Segundo
DUEÑA DE SU DESTINO

AL ENTRAR EN EL APARTAMENTO respiró con el inconfundible alivio de la propiedad; con el consuelo de sentirse cobijada en lo estrictamente privado. El microuniverso que contenía todas sus aficiones libremente desarrolladas. Pero siempre, siempre, sin recuerdos que incomodasen.

En un dúplex orientado hacia las zonas más modernas de la Castellana, había conseguido resumir todas las tendencias a la modernidad que la habían apasionado a lo largo de la década. No había un mueble, un cuadro, un objeto que la antecediese. Nada capaz de recordarle una existencia previa. Ni siquiera los colores. Todo gris, todo metálico, todo aséptico. Los colores exactos de la impersonalidad urbana transformados aquí y allá por algún objeto art-déco, que evocaba la presencia de una mujer de gusto.

Todo impersonal, pero con firmas de prestigio. Todo aséptico, pero de marca. Todo diseño, pero ultimísimo.

Lo único anacrónico era la asistenta, una mujer ajamonada, muy de barrio, que andaba dando tumbos entre un mobiliario cuya estética no aprobaba ni sabía respetar. Demasiadas sillas parecidas a taburetes de taberna. Demasiadas lámparas con forma de nave espacial. Y sobre el parquet pintado de blanco, alfombras con signos estrafalarios, que le evocaban extrañas encarnaciones del demonio. Pero, a pesar de su desagrado, Presentación mantenía un orden pulquérrimo, que, según ella, daba al apartamento el resplandor de un cofrecillo de acero inoxidable.

Empezó con la bienvenida ritual y un tanto servil:

—¿Verdad que está limpio? ¿No nota cuánto orden?

Imperia estuvo a punto de contestarle: «¿Pues no cobras para esto, esclava?». Se contuvo. Dedicó a Presentación los elogios que ella esperaba y que no podían ser más innecesarios porque si alguien en el mundo podía erigirse en la exacta culminación del orden, esta era precisamente Imperia Raventós.

Dejó a la asistenta con su cháchara y dio paso a las llamadas registradas en el contestador. Los mensajes habituales. Citas amistosas, confirmar cenas, una entrevista para Reyes del Río y, por fin, una voz femenina que pronunciaba el nombre esperado: Álvaro Montalbán.

No sabría decir por qué en los últimos días aguardó con tanta ansiedad la confirmación de aquel nombre que ella misma había creado partiendo de otro tan vulgar. Tenía cierta curiosidad por saber cómo era aquel guapo joven una vez que se quitara el traje de baturro, pero esto no justificaba su ansiedad por el encuentro. Había tenido machos tanto o más hermosos previo pago acordado. Llegaron, le dieron placer, se fueron y ella quedó en la cama, leyendo tranquilamente, sin pensar en más. ¿Por qué entonces la inquietaba el encuentro con Álvaro Montalbán, guaperas ocasional y sin porvenir en su vida?

Acaso se equivocaba. Si no en su vida, Álvaro Montalbán se anunciaba rutilante en su carrera. Después de tantos años promocionando productos, otro ser humano entraba en su catálogo. Y este no podía ser más heterodoxo. Ofrecía al público un ejecutivo y una folklórica. Desafío de eclecticismo apto para apasionar a cualquier profesional que se estime. Las cuevas del Sacromonte y Wall Street. Más variación, imposible. Pero, en su fuero interno, pensó: «En algo coinciden los opuestos. Una burra ella y un asno él. Pondré un establo».

La voz que llegaba por el contestador —una voz tan impersonal como un robot— le informaba de que Álvaro Montalbán tenía mucha urgencia en almorzar con ella. Las grandes maniobras estaban a punto de empezar.

De momento era urgente una sesión de jacuzzi. Ya estaba Presentación graduando la temperatura oportuna y esparciendo las sales adecuadas. Sólo estuvo inapropiada cuando gritó:

—¡Lástima de orden! Esta casa será un corral cuando llegue el señorito. Todo lleno de calcetines, camisetas y calzoncillos sucios. ¡No sabe usted lo que son los chicos de hoy en día! Los hay que hasta llevan mugre en la plantilla de las bambas y de esos zapatos que son como ortopédicos, como de Frankenstein. ¡No se los quitan ni para dormir, los muy guarros!

