraño que la tal mercancía provocase semejante despliegue de mundanidad, pero eran las primeras rosquillas del mercado que se amasaban con caviar beluga y recibían un baño de champaña francés, factores que las hacían apropiadísimas para un público mucho más exclusivo que el rosquillero habitual. El nombre mismo, «Rosquilletas imperiales», marcaba la diferencia. Y la decoración la proclamaba a los cuatro vientos:

Para decorar el gigantesco espacio del Suprême se había desplazado de Chicago el fantasioso decorador Milton Lee Pampanini, que acababa de convertir los retretes de la millonaria tejana Glorifying van der Truiten en una réplica exacta del Maxim’s parisino. Sin llegar a tanto, aquel genio de la extravagancia había desarrollado en el Ambigú una sentida evocación de la Rusia zarista, época muy a tono con las altas pretensiones de las «Rosquilletas imperiales». A todo se prestaba aquella magnífica arquitectura, reliquia del Madrid decimonónico. Las esbeltas columnas habían sido convertidas en matriuskas, la cristalera de la enorme bóveda estaba cubierta por capas de nieve artificial, gigantescas cortinas de terciopelo rojo colgaban por todas partes; cincuenta abetos fueron colocados entre las plantas tropicales del invernadero-comedor y una orquesta de zíngaros tocaba Kalinka una y otra vez. En la entrada, un gigantesco telón reproducía el palacio de Invierno en noche de gala y la famosa actriz y devoradora de hombres Paloma Bodegón había llegado en un trineo disfrazada de Ana Karenina. Para completar el efecto, el decorador pretendía que los camareros sirvieran las rosquillas disfrazados de cosacos del Volga, pero los camareros le contestaron que por ahí.

Mirando siempre en pro de aquella selectividad, los fabricantes habían confiado la promoción a la baronesa Zenobia de Lichtnisigne, célebre en las cachupinadas de gran tono a causa del pedigrí que se le suponía y sospechosa porque nunca se lo enseñó a nadie. Resistía ella cualquier pregunta, con un lamento conmovedor; «No quiero recordar aquella noche en que las huestes revolucionarias irrumpieron en palacio y sesgaron la vida de papá y maman. Lo de los zares de Rusia, comparado con lo nuestro, fue un musical del West End».

Y de ahí no la sacaba ni el zarevich.

Pero el niño Raúl, en su ingenuidad de burguesito, se atrevió a preguntar:

—¿Y de qué es baronesa esta señora?

—Nadie lo sabe —contestó Miranda—. Pero una baronesa que se precie no tiene por qué ir dando cuartos al pregonero. ¿Acaso vas tú diciendo por el mundo que no eres príncipe? ¿Por qué va a ir ella contando de qué es baronesa? ¡Hay tantas baronías caídas del cielo! Lo importante es el título. La geografía para los geógrafos.

—Pues para ser baronesa no la veo yo muy elegantona.

—Porque hay baronesas y baronesas. Las hay de cuna y las hay de marido. Las hay de abolengo y las hay de título otorgado. Incluso las hay que se han ganado el título en la cama. Además, las hay suntuosas y las hay petardas. Esta es una petarda, pero como es baronesa de cuna resulta más baronesa de cuna que petarda. ¿Lo comprendes?

—No, tía Miranda. Mí no entender ni un huevecito.

—Niño, es que no das una. ¿Sabes qué te digo? Que tu madre te cuente lo de las baronesas advenedizas, los condes arruinados y los marquesitos consortes, porque de lo contrario no podremos mantener una conversación sofisticada. Serás como ese Montalbán: siempre haciendo el ridículo…

—Tía Miranda, ser imposible que don Álvaro hacer el ridículo. Ser como imaginar que Ricardo Corazón de León caerse del caballo cuando luchar en gran Cruzada.

—¿Y ahora por qué hablas a lo Jerónimo?

—Porque niño aburrirse. Más exactamente: niño estar hasta los cojoncitos.

—¿Aburrirte con este boato? ¡Si está el tout! Ahí veo a la princesa Ossobuco Mignozzi Garlante, representando a Italia. ¿No la encuentras guapísima? Es la única de mis amigas que cuenta entre sus amantes a varios cardenales. No de los españoles, por supuesto, que estos no visten nada. Un cardenal, para vestir, tiene que ser italiano. Al revés de un Papa, que no viste por la sencilla razón de que no te lo cree nadie. ¿Ves la del vestido Moschino? Se llama Lucrecia de Sousa. Estuvo a punto de provocar un conflicto diplomático con no sé qué país. Colecciona embajadores, ¿sabes? Cada uno de sus siete hijos es de un embajador distinto. La más mona es la niña, que ha salido muy nórdica. En cambio, el tercero, Manriquito, ha salido rarillo: para mi que es mulato. ¡Fíjate, ha venido Lelo Martín! Tiene el valor de presentarse así, como si nada, como si no supiéramos que se ha visto obligado a embargar el chalet para casar a su hija. Han tenido que comprarle un marido. Después de los quince novios que la habían plantado, nadie daba un duro por ella. Al parecer la niña tiene una enfermedad muy rara en la boca, le huele que apesta, algo que es como si llevase un orinal entre los dientes. Fíjate: Perla de Pougy ha venido con su marido. Él es uno de los cornudos más simpáticos que puedes encontrarte. ¡Un cielo de cornudo! Ella tiene mucha clase. Las envidiosas dicen que no es francesa, pero yo sé positivamente que lo es. Mi amiga Charlotte de Redin-Redon me dijo que tuvieron que expulsarla de París por ciertas historias con siete niños de un parvulario de Ménilmontant. O sea que es francesa. No mires ahora, pero ahí está el marido de Cristinita con su sobrina. ¡Pobre niña! Me han contado que ha tenido que abortar porque no pueden casarse hasta que la tía acceda al divorcio. Ahora te autorizo a mirar. Como te decía, Cristinita no dará el divorcio, me lo ha confiado en absoluto secreto, de manera que no lo divulgues porque sólo lo sabemos treinta amigas de las ochenta habituales. Tú te preguntarás, ¿por qué no da Cristinita el divorcio?

—No, tía Miranda, mí no preguntarme nada. Mí, tranqui.

—Tienes que saberlo de todos modos. No dará el divorcio porque tiene la esperanza de que, después de su lifting, el marido volverá a fijarse en ella y olvidará a la sobrina. ¡Huy, mira, Pulpita Betania! ¿Notas que lleva turbante? Señal que vuelve la moda. Ella nunca lleva nada que no vaya a volver, porque lo que recién volvió ya lo encuentra pasado.

De pronto empezó a gritar nombres. Raúl la vio desaparecer entre un mar de gasas, pieles, plumas y turbantes. Y daba el buz a todo el mundo con tan clamorosa espectacularidad, que el clic de sus labios se oía desde lejos, por encima de la música.

Quedó Raúl aislado detrás de una columna, con la mirada buscando en la lejanía la figura de su ídolo recién adoptado. Y al verle pensó, como Romeo, que una paloma siempre destaca entre una bandada de grajos. Pero, siguiendo en el pensamiento del joven de Verona, sintió piedad por el bello gafudo: «Es tan rico en galanura que al morir, morirá con él toda su riqueza…».

Su mente continuaba lucubrando fantasías, pero ninguna estaría a la altura de las que ya había elaborado su madre. El efecto que Álvaro producía en los demás constituía su mayor victoria. Pues descubría con satisfacción que era exactamente el efecto que le había producido a ella.

Arrinconado junto a su columna, el pequeño Raúl asistía a las evoluciones constantes de un mundo que le recordaba a las revistas ilustradas, deleite de su abuela. Le era posible reconocer a algunas gentes asociadas con el renombre y la popularidad. Decidió ocupar su tiempo archivando en su mente aquellos nombres, para recordarlos cuando hablase por teléfono con su abuelita.

En este empeño se hallaba cuando sonó a su lado una voz masculina, ligeramente afectada por un deje de insolencia:

—En este grupo no debes fijarte. Tu madre no lo aprobaría.

Era un caballero de considerable altura y elegantes maneras, que recorría los distintos grupos tomando notas en un bloc. Su rostro presentaba cierta distinción clásica, como Raúl pudo observar cuando su madre se lo presentó, media hora antes pero la mirada con que le acechaba ahora remitía al estilo acanallado de ciertas mariconas de urinario público.

Le estaba ofreciendo un cigarrillo en pitillera de plata.

—Yo no fumo, señor. Soy ecologista de los de antes de la batalla de Maratón. Por esto, cuando tenga unos años más, seré como Steve Reeves, con unos músculos que me llevaré a todos de calle.

A quoi attendre? —dijo Cesáreo Pinchón, en un intento de deslumbrar a la criatura—. Vous est dejà un tres charmant minet.

Je le sais bien, monsieur. On me l’a dit tres souvent. Mais il faut que je vous advertise: mon coeur est dejà pris… Y ahora que ya le he demostrado que soy un niño muy fino, y que hice mi BUP en un excelente colegio francés, dígame por qué no debo fijarme en todos esos nombres tan famosos cuya sola invocación entusiasmaba a la doncella de mi madrastra.

Précisément, mon p’tit. Todos esos son carne de revistas coloreadas. Son, simplemente los populares, definición que nada tiene ver con la gloria. Esa actriz con dos películas, ese cantante con un disco, aquel torerillo sin ninguna corrida, esa esposa de ministro que puede ser sustituido la semana próxima… Todos esos durarán lo que queramos los periodistas. Los hemos inventado nosotros. Cuando dejen de lucir, nos inventaremos a otros.

—Así pues, no es el prestigio…

Je vous en prie! —exclamó Cesáreo Pinchón sonriendo cínicamente—: El prestigio continúa dictándolo las clases altas. Esos son simples bufones. La anfitriona los necesita porque gracias a ellos aparecerá esta fiesta en las revistas, pero ninguna persona verdaderamente importante los invitaría jamás a su mesa.

—¿Y usted qué pinta entre tanta bufonería?

Je suis un bouffon aussi, mais un bouffon accrédité en cynisme. Ca te plait, mon choux?

Ca me donne du dégoût, monsieur. Moi, je déteste le cynisme.

Se preguntó Cesáreo si no habría ofrecido a aquel niño bien una imagen demasiado negativa de sí mismo; pero reconoció que, de darle la verdadera, hubiera resultado patético.

Y nada queda tan ridículo en sociedad como el patetismo.

Su cinismo correspondía a una realidad completamente cínica: si el dinero había cambiado de manos, como a menudo se decía, el prestigio verdadero no se había movido de sitio. Podían pulular por aquella fiesta un auténtico enjambre de abejas reinas, encumbradas por el éxito reciente en los mass media, pero el prestigio social continuaba estando en manos de quienes lo habían decretado toda la vida.

Imperia sólo compartía su opinión en parte. Mientras él creía en los antiguos privilegios de la aristocracia, ella sabía que el prestigio moderno, el ultimísimo, lo decretaban esos cinco o seis nombres que permanecen escondidos, lejos de los focos, cuidando a la sombra el desarrollo de las grandes fortunas. Sabiéndolo, había colocado al señor Montalbán entre algunos financieros de notable repercusión y, además, gente que, por hablar su mismo lenguaje, no presentaban el peligro de hacerle caer en compromisos.

Como sea que Raúl ignoraba todo sobre las altas finanzas, y de haber sabido algo lo hubiera despreciado, decidió que aquel increíble macho seguiría incorporando en sus fantasías la imagen del profesor. Las gafas auspiciaban aquella apariencia, pero al mismo tiempo la fornida constitución de quien las llevaba ofrecía la certeza de una fuerza física que Raúl hubiera deseado sentir a su alrededor, como algo envolvente, como algo que, para ser exactos, le estrujaba. Y es que el niño era mitómano, pero en modo alguno tonto. Desde que reconoció su sexualidad —y no fue muy tarde— sabía que el amor no se limita a unas cuantas poesías recitadas bajo un crepúsculo conmovedor. Deseaba todas las experiencias románticas que el amor pudiera brindarle, pero también soñaba que el amado, quienquiera que fuera, aplastaría desde el primer momento su cuerpecillo ansioso. Hablando en plata: alguien que, a la postre, debería penetrarle.

En estas meditaciones se hallaba cuando notó que una mano le acariciaba el hombro, sin excesivas contemplaciones. Era, a no dudarlo, una mano que tenía prisa.

Al volverse se encontró con una treintañera de aspecto saludable y mirada directa. Llevaba el pelo afro, traje de volantes, muy corto y una copa en la mano.

Era Romy Peláez, con la mirada pidiendo guerra y los labios ofreciéndose a recogerla.

—¿Quién es este buen mozo que se me escapa?

—¿Qué dice, señora?

—Te pregunto por tu nombre en fórmula lírica.

—Raúl.

—Raulillo.

—¡Qué leche de Raulillo! Raúl.

—¡Por Dios, qué genio! ¿Lo tienes también para otras cosas?

—Para sacudirme a pelmazos, siempre.

—No quisiera estar yo en esa tropa.

—Pues con no hacer oposiciones, no estará.

—¿Cuántos años gastas?

—¿Cuántos me echa?

—Quince.

—¡Huy! ¡Quién los pescara!

—¿Pues cuántos?

—Dieciséis.

—¡Angelito!

—¿Cuántos tiene usted?

—¿Cuántos me echas?

—No sé. ¿Cuántos tiene Marlene Dietrich?

—Hijoputa.

Llegó entonces Miranda, auxiliadora.

—Ese no, desgraciada. Es el hijo de Imperia.

—Vaya chasco. Por uno que me gustaba. ¡Hija, es que todo lo demás es ancianidad! Parece esto el museo de carrozas. Claro que el niño también se las trae. Pero así son ellos. Cuanto más bordes se ponen, más nos gustan.

—Es cierto —dijo Miranda—. Mujeres somos y en polvo nos hemos de convertir.

Y antes de irse, añadió Romy por lo bajo:

—Hija, la palabra polvo tiene connotaciones que me aceleran. De todos modos, dile al pollito que no le buscaba para mis usos. A mí me gustan más hechos. —Y, procurando que sólo la oyese Miranda, susurró—. Es para monseñor que, a veces, delega en mi buen gusto.

