CUANDO IMPERIA empezó a contarle que había almorzado con Álvaro Montalbán, Alejandro se echó a reír. Pero ya sin amarguras incómodas. El yogur, abundantemente mezclado con el pollo al tandoori, habría obrado algún efecto benéfico. Si no, ¿de qué?
—¡Serás culebrona! —le espetó el filósofo—. Yo te expongo penas de amores y tú te vengas afrentándome con un guaperas.
—No te serviría. Tiene treinta años.
—Mujer, para una emergencia… Lo que los bomberos para el fuego. Lo apagan, se largan y muchas gracias por los servicios prestados.
—Ni para eso sirve. Es… vulgar.
—¿Tan vulgar?
—Zafio, ordinario, ignorante y supongo que hasta brutal.
—¿Me dirás que los chicos que alquilas son el príncipe de Gales?
—Es distinto. En estos casos mando yo. Dispongo de mi placer. Igual que un bolso. Lo aprovecho y, cuando me canso, se lo regalo a la asistenta. Así de sencillo.
Ella pretendía continuar el relato de su almuerzo con el bello ejecutivo. Alejandro seguía empeñado en acorralarla con una maniobra poco grata: remitirla a su propio terreno, haciéndole ver que no todos los ángeles caídos tienen que llevar las mismas alas para parecerse en la misma búsqueda.
Imperia fue desgranando un rosario de calamidades, todas atribuibles exclusivamente a Álvaro Montalbán. Hablaba con desprecio de sus defectos físicos —peinado anticuado, dientes separados, cutis sucio— y Alejandro se divertía preguntando una y otra vez si los chulos de lujo eran portadores de tantas perfecciones. Imperia viose obligada a reconocer que nunca se lo planteó. En fin de cuentas, lo menos representativo de un chulo es su cutis.
—En cuanto a Álvaro Montalbán, no hay defecto que no pueda arreglar una excelente esteticista, un buen peluquero y un dentista competente —acabó diciendo ella, con firmeza.
—De todos modos, mantenme informado. Me interesa saber cómo reacciona un supermacho aragonés cuando le sometan a una limpieza de cutis, o le depilen esos cepillos que tiene por cejas.
Y rompió en una nueva risotada que ofendió a Imperia.
Para afirmar sus posiciones continuó detallando la peculiar psicología de su cliente. Y cuando hubo terminado quedó convertido Álvaro Montalbán en el representante más activo de la burrología andante.
—Y aquí entro yo —acabó, decidida—. Le consigo todos los premios empresariales que le permitan destacar en las revistas de economía. A continuación, le hago aparecer junto a los personajes más importantes de este país…
—No dudo que puedes conseguirlo. Tampoco será tan difícil, dada la escasa categoría de muchos personajes importantes. Pero antes de incorporarle a todo esto ¿qué?
—Le acercaré a la cultura.
—Si no entiendo mal, le ilustrarás.
—Es la parte apasionante del asunto. Forjaré a un ser nuevo. En un año, no lo conocerán ni en su pueblo.
—¿Y me criticas a mí?
—¡Qué tendrá que ver!
—Que lo mismo intento hacer yo con mis chicos. Ni más ni menos que crear seres nuevos. Por lo mismo apasionantes. Es decir, tentadores.
—Es muy distinto. Tú te enamoras. Yo no podría sentirme atraída por ese hombre ni en el más loco de los sueños.
—Por ese hombre no. Por el que tú crearás a partir de este, podrías.
—No, porque conocería su origen.
—Sí, porque su origen le haría crecerse ante tus ojos. Exactamente lo mismo que yo, guapa. Cuando el niño está educado miras atrás y le recuerdas como fue: un pobre inútil a quien él mismo ha asesinado con tu ayuda. Entonces estás vencido. Porque celebras su hazaña y al mismo tiempo te celebras a ti mismo. Estás definitivamente perdido.
—Ya que me acorralas, acepto que podría sentirme atraída por él cuando sea otro.
—Atraída no. Enamorada. Apasionada. Loquita de atar por tu creación.
—Si así fuese no dudes que ganaría yo. Siempre gano.
—Que te crees tú eso. En la vida real, mucho más cruda que el teatro, Pigmalión siempre pierde. Galatea se crece y quiere caminar por sí misma. Es como un ciego al que ayudaras a cruzar la calle. Está esperando tu brazo, pero si recobrara la vista no esperaría ni a que cambie el semáforo.
—Lo que estás insinuando es monstruoso.
—Completamente. Quiero decir que lo deseable es que los ciegos no recobren la vista. Cuando lo hacen, el que los ayudaba está perdido. Claro que no será tu caso…
—Te digo que no. Le doy la pátina cultural, le suelto y cobro mi parte en el negocio.
—¿Y cuándo empieza la doma del gorila?
—Ya ha empezado. Sin él saberlo, Miranda se lo ha llevado de cabeza a la boca del lobo. Él cree que iba a una fiesta frívola. ¡Pobre cándido! En realidad se trata de un recital poético. Cierta psicoanalista argentina recibía a una poetisa mexicana. Sinfonía MacGregor, creo que se llama. ¿La conoces?
—¿Que si conozco a Sinfonía MacGregor? ¡Con decir que es lo más parecido a un macho que ha dado México desde Pedro Armendáriz! Voy a contarte un par de anécdotas…
El encantador camarero hindú no se lo permitió. Le señalaba, cuenta en mano, que ellos eran los últimos que quedaban en el restaurante.
—Hoy pago yo porque has accedido a escucharme —dijo ella.
—Total, no hemos cambiado de tema. En vez de hablar de mis adolescentes hemos hablado del tuyo. Dime sólo si te lo follarás antes o después de que haya leído a Proust.
Ella ni siquiera le contestó. Su mirada seguía el camino de la tarjeta de crédito y por un momento confundió su misión. Pensó que se estaba comprando una noche junto al principito hindú y no a los manjares de su reino.
Un reino tan sugerente en delicias que Alejandro lo soñaba todavía cuando, desde el interior del coche, miraba sin el menor interés las manipulaciones de Imperia para salir de los atolladeros en que les introducía constantemente la locura del viernes noche.
Calles frecuentadas como en pleno día, barahúnda de bocinas entremezcladas con gritos y canciones de jóvenes exaltados, colas frenéticas en las discotecas, pandillas bebiendo a la entrada de bares llenos a reventar, coches que serpenteaban entre la aglomeración de otros coches, luces que se disparaban contra otras luces, vapores espesos que se mezclaban con la neblina para condensar por fin una capa sólida, aplastadora, que acababa por convertirse en un manto definitivo, que ahogaba todos los mantos de la noche.
Esa noche que, pretendiendo ser de todo el mundo, ya nadie sabe a quién pertenece.
—Un largo fin de semana por delante —murmuró Imperia, complacida ante las expectativas de un descanso absoluto. Y al punto se percató de que su amigo no pensaba lo mismo.
Ante él se abrían dos jornadas muy aptas para dolerle. Esos días en que el ocio de los demás se convierte en una soga que va estrangulando los vacíos del solitario.
Acaso para retrasar en lo posible aquella condena del fin de semana en soledad, Alejandro pidió a Imperia que le dejase en una dirección que no era la suya. Ella sonrió con suspicacia, porque no ignoraba cuáles podían ser las aspiraciones de su amigo a aquella hora de la madrugada. Pero guardó un respetuoso silencio, que él supo agradecer.
Se limitó a añadir:
—Me ha quedado una cosa por decirte y si no la digo reviento.
—Pues reviéntate, si vas a hablarme del señor Montalbán.
Evidentemente, él no pensaba reventar.
—¿Tú no tienes un hijo?
—No sé si es exactamente un hijo pero, en efecto, lo parí yo. De esto sí me acuerdo.
—Entonces, ¿por qué no te ocupas de educarle a él, que buena falta ha de hacerle?
Notó que le había molestado aquella interferencia en sus deberes maternos.
—¿Y tú por qué no te cuidas de tus asuntos?
—A eso iba, mujer. A cuidarme de mis asuntos.
Se apeó ante un local de discreta apariencia. Sólo destacaba un portero con aspecto de guardaespaldas y una marquesina donde podía leerse: Extravagance.
Imperia tuvo un pronto de conmiseración, si no piedad, hacia los extravíos de su mejor amigo. Después de todo, un hombre de singular valía intelectual que no podía pasar una noche sin frecuentar los bares gay, era digno de lástima a sus ojos. Alguien que se estaba desperdiciando.
Pero el local cuyas puertas acababa de cruzar Alejandro no era en modo alguno un bar gay.
Era una sauna gay.
Sauna, baños, termas, balneario, ¿qué importa la denominación? Era el picadero preferido de las almas errantes que buscaban un refugio en las postrimerías de la noche madrileña.
Alejandro tomó su ticket, acompañado de unos números para la rifa de dos viajes al carnaval de Sitges, allá en la lejana costa. Pero no le importaba que pudiera tocarle o no. Buscaba amor, no disfraces. Buscaba una piel cálida, no frías lentejuelas. Y en los meses que faltaban para febrero, ¿quién sabe lo que llegaría a buscar?
Un formidable mozarrón del vestuario le dio las toallas, así como el número y las llaves de su ropero. Alejandro se desnudó completamente. Al verse en el espejo quedó complacido. Se conserva en el museo de Delfos el busto de un filósofo que se le parece un poco, pero en pánfilo. Algo que él no deseaba en absoluto. Lo perfecto, a veces, hasta aburre.
Decidido a probar la imperfección del espíritu, inició la búsqueda de un cuerpo aceptable, ya que el ideal lo guardaba en lo más profundo de sí mismo. Como el poeta de Calcis, podía cantar: «¡Oh, vosotros, efebos que brilláis en la hermosura, no neguéis vuestra belleza a los hombres honorables, pues en la ciudad, junto a las virtudes varoniles, siempre florece vuestra juventud, graciosa y dulce!».
Una escalera descendía hasta la planta baja, donde se hallaban las instalaciones deportivas: dos piscinas y un gimnasio. Las piscinas para el morreo, el achuchón y el previo acuerdo que culminaría en las habitaciones de la planta superior, las de las camas. En cuanto al gimnasio, nadie lo utilizaba y con razón, pues a la loca que no ha arreglado su cuerpo durante el día poco tiempo le quedará a las tres de la madrugada.
Antes de llegar a las saunas, se desarrollaba un turbio ovillo de largos pasadizos sumidos en una penumbra rojiza, un amasijo de tinieblas en cuyo seno los cuerpos se insinuaban sin mostrarse del todo. Cuando aceptaban darse a la luz, para ofrecerse abiertamente a otros, aparecía el esplendor de la carne y también su decadencia absoluta. No había término medio. Apuestos jovenzuelos mezclábanse con caballeros demasiado maduros, cuando no decididamente provectos. La promiscuidad del desnudo no siempre favorecía el erotismo. Por cada cuerpo deseable, aparecían peludos esqueletos o informes masas de adiposidades arrugadas, cuerpos que, arrimados en las paredes, diríanse reses colgadas de los garfios de una carnicería.
Alejandro avanzaba entre aquellas masas con la certeza de un extrañamiento total. Se había anudado la toalla a la cintura, a guisa de faldón, con el capricho desesperado de sentirse alejandrino. Un filósofo que se dirigiera a las termas en busca de discípulos.
«Oh, efebo, te busco pero tú no me oyes, ignoras que con tu carro dorado pasas sobre mi corazón…».
Cerró los ojos. El mundo clásico estaba a su alcance. Los cuerpos eran tan bellos, su canon tan perfecto, que le aproximaban a la idea de la divinidad. Reproponían continuamente el triunfo del ideal. El escenario se correspondía completamente con el ensueño. De mármol blanco eran las termas, de porfirio negro las enormes columnas, perforadas con rosetones de oro puro las inmensas cúpulas que permitían filtrarse a los rayos de Helios, siempre triunfador, en su carro alífero sobre el prístino cielo del Egeo…
Al abrir los ojos vio que no pisaba sobre mármol, que era una alfombra de goma negruzca y las paredes estaban forradas con una derivación sumamente basta del esparto. El sol nunca llegó a aquel subterráneo y en lugar de biblioteca u obligada sala de triclinios había un minicine donde se proyectaban películas pornográficas. Todo el mundo estaba desnudo, como en el resto del local. Entraban y salían los que llegaban de las duchas o las piscinas. Algunos tomaban asiento, otros se limitaban a observar la mercancía y, en caso de desacuerdo, salían con la búsqueda a otra parte. Varios cuerpos que permanecían en los asientos, reaccionaban ante las imágenes de la pantalla con alguna erección destinada a servir de propaganda. No faltaba quien optaba por aprovecharla, a falta de algo mejor. Había quién se masturbaba, quién permitía que se lo hiciera otro, quién optaba por la tocata a varias manos. Los más audaces, inclinaban la cabeza hacia el pene del vecino, y la inclinación terminaba en una felación. Las realizaban preferentemente caballeros carrozas, que ya no podían aspirar a recibir otros favores de los jovencitos. Estos los dejaban actuar sin mirarlos siquiera, se excitaban mirando la pantalla donde triunfaban los hermosos, inalcanzables modelos, jóvenes dioses del más moderno de todos los afrodisíacos: la imagen enlatada. Adorables rostros de yanqui estúpido superpuestos a cuerpos perfectos. Actualizaciones de Adonis, pero muy alejadas de los himnos que continuaban atormentando el alma de Alejandro: «Oh, tú, que deslumbras al mundo, con tus rubias guedejas…, tú divino efebo que luces como Apolo Citereo…».
Siguió Alejandro hasta la sauna propiamente dicha: sobre los bancos de madera yacían dos cuerpos que diríase quedaron pegados a causa del sudor. Se retorcían, ávidos, dichosos, entre un conglomerado de vapores asfixiantes. Decidió no molestar, aunque sabía que en más de una ocasión era bien recibido un tercero y hasta un cuarto. No era su estilo de adscripción. Luego de rechazar, avanzó a lo largo de nuevos pasadizos oscuros, poblados por otros cuerpos de escaso atractivo, cuando no francamente repugnantes. Jugaban sus últimas bazas los desesperados de la madrugada.
La luz se hizo cuando alcanzó las zonas de las piscinas. Había algunos besándose en una enorme jacuzzi de agua caliente, pero los más paseaban en actitud exhibicionista o se limitaban a cotillear en las mesas distribuidas alrededor de una barra de bar destinada a servir café y bocadillos para los trasnochadores. El encuentro se desarrollaba en fase de comadreo. La tertulia después del sexo o, simplemente, el punto de reunión de quienes habiendo renunciado al sexo sólo aspiraban a la tertulia. Y aun alguno de estos, sexagenario acaso, se complacía mostrando a los amigos un par de soberbios adolescentes que le reían las gracias o se limitaban a servirle. «Y que revienten las envidiosas», solían gritar, omitiendo el precio que tal desplante les costaría.
Pese a las opiniones que de él pudiera tener su amiga Imperia, Alejandro maldecía el loquerío. Abominaba del exhibicionismo propio de puta vieja, que le hacía sentirse alejado de aquel mundo tanto como del heterosexual. Era uno de esos homosexuales que no pertenecen a ningún lugar, no representan a nadie, se sienten ajenos a todo cuanto no sea su propio sueño. El de Alejandro seguía siendo el resultado de una actitud eminentemente clásica y, por ello, perdida. Tenía bien presente la mitología del hombre maduro a quien reverencian los más bellos adolescentes de la polis. Sentíase a punto para que un dulce efebo, tenido entre los más inteligentes de su curso, le tomase por maestro y al mismo tiempo le suplicara su amor absoluto, llevado hasta los límites de la muerte.
Miró a su alrededor y todo cuanto supo ver era la vulgaridad de la noche urbana, degradando todas las cosas bellas en que creía.
Recordaba el efecto que los ojos de un efebo provocaban en los artistas griegos. La poesía de aquellos siglos venturosos estaba llena de elogios a aquellas miradas tiernas, que encadenaban para siempre el alma del artista. Pero ya nadie miraba a los ojos en la noche del sábado. Las miradas buscaban pollas mientras los labios se entreabrían o se cerraban completamente, según el acierto o la precariedad de las medidas.
El mismo sintióse observado. La mirada llegaba desde la barra del bar y fue seguida por una sonrisa de insolencia. La ostentaba un morenito bastante agradable. Veinte años a lo sumo. Ya no el efebo ideal, pero todavía un chorbito pasable. Tenía ojazos negros y morros de beduino.
Alejandro le abordó con una pregunta que consideraba el paradigma de la originalidad:
—¿Estudias o trabajas, niño?
—La chupo, tío.
—¿Y qué más?
—Cobro.
No era la respuesta ideal para un alma educada en el neoplatonismo.
Habría algún efebo más suave, uno que llevara en la sangre el inefable don de la poesía. Ya no pedía que fuese traductor de Rilke. Por lo menos que lo hubiera leído. Y, a fuerza de bajar listones, decidió: «¡Por lo menos que sepa que no se trata de un grupo de rock!».
La búsqueda resultó extenuante y, además, baldía. Tanta esterilidad le distanció definitivamente de lo sublime. La excitación decretaba sus propias urgencias. La excitación mandaba por sí misma, distanciada de la voluntad. Retrocedió sobre sus pasos hasta encontrarse de nuevo con el morenito de los morros. Le dijo que podía alquilar uno de los dormitorios del primer piso, si le acompañaba. El otro anunció su precio. Él se conformó. Subieron a un cuartucho provisto de cama de matrimonio y tenues luces rojas. Un paraíso para dos, dijo el mancebo. Acto seguido, se la chupó. Alejandro devolvió el cumplido con dos billetes de cinco mil. Era un precio razonable, pero compraba bien poca cosa.
Desde luego, ningún sueño.
MIRANDA BORONAT descubrió a lo lejos las urbanizaciones de Majadahonda. Aparecieron algunos remedos de chaletito suizo entremezclados con bloques de apartamentos, que casi empezaban a ahogarlos. Pero había numerosos jardines artificiales destinados al goce comunitario, por lo cual la dama entendió al instante que si bien no era una zona que ofreciera la seguridad del lujo asiático tampoco soportaba abiertamente el ultraje de la pobreza africana.
Por lo menos tuvo como cierto que era distinto de Ávila. No había murallas.
Aparcaron por fin ante un bloque parecido a otros diez. Pero Álvaro Montalbán respiró por saberse en algún lugar concreto.
Algo le intranquilizaba.
—¿Su psicoanalista también es lesbiana?
—No diga tonterías. Ella no puede ser lo que son sus pacientes. Por eso se fue de Argentina.
—¿Por qué?
—Porque allí todos son argentinos como ella. De verdad, a veces parece usted tonto.
El argentinismo de Beba Botticelli apareció, deslumbrante, no bien ella abrió la puerta y se excusó rápidamente porque la mucama filipina se había tomado la noche libre.
Pero todo el mundo sabe que sólo tiene una asistenta por las mañanas.
Miranda contó rápidamente sus peripecias por tantos y tan intrincados senderos castellanos. Beba Botticelli la aplaudió sin reservas.
—Pues habrá sido grato. Ávila, de noche, es tan exciting como Manhattan visto desde Brooklyn. Pero decime, piba, ¿quién es ese bacán tan lindo?
—Es el de Imperia. Te hablé de él.
—¿Un gigoló?
—Para nada. Un cliente.
—¿Le pagás vos, che?
—Cliente de business, mujer.
—Macanudo, así no hay equívocos. Porque alguna invitada de esta noche podría insinuarse, ¿viste?
Álvaro Montalbán se alarmó. Beba Botticelli intentó suavizar el alcance de su indiscreción.
—Reuní a algunas de mis pacientes más dilectas. Son cabecitas alocadas, tiros al aire, pero todas de gran tren. Muy amorosas, ¿viste?, pero también ansiosas. Van encendidas.
—Pues ¿qué las pone así? —preguntó Álvaro.
—La dolencia de Eros, mi lindo.
Y Álvaro pensó que tendrían urticaria.
—No creo que nadie se interese por él —exclamó Miranda, en voz bien alta—. Es desastroso. ¡Si será paleto que se me presenta con camisa a cuadros! Mírala bien: ¡es de risa!
Para Beba Botticelli la camisa pasó completamente inadvertida ante el impacto del abrigo. No hay argentina que se resista a uno de cachemir y la Beba, al tomar el de Álvaro para colgarlo, decidió al instante que los burros, con ropa cara, son Einsteins.
Además de argentina, Beba Botticelli era profundamente filoamericana. Su continente natal aparecía representado por multitud de recuerdos acaparados en distintos viajes. De las paredes colgaban ponchos, sarapes, pinturas de los indios huicholes; sobre arcas y cofres lacados en rojo se amontonaban espejuelos peruanos, idolillos mixtecas, un bandoneón arrabalero, árboles de la vida y milagritos de las fiestas de Guadalupe. En el suelo, a guisa de alfombra, dos cueros de vaca.
—Provienen de la estancia de mis viejos, en mi Córdoba natal y tan querida.
Mentía. Era porteña. Y, además, de conventillo.
