NO TODOS LOS LUNES tenían un inicio tan trechero. El de Imperia era más de diseño. Un despertar escueto, lineal, con primeras decisiones extremadamente prácticas. A toda velocidad, sin ningún riesgo, con todo a punto. Ni un buen humor ni un mal humor, ni una sonrisa ni un sesgo de pesar. Un gris intenso. En cuanto al sentir poético, nada más lejano. Era una profesional. Y el lunes es el día en que las profesionales renacen de sus cenizas. La perspectiva de una semana a tope exhorta a la acción, pero no a lo imprevisto. Se requiere tiempo para planificar. El lunes, con la semana todavía indecisa, es el día que mejor se presta al planning.
Mientras desayunaba lo mínimo que permite la prisa dio por concluida la tregua del fin de semana y pasó a los mensajes recogidos en el contestador. Sonaba la voz de Miranda Boronat, indignada:
—Informe de tu espía preferida sobre el Montalbán de marras. Siento decepcionarte, pero de este no vas a hacer nada bueno. No le interesa la cultura argentina, que es la más cosmopolita del mundo. Además, vive obsesionado por las putas de la peor estofa. ¡Qué asco me da, Imperia, qué asco me da!
Imperia no quiso escuchar más. Fue una pena. De hacerlo, habría encontrado un recado urgente de Martín comunicándole que entre la llamada de Miranda en la madrugada del sábado hasta ese lunes en que su mensaje era escuchado, la señora había vuelto a beber. Para ser exactos: la habían encontrado completamente borracha.
Desconociéndolo, fue la propia Imperia quien se acusó a sí misma de beoda al pensar en aquel ser despreciable cuya descripción acababa de hacer Miranda. «¡No le interesa la cultura argentina!», gritó para sí. En realidad, no podía reprochárselo. Buscó otra excusa: «No voy a hacer nada bueno de él». Tampoco era motivo: al fin y al cabo todavía no habían empezado. «Vive obsesionado por las putas de la peor estofa…». ¿Justificaba aquella acusación su repentino desprecio? Este era exactamente el problema. La existencia de aquellas señoritas en la vida de Álvaro. Y, en tanto que problema, no dejaba de martillar en su cerebro mientras se dirigía al parking y se instalaba en el Jaguar, trepidando de furia. Tanto que no acertaba a dar con la marcha adecuada.
—¡Repugnante! ¿Cómo puede ser capaz de engañar de esta manera? Con esa sonrisa de borreguito asexuado no es más que un despreciable crápula.
El tráfico aparecía mucho más despreciable de cuanto pudiera ser nunca Álvaro Montalbán. El tráfico acosaba por todos los lados, impedía cualquier acción, terminaba aplastando, precipitando a los nervios hasta sus límites más frágiles. Ni siquiera los adornos navideños, que atravesaban las calles por encima de su cabeza, podían distraerla de su enojo. Podía ser el propio de recobrar la salvaje agitación de la urbe tras la apacible tregua del fin de semana, pero también el que se derivaba de sentirse engañada en puntos que, por otra parte, no tenía derecho a prefigurar.
¡Un error propio de mitómanos en una mujer que, durante toda su vida, sólo había acertado a mitificarse a sí misma!
Los supuestos apetitos de la fiera erótica representada por Álvaro Montalbán la sumían en un mar de indecisiones. A medida que se iba apaciguando, alcanzó una conclusión: no podía despreciarle como hacía Miranda, eso equivaldría a renegar de sus principios, pero le estaba aborreciendo a causa de algún principio recientemente adquirido y que todavía no era capaz de dominar.
¡Extraño, innovador principio que se llamaba simplemente Álvaro Montalbán!
LLEGÓ A LA FIRMA ECHANDO CHISPAS. La secretaria Merche Pili, vestida de rosa en todas sus partes, supo que el día se presentaba tormentoso. Se lo comunicó en sordina a su ayudante, la subsecretaría Encarnación, solterona como ella y tan televisiva, si no más.
—Hoy nos tocará ir de cabeza —dijo Merche Pili—. Prepara tila en abundancia y escóndete cuando empiece a arrojar objetos. Yo ya estoy acostumbrada. Tengo mi ejemplo de resistencia en santa Genoveva de Bravante.
Imperia se entretenía dando vueltas alrededor de su mesa, signo inequívoco de que algo podía estallar de un momento a otro. Pensaba Merche Pili que la jefa no habría tenido suerte durante el domingo. Olvidaba que todos sus domingos eran afortunados. Cuanto menos, lo fueron antes de que llegasen a sus manos las fotografías de Álvaro Montalbán.
—¡Cerdo incivil! —iba rugiendo ella—. ¡Putero indigno!
—¿Mande? —preguntó la secretaria, ruborizándose.
—No iba por usted, querida. De hecho, nada de lo que hoy suceda va con usted. Espero que sabrá perdonarme cualquier agresión…
Merche Pili se limitó a desear que no fuesen agresiones de tipo físico. Acto seguido se apresuró a tomar los dictados de Imperia sobre asuntos concernientes a la folklórica. Pero Imperia no parecía atenta. Los despachó rápidamente, sin poner interés. Acto seguido, se encerró en un silencio, profundo y amenazador. Lo interrumpía de vez en cuando pronunciando el nombre de Álvaro Pérez. Comprendió Merche Pili que el fulano no le caía demasiado bien. Le había invocado como quien habla de un leviatán…
A media mañana tenía reunión de trabajo con los encargados de estilismo. Profesionales capaces de convertir una ternera leridana en una vaca sagrada de Benarés, cargada de adornos y adorada sin rechistar por miles de idólatras sin capacidad de decisión.
De eso se trataba, al fin y al cabo: de que nadie pudiera ver a Álvaro Pérez como algo ligeramente distinto de lo que iba a salir de aquel despacho aquella misma mañana.
Inmaculada llegó la primera, esta vez sin el story-board de los fumadores. En su lugar, llevaba los primeros diseños sobre distintos tipos que pudieran adecuarse al nuevo Álvaro Montalbán. Imperia sonrió con cierta dosis de malignidad. Reducir a un macho a la simple categoría de un retrato robot era una manera de domar su orgullo. ¡Si las conquistas de aquel palurdo pudieran ver cómo jugaban con su personalidad dos mujeres inteligentes, a buen seguro que acabarían riéndose de él en sus narices!
Como de costumbre, Inmaculada empezó inmiscuyéndose en sus asuntos sentimentales. ¡Y todavía pensaba que estos se limitaban a la llegada de su hijo!
No era extraño: también lo suponía la propia Imperia.
—Me temo que el niño tiene las ideas muy definidas. Lo supe ayer, discutiendo la decoración de su estudio con Susanita Concorde.
Inmaculada la miró con expresión perpleja:
—¿Susanita, dices? ¿A qué hora hablaste con ella?
—A media tarde.
—Esta mañana la han internado a causa de un empacho.
—Me lo temía. Demasiado lechoncillo, sin duda.
—Peor. Después del lechoncillo, se fueron de resopón a una marisquería. Se tragó tres langostas.
Imperia no tenía demasiado tiempo para sacar lecciones sobre los castigos de la gula. Se limitó a decir:
—Esto retrasará la decoración del altillo y mi hijo está al caer… Tendré que colocarle provisionalmente en el cuarto de huéspedes.
Ordenó a Merche Pili que se interesase por el estado de salud de la más gorda entre todas sus amigas. También mandarle las rosas de rigor. Tipo enfermita, sin más.
Llegaron los estilistas. Ton era el moreno; Son el rubio. Los dos vestían igual, y también eran idénticos sus accesorios, todos propios del pijerío. Coincidían en elementos tan recientes en la coquetería masculina como el perfume picantón, el lunar en la mejilla, el clavel reventón en la solapa, el chaleco floreado, las gafas Cartier —una para cada uno— el anillo de ágata y el pañuelo estallando en el bolsillo de la americana como una coliflor estampada de damascos. Por lo demás, parecían gemelos: corta estatura, entecos en proporciones, refinados en todos sus ademanes y con enormes cabezas en forma de huevos de Pascua.
—A tus enteras órdenes, Ton y Son, mujeruca.
Depositaron sobre la mesa un montón de figurines, al tiempo que examinaban los diseños de Inmaculada. Ante alguno de los proyectos del nuevo Montalbán se pusieron a gritar, muy exaltados.
—¡Quién lo pescara! —dijo Ton.
—¡Quién lo pescó! —dijo Son.
Y canturrearon los dos al unísono:
¡Quién ha de pescarlo
bien que lo sé yo!
—¿Queréis dejar de hablar sin ton ni son? —gritó Imperia.
—Sin ton ni son no puede ser, pues este es Son y yo soy Ton.
—Y Son y Ton has de tener si quieres vestir bien a ese cabrón.
—¡Silencio ya! ¡Acabaré como una loquera, con tanto demente a mi alrededor!
Se pusieron de repente tan serios que parecían fúnebres conserjes de la City.
—Pensemos en los trajes —dijo Ton.
—En ciudad, ni un capricho —sentenció Son—. Y en el campo los menos. Campo y esport suelen ser lo más traicionero para la elegancia masculina.
Intervino de nuevo Ton, con acentos de árbitro severo:
—Querida, debemos trabajar sobre seguro. Pasar del gris a la invención es un riesgo. Absténte de experimentos. En un hombre de negocios mandan la seguridad y la concisión de ideas.
—Sea como sea, no le quiero con traje gris —dijo Imperia.
—Cierto que no conviene. Lo gris ha dejado de vender. Hace viajante de comercio.
—Desde luego, nada de blazer para ciudad: algunos banqueros han agotado el tipo. El blazer para el yate, y aún con gorra, polo y pañuelo al cuello.
Observó Ton con desprecio algunos diseños, excesivamente informales:
—Nada que huela a yanqui moderno, por supuesto. Ni college boy ni nerd. Ni Robert Redford ni Woody Alien.
—Pues quedará fuera de moda —alegó Inmaculada.
—Mejor. La moda ultimísima es para las profesiones liberales y los horteras. Ellos pueden arriesgarse a la imaginación. Un hombre elegante ha aprendido a domesticarla.
—Un verdadero señor debe encontrar un estilo y anclarse en él.
—Entre el príncipe de Gales y Cary Grant.
Imperia permanecía pensativa. Al cabo, dijo:
—Sigo pensando que debería demostrar imaginación.
—Pónsela en el pelo. Lo veo todo echado para atrás. Esa frente magnífica tiene que estar despejada. En las fotos que se le note siempre la mandíbula. Es muy atlética.
—¿Engominado?
—¡Jamás! Hace tanguista o chulo de travestidos. El pelo bien libre. Piensa en el Gary Cooper joven. Alguna greña audaz, pero cortas y pocas. Significa signo de independencia.
—Ropa interior muy sexy —dijo Son, con los ojillos echando chispas.
—¿Y eso, según tú, no queda muy hortera?
—No debería. Por el contrario, la veo imprescindible para que él se sienta poderoso hasta en su intimidad. Es bueno que se le marque el paquete. No queda en absoluto elegante, pero le dará algo en que confiar.
—¿Camisas?
—Siempre popelín y algunas de seda. La mitad lisas. La otra mitad colores muy discretos y puños y cuello blanco. Por supuesto, nada de rayas. Las llevan sus subalternos hasta el abuso. No debe sentirse igual que ellos. Por supuesto, ni pensar en camisas de manga corta.
—¿Polos?
—Inevitablemente. Pero sólo en el campo o en esport, como los ingleses.
—¿Corbatas?
—Seda natural, siempre. No excesivamente formales. Debería dar la impresión de que se las compra en las duty free shops de los grandes aeropuertos internacionales. Un hombre importante puede tener un momento para compras entre avión y avión. En cambio es prácticamente imposible que disponga de un minuto para desplazarse hasta Serrano a elegir corbatas. A todo esto, prefiero el nudo Windsor. Con este cuello tan poderoso, un nudo pequeño quedaría ridículo.
Decidieron continuar en otra ocasión. Faltaban elementos imprescindibles, como los zapatos y el color y calidad de los trajes, pero el mediodía se estaba echando encima.
Antes de abandonar el despacho, preguntó Ton ante la mirada atenta de Son:
—¿Has elegido sus lecturas?
—Pienso ocuparme personalmente de ese asunto.
—Olvídalo. Hoy en día nadie tiene tiempo ni para abrir una enciclopedia. Hay algunos manuales cortos que sirven para el caso. La serie «El entendido en…» alberga todas las disciplinas. Contienen todos los tópicos de conversación necesarios para dar el pego. Para citar un estilo, dejar caer unos cuantos nombres…
—Insisto: esa cuestión me pertenece a mí.
Sonrió Son a Ton y Ton a Son.
—Una última pregunta: ¿cuál es tu color favorito?
—El rojo. Pero mis gustos no intervienen para nada.
—Sí, mujer —dijeron los dos a coro—. ¡Para encargarle los preservativos!
Les trató de groseros, imbéciles, ridículos y, como era de esperar, de machistas.
Pero Ton y Son salieron del despacho dando saltitos y silbando alegremente la marcha de El puente sobre el río Kwai.
YA A SOLAS, Imperia se entregó a su calvario particular, la duda que la alienaba respecto al proyecto que tenía entre manos. «Estoy trabajando para un ser que me repugna. Que le manden los retratos robot en cualquier caso. Que se mortifique, que ceda, que sufra intensamente viéndose manipulado. ¡Cómo he de reírme cuando toda su palurdez se ponga en acto de combate! ¡Seguro que me contestará entonando una jota!».
En aquel momento entró Merche Pili, visiblemente conmocionada como siempre que anunciaba llamadas del corazón:
—¡Es él, Imperia, es el niño!
—¡Un poco de respeto! Querrá decir don Álvaro Montalbán.
—No, señora, su niño de usted; el pequeño, indefenso, casi patético niño Raúl.
Y fraguó una lágrima mientras Imperia se daba en la frente con la palma de la mano. «¡Es lo que se llama una transferencia con muy mala sombra…!». Y en voz alta, a la enternecida Merche Pili.
—Hablaré con él. Quiero saber de una vez cuándo se digna llegar.
—Gracias, gracias en nombre de ese angelito. ¡Qué buena puede usted ser cuando no le da por parecerse a Alexis Carrington!
La cultura televisiva de Imperia Raventós alcanzaba hasta Joan Collins. Se sintió decepcionada por no representarla del todo a ojos de aquella cursi.
La voz del niño Raúl sonó, cantarina, al otro lado del hilo:
—Llego el día veintidós a mediodía. Tengo el billete y todo. He tomado un vuelo regular para no arriesgarme a perderlo. Si me quedo en tierra y tengo que ver otra vez el rostro de papá me pego un tiro.
Ella sintióse sincera al decir:
—Me alegro mucho. Estoy deseando verte. Será una Navidad muy divertida.
Insistió el niño en el asunto de sus figuritas de Belén.
Imperia luchó por convencerle que entre montañas de corcho, edificios y figuras necesitaba un equipaje que podía aprovechar para cosas más importantes. Después de todo, se trasladaba con la casa encima, como los caracoles.
El niño cedió en su empeño para alivio de la madre, que acababa de imaginar su magnífico mobiliario lleno de musgo, serrín y nieve de talco.
—¿Pero tendremos árbol? —insistió él—. Piensa que una Navidad sin árbol es Navidad de chabola.
Se lo prometió. Una vez colgado el auricular, dirigió la mirada a Merche Pili, que seguía en un rincón, con el pañuelo empapado.
—Perdone, Merche Pili, ¿se le ha muerto a usted alguien?
—No, por Dios. Es que estoy conmovida al pensar en ese niño…
—Sabrá usted que no llega de un hospicio. Está muy lejos de ser Oliverio Twist. Para ser exactos, llega de una casa rica, bien cuidado y alimentado por un padre, unos abuelos… y una madre.
Lo dijo con cara de asco, pero lo dijo.
—Esa madre no era su madre y usted lo sabe. Por las conversaciones que he tenido con él, ese niño está deseando que la madre que esté con él sea su madre y no una madre que no es su madre, ¿comprende usted?
—Comprendo pero no invento. La madre soy yo, pero no le he visto más de cinco veces en toda mi vida. Lógicamente, no puedo improvisar un afecto.
—Pero a usted le ocurrirá lo que a June Loris en El pecado de una madre. Ella se parecía un poco a usted: autosuficiente, emancipada, bella… No creía en los sentimientos hasta que conoció a su hijo… ¡aquel pobre niño rubio que también salía en El perdón de los hijos! ¿Recuerda que el angelito era paralítico y lo cuidaba su abuela, aquella negra tan negrísima a quien vimos hace dos temporadas en Los padres de la culpa?