—¡Por Dios! —exclamó Miranda—. ¿Tan jóvenes le gustan a su eminencia?

—Y más. Tienen que parecerse a santo Dominguito del Val y otros niños prodigios del santoral.

Raúl sonrió con picardía ante las expectativas de una actitud canalla:

«No sería mala idea hacerme macarrón de señoras. Así podría pasarle un buen dinero a don Álvaro para que me diese clases particulares. Y si un día se me envalentonase o quisiera dejarme por un estudiante de arquitectura, le diría: “Calla, mal hombre, que por ti he llegado al extremo de prostituirme”».

Escondía astutamente Raúl el espionaje dirigido a su profesor Montalbán. Este continuaba departiendo con sus financieros, perfectamente erguido, copa en la mano y tirando a palo. No lo aprobó Imperia, desde lejos. Y ella solía arreglar urgentemente todo lo que no aprobaba.

Saludando a unos y a otros, se fue abriendo camino hacia el círculo donde se encontraba Álvaro. Consiguió tenerle aparte por unos segundos.

—No deberías estar tan tieso —le dijo, mientras seguía mandando sonrisas a diestro y siniestro—. Disimula y sonríe, como si estuviésemos hablando de algo sin importancia. Lo dicho: tienes que mostrarte más desenvuelto, sin perder el aire de respeto. No debe parecer en modo alguno que te impresiona la importancia de los demás. Para ti, el poder tiene que ser un déjà vu.

Él fingió beber. En realidad, le estaba musitando:

—Me impresiona pensar en cómo haremos el amor esta noche.

Ella soltó una risotada espectacular, que prolongó convenientemente para recibir a Perla de Pougy y a su marido, un sexagenario de muy buen ver y mejor aparentar que se abría paso preguntándose tal vez con cuántos caballeros de la reunión se habría acostado su consorte.

Perla iba de azul cobalto y enjoyada hasta las cejas. Miraba fijamente, pero no por audacia, tampoco por impertinencia: era corta de vista. Álvaro Montalbán, que ignoraba aquel detalle, intentó huir recordando cuán agresiva era la dama en sus horas libres. Imperia le retuvo, apretándole el brazo y dispuesta a que la otra le enfrentase.

Hizo acopio de cinismo, al decir:

—Tengo entendido que ustedes se conocen…

Perla de Pougy se apresuró a disimular con otro embuste:

—Desde luego que no. Y es una lástima. Un joven tan apuesto debería haber sido amigo de infancia. Querida Imperia: las cosas buenas siempre llegan demasiado tarde.

La coletilla sonó a guisa de advertencia. No era Perla de Pougy de las que pierden detalle cuando alguna mujer tiene algún interés sentimental. El afán posesivo de su amiga no le había pasado por alto. Y aunque lo del demasiado tarde bien podía aplicárselo a sí misma, decidió que, de todos modos, estaba mejor conservada. ¿Qué mujer no pensaría lo mismo en un caso así? Amparada en aquella esperanza, se colgó del brazo del marido, que sonreía satisfecho ante las maneras sociales de su aristocrática esposa.

Y es que la allure française, cuando es de veras, se nota hasta en el bidé. Y aunque Perla de Pougy no lo llevaba consigo, olía a él.

Continuó Imperia vagando de grupo en grupo, elogiando joyas, aplaudiendo peinados, solicitando un consejo sobre cosas que sabía de sobra. En un momento determinado, descubrió a su hijo, que permanecía detrás de su columna, con mirada alucinada. Pensó si no debería estar junto a él, presentándole a todo el mundo, enseñándole cómo hay que actuar en sociedad. Esto era precisamente lo que estaba haciendo por Álvaro Montalbán. Eliminó cualquier posibilidad de remordimiento, decidiendo que esto último formaba parte de su trabajo, mientras el niño era una vocación que, de momento, no podía atender. Además, Raúl disponía de Miranda, que era en fin de cuentas el verdadero cicerone de la vida social.

Pero todas las historietas de Miranda caían en el vacío más absoluto. Raúl sólo estaba pendiente de los movimientos de Álvaro Montalbán.

Descubrió que una dama con aspecto de divertirse mucho le agarraba del brazo y lo apartaba del círculo de financieros circunspectos, llevándoselo hacia otros círculos donde estaban, precisamente, sus mujeres. Estas recibieron a Álvaro con curiosidad y alborozo. Cordelia Blanco había largado más de la cuenta y la propia Perla de Pougy no había sido precisamente parca en sus elogios. Pero todas las señoras decidieron que las dos obsesas se habían quedado cortas. Decían que Álvaro era un Cary Grant en bruto. Por el contrario, las señoras decidieron que era un Grant perfectamente acabado.

La misma idea apuntó Cesáreo Pinchón en el bloc que le permitía ir anotando todas las toilettes que las damas exhibían a su alrededor. Y si podía pescarles alguna indiscreción, miel sobre hojuelas.

Pero no quiso dejar pasar la oportunidad de decirle a Imperia que su invento era el mejor conseguido de aquella y muchas temporadas.

—Demasiado guapo para ser real. Pero dime la verdad: ¿dónde empiezas tú?

—En el estilismo, tesoro.

—No me seas bruja, niña, que te conozco. Dónde empiezas a follártelo, quiero decir.

—Siento desilusionarte. Soy una mujer fría. Lo sabe todo el mundo.

En aquel momento hizo su entrada Reyes del Río, debidamente escoltada por su madre y ambas rodeadas por una nube de fotógrafos. La asediaban por todas partes, desde lo alto de la escalera, desde los primeros escalones, desde detrás de una mesa, en medio de otros invitados y aun por encima de ellos.

Imperia Raventós desmintió de golpe su fama de mujer fría, porque su rostro se tiñó con el rojo escarlata de la furia reprimida.

—¡Está guapísima! —exclamó Cesáreo Pinchón—. Y el vestido, elegantísimo. Supongo que se lo has elegido tú.

Imperia asintió con la cabeza. Era una embustera profesional.

De estar Reyes cerca la hubiera fulminado con la mirada. «Así pues, sabes rebelarte. Has decidido pasar de los faralaes a la clámide sin pensar siquiera en el negocio. ¿Qué sabrás tú que yo no sepa? Sólo que estás muy guapa, tía cabrona. Bella como una estatua, a decir verdad…».

Cesáreo Pinchón continuaba celebrando a la recién llegada:

—Divina, divina, pero muda como siempre. ¿Por qué no la enseñas a hablar?

—Para que no cuente lo que tú querrías oír y mucho más publicar.

—Haces bien. En el caso de las burras, el silencio es más oro de lo que suele decirse.

Imperia avanzó hacia Reyes, tendiéndole una copa de champán. No supo si era conveniente para su imagen que la viesen convertida en la Ganímedes de una folklórica. Pero sí comprendió que, para su negocio, convenía que cada aparición de Reyes constituyera un éxito mundano. Si acaso, le dolía que el montaje no hubiera corrido a su cargo.

Se besaron con deslumbrante diplomacia. Dijo Imperia, por lo bajo:

—Una entrada triunfal, querida. ¿Has tenido que ensayarla mucho?

—Una miaja nada más.

—¿Y ese vestido tan precioso, de tan buen gusto…?

—Lo compré en Nueva York.

—No me lo dijiste.

—No me lo preguntó, sentrañas.

Imperia decidió renunciar al retintín en provecho de una maniobra perfecta. Le interesaba que apareciesen juntos sus dos promocionados.

—¡Corazooón! —exclamó, aferrando el brazo de la folklórica—. Quiero presentarte a un caballero que te admira mucho…

Reyes se dejó conducir hasta el lugar donde se encontraba, reinando, Álvaro Montalbán.

—Presénteme a un príncipe azul, mi arma. Ya le dije que estoy yo muy padecida.

Pero Imperia notó un profundo desprecio en sus palabras.

No así Cesáreo Pinchón, que esbozaba ya su crónica con un final apoteósico:

«Reyes del Río, convertida en diosa griega, atrajo sobre sí las atenciones del hombre más guapo de la temporada. Las envidiosas no salían de su asombro. ¿Quién era el desconocido? Se rumorea que tiene detrás una gran fortuna. La solución la próxima semana».

Cuando se encontraron con la mirada de Álvaro Montalbán, los ojos de Reyes del Río permanecieron inmutables. Era como si no le viese, aun teniéndolo tan cerca y tan solicitado. Ni siquiera era un admirador de su arte a quien ella pudiese dedicar una sonrisa de agradecimiento. Era, simplemente, un guaperas encopetado. Y ella era la Virgen de Cobre. ¡Nada menos!

Pero Álvaro Montalbán quedó perplejo ante la maravilla que sus ojos estaban descubriendo. La perfección del óvalo, las exactas proporciones de cada rasgo, la deslumbrante opacidad de aquellos ojos verdes, nada escapaba a una percepción que, no por rápida, dejaba de ser ladina. Y al agacharse para besarle la mano, imaginó que olía a nardo fresco.

Los fotógrafos no perdían ocasión. Sabían que cuando Imperia Raventós organizaba un encuentro era el más fotografiable del año. Y una famosísima que conoce por primera vez a un guaperas que llegara de incógnito pertenecía al tipo de noticias que todas las revistas se disputarían por poseer. No era una exclusiva, pero era, en cualquier caso, una bomba.

Forcejeaba doña Maleni por permanecer en posición de ataque junto a su hija. Cuando una madre decide estar de guardia, lo está las veinticuatro horas del día. Pero esta abnegación no era compartida por la ingente tropa de fotógrafos, que intentaban quitársela de en medio, evitar que saliese también ella en una foto donde sólo importaba una pareja de primera y en absoluto una madre cargante.

Uno de los muchachos se atrevió a empujarla con malos modos.

—¿Le importa apartarse un poco, buena mujer?

Ella devolvió el empujón con tanta fuerza que el fotógrafo estuvo a punto de dar contra una de las mesas llenas de rosquillas.

—¿Separarme yo de mi niña? ¡Para que me la desvirgue un maître! ¡Un carajo! Yo aquí, al pie de la cruz, como la María Cleofás, la María Salomé y la Virgen santa.

Así, se colocó entre su hija y don Álvaro, con la idea de provocar una conversación que no acababa de producirse, pese a las expectativas generales.

Por decir algo, preguntó:

—¿Así que es usted el famosísimo?

—¿Famoso yo delante de su hija?

—Sonríele, niña, que te ha dicho un cumplido.

La folklórica sonrió de mala gana.

—¿Así que es usted el guaperas? —insistió doña Maleni.

—¿Guaperas yo delante de su hija?

—Sonríele, niña, que te ha dicho otro cumplido.

La folklórica volvió a sonreír de peor gana.

—¿Así que es usted el potentado?

—¿Potentado yo ante su hija, que lo tiene todo?

—¡Coño, niña, es que tú no sonríes aunque te comparen con la Macarena!

—Ni falta —dijo Álvaro—. Ya lo es.

Y ni por esas sonrió la folklórica.

Pero se reía por lo bajo el pequeño Raúl.

—¿Y tú de qué te ríes, indiscreto? —preguntó Miranda.

—De que a mí me llaman antiguo porque me gusta la ópera y aquí tienes a ese par haciendo zarzuela y encima los retratan.

—Que no te oiga tu madre, que come de los dos.

Mientras avanzaban hacia el buffet se les hizo evidente la gigantesca mole de una dama que se estaba atracando de rosquillas y alguna que otra golosina. Según el jefe de camareros, había rendido buena cuenta de dos bandejas.

—Hablando de comer: mire cómo se está poniendo aquella gorda.

—Que no es gorda, niño, que es obesa.

En efecto, Susanita Concorde añadía gramos a su reconocida mole, que ya ni siquiera se molestaba en esconder a base de túnicas. Por el contrario, había osado estrenar un traje sastre de color crema que convertía sus grasas en una armónica acumulación de protuberancias que se escapaban por todos los lados. Justo es decir que el efecto era monstruoso, pero en modo alguno feo.

—¡Llego de San Sebastián con una hambruna!… He tenido tres banquetes, pero todos eran de eso de la nouvelle cousine, que no te llenan nada. ¿Y ese niño por qué me mira tanto?

—Es el hijo de Imperia.

—Pues ya nos conocíamos por teléfono. Por la mirada se le nota que es un impertinente como su madre. ¿A que me miras porque estoy gorda?

Raúl aprendió a mentir sobre la marcha.

—¡Qué va, si decíamos todo lo contrario!

—Cuchufletas no, muñeco, que yo sé bien lo que peso. Hasta que llegue a los ciento cincuenta kilos no pienso parar. Además, a ti, que te gusta la ópera, si ves a una soprano gorda gordísima que canta divinamente ¿no le perdonas los kilos? ¿Sí? Pues oye bien lo que te digo: yo no canto ni bien ni mal, vamos que no canto nada, pero en cambio llevo mi negocio de puta madre. O sea, que si soy gorda, ¿qué pasa?

—Señora, insisto en que yo no he dicho que sea usted gorda.

—Pues soy gorda. Soy gordísima. Soy la más gorda de Madrid y una de las más gordas de España. Pero estoy muy bien proporcionada. No tengo un michelín fuera de su sitio. Y mira qué papada. ¡Ay, qué solidez tiene mi papada! Toca, toca.

—Pues si usted se empeña, parece una vaca suiza.

—¡Ay, qué simpático es este niño! Me encanta. Te llamaré un día de esta semana para almorzar mientras discutimos lo de la decoración de tu estudio. ¡Ya verás cómo nos pondremos de paella y langosta!…

Y se fue corriendo hacia otro buffet donde acababan de llegar pajaritos asados.

—Está como un cencerro —dijo Raúl.

—No. Es que le encanta ser vaca.

—Ya lo he notado, ya. Me ha caído muy bien. Yo encuentro que la gente que no tiene complejos es muy reconfortante.

—No seas bárbaro. Si la gente no tuviese complejos, todos los psicoanalistas de este país tendrían que regresar a la Argentina y nos aburriríamos la mar.