También Europa tenía su lugar entre tanto exotismo. Una columna salomónica pintada de plata, algunos libros franceses, originariamente de bolsillo pero ahora encuadernados en piel, varias litografías inglesas compradas como postales en un quai de París, y un póster de la Flora de Tiziano enmarcado en una cornucopia dorada a la que se añadió pátina artificial. Como suele suceder, el marco era mucho más valioso que la reproducción.
En lugar destacado, sobre una mesita de metacrilato blanco, una fotografía del doctor Freud y otra de Borges tomando el té con Victoria Ocampo.
No faltaba nada. Ni siquiera Beba Botticelli.
Estatura media, cutis pálido como los polvos de arroz, pelo teñido de rubio castaño con un mechón blanco. Y, por atuendo, una túnica con bordados bolivianos y gran cantidad de collares de madera atribuidos a ya no se sabía qué remota civilización precortesiana.
Se excusó por la ausencia de su marido, el escritor venezolano Nelson Alfonso de Winter, muy conocido en las tertulias televisivas de medianoche y en cierta mesa del Gijón. Por sus constantes y bien documentadas disertaciones sobre la influencia de los ovnis en las catedrales góticas y las secretas relaciones entre el Santo Grial y el observatorio astronómico de Chichén Itzá. Por lo visto pasaba el fin de semana en Galicia, investigando para un ensayo sobre las posibles influencias de Prisciliano en la obra de Woody Alien.
—¡Pobrecita yo! Siempre esperando que él termine su esforzado opúsculo. Pero hoy me alegro de que esté ausente, porque así vamos a ser muchachas solas… excepto usted.
Y Álvaro notó que, a pesar de su abrigo de cachemir, no era bien recibido. Máxime cuando oyó que Beba decía a su acompañante:
—Che, Miranda, oí: si esta noche no te decidís a lesbianizarte, tu libido se resentirá durante muchos años y tendrás una vida de lo más paria. Escuchá no más el llamado del sexo.
—¡Eso de la libido me da un asco! Yo encuentro que, sin libido, una se divertirá más. ¿No podrían extirpármela?
Dejaron atrás un corto pasillo atiborrado de diplomas enmarcados que garantizaban los conocimientos de Beba Botticelli en lo psíquico y otros cuadros con recortes de periódico que demostraban la consideración de que gozaba Nelson Alfonso de Winter en el ejercicio de la crítica literaria y en artículos del tipo: «¿Era fray Junípero Serra un extraterrestre?». Cuando por fin llegaron al salón, Álvaro lo confundió con el invernadero, tan atiborrado estaba de plantas tropicales, muebles de bambú, calaveras de papel maché y loros de madera colgando del techo.
—Como podés ver, mi nidito es una bombonera.
—Más bien una caja de cerillas —comentó Álvaro, con una risita traviesa—. ¡Más diminuto no puede ser!
Nadie rio sus gracias. Por el contrario, Miranda pensó: «Tiene los dientes separados. ¡Qué feo es! No me extraña que todas las mujeres inteligentes del mundo prefieran acostarse entre ellas».
Pero ninguna de las asistentes al festejo parecía ser de su opinión. Al descubrir la formidable apariencia del recién llegado, casi se les cayeron los vasos de las manos.
—Fíjate en el tipo que se trae Mirandilla —exclamó una de las invitadas—. ¡Está que ofende!
Y al volverse todas para observar sin el menor recato, dejaron al descubierto a la dama cuya tremenda mole estaban rodeando. Una especie de pirámide azteca que emitía truenos rituales en forma de voz más o menos humana.
—¿Horita me llegan, cuates? Pos me estaba haciendo bilis de puritito esperar.
Era la poetisa inmortal. El donativo del genio mesoamericano a la caduca Europa.
—Permisito —murmuró Beba Botticelli, con extremo tacto—. No te enojés, Sinfonieta. Total, se perdieron.
—El pinche enojo no es mi onda, requetechula. Me echaba una platicada con esas ninfas, pa ver si las connoto. Pos tú ni me las presentaste, y eso que son de los más very nice.
Hablaba como Pancho Villa, pero vestía igual que Margarita Gautier en el segundo acto, cuando pretende curarse la tisis en la campiña. Un vestido de muselina, que ocupaba la anchura de un miriñaque, estampado además con ramilletes de flores y lacitos rosa. Una pelambrera negra, como de esparto, caía sobre sus espaldas desnudas. Anudada al cuello, una pamela de gasa, también floreada. Guantes blancos hasta el codo, por supuesto. Y todo ello destacaba poderosamente sobre su piel negruzca, de india rematada.
Por las palabras que Beba Botticelli susurraba a Miranda, era evidente su fascinación por la invitada.
—Es regia. Es la encarnación del alma azteca, ¿viste? Por un perfil se parece a María Félix; por el otro, a Dolorcitas del Río.
—¿Y por qué va vestida de muñeca de porcelana? —preguntó Álvaro.
¡Ay, delicadezas del alma poética, que el macho nunca estará en grado de entender!
Beba Botticelli quiso insultarle. Rectificó a tiempo.
—Luce moarés con estampado de flores para repartir la primavera por los hogares del mundo, aletargados por la gelidez de las ánimas y la incomprensión de los espíritus.
—Chamaquitas, presten atención a mi hermana americana, que me hará los prolegómenos con pastoril acento.
—Yo no oso presentarla, darling, no oso.
—¡Ose de una vez, leche!
—Pues oso. Atiendan, muchachada. Recién inundé mi departamento, vulgo flat, con los silvánicos óbolos que Natura ofrece a las almas sibaritas. En este prosaico refugio de lo diario cotidiano recibimos hoy a la más eximia trovera que dio mi continente en muchos años de buscarse la identidad entre lirios y espinas. Ella es como una camelia que nació al socaire de mil exilios interiores, en constante peregrinaje por innúmeras latitudes, en incesante trasiego por increíbles fee-lings del alma sublimada por el éxtasis poético. Y todo en su porte es tan bucólico que sólo las flores se le igualan y sólo la música se le parangona…
—Pos a las muchas gracias, mi chula. Atencioncita, niñas. Soy la afamada Sinfonía MacGregor, de padre porteño y madre mexicana. Llevo en la sangre glóbulos de Alfonsina Storni y de la indiecita Malinche. Soy samaritana de la Fuente Castalia, vocera del Parnaso, speaker de las Musas… Mesmo que la Adriana Lecouvreur, heroína de la aplaudida ópera así intitulada, bien pudiera cantar:
lo son l’umile ancella del genio creator…
»¡Mujeres, hembras, comadres requetebonitas! Tan inspirada avanzo hacia este encuentro con la Madre Patria, tan enervada, tan pletórica de sweetness, que me siento fascinadora, espectacular, incluso egregia. Mas no se me rajen, no, pos soy mero humilde y, del reino de Flora, no aprendí las lecciones de las altivas orquídeas, antes bien el maestrazgo de la tímida amapola, que germina donde le permite Natura y, por tímida, no estorba al libre decurso de los astros.
Beba Botticelli no salía de su éxtasis. Parecía fumada.
—¡Oh, toda vos sos poesía, toda vos sos polen de las musas! Con tu sola presencia, se llenó el foyer de hexámetros.
—¿Hexámetros, dijo? ¡Ándele ya! Soy mero poco para utilizar esta metro que los clásicos hicieron inimitable. Yo soy puritita modestia. No más alcanzo a torpes tropos, sencillos pareados y alguna anacreóntica de palenque. Todo, toditito en mí es humilde.
—Especialmente la humildad —rugió Álvaro—. ¡Tendrá valor!
Sinfonía MacGregor volvió hacia él unos ojos furiosos.
—¿Qué dijo ese atravesado?
—Ni caso, Sinfonieta. O es boludo o chupó más de la cuenta.
—¡Pos ni chicle! Como decimos en Jalisco: «Todos los hombres se tapan con el mismo sarape». Y mejor no digo más, pa’ no correrle.
Al descubrir a Miranda, el corpachón de la MacGregor se abalanzó sobre su escote.
—¡Ira de Dios! Esa potranca está resuave. Como que a poco es la ingenua tortillerita que tanto espacio ocupó en nuestras pláticas, mi Beba. Como que será por azar esa almita extraviada cuyo nombre la asemeja a la dulce hijita de Próspero.
—No la entiendo ni pum —dijo Miranda.
Intervino, en traductora, Beba Botticelli:
—Porque vos precisás aclaración. La mentada Miranda es la hija del mago Próspero, un anciano que mora en una isla de la cual no salió jamás la dulce mina. Todo ello acontece en el chef d’oeuvre de Guillermito Shakespeare La tempestad, ¿viste?
Así informada, Miranda hizo una reverencia de las de ir a palacio:
—Miranda me llaman, sí. Para servir a Dios y a ustedes.
—Alouette, gentille alouette! ¿Son tus mejillas las que despiden ese arrollador perfume de after shave, rechula?
—El after shave es del caballero, que es muy machote.
—Pos que se cuide, que a cada capillita le llega su fiesta. ¿Machotes a mí? ¡Ándele ya! Acá la única ley que arrasa es la de la hembra… Pos ora presénteme a las otras chamaquitas.
—Son ávidas oyentes de su ópera prima, darlingcita. La amorosa Perla de Pougy y la ejemplar Cordelia Blanco.
—¡Pos que Perla tan requetebonita! Oiga, cuerpo, la veo muy ofrecedora.
—No para usted, muñeca. Los machos me van con lo que les cuelga, nunca con la raja.
—Lo tomo esport y cambio de onda. A ver, a ver esa Cordelia. ¡Pos si se llama como la hijita bondadosa del King Lear! Me está saliendo una cachupinada muy shakesperiana. Nice, very nice. Béseme, niña.
—Enchanté, guapa —dijo Cordelia, besando a la vate con tal dulzura que la hizo temblar.
De repente, se abrió paso entre las otras una dama que era el espectro de la decrepitud.
—Y puesto que en Shakespeare estamos, ¿quién es ese monstruote? ¿Calibán u Otelo?
Se trataba de una dama de aspecto aristocrático y piel arrugada en tantos y tan diminutos pliegues que diríase un cargamento de pasas mezclado con otro de dátiles.
—La marquesa de San Cucufate. Dama de gran caché, querida mía.
Inclinóse la aristócrata con hondo penar de su hernia.
—Madame la poétesse…
—¡Qué chocha resultó la marquesota! —exclamó Sinfonía—. No me dirá que, con estos achaques, también va ansiosa de amores…
—No, mi dulce, que ya sólo chochea de achaques sociales. Ella esperaba que con la restauración de la Monarquía restaurarían también la corte. Ya se veía llevando el pañuelo de la reina sobre almohadón de raso. ¡Qué chasco el suyo! No la invitan a palacio, ni para una horchata, ¿viste? Ahora está aterrorizada porque en sus sueños más secretos se ve a sí misma entonando la Internacional con el puño en alto.
Sinfonía MacGregor observó a todos los invitados con mirada de abierto desengaño.
—Let’s face it, Botticelli: el material humano es ciertamente pobre.
—¡Ay, sagaz Sinfonieta! ¡Mayor mérito para vos si conseguís depositar en semejante yermo unos gérmenes de alta poesía!
Tomaron todas asiento. Sólo quedó en pie Álvaro Montalbán, que se apoyaba en el respaldo de Miranda mientras se esforzaba en esquivar un pie de Perla de Pougy y otro de Cordelia Blanco. Cada una le rascaba un calcetín, pero ninguna le miraba. Mientras los pies pedían guerra, los oídos parecían absortos en las expectativas poéticas que fluctuaban por la sala.
A mayor distancia, Sinfonía MacGregor se erguía como una peña abrupta, tantos y tan agudos eran los michelines que amenazaban con reventar su delicado corpiño. Erigida en monumento nacional por decisión propia, sacó de un enorme bolso de punto unos pliegues de papel escritos en caligrafías gotizantes.
—Empezaré con mi toma de conciencia. La afirmación de mi exuberante feminidad contra la insultante grosería del macho universal. Empiezo no más. Pero las alerto: ándense toditas con tiento de no rajarme, pos aunque luzca mero seria puedo ser de lo más parrandera.
Miró directamente a Álvaro, como si le dedicara todos sus reproches.
—Poema de rechazo. Se intitula: «Oda a un amor que no merecía mi amor». Y reza así:
Te vi llegar por la dehesa
y vomité al ver cómo llegabas.
—¡Igual que yo! —exclamó Miranda—. Yo también vomito mucho.
—Qué asco —dijo Álvaro—. ¡Qué zafiedad!
—¡Caballero, no critique más mi obra, que ora sí me ofendo! Meta el orden, Botticelli.
—Perdónale, che. Es un malevo, capricho de la piba; un sonso incapaz de comprender cuán grande es transmitir, en una estrofa, todo el ultraje que puede inspirar un romance finiquitado… Proseguí, proseguí.
—Terminé, mi prieta. Pronunciaré ahora un épodo parejo:
Te recordé
y eras
puro escupitajo.
—¡Sublime! —gritaba Beba Botticelli—. ¡Amoroso! ¡Seráfico!
—A lo que hace esa mujer con sus amantes le llamo yo vicio —comentó Álvaro.
—¡Hombres calzonudos! O se calla o le parto la madre. ¡Ay, Bebota, yo no puedo continuar sometida a una agresión machista!
—Disimulá, dulce Sinfonieta. Ustedes, silencio y al loro. No vamos a interrumpir un recital tan fardón con detalles de existencias miserables, digo yo.
—Depende, mi hija. Las vidotas mediocres y anodinas no carecen completamente de interés. Fíjese en el doctor Fleming, en madame Curie, en Napoleón Bonaparte…
—Perdone, madame, pero si estas son existencias anodinas, ¿qué es para usted una existencia importante?
—Pos la mía.
—Menos mal que es modesta.
—Las desgracias de Eros me obligaron a serlo, comadre.
Beba Botticelli pretendió escandalizarse.
—¡Callate, callate! Me consta que nunca te faltaron flirts.
—Nothing de nothing! Hojas arrastradas por el tornado de mi emancipación. Nunca fui adicta a la mitología de la Bella y la Bestia. ¡Mi pecho de mármol aplastado por el pelo de un bosquimano!… —Se llevó las manos a la frente, le cayeron los papeles, tuvo que agarrarse a una silla, ante el horror de las demás—. ¡Con un coraje de estos me voy al otro mundo…!
—¡Dios mío! ¡Le da un vahído!
—Cuando me enfrento a la idea de cualquier ocasionado aplastando la ínclita delicadeza de las hijas de Venus… me viene el soponcio…
Beba Botticelli acudió, solícita.
—¿Querés unas sales, querés un Eau du Carmen?
—Un carajillo, if possible.
Álvaro Montalbán intentó ser gracioso una vez más.
—Un carajillo a estas horas no lo aguantaría yo, que soy hombre.
—¡Verdad de Dios! ¡Como que quiere fastidiarme este mal-nacido! Poco a poco creerá que soy una rajada… ¡Ya no juegue con mi honra, caballero, que me lo cargo a golpes de papaya!
Considerando el volumen físico de la mexicana era de temer que su papaya produciría efectos devastadores. Sintiendo así amenazada su party, Beba Botticelli suplicó la ayuda de Miranda.
—Mejor te lo llevás, Mirandilla, antes de que ella le arree con la concha.
Levantóse la aludida a regañadientes y arrastró al bromista hacia el vestíbulo, tratándole de gamberro, golfo y sinvergüenza. Pero el último vilipendio que oyeron las demás fue, simplemente, drogadicto.
Ya respiraba más tranquila la eficaz vocera de las artes.
—¿Lo ven? Pasó por mi vida como un soplo… Todos los hombrotes pasaron sin dejarme siquiera inspiración para hacer una endecha tipo sor Juana… Últimamente me mortifican de tal modo las agresiones machistas que no puedo evitar una lágrima…
Del bolso de punto, abultado a causa de innumerables pertenencias, sacó la poetisa un recipiente que habría adquirido en algún puesto de souvenirs, junto al Coliseo de la ciudad de Roma.
—Voici mi lacrimario. Fashion Roma neroniana. Es para guardar las históricas lágrimas que me provoca la humana especie desde las lejanas edades en que Tlaloc dejó de regar los campos de maíz. También conservo las que derramé por motivos culturales. Reparen en esta. Fue cuando murió Cortázar.
¡Sublime Julio! ¡Qué desafío para una argentina ilustrada!
—Tanto se conmueve mi alma porteña a la sola invocación de aquella almita egregia que depositaré una lágrima mía en su lagrimario…
—¡No! ¡Guarra, más que guarra! Las lágrimas ajenas son portadoras de enfermedades. ¡Cabrona! ¿Quiere que me vea en un Cotolengo por su culpa?
—Qué quisquillosa es la vata —comentó la marquesa de San Cucufate.
—Yo me apuntaré la idea de la botellita para mi marido —dijo Cordelia Blanco. Y, ante el interés de Sinfonía, añadió—: Es que en mi casa quien llora es él.
—Y así debe ser. ¡Chula admirable! Persevere en su empeño de restituir a los machos las lágrimas que durante siglos nos adjudicaron a nosotras. Y, si con esto no basta, hágale entender que, en la cama, usted es gallito peleón.
La marquesa de San Cucufate, incisiva:
—Es que la prudente Cordelia no tiene cama; tiene la calle Velázquez entre las sábanas.
Se excusó la pregonada:
—Eso era antes. Ahora vivo con un hombre que si me encuentra con alguien en la cama me plantea alternativas de lo más dramáticas.
Siempre maternal, la poetisa:
—Si es macho de ley, les meterá a usted y al otro un plomazo en las tripas. Si todavía es más macho, se matará él de puro corrido que ha de quedar al verse coronado.
—Pues naranjas de la China. Se coloca entre los dos y que el otro se lo folle o bien nos toma fotografías y se masturba, después, mirándolas.
—¡Mirá que sos guaranga! —exclamó Beba Botticelli, dolida—. Esto son conversaciones de quilombo. Sentémonos de una vez y escuchemos la segunda parte del recitado. Andá, amorosa, obséquianos con aquella otra etapa de tu obra en que vos, desengañada de los hombres, descubrís tu verdadera naturaleza. —Volviéndose hacia las otras, explicó—: Sinfonía tiene toda una parcela de su obra poética consagrada a la exaltación de las pibas de distintas nacionalidades, culturas y centros regionales… Decime si tenés alguna de aquel florilegio. ¡Decímelo, decímelo!
—Téngola, téngola. Ahí va esta no más… un verso arrítmico que dediqué al pudor, la nobleza y la dulzura de las doncellotas del Celeste Imperio.
Chinita de China
no chupes cochina
chinchillas chorreas
en las tus chinelas
y el chino de China
chochea si chupa
tus chocolatinas
que chulos hechizan
por ser tú chinita
cochina de China.
Volvieron a aplaudir todas. Y Miranda, ansiosa de exhibir sus conocimientos, preguntó:
—¿Lo de «un tigre, dos tigres, tres tigres comían trigo en un trigal» también lo escribió usted?
—¡Never de never! Yo soy popular, no populachera. Cuando canto las gracias y encantos de las chamacas del vasto mundo, cual un salmo a la unidad de las delicias, opto por Grecia, nunca por Vallecas… ¿Grecia dije? ¡Palabra mágica, islas de ensueño esparcidas por un mar idílico! ¿Saben qué hice cuando llegué a la isla de Lesbos? ¿Lo saben?
—Prefiero no saberlo… —se apresuró a decir la marquesa de San Cucufate.
—¡No juegue con el equívoco, viejola! Yo soy pura, puritita como la pureza. No más llegué a la isla donde habitase aquella sensible Safo y su dulce discípula, la Corina, pos me eché a llorar. ¡Sí! La memoria poética me puede, pues soy poetisa. Y soy mujer. Así, pues, hermana de las demás mujeres y cuñada de las hermanas de las mujeres… Empujada por tan noble parentesco, de universal alcance, escribí aquel poema que alguien calificó de inmortal y digno de que mi nombre ingrese en el Larousse, no más.
—¿Quién era ese alguien?
—¿Pos a usted qué le importa? Mejor quede como un secreto entre él, yo y el mister Larousse.
Antes de que la poetisa iniciase sus celebradas invocaciones sáficas, el cuerpo de Perla de Pougy se deslizó sinuosamente por detrás de la concurrencia y salió del salón sin ser observada.
ÁLVARO MONTALBÁN masticaba regaliz en el vestíbulo, sin el menor interés por regresar al rincón de las musas. Hacía rato que odiaba a aquellas señoritas. De hecho estaba odiando a todas las señoritas del mundo que a aquellas horas no estuviesen en su cama, soñando con los angelitos.
Fue como si alguien hubiera interpretado sus quimeras, porque de repente oyó decir a sus espaldas:
—¡Angelito! ¡Angelote! ¡Angelazo!
La voz era demasiado cálida como para no reclamar su atención. Y, al volverse, descubrió a Perla de Pougy apoyada en el quicio de la puerta y con un cigarrillo colgando en los labios, tipo hada de Montmartre.
—¿No tiene usted calor? —dijo la dama—. Yo es que ardo. A estas horas de la noche, si un buen macho supiera responderme, le explicaba las verdades de la vida.
—Mire usted, bastantes tonterías llevo escuchadas en las últimas horas. ¡Y encima me dicen que es para educarme!