—Siento desilusionarla. En mi familia nunca hubo ningún paralítico, por supuesto nadie tiene una gota de sangre negra y no ha habido ningún niño rubio… Quiero decirle con todo esto que nada en la llegada de Raúl predispone al melodrama…
—Y, sin embargo, esa sangre es su sangre, Imperia. Ese cuerpecillo indefenso salió del suyo… ¡Dios mío, no puedo contener las lágrimas!…
—Si consigue calmar sus emociones más primarias le haré un encargo que sin duda le gustará… Necesito un árbol de Navidad para mi hijo… y ¿quién adorna los mejores árboles de Madrid?
—Servidorcilla —gritó Merche Pili, casi histérica—. En lo de colgar bolas no me gana ni el mejor escaparatista.
—Serán las únicas bolas que habrá visto en su vida…
—¿A qué se refiere?
—No me haga caso. Una broma, cuando hay que explicarla, deja de tener gracia. Busque un buen árbol y que me lo lleven a casa…
Salió Merche Pili dando saltitos de alegría. Los interrumpió no bien hubo cerrado la puerta tras de sí. Una expresión de extrema gravedad apareció entonces en su rostro. Una gravedad que se parecía al despecho.
Se acercó a la mesa de la subsecretaría. Sólo entonces se atrevió a extravertir el verdadero contenido de sus emociones:
—Ese niño nos vendrá de perlas, Encarni. Con su presencia contribuirá a humanizar a esa perra sarnosa.
—Lo dudo. Esa no se humaniza ni en el momento de la extremaunción. ¡Mala puñalada le den!
—Paciencia. A cada puerco le llega su San Martín. Y esas malas pécoras a la larga pagan. Yo te digo que este niño nos lo manda Dios. ¡Por fin podremos descansar tranquilas!
Pero la Encarni pensó si no sería más rápido y práctico ir clavando alfileres en una foto de Imperia y meterla, después, en la nevera.
EL BOSS LLEGÓ TAN TARDE que ni siquiera había solicitado verla. Pero ella quiso darle un besuqueo antes de salir para el almuerzo.
Tuvo que abrirse paso entre los montones de cajas forradas de Navidad que abarrotaban su despacho. No le fue difícil distinguir las mejores marcas procedentes de los mejores comercios. Fiel a sus principios, Eme Ele convertía la Navidad en un exuberante catálogo de lo más selectivo para los más selectos.
—Estoy con los regalos de los principales clientes… —dijo al recibir el beso de Imperia.
—Se te va un pastón, por lo que veo.
—Suelen revertir en más pastón todavía… Por cierto, he sabido del éxito de tu Álvaro Montalbán entre las damas. Al parecer ha dejado el gallinero alborotado.
A Imperia le desagradaba profundamente que su trabajo se convirtiera en cotilleo. ¿Fue esta la causa real de su repentina indignación?
—No sé a qué te refieres. ¿Quiénes son esas presuntas?
—Tú sabrás. Si hasta yo me he enterado, es que algo habría. Pero creo que Perla de Pougy anda enloquecida con nuestro tiburón.
—¿Quién te lo ha dicho?
Eme Ele vaciló un momento. Estaba improvisando. Por fin, acertó a decir:
—Adela, por supuesto. Me lo contó mientras tomábamos el desayuno.
—¿De dónde lo sacó ella?
—No lo sé con exactitud… —Imperia no lo notaba, pero seguía buscando respuestas de emergencia. Al fin, acertó a decir—: ¡Claro! Al parecer habló con Miranda.
Sin proponérselo, el hombre marca había vertido unas gotas de veneno. Como suyas, eran high quality.
Imperia le dejó con la palabra en la boca. De regreso a su despacho tuvo la tentación de arrojar algo al suelo. Recapacitó un instante: nunca fue su estilo. En su defecto, descolgó su línea directa y marcó ella misma el teléfono de Adela. No quería pasar por secretarias ni oídos de centralita. Su inquietud, su indignación eran secreto de sumario.
Adela de Eme Ele le pareció somnolienta y no del mejor humor. Ella prescindió de tantos detalles y fue directamente a la pregunta: qué le había contado exactamente Miranda sobre el éxito de Álvaro Montalbán entre algunas señoras de Madrid.
La voz de Adela sonó extrañada:
—No sé de qué me hablas. Hace un mes que no he visto a esa loca.
—Eme Ele acaba de decirme que salió de ti.
—Tampoco he visto a ese cretino en todo el fin de semana.
Repitió lo que ya le había contado tres días antes, al salir del vernissage. Insistía en su deseo de que Eme Ele tomase la decisión de terminar de una vez. «Que cargue él con los remordimientos», volvió a decir. Pero ante lo ya sabido, Imperia continuó con su obsesión particular:
—¿Puede ser él quien haya estado viendo a Miranda?
—A él le han visto esquiando en Baqueira. Al parecer utilizó el avión privado de ese banquero que le sirve de alcahueta. Tú sabrás si Miranda estaba allí.
Decidió averiguarlo por su cuenta. Se despidió rápidamente, después de concertar cita para un almuerzo. A continuación, marcó con pulso agitado el número de Miranda.
Salió la voz de Martín, solemne como de costumbre:
—This is miss Boronat’s home and garden and architectural digest. Who is talking?
—Cambie el tono, Martín, que soy de la familia. ¿Puedo hablar con la señora?
—La señora duerme plácidamente, doña Imperia.
—Entonces no la despierte. Sin duda estará zombie. Llegaría muy tarde de Baqueira…
—Está usted en un craso error, doña Imperia. La señora se ha pasado todo el fin de semana durmiendo… Y si usted me lo permite, yo esperaba su llamada de usted para que me ayudara en esta embarazosa situación.
—¿Podría ser más específico, Martín?
—Fui el colmo de la especificidad en el mensaje que me permití dejarle en el contestador comunicándole mi angustia y la de esas dos mulas que tengo por ayudantes.
Se refería indudablemente a Sergio y Román, a quienes detestaba no sabemos si por demasiado guapos o por excesivamente jóvenes.
—Usted sabe que no atiendo ningún mensaje durante el fin de semana. Dígame de una vez qué ha ocurrido.
—La señora ha vuelto a beber.
—¿Qué entiende usted por beber?
—Entiendo dos botellas de chinchón y media de orujo, así por lo bajo. Hablando en plata: encontramos a la señora borracha como una cuba el sábado por la mañana. Se ha pasado dos días dormida musitando rancheras y corridos mexicanos.
—Pasaré a verla esta misma tarde. Me urge hablar con ella.
Al colgar, se permitió un cigarrillo. No estaban los nervios para formalidades. Quedó apoyada en el sillón giratorio, con las manos entrecruzadas y la mirada perdida más allá de los cristales que hacían las veces de pared. Sobre los edificios más altos de la capital aparecía una neblina gris, que envolvía la mañana en un nimbo fantástico, como imágenes que estuviera soñando, imágenes alejadas de cualquier percepción real.
Resonaban en sus oídos las alusiones a la vida galante de Álvaro Montalbán. Algo había dicho Eme Ele sobre Perla de Pougy. Algo que ligaba con el mensaje de Miranda en el contestador. Pero Perla de Pougy no era una puta, cuanto menos no una profesional. Se limitaba a ser ninfómana y, además, de buen tono. Todo el mundo excusaba sus tendencias atribuyéndolas al hecho de ser francesa. Después de todo, en el refinamiento francés el sexo se limitaba a ser una fiesta galante. Perla de Pougy era, pues, una mujer galante, si bien lo suficientemente activa para satisfacer a la vez a siete fornidos paracaidistas. ¿Qué no sería capaz de hacerle a un galán como Álvaro Pérez?
Cuando Inmaculada vino a buscarla para almorzar, llevaba consigo nuevos bocetos del futurible Montalbán. Ninguno era descabellado, pero Imperia se rio de cada una de ellas, golpeando la mesa con las cartulinas.
—¡Así me gusta! ¡Cuanto más le ridiculicemos, mejor!
—Perdona, guapa, pero ridículo estará tu padre. Si te fijas bien, este boceto presenta a tu Alvarito como un nuevo Cary Grant. Una greñita sobre la frente, como quiere Ton, el traje cruzado, como quiere Son y ese hoyuelo en la barbilla que el cliente aporta por su cuenta… ¡Y qué cuenta, niña, qué cuenta!
Imperia apartó los bocetos de un manotazo.
—¡Repulsivo, completamente repulsivo! Anda, llévame a almorzar que estoy que trino.
Inmaculada pensó para sus adentros:
«Algunas mujeres, cuando les viene la regla, harían mejor no moviéndose de casa».
MIENTRAS CONDUCÍA HASTA LA CASA de Miranda seguía pensando que reducir a un macho a la simple categoría de un retrato robot era una manera de domar su orgullo. Sólo que no comprendía por qué le interesaba tanto humillarle, y, en última instancia, por qué seguía tan ansiosa por interrogar a Miranda.
Su amiga no sólo se había despertado: ya se encontraba reunida con sus compañeras de bridge. Al saberlo, Imperia las habría degollado a todas, pero decidió fingir que las quería para mejor sonsacarles alguna información. Como de costumbre, Martín le expuso el estado de las cosas mientras recogía su abrigo:
—Todavía no han empezado. Están discutiendo sobre las «otras».
—¿Las otras amigas?
—No, señora. Las amantes. Lo que antes llamaban la Otra. —Y afinó la voz al canturrear:
Yo soy la Otra, la Otra
y a nada tengo derecho…
Imperia soltó una carcajada. Pero sólo por compromiso.
—¿Quiere usted decir que alguna invitada es amante de alguien?
—Con el permiso de la señora, parece ser que doña Rocío está ejerciendo de Otra. Esto es lo que me ha parecido entender cuando he servido el café.
—¿Y quién es él?
—Esconden el nombre cuando yo estoy delante. O quizá lo dan por descontado. En cualquier caso, connais pas.
Apareció en aquel instante Miranda, ataviada con una amplia túnica que marcaba un compromiso entre la convaleciente y la empedernida jugadora de bridge. Se movía con ciertas dificultades y estaba completamente pálida. Larguirucha como era y con el pelo recogido, parecía un espectro de manicomio.
Cogiendo a Imperia por el brazo, le susurró:
—Este traidor te habrá dicho que he estado bebiendo. No le creas. Me di cuenta de que nadie había regado las difembachias en muchos días y las regué por mi cuenta. Eso es todo.
—¿Con chinchón?
—No sabes lo que les gusta a las plantas de interior. ¡Son más borrachitas…!
Y soltó un par de hipos que se multiplicaron a medida que conducía a Imperia hacia la sala de juego.
Como bien indicó Martín, las amigas todavía no habían empezado la partida. Hubo tiempo para el besuqueo, el intercambio de noticias sobre la salud respectiva, el qué te pones para estar tan joven y los dónde has comprado el cinturón, el bolso, los guantes y más accesorios externos que hubiera. Preguntas inútiles porque todas compraban en las mismas exclusivas tiendas.
Se encontraban reunidas Romy Peláez, la experta en chulos, Melita O’Connor, la del Opus, Rocío Saguntín, la del PSOE; Menene Cabestros, la medio nazi, y Toby Azcalaga, la monárquica.
Realmente, sólo un té sofisticado puede conseguir ejemplos tan notables de reconciliación nacional.
Entre pasta y pasta, mantenían una apasionada conversación sobre el oficio de Otra, a cuya práctica se había consagrado recientemente la aludida Rocío.
—Estoy muy preocupada —decía—. Por razones de vestuario, no vayáis a pensar.
—Estás en lo cierto. Al fin y al cabo, una Otra no puede presentarse de cualquier modo en una fiesta donde estará la Propia.
—Yo creo que una Otra tiene que epatar —dijo Melita, sorbiendo su té.
—Una Otra tiene que conservar su pizca de misterio —dijo Romy—. Cierta discreción, un no sé qué de distanciamiento…
—Esto sin dudarlo —reconocía la interesada—. Las Otras de hoy en día son demasiado lanzadas. Se las ve llegar de lejos. Los hombres se cansan de ellas en seguida… ¿Una pastita?
Picaron todas con prudencia, pero no sin ganas.
—De todos modos, una tiene sus principios —dijo Melita—. Pienso que si él te pidiese para casarte dejarías de pertenecer a ese estado civil tan dudoso.
—¡Por Dios, no aceptaría! Yo estoy divinamente siendo la Otra.
—¿Y no sufres sabiéndole con la Propia en momentos de intimidad? —preguntó Miranda.
—¿Sufrir yo? ¿De qué, morena? Mira, la Propia tiene que aguantarle todos los malos humores, cuidar su casa, cargar con los niños, limpiarle las babas cuando está enfermo y encima soportar su aburrimiento cuando llega por las noches y sólo le apetece ver la televisión.
—O acaso leer.
—Querida, en los últimos años no he visto a un solo hombre que haya leído un libro. Sólo leemos nosotras y los mariquitas. Y los hombres, al no tener siquiera la posibilidad de entregarse a alguna distracción, se vuelven quisquillosos e insoportables. Yo, en tanto que Otra, tengo la sartén por el mango. Cuando él viene a verme está contento, me mima, me colma de regalos y después cuenta una a una las horas que faltan para volvernos a ver… En cambio, su Propia sólo cuenta las horas que faltan para dejar de verle.
—Entonces, ¿no piensas dejar a tu marido…?
—¡Anda ya! A mi marido le adoro. ¿Qué te habías creído? Yo soy una Otra muy consecuente. Hago felices a dos hombres a la vez. Todo lo contrario de las Otras de antes, que eran tan quisquillosas y se amargaban la vida y complicaban la de los demás, pidiendo un anillo con una fecha por dentro y tonterías por el estilo… Mi único problema, como os digo, es de vestuario. Porque es evidente que no puedo ir vestida del mismo modo para tratar con el legal y con el adúltero…
Romy Peláez devolvió la conversación al tema de la moda.
—Yo a una Otra de verdad la veo con sombrerito y velo.
—El velo negro es imprescindible, porque ser la Otra no significa que tenga que pregonarte todo Madrid. La Otra que se estime debe ir con la cara tapada.
—Pero lo justo. No vaya a parecer una encapuchada de Semana Santa.
—Yo la veo tailleur, por supuesto. Y guantes negros. Yo, a una Otra sin guantes, la encontraría pobre.
—Yo la veo con renard argenté. O un gran cuello corbata en astracán negro.
—Zapatos de tacón alto, casi de aguja.
—Sin el casi. Aguja afiladísima. Una Otra tiene que parecer altísima.
—Tú que eres asesora de imagen, ¿qué piensas, Imperia?
Imperia se encogió de hombros. Mientras había durado la conversación —¡tan absolutamente apasionante!— no había apartado los ojos de Miranda, en la certeza de que ella era la depositaría oficial de cuantos rumores circulaban sobre Álvaro Montalbán.
—Imperia, hija, que se vea tu ciencia —insistía Melita.
—Pienso que todavía no me habéis dicho de quién eres la Otra…
—¿Tan atrasada estás de noticias? —preguntó Rocío, con un mohín medio de coquetería, medio de incredulidad.
—¿Pues no afirmabas hace un momento que no debe pregonarse?
—Una cosa es que no se pregone y otra que no se sepa. Porque, vamos a ver: si no se sabe, ¿qué gracia tiene?
—Es cierto. Yo no conozco a ninguna Otra que no lo haya contadq en secreto a sus ochenta mejores amigas.
—Además, estoy segura de que Imperia finge. Estoy segura de que lo sabe.
—Piensa, Imperia, piensa. Le conoces mucho. Casi siempre estás con él.
—Más tiempo que yo —dijo Rocío—. Casi estoy por ponerme celosa. ¡Me lo robarás, niña, me lo robarás!
«Lo dudo —pensó Imperia, malévola—. Entre tus gustos y los míos hay siglos de cultura».
En voz alta, dijo:
—No acierto.
—Eme Ele, mujer. Tu señorito.
Ella rompió en una carcajada completamente espectacular.
—¿Os referís a Manolo López?
Rocío pareció ofenderse.
—¡Mujer, tienes una forma de decirlo! Se le llama Eme Ele para mayor refinamiento y modernidad.
—¿Eme Ele es el amante de esta choriza?
—¡Oye, guapa, sin faltar!
—Perdona, niña, será influencia del novio de Martín, pero todo lo que habláis me suena a charcutería. Y ahora dime: ¿tú estuviste esquiando en Baqueira este fin de semana?
—Camuflada, pero estuve. Ya sabes, la prensa siempre busca escándalos de este tipo. ¡Pues no sería un buen regalo para Cesáreo Pinchón!
—¿Y dices que no quieres que Eme Ele se separe de su mujer…?
—De eso nada. La galantería, los viajes y el placer para mí. La vida doméstica que la aguante la Propia.
Imperia pensó inmediatamente en Adela. En su pretensión de que Eme Ele cargase con los remordimientos de un posible abandono. Imperia lo había aprobado, considerándolo un juego extremadamente sutil, pero la otra no calculaba que el de Eme Ele transcurría al margen de cualquier sutileza. ¡Un adulterio de lo más facilón, un enredo convencional, como en las comedias finas de los años cincuenta! Y, al contemplar de nuevo a su Otra, con aquella expresión de muñeca inconsecuente, descubrió Imperia una verdad destinada a marcarla durante mucho tiempo, aunque lo reconocería mucho después.