Se acercaba Miriam Cohen, sobrecargada de joyas. Cesáreo Pinchón le calculó unos seis millones encima y así se apresuró a anotarlo. Aunque al día siguiente ella se quejaría de los asaltos de la prensa, se apresuró a decirle en sordina: «Anota lo de los pendientes. Me los regaló mi comadre la princesa Kamaizan, de Alejandría, cuando el gran mundo todavía era el gran mundo».

Cesáreo anotó que los pendientes reproducían los candelabros del templo, con diamantes incrustados en cada uno de sus brazos.

«¡Qué fea es esta señora! —pensó Raúl, disimulando la risa—. Parece un rabino vestido de Dior».

Miriam Cohen se había colgado del brazo de Miranda Boronat y juzgaba sin el menor disimulo la calidad de sus joyas. Una vez comprobado que las catalanas no reparaban en gastos, le pellizcó graciosamente la mejilla.

—Miranduska, hija, a ver cuándo te vemos por la sinagoga…

—¡Ay, chica, tú siempre quieres convertirme! Pero yo es que no soy nada de misa, pero nada de nada…

—Las nuestras son distintas, tontita.

—Pero si vengo a las vuestras se sabrá, porque lo mío siempre se sabe y si no se sabe lo cuento yo. Y entonces ¿cómo se pondrán Abdessamad y Zoraida, que son muy de lo de Mahoma y ni comen jamón y de repente se quedan ensimismados mirando a La Meca y les caen unos lagrimones como los rubíes de ella?

—Ella es una falsa —protestó Miriam Cohen—. Finge que mira a La Meca, pero de hecho está mirando a los pozos de petróleo que tienen diseminados por la península arábiga. En cambio yo, cuando miro a Jerusalén, no aparto la mirada del muro de las lamentaciones.

—Porque tú tienes los negocios aquí, en España. Así, ya puedes. De todos modos, no me indispongas con mis amigos árabes porque dan las mejores fiestas de Marbella y te invitan en su yate Scherezade a dar un garbeo por Mallorca y, si me lanzan un anatema, ya me dirás qué verano será el mío. Yo ya he conseguido que ellos no me arrastren a la mezquita porque les digo lo mismo que a ti, pero si les cuentan que me han visto en la sinagoga me dirán, con toda la razón: «¿Conque ellos sí y nosotros no?». O sea que un lío.

Miriam Cohen hizo un mohín de ofendida.

—Claro. Porque ahora tienen más dinero ellos.

—No, mona, dinero tenéis el mismo, no vayamos a engañarnos. Además, yo lo del dinero no lo considero importante. Que los de la sinagoga tenéis cien mil millones, estupendo. Que los de la mezquita tienen cien mil millones y medio, pues también estupendo. Yo a bien con todas las razas y todos los cultos.

El niño Raúl la escuchaba, asombrado. Nunca se planteó un conflicto de aquel tipo.

—Eres admirable en tu objetividad —dijo Miriam—. Pero sigo pensando que deberías pasarte por la sinagoga. Piensa que siempre puedes necesitar un prestamito…

—¿Prestamitos a mí? —exclamó Miranda, altiva—. Mira, guapa, con los millones que me dejó papá puedo permitirme el lujo de ser católica vaticana, que además vuelve la moda porque desde que hay misas en Rusia se ha visto que la Virgen de Fátima tenía más razón que una santa.

Despechada, Miriam Cohen volvió a mostrar sus joyas a Cesáreo Pinchón y se alejó hacia otro grupo que destacaba por la presencia de algunos famosos nombres de la industria. La dama fue recibida con gran euforia porque, a falta de belleza física, todos los reunidos sabían que podía proponer alianzas más provechosas aún que la del Arca.

Ya libre de coacciones, Miranda Boronat se colgó del brazo de su sobrinito adoptado.

—Chico, es que a mí la gente que quiere convertirme a algo me revienta. ¿Voy yo por la vida con virtiendo indios? ¿Vas tú convirtiendo chinos? Primero, que no tienen un duro. Después, que si lo tienen ya no necesitan convertirse a nada porque son bien recibidos en todas partes.

—Tía Miranda, allí hay una señora que nos está haciendo señas. ¡Y va más cargada de joyas que la otra!

—Es Zoraida Ben y Ben. Huyamos al instante, niño, que se pondrá pesadísima con lo de arrastrarme a la mezquita el próximo viernes, que es el día que tienen ellos para lavarse los pies y todas esas cosas. Yo siempre se lo digo: «Hija, llévate al ministro de economía, que lo necesita más que yo». Porque no sabes tú lo que se están dejando los moros ricos en este país. A mi amigo Pepín se le han quedado siete negocios; a Mirufla están a punto de quedársele el holding y hasta creo que van detrás de todas las peluquerías de Madrid, porque ellas son muy de teñirse de rubio platino. Otros dicen que están más en lo del tráfico de armas, pero yo no me lo creo. Dime tú para qué quieren armas los moros. A mí siempre me han parecido tan decorativos con la lanza y el arco y aquellas cartucheras de plata monísimas que venden en Marrakech y van tan bien para utilizarlas en decoración… ¡Por Dios, nos ha visto la pesada de Petrita! Es un pájaro de mal agüero. Siempre cuenta desgracias.

Llegaba Petrita, con su chaquetilla de lamé y su gorro de perlas de imitación. Por los sospechosos bultos de los pómulos intuyó Miranda que le estaba viajando la silicona. El problema de siempre: las baraturas. Para ahorrarse un viaje al Brasil algunas toleran que los pómulos se pasen el día deambulando por el rostro.

Intercambio de besos. Choque de mejillas. Presentaciones. Y, en la voz de la dama, un deje de lamentación:

—¡Ay, lo que sé, Mirandilla, lo que sé!

—Hija, pareces un Jeremías.

—¡Lo de esa pobre Pilula! ¡Qué Inquisición, pobre niña! ¡Qué auto de fe en su propia casa! ¡Arruinadita la van a dejar por culpa de su Paquito!

—Pues algo sabré yo mañana, porque almuerzo con esa boba. ¡Es de inoportuna!… Mañana, que tengo pitoniso, psicoanalista (ya sabes, Beba Botticelli, que es muy argentina y muy fabulous), y encima preparar la cena de Nochebuenísima. Además, que no estoy para desgracias, sweetie.

—Te lo anticipo ahora; de lo contrario, reviento. A Paquito le han pescado en una estafa de muchos millones.

—Ya se lo arreglará el partido, como las otras veces. Tampoco es el único en Sevilla que tiene agujeros por tapar. Con lo del noventa y dos se justifica todo. Mucho más ha estafado Pablito y, ya le ves, esquiando en Gstaad a estas horas.

—Es que le ha tocado un juez borde. De esos que se ensañan con los ricos. Además, que no sólo le han encontrado lo de la inmobiliaria. Buscando, buscando, ha salido también el asunto de la droga.

—¿También estaba en la droga? ¡Qué aburrimiento! Todo el mundo está en la droga. Yo prefiero a los que están en el tráfico de armas. Es más exciting.

—¿Tú le habías dado dinero para blanquear?

—Pero ¿qué dices? Yo lo tengo blanqueadísimo. Además, que él sólo blanqueaba el de su partido. Y yo, la verdad, hacerme de un partido para que me blanqueen el dinero, pues prefiero que no, porque luego los de los otros partidos te miran fatal y ya no puedes montar cenas combinando gente, que es lo divertidísimo. En fin: supongo que mañana me lo contará Pilula. ¡Menudo almuerzo va a darme esa desconsiderada!

—Ella teme que el pobre David, al verse acorralado, intente suicidarse.

Al oír aquellas palabras, Miranda pensó, alarmada, en los problemas del pequeño Raúl. Intentó cambiar de tema y, al no conseguirlo, se quitó de encima a su amiga. Lejos de ella, respiró aliviada.

—¡Qué descortesía! ¡Mira que hablar de suicidios delante de ti!…

—No, si por mí pueden hablar. Ya no me afecta, tía Miranda. He sustituido al verdugo de mi corazón.

—¿Con sólo llegar a Madrid? ¿Y quién será, quién será el afortunado? Tell auntie Miranda.

—Misterio misteriosísimo. Dame una información, tía Miranda. ¿Ese don Álvaro entiende?

—¿Si entiende qué?

—Es una forma de preguntar si le van los jovencitos estudiosos, catalanes y monógamos.

—Pero ¿qué dices, niño? ¡Si es muy de putas!

—No me lo puedo creer.

—Por mucho que tu madre intente cambiarle, es proclive al trato con mujerzuelas de la peor calaña, de lo más tirado que puedas imaginarte. —Entonces se le encendió una luz—. Claro que, ahora que lo dices, todo pudiera ser. Tan baja es su sexualidad que no me extrañaría nada que, encima, frecuentase el trato de jovenzuelos prostituidos…

El rostro del pequeño Raúl se iluminó con una esperanza de alto voltaje.

—¿De veras? ¿Lo crees posible?

—Estoy convencida de que se mezcla con lo más corrompido de la execrable descendencia de Sodoma.

—¡Jodo, tía Miranda, podías decirlo de otra manera!

YA EN SU CASA, en la absoluta soledad de sus grandes fastos, Miranda Boronat decidió temer por el niño Raúl. En realidad, era una nueva ocasión para reprocharle algo a Álvaro Montalbán.

«¿Qué tendrá ese cerdo que hasta un angelito de dieciséis años pica en su anzuelo? Para mí que es la aureola del vicio. No hay nada que no arrase a su paso. ¡Hasta a las almas núbiles contagia ese réprobo!».

Se contempló en el espejo y, como siempre, se encontró divina. Un poco efébica, pero sólo lo justo. De figura perfecta. Larguirucha, como las top models. Si acaso un poco de papada. ¡Horror de los horrores! Se dispuso a iniciar su gimnasia de cuello. Nada fatigoso, nada que requiera el mínimo esfuerzo. Adelantar el mentón lo máximo posible y, después, el labio inferior. Pronunciar exageradamente la u y la equis. Efectuar cinco rotaciones con la cabeza, dejar el mentón encima del hombro y vuelta a empezar.

De repente se llevó las manos a la cabeza, desesperada.

—¡Estos ejercicios me van a matar! —gritó—. ¡Es como hacer trabajos forzados!

Miró a su alrededor. La suntuosidad le respondía ahora con silencios. El lujo se multiplicaba en vacíos. Objetos, libros, cuadros, plantas, todo parecía flotar sin alma, destinado a la Nada. La piscina iluminada estaba vacía. La pista de tenis iluminada estaba vacía. Todo parecía llamar urgentemente a las personas que de día venían a ocuparlo, sin saber que estaban cumpliendo la misión de ocuparla a ella. Vacías sus noches de ocupantes, el miedo empezaba a adquirir la categoría de absoluto.

Continuó con los gritos que había interrumpido para medir, con mirada alucinada, el peso específico del vacío. De repente dejó de gritar. Recordó un consejo de Beba Botticelli: «Cuando grites, pregúntate por tres veces el motivo». ¡Cuánta sabiduría argentina en aquel consejo! Se formuló tres veces la pregunta. «¿Grito porque soy tortillera? No todas las tortilleras gritan, luego no es por esto. ¿Grito porque soy una histérica? No todas las histéricas gritan. Algunas arrojan cosas contra la pared…».

La mano fue directamente a un jarroncillo. Lo arrojó contra un jarrón más grande. El pequeño se rompió. Al otro le hizo un agujero. Dejó sin cabeza a un sinuoso dragón, portavoz que fue de alguna prestigiosa dinastía.

Le pareció tener las cosas más claras, aunque no completamente. «Luego soy una histérica de las de arrojar cosas. Pero ser histérica de las de arrojar cosas encaja con lo de ser tortillera gritona. Encaja y no encaja. Depende de si una es más tortillera que histérica que grita…».

—¡Soy histérica! —gritaba—. ¡Soy histérica que aúlla!

¿Por qué le daba tanto asco Álvaro Montalbán?

Aquí volvió a interrumpir sus gritos. Álvaro Montalbán tenía el poder de asomarla al vacío. Era una fuerza la de aquel hombre que corrompía. Era algo que Imperia no había visto o no había querido ver. Claro que el caso de Imperia se presentaba muy distinto. Era una profesional y sabía hacer la vista gorda cuando le convenía. Llevada por su amor al trabajo, podía prescindir de toda consideración ética. Imposible pretender su ayuda. Sólo le importaría la consagración de su fetiche.

Estaba sola en su lucha contra Álvaro Montalbán. Estaba sola ante su descubrimiento. Estaba simplemente sola.

Horriblemente desamparada, se dirigió al bar. ¡Sólo faltaba lo que ocurrió! Descubría que no quedaba una sola botella de chinchón. Estuvo a punto de arrojarse por el suelo. La salvó una idea práctica: se le estropearía el vestido, y era el de los de empaque. «Peor es la muerte —pensó, metafísica—. Donde hay vida, hay salida. Se sale de todo menos del sepulcro. Y del horno crematorio, no digamos». Por las mismas ecuaciones llegó a una conclusión: donde no hubiera chinchón, siempre quedaba el orujo.

Recordó que era lesbiana vocacional.

Últimamente tenía un poco abandonado aquel oficio.

Guardaba una foto de Nancy Reagan cuidadosamente doblada en una revista que había empezado a leer dos años antes. ¡Qué real hembra, esa Nancy! Había algo en su rostro momificado que destilaba todo el erotismo de la cirugía estética. ¡Oh, glamour yanqui, glamour de entierro! Era lo más excitante que Miranda había descubierto desde la época de las monjas. Era como si la hermana tornera se hubiese sofisticado y, convertida en Nancy, suplicase desde el más allá: «Tómame, Mirandilla, zarandéame, española ardiente, que en Washington no me dan pizca de gusto…».

Se desnudó a toda prisa sin dejar de observar la foto de Nancy. Con una mano empinaba de la botella de orujo mientras, con la otra, intentaba ponerse su mejor camisón de seda. Ya el orujo le caía a raudales por las comisuras de los labios. Ya la botella estaba vacía.