—Permítame que me presente. Soy la ninfómana del grupo. Me llamo Perla, que viene de Perle, pero me gusta que los hombres me llamen marrana, que viene de cachonda.
—Disculpe, pero no la entiendo.
—Ya veo que no es chulo; pues, de serlo, le tendría catalogado Romy Peláez, que nos provee a todas. Usted debe de ser el galán de Mirandilla.
—Ya no sé lo que soy, señora.
—Yo se lo diré. Un Apolo. ¡Canalla! Le daba un beso mordedor que le solucionaba la noche.
—Lo dudo. Hace horas que terminó el partido de liga y yo aquí, haciendo el primo. Además, el sueño que tendré por la mañana no me lo soluciona nadie. Y a mediodía me toca partido de squash, para colmo.
Fue entonces cuando la bacante acercó sus uñas a la pierna del macho.
—El colmo es lo que estoy tocando yo en estos instantes, malnacido.
—Señora, ¿le importaría meterse las manos donde le quepan?
—Caben en su bragueta, ladrón.
—Pues quítelas, so pena de engancharse con la cremallera.
—Su indiferencia es ofensiva, pero hay ofensas que dan marcha, ¿me entiende?
—¡Me está usted abriendo la cremallera!
—Déjeme acariciar su masculinidad, tan favorecida por la naturaleza.
—¡No me toque el miembro, que me da cosquillas!
—Se lo estoy alegrando. ¡Oh, Dios, qué volumen, qué solidez, cuánto empaque!
—Lástima que no estemos en Santiago de Compostela.
—¿Y eso por qué?
—Porque le arreaba un golpe de botafumeiro que se le iban de golpe las calenturas.
Más la rechazaba Álvaro, más se crecía ella en sus furias. Más empujones le enviaba, más achuchones estaba dispuesta a devolver. Y a mayor resistencia de los labios del galán al roce de los suyos, mayor velocidad tomaban las afiladas manos, introducidas de lleno en los abismos que se abren más allá de todas las braguetas.
Estaba Perla a punto de arrastrar a su conquista al cuarto de baño cuando irrumpió en el pasillo una Cordelia Blanco que fingía jugar, indiferente, con un exquisito foulard de Armani.
—Heavens! —gritó—. ¡No tienes tú vergüenza, zorra impura!
La enfrentó la otra, cabeza en alto y con el orgullo propio de una declaración de principios:
—Ni la tengo ni falta que me hace. Cuando una es ninfómana lo es con todas las consecuencias. ¡Y a quien le pique, que se rasque!
—¿Respondona me sales? Pues anda que no soy yo buena para chivarme a la doctora.
Perla de Pougy abrió desmesuradamente los ojos, como si se encontrara delante de la monstruosidad.
—¡No lo hagas, que es mi cárcel mental! Me obligará a escribir doscientas veces: «Soy una Mesalina, soy una Mesalina, soy una Mesalina».
—¡Más veces deberías escribirlo, hasta que te consumiese esa llama del averno que te arde entre piernas! Vete de una vez con la poesía, que este pobre joven no es carne para tus fauces.
Salió Perla por un foro ficticio, repitiendo una y otra vez que era una Mesalina, en lo cual coincidió Álvaro Montalbán. Y, en el apuro que le daba abrochar la obertura de la discordia, sólo acertó a preguntar a Cordelia, con tímido acento:
—¿Usted también es ninfómana?
—Me gusta mucho hacer el amor, pero ninfómana, lo que se dice ninfómana, no soy.
—Menos mal que llegó usted, porque su amiga me estaba…
Cordelia acercó su foulard a la bragueta, cuyo contenido seguía en porte de obelisco.
—¡Cuán negligente es la muy gorrina! ¿Pues no dejó el trabajo a medio hacer?… No se moleste, yo le abrocharé… Oiga, la cremallera no se cierra… Claro que tiene usted muy dura la gracia de Dios… ¡Santo cielo! ¡Qué miembro tan formidable! ¡Cuánta magnificencia!
—Porque soy maño, señora.
—Alguien debería rematar la obra, de lo contrario se iría usted con eso muy hinchado y hace hortera.
—Déjelo. Ya se pasará solo.
—Sería un desperdicio. Además, los favores, completos.
—¿Usted también es de las que pagan?
—¿Pagar yo con este palmito que Dios me ha dado y estas manos que son las de san José Artesano?
Cordelia envolvió el miembro de la víctima con la seda de su foulard.
—¡Señora, me está usted magreando como la otra!
—No se queje. ¿Cuándo le habían masturbado antes con un foulard de Armani?
—Acaricia usted de una manera irresistible. ¡Pare un momento! Más lento. Ahora. ¡Ahora!
—¿Le cuadra el ritmo, pimpollo?
—Tiene usted mucho swing… Tanto que yo… ¡Hostia que voy, que voy, que voy!…
—Pues venga de una vez, so Casanova, que mis manos harán de palangana.
Cumplió su promesa.
NINGUNA SE SORPRENDIÓ al ver entrar a Cordelia Blanco con el rostro desencajado. Por el contrario, bondadosas todas y poco amantes del chismorreo, lo atribuyeron a alguna incomodidad derivada de la menstruación. Mas Perla de Pougy, desencajada por el fracaso de su asalto a Fort Montalbán, descubrió que la recién llegada se estaba limpiando las manos con su foulard. Por eso, meses después, en Marbella, Perla hizo circular el rumor de que Cordelia Blanco se había vuelto pajillera. Cuando su marido lo supo, se limitó a exclamar: «Será con los demás, que a mí, ni rozármela con la uñita». Y, por la cuenta que le traía, permitió que su noble esposa continuara buscando a su manera los compañeros de placer que él podía retratar a gusto. Pues ya dijimos que también él era pajillero, aunque autónomo.
Pero todo esto no se sabría hasta mayo. Mientras tanto, en aquellos días casi navideños, Perla de Pougy tuvo que soportar la afrenta dirigida por Cordelia al sustituirla, dejándola así en el paro, como quien dice. Y además, no se atrevía a interrumpir un recital que había alcanzado su más alta cima cuando Sinfonía MacGregor, erguida como una torre y con los brazos dibujando formas sinuosas en el aire, cantó, más que recitó, su apasionado canto sáfico:
En las selvas del Perú
encontré una putumaya
suspiré ante su papaya
y ella me dijo: Tabú.
Yo le dije: Marianela
lo que guardas entre piernas
es la flor de la canela
y el pelo del marabú.
De repente, Beba Botticelli agarró un poncho que hacía de funda de una silla de bambú y empezó a gritar:
—¡Cuán sudamericana es! ¡Cuán sudamericana suena! ¡Aires y sones de mi continente! ¡Aires, airiños míos! No sólo de las pampas queridas, no sólo de Mexico lindo… El entero continente vibra con esos versos… ¡Sos la Elizabeth Barret de los Andes y la Vittoria Colonna de Tegucigalpa…! ¡Viva el Yucatán! ¡Viva Cartagena de Indias! ¡Viva Zapata! ¡Loas a Evita!
Las otras no salían de su asombro:
—Pero ¿qué dice esa tía?
—Sujetadla, que se exalta…
Bailaba y bailaba la exaltada, ahora zapateados, después tangos, quizá una milonga. Y seguía gritando:
—Cascadas de Venezuela, cantos y trinos del Paraná, alma llanera, fina estampa, María Bonita, soplos andinos, penas de gaucho…
Pensando que la argentina marcaba la pauta para un sarao, levantáronse todas al unísono y empezaron a efectuar movimientos de samba, mientras cantaban:
Mama eu quero
mama eu quero
mama eu quero, mama
a chupeta, a chupeta…
Sólo faltó aquel exceso brasileiro para que el humor de Sinfonía MacGregor se desbordase completamente:
—¡Ya estense quietas, exóticas! Mejor nos serenamos, ¿no? Se ve que no me computaron. A las buenas soy un pan de azúcar; a las malas, les parto la madre. Así me gusta. Quietecitas todas. Y ahora a escuchar una anacreóntica dedicada a las doncellotas de Holanda.
Holandesa primorosa
paseas entre el follaje
y guardas entre tus quesos
un ramo de tulipanes.
De Holanda mensajerita
molinos, viento y paisaje
déjame gustar tu queso
paseando entre el follaje.
Al paladear las últimas palabras, la MacGregor miraba fijamente a Miranda al tiempo que sus manos negruzcas buscaban las de ella, de marfil Vogue.
—¿Por qué me mira tanto? —musitaba Miranda—. ¿Por qué me acaricia?
Beba Botticelli le decía al oído:
—Es la ambigua sombrita del deseo, che.
—No es ambigua, no, que va muy directa.
—¿Y vos no sentís que te bulle la sangre, safito mía?
—Para nada. Más bien me vuelven aquellos enormes deseos de vomitar.
—¿Qué dice esta requetebonita? —gritó la mexicana—. ¡Con lo que me gustaría hacerla mi consentida! Le compraría un tapado de armiño todo forrado en lamé. Pero, antes de hacer el gasto, ¿está segura de que pica?
—Yo pienso que tiende al bollo, pero noto que me está fallando…
—Pos como decimos en Jalisco: «Desde lejos se conoce al pájaro que es calandria». No más déjemela a mí, que la espabilo.
—Por tu bien sería —murmuraba Beba al oído de Miranda—. Por tu libido desquiciadita. Haceme caso, ñor de cabaret.
—Ande no más, Mirandota, tómese un cubita libre o si gusta un roncito, que es parejo para el entone.
—Al revés. A mí, el alcohol me desentona —decía Miranda, retrocediendo hacia la puerta—. Más aún: si tomo una gotita de nada, me desmayaré y tendrán que recogerme.
—Pos mejor, ojitos de pippermint. Que así la pesco a la brava y hacemos mercado.
Fue entonces cuando la marquesa de San Cucufate se levantó, aburrida. Todas las demás la imitaron de buen grado.
—Ya que usted lo dice, aprovecho para ausentarme. Mañana tengo que ir al super a comprar para el fin de semana.
Sinfonía MacGregor contempló, horrorizada, cómo se desvanecía el último sueño de Sissi.
—Pero ¿qué dice esta abuela? ¿Cuándo se vio a una marquesa hacer los menesteres de una esclava?
Se engalló entonces la noble dama:
—Cuando una es marquesa lo es para todo. Para el super y para fregar el excusado, si así conviene a la causa republicana.
—Y eso sin perder nunca el tono —exclamó Cordelia, poniéndose los guantes—. Manos nobles hacen el mismo trabajo que manos villanas y no por eso se envilecen. Y si no, que lo diga este señor…
—A mí no me complique —tartamudeó Álvaro—. Yo vine a hacer cultura. El asunto manual compete a otras.
Intentó quedar como un caballero ayudando a Miranda a colocarse el abrigo. Y al descubrir en la damita aquella rápida disposición de ahuecar el ala, exclamó doliente la MacGregor:
—¿Pos se la lleva usted, renegado? ¡Lo supe desde el principio! ¡Ay, Beba mía, ellos siempre ganan! ¡Ellos siempre se las llevan!
Se produjo un revuelo de abrigos de piel que íbanse colocando las invitadas mientras intercambiaban besos con la anfitriona. Y no bien las hubo despedido a todas, Beba fue a excusarse ante su poetisa:
—Será que la mina es más pavota de lo que pensé.
—Pena. Me encendí por el parecido que tiene con la Ofelia Capuleto.
—¿Y esa tipa quién es, che?
—Una star mexicana de los años cincuenta.
—Yo más bien le encuentro un parecido con Mecha Ortiz, ¿viste?
—En los ojos es Mirta Legrand, en la boca Olinda Bozán, en la naricita Ninón Sevilla, en las cejas Toña la Negra y en los andares… pos Cantinflas.
—¿Le gusta el cine de aquellos años?
—Me la pone dura, mi vieja. Pienso comprarme unos filmes de los estudios Churubusco con lo que llevo ganado esta noche.
—¿Es que antes de venir aquí hizo algún trabajo?
—No, requetechula. Trabajé acá. ¿O no se vio que se me desanudaba el hígado dándole al reciterio?
—Pensé que era la carga de la inspiración.
—La inspiración no me da de comer, pichona. Precisamente llevé ready la factura. Le hago un precio porque es hermana de continente. Entre el recitado y la presencia física le sale por fifty dollars.
El asombro convirtió el rostro de la argentinita en un cuadro de Munch.
—¿Qué oigo? ¿Me estás pidiendo guita? Vos hablás en broma.
Fue como una lluvia de cenizas sobre el sentir poético de la Beba. ¿Pues no pensó siempre que la cultura es la sal del espíritu y las alas del desinterés? ¿No le dijo alguien que García Márquez regalaba todos sus derechos de autor para los niños desvalidos del tercer mundo y Borges los suyos para un monumento a Bach en las Pampas?
¡Tan elevadas quimeras rotas ahora por las amenazas de una india avariciosa!
—Patiné no más —gimió la Beba—. ¡Ay, noche ingrata! Por favor, que no se entere mi marido… Pobre Nelson Alfonso. ¡Me juzgará una derrochadora!
—No me armes tango, buscona, que te acogoncho.
—¿Me aceptará un talón? Nunca tengo cash en el departamento.
—¿Un talón? Ya ni me friegas, so pinche. La vera verdad es que talones son disgustos. Yo estoy en la onda de la credit card.
—Para la credit card se necesita la maquinita, che.
—A buenas me pescan desprevenida. ¿Quiere maquinita? ¡Pues tome maquinita!
Y de lo profundo de su bolso de ganchillo peruano extrajo una máquina gastada por el uso y un talonario de lo más mugriento.
Todavía entre sollozos, la Beba observaba como la ínclita poetisa efectuaba las operaciones que se presuponen a un dependiente de comercio y nunca a las hijas de las musas. ¿Cómo podía herirla con una escena tan vulgar una vata que se proclamaba heredera de Alfonsina? ¿Quién podía asociar su floreado vestido de moaré, su linda pamela, sus guantes blancos, con aquel vulgar comercio del talento?
No hubo tiempo para una respuesta. La propia Sinfonía debió de notar que su vestido quedaba en falso, pues se lo quitó con un par de manotazos, y todavía no había salido el moaré por encima de la cabeza cuando Beba pudo descubrir su verdadero atuendo. ¡Un mono color butano con el águila mexicana en el peto!
Ya en la puerta, la vio subir a un desvencijado Land Rover con los gestos y andares propios de un capataz de alguna mina de diamantes, allá en las inhóspitas tierras sudafricanas. Sólo le faltaba el revólver.
Regresó la Beba al interior de su nidito, con el alma partida pero en modo alguno derrotada. Nunca pierde la ilusión poética una psiquiatra argentina casada con escritor venezolano.
Suspiró, resignada. Ante ella se extendía el panorama desolador de una posfiesta. Botellas vacías, vasos sucios, ceniceros rebosantes de colillas. Suspiró ante las ruinas. ¡Y no disponer de un lavaplatos automático, como las potentadas!
Hija de un país que se había hecho a sí mismo, en el cruce de muchas contradicciones, en el contubernio de muchas razas, decidió enfrentar la cruda realidad pensando que, al fin y al cabo, también las marquesas de la Madre Patria friegan el suelo, si conviene.
Así entró en la madrugada. Ante el fregadero, lavando vasos y tazas, mientras susurraba con un eco de nostalgia:
Bailando allá en París
en una de esas boîtes
de gran lujo y gran champán…
Siguió soñando con magnates y bacanas al son de una orquestina de suave jazz. Y apuntó para el futuro recordar a sus amigos porteños que no se puede ir por las noches madrileñas sin la tarjeta de crédito a tirón de mano.
NO TENÍA ÁLVARO MONTALBÁN coraje de héroe ni alma de sufridor. Recordando las velocidades en que gustaba embalarse Miranda, decidió ser él quien conduciría en el regreso a Madrid. De haberse negado la dama, le habría obsequiado con un soberbio tortazo. Tan furioso estaba.
—La verdad es que ha pasado usted inadvertido. Imperia tendrá que arreglarle mucho si quiere que produzca algún efecto.
—Muy inadvertido, sí. Obedecía órdenes. Calladito y a escuchar. Se trataba de cultivarme, según creo. Y salgo cultivadísimo. Tardaré años en escuchar un tango. ¡Y que nadie me hable de rancheras!
—Qué poco poético es usted. Por cierto, ¿qué hizo tanto rato a solas con la imprudente Cordelia?
—Nada. Me contaba su vida.
—Pues es bien asquerosa. Sexo y sólo sexo… —De repente, se agarró al brazo de Álvaro, con tanta fuerza que el volante le dio la vuelta entera—. ¡Ya lo entiendo! ¡Usted y Cordelia han estado haciendo porquerías a escondidas, como las criadas y los reclutas!
—¿Pues no dijo usted que soy incapaz de producir el menor efecto?
Notó ella que se había puesto coqueto. Volvía a sus ojos aquel brillo de conquistador que tanto asco le producía.
Ella estaba decidida a hundirle.
—En cualquier caso, no tiene mérito. Hay mujeres que se rebajan a lo que sea con tal de satisfacer sus ansias bestiales.
—No sería conmigo. Dentro de seis horas tengo que estar bien despierto para mi partido de squash.
—Sálteselo. ¿Total qué?
—Un ejecutivo responsable tiene que estar en forma, como en la guerra. La salud del cuerpo es indispensable para la perfecta salud de los negocios.
—Qué enigmáticos pueden ser los hombres cuando se ponen enigmáticos —sentenció ella.
Después de aquel tremendo esfuerzo mental decidió continuar desentrañando los enigmas más recónditos de Álvaro Montalbán.
—Antes dijo usted que sale mucho con rameras…
—Dije señoritas de la noche. Y sólo de vez en cuando.
—Y se pegan el uno a la otra como el toro y la vaca, el conejo y la coneja, el cerdo y la cerda… ¿Qué ocurre? ¿Le da vergüenza hablar de su vida sexual?
—Lo que más. Es una de esas cosas que sólo pertenecen a uno mismo.
—En cambio, a mí me encanta hablar de la vida sexual de los amigos. Así me ahorro yo tener alguna. Cuando imagino lo que les hará usted a esas pobres chicas de la noche me viene un asco que le vomitaría encima. Pero no lo haré porque estoy segura de que le gustaría.
—¿Qué se lo hace suponer?
—Usted es carne de burdel. De esos que se ponen debajo de una hembra para que les orine en la boca.
—¿Podríamos cambiar de tema?
—Lo dice para no darme la razón.
—Lo digo por cambiar de tema.
—Seguramente se lo ocultaría a su director espiritual.
—¿Qué cosa?
—Que le gusta ponerse debajo de las rameras para entregarse a condumios de tipo escatológico. Seguro que es pecado mortal, y eso que yo no soy nada beata. De entierros, sí; de misas por ir a misa, no. Y aunque su director espiritual le dijera que necesita una mujer pulcra y limpia para arrancarle del vicio, yo no me prestaría.
—A mí nadie tiene que arrancarme del vicio, señora.
—¿Lo ve? Se complace en él, como un cerdo en una piara. Se revuelve en la inmundicia, sin aspirar a la redención. No podemos comunicarnos porque yo aspiro a lo contrario. A una dulce damisela que me aparte de las tentaciones inspiradas por un salvaje como usted. Aunque es probable que yo no le sirviera porque a buen seguro le deben gustar las menores. Esto es lo peor, porque entre adultos todo puede ser excusable, pero con una menor es un crimen. A los ocho años una mujer no sabe los peligros que corre. ¿O acaso le gustan las de siete y vestiditas de primera comunión? ¡Dios mío! Debería estar penado con la silla eléctrica.
—Usted no creerá lo que está diciendo…
—Por supuesto que sí. Beba Botticelli le diría a usted que todas esas tendencias espantosas las reprime en nombre del trabajo. O del squash, que también puede ser una alcahueta de la lujuria…
Siguió hablando durante todo el trayecto, pero a Álvaro sólo le preocupaba que, en uno de sus arranques, le agarrara del brazo, obligándole a una falsa maniobra.
Por fin se vio ante la puerta de su casa, en una zona de lujosos apartamentos en la avenida de América.
—Otro día la invitaré a subir —dijo, como cumplido de emergencia—. Ya sabe: tengo squash.
—Aunque no lo tuviera, a mí no me pesca. Una tortillera honesta no sube sola al piso de un repugnante proxeneta como usted.
Y le cerró la puerta de golpe y casi de porrazo.
Pero no quedaba tranquila. Debía informar a Imperia con todo lujo de detalles. Su mejor amiga no se merecía un informe a medias. Esperaría hasta cerciorarse de que Álvaro entraba en su casa; averiguaría, además, si se quedaba en ella. Le intuía capaz de volver a salir, con otra expresión, con una personalidad más perversa de la que le había permitido conocer. Cosas parecidas se dijeron en otro tiempo de Jack el Destripador y el doctor Petiot.
Álvaro entró en el portal y encendió las luces de la escalera. Era probable que estuviese tomando el ascensor. Pero también podría ser que, en lugar de tomarlo, le dejase que subiese solo, para engañarla, mientras él permanecía agazapado entre las sombras, hasta estar seguro de que el coche se había perdido de vista.