Descubría que la rival de una mujer inteligente no es otra mujer más inteligente, como ella siempre creyó. Las verdaderas rivales son las tontas, las estúpidas, las que sólo aspiran a dar a su hombre un sexo cómodo y una compañía placentera en cualquier estación de esquí.
Y al punto pensó en sí misma, una mujer liberada, culta, moderna, que se estaba dejando obsesionar por el fantasma de un palurdo que, además, tenía los dientes separados. Algo que jamás habría imaginado, pero que volvió a producirse contra su propia voluntad cuando, en un rasgo de violenta decisión, cogió a Miranda aparte y le espetó:
—Necesito que me aclares tu mensaje.
Miranda la contemplaba con expresión completamente ida.
—¿A qué mensaje te refieres?
—No me impacientes. El que dejaste el sábado en el contestador.
—¿El sábado no es hoy?
—Hoy es lunes.
—¿Estás borracha, Imperia? Hoy es sábado.
—¡Me estás sacando de quicio! ¡Aclárame el mensaje de una vez! ¿Qué pretendías decirme con lo de Álvaro?
Evidentemente, Miranda no se acordaba de nada. Pero Rocío, con el oído siempre alerta, gritó desde su butaca:
—¿Estáis hablando de Alvarito? ¡Lo sé todo sobre él!
Evidentemente, lo sabía todo. Las noticias pueden volar hasta Baqueira, especialmente cuando es Perla de Pougy quien tiene algún interés en propagarlas. Y un pobre imbécil como Eme Ele puede recibirlas tranquilamente, mientras desayuna en la cama con otra cotilla profesional.
Imperia se volvió hacia ella con expresión furibunda:
—¿Alvarito será por casualidad un tal don Álvaro Pérez?
—Montalbán, querida. Alvarito se llama Montalbán. Todo el mundo dice que es un solete. Cordelia Blanco no para de elogiar su simpatía, su saber estar… su «todo». Y tú ya me entiendes, que tonta no eres.
Imperia estuvo a punto de gritar. Se contuvo. Disfrazándose detrás de algo remotamente parecido a la serenidad, preguntó:
—¿Así pues, la imprudente Cordelia también conoce a ese Alvarito…? Dímelo, Miranda, porque estoy segura de que esto es cosa tuya… ¡Dime de una vez qué ocurrió!
—¿Cómo quieres que lo sepa? Mañana domingo tengo almuerzo con Cordelia. Espero que ella me lo contará todo.
—¡Mañana es martes! —gritaba Imperia, fuera de sí—. ¡Maldita seas! ¡Voy a terminar pidiéndote el teléfono de tu psiquiatra!
—¡Uy, te encantará! —dijo Miranda—. Es muy fabulous y muy argentina.
Imperia no la abofeteó porque habrá sin duda algún Dios en algún sitio.
A LOS POCOS DÍAS, en los círculos que cuentan, Álvaro Pérez era conocido simplemente con el nombre de Alvarito. Y las señoras, admiradas, se preciaban de su conocimiento sin que este se hubiera producido. Signos todos de que estaba naciendo un triunfador social.
Lo que Imperia no podía sospechar siquiera era que aquel triunfo surgiese de la voluptuosidad de un pene considerable, atrapado entre los pliegues de un foulard de seda. Aunque en realidad, no necesitaba saberlo. Continuaba pensando que su cliente era lo más bajo y repugnante que jamás apareció en el mundo de los altos negocios. Un vulgar chulo disfrazado de yuppie.
AJENO A SU REPENTINA POPULARIDAD, Álvaro Pérez recibía un dossier completo sobre todas y cuantas reformas debía acometer en su persona para convertirse en Álvaro Montalbán. Fue su secretaria particular quien le entregó los papeles sin permitirse el menor comentario, aunque sí algunas miradas de ternura que viajaban del dossier a la cara del jefe y de esta regresaban al dossier. Era evidente: a la secretaria le dolía que se lo cambiaran. Sin duda le iba perfectamente como estaba. Incluso con los dientes separados y el pelo hecho un desastre.
Sólo le molestaba su genio. Podía estallar en el momento más inesperado, martirizando a todos los empleados al único acorde de su voluntad y a veces de su capricho, si bien no era una circunstancia que se diese demasiado a menudo. De hecho, los gritos de Álvaro Pérez solían tener una razón justificada.
En aquella ocasión se la ponían en bandeja los bocetos que osaban presentarle las más desconcertantes panaceas de lo que se suponía iba a ser su imagen en el futuro.
Álvaro Montalbán con abrigo cruzado. Álvaro Montalbán con gabardina blanca. Álvaro Montalbán en sahariana y bermudas. Álvaro Montalbán con camisa de cuello redondo y camisa de cuello en punta. Álvaro Montalbán con càrdigan, polo y equipo de tenis. Álvaro Montalbán en calzoncillos…
—¡Hasta aquí podríamos llegar! —gritó—: ¡A ver si en la próxima estoy en cueros!
Ante cada nuevo boceto, el irascible mozarrón pegaba un soberbio puñetazo contra la mesa.
—¿Ese puedo ser yo? Dígamelo usted, Marisa, porque empiezo a perder la cabeza.
—Este es más bien Balduino de Bélgica, con todos los respetos para él y muchos para usted.
—¿Y quién desea parecerse a ese señor? ¡Porque yo no lo quiero ni por asomo, oiga! ¿A quién puede pasarle siquiera por la cabeza que yo pueda ser así? Sólo a esa histérica metementodo. ¡Esa quiere verme convertido en un pingüino! ¡Mire el paraguas, mire el trajecito a rayas y el sombrero! Y encima gafudo. ¡Con estos ojos que Dios me ha dado!
Aquí suspiró la secretaria.
—Es cierto. Son preciosos.
—Quise decir que ven muy bien.
—Eso mismo quise decir yo. Pero, de todos modos, las gafas no le sentarían mal.
—¿Usted cree?
—Algunas personas ven perfectamente pero se ponen gafas para parecer interesantes.
—Si es para parecer interesante, tal vez. Pero todo lo demás… No sé, lo veo poco propio.
—Todo lo demás no es usted para nada. Ni falta que le hace, si me permite decirlo.
—Usted es mujer, Marisa…
—¡Dios mío! ¡Se ha dado cuenta!
—… acaso por serlo puede usted aconsejarme. ¿Cree que yo necesito mucho arreglo?
—¡No, por Dios, no vayan a estropearle…!
Álvaro seguía pasando los retratos robots. Cuando terminaban los tipos físicos venían las marcas y, por fin, las direcciones de dos esteticistas, con la lista de los arreglos que precisaba la piel.
—¡Limpieza de cutis! —gritaba el afectado—. ¿Ha leído usted esto? ¿Pensará la tal Imperia que no me lavo la cara por las mañanas? ¡Y con jabón de coco, me la lavo yo desde niño!
Conmovida ante aquellos indicios de una ignorancia eminentemente masculina, Marisa se complugo contándole exactamente en qué consistía una limpieza de cutis.
Él no la consideró tolerable. Mucho menos cuando, a continuación, venía un gráfico que reproducía un rostro parecido al suyo pero con el trazado de cejas que le convenía, el arreglo de la boca y el peinado definitivo. Ante tantos cambios, lanzó él un poderoso bufido:
—De todas maneras esas cosas no son de hombre. Se lo digo yo, que lo soy. Y, además, mucho. ¡Muy hombre soy, qué coño!
No podía dudarlo la abnegada subalterna. Jamás se permitió dudar de su hombría, ni siquiera cuando soñaba con ella. Pero también consideraba que el hecho de mejorarla no dejaba de ser miel sobre hojuelas.
—Hoy en día, don Álvaro, muchos caballeros importantes confían su éxito en los prodigios de la alta cosmética…
Dio algunos nombres bien conocidos en el mundo de las finanzas. Álvaro la escuchaba, sumido en la perplejidad.
—¿Y usted cree que todos esos tíos se hacen curas de belleza igual que las mujeres?
—El Evangelio, don Álvaro. Y quedan muy presentables.
—Limpieza de cutis, depilación de cejas, colágeno en las arrugas… ¿Todo eso se hacen?
—Y más. Algunos, hasta un lifting.
—¿Y eso qué es?
—Se estiran la piel.
—¡Vaya marranada! —gritó. Al momento, se palpó el rostro. Estuvo dudando unos instantes. Y en la duda, preguntó—: ¿Cree usted que yo necesito estirarme la piel?
—Usted no, don Álvaro. Usted tiene la piel muy en su sitio… —Iba pasando ella los bocetos con un interés completamente fingido, porque de hecho temblaba de emoción al pensar en las inmensas posibilidades que presentaba la hombría de su jefe. Y al llegar a un dibujo concreto se detuvo, casi sin habla—: De todos modos, este retrato robot le sentaría de bien que sería un demasié.
—No está del todo mal… Iba a ser una especie de Cary Grant.
Era exactamente lo que pretendían los genios del estilismo al servicio de Imperia. El sueño dorado de Ton y Son.
Pero Marisa, en su irreprochable fidelidad, sólo supo exclamar:
—¡Qué daría Cary Grant, don Álvaro! ¡Qué daría!
El apartado de la ropa interior correspondía a las últimas tendencias: revitalizar las atléticas formas de la antigüedad adecuándolas a cuerpos perfectos. El diseñador era griego. Y se notaba.
Ya sabemos que Álvaro Pérez no tenía su cuerpo en mal concepto.
—En cambio, la ropa interior no está mal… ¿Qué le parecen esos eslips tan escuetos?
Ella ni siquiera se atrevió a mirar. El rubor calcinaba sus mejillas.
—¡Por Dios, don Álvaro! ¡Qué cosas tiene usted!
No sabía ella bien lo que tenía.
—Me darían un aspecto de campeón de lucha libre. La camiseta también me gusta: también tiene un aire atlético, como de película de romanos. Y esos calzoncillos de boxeador… ¿Ve usted? Delante de esto me callo, porque hace hombre… ¡Muy, pero que muy hombre!
Nunca sudó tanto la pobre Marisa. Sentía que le fallaba la respiración. Sentía que no estaba en sí misma.
—Perdone, don Álvaro. Había olvidado que tengo algunas llamadas. Quiero hablar con mi madre para felicitarle las Navidades.
—Pero si todavía faltan diez días…
—Después habrá saturación de líneas. Yo ya me entiendo, don Álvaro. Yo ya me entiendo.
Salió del despacho cargada con una intensa sensación de congoja. Pese a que era dinámica, pizpireta y vivaracha no pudo evitar unas lágrimas que intentó disimular tras unas gafas oscuras. Fue en vano. Había tenido tiempo de percibirlas otra secretaria todavía más pizpireta, vivaracha y dinámica que ella. Como era de esperar, se llamaba Pepita pero se hacía llamar Vanessa.
Era esa amiga consejera que siempre tendrán a mano las secretarias que carecen de autoestima.
—Ni siquiera me ha mirado —tartamudeó Marisa—. No existo para él.
Vanessa supo que debía intervenir:
—Querida, ¿te has preguntado alguna vez si la culpa no será tuya? ¿Te has atrevido a cuestionarte si ese cutis un poco descuidado no será la causa de tu marginación?
—Mujer, esas impurezas… esos granos… esos orificios que me dejó la viruela… unos cuantos barrillos…
—Y hasta un lodazal, querida. ¿Permites que te hable de corazón a corazón? Yo también tuve este problema. Los chicos huían de mí y en los guateques siempre era la que se quedaba poniendo los discos de Paul Anka. Hasta que una amiga, sincera como yo lo soy ahora, acudió en mi ayuda haciéndome notar las impurezas de mi piel. A partir de aquel día me cambié al jabón Pux y me convertí en la chica más popular de la escuela de secretarias.
—¡Cielos! ¿El jabón Pux no es el que usan una de cada quinientas setenta y ocho estrellas de cine?
—El mismo. No lo dudes, querida. Cámbiate a Pux. Te arrancará toda esa porquería que llevas incrustada en la piel, mismamente una costra de lepra que te hace parecer una ciudadana de la isla de Molokai. Esta costra que te presenta repulsiva a los ojos de los demás. Cámbiate a Pux, querida, y tu cutis lucirá limpio y tenue como un nuevo amanecer.
—¡Sí! ¡Prometo cambiarme a Pux!
—Sé a partir de hoy una chica Pux y de paso evitarás que te echen de la oficina por guarra.
Y cogidas de la mano, miraron hacia el cielo, canturreando:
¡Adelante, chica Pux!
¡Sólo las estrellas brillan más que tú!
ÁLVARO PÉREZ pertenecía a la clase de hombres incapaces de reprimir lo que ellos consideran sus aciertos. De no mediar alguna estrategia que aconsejase reservar la opinión con la taimada astucia del doble juego, optaba por comunicar inmediatamente su decisión, ya para elogiar generosamente, ya para atacar con implacable saña.
En las presentes circunstancias, lo que él consideraba su acierto era el rechazo absoluto de la maniobra que sus agentes de imagen le estaban preparando. Así, convencido de poseer la verdad en casi todo —exceptuando la ropa interior, que aprobaba—, pidió comunicación urgente con Imperia Raventós.
No la encontró receptiva. Todo lo contrario: estaba con las uñas a punto.
—¿Se atreve usted a decirme que el trabajo de cinco excelentes especialistas ha sido en vano?
La conversación se anunciaba por cauces de extrema violencia.
—En primer lugar, me molesta mucho que se me identifique con un robot. En segundo lugar…
Ella no le dejó terminar.
—Lo comprendo. Debí enviarle el retrato de un tahúr.
—Perdone, pero no la entiendo.
—¿O acaso preferiría el de macarra? Estaría perfecto, apoyado en un farol, junto a una prostituta.
—¡Imperia, haga el favor de tenerme más respeto!
—¡Que se lo tenga Perla de Pougy! Y si ella se lo niega, búsquelo en la llamada Cordelia Blanco.
—¿Qué tienen que ver esas señoras con lo que venimos hablando?
—Que cada uno con los de su calaña, señor Montalbán. ¡Yo, en ciertos asuntos, no deseo verme mezclada…!
Ella le colgó el teléfono. Él no supo que, además, acababa de arrojar un cenicero contra la pared, con el consiguiente susto de la sensible Merche Pili.
Él se levantó, airado. ¡Ese desacato a su persona no podía tolerarlo! Llamó a gritos a la fiel Marisa, quien a los pocos segundos entraba corriendo, bloc en mano.
Casi no tuvo tiempo de sentarse. Álvaro estaba en marcha.
—Comunicado para el inmediato superior de doña Imperia Raventós. ¿Cómo se llama el fulano?
—Don Eme Ele.
—¡No diga tonterías! ¡Nadie se llama Eme Ele! Se llaman González, Martínez, hasta Mendoza… ¡pero Eme Ele, nadie!
Un resorte levantó de inmediato a la veloz secretaria.
—Puedo mirar en el fichero. De hecho, voy a mirarlo en el fichero. Es decir, estoy de vuelta nada más cierre el fichero.
«¡Ojalá se ahogase entre las fichas!», se dijo Álvaro Montalbán, no sin un huracán de violencia interior. Empezó a dar vueltas por la habitación, con las manos en los bolsillos. Refunfuñaba contra Imperia, descalificando todo su trabajo según aparecía en los bocetos, pero principalmente a causa de sus reacciones durante la conversación telefónica. Lo cierto es que se sentía desconcertado ante aquellas muestras de imprevisión femenina. Estaba acostumbrado a las reacciones propias de su sexo, que en última instancia se limitaban a ser las suyas propias. Un hombre reacciona de acuerdo con una racionalidad establecida. No es difícil hallar una causa a cualquier efecto. Incluso en la más belicosa de las situaciones, el hombre ataca de frente. Desde la serenidad a la locura, todas sus reacciones se anuncian de lejos, y aunque en ocasiones sea difícil detectarlas, nunca lo es seguirlas. No era extraño que Álvaro se encontrase a sus anchas debatiéndose en un mundo de reacciones masculinas.
De improviso, con Imperia, se encontraba ante lo inesperado. Él se estaba refiriendo a su trabajo y ella se destapaba con una estrafalaria historia de putas, macarras y tahúres. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra? Absolutamente nada. Un puro disparate.
La lógica masculina se hubiera ceñido al tema y cualquier bifurcación, cualquier rodeo, se haría partiendo del mismo. ¡Como para que saliera aquella loca atacándole desde los cerros de Úbeda, atacándole con armas que él desconocía y a partir de temas que le eran ajenos por completo!
Sin embargo, no parecía normal. Por el contrario, resultaba extraño porque Imperia Raventós aparentaba ser cualquier cosa menos una histérica. La adivinaba dominante, prepotente, incluso imperiosa, como su nombre indicaba, pero nada hacía adivinar en ella a una mujer que aceptase perderse entre fantasmas de irracionalidad.