Tomó la foto de Nancy Reagan con una mano y la botella con la otra. Se abrió de piernas. Empezó a aullar de placer antes de que este empezara a producirse. Se fue acercando la botella al pubis a medida que rozaba con los labios el objeto de su democrático deseo. «¡Nancy, oh Nancy, a tu salud, tía güena!».

Y cuando ya tenía la botella apretada entre los muslos, se puso a gritar:

—¡Montalbán asqueroso! ¡Montalbán tocino! ¡Montalbán pervertidor de niños puros!

Quedó durmiendo la borrachera, con la botella bien agarrada, a guisa de termo calentito.

Seguía sonando la legendaria canción de Reyes del Río:

Que sí que sí, que no que no,

que a La Parrala le gusta el vino

Que sí que sí, que no que no,

que el aguardiente y el marrasquino.

Cuando Imperia regresaba a su casa tuvo la tentación de hacerlo de puntillas, para no despertar a su hijo o, más exactamente, para que no supiera que llegaba tan de madrugada. Sintióse ridícula. Era un disimulo al que no estaba acostumbrada y al que por su lógica de vida no podía rebajarse en modo alguno.

Ese niño, ese ser que todavía era un simple invitado, tenía derecho a saber en cualquier caso que su madre dedicaba al sexo un fragmento de su apretado horario. Si nunca se lo había escondido a los demás, ¿por qué a su hijo?

Regresaba orgullosa de haber sido la perra preferida de Álvaro Montalbán. Regresaba satisfecha. Un acto sexual por fin completo, que la dejaba encadenada a su hombre mediante vínculos que ni siquiera pretendía analizar. Vínculos que ya no se molestaban en desmentirse a sí mismos, que se proclamaban libremente, como una necesidad más, finalmente asumida. Comer, beber, fumar y el cuerpo de Álvaro Montalbán. Necesidades que era necesario satisfacer. Todas pertenecían al dominio físico.

¿Amaba, además?

Se negó a contestar. Todavía se consideraba con derecho a suponer que no le importaba en absoluto. Llegaba satisfecha, después de haber conocido la locura. Como realización iba más allá de todo lo esperado. El tipo de realización que no precisa explicaciones: sólo orgullo por haberla conseguido.

Descubrió, entonces, que de la habitación de Raúl salía luz. ¿La dejó encendida antes de dormirse? Al acercarse, comprobó que no estaba dormido. Tenía los auriculares puestos y, con la mano, ejecutaba los movimientos de un director de orquesta. Ofrecía el aspecto de una felicidad beatífica. Un pequeñajo en alas de la inspiración.

Raúl la vio entrar vestida todavía con el traje del cóctel y el visón colgando del brazo. Se quitó a toda prisa sus auriculares y apagó el compact portátil. Por todo comentario dejó bien sentado que su madre estaba guapísima.

A ella sólo se le ocurrió preguntar:

—¿Cómo no te has dormido? Es muy tarde ya.

Pero aquel rubito artificial tenía un aire tan tierno que le conmovió ligeramente. Sin ser mucho, ya era algo. El primer asomo de sentimiento que podía expresar sin ficciones.

—No podía dormirme hasta que me contases cómo ha ido el Liceo… —dijo Raúl, con aquella voz tan dulce.

—¿Qué estás diciendo? —exclamó ella.

—Vienes del Liceo, ¿verdad?

Comprendió al instante que el niño estaba edificando una ficción que le era completamente necesaria. Era forzoso seguirle el ritmo.

—Por supuesto —contestó ella—. ¿De dónde si no podría venir a estas horas?

Él se sentó en la cama, rodeándose las rodillas con los brazos. Ella tomó asiento a su lado.

—¡Cuenta, cuenta! ¿Qué ópera daban?

Tosca. Creí que lo sabías.

—¡Qué bonito! Cantaba la Tebaldi, ¿verdad?

—Claro. ¿Hay otra Tosca mejor?

El niño se espabiló de golpe.

—Hay opiniones, mamá. Renata me gusta mucho. Pero yo siempre preferiré la Tosca de la Callas…

—Ya sabes que en este año 1957 que estamos viviendo, la Callas tiene muy pocos adeptos en el Liceo. Nuestra burguesía se siente feliz y satisfecha con la dulzura de la Tebaldi. En cambio, la Callas cae muy simpática.

—¡Me estás tomando el pelo! —dijo él, afectando indignación—. En este 1957 María posee un repertorio al que Renata no puede siquiera aspirar.

De repente se quedó callado. Tomó la mano de su madre.

—Mamá, yo sé que no puedes quererme todavía. Yo tampoco, ¿sabes? No porque tú seas tebaldista y yo de la Callas, no. Es porque no hemos tenido oportunidad.

—Claro que sí —dijo ella—. Sé que sólo es por eso.

—Yo no quisiera someterte a un chantaje sentimental, pero sí decirte que siempre me he sentido muy solo.

A Imperia le dolió saberlo. ¿En qué inoportuna red de sentimientos la estaba involucrando aquel niño? Eso en el caso de que todavía fuese un niño. En el caso de que no estuviese naciendo en él un adulto herido.

—Lo remediaremos. Eres un hijo muy estético. Me temo que será fácil quererte.

—¿Todo el mundo? Quiero decir… si me enamorase, ¿crees que sería correspondido?

Ella afirmó con la cabeza.

—Un día te enamorarás y serás muy correspondido. Ese día iremos los tres al Liceo a oír a la Callas.

Él se echó a reír con risa traviesa, como si el juego formase parte de su vida.

—Ese día será el año próximo. Escribiré en mi diario: «Hoy, día de mi no-cumpleaños de 1958, mamá me ha hecho el mejor regalo de mi vida. Me ha llevado a oír a Maria Callas en Norma, acompañados de mi amigo del alma».

Se escondió debajo de las sábanas, riendo de sus propios despropósitos.

Ella no se atrevió a demostrarle que lo eran.

¿Cómo decirle que al cabo de pocos días empezaba 1990? ¿Cómo insinuarle siquiera que Maria Callas ya no existía? Esas evidencias se consuelan con un beso de amor, pero Imperia no se atrevía a darlo. Le faltaban ensayos.

Apagó la luz y salió de la habitación. De repente sintió una desagradable sensación de tristeza. Al poco, descubrió que era algo más: era un dolor nuevo, incomprensible, que no se refería a sí misma.

Acababa de intuir que aquel pobre soñador, aquel niño un poco mayor, aquel homosexual decidido, tenía por delante una vida muy dura.

CUANDO MARTÍN COMPARECIÓ con el desayuno, Miranda todavía estaba inconsciente. Colgaba su cabeza del lecho, y todo el cuerpo desaparecía entre un embozado de sábanas de raso y colchas de piel de cordero. Tenía el brazo también caído sobre la moqueta, con la mano apretando la preciada foto de Nancy Reagan.

Martín dejó a un lado la bandeja del desayuno y murmuró para sus adentros:

—¡Pobre señora! ¡Otro amor imposible! ¡Nancy está tan lejos y tan a mano el orujo!

La señora desayunó completamente adormilada. Entre zumo y zumo, murmuraba cosas ininteligibles. Y cuando Martín descorrió las cortinas venecianas para que penetrase el sol a raudales, ella maldijo a su padre y al de la mitad de todas sus amistades.

—¿No recuerda la señora que esta mañana tiene pitoniso y, después, psicoanalista?

—¡Santa Úrsula bendita! —gritó ella—. ¡Mi destino y mi cerebro penden de un hilo! ¡Mi azar y mi libido al fifty fifty!

Saltó de la cama, con un brinco fenomenal, derribando todo a su paso. Era evidente que estaba despierta y a punto para emergencias.

—¡Qué día más agitado! ¡También tengo el almuerzo con Pilula! Y esa enojosa cena de Nochebuenísima. Dígame, Martín, ¿por qué tenemos que complicamos la vida las señoronas, cuando nuestra más íntima y romántica aspiración consiste en ordeñar vacas en los campos galaicos?

Se duchó en un abrir y cerrar de grifo. Mientras, Martín iba diciendo:

—La señora puede estar tranquila por la cena. Ya está todo a punto. Entre un servidor y esas dos mulas, a quienes tiene la bondad de pagar un sueldo, lo dejaremos todo tan a punto que usted sólo tenga que cambiarse y bajar la escalinata para recibir, como sólo sabía hacerlo su señora madre.

Ella no parecía escucharle. Estaba tomando una decisión muy comprometida. Por fin, decidió:

—Martín, voy a vestirme de años cuarenta. Es ideal para ir al pitoniso.

—¡Igual que su señora madre cuando iba a la fiesta de la Banderita! ¿Topolinos también?

—Por supuesto. Los topolinos son lo principal. Y mi peluca Arriba España. La rubia, por supuesto. Todos me dicen, que, de esta guisa, me parezco a Evita Perón en tortillera por supuesto. También llevaré el manguito. Volviendo a la cena, ¿ha confirmado a todo el mundo? Recuerde que Imperia no come pescado, la marquesa de San Cucufate no soporta la carne, Eme Ele es alérgico a la verdura, Adela sólo prueba la fruta, al niño de Imperia le da asco el pavo…

—¿Y si los mandásemos a todos a la mierda, señora?

—No sea usted insolente, Martín. Les damos pavo y, si no les gusta, que ayunen. Su novio de usted habrá trufado los pavos comme il faut, espero. Para estar completamente tranquila, prefiero que se quede usted en casa, ocupándose de todo. Diga a Sergio que se ponga la gorra y saque el coche. Él me acompañará.

El rostro de Martín se ensombreció:

—Tengo el disgusto de recordarle a la señora que Sergio alimenta deseos inconfesables hacia el cuerpo de la señora.

—Mejor, así pondrá más atención conduciendo, porque si me desea no querrá que me mate viva. Lo malo es cuando conduce un chófer que no te desea, porque, en tal caso, ¿qué le importa chocar con un autocar de excursionistas de la tercera edad?

El gallardo Sergio se puso la gorra de conductor y ella, al verle, sintió un ataque de asco. Era tan guapo, tan fuerte, con el pelo tan rizado, tan decididamente parecido a Tony Curtis en sus años mozos que le hubiera abofeteado. «Es mucho más de lo que una mujer puede soportar —decidió—. Estoy a punto de vomitar. Sólo le redime el deseo que siente por mí. Esto le hará sufrir. Muy bien: que se lacere en su infierno interior, que se flagele, que aúlle de agonía, que se castre y recastre, el malnacido…».

Al entrar en el soberbio vestíbulo del piso de Hugo de Pitecantro Studebaker, adoptó una actitud de misterio extremo, un recato, un querer esconderse, un incógnito destinado a no pasar inadvertida. Lamentablemente, no había otras visitas, de modo que nadie notó que se escondía.

Salió a recibirla Hugo de Pitecantro Studebaker. Vestía un elegante batín dé seda que se ajustaba a su figura estilizándola de manera desproporcionada. Parecía un ciprés, por lo alto y por su actitud circunspecta. Tenía el pelo blanco y llevaba monóculo. Era, en resumen, un pitoniso ideal para uso de potentados, marquesas, políticos y todo lo que estuviese relacionado con el ringo-rango.

Adoptó un aire de misterio chino al decir:

—He estado a punto de no poderte recibir. Me han llamado de la Moncloa para dentro de dos horas.

—¿Qué me dices? ¡Cuenta, cuenta!…

—Están de remodelación de gabinete y quieren escuchar la voz de los naipes.

—Mira si puedes colocar a dos amigos míos.

—Esto depende de ellos. Yo no vivo del aire. Un petit cadeaux, un sobrecito…

—Vamos, un dineral.

—La sota de oros vale un huevo, niña. Y luego ellos, una vez ministros, la multiplican. O sea, que paguen al Destino que bien lo manipulan si les tercia.

—Pasaré el recado ya mismo. Después de todo, tener un amigo ministro siempre va muy bien, no sólo para salvarte un poco de lo de hacienda (gracias a Dios ya tengo otros resortes), sino porque te invitan a cosas que puedes decir «no voy» y quedas divina… O sea que colócame a alguien para el farde.

—No te prometo nada. Los naipes son muy secretos.

Recorrieron un pasillo lleno de objetos chinos. Dejaron atrás varias salitas cerradas pero donde Miranda sabía que había otros muchos objetos chinos. Intentó sacar la cabeza a otra sala donde el pitoniso guardaba a las visitas para que no se encontrasen entre ellas. Pero la sala también tenía la puerta medio entornada y Miranda no pudo descubrir a la dama que la espiaba, agazapada entre otra turbamulta de objetos chinos.

Comprendió que era cierto lo de la prisa por atender a las politiquerías, pues Hugo Pitecantro Studebaker la hizo pasar al consultorio sin entretenerla como solía, contándole lo que había adivinado a sus ochenta mejores amigas. De todos modos, Miranda tenía la mañana demasiado llena como para complacerse en averiguaciones que esas mismas amigas le comentarían tres horas más tarde.

Tomaron asiento alrededor de una mesa camilla. La funda era china. Del brasero interior surgían efluvios de incienso chino. En muros, armarios y vitrinas, recuerdos chinos. Y en medio de dos dragones y un buda yacente ataviado de Buda que no yace, una fotografía del Papa polaco haciendo footing.

Hugo Pitecantro Studebaker se puso en actitud de trance.

—Corta.

Miranda cortó.

—Elige.

Miranda eligió. Él se quedó mirándola, con aspecto de extrema preocupación. No cabía duda: estaba viendo a la muerte cara a cara.

—Dime la verdad: ¿estás muy angustiada?

—No, qué va, estoy fenomenal.

Él cambió de tono:

—Ya me parecía que tienes muy buen aspecto.

—Gracias. Quisiera saber cómo pasaré la Nochebuenísima.

—¿Tienes invitados a cenar?

—Ocho.

—Pasarás la Nochebuena con tus invitados.

—¡Casi me da miedo el ver cómo adivinas las cosas! ¿De amores cómo ando?

—¿Hay en tu vida una mujer rubia?

—Veinte amigas se han teñido.

—Por eso dicen las cartas que en tu vida hay una mujer rubia.

—¿Es para el amor o sólo para el cotilleo?

—El amor llega sin avisar. El cotilleo siempre advierte. Y en las cercanías de Medina del Campo crece una flor misteriosa que se llama amapola. No puedo decir más.