Como sea que, en cierta ocasión, Miranda había leído diez páginas de una novela policíaca, sabía lo que a un sabueso le corresponde hacer en casos parecidos. Aparcó el coche al otro lado de la manzana y se apeó, colocándose en algún rincón de las sombras, donde pudiese observar sin ser vista.
Sorprendentemente, Álvaro Montalbán obró como ella temía.
—¡Sale! —pensó Miranda Holmes—. ¡Es la hora ideal para sus infamias!
La calle estaba desierta, el campo abierto, la noche era oscura, la iluminación deficiente (algo que anotar en la cuenta negra del ayuntamiento). Amparado en la inmunidad que dan las sombras, Álvaro Montalbán se cercioró de que nadie le seguía y, ya convencido, avanzó con decisión hasta un local situado muy cerca de su casa. Unos fluorescentes rojos anunciaban el nombre: TETIS.
—¡Un top-less! —exclamó Miranda—. El lugar donde las pelanduscas se muestran con las domingas al aire libre. ¡Dios de Israel! No es imposible que nos mandes otro diluvio…
Mientras ella decidía si el nuevo chaparrón sería de agua o de fuego, Álvaro Montalbán arregló su asunto en el interior del establecimiento. De hecho, este había cerrado sus puertas al público una hora antes. Pero él era más que público. Era don Álvaro.
Ketty la Bumbum le estaba esperando, completamente vestida y devorando un bocata que ya no sabía si era resopón o desayuno. Se quejó, por supuesto, pero no demasiado. Después de todo, Álvaro Montalbán era su cliente preferido. Y hasta Chochín de Kiev, el transexual ruso del establecimiento, aseguraba que la Ketty estaba enamorada de él, como daba a entender lo mucho que le esperaba hasta horas altísimas y el descuento que le hacía. Pero esto pertenece a la clase de secretos que una empleada de top-less guarda en lo más profundo del alma y no los da al pregonero.
Miranda los vio salir, cogidos del brazo y discutiendo. La toplessera enseñaba continuamente el reloj al hombre, signo inequívoco de que le acusaba de una larga espera. Evidentemente, se conocían.
Ya en su casa, Miranda llamó a Imperia Raventós y dejó un mensaje en el contestador.
—Informe de tu espía preferida sobre el Montalbán de marras. Siento decepcionarte, pero de este no vas a hacer nada bueno. No le interesa la cultura argentina, que es la más cosmopolita del mundo. Además, vive obsesionado por las putas de la peor estofa. ¡Qué asco me da, Imperta, qué asco me da!
Una vez cumplida su misión, Miranda se dedicó a emprender su trabajo de cada noche. Unas treinta y cinco llamadas que le permitían sentirse acompañada durante un par de horas y dormirse serenamente, escuchando el sonido de voces amigas.
Mientras se preparaba su somnífero preferido, reparó en un detalle desolador. Estaban dando las cinco y media de la madrugada. ¿A quién podía llamar a aquellas horas? ¿Estaría Melita dispuesta a escuchar sus divagaciones sobre poesía latinoamericana? En cuanto a Moniquilla, Lupe o Rosana, ¿no preferirían continuar durmiendo a contarle con todo detalle en qué tienda del Faubourg Saint-Honoré debía miles de francos Nisita Albadón?
Se encontraba, de repente, sola.
¿Qué hace una mujer inteligente cuando le asalta el fantasma de la soledad? Las hay que leen, otras se ponen música, alguna decide ver un vídeo. Pero Miranda Boronat no leía, no escuchaba música, no le interesaban para nada las películas. Sólo vivía para la vida social. Y en la íntima soledad de la madrugada, la vida social queda aplastada bajo el sueño de los justos.
Mientras se desnudaba, sentía en su interior un vértigo frenético, una especie de angustia que la obligaba a gritar. Quedaba, por supuesto, la solución de incomodar a Imperia. Ella sabría perdonar lo avanzado de la hora. Pero la maldita había dejado el contestador puesto y, además, tenía la pésima costumbre de no escuchar los mensajes durante todo el fin de semana. ¿Cómo podía alguien huir de la realidad de aquel modo? ¿Cómo vivir sin una voz cotilla que le llenase el sábado de chismes y los domingos con consejos para un buen shopping en Roma, París o Nueva York?
Era precisamente lo que le faltaba a Miranda en aquel momento de la madrugada, cuando ya sólo le quedaba una única amiga y una única solución. La amiga era la botella. La solución su contenido.
Sabía que no es bueno beber a solas. Sabía que crea adicción. Pero a aquellas horas de la madrugada, cuando todas las cotillas duermen, sólo una adicción feroz puede salvar de la agonía.
Corrió hacia el mueble bar y se aferró a la botella de Chinchón. Se convirtió, de repente, en flamencona de colmao. Doce tragos seguidos la dejaron en estado de beatitud total. Siguió después con otra botella; luego, otra más. Podía sonar, a lo lejos, una de las canciones preferidas de Reyes del Río.
Quién me compra este misterio
adivina, adivinanza
por quién llora
por quién bebe
por quién sufre, la Parrala.
TÚ, LECTOR, eres uno de los pocos privilegiados que conocen el secreto de Miranda Boronat. Inesperadamente, aparcas ahora, con singulares privilegios de voyeur, en la madriguera que cualquier dama del Madrid galante desearía conocer y acaso frecuentar.
Estás entrando en el pisito de soltero de Álvaro Montalbán.
La decoradora había sabido darle un toque eminentemente masculino. Es frase que pertenece a las grandes revistas del estilo y puede decir mucho o puede no decir nada en absoluto. Cualquier profesional ladino sabe de sobra que hoy influyen más las palabras que los objetos. La interiorista, que era gato viejo, vendió a Álvaro Montalbán su escenografía arropándola con términos muy literarios: tono confidencial, un gusto por la austeridad, esos rincones estrictamente personales, confort de la soledad, colores coordinados, simetría de las formas y señas de identidad. Pudo haberse ahorrado tanta verborrea recurriendo a un solo eslogan: la comodidad con lo práctico. Resultado, that british touch hasta en el baño, donde abundaban las boisseries y algún que otro objeto de anticuario. Sólo en el pequeño gimnasio se permitía el macho desviarse hacia sus gustos personales. Que eran completamente yanquis.
Álvaro Montalbán no tenía tiempo para elegir, mucho menos para aguantar la retórica de la interiorista. Le dio carta blanca y se fue a vivir al Palace mientras durasen las obras. Tres meses después se lo encontraba todo a punto, incluidos los discos —clásico y jazz— y, por supuesto, los libros. Por decisión propia y por oficio eligió los de marketing y la Introducción a la vida espiritual del moderno ejecutivo. También eligió la Espasa, clave del saber universal como solía recordarle su padre en numerosas ocasiones. Un ameno viajante de Planeta hizo el resto: le ofreció todas las enciclopedias que la cultura puede llenar. Música, literatura, arqueología, ópera y hasta cinematografía. La literatura clásica y contemporánea la ordenó a peso y por orden alfabético de autores. No aceptó nada que no figurase en la Espasa o en las listas de ventas. Las novelas se las sirvieron con un punto colocado en la mitad del libro. Ni siquiera hacía falta que se molestase en abrirlo. (Pero sí leyó algunas páginas de La hoguera de las vanidades para tener conversación con otros ejecutivos que, gracias a Tom Wolfe, también accedían por primera vez a la literatura).
Pese a tantas magnificencias, el piso no parecía vivido. La cocina estaba nueva, los salones siempre impecables, el pavimento de madera lustroso, como recién puesto. No era que Álvaro Montalbán se distinguiera como maniático del orden y la pulcritud. Era que en aquel refugio de la masculinidad sólo entraban dos personas: la asistenta diaria y la también cotidiana toplessera Ketty.
Mintió, pues, Álvaro cuando contó a Imperia que dedicaba sus noches a salir con amigos. Mintió sencillamente porque no los tiene. ¿Carece de simpatía? Todo lo contrario. Puede ser abierto, campechano, decidido, incluso un poco gamberro cuando le da al morapio en los Sanfermines. También vimos que sabe entonar una jota durante las fiestas del Pilar, y cuando va de visita al pueblo de su madre no duda en juntarse con otros mozos para sacar el viejo atuendo de tuno y obsequiar con una serenata a la hija del alcalde, como en los tiempos de La casa de la Troya.
Y a pesar de tantas virtudes, no tiene amigos en Madrid. Sabe que, en su mundo, un amigo es un competidor y, ya que todo competidor es alguien a quien derrotar, no puede permitirles que lleguen a la categoría de amigos. Tiene contertulios de negocios, forasteros a quienes conviene agasajar, compañeras de trabajo que le llevan alguna vez a los cines de estreno y algún colega que le acompaña unas horas a los locales de la mejor copa. Pero de recibir en su casa, de coger a alguien para una confidencia, ni hablar. Aplica a rajatabla un conocido refrán inglés: «A man’s castle is his home». Malinterpretándolo, seguramente.
En esta soledad buscada, la Ketty cumplía una función cuya importancia no había llegado ella a calibrar. Era una visita previo pago, si se quiere, pero en modo alguno relacionada con el vulgar puterío. Estaba allí como celadora de la soledad.
Para ella, más que un trabajo era una trampa. Empezó a serlo a los primeros días de su frecuentación. La pobre putita cayó en el error de admirar en exceso a su cliente. Suponerle culto y civilizado a causa de tantos libros encendió su apasionamiento; tenerlo junto a ella, en cueros, le asestó un golpe fatal y definitivo. Cabe decir en su descargo que Álvaro fomentaba aquellos impactos. No carecía de cierto exhibicionismo de buen mozo. Solía desnudarse delante del espejo, efectuando una extraña parodia de poses de culturista y delatando una sorprendente coquetería. Todos los hombres la tienen, aunque distribuida en los distintos grados de su apreciación. Sólo una ingenua puede pensar que la coquetería es un pecado exclusivo de la mujer. Ocurre que la del hombre no se refiere a sus encantos, sino a su masculinidad. Mientras no hay mujer que no se traicione cuando se habla de un lifting, tampoco hay hombre que no pagase fortunas por una notable implantación de pene. ¿Quién de entre todos no teme tenerlo demasiado pequeño?
Ya sabemos que Álvaro Montalbán no se encontraba en aquella situación, pero sí ignorábamos que también albergaba aquel dramático temor. Además, le preocupaban detalles tan trágicos como una insinuación de barriga, cierto anuncio de posible michelín o un poco de flaccidez en los abdominales desde la semana anterior; todo pequeños tormentos que sólo desaparecían cuando la Ketty se arrodillaba ante él y empezaba a lamerle las rodillas, seguía por los muslos y, cuando llegaba a la ingle, se detenía como estaba convenido y exclamaba: «¡Qué gorda la tienes, macho!». Era entonces cuando Álvaro se dignaba acariciarle el pelo.
—Me sentaría bien un vaso de leche caliente y una píldora de valeriana —murmuraba con el suave ronroneo de un hermoso durmiente.
No era menester respuesta alguna. Día tras día, la Ketty había aprendido las necesidades de su cliente amado. Relajación total. Tenderse en la cama, boca arriba, respirando con cautela. Piernas y brazos abiertos, la mirada fija en el techo. Y cuando ella se dejaba caer a su lado, también desnuda, permitir que le acariciase suavemente, sin estridencias, como si sus dedos se limitasen a ser un talco providencial.
—¡El contacto físico es tan importante! —musitaba él.
Aquella noche, la Ketty se abrazó a su tórax con visibles muestras de descontento.
—Mucho contacto físico pero de follar, nones.
—Estoy reventado. Tú no sabes lo que cansa un recital poético. Además, a mediodía tengo squash.
—¡Y dale con tu squash! Entonces, ¿para qué sirvo yo? Me estás creando el trauma de ser poco profesional.
—Así nos hacemos compañía. Es bueno para la mente dormir con alguien al lado. Lo he leído en Hábitos sanos para el ejecutivo sano. Al decir del autor, la soledad nocturna crea un bloqueo que nos sale a flote en cualquier momento de la mañana. Un cuerpo junto al tuyo ayuda a reforzar tu sentimiento de seguridad…
—Un cuerpo como el tuyo la pone a una a cien.
—Esto es perfecto para mi autoestima. Si me dices que te gusto, me ayudas como no puedes imaginarte. Nada mejor que sentirse admirado para despertar admiración.
—Tu cuerpo podría calentarse y entonces… ¡la maravilla!
—James Propery, en El sexo y el ejecutivo, dice que el sexo, tomado con prudencia, no es completamente pernicioso.
—Esto también lo decía mi abuela, sin ser ejecutiva: «Una vez al año no hace daño», decía.
—Espera, que lo traduzco: «Once a year doesn’t hurt». ¡Queda okay en inglés! De hecho, todo queda mejor en inglés. Es la lengua más utilitaria del mundo. Hasta el Quijote sería más utilitario en inglés. No sé cómo no se les ha ocurrido traducirlo. Este país nuestro es un desastre. Siempre estamos en desventaja. El celebrado técnico en marketing David Goldberg Solomon, en su ensayo El pensamiento organizador judío a través de los siglos, señala lo importante que es para un ejecutivo tener una parcela de orgullo nacional. Cuando piensas en el milagro israelí, comprendes que los ejecutivos judíos sean tan buenos. Tienen de qué sentirse orgullosos. En cambio nosotros, los españoles, siempre con nuestro sentimiento de inferioridad a cuestas…
—A mí me encanta España. Yo no sé cómo será para los ejecutivos; para las putas es una mina de oro.
—Porque no has escrito el Quijote. De hecho, ninguna mujer escribió nunca algo parecido al Quijote. Si lo hubieras escrito, sabrías lo desesperante que resulta que no te puedan traducir a una lengua moderna.
—Para mí que el Quijote está traducido al inglés, como la Corín Tellado.
—Corín Tellado todavía puede servir para los americanos que quieren aprender el español moderno; en cambio, el Quijote… ¿Te imaginas a un ejecutivo de Illinois que tuviera que venir a cerrar un trato con nosotros y se descolgase hablando en el idioma de Cervantes? Impensable. A veces, las cosas bonitas no sirven para nada…
Ella le agarró el pene por sorpresa.
—¿Y este péndulo tan mono no sirve para nada?
—¡Y dale! ¡Qué manía tenéis todas de tocármela! ¿No ves que podría excitarme?
—Pues eso busco, ladrón.
—Pues no lo busques, que necesito fuerzas para mi partida de squash. Además, me gusta ser yo quien tome la iniciativa. Philip Malcomlowry, en La mujer y el perfecto ejecutivo, asegura que el ejecutivo que se deja conducir por las mujeres acaba acostumbrándose y pierde agresividad en el supremo instante de los negocios… Tú no puedes entenderlo porque eres mujer, pero el ejecutivo que sabe imponerse entra en una especie de éxtasis que no se parece a nada.
—¡Macho! Hablas como los curas.
—Aunque te rías. Una decisión tomada en el momento oportuno produce el mismo estado de plenitud que la sagrada forma.
Desesperando de la utilidad de su pericia, la Ketty se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.
—¿Pero qué estás haciendo? —gritó él, fuera de sí—. ¿Pretendes convertirme en fumador pasivo? Apágalo o te echo.
—Fumador no lo sé, pero pasivo ya lo eres… Anda, dime qué te apetece y a ver si nos dormimos de una vez, que mañana quiero ir a comulgar.
—Me relajaría ver una película, quedarme dormido mientras siento que me abrazas, sentirme mimado, muy mimado…
—¡Mi niño! ¡Mi beibi! ¿Qué película quiere ver mi angelito?
—Tengo Rambo.
—¿Otra vez?
—Mujer, la segunda parte.
—La hemos visto catorce veces.
—Porque es muy entretenida. Y además, instruye.
—Será porque enseñan las distintas marcas de aviones, si no ¿de qué?
—No, mujer. Enseñan a superar situaciones peligrosas y a ganar siempre en la vida. Y hasta es bueno para los ejercicios físicos. Si te fijas bien, Rambo mata a veinte enemigos sin fatigarse ni nada.
—¿Pero es que te fatigas, ladrón, con esos músculos?
—Pues claro que me fatigo. Piensa que ya tengo treinta años.
—Lo mejor de la vida, mamoncio.
—No para un ejecutivo. Si a los treinta y cinco no has triunfado eres hombre muerto.
—¿Ni siquiera una pajita?
—Sería fatal. Ya he tenido que soportar una mientras estaba haciendo cultura.
—¡No me dirás que te has corrido!
—No he podido evitarlo. Tampoco es tan trágico. Señal que lo necesitaba. Además, me ha masturbado una gran dama con un pañuelo de seda de Armani…
—Si quieres cojo uno de tus calcetines de marca y lo intento a mi modo. Te la envuelvo con la seda y le doy al manubrio. Tengo yo un pulso que no ha fallado nunca.
—Ni se te ocurra. El inesperado orgasmo de esta madrugada me obligará a tomar triple dosis de vitaminas durante toda la semana… Y estoy seguro que en el squash de hoy no rendiré como solía. Si quedo segundo detrás de don Ricardo Wallestrein, maldeciré el sexo para el resto de mis días.
La Ketty empezaba a dar muestras de impaciencia. Lo cual no evitó que en la pantalla del televisor apareciese Rambo haciendo el gilipollas.
—¡Qué destino el mío! Debo de ser la única toplessera de Madrid que cobra por dormir a pierna suelta.
—Tú pégate a mi cuerpo. Un poco más abajo, que puedas contemplarme como algo superior. Deja bien claro que me admiras. También es muy bueno para mi autoestima sentir que me deseas. En cuanto a la paja, se la haces a tu padre.
Quedó ella abrazada al cuerpo del macho, con las mejillas reposando sobre los magníficos abdominales, de manera que pudiese contemplarle con la debida perspectiva enfatizadora, como se miraba a las estatuas en los templos antiguos. No le disgustaba sentirse su adoratriz, pero hubiera preferido sentirse su amante. Al pensarlo, exhaló un profundo suspiro. Al fin y al cabo, pagaba bien y no cansaba. Pero el precio era muy bajo para los sentimientos que obligaba a reprimir. Derramó una lágrima amargante mientras, allá en lo alto, exhibía él su bendita placidez, coreada por la rámbica sinfonía de helicópteros, lanzallamas y metralletas.
Acabó ella acompañándole en su sueño bélico mientras sobre los tejados de la villa se posaba, por fin, el sábado.
MIRANDA BORONAT NO MINTIÓ: SU amiga Imperia prescindía de los mensajes del contestador hasta la madrugada del domingo.
Seguía con parsimoniosa adicción el culto al weekend urbano.
Los celadores del buen tono, los paladines del estilo, saben de sobra que ya no queda chic pasarlo fuera. Las masas se han adueñado de los antaño privilegiados centros del ocio. Las agobiantes caravanas del viernes prohíben a las almas selectas la frecuentación de los alrededores. Impensable desplazarse hasta la sierra. ¡Qué pésimo gusto, un apartamento en El Escorial! En cuanto a la experiencia rural, mayor peligro. Pueblos antaño rústicos, casi abandonados, se han convertido en sucursales de la Gran Vía cuando llega el fin de semana. No hablemos ya de la nieve. ¿Quién puede ir a esquiar sin riesgo a mezclarse con ingentes multitudes de oficinistas y hasta tenderos? Los espíritus selectos quedan en posesión de la ciudad, ya que las masas medias la rechazan.
La mañana del sábado ya se presenta limpia, como si el cielo se vaciara de vapores siniestros y los detritus acumulados durante la semana hubiesen huido con las masas del éxodo. Brinda así, el sábado, sus placeres climáticos y, por climáticos, ambivalentes. El weekend se presta al capricho, exige regalarse con el pequeño prodigio de la luz natural, que a nadie se le ocurre observar durante la semana. Porque en el elegante encierro voluntario tan adorable resulta contemplar el pálido sol invernal posándose contra las persianas metálicas como embobarse ante una llovizna melancólica que chispea contra los cristales. La posibilidad de entregarse al sol o de quedarse al abrigo de la lluvia se convierten en dilema igualmente encantador, fuese cual fuese la opción final.
Si ya es chic quedarse el fin de semana en la ciudad, todavía lo es más pasar el sábado en casa. Una sofisticada tiende a distribuir las horas del ocio con la misma disciplina que utiliza para las de trabajo. Dedicarse a una misma el dulce asueto no significa malgastarlo. En el dulce fluctuar del no hacer nada hay muchísimas cosas que hacer, como nos recuerdan las publicaciones de alto tono. Es bueno obsequiarse con un sueño prolongado, pero no tanto que cabalgue sobre los pequeños placeres del día.
Importa sobremanera desayunar en la cama, rodeada de los periódicos, con su ya exhaustiva acumulación de suplementos envueltos en celofán. ¡Qué pereza tan sofisticada, al mirarlos sin la menor apetencia! Una se complace languideciendo. Los dedos no se aferran a las páginas, pasándolas rápidamente, ante la advertencia insistente del reloj. Por el contrario, la prensa en la cama sólo implica un ligero conceder. En una mano, la taza de café, que se acerca sin prisas a los labios despintados; en la otra mano, las páginas que van transcurriendo negligentemente, con la comodidad de reconocer que en fin de cuentas los mundos contenidos en las noticias importan poco o nada…
¡Una puede ser tan egoísta, en estos sábados concedidos al deleite!