—Calma —se decía él a sí mismo—. Calma, mañico. Que se note que eres hombre.
Lo demostró reconociendo a su pesar que, en una muy última instancia, los retratos robots no eran completamente disparatados. Incluso alguno estaba francamente bien. Sin ir más lejos, el del traje cruzado. Para otra persona, por supuesto. Tampoco podía criticar el que le presentaba preparado para jugar al golf. Para quien le gustara este deporte, claro. De todos modos, bien podía aprenderlo. Un hombre tan hombre como él quedaría magistral haciendo hoyos. En cuanto al uniforme de capitán de yate, ¿por qué no? Otros iban de esta guisa sin tener su galanura.
Entró en el cuarto de baño y se buscó en el espejo. Posiblemente no llevaba el peinado más adecuado para su rostro. Había visto los suficientes suplementos dominicales dedicados a la moda masculina para saber que un peinado más divertido podía darle un atractivo más moderno. En cuanto a las cejas estaban extremadamente pobladas. «Esto hace torero de los de antes, —pensó—. No sé si es adecuado ir por la vida de Currito de la Cruz…».
Cuando Marisa regresó, acalorada como siempre, le descubrió en plena maniobra de autorreconocimiento. Al volverse hacia ella, tenía la sonrisa completamente abierta. La joven decidió que estaba simpático. No reconocía la sonrisa de la coquetería.
—En el fichero decía Manolo López —farfulló la secretaria.
—¿Quién es Manolo López?
—Pues Eme Ele.
—Déjelo. Comprenderá que no voy a dirigir un memorándum a alguien que se llama de un modo tan absurdo. Preferiría que me hiciera un mandado… Encuéntreme todos los libros donde aparezcan fotos de Cary Grant cuando era joven.
—¿De Cary Grant, dijo?
—Tampoco conviene desdeñar las de Gary Cooper. De niño me parecía que llevaba el esmoquin con singular galanura…
—También Gary Cooper… ¿De alguien más?
—Con esos dos y los bocetos bastará. Otra cosa: averigüe si una limpieza de cutis no hace perder la hombría…
Volvió a contemplarse en el espejo. Tan hombre y con un cutis tan limpio no tendría rival. Un verdadero primus inter pares. Nada menos.
AL POCO DE COLGAR, Imperia se arrepintió del estallido de sus nervios y de haber roto un cristal con el cenicero. La siempre predispuesta Merche Pili estaba recogiendo los destrozos. Ella continuaba ensimismada en sus reproches. Álvaro Montalbán tuvo razón al encontrar extrañas sus reacciones. No era mujer de arrebatos, y sin embargo, se había comportado como la más arrebatada de las amas de casa. Una inculta, una salvaje, un cero a la izquierda en el orden de los comportamientos sociales.
Se avergonzó al sentirse fuera de su sitio. Era un desplazamiento en el que jamás hubiera incurrido de tener la mente libre. Ella, que no creía en el melodrama, acababa de incurrir en uno y además de pésimo gusto.
¿Qué le había pasado? Algo de la mujer se había entremetido en el camino de la profesional. ¿No dijo Reyes que no tenía corazón? Hasta entonces, este era el mejor elogio que podían hacerle. Se consideraba cerebro puro, cultivó siempre esta pureza y, sin embargo, hoy el cerebro había cedido ante armas cuyo alcance jamás había probado. Y esto sabiendo que las reacciones sinuosas, inesperadas, no eran su estilo. O acaso lo había perdido por completo. Acaso este fue vulnerado por algún elemento exterior, cuyo poder se negaba a calcular.
En el silencio que por fin reinaba en su despacho, intentó analizar sus reacciones al mínimo. Consiguió encontrar las preguntas adecuadas, pero las respuestas no fueron de su agrado. Intentó evitarlas, llegando a una conclusión definitiva; una conclusión que intentaba apuntalar desde hacía días: sentíase desquiciada porque había aceptado un asunto en el que no creía. Una vez más, las obligaciones de su oficio la llevaban a traicionarse a sí misma. Cuidar de Álvaro Pérez era tan alienador para ella como los tiempos en que se veía obligada a promocionar productos mediocres para los mercados orientales. Se encontraba definitivamente ante una impostura.
Además de no desearlo, ese objeto protagonista de su campaña se rebelaba contra ella. ¡Encima el desacato! No era algo que le apeteciera tolerar, y no lo toleraría. Era preferible abandonar aquella campaña, o, de no hacerlo, enfrentarse a sus inconvenientes con autoridad total, con la garantía de disponer de todas las armas, con el derecho a infligir todos los castigos. Dueña y señora de sus recursos. Como siempre.
Siguiendo su costumbre de acudir directamente a las alturas, pidió una cita con el presidente de la sociedad donde Álvaro Montalbán prestaba sus servicios. Tuvo que pasar por el eterno calvario de las distintas secretarias y el sometimiento a varios interrogatorios. No se irritó. Al fin y al cabo era el mismo itinerario que debía recorrer cualquiera que deseara hablar con ella.
Hubo pugnas sobre el tiempo que el presidente podía invertir en cualquier asunto no concertado con varias semanas de anticipación, pero a Imperia no la sorprendió en absoluto que aceptase recibirla a la mañana siguiente. Era obvio que todos estaban muy interesados en la educación de Álvaro Pérez.
Al día siguiente, se vistió de intrigante, sin ahorrar el menor efecto. No tenía por qué aparecer discreta. Un Chanel alegre y dinámico no serviría para el caso. Moda italiana. Blanco y negro como nota primordial. Nada de perlas: el brazalete de rubíes y el broche art-déco. En fin de cuentas no iba a suplicar ni a conceder. Iba en voz de mando.
La hicieron esperar entre un santo de Ribera y dos bocetos de Rubens. No sucede todos los días, ni siquiera en la vida de una ejecutiva de lujo. Pero decidió que no estaba dispuesta a impresionarse. De estarlo, se habría desmayado del todo, al descubrir en el despacho del presidente dos Picassos y un Matisse.
No ignoraba que aquella exhibición de buen gusto a toda costa correspondía a una mentalidad de nuevo rico. A los verdaderos amantes del arte no suele gustarles contemplar sus obras preferidas entre memorándums, gráficos de negocio y planos de edificios por construir. Este es un lugar que corresponde a los calendarios.
Al entrar en el despacho percibió la enormidad del trayecto que debía recorrer hasta hallarse ante la mesa de don Matías de Echagüe. Descubrirle allá a lo lejos, debía impactar a algunos, pero serían los que ya se sentían impactados por su misma situación en el negocio. Ella no se consideraba pusilánime. Se limitó a encontrar inútil todo aquel recorrido que la llevaba hasta el poder. Cuando en el hilo musical sonó el lamento de Isolda debidamente arreglado para una orquestación de música ligera, comprendió en qué manos había caído.
Después de todo, tampoco la música sublime combina con las llamadas precipitadas, las discusiones y el dictado de comunicados a un magnetófono impersonal.
En cuanto al presidente, respondía a las características que la prensa económica se ha cuidado de promocionar en los últimos años. Tendría ya setenta años y aparecía perfectamente atildado, con sus canas recogidas en un rigor impecable. Infundía el respeto necesario, sin propasarse en la sensación de autoridad.
Y, sin embargo, sólo aquel caballero estaba por encima de Álvaro. Por un instante Imperia quiso reconocer en él a la víctima de un infame complot. Seguramente le consideraban demasiado decrépito para el cargo que estaba ocupando y estaban preparando a alguien más joven para colocarlo en su lugar. Podía tener los días contados. Aunque también pudiera ser que contase él los días de los demás. Imperia no ignoraba que en los últimos años el mundo de los negocios guardaba un cierto parecido con la Torre de Londres. Nadie sabía a quien podían decapitar al día siguiente.
Después de ofrecerle una bebida, que Imperia eligió ligera, don Matías abordó la situación sin mayores preámbulos:
—Me ha parecido comprender que tiene usted algún problema con don Álvaro.
—Se me rebela. Así de claro. Comprenderá que en estas condiciones se hace muy difícil el trabajo.
Él la miraba fijamente. La estaba examinando. Pocas veces sentíase Imperia amedrentada, pero ante aquella mirada insistente acabó por hacerlo. Sentíase nerviosa otra vez. Su decisión se desvanecía ante el silencio. Y viendo que él no lo rompía, decidió proseguir por su cuenta:
—¿Puedo ser sincera?
—Se le paga para eso.
No se andaba con sutilezas. Tenía ante sí a una contratada. No le permitía esperar más.
Esta vez Imperia no se dejó arredrar. Por el contrario, expuso claramente sus quejas sobre Álvaro: fallos de comportamiento, incultura total, cierta dejadez física, actitudes de palurdo, falta de personalidad…
Acabó por exponer sin concesiones la conclusión a que había llegado… o querido llegar.
—Me veo obligada a decirle en bien de su empresa que están ustedes promocionando a un inepto total.
Don Matías la miraba con expresión de estupor.
—Usted perdone, pero creo que no estamos hablando del mismo hombre.
—Ignoro si para acudir al trabajo se disfraza. En todo caso, es el Álvaro Pérez que yo he conocido. Por esto me tomo la libertad de advertirle.
Se produjo otra de aquellas interminables pausas. Al final, don Matías se inclinó hacia ella, con expresión mordaz:
—En confianza: ¿cree usted que una empresa como la nuestra pondría tanto poder en manos de un figurón?
—En estos tiempos, el culto a la juventud puede con todo.
—Ni siquiera así. La juventud podrá ser un valor, pero sólo si está bien preparado. Puedo asegurarle que don Álvaro Pérez supera en capacidad a todos los veteranos de nuestra empresa. Sus capacidades han sido debidamente estudiadas.
—Me permito poner en duda cualquier capacidad de ese individuo.
—Para decírselo de una manera un poco cruel: le tenemos computerizado. Ninguna de sus reacciones se nos escapa. Sabemos exactamente adónde puede llegar. Pues bien: puede llegar muy lejos. Claro está que nos interesan primordialmente sus reacciones en el terreno laboral… otros aspectos de su vida privada corren exclusivamente de su cuenta… y acaso de la de usted…
Imperia no pudo evitar un escape de indignación, aunque no supo decidir si iba más allá del simple formalismo.
—¡Hágame el favor! Mi interés en este personaje es exclusivamente profesional. De hecho, sólo le he visto en una ocasión…
—Entonces, ¿cómo puede sacar conclusiones tan precipitadas? ¿No sería más lógico que las dejase en manos de quienes conocemos a don Álvaro Pérez desde que empezó?
—Se me ha pedido…
—Se le ha pedido que adorne la fachada. El interior ya lo tenemos nosotros como queremos. Y muy bien amueblado, además.
—¿Pretende usted enseñarme mi oficio?
—No me atrevería a tanto. Le estoy recordando sus justos límites.
Volvió a sentirse avergonzada. Ya no podía estar más lejos de su lugar. Otra vez el desplazamiento provocado por una mente que no era la suya. Una mente que, al parecer, estaba perdiendo el rumbo.
Después de meditar sobre lo hablado, don Matías se incorporó, invitándola a seguirle en sus razonamientos. No ocultaba un deje de simpatía.
—Seguramente trabajaría mejor con don Álvaro Pérez si pudiera admirarle.
—Sería muy difícil. Yo pongo muy alta la cota de mi admiración.
—No la pondrá usted más alta que esta empresa. Usted se juega un cliente. Nosotros, nuestra reputación y una gran fortuna. Pero veo que no está usted convencida. —Imperia negó con la cabeza—. Bien, podríamos echar un vistazo al señor Pérez que verdaderamente nos interesa.
La invitó a seguirle hasta una salita contigua. Era una especie de mirador abierto sobre una sala de proporciones mayores y forma alargada, atravesada perpendicularmente por una enorme mesa de juntas. Moqueta y paredes, forradas de verde prado. Junto al sillón de presidencia, grandes tableros con algunos gráficos. Al fondo, una pared de cristal que permitía la visión de la ciudad en la zona de los grandes rascacielos.
Alrededor de la mesa hallábanse sentados los principales ejecutivos de la empresa. Imperia no distinguía sus rostros, aunque le parecían una constante repetición de un idéntico prototipo. Un mismo caballero de aspecto grave, delante de una misma carpeta de piel negra, con la misma botella de agua mineral y un reloj también idéntico. Un ejecutivo que se repetía hasta quince.
Imperia y el presidente tomaron asiento en su atalaya mirador. Él se adueñó de un mando a distancia, mientras tranquilizaba el posible pudor de Imperia:
—No tema que don Álvaro pueda tomarla por una vulgar espía. Desde la sala de reuniones no pueden vernos.
—¿Así domina usted la situación?
—Así y de otras diez maneras. Nunca más de diez. Cuando una situación necesita tanto arreglo, mejor abandonarla.
Álvaro Pérez ocupaba el sillón presidencial, de espaldas al paisaje urbano, marco sensacional, idóneo para aquella exhibición de poderío. ¡Qué impacto para Imperia ese imperioso Álvaro! Mantenía el cuerpo ligeramente inclinado sobre la mesa, los puños apretados, la mirada atenta, y un gesto de extremada dureza en la barbilla. Incluso diría Imperia que su simpático hoyuelo había enrojecido, pero no de furia sino de tensión concentrada. Parecía como si, de repente, hubiera efectuado un tremendo salto sobre el tiempo, colocándose en una edad madura, que no le correspondiera.
Imperia dirigió a su anfitrión una mirada de inteligencia:
—No sé si debería atreverme a decirlo, pero tengo la impresión de que usted protege al señor Pérez.
El otro tosió ligeramente. Pareció gustarle el hecho de ser adivinado. No tenía nada que ocultar.
—Conozco a don Álvaro desde que nació. Su padre fue mi mejor amigo. Pero no le protejo por esta razón. Alguien dijo que si su brazo derecho estuviese enfermo lo amputaría. Casualmente, el señor Pérez Montalbán es nuestro brazo más sano. Luego, se le protege. Hoy tiene a su cargo una misión muy delicada. Se trata de convencer a nuestros directivos de la necesidad de dejar fuera de combate a una empresa que amenaza seriamente nuestros intereses.
—¿Lo conseguirá? —preguntó ella con cierta sorna.
—No lo dude. Hasta el momento el señor Pérez Montalbán nos ha librado de quien ha convenido. Es un liquidador nato.
Apretó su mando a distancia y la música ambiental se vio sustituida por las conversaciones de la sala de juntas. Se trataba de unos prolegómenos cuyo contenido escapaba a la comprensión de Imperia y a sus intereses. En cualquier caso, la habían conducido a aquella especie de jaula enmoquetada para que conociera aspectos insólitos de su cliente. ¿A qué, entonces, perderse en otros asuntos?
Álvaro permanecía atento a los discursos de los demás y reaccionaba según su contenido. Con expresión adusta, frunciendo el entrecejo, tomando unas notas a toda prisa, para regresar a una actitud de relajamiento provisional, que le llevaba a reclinarse en el sillón giratorio, jugando con una pluma dorada —ese must de Cartier que suelen regalar las grandes empresas— y, aun en aquella actitud de aparente reposo, mantenía la mirada alerta, a punto para cualquier emergencia o bien espiaba de soslayo las reacciones de sus vecinos y volvía a sus notas, siempre precisas a juzgar por el tiempo que se tomaba. Pero de repente permanecía largo rato pensativo y, con gran cautela, medía el alcance de una agitación inmediata, a punto de producirse. Una agitación, convulsión acaso, que ya se estaba palpando en el ambiente.
Imperia sonrió para sus adentros por algo que guardaba poca relación con el objeto de su visita. Solía recriminarle Alejandro que en cualquier disciplina filosófica sentíase distanciada por lo inextrincable de su vocabulario, arrojándola a un tipo de discurso que, a su vez, la distanciaba de la realidad. Pues ¿qué decir del lenguaje de la economía? Nada más críptico para el profano, incluso para una medio enterada como Imperia. Vocabulario hermético, derivaciones casi secretas, mensajes extremadamente particulares. Más que la voz de un gueto, parecía el lenguaje de alguna secta misteriosa, cuyos componentes, a través de aquel lenguaje, mantenían encendida la llama de alguna nueva religión, un esoterismo vetado al resto de los humanos. ¿Sería el lenguaje de los economistas la filosofía de nuestro tiempo? ¡Cambio atroz, de ser así! El último golpe sobre lo poco que quedaría del viejo humanismo, si algo quedó.
Pero el Álvaro Pérez que, sin él saberlo, le estaba presentando sus poderes absolutos iba más allá de toda concepción teórica. Pudo haberla asimilado en algún momento de su vida, pero ya estaba automatizada y sólo funcionaría, si acaso, en la guerra a que se vería continuamente empujado.