—Me hago cargo.

—¿Tienes dolores de cabeza?

—La semana pasada tuve uno aquí, en la sien.

—Cuídate. El Guadalquivir lleva agua, pero más agua tiene el océano índico. No puedo decir más.

—Me hago cargo.

—¿Has jugado a la lotería del Niño?

—No.

—Pues aquí te cae un dinero.

—¿Pueden ser las rentas de las casas de Gerona? Las cobré recién ayer.

—Ellas son. No lo dudes. Lo dicen los oros.

—¡Lo adivinas todo, pero todo! ¿Y de viajes qué me dices?

—Que hablen las copas. ¿Tienes planeado hacer un viaje en los próximos dos años?

—Tengo los billetes para ir a Egipto el mes que viene.

—Pues irás a Egipto el mes que viene… ¡Cuidado! Llegan los bastos. Hay alguien que te quiere mal.

—¿Puede ser mi amiga Priscilla, que me odia porque le quité al marido y por eso siempre dice ella que ojalá me muera?

—La que te quiere mal es tu amiga Priscilla.

—¡Dios mío! ¿Corro peligro?

—Depende. ¿Dónde vive?

—En Australia.

—Tranquila. No corres el menor peligro.

—¿Ves algo más?

—Veo un río.

—¿Puede ser el Nilo?

—Si vas a Egipto, es el Nilo. Si por cualquier cosa no puedes ir y te quedas en Madrid, es el Manzanares.

—Desde luego, yo no sé cómo puedes adivinar tantas cosas.

—La ciencia de la fea, la bonita la desea. Atiende bien. En este periplo egipciaco puedes encontrar fuentes de poder inimaginable. Para ayudarte a recuperar tus energías positivas, mirarás por tres veces a los ojos de la Esfinge y a cada mirada repetirás: «Tú, que fuiste tortillera, no me alejes de tu vera».

—¿La Esfinge era tortillera?

—La que más.

—¿Y si no veo a la Esfinge?

—Hija, es que estás cegata.

Quedó ella muy estimulada. Creía en la vida. Creía fervientemente en la existencia de fuerzas positivas capaces de salvarle los días más amargos. Fuerzas capaces de convertir su cena de Nochebuenísima en un éxito rotundo.

Más rotundo fue Hugo Pitecantro Studebaker, al decir:

—Cincuenta mil calandrias, preciosa.

—Te daré setenta y cinco, porque a mí, cuando la gente es clara, no me duelen prendas.

—De propina, te brindo cuatro sortilegios muy secretos.

—Espera, que los apuntaré.

—No hace falta. Te doy el impreso. Atiende a la voz de los arcanos: cuando llegues al desierto, cogerás un puñado de arena, mirarás al cielo y recitarás la oración de la faraona errante. Al día siguiente, todavía en ayunas, buscarás un camello, le acariciarás la corcova y recitarás por tres veces los salmos del califa cojo. Por la noche, antes de acostarte, mirarás a la estrella Sirio y recitarás la pandémica de la odalisca meningítica. Acto seguido te beberás un vaso de agua, en diez sorbitos.

—¿Y tiene que ser agua del Nilo?

—No, burra, que te la den envasada en el hotel porque si es del Nilo te va a coger una diarrea que te pasarás el viaje haciendo de vientre.

La despidió a toda prisa recomendándole que se guardase de comer huevos los días impares, por si le salían pasados. Ella guardó el pliego con los consejos egipciacos y le besó la mano.

Cuando la puerta se cerró tras de Miranda, una criadilla que vestía un mandil con dibujos chinos abrió una de las habitaciones que daban al pasillo y de ella salió Cordelia Blanco, el rostro cubierto por un velo negro. Echaba a su alrededor miradas llenas de suspicacia. Dijo lo que todas:

—He venido de incógnito porque luego la gente murmura. Ahora mismo acabo de ver salir a Miranda Boronat. No me lo niegues. Sólo ella pueda ir vestida como va y quedar espantosa y ridícula sin quedar antigua. ¿Tienes alguna otra amiga escondida?

—Hoy sólo os he dado hora a Miranda y a ti. En confidencia, me han llamado urgentemente de la Zarzuela…

—¿De la Zarzuela dices?

—No puedo decir más. Hazte cargo. Como tú dices, la gente larga.

—Yo soy una tumba. De mi boca no sale ni saliva. ¡Para decirte!

Hugo Pitecantro Studebaker contó lo que quiso con la esperanza de que no fuese una tumba en absoluto y lo contase por todo Madrid, a ver si con un poco de suerte trascendía a las revistas. Pues es sabido que hasta los astros necesitan publicidad.

Semanal, si es posible.

EN EL LARGO, PENOSO, intransitable trayecto que la llevaba a Majadahonda, en hora demasiado punta, Miranda se entretuvo hojeando las revistas de la semana. Voraz consumidora de cotilleos, encontraba en aquellas páginas motivos de crítica más que de admiración, motivos de ultraje más que de elogio. Cuando veía a alguna de sus amigas era para decidir que había salido horrenda. Daba la culpa al fotógrafo, por supuesto, pero el veredicto ya estaba echado. Y, al fin y al cabo, la horrendez no reclama derechos de autor para imponerse.

Llegó al pisito de Beba Botticelli antes de lo previsto. Tuvo que esperar. Por fin salió la anterior visita. Era Perla de Pougy, deshecha en lágrimas.

—¡Eso del psicoanálisis es muy difícil de resistir! Beba habla con demasiada crudeza. ¿Sabes qué me ha descubierto hoy? Que no soy ninfómana. Que soy puta, sin más.

—Hija, pero si eso lo sabe todo Madrid. Además, ¿qué diferencia hay? Si eres ninfómana, vas con treinta, y si eres puta también.

—Tienes razón. En el fondo el problema no es la cantidad, sino la calidad. Porque dime tú, Mirandilla, ¿dónde encuentras en Madrid siete hombres por semana y que, además, puedan apetecerte mínimamente?

—¿Y si probases en un cuartel? ¿Y en una mina asturiana?

Apareció Beba Botticelli, autoritaria. Contribuía a esta impresión la bata blanca, las gafas y un bolígrafo que asomaba por el bolsillo superior.

No le gustó pescar a las otras dos en el palique.

—Che, pibas, no se cuenten sus traumas porque, después, se imitan unas a otras… Ahora resulta que la marquesa quiere tener los mismos traumas que Sofia Robinson, y en este asunto no pienso transigir. Porque una dama de setenta y seis años no puede tener las mismas ansias sexuales que una piba de veinte, ¿vieron?

—La marquesa es capaz de todo para perder años… —comentó Miranda mientras se quitaba el sombrero y el abrigo—. Hasta es capaz de inventarse libidos.

Ya en el consultorio, se dejó caer sobre el diván, arrojando lejos de sí el manguito y los topolinos.

De repente, Beba Botticelli palideció. Estaba a punto de desmayarse. Una voz en su interior le repetía: «No puede ser, es una alucinación…». Quería creerlo. Se obligaba a creerlo. Pero aquella voz seguía prevaleciendo y, por un momento, pareció revelarle el secreto de una vida.

Había sucedido algo en el corto espacio de un segundo. Un impacto que no podía localizar con certeza, pero cuyo efecto le estaba provocando una insólita sensación de vértigo. Un impulso tal que la dejaba sin habla.

¿Fue al despedir a Perla de Pougy? ¿Fue cuando entró Miranda Boronat? ¿Fue al hablar de la marquesa?

Había sido en uno de aquellos instantes. Pero ¿qué fue? Algo horroroso, en último término. Una monstruosidad.

Miranda ya la estaba esperando en el diván, ansiosa por confesarse. Beba alejó brutalmente sus propios fantasmas para dedicarse por entero a los de su cliente.

—Decí, Mirandilla: ¿cómo te sentís desde que sos lesbiana?

—Muy relajada. Muy conmigo misma. Muy de mirarme al espejo y exclamar: «¡Tío bueno!».

—Pero ¿chupás?

—¿Si chupo qué?

—«Chupar» en argentino es beber, so boluda.

—Beber, sí bebo.

—¿Tu viejo bebía?

—Una copita de Anís du Sienge de vez en cuando.

—¿Y vos chupás más?

—Yo con una copita de anís no tengo ni para limpiarme los dientes.

—Sintomático, che, muy sintomático. Decime: ¿ante qué tipo de mujer te sentís enervada?

—La reina de Inglaterra me trae a mal vivir. ¡Cada vez que la veo con aquellos sombreros y aquellos bolsos…!

—Decime sin reserva: ¿tu vieja usaba bolso y sombrero?

—Sí, en aquella época se llevaba mucho. También llevaba gafas Amor, fajas Loblanc y usaba jabón Dermilux, crema Cutifina y pasta Profidén.

La madre. El secreto estaba en la madre. Pero ¿qué madre? La de Miranda, sin duda. ¿Qué otra madre podía ser? ¿Quién importaba en aquella sesión sino Miranda, vestida de años cuarenta?

Y, sin embargo, a Beba Botticelli le temblaba la voz.

—¿Lucía regia, tu vieja?

—Lucia… di Lammermoor.

—¿Qué decís?

—Era la ópera preferida de mamá. Yo la recordaba porque la superiora del colegio se llamaba sor Lucía.

—Tu vieja lucía divina, escuchaba Lucia di Lammermoor, la monja se llamaba Lucía… Decime, mina: ¿tenés miedo de perder la vista?

—Francamente, no me gustaría. ¿Cómo me las arreglaría para ver la parabólica?

—Santa Lucía es la patrona de la vista, piba. Todo lo que vos odiás se relaciona con Lucía. En realidad, también lo temés. Hay algo que te causa pavor en este nombre… Lucia di Lammermoor en su noche de boda mata a su marido y aparece con las manos ensangrentadas. Luego es odio al lecho nupcial. Para vos el lecho nupcial es un inmenso charco de sangre…, tu propia sangre, ¿viste?, la que derramaste en tu lecho nupcial cuando tu marido te abrió de arriba abajo como una ternera… con aquel pene ganchudo que no podés borrar de tu mente… que no podés borrar de tu mente… que no podés…

Tuvo que servirse un vaso de agua. Aun así, no podía hablar. Necesitó esforzarse mucho para proseguir:

—¿Te acordás del símbolo que lleva santa Lucía?

—Una palma.

—La palma de santa Lucía es un símbolo fálico.

—¡Qué horror! ¡Nunca lo hubiera imaginado!

—Ella tampoco. Y a santa Lucía le arrancaron los ojos, pobrecita mía. Pero antes de arrancarle los ojos tuvieron que entrar en ellos, ¿viste? Tuvieron que penetrar en esos ojitos castos con un objeto alargado…, acaso ganchudo, como el asqueroso pene de tu marido…

—¡Qué cosas tan repugnantes dicen las argentinas a cuenta del santoral!…

—Los fantasmas de la mente te traen ese recuerdo alargado, ese falo que aborrecés, ese falo que también tenía tu repugnante viejo. ¡Cuánto, cuánto le odiás! Al ponerte del lado de santa Lucía te ponés del lado de tu madre, violada por aquel gancho asesino…, el gancho de tu viejo, ¿viste?, tu viejo que tomaba anís…

—¿Es por eso que vomito cuando pienso en los hombres?

—En parte por eso y en parte porque debes de tener problemas de hígado.

—¿Entonces continúo siendo tortillera?

—Yo te lo aconsejaría. De lo contrario, ¿qué opción te queda?

—¡Oh, qué ilusión! No sabe el peso que me quita de encima.

—Vos no creas que es tan fácil. A las lesbianas se nos plantean tantos problemas…

—¿Por qué ha dicho nos?

Beba Botticelli la miró, desconcertada.

—¿Dije nos?

—Dijo se nos plantean.

—Será que estás borracha, piba. ¿Cómo iba a decir nos?

—Pues lo dijo. ¿Cómo se llama esto en psicoanálisis?

—Se llama treinta mil pesetas, que son las que me debés de la consulta.

La observó atentamente mientras se ponía los topolinos, mientras se arreglaba el Arriba España, mientras introducía la delicada mano en el manguito. La vio partir con andares de Evita Perón.

¡Evita Perón! ¿A qué venía, ahora, aquel recuerdo?

Sentía que le temblaban las piernas. Tanteando la pared, consiguió abrirse paso hasta el estudio de su marido. ¡Nelson Alfonso de Winter! ¡Cómo necesitaba ahora, la Beba, aquella serenidad que le inspiraba su barba canosa, aquella protección de sus brazos huesudos, aquel aliento de su boca con muelas de oro!

Estaba allí, un verdadero intelectual latinoamericano de alcance internacional, con su pipa siempre en los labios y nunca fumada, sus gafas sobre el papel porque nunca las necesitaba; su papel en blanco porque nunca lo escribía, su excelsa reputación forjada en las tertulias y en el cultivo de una profunda cultura cosmopolita…

Se arrodilló a su lado la Beba.

—Nelson Alfonso, darling, ¿vos me viste alguna vez detalles de lesbiana?

Never hasta tan lejos como puedo recordar. Anyway esas cosas siempre son surprising, como si me preguntaras si yo he tenido feelings homosexuales, who knows, querida. En la Middle Age se sacaba a través del bondage, hoy esas practices ya no se hacen más. Okay!

—Nelson Alfonso, caro, ¿vos te acordás de cómo vestía mamá?

—Siempre muy smart, toda fashion, grand style, tipo Loretta Young, ¿okay, linda?

—¡Che, tu castellano es tan cerrado que a veces no lo cojo! Pero si decís que mamá iba a lo bacana, capto la onda. Iba años cuarenta, sí, porque yo era entonces una pebeta, y recuerdo verla vestida como los figurines de Para ti y las chicas de Divito en Rico tipo, ¿viste?

—¿Cuál es el problem, cuál la question?

De improviso, la Beba se llevó las manos a los ojos. Una imagen se estaba perfilando más allá del tiempo, en un espacio que juzgaba abandonado para siempre. Un espacio freudiano y porteño a la vez.

—¡Dios mío! ¡Ella, Miranda, entró como mamá aquel día…!