Pero el reposo absoluto también es engañoso, sólo válido para las masas que no tienen mayor interés que amontonarse. El alma selecta siempre tiene alguna afición pendiente. Al obsequiarse a sí misma, la sofisticada del sábado no hace sino reconvertir las obligaciones en cumplimiento de pequeños placeres que quedaron retrasados. La diferencia reside en el mimo con que cada actividad es acariciada.
Es entonces cuando el cuarto de baño se convierte en el salón privilegiado de la casa. No es adecuada la ducha rápida de cada día. Esta va bien para despertar los músculos, tensándolos para el trabajo, pero un sábado requiere el culto a la concupiscencia. A una le encanta conservarla. Es el día ideal para la gran espuma, para los aceites, las sales, las perlas y las leches que, al derretirse, van esparciendo aromas paradisíacos. Bubbles, bubbles, bubbles! Tiempo del baño seductor. No más de quince minutos, pues el agua seca la piel. Pero es un lujo permitir que la piel se vaya secando. ¿Acaso no existen aceites que la hidratan a continuación, al tiempo que van relajando los tejidos, emborrachando los músculos, lenta, suave, indulgentemente? No debe haber prisas en el culto a la propia belleza. El cuarto entero se deja dominar por la inacción. Mientras, la espuma asciende hasta los ojos y una siente el gusto ácido de las sales en los labios. ¡Qué benevolente escozor! El vapor puso vaho en los espejos, el vapor permitió fluctuar aromas de lavanda, de romero, de tomillo o limón. Algunas sibaritas añaden yerbas de su cosecha. Se aconseja la milenrama, se autoriza la manzanilla, incluso se prueban las hojas de zarzamora bien machacadas. Y para las cultas, recuérdese que no sólo Cleopatra tomó baños de leche. La mismísima George Sand los recomendaba.
En este día neutro, el diálogo con el espejo puede prolongarse a voluntad y, en el caso de mujeres como Imperia, a necesidad. Nunca hay que temerle al cristal de aumento. Equivaldría a esconder los defectos, y este es el modo más seguro de darles ventaja. Un defecto no reconocido se convierte en conquistador. Va adquiriendo tantas ventajas en plena marcha que al final se instala, gobierna, nadie le destierra ya. Esos diminutos pliegues en la comisura de los labios, ¿quién los denunciará sino el espejo de aumento? ¿Y el espanto de esa flaccidez que creíamos inofensiva? En cuanto a las rojeces pueden convertirse en una pesadilla si no se las ataca a tiempo. Allí donde la naturaleza empieza a ultrajarnos, vence la sinceridad.
Tampoco el teléfono descansa del todo. ¿Cómo podría?
Hay llamadas, por supuesto, pero son indulgentes. Con el contestador conectado, una mujer hábil sabe elegir a sus interlocutores. Se prefieren los que ayudan al relax; se desechan los que pueden aportar energías negativas. Ni prisas ni apretones. Es la mañana de las confidencias, las lentas horas del cotilleo, cuando la respuesta nunca es una orden, sino una sonrisa provocada por la indiscreción que suena al otro lado del hilo. Es el día menefreguista, apto para conocer todas las cosas que durante la semana es imposible escuchar. Historietas vacuas, anécdotas inconsecuentes, algún pequeño escándalo. La que engañó al marido, la abandonada o a punto de serlo, la que no aguanta más, la que consulta si conviene resistir.
Así, el sábado de la sofisticada se toma el derecho a ser un poco marujil.
—Son las horas muertas destinadas a aprender lo que otras saben sobre belleza. Siempre hay alguna amiga que probó las cremas de liposomas y accede a compartir con las íntimas la grandeza del descubrimiento. Y también está la partidaria de las ampollas de elasticina o la que advierte sobre los peligros del colágeno o la inevitable anécdota de la amiga que sufrió un desplazamiento de sus recién estrenados senos de silicona.
También están las historiadoras y las ecologistas. ¿No es divertida la mascarilla de belleza de lady Hamilton? Dicen que le ponía brandy. María Antonieta optaba por las fresas. Otras prefieren las mascarillas de cereales. En cuanto al pepino, no hay que olvidarlo. Es un astringente ideal. Mejor fabricárselo una misma. Un pepino en la licuadora da para varias sesiones. Pero conviene acordarse de poner lo sobrante en el frigorífico. Estamos entrando ya en el laboratorio de la abuelita. En casos así, la elegante tiene que ser, también, mañosa.
No son días de grandes comilonas. La tostadora, la licuadora y la cafetera revelan su utilidad máxima. Al no ser un almuerzo reglamentario, puede suceder a cualquier hora. Unas tostadas con mermelada, el café sin azúcar, la leche desnatada, el zumo de naranja y, como plato fuerte, el pomelo y un par de kiwis. Lo cierto es que la inactividad no da apetencias para más. Si acaso para disfrutar de la cocina, ese rincón de la casa que, en los días laborables, una sofisticada sólo verá en passant. Las cocinas españolas, antes ruines, ya están preparadas para hacer las veces de sofisticado comedor donde el solitario se siente en un castillo inexpugnable y, además, lujoso. La cocina debe tener un punto de intimidad en sí misma, pero tampoco debería desentonar con la decoración general, exponente que suele ser del carácter de la dueña. Una cocina rústica no le sienta bien a un piso de diseño y una cocina aerodinámica cantaría en un piso barroco. Se entenderá que la de Imperia pareciera el interior de una nave espacial. Tonos negros y rojos, fregaderos metálicos, ni un asomo de madera. En uno de los muros, también negros, tres litografías de Andy Warhol. No es una chulada; es que nadie verdaderamente sofisticado osaría tenerlas en el salón, ahora que ya vienen reproducidas en todos los libros.
Lo que parecía un horno era un aparato de televisión. Bien hortera es quien esperó otra cosa. El trastito ideal para hacer zapping a ritmo de pomelo y kiwi. Un ver y no ver ese informativo, ese reportaje geográfico, esa actuación musical que sólo puede interesarnos en la cocina.
Pasan así las horas sin sentirlas. La mañana ya es una melodía que se apagó. La tarde cabalga sin violencias, no tomando por conquista sino a título de préstamo. La siesta no se impone: se limita a llegar, dulce invasora, y embarga los sentidos sin pedir siquiera sueño. La siesta del sábado es, todo lo más, ensoñación. Un ligero estremecimiento bajo una mantita de cachemir, mientras las manos dejan caer aquel libro no demasiado importante que la prensa juzgó importantísimo. Basta con echarle un vistazo. Al fin y al cabo, una ya está de vuelta de muchos sobornos del gusto.
Luego esa película absurda que una no vería de tener que buscarle desesperadamente un tiempo en medio de un horario apretado. Esa comedia americana de los años treinta, ese romance de amoríos exóticos en la India de los cuarenta, ese musical de la década prodigiosa de la Metro. La inconsecuencia de los asuntos resulta ideal para prolongar el descanso. La peripecia sentimental, cuanto más ajena mejor, cuanto mejor vestida más admirable; la exacta, precisa equivalencia entre el amor y el lujo…
Tiempo también para ordenar el escritorio, romper los proyectos que no se llevaron a cabo, descubrir con nostalgia el tiempo que pasó desde aquel esbozo ya completado, rebelarse ante la impertinencia de una carta lejana, ponerse en presente absoluto decidiendo lo que sobró de ayer.
Por la noche, una cena en casa de amigos, jamás en un lugar público. En la noche urbana, sólo son hermosos los más jóvenes, los nacidos para apurarla sin pensar en la de noches inocuas que todavía les queda por vivir. El alma cultivada prefiere el refugio de las cenas particulares, con amigos de la propia generación, cómplices de una fortuna parecida, coetáneos que conocieron de sobra los desengaños de la noche del sábado y se agazapan entre sí, como para protegerse de las manecillas de un reloj que acarició demasiadas horas a su paso.
La conversación vaporosa, flexible, sobre esas quisicosas que una olvidó durante toda la semana. De la inconsecuencia a la seriedad, de la indiferencia a la pasión, aunque nunca excesiva. Las horas transcurren en un compás galante, donde nadie quiere comprometerse en una opinión, todavía menos en un dictamen. La noche del sábado es para mezclar conceptos, no para decidirlos. La despedida es grata porque nadie estuvo contra nadie: hay un acuerdo general sobre lo delicioso que resultó todo. Y luego el regreso. La sofisticada llegó en taxi o la recogieron, maravillas de un día sin coger el Jaguar. A la sofisticada siempre la depositan. Y el regreso a casa se produce entre esa multitud que de día permaneció escondida y ahora abarrota calles y avenidas hasta bien de madrugada. Esta mezcla entre la modernidad y la horterez, entre la locura y la imbecilidad, horroriza a quienes se guardaron de mezclarse. Es el montón, la turba, la plebe horrenda que el alma selecta aprendió a despreciar en provecho de su propia paz. La única que cuenta, en realidad.
Y el domingo se presenta más perezoso si cabe. Siempre hay alguna que llama para un campeonato de paddle, otra que si un tenis, pero las energías pretenden continuar su letargo. Pensemos que mañana deberán despertar a ritmo de ducha escocesa. Hoy es obligado no permitirse siquiera un bridge o una canasta. Las energías están decididas a no dejarse engañar. Apetece salir, pero sin estridencias. Tampoco las permiten los horarios. La mayoría de restaurantes permanecen cerrados. Es el día ideal para el brunch en un sitio conocido. La comida impersonal que, intentado servir de desayuno y almuerzo, no cumple a ninguno de los dos.
Las avenidas, vacías, permiten un avance tan raudo que el tiempo se come a sí mismo. Las avenidas se han convertido en un Le Mans. Se recupera el placer de conducir, tan imposibilitado durante la semana. El mundo pertenece, por fin, al conductor.
Para otros, el domingo se revela como una trampa a la que se viene temiendo durante la semana. Pensemos en Alejandro, el profesor de filosofía. Toda la ciencia que fue acumulando a lo largo de una vida no le basta para enfrentarse al fin de semana en soledad. Cierto que puede encontrar pretexto, todo hombre culto los tiene. Hay una nueva traducción de Catulo que espera un vistazo. Alguien habló maravillas de ese prólogo a Hegel, todavía por abrir. Muchos artículos de los suplementos culturales esperan ser recortados para que los archive la secretaria. Los catálogos llegados de Oxford exhiben su mercancía, todavía por elegir.
Pero el homosexual desocupado encuentra en todos los rituales del ocio el impacto de una carencia y el drama de una anomalía.
Despertarse a solas, con resaca, tiene difícil consuelo. No pueden darlo los periódicos, ni siquiera los suplementos plagados de vistosos colorines. Peor aún: estos resultan más aterradores, desde que descubrieron la moda para hombres. Esos modelos jovencísimos, tan altos, tan robustos, tan rubios evocan al ángel a quien el homosexual querría tener a su lado y jamás tendrá. La carencia amenaza. ¿Para qué esos pasos, esos gestos, que nadie ha de compartir? Es absurdo descubrir en el espejo que en el rostro no hay arrugas: ¿quién sabrá apreciarlo más allá del espejo? Ya en el baño, el cuerpo se entristece porque cabría otro que no existe o nunca se encontró. Se recuerdan escenas entrevistas en la pornografía fina, cuando magníficos ejemplares de machito americano coinciden bajo la ducha, se enjabonan mutuamente con una lentitud ceremonial, resbalan sus pieles al encontrarse y, por fin, se sodomizan con la garantía de una limpieza absoluta. Para algunos homosexuales solitarios, la higiene a dos es preferible a cualquier desodorante.
Pero la soledad no perfuma. La soledad apesta. La soledad hiede como una hiena.
Un profesor puede justificar su sábado preparando las lecciones del lunes. También es posible que quede algún artículo para escribir. La necesidad favorece la concentración; pero, en el fondo, ese pobre ser no desea concentrarse más que en la imagen del Amado imposible, el que sería capaz de elevarle a la altura de los propios ángeles. No existen tales cohortes en esos domingos de agonía. La concentración se convierte entonces en una sucesión incontrolada de gestos nerviosos, cigarrillos a medio consumir, paseos por la habitación, tumbos en la cama y vuelta a levantar para nuevos paseos que llevan hasta los cristales donde la mejilla, al apoyarse, parece sangrar.
Además, ¿quién podría concentrarse cuando se está pendiente del teléfono, deseando ardientemente que llegue esa llamada no esperada y, sin embargo, tan posible en el orden de los sueños? ¿No ha de haber piedad en este mundo? ¡Una llamada por el amor de Dios! ¡La limosna de una llamada! Una jodida, asquerosa, perra llamada. A cambio de lo que sea. Ya ni siquiera se pretende la llamada del amor. Una voz amiga, cualquier voz, siquiera la más pelma, la más mortífera. Cuando suena el teléfono, la mano lo busca, ansiosa. La mano se convierte en garra de desesperación que se aferra sobre el auricular. Se sabe que no va a deparar sorpresa alguna. Es la amiga inteligente que brinda una ayuda a distancia porque también conoce esas parcelas de la soledad. La que sabe de memoria el comentario banal, el consejo desesperadamente efectivo —en la tele, a tal hora, tal película, muy distraída, ponía ya—, ayudas insustanciales que sólo se agradecen en intención porque el resultado está perdido de antemano. Llamadas sin embargo esporádicas, porque el domingo dicta para muchos su propio código de abstenciones.
Suena, inevitable, el timbrazo del compañero de copas que sugiere un plan para la noche. Plan que no varía. Siempre el mismo, de domingo en domingo. Reunirse con otros homosexuales que se encuentran en la misma situación, los «solteros», en la jerga del gueto. Y opciones parecidas. Copichuelas en un bar de alterne, sólo para descubrir que es demasiado temprano para el ligue. Cenar después en alguna tasca popular porque es bueno sentirse cerca del pueblo, como en los viejos tiempos de la progresía. Y es bueno, sobre todo, cuando el pueblo tiene dieciocho años y presenta un rostro hermoso y un cuerpo espléndido, enfundado en raídos tejanos. Se busca así la complicidad del chavea desarrapado, del incógnito, ese de quien no sabemos si puede picar o responder con una hostia soberana a las insinuaciones que el desesperado le formula, después de unos tragos de vino pésimo.
Nuestro filósofo no desea este género de pactos. Sus chavales soñados no se enfundan en tejanos convencionales, que visten chitón azul, al modo de los jóvenes discípulos del Museion. No farfullan la jerga ininteligible de los barriobajeros, antes bien se expresan en lenguaje elevado, pletórico en metáforas ideales. No se ponen gomina en el pelo puntiagudo, pues tienen rizos de oro coronados por laureles de plata obtenidos en una reñida competición poética. Y, en vez de encaramarse a una moto escandalosa, avanzan desnudos entre las filas de la Panatenaika.
Nada de esto sucede y acaso es preferible que no suceda. Hay que temer el imprudente flechazo de los jóvenes. En el mundo homosexual, la juventud no es sólo un valor; implica una tiranía. El cuarentón tiembla ante la posibilidad de que su conquista de una noche le comente que tiene las carnes fláccidas. «Pero ¿no haces gimnasia?», le espeta el chavea, jovial, cachondo, sin notar que agrede. Y la agresión hará su efecto con más violencia de lo que ella misma cree. Al fin y al cabo nuestro homosexual no pertenece a la generación del culto al cuerpo: se ha visto obligado a adecuarse a ella, y en ese gimnasio que frecuenta se lanza al perfeccionamiento de su físico con obsesión desesperada, como si fuese su última oportunidad. No es, sin embargo, su único problema. Aun cuando puede presumir de atractivo sabe que su conversación no es la que espera la gente más joven porque las propias exigencias, la selectiva altura de sus listones, le obligan a mostrarse con sinceridad, declarando abiertamente su cultura en la espera de que el otro, el chavea, el mancebo, el doncel, le conteste en el mismo lenguaje. Así se va forjando una fama de pedante, de pelmazo que ahoga con sus discursos el ritmo de las marchosas sevillanas, compartidas por todos, celebradas por los briosos danzarines que le excluyen completamente sin pensar que él mismo ya se sentía debidamente excluido.
Así remata el domingo la conocida rueda de las carencias. Y ya definitivamente desangelado, el homosexual consciente acepta su fracaso, camina indefenso por las calles mojadas, entrando y saliendo de los mismos bares, reconociendo las mismas sevillanas, buscando miradas idénticas y todas indiferentes.
Es entonces, en esta noche del domingo, cuando el homosexual solitario se gana todo el derecho a propinar una patada contra el injusto culo de Dios.
LOS DOMINIOS DEL ocio y la soledad reservan a veces un punto de aventura. En el plácido domingo de Imperia Raventós, la aventura se llamaba Cesáreo Pinchón.
A algunas profesionales, trabajadoras impenitentes, el domingo también les sirve para intrigar. Esta es una práctica que requiere cierto tiempo y una paciencia de la que es imposible echar mano durante los días laborables. Para una intriga perfecta se requiere el tiempo de un brunch distendido en un entorno pacífico. No conviene sacar las garras; simplemente recordar al contrincante que están ahí, acechando, para abrirse en el momento oportuno. No son garras; barriobajeras, antes bien elegantes. También ellas requieren de un entorno especial. Lucen divinas en una noche de ópera o en recepciones de embajada. Cuando les corresponde ir de brunch, esas garras temibles eligen ambientes plácidos, cuya decoración propicie el disimulo. Los locales pintados de color salmón con música ambiente muy tenue y alguna kentia espectacular son ideales. ¿Quién imaginará que en este entorno privilegiado pudiera surgir repentinamente la maldad?
La perfecta intrigante sabe que el atuendo es esencial. Una no puede intrigar vestida de blanco ¿quién la creería?, pero tampoco de negro riguroso… pues la adivinarían por anticipado. A una intrigante que conozca el alcance de sus armas, no se le escapa que es necesario ir como a la guerra; esto es, camufladísima.
En aquella cita importaba el impacto, la apariencia, la sensación de chic y la seguridad de que la contrincante no era una parvenue. Para demostrarlo, Imperia Raventós decidió aparecer clásica antes que osada. No ignoraba que Cesáreo Pinchón tenía una idea muy conservadora de la elegancia femenina.
Poco maquillaje. Un fondo apenas. Polvos ligeramente oscuros en pómulos y mejillas. Más destacados los labios: carmín, casi. Los ojos, sí: un buen acento. Una raya gruesa, que los prolongase. Ese rasgo faraónico que sienta bien a las ligeramente pérfidas.
El espejo le dio su okay. Seguía siendo un aliado inapreciable. Pero ya no se molestó en pedirle consejo para la elección de la ropa, tan obvia era. El domingo se prestaba a un cierto descuido divinamente planeado en todos sus detalles. Aquí urge decir que algunas se equivocan. Confunden el esport urbano con un vulgar campeonato. Craso error. Se puede ir informal sin parecer una esquiadora.
El tiempo, claro y soleado, aconsejaba los colores otoñales. Sensación de equilibrio y reposo. Pantalones y blusa crema tostado. Chaqueta entallada y corta, grandes solapas, cinturón discreto pero hebilla gigante, forrada de piel de serpiente.
Para rematarlo, guantes y bolso de ante. El ante siempre queda pasable. Las hay que, por ser domingo, llevan bolsito de ópera. No debiera ser así.
Evidentemente, Imperia Raventós estaba a punto para que la celebrase Cesáreo Pinchón. Consiguiera o no los propósitos que la llevaban al brunch, acabaría glorificada en su crónica de la semana siguiente.
¿De dónde había salido aquel curioso personaje?
Como casi todos los madrileños modernos no era de Madrid, aunque nadie sabía a ciencia cierta de dónde podía ser.
Ningún pueblo de España reclamaba su paternidad. Se recuerda que apareció por los hoteles de Tánger, en los primeros años cincuenta. Como entonces ya parecía un hombre maduro, nadie pudo adivinar después su verdadera edad. Se le relacionaba con la colonia judía, pero también con algún grupo de mariquitas italianas, no necesariamente opuestas. Había empezado escribiendo chismorreos cinematográficos cuando algunas figuras pasaron por Marruecos, rodando películas. Bajó hasta Marrakech, mucho antes de la moda actual, y tuvo tratos de cordialidad con Tyrone Power y Orson Welles, que estaban rodando La rosa negra. Estas fueron las primeras entrevistas que Pinchón mandó a España. De regreso a la zona internacional, se convirtió en acompañante de estrellas, o por lo menos esto contaba él —María Félix guapísima, era muy simpática, pese a su leyenda. Tennessee Williams un poco pesado, siempre buscando chulos. Rita apenas se dejó ver, pero su entrada en el Minzah fue triunfal, una de esas entradas que ya no se hacen—. Tantos amigos importantes resultaban sospechosos. No falta quien dice que los vio una vez y basta.