Poco a poco, su figura iba adquiriendo una aureola de dominio que estalló definitivamente con una repentina manifestación de genio. Irguiéndose con atlética decisión, empezó a gritar una serie de consignas, reproches, acaso amenazas; algo que en todo caso Imperia no pudo entender más allá de su representación vital. Y esta era espectacular. Álvaro hacía ostentación de sus poderes, en plenitud de facultades. Y él mismo no parecía dudarlo en absoluto. Si alguien le contradecía, empezaba a gesticular como un orate, pero en sus gritos no había nada de histérico. Respondía con gestos rotundos, con voz soberbia, modulada sin estridencias y con excepcional seguridad. Una voz tan bravía como las acciones que acompañaba.
Al macho le estaban saliendo colmillos y unas garras espeluznantes, de hombre lobo. Era alguien que estaba en pleno ataque y que, en el ataque, adquiría una belleza convulsiva, capaz de arrastrarla hacia simas que no había conocido.
Se encontraba Imperia ante la erótica de la nueva fuerza. Para manifestarse en plenitud no precisaba de corazas, lanzas ni caballos blancos. No se trataba de conquistar un alcázar moro. La fogosa personalidad del recién descubierto Álvaro Pérez dominaba la situación desde una actitud en que la fuerza y la astucia se combinaban con una falta absoluta de escrúpulos. Cualquiera fuese la incógnita del vocabulario que habían utilizado sus contrincantes, el único centro capaz de acaparar todo el poder de la situación era Álvaro. Alguien más que maduro; alguien eterno, con la eternidad de la fuerza, con la perenne fascinación del poder férreamente conservado. Era sin duda aquella mezcla de poderes repulsivos lo que llevaba a Álvaro a adquirir un efecto hipnótico sobre los demás ejecutivos de la reunión. No con los ojos de la serpiente, que se abre paso con maniobras traidoras, sino con el arrojo del toro bravo, que embiste de frente, sin engañar. Este era Álvaro Pérez a ojos de Imperia. Un toro increíblemente poderoso, tanto como para erguirse en la gigantesca peana que soportó desde siempre a los héroes de la audacia y la violencia. Definitivamente, un dominador.
De repente, aquella voz soberana dejó de oírse. El presidente había apretado su mando y la acalorada discusión era sustituida por el hilo musical.
Imperia creyó despertar de un sueño.
—¿Tienen la costumbre de establecer censura?
—Siempre en temas de alto secreto. Y no me diga que puede leer en los labios porque la echaré ahora mismo.
—Hágalo de todos modos. El tema no me interesa tanto. Por otro lado, no pienso hacerme rica vendiendo secretos a las revistas.
—No tendría tiempo. Don Álvaro la está esperando para almorzar.
Imperia se abstuvo de manifestar su sorpresa. Equivaldría a decir que nadie la había invitado, ni siquiera advertido. Implicaría el deber de informarles que no es cortés obrar de aquel modo con una mujer ocupada, que debe concertar sus citas con dos semanas de anticipación. ¿No la insultaban al suponer que su agenda estaba vacía, dispuesta a aceptar la primera invitación que se presentase?
Pero decidió que cualquier cita carecía de importancia aquel día.
El presidente le cedió el paso, invitándola a dirigirse a su despacho.
—Recuerde esto, Raventós. Usted puede crear un Álvaro Montalbán, pero el que nos interesa primordialmente es el que tenemos. Este llegará adónde se proponga, con o sin barniz cultural… —Le besó la mano. Añadió—: Por cierto, debo decir en su elogio que no la imaginaba tan elegante. Tal vez sean estas sus mejores armas.
A ella le encantó coquetear.
—Querido amigo: la elegancia es la censura previa de cualquier mujer inteligente.
—¿Lo cual quiere decir…?
—Que las armas verdaderas, las que cuentan, también son alto secreto…
Y siguió a la secretaria hacia el despacho de Álvaro Pérez, a quien ella continuaba llamando Álvaro Montalbán.
CUANDO ÁLVARO REGRESÓ de su reunión presentaba una apariencia completamente distinta a la que ella acababa de conocer tras el cristal. Aparecía hecho un corderillo.
Inesperadamente, le besó la mano. Fue un beso torpe, pero no dejaba de ser gentil.
—Recibí todos sus retratos. Como su nombre indica, son ideales para robots.
Ella volvió a experimentar aquella sensación de vergüenza completamente irracional.
—No crea que no reconozco mi error al considerarle un robot. Puedo presentarle disculpas, si es su gusto.
—¿Bromea? Yo estaba a punto de hacer lo mismo.
—Curiosamente, estamos mansos. ¿Será el tiempo de una tregua?
Reyes del Río cantaría aquí, a ritmo de ranchera:
Yo no sé pedir perdón
porque nunca he perdonado.
Y los dos podrían servir de coro, porque los dos partían de un carácter parecido. Por tal razón, su encuentro presentaba las características de un ensayo general.
—Contra sus principios, Álvaro le ofreció un cigarrillo.
—Nunca en horas de servicio —dijo ella.
—Puedo arreglarlo dándole fiesta. ¿Dónde quiere que reserve mesa?
—En terreno neutral.
—Ni personajes importantes ni financieros. ¿Por qué no un sitio tremendamente vulgar, donde uno pueda pedir una tortilla de patatas?
—Precisamente. Un sitio donde ni siquiera sea necesario reservar.
—Conozco uno de lo más infame —dijo él, jocoso—. Puede caemos el techo encima; por lo demás, pasaremos inadvertidos.
Rieron con la precisión justa, sin estridencias. Él abrió la puerta para cederle el paso. Ella estuvo a punto de agradecérselo en francés. No sabía por qué.
Al pasar delante de las secretarias, Imperia dejó un rastro de perfume seductor y Álvaro el dulce fluctuar de un comentario gentil.
Fue entonces cuando Marisa se acarició sus pobres mejillas, permitiéndose un suspiro que acaso debió ahogar.
—Fíjate: se van a comer juntos. ¡Y ella es tan elegante!
—Concédete tiempo —aconsejó la llamada Vanessa—. Al fin y al cabo, ella no es una chica Pux.
—¿En qué lo notaste?
—En que va demasiado elegante. Una verdadera chica Pux no necesita arreglarse tanto. Porque el jabón Pux da una belleza natural, espontánea, un frescor a la vez deportivo y campesino.
—Cuando sea una chica Pux podré jugar mis cartas abiertamente. ¡Estoy segura de que él prefiere la belleza natural y campesina!
IMPERIA RECORDABA VARIOS RESTAURANTES donde pedir excelentes tortillas de patatas y chuletas a la casera, con privilegio del campechano cocido de los jueves. Al menú se le llamaba popular, cuando bastaría con decir necesario. El buen yantar sin prisas ni pretensiones, la ausencia de protocolo, la improvisación feraz que llegaba desde las cocinas, siempre visibles, acaso gritonas, y acababa dominando el entero comedor, donde no había lugar para la música porque la hubieran ahogado las conversaciones. Era lo apropiado, sí. Cualquier restaurante en los barrios populares, entre los vetustos cascotes del Madrid antiguo, locales casi pegados el uno al otro, con tendencia a los nombres regionales, sonoros reclamos castellanos, algún eco vascuence, resonancias gallegas, herencia de lejanos mesones del camino trasladados a la gran ciudad pero sin perder su ramalazo de vida auténtica, antes bien, proporcionándola a destajo y a veces en abuso.
Tuvieron que bajar hasta Echegaray, donde se encuentran una serie de locales frecuentados, de noche, por los actores que trabajan en los teatros vecinos.
A veces, en temporadas de ensayos, esta invasión es igualmente temible a mediodía. Y así, pese a todas las precauciones, Imperia no pudo evitar ser reconocida por unos jóvenes que, en una mesa de la entrada, discutían sobre la problemática del actor en el teatro moderno. Un discurso que apenas había variado desde los años sesenta.
Un joven rubio, del género antiguamente calificado como progre, dejó sus garbanzos con chorizo para saludar a Imperia. Resultaba una imagen insólita para Álvaro, aquel besuqueo entre una mujer tan elegante y un joven un tanto desarrapado, cuyos atavíos buscaban la modernidad absoluta partiendo de lo barato.
Cesáreo Pinchón habría comprobado fácilmente que en el mundo del actor español la modernidad y el buen gusto coinciden en raras ocasiones, pero Álvaro Montalbán se limitó a sentirse desplazado y, por lo tanto, incómodo. Si el atuendo de un mendigo hace que este se sienta violento entre los ricos, el atuendo de un elegante consigue el mismo efecto al hallarse entre horteras.
Álvaro Montalbán no alcanzaba a conclusiones tan exigentes. Se limitaba a suponer que una dama tan emancipada como Imperia habría contado a aquel galancillo entre alguna de sus adquisiciones para la cama.
Al ver que ella regresaba con la risa en los labios, temió que hubiera adivinado sus pensamientos. Así, mientras le retiraba la silla —¡gran novedad!— preguntó:
—¿De qué se ríe?
—De este Madrid donde un encuentro es siempre inevitable. Sólo cabe desear que no sean los más inoportunos.
—¿Lo era este? —preguntó él, tomando asiento.
—En absoluto. Un recuerdo agradable. Pero no del género que está usted pensando. Esta gente estaba en un grupo teatral que yo llevaba al poco de instalarme en Madrid.
—No me había dicho que se dedicó al teatro.
—Administré dos compañías jóvenes y les organicé algunas giras por España. Fue agradable. Compartía sus ideas, creía en las mismas cosas. Esto ocurría en el setenta y seis, en plena fiebre del cambio.
—¿Cambiaron ellos o usted?
—Cambiamos todos, menos la estructura interna del teatro. Nunca he vivido experiencia más caótica. Un día descubrí que aquel desorden no era lo mío. Todavía estaba llena de prejuicios catalanes referentes al orden.
—Por lo que dice, entiendo que no le gusta Madrid.
—Todo lo contrario. Me vuelve loca. Es una ciudad fascinante, maravillosa. Me sería difícil encontrar otro conglomerado humano que funcione tan de acuerdo con mi propio ritmo, que es el de la acción continua. Por otro lado, no veo en qué otra ciudad podría desarrollarse este mundo nuestro, donde todo se dirime en cenas o almuerzos, donde una ya no se sabe si, cuando mastica, está firmando un contrato o decidiendo su vida.
Él la miraba fijamente. Delataba un pequeño asombro ante cada uno de sus gestos y el control que los presidía.
—También esto tiene arreglo. Se acabaron las comidas de trabajo. Podría sacarla a bailar alguna noche.
—¡Qué idea! ¿Me imagina usted en una discoteca?
—Me la imagino en cualquier lugar. Tiene usted clase. La tendría aunque trabajase en una óptica.
—¿Lo ha dicho aposta?
—Pensaría en el asunto de las gafas. He acabado por sucumbir a la idea.
—Yo pensé en ellas antes que usted…
Sacó del bolso tres pares de gafas guardadas en fundas de gran lujo. El propio Eme Ele hubiera aplaudido sin reservas lo exclusivo de las marcas.
El primer modelo era de varilla fina, con el emblema de Cartier en el arco. Álvaro Montalbán las recibió, sin decidirse a ponérselas.
—¿Qué ocurre? ¿Le da vergüenza probárselas?
Esbozó una mueca entre contrariada y revoltosa. El resultado era realmente cómico.
Ella se rio, con una cierta dosis de ternura.
—Es curioso. A veces, parece usted un niño.
—Soy bastante niño. Para rematarlo, estas gafitas me hacen parecer pijo.
—Puede evitarse. Veamos las de montura de hueso. —Él se las probó. Ella le miró, indecisa—. Ahora parece usted el primero de la clase. No nos sirve. Los empollones inspiran hostilidad.
—¿Y qué debería inspirar, según usted?
—Respeto, desde luego. Pero también simpatía. Un pelmazo que, de repente, nos sorprendiera con algún chiste divertido. Pruébese estas. Son italianas. De Ferré.
Eran cuadradas, de concha negra, y chocaban estrepitosamente con las cejas demasiado gruesas. Pero a Imperia ya no le preocupaba aquel defecto. Su esteticista sabía hacer milagros con la cera y las pinzas.
—Definitivamente nos conviene esta apariencia.
Cuando él se las puso empezó a hacer muecas disparatadas, hinchando los carrillos, sacando la lengua y sacudiéndose las orejas.
—¿Quedo como un cateto?
Ella le seguía las gracias, rotundamente encantada.
—Ahora queda como un deficiente mental. Pero en cuanto deje de hacer el payaso, parecerá un profesor universitario.
—Lamentablemente, sólo podría enseñar latín.
—No pretenda ganar mi voluntad haciéndome creer que sabe latín. Yo puedo engañarle con un trabalenguas en árabe. ¡Y usted creerá que lo hablo!
—Es que lo mío es cierto. Estuve ocho años haciendo de monaguillo. Aprendí un latín correcto y, además, a mezclar el vino… aunque nadie lo diría a juzgar por la plancha del otro día.
Se concedió una pausa para atender a su tortilla de patatas, como había prometido. Imperia decidió acatar las leyes de la sabiduría de la cocina popular y devoró sin miramientos una pierna de cordero. El vino, de la casa, parecía mezclado con gaseosa, pero este hecho no merecía siquiera un comentario, tan obvio era. Se limitaron a reanudar su conversación en el punto donde la habían interrumpido. En el apasionante, intrigante tema llamado Álvaro Pérez Montalbán.
—No recuerdo dónde estudió usted… Antes de la universidad del Opus, quiero decir.
—Antes, con los hermanos jesuitas.
—Ya que lo dice, las gafas le hacen parecer un perfecto exalumno.
—Lo soy. Guardo un excelente recuerdo de mis maestros.
—¿También de los del Opus? Me pregunto qué le enseñarían.
Él la miró, un tanto perplejo.
—Ciencias empresariales. ¿Se supone que tenía que aprender algo más?
Imperia tocó madera.
—Tretas, estratagemas, artimañas. Entre jesuitas y Opus debe de ser usted una pieza de mucho cuidado.
—Por lo que cree adivinar en mí, deduzco que la que tiene en muy mal concepto a sus antiguos maestros es usted.
—Yo fui a las monjas. Unas perras. Sólo me enseñaron a despreciarme a mí misma. Prefiero no hablar.
—Eran otros tiempos… Bueno, quise decir otra generación… ¡Diantre! Veo que no puedo dejar de meter la pata con las mujeres demasiado…
Se mordió los labios sin el menor disimulo. Pero este era un arte que Imperia conocía a la perfección, de manera que decidió ayudarle.
—¿Iba a decir demasiado mayores?
—Iba a decir demasiado distinguidas. Y para hacerme perdonar mis planchas, quiero decirle de una vez por todas que nunca me han interesado las niñas.
—Dicho así, con esas gafas, suena a hombre respetable. No creo que sea su caso.
—Se equivoca. Yo me respeto mucho.
—¿Y se quiere?
—Muchísimo.
—Según quien le oyera pensaría que es usted un engreído.
—No lo soy en absoluto. Y ahora le hablo con toda sinceridad. Contra lo que pudiera parecer, la vida no me ha regalado nada. Y lo prefiero así. En el mundo en que me muevo, los regalos se pagan a un precio u otro. Mejor no recibirlos.
—Imagino que tampoco querrá darlos.
—No se agradecen, Imperia. Al contrario, quien los recibe te los cobra después, como si lo hubiese pagado él. Un día u otro te llega la puñalada, sea por recibir, sea por dar.
—¿No es terrible llegar a esta conclusión cuando sólo se tienen treinta años?
—Por lo poco que la conozco, adivino que es la misma conclusión a que ha llegado usted.
—Como usted trata de recordarme continuamente, le llevo algunos años. En este caso son de ventaja. He tenido más tiempo para desengañarme de muchas cosas.
—Acaso haya tenido yo más educación. No la que usted esperaría, por supuesto, sino la que permite aprender las reglas del combate. Atienda: cuando hice mi primer curso en empresariales fui muy brillante y supongo que esto tendría algún mérito, porque nada en aquellos estudios me deslumbraba especialmente, como tampoco me entusiasmaba el rumbo que papá pretendía dar a mi vida…
Imperia adoptó una actitud de perspicacia. Él la cazó al vuelo, antes de que pudiera expresarse:
—No me interprete mal. Las relaciones entre mi padre y yo eran excelentes. Me respetaba a mí y yo a él. Por lo tanto, no tardé en comprender que lo que él deseaba para mí era lo mejor. Decidí asumirlo. Sin necesidad de esforzarme demasiado, solucionaba los casos más difíciles; ya sabe, las situaciones comerciales que nos ponían para resolver. En otro orden, solían organizar grupos de trabajo entre varios alumnos. Debíamos organizar empresas, inventar conflictos, solucionarlos. Debo decir, sin falsa modestia, que al poco de empezar esas reuniones, yo me encontraba convertido en el organizador máximo, el líder indiscutible. No le negaré que mi éxito me hacía muy feliz… hasta que cierto día me percaté de una circunstancia monstruosa. Sin que nos diésemos cuenta, en aquellas reuniones prácticas nos estaban dando ejercicios que consistían en ir hundiendo a los demás compañeros. Debía quedar uno sólo, triunfador a cualquier precio. Cuando comprendí que estaba aniquilando uno a uno a todos mis amigos sentí una repugnancia profunda… Entonces, me rebelé… di marcha atrás…
—Esto fue hermoso.