—¿Y bueno?

—Mamá llegó con un sobretodo como el de Miranda, y esos guantes, ese manguito… peinada tipo Evita Perón, ¿viste? Llegó de la calle Corrientes 348, segundo piso ascensor, sí… Papá le gritaba «el otario que tenés»… y entonces mi amiga Olguita se vistió rápidamente en mi cuartito azul…

—Suena exciting, pero también funny y un poco alarming, okay?

—Empiezo a recordar. No era de día, Nelson Alfonso, era noche cerrada, sí, noche oscura como boca de lobo, sí… En mi cuartito azul, esa noche de reyes, sí… Se había quedado a dormir conmigo mi amiguita de juegos, la Mapy… ¿O se llamaba Mabel?… ¿Dije la Olguita?… No, no… Se llamaba Loretta… ¡Loretta Young…!

—No seas silly, sweetheart. Loretta Young era una film star de los thirthies, you know, mi amor.

—Cierto. Entonces mi amiga se llamaba la Nelly, ¿viste?, y Loretta Young era mi mamá… ¡Sí! Con ese sobretodo que llevaba hoy Miranda, oí, ese sobretodo y ese peinado, tipo Evita Perón… Mamá y Evita eran muy semejantes… ¡santas las dos, santas!… Aquella noche de Reyes mamá volvía del cabaret, sin saber que papá la había seguido… sin saber que papá tenía aquel… ¿Qué tenía mi viejo?… Le gritaba mucho, la insultaba… y esa noche de Reyes, esa noche y no otra, sonó el tiro. Y mi amiguita la Nelly… No, la Nelly no, la Mabel… tuvo que vestirse a toda prisa porque estaba a mi lado, completamente desnuda… Yo también tuve que vestirme porque mi conchita estaba muy manoseada, ¿viste?… Sonó el fragor del tiro aquel, en mi cuartito azul… No, rojo… La sangre de mamá tiñó de rojo mi cuartito azul… y yo allí, desnuda, con la concha al aire…

Se llevó una mano al sexo y, al palpárselo, emitió un grito desesperado:

—¡Nelson Alfonso, esposo mío! Decime una cosa, con la mano en el corazón. Decime sinceramente si soy buena en la cama…

Él quedó un momento pensativo. Chupó la pipa, por chupar algo. Al cabo de un momento dijo, pausadamente:

Not bad, tampoco the top, okay?

—¡Che, percante, dejá ya de ser venezolano y hablá en cristiano! ¿Soy o no soy buena en la cama? ¡Decímelo! Necesito saberlo, necesito que me lo digás porque… ¡porque estoy destrozando una vida sin proponérmelo!

Entonces él se incorporó, tremendo con su barba canosa, imponente en su ademán de acusación:

—¡Serán dos, tía cabrona, serán dos! Porque si lo mío es una life, que baje God y lo vea.

Ella gritó entonces:

—¡Mamá se llamaba Lucía! ¡Y la niña que me tocaba la concha era mi amiguita Mirta!

No pudo soportarlo. Cayó, deshecha en llanto, sobre una vieja fotografía de Virginia Woolf y Vita Sackville-West cocinando una tortilla, a cuatro manos.

EL NIÑO RAÚL RECORDARÍA AQUELLA NOCHEBUENA como una de las más extrañas de su vida. No es que esperase mucho del evento; pero sí un poco de espectacularidad. Estaba acostumbrado a las navidades barcelonesas bien entendidas por una familia estrictamente catalana. Navidades y familia que considerarían la Nochebuena como una importación más o menos charnega y, por lo tanto, fiesta de poca monta y de escasa celebración. La había pasado normalmente con sus abuelos, siempre acorazados contra cualquier exceso y consagrados, todo lo más, a la preparación de la comida del siguiente día, la gran jornada navideña en Cataluña. Como máxima concesión de Nochebuena salían su padre y su madrastra. Él se ponía el esmoquin, ella estrenaba vestido de algún modista famoso —últimamente, moda española— y se reunían con algunas amistades de gran tono en cualquier restaurante del pijerío. Bailaban hasta altas horas de la madrugada, pero con pocas ganas y menos lucimiento, según se le escapaba a la madrastra al día siguiente, Navidad, en la comida grande, con todos los familiares reunidos alrededor de una mesa de postín. Solía reprocharle a su marido:

—Es la última vez que me haces salir en Nochebuena. Ya no se puede ir a ninguna parte. Todo está lleno de gente de medio pelo. Un tráfico que es como de día. Todo invadido por la charnegada. No se salva ni la parte alta.

Y eso que aquella gran dama barcelonesa, campeona de sevillanas, no conocía el tráfico en una Nochebuena madrileña. En cambio su hijastro tuvo ocasión de estrenarlo, para su asombro y perplejidad. Sentado en el coche junto a Imperia, vivió una preciosa hora y sus dos cuartos para efectuar el trayecto desde la Castellana al Viso, donde residía Miranda. No entendería el niño a qué venían tantas detenciones, tantas marchas atrás en calles atestadas de vehículos, tantos encontronazos violentos, gritos de un coche a otro y embestidas por todos los lados. Era como si la Nochebuena se hubiera convertido en la fiesta nacional de los conductores de todas clases. Y, aunque sintióse ridículo al estar enclaustrado en un coche, todo vestidito de gala, con su madre también de tiros largos, no tardó en calmarse al comprobar que en todos los automóviles había tres, cuatro y hasta seis pasajeros vestidos de igual guisa.

—Hemos tenido una mala idea —refunfuñaba Imperia—. Podíamos habernos reunido en la masía, pasar las Navidades en paz y luego venirte tú conmigo a Madrid.

No estaba muy convencida de sus palabras. La idea de la masía pertenecía a una época íntimamente asociada a su experiencia genuinamente barcelonesa y aun de los primeros años setenta, cuando los miembros de su generación intelectualmente avanzados y socialmente á la page descubrieron con horror que la vida urbana se estaba haciendo insoportable y que la mente necesitaba evadirse de ella, ya en los riscos negruzcos de Cadaqués, ya en los feraces llanos del Ampurdán.

Pero al llegar a Madrid, Imperia se convirtió en mujer de asfalto, siguiendo el imperativo que decreta la ciudad. Tiene Madrid esa virtud o ese defecto: como pocas ciudades, se impone sobre el ser humano, convirtiéndole en elemento indispensable de su propia existencia física. El hombre es a Madrid lo que sus calles, sus fachadas, sus árboles y monumentos. Un madrileño es una parte de un escenario, o acaso un escenario en sí mismo. Y un madrileño de adopción se convierte además en un fanático que no quiere renunciar ni por un instante a esa feroz vitalidad que, siendo de la villa, es ya la savia que ha de nutrirle para siempre. Y tiene tanta fuerza esta ciudad que hasta los sueños son urbanos.

Por otro lado, Raúl dudaba con razón de las palabras de su madre. Con tantos años como había tenido para poner en práctica aquel plan maravilloso, ¿por qué se lamentaba precisamente ahora? Ocasiones las hubo a menudo: aniversarios, semanas santas, veranos, navidades y verbenas de junio. Si la ocasión no se produjo o no fue aprovechada, por algo sería. Tal vez porque sólo era posible ahora, a partir de aquel encuentro tardío. Al fin y al cabo, nadie ha dicho jamás que los sentimientos tengan minutera.

La del niño Raúl se desplazó a destiempo al preguntar sin venir a qué:

—¿El señor Montalbán estará también en la cena?

Ella no dio importancia a la pregunta. Ni se le ocurría imaginar que el hijo sospechase alguna irregularidad en sus relaciones con aquel cliente.

—Don Álvaro se fue a Zaragoza. Tiene familia allí, según creo.

—Ya lo dice el refrán: «Per Nadal, cada ovella al seu corral.» —comentó él, alegremente.

Ella rompió en una risotada, como si el refrán pronunciado, casi cantado, por Raúl fuese el resultado de un despropósito que no cabía esperar en aquel escenario.

—Se me hace extraño oír hablar en catalán. Hace años que no lo uso.

—¿Ni con Miranda?

—Con Miranda no lo utilizábamos siquiera cuando éramos niñas. Su familia ya estaba afincada en Madrid. Por otra parte, en nuestra época las familias refinadas de Barcelona no usaban el catalán. Decían que quedaba vulgar.

—En resumen, que se te ha olvidado tu propia lengua… —comentó Raúl, aunque no apasionado por el tema.

—He olvidado todo cuanto concierne a Barcelona. De no haberlo hecho no habría podido adaptarme a otros lugares. Y en modo alguno puedo permitirme el ser una inadaptada.

Raúl no podía comprender el tipo de metáforas que su madre estaba utilizando. Era lógico. Empezó a utilizarlas cuando se fue de su ciudad, catorce años antes. Exactamente, cuando él tenía dos.

Ante tantos abandonos como acaba de aprender, Raúl acarició el brazo enguantado de su madre.

—Espero que de mí no te olvides mucho… —musitó en tono casi suplicante.

—De ti no, porque eres un elefantito muy relajante…

Para no conmoverse, maldijo a la madre de un conductor que le estaba cortando el paso, vestido de esmoquin también él.

La cena no respondió a las expectativas de Raúl. Todo cuanto había idealizado de la Nochebuena madrileña se vino abajo después del primer impacto visual. Este se limitó a las magnificencias de la casa y a sus abundantes obras de arte, así como al rigor de los atuendos de los caballeros y al boato en las tenues de las damas. También la exacta preparación de todos los elementos. La mesa regiamente dispuesta, con sus enormes manteles de damasco almidonados, el gigantesco centro de rosas y ponsetias mezcladas con piñas doradas, los magníficos candelabros de plata —como lo eran, por supuesto, los cubiertos— y la vajilla de porcelana de la Compañía de Indias, con cristalería y copas de antiguo bacarrá. Todo ello de familia, como conviene al señorío de verdad.

Cuando ya había apreciado la escenografía, Raúl tuvo que contestar a las típicas preguntas sobre sí mismo —qué estudias, cuántos años tienes, te gusta Madrid—. Miranda le exhibía con cierto orgullo heredado de su amistad con Imperia. Lo adoptaba sin dificultad, pues, como dejó bien claro, era un niño de carácter muy dulce, lindo de aspecto y sobre todo porque vestía divinamente. «¡Qué mono luces en tuxedo!», dijo al verle entrar. Significando llanamente que le sentaba bien el esmoquin.

Había dos marquesas, la de San Cucufate y la de Refilón de Melís. Parecía exhibicionista y criticona la una, discreta y reservada la otra. Cara y envés del estilo llamado aristocrático, mantenían ambas sus privilegios demostrando a los demás constantemente que estaban por encima de algo. Nadie sabía exactamente de qué, pero por encima de algo sí estaban.

Los dos hombres de la cena parecían convocados para celebrar, en las mentes no habituadas, una guerra de siglas. Ya conocemos las de Eme Ele, pero no eran menos conocidas y celebradas las de Uve Eme, Víctor Martí en el siglo. Era un cuarentón ya avanzado, que dirigía una de las revistas de mayor repercusión en el país, una de las que se ufanaban de su poder para crear opinión al tiempo que creaban escándalos.

Departían con Imperia las esposas respectivas: la crítico de arte Adela Moreno de Eme Ele y la muy circunspecta Sionsi Ruiz de Uve Eme, directora de una excelente tienda de antigüedades donde iban a parar, un día u otro, muchos de los personajes de esta crónica.

Pasado el momento de los besuqueos, llegaron períodos de un aburrimiento mortal. Raúl ya había aceptado de antemano que las conversaciones de los mayores pudieran no interesarle. Lo que no suponía es que fuesen, además de tediosas, tan crueles. Para una mente joven, que no se había planteado la idea de competitividad ni siquiera en la escuela, los comentarios acerca de determinados protagonistas del Madrid económico se parecían mucho a una retransmisión radiofónica de una batalla medieval.

Se conocía que al director de la agencia y al director de la revista les gustaba hablar de dinero, y este fue el tema que dominó todo el aperitivo, de manera que Raúl buscó refugio en los grupos de las mujeres, donde acaso encontraría un parloteo más afín a su sensibilidad.

Por suerte, Adela Moreno hablaba de arte con Sionsi y, aunque los nombres que se barajaban eran desconocidos para Raúl —algunos contemporáneos de prestigio exclusivamente local—, tal vez por este motivo podrían interesarle más, ya que de algún modo contribuirían a su formación. Sin embargo, fue la suya una esperanza vana. A los pocos minutos, los nombres dieron paso a las cifras, y lo único que pescó el niño fue una lista de cantidades desorbitadas que los bancos y algunas grandes empresas pagaban por los lienzos más de moda o simplemente por los que tenían posibilidades de estarlo algún día. Y esto lo sabía Adela mejor que nadie, pues, además de ejercer la crítica de arte, se ocupaba de dirigir la colección privada de una importante entidad bancaria.

Sionsi aportó un ligero alivio cuando se puso a hablar de su negocio de antigüedades, pero la pausa duró poco, ya que al cabo de unos momentos ya se estaba refiriendo exclusivamente a las cotizaciones de las piezas y qué nombres importantes se habían quedado un tapiz Aubusson del diecisiete, inversión fenomenal, o un escritorio de campaña del XIX, ideal para combinar en la sala de visitas de cualquier empresa potente. Una de las marquesas aportó ciertos conocimientos sobre el arte de escamotear dinero invirtiendo en fondos de arte y la otra se quejaba de que nunca llegó a amortizar cierto Davenport que Lina Solvay le había colocado a precio de oro.

La cena fue menos prosaica que sus prolegómenos. Se optó por hablar de sentimientos. En los hors-d’oeuvre, Adela repetía a Imperia por lo bajo sus lamentables opiniones sobre su lamentable marido. Cuando los criados servían el segundo plato, Eme Ele intervenía directamente en la conversación, en un tono fingidamente delicado, pero que escondía un desprecio casi brutal.

—Apuesto a que mi mujercita ya se está metiendo conmigo.

—Ni esto, querido. Yo sólo me meto con lo que me interesa.