Otros le localizan en París, en los círculos próximos al cantante Luis Mariano, entonces en la cima de su gloria. Pinchón siempre dejó entender, sin atreverse a afirmarlo, que fue su jefe de prensa. Presumía de haber frecuentado los círculos de Cocteau y no se cansaba de contar el famoso baile de máscaras del Marqués de Cuevas, en el Golf Club de Ghiberta. Contaba esplendores de nunca acabar. Merle Oberon disfrazada de Titania, lady Silvia Ashley bajo los rasgos de Flora, Elsa Maxwell de Sancho Panza, María Callas de Atenea… En este punto le sale algún respondón. Se sabe con certeza que la Callas no asistió a la fiesta. Él insistía: se escondía tras una máscara trágica, de modo que ni siquiera la reconoció el propio Cuevas.
Después, sus crónicas empezaron a llegar desde Roma. Coincidieron con la invasión de artistas de Hollywood en los estudios de Cinecittà. Nombres cuyo fulgor empezaba a apagarse, viejas glorias que intentaban sobrevivir en películas de aventuras de bajo presupuesto, generalmente de espadachines o romanos. Cesáreo Pinchón acompañó las borracheras de algunos de ellos, y así fue llenando sus crónicas semanales, que le dieron cierto renombre en la prensa española de los años sesenta.
En un momento determinado descubrió que las figuras del cine dejaban de ejercer su fascinación sobre los públicos y que las revistas especializadas iban desapareciendo una tras otra. Podía escribir en las de televisión, pero tenía sus principios: no soportaba a las figuras de la pequeña pantalla. ¡Esas actrices de seriales baratos, esas rubias oxigenadas que se retrataban en el supermercado o en una peluquería de barrio! Pasar del Marqués de Cuevas a los actorzuelos de teleseries sudamericanas era más de lo que podía tolerar una mariquita elegante y nostálgica.
Así se encontró escribiendo crónica social, pero no al modo de los años cincuenta, cuando se imponía invocar la gloria de las grandes familias y glorificar su poder. Cesáreo Pinchón sabía que incluso esto había pasado. La nueva sociedad española no podía admirar sin envidiar; prefería la maledicencia al halago, el insulto a la delicadeza. Cesáreo Pinchón decidió dar una de cal y otra de arena. Se había sentado a las mejores mesas y, reconociendo su calidad, se abstenía de criticarlas. En cambio, no vacilaba en clavar sus dardos envenenados en lo que él solía llamar «reputaciones compradas». Su táctica conoció un éxito inesperado. Era el cantor de la buena sociedad y, al mismo tiempo, su flagelo. Por ambas cosas era temido, pero también respetado. Inexplicablemente, le hacían la corte damas a quienes ponía como pingos en sus crónicas. Él solía decir que no les quedaba otro remedio. Era su única posibilidad de salir en la prensa, y siempre había quien se vendería el alma para conseguirlo, aun a condición de ser tratado de hideputa. En contrapartida, otros que no deseaban salir ni en pintura también eran blanco de sus ataques. Dependía siempre de su categoría.
Imperia llegó al brunch antes que su compañero. Este era impecablemente puntual, pero nunca anticipado. La hora exacta era su lema. Como faltaban cinco minutos, le esperó leyendo su último artículo sobre una fiesta en cierta embajada:
«A mis amigas les ha dado por volver a los años cincuenta. Pena que al hacerlo no abandonasen la horterez a la que están más acostumbradas. Llegaron todas vistiendo de Patou, Dior y Balmain, vestuario maravilloso, digno de figurar en un museo, pero no en un museo de momias, que es lo que parecía la embajada anoche… ¡Con lo cómodas que estaban ellas con el prêt-à-porter! ¿Quién convenció a Julisa Robles de que Humbert de Givenchy diseñaba sus modelos para señoras que miden metro cincuenta y cinco? ¿Pueden los desproporcionados pechos de Silvina Melis contenerse en un alambrado escote bañera de Balenciaga? En cuanto a los vestidos sirena, no los diría yo pensados para la estrafalaria condesa de Viñón, cuyo pompis ocuparía los siete mares. Está mucho más gorda que antes del verano: ¿para cuándo la tercera liposucción? Y ya que de intervenciones hablamos: reapareció Cristina Calvo, con la cara estirada a lo Nancy Reagan. Particularmente, la prefería cuando era igual que la muñeca Barbie. Alguien preguntó si había recuperado a su marido. Muchas se rieron por encima de sus alarmantes papadas. Al famoso magnate le han localizado mis espías en cierto hotelito de la costa portuguesa, poco frecuentado fuera de temporada. Le acompañaba esa linda sobrina, que es uno de los puñales que atraviesan el corazón de nuestra querida Cristinita. ¡Pobrecita! Está claro que su lifting es uno de los más inútiles que jamás se hicieron. Los veinte años, querida, los tiene la sobrina. Y a ti, que te vayan estirando…».
Imperia no sabía si reírse o llorar. Se limitó a aparecer cortésmente interesada cuando descubrió que se estaba acercando a la mesa Cesáreo Pinchón, sombrero en mano.
—Hola, tesoro, veo que me estás leyendo.
—Me has dejado los dedos empapados de veneno.
—Y tú a mí de Opium. Hueles divina. Y luces perfecta.
La repasó de arriba abajo. Concedió de nuevo:
—Siempre irreprochable. Sólo diría que la hebilla resulta demasiado espectacular. Tú no la necesitas. Déjalo para esas petardas…
Un camarerito vestido de color salmón, a tono con el local, se hizo cargo del sombrero de don Cesáreo al tiempo que le ayudaba a quitarse el loden de piel de camello. Presentaba la distinguida figura de costumbre: alto, ancho de espaldas y siempre erguido, como si utilizase corsé, según insinuaban algunos cotillas de la prensa enemiga. En todo caso mantenía el porte de pretendida aristocracia que se había ido forjando con gran empeño a lo largo de cuatro décadas, moviéndose entre los mejores círculos de los mejores países. Tenía además un rostro que se esforzaba en parecer clásico: discretamente calvo, la mandíbula alargada, nariz recta y boquita culo-de-gallina. Aparentaba una falsa serenidad, un falso distanciamiento y un estar por encima no menos falso. Su cinismo internacional podía ser auténtico, pero no ignoraba Imperia que también podía desmontarse con un buen desplante o un rechazo a tiempo. Para hundirle, bastaba con no invitarle a una fiesta.
Sabía que era necesario halagarle hablándole sólo de lo suyo.
—¿De verdad iban todas tan disfrazadas?
—Mucho más, mi vida. ¿Qué esperarías? Una fiebre de exhibicionismo se ha apoderado de esta ciudad. Lástima que siempre exhiben las que no debieran. El medio pelo se impone por doquier, haciéndose pasar por elegancia. Cuando el socialismo subió al poder, todos temimos que acabaríamos vistiendo como los obreros. Ha sido al revés: acabaremos vistiendo todos de frac, pero mal llevado.
Imperia frunció el entrecejo en señal de regañina, aunque no excesiva.
—Olvidas, niño, que yo me considero socialista.
—Cierto, pero también eres señora de toda la vida. Cómo puedes conciliar ambos extremos es algo que me fascina. ¿Sabes la última? Cuatro esposas de altos cargos acompañaron a sus maridos a Milán para no sé qué asunto del gobierno. Ellas se fueron de compras, con esas Visa-oro que pagamos entre todos. Pidieron lo mejor en las mejores tiendas. Como sólo entienden de batitas de boatiné, los italianos les colocaron restos de la temporada anterior, haciéndolos pasar por último grito. Así son las nuevas ricas. ¡Qué quieres! Hace tres años eran planchadoras y ahora se sienten encumbradas. Conozco a una que está pagando un dineral a Sunchina para que le enseñe a recibir. Ya sabes, Sunchina necesita dinero porque el marido se lo ha ido gastando todo a la ruleta e incluso han tenido que empeñar el palacio.
—Corrijo: ya lo tenían empeñado.
—Insisto: les quedaban las cuadras. Ya están en el Monte, por decirlo a lo chulapona. Bueno, pues Sunchina ha tenido que ponerse a enseñar modales y buena crianza. Cuando llegó a casa de la sociata, dispuesta a brindarle toda su ciencia en el arte de recibir, descubrió que sólo tenía mesa para cuatro personas y aun de metacrilato. Sunchina, que es muy suya en lo de la clase y el chic, le espetó: «Querida, hasta que no tenga por lo menos a veinticinco invitados, no cuente conmigo». Y me comentó: «Una dama que sólo tiene a una pareja para cenar, mejor que los lleve a un MacDonald’s». Lo encuentro muy de Sunchina. Siempre será una gran señora, por más que esté empeñada hasta el cuello. Esta es la tragedia de la vida social en esta ciudad. Los que están hechos para el señorío no tienen un duro. En cambio, derrochan millones los que llegaron anteayer.
—Siempre fue así. ¿O vas a decirme que no hubo nuevos ricos durante el franquismo?
—Seguramente, pero la diferencia es que antes no colaba. Y cuando colaba, era para siempre y contra viento y marea.
En Montecarlo, cuando su alteza era soltero, mucho antes de que llegase esa actriz plebeya, ocurrió un caso que expone hasta dónde puede llegar el verdadero señorío. Una cierta Lady Montagu, la mejor cliente de Balmain, llegó al Sporting divinamente vestida, nada insólito en ella, por otro lado. La recuerdo perfectamente: un vestido en gasa azul con reflejos grises, muy vaporoso, con drapeados y gran lazo a la altura del hombro. Sólo las mujeres con mucho mundo tienen la gracia necesaria para moverse entre tanta fantasía. Por supuesto, Lady Montagu fue el toast of the party… hasta que de repente se presentó cierta actriz italiana luciendo un modelo idéntico. Yo tuve alguna relación con Balmain; por lo tanto, puedo asegurarte que era imposible que dos vestidos iguales hubieran salido de sus talleres. En principio, nadie se atrevió a sospechar de Lady Montagu. Comment! Todo el mundo conocía su rango, era una auténtica favorita. En cambio, la italiana no llegaba siquiera a la altura de Sofía: era un vulgar producto del éxito rápido que se da en estos tiempos. Pues bien, ¡resultó que el suyo era el modelo auténtico y el de Lady Montagu una vulgar imitación! Cómo esas divas del cine ganan el dinero con el coño, siempre tendrán más que las aristócratas que ya se han gastado lo que tenían sus tatarabuelas. ¡Pobre Lady Montagu! Se supo que había robado unos bocetos del taller de su modisto y se lo hizo copiar por una modista de barrio. El instante fue de gran peligro. Semejante suceso podía marcar el declive social de Lady Montagu, tan divina por otro lado. Pero fíjate en lo que es el señorío: nadie deseaba perder a una gran dama, por más que fuera una vulgar choriza. Salvó la situación el embajador alemán, quien la sacó a bailar en un gesto que fue muy aplaudido. Recuerdo perfectamente que la orquesta tocaba Love is a many splendored thing, tan de moda aquel año. Era inevitable que todo el mundo se sintiera fascinado. El vestido de Lady Montagu parecía el auténtico, porque ella lo era. En cambio, la diva italiana tuvo que irse a mitad de la fiesta porque todo el mundo le dio de lado. Léeme la próxima semana porque aplico esta historia al caso de las joyas de Petrita, que a todos nos tiene conmocionados desde que se supo que son falsas.
—Ella no es tan tonta como para llevar las verdaderas. Las tiene en el banco.
—Las que tiene en el banco son tan falsas como las que lleva encima. Las auténticas se las vendió a la esposa de cierta autoridad militar… Ahora bien, ¿qué nos importa esta señora? En mi crónica pasará ella por hortera y Petra quedará divina pese a lo falso de sus joyas.
—No lo escribas, no vayas a verte en un problema.
En realidad, le importaba un comino que al otro le crucificaran.
—Querida, la verdad ni teme ni ofende. Además, yo vivo de la horterez de los elegantes. Si ellos tuviesen clase como pretenden, me moriría de hambre.
Se dirigieron al bufet para elegir la más provisional de las comidas elegantes. Comida de domingo: un poco de todo y un resumen de nada.
Cuando tomaron asiento de nuevo, Imperia afrontó la situación sin mayores preámbulos:
—Querido, no he provocado este encuentro para que me adelantes tu sección de la próxima semana.
—Lo imagino. Seguro que quieres pedirme un favor.
—Tal vez ofrecértelo.
—Me extrañaría. Tú nunca ofreces un favor sin pedir otro. Sobre todo en domingo. Para que abandones tu guarida tiene que ser algo importante.
—En cambio a ti te basta con que estén abiertos los urinarios de Atocha.
—No te molestes en hacerme chantaje con este pequeño pasatiempo. Todo el mundo lo conoce. Especialmente los nombres importantes que pasan por allí a montárselo con los camioneros. Si me delatas a mí, delatas a algunos de tus amigos. Y tú no querrás que sufran sus esposas, tan refinadas, tan nobles ellas.
—Eres demasiado insidioso. ¿Cómo está el consomé?
—Agradable, sin más. ¿Y tus crudités?
—Utiles, como han de ser para una dieta. Por cierto, antes de presentarte mi proposición quisiera mostrarte unas fotos…
Sacó entonces su ya habitual muestrario de la mercancía llamada Montalbán. La reacción de Cesáreo fue la esperada, por lo habitual.
—Parbleu! C’est donc la vraie beauté, que tu me montres!
—¿Lo consideras promocionable?
—En la portada de una revista de desnudos agotaría la edición en media hora. Es un físico impresionante. Esto es bueno si va para actor de algún grupo de teatro moderno, para lo cual no se necesita ser actor, o incluso para presentar algún concurso televisivo, donde no se pide inteligencia.
—Es empresario. Dentro de nada, cabeza visible de un grupo muy importante.
Esbozó en líneas generales las relaciones de Álvaro Montalbán con su empresa. No eran datos que pudieran interesar a alguien como Cesáreo Pinchón. Demasiado vocabulario de economistas. Prefirió ir a otro grano.
—¿Y tú le llevas?
—Le hago, le construyo.
—En fin, una pigmalionada. Si quieres, puedo ayudarte en la elección de la ropa.
—En mucho más. Le quiero semanalmente en tu crónica.
—¡Hija, es que me pides unas cosas!
—¿Qué hay de raro? Entra de lleno en el tipo de hombre que te gusta.
—Evidentemente, tú sabes quién tiene mucho dinero metido en nuestra revista.
—Evidentemente, lo sé. De lo contrario, ¿de qué tantas entrevistas mostrándole como la panacea de la inteligencia, el súmmum del buen gusto y el paradigma de la sensibilidad? Nunca se dijeron tantas bellezas de un solo banquero.
—Pues ya tienes la respuesta. A nuestro mecenas no le gustará la competencia en su propio terreno.
Callaron unos instantes. Imperia jugaba con un pedazo de zanahoria. ¿Estaría meditando sobre sus ventajas para la piel? Cesáreo Pinchón la conocía lo suficiente para saber que estaba planeando un contraataque. Podía estallar de un momento a otro. Y estalló:
—¿Sabes que Carlota podría enterarse de algo que nunca ha sido publicado?
—No sé a qué te refieres. No hay maravilla que yo no le haya atribuido.
—La pobre incauta ignora quién se llevó un par de millones por las fotos de su maternidad, que ella brindó desinteresadamente a cierta revista. Tal vez le interesaría saber que las exclusivas que la maledicencia le atribuye a ella las cobra, en realidad, su mejor amigo… Su homosexual oficial, por decirlo de algún modo.
Él permanecía inmutable. Sin duda estaba a punto de estallar. Por fin, lo hizo.
—Tú no serías capaz de esto, querida. Piensa que a la prensa le gustaría saber por qué extraños medios me vi inmiscuido en la extraña historia de la virginidad de Reyes del Río. Qué simpática catalana me envió el certificado del médico y todas esas cosas.
—Por supuesto, si tú contases esta infamia yo no sabría callar respecto a las fotos prohibidas de determinada actriz.
¿Quién le chivó al fotógrafo que ella y su banquero estaban escondidos en un auberge de charme de Ravello? Incluso sé lo que cobró el tal chivato y qué otro personaje de las finanzas te pasó el talón. Alguien a quien le interesaba descalificar al amante de la actriz en el mundo de las finanzas. ¿No es casual que este alguien sea el que tiene más capital en vuestra revista?
Ella notó que había levantado la voz más de la cuenta. Pero él seguía con la sonrisa en su sitio.
—Sonríe, mona, que nos están mirando… Ahora, sin dejar de sonreír, agárrate fuerte: yo sé a quién le convenía que el teléfono de Pepo Fenelón estuviese algunos días intervenido y quién cena semanalmente con quienes tienen poder para intervenir ciertos teléfonos…
—¿No insinuarás…?
Él bebió un sorbito de vino. Ya con los labios secos, dijo:
—Romy Peláez me contó que cierto director de cierta empresa publicitaria se interesó por la existencia de prostíbulos infantiles en Madrid. ¿No fue en uno de esos antros donde pescaron al pobre Pepón follando con dos muchachitos a la vez?
—Querido, eres un hijo de puta.
—Yo seré el hijo, querida, pero la puta eres tú… Continúa sonriendo, que las paredes oyen… —De hecho, sonreían los dos, ofreciendo el aspecto de una pareja feliz. Pero él insistía—: ¿Cómo pudo saber Eme Ele, tan macho él, que existen en Madrid casas dedicadas a la prostitución infantil masculina? ¿Y quién podía tener interés en desprestigiar de rebote a una agencia publicitaria poderosa si no el director de otra agencia publicitaria que todavía se hizo más potente desde que Pepón cayó en desgracia?
Era el momento para levantarse en busca del segundo plato. Así avanzaron hacia el bufet, con la sonrisa puesta, como si estuvieran cotilleando sobre temas sin importancia.
—Estamos empatados —dijo Imperia—. Y me temo que podríamos seguir apostando durante una hora sin salir del empate.
Cesáreo Pinchón se estaba sirviendo una discreta ración de pollo frío.
—Es una desgracia saber demasiadas cosas de los amigos.
—No tanto. Habrás cobrado de muchos por ocultarlas.
—Incluso de ti cuando te ha convenido que las propague para ayudar a Eme Ele… ¿Te sirvo un poco de paté?
—De oca, si es posible… Alcánzame, también, la gelatina.
De regreso a la mesa, recobraron sus acentos más graves.
—Ya que entramos en este terreno, Eme Ele me ha autorizado a proponerte un trato. Ciertas firmas aceptarían poner publicidad en vuestra revista. Podríamos dejar muy explícito que lo has conseguido tú.
Él la miró desde la seguridad del éxito.
—No necesitamos tanta publicidad, después de todo. La revista va viento en popa…
—No irá tan bien cuando cada semana estáis regalando un vídeo o un compactdisc. ¿Vas a hacerme creer que un gasto tan tremendo compensa para una tirada tan corta? Ni la dependienta del videoclub más tirado de Vallecas se tragaría un anzuelo semejante.
—Nunca supuse que frecuentaras los videoclubs de Vallecas, querida. Pero en fin, aun siendo como tú dices, aunque haya pérdidas, no tenemos nada que temer. Nuestro tiburón seguirá poniendo capital mientras le interese estar en la cresta de la ola. Y le interesa estar en ella toda la vida.
—Tengo noticias frescas: el tiburón de marras se ha dado cuenta de que estáis jugando demasiado al escándalo. Os habéis metido con la Casa Real y a él le interesa estar divinamente con ella, aunque sólo sea para que le inviten a tomar el té. Sé de fuentes muy fidedignas que está en gestiones para poner su capital en un periódico de próxima publicación, cuyos miembros tienen, además, el beneplácito de la Moncloa. Porque no ignorarás que también le interesa estar a bien con la Moncloa, otro objetivo de vuestros ataques más recientes.
—¿Esto quiere decir…?
—Que os quedáis sin tiburón. Así que vais a necesitar publicidad urgentemente. Y ¿quién lleva las mejores marcas?
—Eme Ele, claro.
—Pues a Eme Ele podría no gustarle que su nuevo tiburón se quedase sin una plataforma adecuada. Es más: estoy segura de que no ha de gustarle en absoluto.
—No entiendo nada. Tu Eme Ele está siempre pegado a los socialistas, en cambio la empresa de ese Montalbán está llena de fachas…
—Como tú dices, Eme Ele está divinamente con los socialistas pero no tiene el menor interés en estar a mal con la oposición. Él sabe que no se pueden desperdiciar las dos manos para arrojar una sola piedra.
—Querida, en tiempos de Franco las cosas estaban más claras. Por lo menos sabías quién te mandaba. Hoy crees estar sirviendo a unos y resulta que son otros los que lo aprovechan.
Ella le miró fijamente a los ojos. Ni siquiera se permitía un asomo de sonrisa:
—Sírveme a mí, Cesáreo, y no tendrás que arrepentirte. Conviérteme a Álvaro Montalbán en el niño mimado de la sociedad. De la parte política, me ocupo yo.
—¿No temes que pueda parecerse demasiado a un pacto?
—Me arriesgaré. En fin de cuentas, nada de lo que sucede en este país sucede sin estar pactado, a menudo suciamente, por alguien o por algunos ¿íbamos a ser la excepción nosotros, los más débiles?
—Tienes razón: los obreros estamos completamente desprotegidos. Debemos pensar en nosotros. Bien, no digo yo que antes de tres semanas no aparezcan dos páginas dedicadas a Álvaro Montalbán. Huelga decir que esto irá creciendo semanalmente.