Fue entonces cuando Imperia volvió a pensar en su hijo. Algo a lo que no estaba acostumbrada. ¿De dónde llegaba aquella criatura, después de tantos años? ¿Qué podía ser para ella ahora, después de haber sido tan poca cosa?

Era alguien o simplemente algo que provenía de una enorme frustración y esta, a su vez, clausuraba con tintes negros los mejores sueños de los años sesenta.

En el índice de tópicos que corresponden a cualquier jovencita avanzada de aquella época no podía faltar el matrimonio con un machito progresista; así pues, no faltó. Tenía que ser un líder universitario y eso fue. Era apuesto y desgarbado —en aquellos años, condición indispensable de la apostura—, pero también ella iba por la vida vestida de miliciana pasada por Carnaby Street, de modo que la pareja pareció perfecta para engrosar manifestaciones antifranquistas y ofrecer en su pisito de la parte alta de Barcelona reuniones clandestinas los días laborables y copas a lo más florido de la intelectualidad marxistoide los fines de semana. Corrieron de día bajo las porras de la policía y, por las noches, soñaron entre los primeros porros, al son de los últimos estertores de la canción francesa y la necesaria adormidera que proporciona el buen jazz a altas horas de la madrugada.

Cuando todos se habían ido, ella se desplomaba en la cama junto a Oriol —todos los progres catalanes aspiraban a llamarse Oriol— y entonces el porro rendía sus mejores servicios. Los que permitían al cuerpo navegar alejado del cerebro, funcionar por sí mismo, dando respuestas inesperadas sin permitirse la menor pregunta. Cuando esta se formulaba, era de lo más incómoda. Concernía a los destinos de su generación, pero también en esto se escondía Imperia muchas evidencias. Cuestionarse acerca de tanta gente equivalía a esquivar las cuestiones primordiales sobre ella misma. Hasta que un día la pregunta personal irrumpió con una brutalidad difícil de domar: «¿Quién es este tipo que me está abrazando?». Era lógico que la respuesta se resistiera a salir. Aquel tipo era el suyo, el que se había presentado como apoyo y empuje de sus mejores aspiraciones. Y su eficacia sólo duró lo que los años sesenta. Su pene dejó de tener vigor no bien murió el franquismo. Y cierto día ella se despertó junto a Oriol y descubrió que, fuera de la universidad y sin las insignias del partido, era un pobre pelele que seguía mirándola como todos los hombres habían mirado a la mujer a lo largo de la historia. Un ser extraño, lejano, enteléquico. Alguien que no funcionaba lejos de la idealización.

Supo Imperia que ya no era su compañero, sino el principal agente de su fracaso.

¿Sólo hacía veintitrés años de aquel amago de felicidad o ya eran tantos? En algún lugar de la ciudad y la vida que ella dejó atrás estaría Oriol, el joven furioso de ayer reconvertido en otro santón de la doctrina que menos cabía pronosticarle en los tiempos de la revuelta. Ni siquiera director literario de alguna editorial guerrillera, refugio de tantos compañeros de ayer; ni siquiera miembro de una empresa viodeográfica o realizador televisivo en alguna cadena autonómica, reducto último de tantos rebeldes que en los años sesenta pretendían convertirse en grandes directores de cine. Nada tan artístico, aun en el desengaño. Nada que requiriese un mínimo grado de imaginación. Oriol se quedó en alto cargo de una empresa de automóviles. Además, feliz marido de una cursi cuyo único mérito reconocido era ganar semanalmente el concurso de sevillanas a la catalana en las discotecas para nuevos ricos de las partes igualmente neorricas de la ciudad.