Era una frase tan tópica que parecía indigna de Adela. Señal de que estaba más harta de lo que era previsible. Cuando una mujer inteligente empieza a soltar tópicos es que ya no puede más.

A partir de aquí Eme Ele se dedicó a destrozar a Adela y esta le atacaba a su vez, con ánimo todavía más destructor. Víctor se puso a favor de Eme Ele y Sionsi empezó a destrozarle, aduciendo que todos los hombres se hacían cómplices al negarse a reconocer que habían destruido la vida de sus mujeres, pero Víctor se ensañó con Sionsi diciéndole que hablaba de aquel modo porque nunca supo ser una buena esposa. Y, así, resultó que una de aquellas mujeres se había refugiado en el arte moderno para no arrojarse un día por la ventana ante la cretinez de su marido, y la otra se concentraba en las antigüedades para ver lo menos posible el rostro insoportable de su consorte.

Vio Raúl que su madre asistía con notable cinismo a aquellas batallas que le quedaban, de hecho, muy lejanas. Pero Imperia estaba pensando en Rocío, la querida de Eme Ele, y le daba la razón cuando aseguraba que lo más sano para una mujer es ser la Otra del romance y disfrutar lo bueno de los amantes, mientras la Propia apechugaba con sus ratos peores. Que en el caso de los hombres, solía ser la norma.

Nunca escuchó Raúl reproches tan desagradables ni frases más hirientes. En su inocencia, pensó que si los hombres estaban de acuerdo entre ellos y las mujeres entre ellas, sería más lógico que estuvieran liados al revés de como estaban. Y todo resuelto.

Cuando dejaron de destrozarse, se habló otra vez de dinero, y en esta ocasión la marquesa de San Cucufate arremetió contra los socialistas y la monarquía, y Eme Ele, que era socialista, le recordó que el difunto marqués amontonó gran parte de su dinero en juegos sucios con el franquismo y entonces Víctor, que era monárquico, atizó el fuego recordando que, además de aquellos juegos sucios, el referido ganó fuertes sumas recogiendo fondos para ayudar a la monarquía en el exilio y que estos fondos nunca llegaron a Estoril. Después dijo la marquesa que las expropiaciones de tierras de que le había hecho víctima el gobierno habían ido a parar no al bien común, como tuvo el valor de publicar la revista de Uve Eme, sino a las arcas del alcalde del pueblo, que pertenecía al partido socialista. Y al final resultó que el alcalde de marras había tenido una historia de tráfico de influencias que alguien se había ocupado de tapar convenientemente porque afectaba a un alto cargo de un partido de derechas y no convenía que se supiese porque formaba parte de un pacto que debía prosperar en alguna alianza en el Congreso.

También salieron frases hirientes, palabras altisonantes, conceptos feroces acerca de distintos holdings, una cadena de televisión privada y hasta dos o tres periódicos, y Raúl pensó que, si aguzaba bien el oído, llegaría a descubrir que por lo menos doscientos nombres de las finanzas españolas eran estafadores, usurpadores, estraperlistas disfrazados y hasta ladrones de arma blanca. Pero era un tema que no le interesaba, así pues, prefirió seguir pensando que había llegado a la ciudad más bonita del mundo.

Lo cual seguía siendo cierto porque allá, al otro lado de aquellos muros tan sofisticados, un Madrid ajeno a tantas murmuraciones destilaba una aureola de cariño universal que al niño le atraía cada vez más.

En este punto, Raúl se durmió y al despertar al día siguiente se encontró en su cama, sin recordar quién le había trasladado a ella. Descubrió que era ya muy tarde y que el día de Navidad, en Madrid, también era distinto del de Barcelona; mucho menos importante después de las grandes celebraciones de la Nochebuena. Pero en sus oídos resonaban todavía las peleas de la noche anterior y no se sintió feliz por haberlas escuchado.

Le visitó Imperia con la bandeja del desayuno, que casi podía servir como almuerzo. Además de los zumos, en cuya preparación era experta, había improvisado una macedonia de manzana, mango y kiwis. Pero Raúl sólo reparó en que estaba guapísima: la visión ideal para un despertar de película, con sus cabellos negros decididamente Espert-Anouk y una enorme bata de raso azul que dejaba, al pasar, el ronroneo de las cigarras en una tarde de verano.

Imperia se dejó acometer por el capricho de sentarse otra vez al pie de la cama y contemplar de cerca a su hijo. Un niño dorado que emergía entre las sábanas, restregándose los ojos, con una expresión desconcertada que le quedaba muy graciosa.

Descubrió junto a la mesita de noche los pantalones del pijama. El niño se apresuró a esconderlos. Pensó ella si se habría masturbado. Leyó alguna vez en alguna revista que los muchachos, a esta edad, suelen hacerlo. Raúl podría haberle dicho que se empieza mucho más temprano. Pero el tema no salió ni por asomo.

Se imponía a sí misma una nueva disciplina: curso de entendimiento con su hijo inesperado. Lección primera. ¿Cómo hablaba la mamá de Dumbo? Imaginó que en un papel tan commovedor, ella resultaría un desastre. Había otra interpretación posible: la madre moderna, liberal, que pasa por todo, lo acepta todo, se ríe de todo y al final no se interesa por nada. Tampoco era un papel convincente. Mejor permitir que actuase la inspiración.

—¿Se supone que debo hablarte como a un adulto?

—Me gustaría. Si bien se mira, ya no soy un crío.

—Claro que no. Siempre pensé que, de tener un hijo, le hablaría claramente de todas las cosas.

—Supongo que cuando nací ya lo pensarías. ¿Cómo te preparaste?

—No me preparé de ninguna manera. Tú no estabas previsto.

—¡Ostras, tú! ¡Ahora no me cargues con el trauma de sentirme un hijo no deseado!…

—Tendrás que cargar con él, porque no te deseaba en absoluto.

Él forjó un divertido mohín de incomprendido.

—¡Sólo me faltaba esta! ¿Va a resultar que me quería más mi madrastra que mi propia madre?

—No sé cómo resultará en el futuro, pero hasta ahora ha sido así. Supongo que debe de ser normal. Cuando yo te tuve, odiaba a tu padre y todo lo que él representaba. Teniendo en cuenta que durante años lo compartimos, todo era evidente que al odiarle me estaba odiando a mí misma. En cambio, cuando esa idiota se casó con él…

—No hables así, por favor. Mi madrastra se llama Rosa y no es idiota. Además, siempre me ha tratado muy bien.

—Eres un elefantito bueno: no muerdes la mano de quien te da de comer. Francamente, ya no estoy acostumbrada a este tipo de reacciones. Bueno, pues cuando Rosa te heredó era muy fácil para ella. Tengo entendido que adoraba a tu padre.

—Sería antes, mamá. Ahora, se llevan fatal.

He aquí una buena noticia. La cerda y el cerdo no funcionaban, pese a compartir la misma piara.

—Me gustaría conocer alguna relación que funcionase —comentó, fingiendo preocupación teórica.

Mentía: lo dijo con gran contento.

Tantos desastres sentimentales estaba viendo a su alrededor que sería curioso, en efecto, descubrir algún día una sola pareja que funcionara. En cualquier caso, no deseaba que fuese aquella. Y si no hay razón para dudar de la indiferencia que la guiaba hacia su marido, si hay motivo para preguntarse qué secretos resortes la impulsaban a celebrar la infelicidad, a desearla, en una relación que ya no le importaba. Puesto que todo había concluido, ¿no era más generoso y tranquilizador desear, como en la canción, que a cada uno le vaya bonito?

El alma humana reacciona mal ante los finales. Se guarda siempre un poco de odio donde ya no se recuerdan siquiera los restos del amor. Aunque en el caso de Imperia, la decisión fue suya y la responsabilidad también, la felicidad de su antigua pareja la había molestado profundamente. Esta felicidad, sin embargo, le hubiera dado a ella la razón: justificaba su abandono al colocar a su víctima en una situación mejor. La eximía del ingrato papel de verdugo. Pero, en última instancia, aquel papel no debía desagradarle completamente puesto que hallaba su mejor momento de felicidad al descubrir que aquella lejana, casi olvidada pareja, era tan desgraciada como llegó a serlo ella.

—No debes acordarte de cosas desagradables —dijo mientras acariciaba a Raúl—. Ya no estás en Barcelona. Y, si te despiertas tan tarde como hoy, dudo de que nunca llegues a estar en Madrid.

No le disgustó sentirse juguetona. Forcejeó con el niño hasta obligarle a incorporarse de medio cuerpo. Estaba a punto de arrebatarle las sábanas cuando descubrió una cómica expresión de horror en su rostro. Confirmó, entonces, que no llevaba los pantalones del pijama. Por supuesto, se había masturbado una vez.

La ingenuidad propia de los cuarenta y cinco años, que es la del que empieza a olvidar, no le permitió comprender que, a los dieciséis, una masturbación apenas es un aperitivo. Con tres ya se empieza a notar.

Raúl saltó de la cama y se preparó el baño con extrema solicitud. Era, en este aspecto, un pequeño sibarita. Había aprendido a masturbarse mejor entre aromas de espliego y burbujas de color rosa. Reincidió, aquel día de Navidad, en honor de un apuesto gafudo llamado Álvaro Montalbán. No otro había sido el depositario de sus dos orgasmos anteriores.

Al cabo de un rato, inauguró una costumbre destinada a cambiar por completo los desayunos de aquella casa. Empezó a poner sus discos repetidamente y a toda potencia.

Como homenaje a los poderes de Madrid, al niño le dio por la zarzuela. Si Merche Pili se habría decepcionado al comprobar que nunca oía a Michael Jackson, Imperia quedó desconcertada porque se había resignado a pasarse el día escuchando a la Callas y la Caballé, pero, en su defecto, se encontraba con el apartamento permanentemente inundado por el airoso Caballero de Gracia, la cachonda Menegilda, los desplantes retadores de la Susana a Julián, los consejos destemplados de la señora Rita y el bolero de Aurora la Bertrana.

Así iba alimentando Raúl los sueños de un Madrid que ya no existía, pero que guardan en el alma los aficionados a lo único. Y al pensar que, día a día, el niño descubriría los secretos de la ciudad que ella amaba tanto, Imperia deseó que pudiera regresar por unos instantes su juventud, para cogerla virgen de rincones, de edificios, de cielos y jardines. De cuanto fue llenando sus días con una intensidad que ya nunca podría volver.

En casos así, una mujer sensible tiende a sentir envidia de todas las cosas que a la juventud le queda por conocer. Envidia de los descubrimientos agazapados a cada esquina de la vida, de la sorpresa ante una tarde de lluvia, del primer agobio ante el azote de la canícula. Esa primera comprobación de que la ciudad cambia sus colores constantemente, que su ritmo es distinto a cada instante, que sus palpitaciones discurren en el tempo de una eterna juventud.

Trasladaba ahora a su hijo los sueños que estaba alimentando para la educación de Álvaro Montalbán. El sueño de irle descubriendo el mundo para redescubrirlo ella a su vez. Para abandonar su hastío permanente, su sensación de haberlo visto todo, y así contemplar con ojos nuevos, con la sensibilidad de otro ser, esas mil cosas que había ido asesinando, por demasiado asimiladas. Como aquel viejo clásico de Bergman que vieron juntos, pocos días antes. Como todo el teatro que podía descubrirle en los meses próximos. Como los libros que, al verse obligada a explicar, debería rescatar del olvido, asombrándose de que continuasen manteniendo su vigencia cuando la suya se estaba perdiendo ya, como se perdió lejos, muy lejos la animosa curiosidad por conocerlos.

Así encajaban en un mismo plano ese hijo que era un regalo —¿quién podía esperarlo, después de todo?— y ese desafío que se llamaba Álvaro Montalbán.

Se encontraba estableciendo aquella misteriosa complicidad, cuando el galán llamó desde Zaragoza. Y puso en su voz tan cálidos acentos que Imperia se lanzo a soñar.

—Cuento las horas que faltan para volver —decía él desde lejos.

Influida por los discos de su hijo, Imperia se permitió ser chulapona:

—¡Anda, que no tendrás tú alguna vampiresa por esos bares del Tubo…!

—Por el tubo pasarás tú, tentación. Para la Nochevieja me tendrás ahí. Empezaremos el año con un polvo que te durará el efecto hasta el dieciocho de julio.

—Pues con esto y la paga doble no sé si podré soportarlo.

Había colgado con un humor risueño, llena de un dinamismo que la llevó a realizar un sinfín de acciones innecesarias. Ordenó libros, arregló papeles, discutió con su hijo la distribución del altillo, incluso se atrevió a preparar una comida rápida, lo más antinavideña posible.

Terminaron el día de manera plácida: en bata frente al televisor y pasándose tres películas seguidas, dos de las cuales durmieron a pierna suelta, pese a que andaba Bette Davis en una de ellas y Robert Taylor en otra. ¡Muy flemático hay que estar para dormirse ante el genio y la apostura repartidas a partes iguales!

A la mañana siguiente, ya estaba Raúl desayunando y presto para lanzarse a todos los descubrimientos. Y, aunque Miranda se había ofrecido a acompañarle, supo que esto sería muy difícil no bien la vio aparecer con su uniforme habitual para entierros.

—¡Qué suerte, Imperia! Se ha muerto la hermana de Sun-chi, la prima de Adelaida, la que está casada con nuestra queridísima Olivia.

—¿Suerte por qué? —preguntó Raúl, mientras bebía su zumo de pomelo—. ¿Tan mala era esa señora?

—No, qué va, era una santa. Lo que pasa es que ha sido oportunísima porque esta semana no hay ningún entierro a la vista… ¿Te has fijado que entre Navidad y Reyes no se muere nadie? Claro, como la gente tiene tanto shopping por hacer.

Raúl protestó con vehemencia:

—Tía Miranda, prometiste enseñarme Madrid…

—Para esto no te hago falta yo, tesoro. Sales a la terraza y lo ves. Precisamente hoy hace un día precioso…

Imperia estuvo a punto de bañarla con zumo de tomate.

—Miranda, él no está hablando de ver una postal. ¡Está hablando de conocer Madrid a fondo!

—Me gustaría ir al Prado —insinuó Raúl, en tono meloso.