—Yo te suministraré las fotos. Tienen que ser de estudio. No me fío de tus fotógrafos. Una mala foto puede estropear el trabajo de muchos días.
Al día siguiente, le contaba a Eme Ele:
—Lo que este mentecato ignoraba es que su señorito almorzó conmigo el miércoles y me hizo algunas confidencias. Una de ellas es que va a cambiar radicalmente el contenido de la revista. Irá por la línea light. A Uve Eme, como a todo el mundo, le interesan más los salones que los tribunales.
—¿Y por qué no se lo pedías directamente a él, ya que sois tan amigos?
—Porque no quiero deberle ningún favor. Uve Eme tiene ambiciones y puede llegar lejos. Le veo algún día en política. En cambio, Cesáreo Pinchón no es más que una pobre maricona. Los favores, querido, siempre a los subalternos. Los que pueden pedir poco a cambio.
Y Eme Ele no pudo reprimir un arrebato de admiración hacia su empleada.
Pero antes de aquel encuentro, quedaba la tarde del domingo, siempre la más propia para transformar en encantadoras trivialidades ciertas obligaciones que, en los días laborables, se convierten en una losa colocada sobre otras muchas.
La pequeña obligación de Imperia Raventós concernía estrechamente a su hijo más que a ella misma. Había decidido habilitarle la parte superior del dúplex, una especie de altillo abuhardillado donde Raúl pudiera mantener una vida independiente, sin verse ligado a su madre o, puesto al revés, sin tener que incomodarla con su presencia, acaso excesiva.
Podía confiar la obra a algún decorador de moda, pero era partidaria, en lo posible, de dar trabajo a las mujeres que han destacado. Era lógico que el encargo recayese sobre la admirada Susanita Concorde, de gusto tan probado como sus muy gallardas adiposidades. Habían quedado citadas a la hora de la merienda, en una céntrica cafetería, cuyas exquisiteces en repostería había ponderado Susanita en más de una ocasión.
La encontró mojando un bollo en su segunda taza de chocolate. ¿Cómo interrumpir aquel éxtasis pantagruélico? Imperia decidió lo de siempre: obrar de acuerdo a sus intereses.
Nada más sentarse preguntó a bocajarro:
—¿Hablaste con mi hijo? Piensa en la urgencia del encargo. Puede llegar de un momento a otro y no sé dónde ubicarlo…
La otra intentaba contestar, pero la masa de bollos y chocolate acumulada entre los dos carrillos le impedía abrir la boca. A Imperia le asombraba que pudiera siquiera respirar.
—¡Qué mal trago! —exclamó, por fin—. ¡Hija mía, me has cogido con la miel en los labios! ¿Tu hijo dices? Hablé con él, sí. He quedado un poco desconcertada. Le propuse líneas actuales, como a ti te gustan, cierta austeridad, algún póster vanguardista, estanterías high-tech, todo de corte muy urbano, muy actual, ya sabes. Una leonera para la juventud que viene empujando, como se dice ahora. Pues ya ves tú, ha rechazado todas mis ideas. ¿Puedo serte sincera? El niño es un poco antiguo. Dice que, fuera de sus estudios, sólo le interesa la ópera.
Siguió mojando bollos en un tercer chocolate.
—No le encuentro nada extraño —dijo Imperia—. Mis padres empezaron a llevarme al Liceo a los nueve años. Y un poco antes, a los conciertos del Palau.
—De acuerdo, siempre se ha dicho que los catalanes sois distintos al resto de España, más europeos que nadie, vamos; pero comprenderás que no puedo convertir una buhardilla en la Scala de Milán ni un baño en las termas de Trajano… ¡Santo cielo, cómo está este chocolate! Pide uno, que te vas a chupar los dedos…
Al ver cómo se los chupaba ella, y cómo la masa negruzca le resbalaba papada abajo, Imperia se inclinó por un discreto té con limón.
—Por lo que veo el niño amenaza con hacerse un estudio que se dará de bofetadas con mi estilo de vida. Pero en fin, que haga lo que quiera. De todos modos, la parte superior será toda suya.
Llegó un cuarto chocolate y, a los pocos minutos, el quinto. Lo cual no evitó que Susanita Concorde continuase su charla, ya con los carrillos a reventar.
—Por cierto, antes de venir aquí estuve con Cristinita, que todavía sigue con la agonía del lifting. ¡Santa mía! No sabes tú cómo la ha puesto Cesáreo Pinchón en su crónica de esta semana.
—No lo he leído —mintió Imperia, con pasmosa tranquilidad—. Pero ¿a qué viene hablar de Cristina cuando estamos hablando de mi hijo?
—Ay, no sé, un pronto que me ha venido; un resto de la impresión, del susto, digo yo. Porque la he visto sin maquillaje y ¡no sabes tú, no sabes tú! ¿Te acuerdas cómo quedaba la cara del monstruo en Los crímenes del museo de cera? Pues comme si, comme ça.
En un tema que la aburría completamente, Imperia sólo supo decir:
—La culpa es suya por mostrarse en público antes de tiempo.
—Era la prisa por recuperar a su marido. No tuvo espera. Al parecer eso de la sobrina la hace sufrir la mar. Tan dispuesta está a plantar cara que la plantó demasiado abiertamente. Regresaba Esteban de noche y ella le salió al paso para sorprenderle. Él, cuando vio aquella cara, echó a correr gritando… «¡Vade retro, Satanás!». ¡Pobrecito, todavía le están dando tranquilizantes!
—Y yo voy a pedir un tubo si no me dices de una vez qué has pensado para mi hijo…
—Ay, sí, le teníamos bien abandonado, ¿verdad? ¡Por Dios, cómo están estos bollos! ¡Qué lujuria!… Bueno, pues para el niño he pensado algo romántico. Cortinas floreadas y cama con dosel. Algo así como «una eterna primavera en su despertar». Una mariconadita, si tú quieres, pero tampoco parece que tu hijo tenga los gustos de un descargador de muelles. También me ha pedido algún mueble de madera noble y muchas estanterías para guardar objetos de culto. Al parecer, colecciona las cosas más raras.
—No me hables. Me amenazó con traerse su serpiente.
Susanita Concorde dio un formidable salto que comprometió la estabilidad de su butaca.
—¡Por Dios, no pronuncies ese nombre! ¡Madera, madera! —La tocó, la golpeó, destrozándola casi—. ¡Qué sofoco! Tanto me has asustado que voy a pedir otro chocolate.
—Sé que no es de mi incumbencia, Susanita, pero llevas cinco tazas y ocho bollos.
—No debería extrañarte. No voy a tomar nada hasta dentro de dos horas, que tengo lechoncillo en casa de Piluca. Además, una gorda no puede comer lo mismo que una flaca. Por cierto, te estás quedando en los huesos. ¿Tanto te preocupa tu hijo?
—Me quita el hambre —mintió Imperia—. No me deja vivir.
—A mí no me deja vivir la impaciencia del lechoncillo. ¡Será de bueno! ¡Ay madre, cómo será!…
Y al llegar al sexto chocolate inició un periodo de abstinencia, comprendiendo que no era educado llegar a una cena en estado de saciedad.
LLEGÓ IMPERIA A SU CASA, con la inequívoca sensación de que el domingo no fue suyo por entero. No le gustaba cerrar sus días sin una idea positiva en el cerebro, sin un solo pensamiento que mereciera la pena conservar. Su brunch con Cesáreo Pinchón le había dejado un mal sabor de boca, y a fe que la culpa no era de la comida. Tampoco de un cotilleo que ya presuponía banal y que en otras circunstancias podía distraerla, divertirla incluso. ¿Dónde estaba, entonces, el pecado, si pecado hubo? Ni siquiera esto. Sólo la certeza de que había estado malgastando sus armas en una cruzada que no le interesaba en absoluto.
¿Qué pensar, sin embargo, de su capitán?
Ese dichoso Álvaro se estaba convirtiendo en un incordio. Asomaba desde cualquier lugar, haciéndole guiños de ángel demasiado viril o de atleta excesivamente aniñado. Esos dientes separados le daban, en el fondo, cierto encanto. ¡Demonios! Se encontraba sonriendo ante el hechizo, apenas posible, de unos dientes que sólo había visto en una ocasión. ¿Por qué quedaron clavados en su mente? Sería por haberlos exhibido tantas veces a los demás. Pero tampoco podía asegurar que fuese esa la causa. Seguramente, en las fotos no se notaba aquel detalle. No se notaba en absoluto, no eran prominentes, no tendrían la importancia que ella les atribuía.
Buscó en el bolso el dossier que, pocas horas antes, exhibía para asombro de Cesáreo Pinchón. Él no se había referido para nada a la sonrisa del palurdo aquel. Y si la sonrisa le pasó inadvertida, ¿cómo iba a hacer el menor comentario sobre la separación de los dientes?
Aparecía por fin entre las otras fotografías, un Álvaro vestido de baturro y con la sonrisa de par en par, como una ventana abierta a la imperfección. ¡Malditos dientes que ponían semejante poder a disposición de un malnacido!
Tales pensamientos, y cuantos iban llegando para contradecirlos, invadieron la placidez del atardecer poniendo inquietud donde ella deseaba tranquilidad. Lo lamentó también. Terminar el domingo con los nervios desquiciados equivalía a considerarlo perdido una vez más.
Sobre el sofá, las fotografías del galán del traje gris la miraban como un desafío de la imaginación. Era precisamente el desafío que no deseaba recoger. Antes prefería una revista, cualquier tipo de libro, zapear ante el televisor, de uno a otro canal, sin reparar en ninguno. Y por primera vez en muchos domingos, todas las revistas carecían de interés, los libros caían de la mano, los canales iban transcurriendo a una velocidad que era pura alucinación. Todos los alicientes eran tan grises como los trajes de Álvaro Montalbán.
Sentía la pesadez de una soledad no elegida y, por lo tanto, en absoluto apetecible. La invadía por sorpresa, aplastándola. Y la inercia era tan fuerte que ni siquiera le apetecía liquidarla con una simple llamada a cualquier amiga.
Después de muchos paseos por el salón, se encontró en el altillo, pensando en su hijo. Durante la cena del viernes, Alejandro pretendió establecer alguna relación entre el niño y Álvaro Montalbán, pero ella resistiría en todo momento la tentación de compararlos. Tampoco a sus sentimientos hacia cada uno de ellos. Entre otras cosas, porque tales sentimientos no existían. Y si era necesario inventar uno para que eliminara de cuajo la posibilidad del otro, le convenía elegir el sentimiento maternal, construyéndolo en torno al niño Raúl. Podía resultar casi, casi saludable.
En aquel altillo sumido en la penumbra, apareció por primera vez la posibilidad de un hijo portador de valores divertidos, precisamente los únicos que Imperia nunca calculó en su ritmo de inversiones. Durante los últimos días, la esclava Presentación había limpiado el altillo de muebles desechados y enseres imposibles. Susanita Concorde, entre lechoncillo y lechoncillo, sabría convertirlo en un cuarto encantador. Y el niño Raúl podría desordenarlo todo a su antojo, según los augurios fatalistas de Presentación y los temores de la propia Imperia.
Sin embargo, convertir la maternidad en algo divertido podía implicar, también, aquel desorden. ¿Por qué desechar los ritmos de lo imprevisto? Entre libros amontonados, pósters de colorido chirriante, discos a todo volumen y el consabido aluvión de calcetines, calzoncillos y camisetas, aquel mundo enclaustrado en la irreprochable monocromía del diseño podría parecerse en algo a la vida. Acaso el imprevisto pudiera guardar algún parecido con el hedonismo.
En cuanto a la vida sentimental de Imperia, sabemos que el niño Raúl no había desempeñado un gran papel en ella. Para ser exactos: ni grande ni pequeño; no había desempeñado ninguno. Recordaba el último encuentro de ambos, una tarde de verano, en la masía del Ampurdán. No le gustaba a ella reencontrar, en aquel viaje, otros momentos de su vida, encerrados en aquel espejismo que, durante algún tiempo, dio en llamar juventud.
Fue una visita rápida, efectuada entre viajes, para saludar a sus padres y de paso —pero muy de paso— encontrarse con la evidencia de que seguía teniendo un hijo.
Fue una evidencia tranquilizadora, si es que una madre de este tipo necesita sentirse tranquilizada. Para la madrastra era un hijastro adorable, para los abuelos un nieto precioso, sólo su padre le consideraba una especie de marciano, en absoluto parecido a lo que había esperado. Conociendo a Oriol, Imperia se congratuló de que así fuese. Lo que él podía esperar era el adocenamiento, la vulgaridad y la indiferencia.
Decidió Imperia que Raúl era un niño completamente feliz, una criatura de talante dulce, que sonreía a todo el mundo, durante todo el tiempo. Le recordaba de tez quemada por el sol y pelo negrísimo como el de ella, pero ensortijado como el de un pajecillo renacentista.
Ahora, en aquel altillo vacío, le situaba en el presente y le reprochaba todos los inconvenientes que sus caprichos podían aportar a una decoración que ella había decidido de antemano.
En estas meditaciones se encontraba cuando le avisaron desde la portería que estaba subiendo por el ascensor privado la famosa Reyes del Río. Una visita sorprendente a aquella hora y en aquel día.
NO RECONOCIÓ EN PRINCIPIO a la folklórica. No sólo porque se ocultaba tras unas enormes gafas oscuras, sino por lo desacostumbrado de su atuendo. ¿Sería el domingo lo que la convertía en una mujer distinta?
Sorprendía su elegancia, pues empaque se sabe que lo tuvo siempre. Bajo una enorme capa que la envolvía de la cabeza a los pies, apareció un discreto conjunto de tweed acompañado por un pañuelo de seda negra que arropaba su rostro magnífico, otorgándole una aureola de nobleza natural. Y cada uno de sus gestos, dirigidos con insólita autoridad, parecían acompañar a aquella imagen desconocida, que diríase nacida para vestir bien. Una maniquí irreprochable surgida como por ensalmo de un despropósito inicial.
—Dos horas esperándola dentro del coche y usted sin retirarse. Déjeme entrar, por favor.
—¿Cómo te ha dejado salir sola tu madre?
—Mi madre está en el bingo con unas amigas. Déjeme entrar, rediez, que me estoy helando.
Dio un magnífico pase con la capa, rematándolo con un desplante digno de emperatriz. Imperia no se privó de admirar aquella novedad absoluta: «Si no fuera porque su público la quiere con colores tan chillones y siempre verbenera, podría sacarse de ella algún provecho. ¡Una flamenca dandy! No es mala idea. Sólo falta saber si vendería».
Más se asombró al verla interesada por algunas piezas decididamente vanguardistas.
—Me gusta su casa, Imperia. Tiene estilo.
—Hazte una igual. Fortuna no te falta.
Reyes se echó a reír, con picardía.
—¿Quién iba a creer en una folklórica que vive entre muebles de diseño? ¿Se imagina que viene la prensa y encuentran a Reyes del Río sentada en una silla de Mackintosh o en un sofá de Philipse Starck? A mí tienen que verme entre muebles recargados, marqueterías doradas y cuadros de virgencitas. Ni el high-tech ni el minimal van con mi leyenda.
—Oye, ¿y de dónde has sacado tú esos nombres?
—Los habré leído en la peluquería. ¿Dónde si no? Ya sabe usted, tampoco se creería la prensa que Reyes del Río lee otras revistas que no sean las de princesas y marquesonas ni más libros que los de contabilidad.
—Tienes razón. Y encima sería malo para el negocio.
Reyes del Río la miró con cierto sarcasmo.
—Volvamos, pues, a la folklórica. Vengo por dos razones. La primera me urge a mí. La otra a Eliseo mi primo.
—Empieza por la tuya. Me temo que no va gustarme.
La invitó a sentarse, mientras ella se preparaba un whisky.
Por primera vez en mucho tiempo la veía expresiva. Sólo que su expresividad era la de una furia que surgía, incontenible, de los ojos intensamente verdes. Al quitarse las gafas, aquellos ojazos centellearon, desafiantes y rociados de brujería.
—Vengo a comunicarle que no pienso ir al doctor que me ha buscado. Mejor dicho, que tampoco me busque otro, porque no tengo nada que enseñar.
—¿A qué debo atribuir tu negativa?
—A que se ha terminado la broma. Y nada más.
—Me parece que no eres tú quien tiene que decirlo.
—¡Mira tú, la faraona! ¿Pues a quién tienen que examinar? ¿Y quién se va a convertir en la risa de cualquiera que tenga un dedo de frente? A Reyes del Río, que es esta menda.
—Esa Reyes del Río olvida un detalle: no es más que un invento de los demás.
—Digo yo si habrá usted pensado que no tengo dignidad.
—Ni me lo pregunto. Doy por descontado que aceptaste traficar con tu virginidad. Esto lo dice todo.
—Virgen soy por el negocio. Y por eso lo seguiré siendo. Pero ni por el negocio tengo yo que rebajarme a cosas que me desacreditan. Me da igual lo que publiquen las revistas. A mí no me examina otra vez un alfaquín de esos, porque me humilla el solo hecho de pensarlo.
—A saber qué entienden por humillación las de tu gremio.
—No sé lo que entienden las colegas. Yo, para que se entere, no soy un trasto.
Imperia estuvo a punto de preguntar: «¿Y qué eres si no, bruta más que bruta?». Se contuvo a tiempo ante el nuevo ataque de la folklórica.
—¿Usted no ha pensado en la posibilidad de que esté tratando con personas?
—Es un lujo que no puedo permitirme en mi trabajo. Y a menudo ni siquiera fuera de él.
—¿Tan superior se cree?
—La verdad es que sí. Considerando el ganado, me creo muy superior al resto, incluida tú. Supongo que por esto me buscáis todos. Porque soy superior y gasto pocos miramientos.
—La compadezco a usted. No tiene corazón.
—Queriendo huir de tu imagen caes en tu repertorio. Me agredes con frases que son puro melodrama.
—Y serán la hostia consagrada, si usted quiere, pero cuando digo y redigo que se ha acabado el cuento es que de verdad se acabó. Entre otras cosas por dignidad. ¡Ea, que no tiene usted derecho a sospechar de mí por una ridiculez que ni usted misma la cree!
—Que lo crea o no, carece de importancia. Interesa que lo crean los demás. Y además, la verificación de tu virginidad me va estupendamente para el programa de Rosa Marconi.
—Pues lo siento por esa tía, pero los secretos de mi sexo no son para ser televisados en hora punta. Que enseñe ella el suyo, que bien triste lo ha de tener.
—¿Y la ladilla?
—Cosas mías.
—Y de mucha gente. No lo olvides.
—¿De los que comen a mi costa, usted incluida? ¡Ande ya, esaboría, que hay que tener muy poco cacumen para pensar que por eso se desvirga una! Y en un última instancia, la ladilla estaría en el trasto, digo yo.
—¿En qué trasto?
—En el que me prestó Eliseo. El falo artificial, mujer. Él lo usaría primero para sus gustos y dejó al bichito allí. Pegadito estaría.
—¿Quieres decir que utilizaste el falo para…?
—Digo.
—¡Niña!
—¿Y en qué rompe sus planes un falo de goma? A mí me dio el gusto que necesitaba, y virgen sigo. Si se trata de que dure el chollo, ¿a quién le importa lo que me entre si al cabo no ha de desvirgarme?
—No se trata de esto. Es que el verte obligada a utilizar sucedáneos significa…
—¿Qué va significar, sentrañas? Que estoy muy necesitada.
Aquí se entristeció de tal modo la folklórica que Imperia perdió el control de sus emociones.
—¡Que estás muy necesitada, dices!
—Y muy padecida. Así estoy.
—¿Tanto?
—De morirme de ganas de ser por fin mujer. Que hasta ahora sólo he sido una bata de cola, un clavel y una peineta.
—Y ese falo, una cosa tan artificial, ¿te daba gusto?
—Osú. No lo sabe usted bien.
—¿Lo cogiste… después de que tu primo…?
—Él lo utilizó por detrás y yo por delante y el bichito ese saltaría de lo suyo hacia lo mío. Y ahí se quedó, como el bicho de la canción. ¿No la conoce?
La tarántula es un bicho muy malo
no se mata con piedra ni palo…
Pues mismamente la ladilla. Muy traicionera es, lo digo yo.
—Júrame que no ha habido hombre.
—Por la Reina de las Marismas se lo juro.
—¿Y mujer?
—¿Mujer pa’qué?
—Para lo mismo. Por Miranda Boronat lo digo.
—¿Esa locandis? A esa le ponen una teta delante y se desmaya, conque mire usted lo que pudo haber. Y aunque lo hubiera. Una mujer, que se sepa, no desvirga. Y alguna compañera que lo ha probado dice que hasta da placer y todo.
—No son asuntos que me incumban.
—Ni a mí, no vaya usted a pensar. Le seré franca, a mí me funciona muy bien lo de la virginidad, pero no esperaba que usted se lo creyese. La tenía por más inteligente.
—¿Conoces a alguien de esta sociedad que crea en lo que está haciendo?
—No me venga con trampas que no le estoy hablando de esta sociedad. Le hablo de usted.
—Yo no creo en nada. Pero debo hacer que los demás se crean lo que hago. Tu virginidad, en este caso. Sigo pensando en el programa de Rosa Marconi.