—Fue una estupidez. Al fin y al cabo me estaban preparando para triunfador, no para misionero. Además, el hecho de retroceder yo, no evitó que ganase otro. Este nos fue derribando a todos. Y yo, que había sido el mejor, me encontré con el trimestre perdido, me vi suspendido, y no por algún fallo en mis estudios, sino porque había salido alguien que supo ser más astuto. Aprendí bien la lección. Mi contrincante nunca volvió a ser el primero.
—Usted habrá oído decir que el éxito no da la felicidad.
—Es posible, pero nadie ha dicho que la dé el fracaso.
—¿No se da cuenta de su contrasentido? Demuestra aspiraciones elevadas y, luego, es capaz de rebajarse tanto…
Él permaneció callado unos instantes. Las gafas le daban una gravedad ante la cual una mujer como Imperia podía sucumbir sin demasiado esfuerzo. Pero ella ya no temía a la claudicación. Casi sospechó que le apetecía.
Sólo la preocupaba el riesgo de descubrir que su palurdo idealizado estaba muy lejos de ser un ingenuo.
—Soy lo que yo quiero ser. Sé lo que quiero en la vida: ni matar ni que me maten. Encuentro placer en mi trabajo y aspiro a que tenga la mayor resonancia posible. Por lo demás, soy un hombre muy sencillo. Y quisiera que usted entendiera que no aspiro a ser un genio.
—No debe preocuparse. La época de los genios terminó hace tiempo.
—Aun así. No quiero desilusionarla antes de empezar. En mi trabajo soy un verdadero as. Fuera de él, soy un mediocre.
—No diga esas cosas. Duele oírlas. Uno siempre debe exigirse el máximo.
—Entonces piensa igual que yo, pero en otro sentido. En cualquier caso, es evidente que necesito su ayuda. ¿Por qué se extraña? Ya le he dicho que sé lo que quiero. Es lógico que, por saberlo, también conozca mis limitaciones.
Ella calló unos instantes. Contemplar aquella belleza tan varonil y, de repente, gafuda, le producía una extraña sensación de melancolía, como si él fuese portador de mensajes que durante muchos años sonaron en vano y ahora se obstinaban en recordarle todo el tiempo que había perdido.
Por un instante temió que ocurriese igual con su trabajo, que una interferencia de su orgullo pudiera fomentar un equívoco irremediable: la creación de una figura postiza, incapaz de convencer. Era incluso posible que no le faltase razón al presidente. ¿Por qué disimular su vigor, por qué esconder aquella fuerza que ella había descubierto cuando espiaba los sucesos de la sala de juntas? ¿Y si lo tomase como marca de fábrica?
Concedió un descanso indefinido a sus meditaciones. De momento, se oyó a sí misma preguntar:
—¿Entre sus limitaciones se encuentra el baile de salón?
—Todo lo contrario. En lo discotequero, soy un desastre.
En los bailes de salón suelen confundirme con Fred Astaire.
—Hace años que no he bailado —murmuró ella, insinuante—. Y esta noche no transmiten ningún partido de copa.
—Fije usted la hora.
—Ya está fijada, Álvaro. Yo misma buscaré el lugar. Tiene que haber alguno donde lo más movido que toquen se parezca a Glenn Miller.
Y pensó para sus adentros: «Que sea lo que Dios quiera». ¡Estratagema singular en una dama que siempre presumió de ser atea!
AQUELLA NOCHE, mientras la llevaba al baile, Álvaro Montalbán la miraba de soslayo, con gran admiración que al mismo tiempo se aplicaba a sí mismo. Igual que la Sweet Charity podía haber cantado: «Si mis amigos me pudiesen ver», pero todavía no era tan esnob para ascender hasta las marquesinas de Broadway y ni siquiera tan moderno para descender hasta sus basuras. Se limitaba a reconocer que Imperia Raventós era la mujer más elegante con la que había salido nunca y que él mismo acababa de convertirse en la más adecuada contrafigura del tan socorrido Cary Grant.
«No es mujer de discoteca —pensaba, con satisfacción—. Es dama de Ritz. Seguro que lleva ropa interior de lo más refinada. A saber si las bragas son de visón».
Ajena a aquellos pensamientos, pero consciente de su efecto, Imperia planeaba la velada como solía planear todas sus cosas. Iba hermosa, sin aplastar. Abrigo negro, de chinchilla, y debajo un vestido de noche del mismo color, falda tubo, chaqueta ajustada y lentejuelas en la solapa, formando ondulaciones. Collar y pulseras de oro, imitación de la milenaria orfebrería cretense, con el tema de la avispa y la flor. Maquillaje discreto, destacando la raya egipcia en los ojos. Cabello suelto, con un toque de desorden ficticio. También el bolso, tipo cartera, siempre a punto por si necesitaba algún retoque.
Si había planeado cuidadosamente su aspecto bajo el lema «agradar sin acomplejar», mayor esmero puso en la elección del escenario. Se lo recomendó Miranda: «Es de lo más esnob. ¿Te acuerdas del viejo palacio de los Montemarrón? Lo han arreglado para cenas de gran caché, con velas, un zíngaro que toca Ochichornia y todo eso. También hay una orquesta de pingüinos para que bailen las carrozas como tú. Bailes de los de antes, de arrimarse mucho y practicar el cheek to cheek. Una monería, aunque un poco anticuada para las que, como yo, tenemos diez años menos».
Prescindiendo de las siempre variables edades de Miranda, su amiga tuvo que agradecer lo acertado de la recomendación. Era el escenario ideal para los nuevos ricos, los viajeros yanquis de compromiso y los espabilados ejecutivos que se iniciaban en los esplendores del lujo, pensando que estos tienen que parecerse inevitablemente a una tarta de nata. Pero era cierto que en un Madrid dominado por las discotecas de los jovencísimos, aquel santuario de estucos florales, marqueterías doradas y sillas Luis XV estaba haciendo mucha falta.
Por su parte, Imperia estaba radiante, no por sí misma, que ya conocía el alcance de sus afeites, sino por el reflejo que le prestaba la galanura de su pareja. Si ya era apuesto en su estado más bruto, las gafas le daban una autoridad que ella había sabido entrever por la mañana, en el campo de batalla de la sala de juntas. Y a los acordes de un Colé Porter o un Irving Berlín descafeinado parecía, efectivamente, el danzarín con alas en los pies que él mismo había anunciado.
Tenía estilo, tenía clase, tenía ritmo. Sin duda, Álvaro habría imitado a muchos de sus compañeros de oficio recurriendo a clases de urgencia en alguna academia de baile, del mismo modo que acudían a las academias de buenos modales para no hacer el ridículo en las comidas de compromiso. En el éxito social, también empezaba a imponerse la destreza en el tango, la delicadeza en el vals, la perfecta mesura en el deslizarse del foxtrot. Cualquier ejecutivo listo sabía que la elegancia volvía a ser benaventina.
Una vez más, Imperia estaba otorgando a su pareja luces excesivas. Ignoraba que su destreza en los bailes del pasado carecía de todo rigor científico: por el contrario, provenía de la práctica anual en las fiestas mayores del pueblo de su madre, donde un pasodoble debidamente marcado todavía despertaba los aplausos de la concurrencia.
De haber conocido Imperia aquel detalle, ¿no se sentiría más subyugada por lo que tenía de primitivo? El gusto humano es diestro en vaivenes y ambigüedades. Ahora que tenía ante sí a un Álvaro Montalbán convertido en un petimetre, no le disgustaba tanto recordarle vestido de baturro y hasta de pastor, si era necesario.
De vuelta a la mesa, improvisaron una charla ligera, sobre temas insustanciales. La mejor manera de irse aproximando paulatinamente, sin riesgos, sin sorpresas no deseadas.
—Una noche así merece champaña… —dijo Imperia, entre cigarrillos.
—Cava… —corrigió él.
—Por supuesto, me niego a semejante horterada. Nunca se dijo así en Barcelona. Lo tomábamos todos los domingos, incluso en las épocas de gran penuria. No puedo imaginarme a mamá, un día de Navidad, anunciando cava junto a los canelones.
—¿Cómo era su madre?
Ella se encogió de hombros al tiempo que esbozaba un mohín de disgusto.
—No me gusta recordar.
—Es lógico que no quiera hacerlo con sus amores, pero su madre… Vamos, yo no dejo de recordar a la mía. La más santa del mundo.
—Probablemente también lo fue la mía. Lo que yo le echo en cara nada tiene que ver con la santidad. Era su sometimiento. De hecho era un típico ejemplar de mujer sometida que, para colmo, cree no estarlo. Terriblemente culta, pero con una cultura que no le servía para nada. Siempre ordenando los libros de papá o tocando piezas clásicas al piano. Una manera como cualquier otra de observar la vida sin participar en ella…
El recuerdo es tan artero que regresa sin estar invitado. En este caso, regresaba una madre distinguida que deja languidecer sus huesudas manos sobre las teclas de un piano que invoca siempre notas románticas, en sus aspectos más dulcificados. Notas que, al salir a la calle, fluyen entre las vetustas fachadas pobladas por angelotes de piedra, faunas fantásticas, floras de cristales biselados, cúpulas neoclásicas, columnas dóricas, búcaros, acróteras y greguerías, que, en su agonía inmóvil, contempla el suave vaivén de las hojas en los plátanos del Ensanche. Una sensación que hablaba constantemente de la fugacidad del tiempo, parecida a la que emanaba de los estucos de aquel palacio madrileño, donde una orquestina de fantasmas tocaba Summertime.
Imperia venció al tiempo en su propio terreno. Sustituyó la fugacidad, por la urgencia. Esta se hallaba resumida en el aprendizaje de Álvaro Montalbán. Y avanzaba paulatinamente hacia el terreno adonde se obstinaba en conducirle. Le hablaba de él con extrema dulzura, casi ensimismada en la idea de hacerle perfecto:
—Yo había cultivado un sueño que le concierne a usted. ¿Ha oído hablar de Scott Fitzgerald? Supongo que nunca, pero no importa. Algún día le daré a leer algo suyo. De momento, imagine a un escritor que estuvo durante años en la cresta de la ola y, de repente, se convierte en un gran olvidado, que ve acabar sus días trabajando como guionista asalariado en unos grandes estudios de Hollywood, dentro de una coacción espantosa y anuladora. En estas circunstancias, tuvo una relación sentimental con la periodista Sheilah Graham. Bueno, más que periodista era una cotilla, una precursora de Cesáreo Pinchón (¡y sé que a él le encantaría la comparación!). Como le digo, era una cotilla, pero, por lo menos, tuvo el mérito de reconocer en Scott al gran hombre que había sido y que muchos habían olvidado. Esto sucedió en los últimos años de su vida, cuando navegaba entre el alcohol y la desesperación… Cómo un hombre de su categoría pudo convivir con una periodista de tan bajo tono es algo que escapa a mi comprensión…
Álvaro la interrumpió con gesto abrupto:
—Pues es muy fácil de entender. El amor, cuando es verdadero, puede con todo. No tiene vuelta de hoja.
Ella no supo si encontrarle tierno o tonto.
—Yo creo que una relación sentimental que se basa en la superioridad de uno de los miembros de la pareja no puede funcionar. Seguramente lo comprendió el propio Scott, porque a partir de un momento determinado intentó elevar el nivel intelectual de su amante, poniéndola a su altura. Se dedicó a enseñarle historia, geografía, literatura, todo lo que ella no había tenido ocasión de aprender. Llamaban en broma a aquellas sesiones «la universidad de un solo alumno». La Graham lo contó, después, en un libro autobiográfico mucho más valioso que todos sus escritos sobre las grandes estrellas de la época.
Álvaro Montalbán quedó pensativo unos instantes. Al cabo, decidió:
—Supongo que para ella sería más fácil someterse al aprendizaje. Al fin y al cabo, era una mujer. Para el escritor habría resultado… humillante.
—No imaginé que me saldría con una de esas. De todos modos, olvídelo. Ya le dije que era un sueño… muy difícil de aplicar en nuestro caso.
—Yo no he dicho eso. Todo lo contrario. Estoy deseando aprender. Empiece a enseñarme ahora mismo. ¿Cómo quiere que me vista para llevarla al cine mañana por la noche?
Cumplió su promesa. La llevó a un cine de la Gran Vía, si bien, como hombre que era, se adjudicó el derecho a elegir la película. Naturalmente, resultó una idiotez sobre todas las idioteces que pueden hacer varios estúpidos jovencitos americanos en una universidad de majaderos. Pero Imperia no se lo echó en cara, como cabría esperar. Después de todo, era un placer verle reír como a un niño. Sólo que el placer no evitó la venganza. Le obligó a prometer que, la próxima vez, sería ella quien elegiría la película.
Fue un buen pretexto para salir juntos la noche siguiente.
Imperia eligió con gusto; reponían El séptimo sello, de Bergman, en una sala de arte y ensayo. No era esta una perspectiva que pudiera resultar atrayente para Álvaro Montalbán; sin embargo, supo reconvertirla, llevándola hacia un terreno estrictamente pragmático: casi dos horas practicando el sueco es una experiencia importante para la preparación de cualquier ejecutivo que no volverá a practicar el sueco en toda su vida.
Al terminar la proyección, se desperezó.
—Era francamente metafísica —dijo, por todo comentario.
Pero Imperia acababa de recobrar el heroico espíritu de los presentadores de cine-clubs de los años sesenta.
—¿Quiere que le aclare algunos elementos del discurso?
—No hace falta. ¿Olvida que fui monaguillo?
—¿Y qué conclusión ha sacado, desde su experiencia digamos «religiosa»?
—Que al fin y al cabo, todos tenemos que morirnos un día u otro.
Era mucho más de lo que Imperia y el propio Ingmar Bergman se hubieran atrevido a esperar de un ejecutivo joven y agresivo.
Pero de aquella juventud, de aquella agresividad, sí esperaba Imperia una invitación para el día siguiente, y esta no se hizo esperar. Así pues, la noche del miércoles se consagraron de nuevo al baile. El mismo palacio, los mismos estucos, las sillas doradas y las melodías de antaño.
Mientras bailaban un slow, tomado en préstamo a Sinatra, Álvaro Montalbán tuvo un arrebato de inspiración.
—Hoy va usted de verde —comentó.
Ella quiso estar a su altura.
—¿Le gusta?
—Me atrae.
—¿Acaso le recuerda el brillo de las esmeraldas?
—Me recuerda un campo de alfalfa. Nada hay más relajante.
Contagiada por metáforas tan excelsas, ella introdujo un profundo suspiro:
—¡No sé qué daría para estar ahora mismo en pleno campo, lejos del mundanal ruido!
—Campo, lo que se dice campo, no puedo ofrecérselo esta temporada. Pero mañana tengo que resolver un asunto en Toledo, ciudad que relaja muchísimo, según me han dicho.
Así pues, al día siguiente, jueves, Imperia le acompañó a Toledo. Él tenía algunos encuentros, ella aprovecharía para curiosear en algunas tiendas de antigüedades. Después, se reunió con Álvaro para almorzar. Él llevaba su guía para el ejecutivo gourmet, y aunque Imperia se burló de su ingenuidad acabaron encontrando, gracias al libro, el lugar donde comer la mejor caza. Por la tarde, callejearon pausadamente, siguiendo otra guía, esta vez de Imperia. Gracias a los consejos de algún vetusto erudito local, a quien ella respetaba sin conocerle, se adentraron por callejas y plazas, subiendo y bajando al único son de sus pasos y al solo antojo de su necesidad de estar juntos en medio de la belleza. Deambulaban revisando fachadas, descubriendo ventanucos, inquiriendo en rincones que se les aparecían como por ensalmo, al son de secretas campanas y ecos de gestas perdidas. De fachada en fachada, de iglesia en iglesia, brotaban los más variados caprichos de la piedra: cenefas, cresterías, bóvedas, escudos, arcos y columnas.
Imperia leía en voz alta una serie de exhaustivas descripciones que acabaron por desbordar la capacidad de atención de su voluntarioso aprendiz.
En un momento determinado, Álvaro le cerró el libro con dulzura, pero no sin burla.
—¿De verdad cree usted que algún periodista de este país va a preguntarme sobre mis conocimientos de arte mudéjar?
—No estaba pensando en los periodistas. Estaba pensando en usted. En comunicarle el placer del conocimiento.
—Prefiero que charlemos. Lo antiguo, al baúl de la abuelita. Todas las cosas útiles empiezan con los años ochenta y ocurren en los Estados Unidos.
—Es curioso. Reacciona usted ante la historia como yo con mi propia vida.
—¿No le gusta evocar su pasado?
—No tengo necesidad de hacerlo. No sé que exista, siquiera en el recuerdo.