—Que te lleve Martín. Yo me lo sé de memoria.

Imperia le dirigió una mirada de total desconfianza:

—No te creo. ¿Cuántas veces has estado?

—Una. Pero no habrá cambiado tanto en veinticinco años. ¿No prefirirías ir a patinar con chicos de tu edad, niño?

—No, tía. Quiero ver el Prado. Y, después, el Guernika.

—¿Eso no está donde los vascos?

—No se refiere al pueblo, burra. Se refiere al cuadro.

—¡Ah, vamos, un cuadro! ¿En qué banco lo tienen? ¿A qué amigos hay que llamar?

Iba a descolgar el teléfono. Imperia se lo arrancó de las manos. Sentíase muy capaz de estrangularla con el hilo. Miranda se le adelantó, como siempre, con una de sus salidas:

—Oye, ¿y por qué no le lleva Susanita Concorde, que es decoradora? Esas siempre entienden de colores. A mí me puso unos verdes en el saloncito de juego que son una divinidad. Verdes como Tiziano.

—Serán azules como Tiziano.

—¿Es que ese Tiziano no ponía árboles?

Raúl había terminado de desayunar. Se estaba anudando las wambas y hacía gala de unos ánimos que asustaron a su presunta acompañante. ¡Le veía tan dispuesto a caminar!…

—Tía Miranda, vamos de una vez al Prado y así comprueba por usted misma lo de los colores.

—Yo no necesito comprobar nada. Yo pido un color y me lo pone Susanita Concorde. ¡A ver si por ahorrarle trabajo a ella tengo que ir a un sitio donde ya he estado! Sugiero, niño, que vayas con Martín. Él sabe mucho de pintura, porque su novio es carnicero.

Como no era caso de seguir los extraños vericuetos que podían relacionar a un carnicero del barrio de la Latina con la pintura de Velázquez, Imperia ordenó a Presentación que bajase en busca de Martín. Pero antes quiso asegurarse de que Miranda no saldría con alguna de las suyas.

—¿Puedes jurar que no necesitas a Martín? —preguntó, en tono definitivamente amenazador.

—Lo juro por tu salud. Yo puedo ir a pie perfectamente. A veces conviene. Te pone en contacto con el resto de los humanos, muchos de los cuales van a pie. De donde el nombre de ciudadanos de a pie, que no es lo mismo que ciudadanos de a Rolls. ¿No es verdad, Imperia querida?

—¡Es la hostia, Miranda mema! —gritó la otra.

Llegó Martín, con la gorra en la mano y sus blancos cabellos torturados por un exceso de gomina. No tardó en apreciar que Raúl, con sus vaqueros ajustadísimos y su chaqueta de cuero negro, podía llegar a obtener un notable éxito en los madriles. Otros, con menos posibilidades, han dado mucha guerra a más de un señor de postín.

Ordenó Miranda a su todo terreno que se pusiera a disposición del señorito.

—Yo encantado. El señorito me cae muy bien.

Intervino entonces Presentación, que ya tenía su opinión formada sobre Martín y estaba empezando a formarse una parecida sobre el niño Raúl.

—¡Ay, ay, ay…! —proclamó con inconfundible retintín.

—¿Qué significa ese ay, ay, ay? —inquirió Imperia, severa.

—Pues significa «ay, ay, ay». Y a quien le pica, señora, es que ajos come.

Ya en el coche, Raúl tomó asiento junto a su guía. Le inspiraba confianza, además de diversión. Le hablaba con una franqueza que favorecía el compadreo.

—¿Tiene algún antojo especial, juguete?

—Yo quiero ver arte.

—Será redundancia, prenda.

—¿Por qué lo dice?

—Porque entre el arte que usted tiene y el que le salga al paso, si esto no redunda, que baje Dios y lo vea.

—¡Qué castizo es usted! ¡Qué madrileño!

—Con decirle que me querían para doble de Lina Morgan y tuve el valor de decirles nones.

—¿Y eso?

—Pues que el teatro resulta peligroso para un chico formal. ¡Termina tan tarde la sesión de noche!… Y, además, que mi novio me dijo: «Te metes tú en lo del cuplé y te arreo un sopapo que vas listo». De modo que así están las cosas: la maravillosa Lina sin doble para un apuro y yo de chauffeur para llevarle a usted a las Vistillas y hasta el cielo, si me lo pide.

—¿Por qué al cielo?

—Para que salude a sus hermanos gemelos, los angelitos.

—No diga usted esas cosas. ¿De qué voy a tener yo cara de angelito?

—Mismamente. A su lado, el ángel de la Guarda es un punki de Vallecas.

Ante tantos requiebros, Raúl sintióse autorizado a suponer que hablaban el mismo lenguaje. Y, aun así, tragó saliva al preguntar:

—¿Existe en Madrid algún sitio donde bailen hombres con hombres?

—Mariconeo, vamos.

—No es eso exactamente. Quiero decir un sitio donde un hombre saque a bailar a un chico soltero y después le bese y le desnude en un rincón y le viole.

—Pues esto es mariconeo, aquí y en San Sadurní de Noya. Para que vea que chapurreo el catalán se lo digo.

—¿Puedo hacerle una pregunta, indiscreta?

—¿Indiscreta yo?

—Usted no. La pregunta.

—Pues ponga usted la coma en su sitio, niño. Y una vez puesta, pregunte.

—¿Usted es homosexual, por un suponer?

—Por un suponer, no. Por un afirmar, yes.

—Es que me lo había parecido.

—¡Siempre se ha dicho que los catalanes son unos linces!

—Me considero muy afortunado al entablar amistad con usted porque, ¿sabe?, homosexuales, lo que se dice homosexuales, nunca había conocido ninguno.

—¿Y cuando se mira al espejo qué le sale? ¿El John Wayne?

—Me salgo yo, pero yo no me sirvo porque lloro mucho de verme tan desahuciadito, que no tengo un mal amor ni nadie que me acaricie y pronuncie mi nombre. (SNIFF).

—¿Y quién le gustaría que lo pronunciase, si puede saberse sin que salga de este Mercedes?

—A mí, por un suponer, casi casi me gustaría ese amigo de mamá. El de las gafas, quiero decir. Don Álvaro, vamos.

—Estoy para echarme a llorar yo también. Porque ese don Álvaro no le conviene a usted. Y no digo más que lo que digo.

—Pues tampoco ha dicho tanto.

—Yo me entiendo y bailo solo.

—Yo también. De esto me quejo. Pero viendo que no se hace usted recipiente de mis cuitas, creo que lo mejor es que lo hable con mi madre.

—Le mentará usted la soga en casa del ahorcado.

—¿Y eso qué significa?

—Que pregunte, monada, que pregunte. Y si tiene que llorar, llámeme, que le prestaré un pañuelito de encaje para sus lágrimas.

SI BIEN LE DIVERTÍA, el repertorio chulapón de Martín no tardó en revelarle sus limitaciones. Al segundo día, comprendió que la mariconada termina en la mariconada, y, después de varias conversaciones del estilo de la anterior, prescindió de la compañía y se retrepó en sí mismo, como había hecho siempre, en cualquier caso. O como se había visto obligado a hacer.

Una vez se decidió por el turismo de la soledad, no quiso asimilar la ciudad de un solo trago. Si estaba en su destino vivir en ella, mejor ir descubriéndola poco a poco, creándose hábitos en cada rincón, fomentando recuerdos para el futuro, construyéndose una urbe mental que, mucho tiempo después, le gustaría evocar. Nuestro gentil adolescente era tan ingenuo como para pensar que el recuerdo sería una experiencia agradable. ¡Dichoso él que todavía no había descubierto la miserable roña que se esconde en la esencia misma de la memoria!

Por un momento, pensó que aquellos paseos en soledad no serían eternos. No tardaría en hacer amigos, eso seguro. Siempre le dijeron que tenía una especial capacidad para ganarse a la gente. No era menos cierto que la tenía para perderla una vez ganada. ¿A qué engañarse? Con sus hipotéticos amigos de Madrid sucedería como siempre ocurrió con los de Barcelona: no tardarían en percibir que él era diferente. Ni siquiera podría culparlos. Era su propia condición la que le llevaba al aislamiento.

¿Podría romperlo cuando empezase sus clases en cualquier instituto de lujo, rodeado de compañeros desconocidos? La incógnita quedaba abierta. Por ello, el comienzo de las clases se le presentaba como una incógnita que ya era urgente desentrañar.

Y, de nuevo, el pesimismo.

Sus nuevos amigos actuarían de buena fe; pero, normalmente, no basta con temerla. Empezarían por proponerle experiencias que le eran ajenas: vertiginosas carreras en moto, horas brincando en una discoteca, mudez total ante una avalancha de músicas ensordecedoras, mediasnoches vagando de bar en bar, madrugadas consumiendo litronas, charlas vacías con chicas presumidas y todas aquellas cosas que, siendo las propias de su generación, le distanciaban completamente de ella.

Era muy posible que, en Madrid, su tónica fuese también la soledad, si no llegaba el amor. ¡Hermosa máxima, pero no necesariamente aplicable a su nueva ciudad! En todas partes es la soledad si no es el amor. Y si este no llegaba, glorioso y fértil, era mejor no forzarlo. Casi todas las óperas que le gustaban se lo habían enseñado así.

Llevado siempre por la exasperación de aquel sentimiento, susurraban en su mente las notas del Vissi d’Arte, mientras recorría aquella traviesa coctelera que es la geografía de Madrid, bajo aquel almanaque de las mutaciones que son sus cielos siempre dispares, siempre hermosos. Los caprichos del clima ponían bajo sus pies infatigables un continuo despliegue de la variedad. Las metamorfosis del tiempo se reflejaban en el asfalto, el medio que mejor le definía. Los charcos de la lluvia invernal, la sequedad resquebrajada del verano, las alfombras de hojarasca que indicaban la precipitación del otoño, todo eran formas de la mutación que él percibía como una cámara dedicada a fotografiar las profundidades del mundo a vista de pájaro. Mirando siempre al asfalto, mientras caminaba, permitía el libre curso de sus meditaciones, decididamente inclinadas a la fantasía. Y al levantar la vista quedaba aplastado por la monumentalidad de los edificios. Algunos eran demasiado ostentosos, otros excesivamente imponentes, los de más allá fascistoides, todo lo contrario de lo que necesitaba para conmoverse. Pero en tanto que impactos visuales, resultaban imprescindibles para imponer en su ánimo la idea de capitalidad.

Así transcurrían sus paseos, pensando en la posibilidad de nuevos amigos, pero sin añorarlos todavía, porque en aquellos días sólo le interesaba coleccionar todos los instantes de su incipiente relación con la ciudad nueva.

Pero le entristecía asistir cada tarde al teatro y no tener, en la butaca vecina, a nadie con quien comentar la obra; no disponer del compañero ideal con quien departir en el intermedio, cuando deambulaba a solas por el vestíbulo con una Coca-Cola en la mano, observando distraídamente las fotos de los actores, leyendo una y otra vez las pomposas presentaciones del programa. Y como todavía quedaban unos minutos para el comienzo del segundo acto, permanecer en un rincón, suspirando, con las manos cruzadas, mientras los ojos divagaban sobre los distintos grupos que hablaban animadamente, comentando el dispositivo escénico, la vigencia del texto o el trabajo actoral.

Después, los paseos por las calles del centro contribuían a aumentar su sensación de soledad. Para combatirla, recurrió a un subterfugio que, de momento, pudo servirle. Por ser su soledad tan joven como él mismo, por haberla elegido, tenía un sabor agradable, algo parecido a un rescoldo que a veces desembocaba en la tristeza también. Entonces no se sentía desgraciado, porque esa tristeza tan joven le acogía en sus brazos con infinita ternura, no hiriéndole, sólo aconsejándole que esperase; porque la tristeza, cuando es amiga, todavía aconseja en lugar de mandar. Especialmente cuando se tienen dieciséis años y todo está por descubrir.

Quedábase a veces parado como un bobito, contemplando el ir y venir de las multitudes, el centelleo alucinador de las luces, el bocineo de los coches mezclados con el trasiego de villancicos que, superada ya la Navidad, proclamaban la inmediatez de la Nochevieja. Y pensaba él «Any nou, vida novat» y recordaba que, de niño, en días como este, su abuelo le llevaba a la Rambla para que descubriese entre la multitud al «home dels nassos», es decir, aquel sujeto misterioso que presumía tener tantas narices como días tiene el año. Y como él era un niño muy ingenuo, nunca supo descubrir que al año sólo le quedaba un día y, por tanto, todos los transeúntes de la Rambla podían ser aquel hombre tan mítico, en quien llegó a soñar.

Pero ya no era así en el bullicio madrileño. No había un solo rostro, eran miles de sonrisas abiertas a las expectativas de la novedad. Surgían a manadas aquellos seres: salían de los comercios, de las bocas del metro, de todos las calles que se esquinaban unas con otras, formando ovillos tumultuosos, llenos a su vez de apabullantes multitudes. Recorría así ese tráfico humano de Madrid, que un catalán siempre ha de encontrar exagerado, cuando no demencial. Y era de tal magnitud aquella demencia colectiva, que acababa por engullirle, deparándole la posibilidad de continuar preso de su agradable sonambulitis, ahogando su voluntad en la insólita delicuescencia del ir transcurriendo. El verbo flanner traducido por «soñar». Una traducción tan decididamente madrileña que era totalmente equivocada para ser, al final, el colmo de la exactitud. Pasear, dejar transcurrir el tiempo, dejarse engullir, avanzar soñando… rêver Madrid, hélas!

Aquel niño adorable presentía que se enamoraría rápidamente de Madrid y que el año 1990 se enamoraría de él. ¡Tenía tantos deseos de que llegase aquel año que le tomaría como amante en aquella ciudad abierta, que estaba dispuesta a adoptarle como su elefantito preferido! Aquella ciudad, aquellas luces, que verían sus pasos guiados por un atlético gafudo llamado, en sus sueños, Álvaro Montalbán.

Así se presentó, llena de excelentes auspicios, la velada de Nochevieja. Y Madrid se entregó por entero a sí mismo, dispuesto a arrasar.