—Bien poca cosa sería la Del Río si sólo pudiera ofrecer a su público el tema de la virginidad. Además, ¿no escribe usted las preguntas? Pues compóngaselas para inventar algo más inteligente.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Cuestión de estilo, guapa. Cuando las escribe Rosa Marconi, son una bobería por más que presuma la redicha. En cambio, cuando son de usted, tienen un sentido, ¿cómo le diría yo?, de alguien que me conoce… de alguien que se ha fijado en mí…
—Oye, niña, ¿pero tú no eras burra?
—Pues claro que soy burra, malaje. Lo que no soy es tonta.
Imperia la cogió por los hombros. De repente, Reyes no fue la folklórica taruga, sino la pobre niña extraviada que pedía soluciones urgentes para un problema vital.
—No se hable más —dijo Imperia, conmovida—. Bastante has hecho ya.
—¿Amigas, pues?
—A medias —bromeó Imperia—. Lo justo para brindar. ¿Jerez fino, manzanilla o vino tinto?
Reyes del Río se echó a reír.
—Esta noche no voy de coplera. Póngame lo que toma usted.
—Mira que es whisky…
—Miro, me lo tomo y santas Pascuas.
Fue Imperia hacia el bar. Mientras preparaba la bebida, recordó que había otro motivo para aquella visita. No fue necesario preguntar. La folklórica se acercó a ella y, en tono vacilante, murmuró:
—Tiene usted que prestarme un poco de parné hasta que cobre el de las Américas.
Imperia quedó pensativa unos instantes, los necesarios para terminar el whisky ofrecido. Se lo dio a Reyes. Por fin dijo, en tono severo:
—Pensé que lo de tu economía había quedado claro. No te conviene continuar manteniendo a toda la tribu familiar.
—Y ni un duro me sacan que a mí no me cuadre. Por lo mismo, no quiero recurrir a ellos cuando necesito un dinero inmediato. Es para Eliseo mi primo. Tiene que operarse.
—No sabía que estuviese enfermo.
—No lo está. Es que quiere que le pongan tetas y una vagina.
A Imperia estuvo a punto de caerle el vaso.
—Perdona, tal vez no he comprendido. ¿Qué has dicho que quiere ponerse?
—Unas tetas y una vagina.
—¿Y para qué las quiere?
—Para ser como usted, como yo, como mi madre.
—¡Quiere ser mujer!
—Osú. ¿Conoce usted un empeño más noble?
Imperia apuró el whisky de un solo trago.
—Muy noble, en efecto. Llamaré a mis amigas feministas para que le hagan un monumento.
Pero la que llamó en aquel preciso instante fue doña Maleni. Una llamada intempestiva, que sólo podía obedecer a un motivo:
—¡Ay, qué duquitas, doña Imperiala, qué duquitas más negras! ¡Que salí yo a binguear con mis comadres y al volver fui derechita a ver si la niña había hecho sus plegarias y me he encontrado con la cama vacía! ¡Que no está, doña, que no está!
—No está en su cama porque está aquí —dijo Imperia, secamente.
—¿En la cama de usted?
—En mi salón, señora.
—Pásemela, que la voy a dejar de chupa de dominé.
No se diría que Reyes del Río estuviese muy dispuesta a tolerar reprimenda alguna. Por el contrario, contestó con tal violencia que consiguió aplacar la furia de doña Maleni, aunque no sus temores.
—¡Es que me vais a matar entre tú y tu primo! Que una me llega a las tantas y el otro no se ha dignado presentarse ni a las tantísimas.
—Mire usted, madre, que Eliseo ya es grandecito.
Siguieron con el blablablá en forma de griterío hasta que Reyes colgó el auricular, de golpe y con un bufido de furia.
Quiso Imperia parecer conciliadora:
—Entiendo que tu madre no sabe lo de las tetas y la vagina. Puedo imaginar su reacción cuando se entere.
—Tendrá que acomodarse al ritmo de los tiempos. Más le conviene. Se va a encontrar con dos mujercitas en la casa. ¡Anda que no gritará cuando le toque recoger la menstruación de Eliseo! Porque mi primito ha sido siempre tan mujer que es capaz de menstruar más que usted y yo juntas.
Y al decir esto su expresión apareció brutal, salvaje, incluso cruel. Por todo ello, bellísima.
TODAVÍA NO MENSTRUABA ELISEO y era dudoso que llegase a menstruar jamás, a juzgar por la experiencia de sus amigas de palique. Ninguna lo consiguió desde que dejaron de ser hombres, y aunque es cierto que una de ellas llegó a asombrarlas un día al presentarse con las bragas empapadas de sangre, se supo después que era un corte que ella misma se había practicado con una hoja de afeitar, en el sitio donde pierde la entrepierna su digno nombre. Y dijo a todo esto Antoñito la Cinemascope: «No le bastó con el corte que le practicaron para hacerla hembra, que encima se va haciendo orificios sin ton ni son». Y la llamaron desde entonces Coñito Siamés, por lo del doble.
Conoce el lector avispado a algunos de estos personajes, pues son flores de esquinas muy transitadas, nocheras de bulevares ligones, sirenas de gasolinera trasnochadora, odaliscas de nightclub dado al alterne ambiguo…
Caía la madrugada sobre Madrid y, ya cumplido todo el trabajo, se reunieron para tomar un ponche en la tienda de discos antiguos que regentaban la Frufrú de Petipuán y su novio el Ben-Hur de la Corrala, así llamado porque era un cruce entre aquel velludo campeón de carreras y un chulo postinero de la época de las verbenas.
Tenía la tienda un no sé qué de museo de reliquias. Junto a los discos de bandas sonoras de películas, copla andaluza y las cupleterías que más complacen a las locas, había mil recuerdos de las divas de otro tiempo y algunas que, siendo de hoy, parecían del tiempo de La Goya. Y así discurrían las madrugadas entre postales de María Félix, castañuelas que pertenecieron a Juanita Reina, un abanico que fue de Marifé, unas alpargatas de la Meller y un plátano disecado de Josephine Baker. Todo colgando del techo, a guisa de exvoto mariano.
En tan agradable ambiente hallábase Eliseo aquella madrugada, aprendiendo ardides mujeriles gracias a la experiencia de aquellos a quienes, en el ambiente, llamaban «las operadas».
Dejaron todas de ser machos para convertirse en mujeres de bandera. Nunca fue esta expresión más adecuada. Pues no bien les pusieron lo que Dios no les dio, extirpándoles además lo que Dios tuvo a bondad concederles, pasaron a ser más mujeronas que cualquier hembra de tronío. Mezclábanse en sus corpachones distintas modas, tomadas las más de las veces del celuloide. Todas tenían un prototipo previo al cual habían adecuado el prodigio de su transformación. Quién quería parecerse a la Marlene, quién a la Rita, quiénes a la Lola y hasta a la Minnelli las más jovencitas y modernas. Ninguna imitó a Virginia Woolf, ni a Golda Meir; sólo la más rojilla de entre todas se hacía llamar Karlota Marx, pero cuidando de parecerse a la Jurado. Que una cosa no quita la otra, y una ideología no ha de robar clientes a la hora de hacer esquinas.
Llegaba de la suya un cándido transexualillo que, después de la operación, presentaba la apariencia de la cieguita del cuento. Pese a que ningún depilatorio había conseguido eliminarle la barba dura ni los pelos que brotaban cual alambres por las piernas, iba de rubia platino su melena, rematada por delante en un flequillo a lo Claudette Colbert y recogida por detrás en coquetona cola de caballo para complacencia de los clientes que las prefieren jovencitas. Llamábanle la Chantecler porque este era el nombre del local donde cantaba la Sara en aquella película que la presentaba tan guapísima. Y lo mismo que su ídola al final, cuando una ola le arrebata al novio rubio, lloraba nuestra maricona que, de tanto líquido, era ya una gota fría.
Quisieron consolarla todas, pues la sabían muy vulnerable. De entre todos los prototipos, ella había elegido en el repertorio de las ingenuas. Y sin llegar a la categoría de una tonta del bote, llevaba el bote colmado de tontería.
Al verla entrar, preguntó la finísima Frufrú de Petipuán:
—¿Qué te pasa, Chantecler, que llevas tanto luto en tus ojitos?
—Que tengo tragedia en casa, Petipuán. Que mi madre no me habla desde que salí de la clínica.
—Mujer, es que te fuiste llamándote Vicente y le regresaste con las tetas más hinchadas que la Loren.
—Por lo de las tetas ya transige mi madre. Es lo del chocho lo que la pone a parir. Y sufro yo de verla sufrir tanto que si fuera ahora el momento me volvía a poner lo que tenía, a pesar del asco que me daba encontrármelo colgando como un salchichón enrojecido.
Terció entonces la Dalila, así llamada por su parecido a la Hedy Lamarr:
—Pues enséñale el chocho para que vea lo mono que te ha quedado. Que no tendrá ella uno tan bonito aunque sea natural.
—¡Con el chocho de mi santa madre no te metas, que te arranco los ojos, bruja mala!
Intervino al punto la Frufrú de Petipuán, apaciguadora:
—No te soliviantes, maricona, que en esta comunidad se tiene a las madres del universo mundo en un altar, de tan respetadas y reverenciadas y del don que tienen de poner hijos en pueblos y ciudades, que es lo que una pide a Dios todas las noches, y Dios que se habrá quitado el sonotón, porque no escucha.
Temieron todas que a la Frufrú le diera por lo místico, así que se apresuró a cortar la Dalila:
—Lo que servidora aspiraba a pronunciar, si se permite, es que los chochos naturales no son iguales que los que hacen en Denver, Colorado. A las mujeres se los pone la naturaleza sin reparar en el diseño. En cambio a nosotras, como somos mujeres por voluntad y no por destino, pues nos dejan el albedrío. Y una puede decidir si lo quiere apaisado, como el que tiene la Cinemascope, o más tirando a ojo de buey o estilo Celeste Imperio, como se lo hicieron a la Sayonara.
Se destacó entre las tinieblas la Sayonara, así llamada porque de hombre tenía un lejano parecido a Marión Brando y de mujer había salido un cruce entre Miko Taka, Machiko Kyo, Myoshi Umeki y el alcalde de Móstoles.
—Así me lo dejaron —dijo la aludida, con orgullo—. Y es una almendrita que luzco entre las piernas para gozo de los amantes de exotismos, objetos, telas y manjares del Mikado entero.
Mostró aquel prodigio de la cirugía, para estímulo de las novicias que todavía no estuvieran decididas. Y todas aplaudieron la perfección del cosido, en punto de arroz, y lo almendrado que quedaba su diseño.
Pero ni siquiera ante aquella exquisita evidencia dejaba de lloriquear la Chantecler.
—¡En mala hora me puse el mío, desgraciada de mí!
—¿No has tomado una decisión? Pues asúmela, que pareces una cantaora de saetas y para esa pena no hacía falta tanta operación ni tantos duros.
—Si no es sólo el dolor de mi madre. Si son las agonías que me dan a mí cada vez que me penetran.
—Hija, es que está recién hecho. Como un bollito que saliera del horno.
—¿Recién hecho dices? Siete meses hace que lo estrené y todavía la otra noche me la metió un cliente y del tormento que me dio tuve que gritar: «Sácala, ladrón, que se me atraganta».
—¿Y cómo era el pollón del referido?
—Unos veinte centímetros.
—¿De largura? —preguntó, asustada, la Frufrú de Petipuán.
—De grosor, nena. De largura iba para los dos palmos.
—¡Pero qué bruta eres, Chantecler!
—¡Hija, es que a mí me gustan de ese tamaño!
—Pero ¿no ves que eso no es normal? Cinco años hace que tengo yo el mío y ha entrado lo mejorcito de esta villa y corte y no me atrevería a meterme una berenjena de tanta envergadura.
Intervino la eficaz Sayonara:
—Además, que tienes que hacer gimnasia.
—¿Para los michelines?
—Para el chochito, burra. Tienes que meterte cada día un consolador. Que te lo abra, que te lo ensanche, que le enseñe a cundir.
En este punto aumentó el torrente de lágrimas de la ingenua.
—¡Ni para un consolador tengo dinero! ¿No ves que no trabajo?
—¡Serás gandula, Chantecler! Si tienes una esquina que es un cheque en blanco. Si coges tres hoteles de cuatro estrellas, dos tablaos flamencos, tres bingos y un restaurante de caprichos libaneses.
—¡Para capricho esta suerte mía! Cliente que pesco, se me pone hecho un basilisco cuando le digo que estoy operada. Y hasta hubo uno que me arreó una paliza y me trató de maricón.
—¡Qué injustos son a veces los hombres! —suspiró la Dalila.
—Pues no se lo digas, boba. ¿Para qué han de saberlo? Tu chocho no tendrá las dimensiones del de la Cinemascope, pero es bien tuyo. Pues que entren, que paguen y au revoir.
—¿Cómo no les voy a decir que soy postiza, con esta barba que no la cubro con ningún maquillaje y estos pelos de las piernas, que cuando me las acaricia el cliente se hace sangre del pinchazo?
—Hija, pues también hay mujeres barbudas.
—Sí, nena, pero están en el circo y no en la Castellana.
Mientras duraba la polémica en torno a los problemas de la Chantecler, pensaba Eliseo en su futuro. Viajaba su mirar de una operada a otra, y aunque a todas las encontraba prodigio de magnificencia, chulas de habla e ingeniosas en decires, no podía esconder ciertos temores.
Fue entonces cuando se volvió hacia él la Frufrú de Petipuán, puesta en jarras.
—Y aquí, la doña María de Padilla, ¿qué tiene que aportar a la problemática? ¿Te haces el chocho de una vez o te abstienes?
—Decididita estoy —dijo Eliseo—. Pero me está dando un repeluz todo lo que cuenta la Chantecler, del daño que hace una vez que te lo han puesto.
—Es falta de previsión. Para tragarse lo que se traga ella, tenía que haberlo pedido más ancho y más profundo. Cuando está cosido, ya es más complicado.
—Tampoco quiero yo una boca de lobo, que no he de hacer la calle como vosotras.
—Si nosotras tuviésemos una Reyes del Río como prima tampoco tendríamos que ejercer la prostitución. No te creas tú que no joroba pasarse la noche bajo el frío, escotadas y minifalderas, y diciendo a cada coche que pasa:
Por delante o por detrás
me la das, me la das, me la das…
Coincidieron todas en lo afortunadas que son las mariconas que tienen a una folklórica de éxito por parienta. Sobre todo una como Reyes, que tenía al primísimo muy regalado a base de chaquetas, pantalones, relojes y hasta alhajillas. Pero, lejos de considerar tales ventajas, Eliseo seguía en lo suyo, que al fin resultó ser primordialmente cuestión de ahorro. ¡De la virgen del puño era, como su prima!
—¿Ya Denver, Colorado, dices tú que tengo que ir, habiendo quién lo hace en Casablanca, Morocco, que está mucho más cerca?
—Eso, que de paso ves los sitios donde se paseaban el Bogart y la Ingrid.
Saltó entonces la Dalila, que en sus tiempos de hombre había sido crítico de cine:
—¡Qué ignoranta eres, Karlota Marx! ¿Pues no sabes que la película aquella la rodaron entera en Jolivú? Y además, que en Casablanca han hecho verdaderas carnicerías. Han inutilizado a muchas hermanas de la generación de la Coccinelle y la Bambi. Y alguna se les quedó en el quirófano, que no pudo decir ni este chocho es mío.
—Sí que hubo mucha difunta. Pero también es verdad que la que salió bien de la operación quedó divina. Y más barata.
—Pero bueno, ¿por una vez que te pones un chocho, que es para toda la vida, vas a venir tú con las rebajas? ¡Es que las hay agarradas! Y luego todas queremos ser iguales. ¡Y no puede ser, ea, que no puede ser!
—Que es como todo —dijo la Sayonara—. La que compra barato, compra dos veces. Y cambiar de chocho dos veces, ya es frivolidad.
—Pero no he de pensar sólo en las partes inferiores de este body —adujo Eliseo—. ¿No viene primero lo de las tetas? ¿No deberían hormonarme antes?
—Con poco que te hormonen, ya te salen a ti los Pirineos en la delantera, que materia prima no te falta.
—Pero una cosa es teta de hombre y otra muy distinta es pechuga de mujer de armas tomar. No voy a ir presumiendo de real hembra, siendo en el escote más plana que la lady Di.
—Tiene razón la novicia. No se puede empezar la casa por el tejado, ni la maricona por los tacones.
—Ya tengo la cabellera rizada y negra como la Paca Rico en Debía la virgen gitana, pero no quiero imaginar el ridículo que haría si ahora me pusiera aquella blusa tan divina que llevaba ella, toda abierta en el escote y con volantes, para sacar el hombro a la altura de las mejillas, que se lo he visto hacer a la Ava y a la Rita y a todas las que son dignas de imitación. Pero también veo que tenían ellas de qué presumir en la poitrine. O séase, que para llegar al rango de las susodichas que me hormonen y me dejen unas buenas tetas; vamos, tetas que me bailen, y después que me hagan una buena depilación eléctrica, que no tenga que ir todo el día como vosotras con el gillette y el after shave a cuestas. En cuanto al chocho, que me lo regale mi prima para las Navidades del año que viene.
—Y si no que te lo traigan los Reyes, rica, que de eso no han traído todavía…
—Descastada… ¿iban a traer los Reyes Magos chochos postizos a los niñitos de siete años?
—Pues mira, si a mí me lo hubieran traído a esa edad, todo esto que tendría ganado. Por lo menos, no hubiera hecho la mili.
Cantaba en Cuenca su serenata el gallo del alba y sobre las avenidas de Madrid empezaba a canturrear la suya el incesante fragor de ruedas, bocinas y taladradoras que anunciaban el nacimiento del día llamado lunes. Y cuando ya estaba Jehová por bendecir todas las cosas de su Creación empezaron las operadas a disolver la concurrencia, dirigiéndose cada una a lo suyo, que era dormir hasta las nueve de la noche para afeitarse mejillas, tetas y sobacos y salir a triunfar con la llegada de la noche, cuyas reinas eran.
Así salió de la tienda de discos aquel tutiplén de mujeronas, marcando firme sobre sus botas de cuero y ondeando al viento sus melenas que parecían las lavanderas de Portugal, mal comparadas. Se bifurcaron todas al llegar a Cuchilleros y así se encontró Eliseo paseando a solas bajo el fulgor de la mañana. Fue a pie hasta la plaza Mayor y escuchó más de un requiebro de labios de albañiles que empezaban sus tareas en las múltiples obras de la zona. Aunque los requiebros eran gritos como «sarasa», «mariconazo» y algunos más de parecido corte, los traducía él a su propio idioma y así los celebraba en una suerte de delirio zarzuelero. Garboso paseaba con su mantón de manila cuyos flecos movíanse con ritmo de habanera, y, más le decían maricona los albañiles, más pensaba él que era la Mari Pepa. Porque era un modo maravilloso de recibir los albores del lunes pasearse por calles y costanillas del Madrid antiguo y oír el impacto de sus botines sobre el enladrillado mientras surgían de rejas y balcones los primeros gritos de las vecinas, el canto de las floristas, el traqueteo de carrozas y tilburís y el paso marcial de los cadetes de la reina, mientras de otras esquinas brotaba el parloteo de las planchadoras, la voz del vendedor de diarios, el manubrio con lo último del maestro Chapí y el chulapo que pregonaba la venta de agua, azucarillos y aguardiente.
¡Bendito Madrid de sabores incomparables para una marica preñada de ensoñaciones!
Vio a lo lejos una iglesia diminuta y le salió la flor de misticismo que guardaban en su corazón las damiselas de antaño. Compró un ramito de violetas secas y entró en la iglesia buscando una imagen de san Antonio, santo que inventó a su modo las agencias matrimoniales. Al no encontrarlo y al comprobar que las demás capillas eran para santos de reparto, se detuvo ante la capillita de una virgen poco agraciada. «Rediez, qué fea les ha salido esta Virgencita, pero espero que tendrá la misma influencia allá arriba que las guapísimas de Sevilla». Y en esta confianza depositó sobre aquel altar sus violetas. Seguro que serían del gusto de la Señora. Total, ni un mal adorno tenía, la pobrecita.
«Hazme salir con bien de la operación, Virgen mía, y que me dejen un chocho como Dios manda, si no es blasfemia expresarlo así. Y en teniéndolo yo bien cosido, y en habiéndolo ensanchado como el de la Cinemascope para darle un uso correcto, consígueme un marido cabal, labrador de mucho aire, probo como un san Isidro y que se conforme con lo de no tener hijos. Pues por mucho que las ciencias adelanten, eso de quedarme preñada sí que lo tengo negro. Eso no lo consiguen siquiera en Denver, Colorado, de los USA de América».
El corazón le dio un salto cuando vio que la Virgen le sonreía. ¡Alma noble, ese Eliseo, que tan fácilmente se emocionaba! Pero también almita previsora. Pues al instante pensó: «Y que me dejen más guapetona que a ti, porque de lo contrario me quedo toda la vida para vestir santos».
Se santiguó con la devoción que conviene a un cristiano viejo o a una cristiana a punto de nacer.