—Ya que no desea recuerdos, desplacémonos al futuro. ¿Le apetecería regresar en helicóptero?
—Seguro —dijo ella—. Nunca hay que negarse a la extravagancia.
Pensaba Imperia que el mozo estaba poniendo a su alcance todos los elementos de una película de las de antes. Amor y lujo a partes iguales, con un diálogo muy bien ensayado y una ambientación irreprochable. La naturaleza ponía el resto, programando para ellos un cielo diáfano. Allá abajo, lucían las adustas tonalidades que la luz invernal, concisa y cortante, iba arrancando a los campos castellanos. Y cuando apareció a lo lejos la gran capital, decidió Imperia que bien pudiera ser Nueva York vista desde el aire por tres bellísimas vampiresas a la caza de un marido rico.
Llegaron con el tiempo justo para cambiarse y encontrarse de nuevo para cenar. Después, siguieron bailando. La magia íntima de Cole Porter, la sinuosa cadencia de algún bolero con sabor latino, el vigor de Irving Berlin y todo cuanto una orquestina de segunda puede imitar con cierta gracia. Algo innecesario pero no completamente impresentable. Algo que ayudaba a sentirse lejos del mundo.
Fue entonces cuando Imperia echó la cabeza hacia atrás, en el éxtasis de la melodía, bebiéndola con los labios entreabiertos. Y Álvaro Montalbán reconoció que merecían un beso.
De nuevo ante el champán, intentaron parecer casuales.
—¿Qué plan tiene usted para la Nochevieja? —preguntó ella.
—Pensaba pasarla en Zaragoza, con mi familia. Esto se debe, precisamente, a que no tengo ningún plan concreto. ¿Cuáles son los suyos?
—Reúno a algunos amigos en honor de mi hijo. ¿Querrá acompañarnos?
—¡Mientras no se le ocurra invitar a alguna poetisa…!
—Lo más parecido será una folklórica. Reyes del Río. Llevo su imagen.
—He oído hablar de ella.
—Entonces, cuento con usted…
—Podríamos anticiparnos. Mañana tengo un almuerzo en Sevilla. Después, nada. Todo un fin de semana en absoluta soledad.
—No debe pasarlo solo. Sevilla se lo reprocharía.
—Empiezo por reprochármelo yo.
—No quiero que se traumatice con tantos reproches. Si bien se mira, hace dos meses que no voy a Sevilla. Es más de lo que cualquier persona sensible podría resistir.
Como era de esperar, Álvaro Montalbán se permitió la chulada de llevarla en el avión privado de don Matías de Echagüe. Imperia decidió encontrarlo normal. Era necesario para su imagen demostrar que el lujo no la cogía de nuevas. En parte, mentía. Estaba acostumbrada a la comodidad de la alta burguesía, pero no al innecesario lujo de los ricachones. La comodidad, el desahogo, el buen tono que presidieron su infancia y adolescencia se ensanchaban ahora para albergar el despilfarro.
Podía reprochárselo a la escandalosa vocación de riqueza y al culto a la apariencia que se había adueñado de las costumbres. No lo hizo. Aquella escapada en avión privado tenía sabor a secreto. Amantes que tienen algo que esconder. Amantes que huyen de la prensa. Álvaro Montalbán le brindaba la ocasión de sentirse furtiva. ¡Ella que siempre hizo las cosas de manera tan declarada!
En el hotel, guardaron las apariencias. Claro que no era esta la expresión adecuada. ¿Iban a guardarlas en nombre de lo que no había sucedido? La idea de tomar dos suites separadas distaba mucho de obedecer a un temor premeditado. Era lo más natural, en fin de cuentas. ¿Por qué entonces lo consideró ella un acertado signo de prudencia?
Mientras él asistía a su almuerzo, ella se dedicaría a hacer algunas llamadas. Presentaría a Álvaro a sus amigos sevillanos, todos la mejor gente, todos en la cumbre social y habituados a ocuparla desde siempre. Al punto recapacitó. Era absurdo desperdiciar las proposiciones de la ciudad en nombre de vanos protocolos. Prefirió efectuar su obligada adoración a los poderes de Sevilla. Paseó por sus calles sin fijarse una dirección precisa; se embriagó de colores, buceó en océanos de perfumes prodigiosos que no correspondían al invierno pero que acudían en tropel, como recuerdos dispersos de tantos paseos primaverales por aquellas mismas calles, bajo el idéntico signo del amor.
Una vez más supo que no era necesario llegar enamorada a Sevilla porque el amor era la ciudad misma.
Se perdió cuantas veces quiso para volverse a encontrar de repente, más perdida todavía. Buscó en algunos anticuarios ese mueble, esa cerámica, aquel posible grabado para el altillo de su hijo. Si era tan anticuado como pretendía Susanita Concorde, todo Sevilla podía ser un cofre maravilloso que se abría de par en par invitándole a llevársela entera. Y pensó que si aquel niño prosperaba en su afecto, le llevaría a conocer la Semana Santa, para que viera lo más grande del mundo.
Se detuvo ante la mejor tienda de ropa masculina. ¿Se estaba dejando dominar por el sentimiento maternal, aun antes de la ocasión de recibirlo? No tardó en desengañarse. El jersey que atrajo su mirada tenía las medidas de Álvaro Montalbán y respondía al estilo que Ton y Son le habían diseñado para las horas de ocio.
Un jersey rojo para un macho que la encendía. La coincidencia era tan sevillana, que estaba obligada a comprarlo, incluso en nombre del destino.
Comió sola, en el hotel, rodeada de falsos efectos morunos que conservaban todo el encanto de una poesía ecléctica, el valor añadido de un capricho situado más allá de cualquier tiempo. Para restituirla al suyo presente, faltaba todavía Álvaro Montalbán.
Cuando él llegó de su almuerzo, derrochaba optimismo. Su nuevo aspecto había constituido todo un éxito.
—He podido comprobar el efecto de las gafas. El presidente de la Antef me ha preguntado si tengo más dioptrías que él.
Ella le tendió la bolsa. Mientras él la abría, con afán, ella intentó buscar una excusa. Por fin dijo:
—Un acierto lleva a otro. Vi este jersey y decidí que no debería ir tan puesto. En fin de cuentas, a partir de ahora empieza el ocio.
—¡Rojo! ¿Qué voy a hacer si me pesca un toro?
—Torearlo. Usted es fuerte.
—Lo sé.
—¡Tanta fuerza para una vida tan sedentaria!
—Lo sé.
—Lamentablemente, este fin de semana no podrá hacer ejercicio.
—Sí podré. El conserje me ha buscado un gimnasio donde practicar mi squash.
—Cuanto más practique más fuerte estará…
—Lo sé.
Sabía demasiadas cosas, pensó ella. Y se enfureció, pero no contra las pretensiones del macho, antes bien contra su propia vulnerabilidad.
Regresó corriendo a la suite. Descolgó el teléfono. ¡Tantas llamadas que hacer, tantos compromisos! Dar señal de vida, unas palabras gentiles, fijar una cita, comprometer una cena urgente… ¡alguien que los acompañase para impedir lo que inevitablemente podía suceder! ¡Alguien con las suficientes cosas que contar para impedir el desastre…!
A menos que ella lo deseara.
Igual que hizo por la mañana, colgó el teléfono antes de haber decidido siquiera un número. ¿Para qué engañarse? Era absurdo recurrir a compromisos sociales cuando Sevilla entera estaba dispuesta a brindar con champán por el libre desarrollo de un capricho.
Llamaron a la puerta. Era Álvaro. Llevaba el jersey rojo sobre unas pantalones de pana gris.
—Vengo a que me dé el aprobado…
—¿Con tanta urgencia? Ni siquiera me ha dado tiempo a arreglarme. Pero está usted aprobado. Aprobadísimo, para ser exactos.
Estaba a punto de cerrarle la puerta, pero él se lo impidió con el pie.
—Imperia…
—Me dicen.
—¿Y atractiva?
—También me lo dicen. Últimamente, previo pago.
—¿Previo pago? Es ridículo que una mujer como usted tenga que pasar por eso.
—Álvaro, pese a todo prefiero pagar con dinero que no con penas.
Él se abrió paso, cerrando la puerta tras de sí.
—Somos adultos, Imperia.
—Yo bastante más que usted.
—Mejor. Ya le dije que no me atraen las niñitas.
—Entonces no querrá que me comporte como tal.
—Si le soltase el pelo, ¿qué pasaría?
—Que me habría soltado el pelo. Faltaría que me soltase yo.
—Pero usted está deseando soltarse.
—No se lo niego.
—Sin embargo, prefiere el moño.
—Será por comodidad. Cuando el pelo se suelta, corre el peligro de enredarse…
Él la tomó entre sus brazos, dulcemente, sin acercarla del todo.
—¿Teme acaso que yo resulte un poco brutote?
—Al contrario: nunca me han gustado los blandos.
—¿Tengo que hacer cola? ¿Es eso?
—Más bien creo que debería hacerla yo. No se me escapa que en ciertos salones de Madrid se empieza a hablar más de Alvarito Tenorio que de Álvaro Montalbán, directivo.
—Debería elegir mejor a sus espías. A ese Alvarito no le conozco. Y Álvaro Montalbán, para ser claros, quiere hacer el amor con usted. Y empieza a ser urgente.
—Nunca en horas de servicio. Igual que los cigarrillos.
—Tiene usted libre hasta el lunes. Fume de una vez.
Sus labios buscaron el cuello de Imperia. Se deslizaron suavemente, resbalando casi. Ella optó por deshacerse de su abrazo. Demasiado tarde. Notaba que ya no podía hacerlo sin peligro de provocar una situación violenta. ¿Se la merecía aquel pretendiente tan gentil?
—¿No tiene usted squash por la mañana?
—Tengo squash por la mañana, pero me aguantaré.
—Cumplido por cumplido: yo no voy a aguantarme, Álvaro.
Permitió que él la despeinara. La dulzura estaba dando paso a un frenesí que los dedos delataban.
—Álvaro. Un día me dijiste que sabías distinguir entre la ropa interior de una furcia y la de una señora…
—Con los ojos vendados y la única ayuda de la lengua…
—No me dijiste cuál preferías.
—La de las señoras, por supuesto. La de las furcias es más fácil de conseguir. Pero una verdadera amante debería combinar las dos cosas. En el amor y el hogar, una señora. En la cama, una golfa…
Ella tomó su cabeza, en busca de la boca. Le estaba anunciando que la golfa podía aparecer de un momento a otro.
Él le mordió la oreja, susurrante:
—Te lo pasarás bomba. Tengo un pene muy grande.
No era el tipo de alarde que ella solía agradecer. Lo encontró muy basto.
—Imagino que esto te preocupa más a ti que a mí…
—No seas ladina. Es sabido que las mujeres valoran al hombre por el tamaño de su pene.
—Serán las que no tienen otras cosas que valorar. Si sólo fuera cuestión de tamaño, una se buscaría un elefante.
Él tuvo una reacción violenta, que ella encontró sorprendente, pero no ilógica.
—¡Deja ya de darme lecciones! ¿Me crees un niño? En la cama, el profesor soy yo. Te la haré tragar entera. Y cuando terminemos, todavía me pedirás más.
Se quitó el jersey. Su colorido era innecesario. El rojo había ido a parar a sus mejillas. El rojo saltaba por sus ojos. El rojo era él, todo encendido.
Recordó entonces Imperia el color del deseo. Nunca precisó aprenderlo por correspondencia. Sabía que sólo dependía de su voluntad de entrega y esta se demostró con creces cuando arrancaba de un zarpazo la camisa del macho y se arrojaba furiosa contra su tórax, con ansia de morder.
Él sabía cómo defenderse. Todo consistía en no tener el menor miramiento con la mujer convertida en contrincante. Así, la arrojó sobre la cama y empezó a desnudarla hasta descubrir un sujetador de seda rosada, hinchado por la robustez de los senos. Ella misma se arrancó la prenda, refregando con ella la boca del macho, que la mordía ávidamente, como si el selecto perfume que emanaba fuese el perfecto instigador del apetito. Abrió él sus garras, decididamente feroces, y las cerró sobre sus pechos, empujándola hacia sí hasta que la tuvo pegada. Entonces, acercó los labios a los pezones y empezó a lamérselos. A los pocos segundos los tenía aprisionados entre los dientes, los succionaba más y más rápido, hasta que acabó mordiéndolos una y otra vez.
Gemidos entremezclados. Una intensidad incomparable. Hasta que la dejó caer sobre la cama, con las piernas completamente abiertas. Cada uno hizo ostentación de sus atributos, mostrándolos al contrincante, como un trofeo destinado a recompensar su encono. Erguía él su verga, definitivamente aumentada, se la acariciaba hasta arrancar de entre los pliegues del prepucio una cabeza rotunda, color rojo pasión, una cabeza que se convertía en brújula orientada hacia el sexo completamente abierto de la hembra.
Era un acto de exhibicionismo a dos. Él se recreaba mostrando la apoteosis de su masturbación descomunal. Ella se abría enteramente para mostrarle unos pliegues de rosadas carnosidades por las que iba resbalando la uña, inquiriendo caminos, buscando rincones, desapareciendo en las simas más ignotas. Así estimulado, él se arrojó de rodillas, recorrió con la lengua todos los caminos de la masturbación femenina, hincó los dientes en sus carnes más íntimas, succionó los labios, los devoró a fuerza de mordiscos mínimos, de una minucia sabiamente administrada. Entonces la abandonó de golpe, y ella, más encendida en el rechazo, se arrojó sobre la verga enhiesta y, abriéndose en puente, la asimiló por entero, golosa y voraz, y, por fin, colmada y aún dolida. No era el momento adecuado para una plática amorosa. Él exigía a gritos que se la tragase, la insultaba por no hacerlo, la humillaba por consumir en exceso, todo ello en una perorata humillante, resumida en gritos de vergonzosa obscenidad.
Imperia estaba acostumbrada a mandar. Ahora sentíase empalada en la cima del mundo. De repente, pareció descender hasta los abismos. Con un gesto violento, el macho salió de su sexo, esperando sus súplicas. Estas llegaron al instante. Ella deseaba más, lo pedía arrastrándose por el suelo, con la mano en alto, dirigida hacia aquel miembro que él mantenía enhiesto, dominante, esclavizador.
Él agarró su cabeza con ambas manos, la trasteó, la atrajo hasta su erección, obligándola a recibirla en pleno rostro, a soportar sus golpes. Ella intentaba desasirse, cerraba obstinadamente la boca, huyendo del envite que presentía, resistiéndose contra algo que nunca aceptó antes, algo que implicaba una sumisión. Él la preparaba, haciéndole tragar el puño entero; al retirarlo, lo sustituía rápidamente por el pene, sin darle tiempo a rechazarlo. Sintió ella un ahogo, una vergüenza, una ira que no podía expresar porque ya tenía la boca completamente llena. Sólo acertaba a pensar: «Me hundes, bestia, me hundes», y cuanto más se resistía, él la baqueteaba con más insultos, la zarandeaba como a un pelele, obligándola a acelerar el ritmo de las succiones, avanzando hacia un ritmo enloquecido que se veía obligada a mantener hasta dejarle jadeante, a punto de ahogo.
Con los dedos afilados como bisturíes, ella hundía las uñas en las carnes del macho, mientras él, poseído por la indignación y una furia todavía más intensa, ya un desgarro, acababa de ahogarla, abiertas sus poderosas piernas en arco triunfal, taladrándole la boca a velocidad cada vez mayor hasta que ella sintió el sabor resbaladizo del esperma arrojado en un escape frenético, un escape que impulsaba al macho a contraerse en posturas espasmódicas y gritos de excitación y execración.
Descorchó así su orgasmo Álvaro Montalbán, sin que ella intuyese siquiera el suyo. Y al recordar cómo había presumido él de su tamaño, decidió con amargura que para aquel viaje no hacían falta alforjas de tal magnitud.
Acababa de sentirse explotada por primera vez en su vida.
FUE ELLA QUIEN ELIGIÓ UN RESTAURANTE junto al río. La noche, aunque fría, era plácida, luminosa, con inesperados fulgores argentinos. Titilaban las siluetas de las casas sobre el agua como estancada del Guadalquivir y eran temblequeos que iban en busca del reflejo de la torre del Oro, situada a la otra orilla, con luces artificiales que, sin embargo, le prestaban tonalidades doradas, como quiere la leyenda.
Así dispuesta, de modo tan perfecto, la velada transcurrió en tono romántico, entre cariñosos apretones de mano, miradas fijas y sonrisitas ante cualquier trivialidad. Faltaban unos violines, pero ni siquiera en Sevilla se puede tener todo en un solo idilio. Ni siquiera la seguridad en la inteligencia de la pareja.
Sabía Imperia que en algún momento iba surgir la pregunta que ella nunca se atrevería a formular. Y surgió, por fin, a la hora de los licores.
—¿Te lo has pasado bien, querida? ¿Te he hecho gozar?
Ella rompió a reír frívolamente. Si no lo hacía podía resultar cruel consigo misma.
—Mejor me lo habría pasado si te hubieses ocupado un poco de mi placer. —Y aunque en sus palabras había visos de reconvención, añadió, con cariño—: La verdad es que eres un falócrata repugnante…
A él no le agradó en absoluto aquel comentario con excesivos visos de ironía.
—¿Por qué has tenido que decir esto? ¡Todo iba tan bien, todo era tan romántico…!
—¡Menudo romanticismo, el de un acto sexual a ritmo de zambomba!
—Las mujeres siempre tenéis que estropearlo todo… ¿Te gustaría que yo emitiera mi opinión sobre ti?
—La aceptaría.
—Entonces, me parece muy egoísta por tu parte que sólo pienses en tu orgasmo.
—Se suele pensar en él cuando no se ha tenido.
—Haberte acoplado a mi ritmo. Yo lo he hecho fantásticamente bien. Las mujeres siempre me han dicho que tengo un pene total. Vamos, que llena del todo…
Si Imperia contestaba a tales presunciones con la coherencia de que siempre hizo gala, la conversación podía desembocar fácilmente en la catástrofe. No deseándolo, calculó una estrategia. Se había mostrado demasiado franca y aquel mozarrón estaba necesitando una intrigante. Sacaría pues sus garras más útiles. Las de convencer sin sentirlo.
—No me hagas caso. Estaba bromeando. De hecho, me lo he pasado divinamente. Un delirio, vamos. Ha sido como descubrir el sexo.
Él respiró, aliviado. Comprendió Imperia que le hubiera frustrado excesivamente llegar hasta el fondo del debate.
Sólo necesitaba sentirse hombre. ¿Por qué privarle de aquella estúpida satisfacción?
Lástima que, además, necesitase sentirse galán de cine.
Naturalmente, no renunció a regresar al hotel en coche de caballos. Todo lo contrario. Se empeñó en dar una vuelta por el parque de María Luisa y apearse en la plaza de España, acaso para convencerse de que, además del placer del sexo, era capaz de proporcionar una velada romántica a la altura de una mujer cultivada. Continuaba la película, con todos los tópicos, incluida una luna lunera definitivamente cascabelera. Más definitivo era el frío, raro en el sur pero normal para diciembre. No lo reconoció así Álvaro, asumida ya su condición de gallardo paladín sin miedo. Lejos de su carácter el miedo a quedarse hecho un carámbano. Le salía el heroísmo a flor de piel o, mejor dicho, a flor de cachemir. Valiente, pero protegido. Mucho más que su dama, que había incurrido en el error de ponerse un vestido liviano sin pensar que a su galán le daría por explorar el Polo.
El cochero estaba ya aterido, maldecía la hora en que se le acudió aplazar el regreso a casa para pasear a aquella pareja y ganarse un sobresueldo. Pero Álvaro había oído maravillas del barrio de Santa Cruz y en ninguno de sus viajes anteriores había tenido ocasión de comprobarlas acompañado de una mujer bella y, además, sofisticada. Una mujer a la que convenía deslumbrar, antes de que pretendiera deslumbrarle ella.
Por otra parte, no era ajeno a cierta mística de las malas películas. Y en sus recuerdos de cine de pueblo aparecía Antonio Molina cantando sus penares al Cristo de los Faroles.
—El tal Cristo se encuentra en Córdoba… —se atrevió a decir Imperia.
—¿Vas a saber más que Antonio Molina? —exclamó él, un tanto fatuo—. Recuerdo perfectamente que cantaba sus penares en plena Feria de Abril. Y al final se reconciliaba con la chica delante de aquel Cristo tan sevillano.
Pensó Imperia, con pereza: «¡Tener que contarle ahora las falacias de un rodaje cinematográfico!». Pero lo hizo para no pasar por tonta.
—En Lawrence de Arabia, El Cairo era esa plaza de España que acabamos de ver. Suele ser lo que se llama licencias de ambientación.
—¡Licencia de narices! —exclamó él, airado—. ¿Ahora también quieres amargarme Lawrence de Arabia? Aquello era Egipto y el Cristo de los Faroles está en este barrio y, si no es así, me la corto.
«¡No, por Dios! —pensó ella—. Todavía tiene que rendir más de un servicio…».
—Seguro que es ese Cristo de ahí —gritó Álvaro, señalando una escultura que apenas se destacaba entre las sombras.
—Eso es la estatua del Tenorio —dijo el cochero, entre un rechinar de dientes—. La dejaron aquí, bien visible, para testimoniar que la función pasaba en Sevilla, milord.
Volvió a comprobar Imperia que su Álvaro no era de los que saben soportar lecciones. Dejando de lado la obviedad del Tenorio, prosiguió la búsqueda del Cristo de los Faroles con tan férrea convicción que hasta el cochero se vio obligado a callarse.
Álvaro Montalbán asumió con pasmosa tranquilidad que la anhelada reliquia podía ser un crucifijo que se halla en la plaza de la Santa Cruz, frente al restaurante La Albahaca. Imperia prefirió no decepcionarle. ¿De qué serviría? Un engaño, a veces, implica un consuelo. Lamentablemente optaba por engañarse también a sí misma, decidiendo que en aquel caso estaban hablando de turismo, no de cultura. Y en esta creencia quiso continuar mientras se internaban por las callejas del barrio, desiertas a aquella hora, misteriosas bajo los juegos diversos de la luna, locuaces pese al silencio, porque el repique de sus pasos sobre las piedras retumbaba contra todos los rincones, creando una melodía que les era devuelta cual ecos que se iban reproduciendo contra los cantos de esquinas infinitas.
La dimensión romántica de Álvaro Montalbán estalló con toda su fuerza al descubrir el cartel que anunciaba la hostería donde da comienzo la acción del Tenório. Y no era difícil suponer que habría visto varias representaciones de la obra, durante su infancia, en un teatro de Zaragoza. ¿La habría interpretado, además, en algún centro parroquial?
Adoptó la exagerada actitud de un rapsoda decimonónico para recitar, mezclándolos, algunos versos adecuados para la ocasión: «¿La hostería del Laurel? En ella estáis, caballero…».
Imperia pensó que era mejor aplaudirle, pero no pudo evitar preguntarse cuál sería su reacción si a ella se le ocurriese cantar Dos cruces en la plaza de Doña Elvira. ¿La consideraría ridícula? ¿Acaso cursi? No hubo tiempo para más preguntas. Él mismo solucionó la espinosa cuestión cuando, abriendo los brazos de forma desmesurada, proyectó al cielo una voz de timbre baritonal que entonaba, precisamente, la temida canción:
Sevilla tuvo que ser
con su lunita plateada
testigo de nuestro amor
bajo la noche callada…
Imperia pudo enrojecer de vergüenza; sin embargo, optó por continuar en talante comprensivo. Y como sea que Álvaro la estrechó un instante entre sus brazos, sintióse incluso recompensada. Pero supo que algo había cambiado en su vida, porque días antes le habría tratado de mastuerzo, mientras que ahora consideraba su tontería como un delicioso escape de la ternura. Y en las cursiladas nocturnas a que la sometía estaba viendo la continuación de la película cuyo guión no acababa de decidirse entre el romanticismo y la comicidad del absurdo.
Ante la Giralda iluminada, decidió tomarse una licencia por su cuenta. Al fin y al cabo, empezaba a conocer el repertorio de Reyes del Río y si había un lugar idóneo para rememorarlo era aquel y ningún otro.
Para su propio asombro se oyó cantar a toda voz:
Que le pongan lazo negro a la Giralda,
a la Torre de la Vela y a la Alhambra de Graná…
Él le soltó el brazo al instante, mirándola con cierta conmiseración:
—¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Cómo le van a poner un lazo a la Giralda, con lo alta que es?
Ella continuó con su vena folklórica:
Capote de valentíaaa
de su vergüenza torera
que a su cuerpo se ceñíaaa
lo mismo que una bandera…
—¿A qué viene esto? —refunfuñó él—. ¿Te ha sentado mal la sangría?
—Viene a que estarías maravilloso completamente desnudo, yacente, con tus músculos dormidos bajo la bandera…
—¡Qué idioteces decís las mujeres! La bandera es una cosa muy seria. Es cosa de hombres.
—Pues ¿no bordó una Mariana Pineda?
—Bordarla, sí. Nadie ha dicho que un hombre borde mejor que una mujer. Ahora bien, para defenderla de los enemigos seculares de la patria, tienen que ser los hombres y, además, muy hombres. ¿No te acuerdas del Alcázar?
—¿De qué Alcázar?
—Del de Toledo, coño. ¡Es que las mujeres sois de lo que no hay! ¿De esto te ha servido ir a Toledo? ¿Es que sólo te fijabas en los escaparates?
Imperia no quiso indignarse. Después de todo, no hay película de amor y lujo que no contemple una escena de pelea entre los amantes. No suele ser excesivamente peligrosa. Al final, todo se resuelve, y chico acaba encontrando a chica para los restos.
Se resistió a quejarse del frío. No quería darle motivos para considerarla una débil mujer.
De repente, se detuvo, presa de estupor por una revelación inesperada. Acababa de irrumpir como una instantánea. Una evidencia que todas las mujeres conocían desde el principio de los tiempos y que ella nunca había comprendido o acaso se resistió a comprender.
Lo que él estaba esperando era que ella tuviese frío. Lo que estaba deseando es que se sintiese indefensa. Lo que la salvaba antes sus ojos era que allí, en el barrio de Santa Cruz, él se sintiera guía y ella turista, él sabio y ella tonta, él la estufa y ella la friolera. Si se prestaba a la ficción era para provocar la suya propia, para que le proporcionase una mentira capaz de justificarle como ente superior. ¡Y hacérselo sentir resultaba tan sencillo! Simplemente idiota, de puro fácil.
Fingió ella un temblor intenso. Fingió que le rechinaban los dientes. Tartamudeó, al decir:
—Me estoy helando. Volvamos al hotel, por favor…
Él se quitó el abrigo y se lo echó sobre los hombros. La estaba abrigando, luego era útil. Era incapaz de disimular su satisfacción:
—¡Es que las mujeres no aguantáis nada! Pero volveremos al hotel, ya que es tu antojo. No quiero que te desmayes aquí, delante de la catedral.
Así obrará siempre un caballero que se estime. Jamás acudirá a una necesidad, pero se desvivirá para satisfacer el menor capricho de una hembra. ¡Comprador ideal de violetas, bombones o joyas! ¡Ayuda y mantenimiento de las desamparadas!
Ella estuvo a punto de arrojar un clamoroso «Olé», pero prefirió reírse en su fuero interno. Al fin y al cabo, burlarse de una ley no implica en modo alguno un desacato. Se obedece y una piensa: ¡Mierda quien la inventó!
Cuando llegaron al hotel, pensó que su interpretación de mujer sufrida bien merecía una recompensa. Aferrada a la mano de su hombre, apretándola con todas sus fuerzas, susurró:
—Sé gentil. Invítame a una copa en tu suite.
—¿Siempre tienes que ser tú la que tome la iniciativa?
—No la tomo, puesto que te lo estoy pidiendo.
Cuando él recobró la certeza de su propia iniciativa, la hizo pasar a sus aposentos, aunque no al dormitorio sino al salón que lo precedía. Pensó Imperia que aquel gesto conservaba algún rasgo de señorío antiguo. Las cortesanas, en la antecámara, para pasar el examen previo. Después se sabría si eran dignas de acceder a la alcoba del dueño, al santasantórum de la masculinidad.
—Querré un whisky… —susurró, ya insinuadora.
—Mejor una menta, que la pone contenta.
Al verle reírse de su propio ingenio, le imitó por si las moscas.
—¿Lo ves como a veces acierto con las bebidas?
Ella se abrazó a su cuerpo, atrayéndolo.
—También yo acertaré esta vez. Tú no quieres una mujer, sino una perra. Pero yo te quiero a ti tal como eres. Nunca conocí a un hombre que me excitase tanto. Así pues, como perra me tendrás, para tu gusto y el mío.
Aprovechando que él tenía las manos ocupadas por un vaso y una botella, le bajó los pantalones de golpe y se arrodilló a sus pies. Inició una felación dulce, parsimoniosa, una felación que dijérase una sonata de Liszt. Se entretuvo paseando la lengua por el prepucio, abriéndolo hasta la irritación, y luego empezó a trabajarse la cabeza hasta dejarla enrojecida. Por fin, consumió el miembro entero.
Supo que todo marchaba viento en popa cuando él empezó a gemir. Supo de sí misma que, como perra, no tenía precio.
A MEDIANOCHE SE DESPERTÓ abrazada a su cuerpo. Observaba su sueño feliz, limpio de culpa, ajeno incluso a ella. Le tenía desnudo, a su merced, y ella lo protegía, propietaria celosa, castellana de aquel alcázar tan potente. Al recapacitar podía sentirse tranquila porque todo respondía a los imperativos del deseo, no a las necesidades del amor. Pero no podía reprimir una cierta emoción al reparar en que estaba compartiendo su sueño por primera vez. Que sentía los latidos de aquel corazón adentrándose, por fin, en el suyo.
No sería amor, pero imitaba sus sensaciones.
Al tiempo que se dejaba sumir en un mar de ternura, sentíase acometida por un oleaje de reproches: «Has conseguido rebajarme, lo que nunca esperé lo has conseguido, me he rebajado ante ti, más vulgar que la puta más tirada, más hambrienta que el coño más famélico, te lo mereces, niño, te lo mereces, que sea tu recompensa de estudios, te la doy por anticipado, ¿o será la mía? Más estoy aprendiendo de lo que nunca presentí, más harta quedo, más saciada, más con ganas de no pararme nunca, nunca jamás…».
Desde la profunda inconsciencia de un sueño inmaculado, él le abría sus poderosos brazos. Al estrecharla, susurraba:
—¡Qué bien trabajas, gorrina, qué bien trabajas…!
Ella no quiso calcular si estaba cayendo en un error de consecuencias irreparables. Era cierto que le excitaba el bruto aquel. Era cierto que nunca antes sintió arrebatos parecidos. Y en última instancia, era cierto que en la humillación existe un placer jamás calculado por quien se cree dueño del poderío absoluto.
Y ya que dormían tan cerca de la antigua fábrica de tabacos, donde dicen que montaba sus jaranas la encendida Carmen, era el momento más adecuado para ponerse a ritmo de la habanera:
L’amour est un oiseau rebelle
que nul ne peut apprivoiser.
CUANDO EL LUNES POR LA MAÑANA se dirigían al aeropuerto, Álvaro Montalbán completó sus conclusiones de las dos noches anteriores: aquella mujer se habría fatigado mucho haciendo el amor. Él tenía la culpa. Era tan poderoso que las dejaba reventadas. Y ella era una hembra frágil, como todas las demás ella necesitaba sentirse protegida, ayudada, conducida, acunada acaso…
No estaban sus músculos en vano. Si disponían del poder de acaudillar, también tendrían el don de proteger. Si su pene avasallaba, su galantería debía reparar los daños. No se puede ir por la vida con un pene tan descomunal: las dejaba inservibles. Conviene reavivarlas mediante el afecto. Una cosa va por la otra. Y es ley de varón el combinarlas.
Durante todo el viaje, actuó como el perfecto chevalier servant. La ayudó a subir al avión, la acomodó en su asiento, se levantó en varias ocasiones para servirle whisky; buscaba una revista, preguntaba a los pilotos si podrían salvar los baches, para evitarle cualquier sobresalto. Imperia aceptó colgarse en aquel sentimiento. Al fin y al cabo, era la primera vez en muchos años que alguien planeaba las cosas por ella. Y además alguien tan guapo, alguien tan fuerte, alguien tan absolutamente imposible de encontrar fuera de los sueños de adolescencia.
Él no le pedía abiertamente que fuese frágil, pero ella sabía que tocaba serlo. Ella no esperaba de él que fuese fuerte, pero lo era sin pedírselo siquiera a la naturaleza.
—Esta noche repetiremos…
—Lo estoy deseando —dijo ella.
No mentía. Bien al contrario. Empezaba la urgencia del reencuentro. Incluso hubiera deseado que el mundo fuese una película pornográfica de lo más vulgar, de lo más absurdo, para tener la posibilidad de tomarle allí mismo, en el avión, recibiendo los envites de su pene sobre los cielos de Andalucía.
En defecto del sexo declarado, él formuló una invitación, que Imperia se esforzó en considerar completamente normal:
—Podríamos cenar en casa. Retransmiten un partido de baloncesto que te encantará.
Como ella no quería engañarse, decidió que, al sonreír, estaba siendo hipócrita. Pero lo cierto es que sonrió, sin detenerse a pensar en lo que era.
—Estoy convencida. Nada puede apasionarme tanto como ver un partido de baloncesto por televisión. Sólo quiero prevenirte de una cosa: no sé cocinar.
¡Faltaría más!