En cualquier caso, el pelele Oriol era el padre de su hijo, si bien este hijo tampoco fue una presencia activa en la vida de Imperia. Sabía del drama que el niño acababa de armar en el hogar paterno, pero ignoraba todos los pormenores que le llevaron a armarlo. De hecho, lo ignoraba todo sobre él. Claro que sabía su nombre: se lo puso ella en recuerdo de alguien. Era Raúl. Y no sabía muchas cosas más. Hablaban por teléfono de vez en cuando, se veían en la masía de la costa una vez cada tres o cuatro años y, por Navidad, ella dejaba encargado a su secretaria que le enviase los juguetes más caros de la mejor tienda de Madrid. Hasta que el hijo le envió una postal muy rara, que decía: «No me mandes más juguetes, que ya soy mayor».

La postal era rara por lo vetusta. Una foto amarillenta de una vieja cantante de ópera, Amelita Galli-Curci, disfrazada de Leonora. No esperamos tales antiguallas en los gustos de la nueva generación, pero Imperia disponía de un detalle revelador. Cuando preguntó a Raúl qué deseaba en lugar de los juguetes de costumbre, él pidió un abono para la temporada del Liceo. Supo así Imperia que le había salido un hijo operero. Lo confirmó él mismo mandándole, en sucesivas ocasiones, postales de Toti dal Monte, Grace Bumbry, Renata Tebaldi y la Callas. En el dorso de esta última postal escribió: «Es mi novia».

Ni el muermo de su padre ni la analfabeta que tenía el mal gusto de compartir su lecho podían haber auspiciado aquel noviazgo. Presintió Imperia la influencia de los abuelos, aquel señor Raventós que un día tomó por querida a la cultura y aquella esposa que solía tocar al piano ensueños de Liszt mientras repiqueteaba sobre las aceras del Ensanche una lluvia nostálgica, como los ritmos culturales que ya nunca podrían volver. Los ritmos que aquel hijo casi desconocido venía a recordarle ahora, desde una distancia que ya consideraba imposible salvar.

Porque Imperia seguía lejos de sentir algo que se pareciese al amor maternal.

Cuando decidió romper con todo para recobrar su vida lejos de Barcelona, vio claramente que aquel hijo sólo era el resultado de cuantas frustraciones quería dejar atrás. Apenas tenía dos años cuando lo depositó en manos de su padre, el de los automóviles, y hacía ya catorce desde que ella se vino a Madrid. Suelen recordarnos los suplementos dominicales que por aquellas fechas empezaba el posfranquismo, pero Imperia las situaba como el primer eslabón de su nueva cadena. Eran la verdadera fecha de su nacimiento. Y si el hijo la aterrorizaba porque tenía dieciséis años, ella se consolaba porque acababa de cumplir catorce en Madrid.

Barreras a todo cuanto ocurrió antes de aquel renacer. Barreras a la memoria. Nunca fue niña, nunca amó, nunca fue madre. No recordaba ninguna película, ninguna melodía, ningún evento anterior a 1975. Se resistía a cultivar el mito de la nostalgia, al que tan proclives eran sus compañeros de generación, empecinados en recordar películas, canciones o libros de sus años jóvenes. Renunciaba a evocar continuamente aquel aprendizaje que la ayudó a ser ella misma pero que ya había concluido cuando ella empezó a serlo. Y su realización sólo existía en presente absoluto.

Y aquel presente se concretaba en su apartamento, donde todo era tan nuevo que parecía un anticipo de modernidades por inventar. Entre ellas se durmió plácidamente, agradeciendo la oportunidad del jet-lag, mientras se preguntaba cómo era su hijo y cómo llegaría a ser Álvaro Montalbán.

AL DÍA SIGUIENTE se despertó dinámica y optimista; así pues, se puso una blusa de seda salmón y un Chanel gris perla. Nada como los modelos de mademoiselle para indicar a una mujer activa que el mundo le pertenece. Realzó su sensación de dominio con algunos colgajos dorados que se enrolló rápidamente por las muñecas. Remató el efecto con unas gotas de esencia que sabían tentar sin llegar a enloquecer.

Después, al enfrentarse al tráfico enloquecedor de la ciudad, llegó a justificarlo imbuyéndose en el papel de guerrera, indispensable para empezar el día.

Condujo su Jaguar negro sin la menor esperanza de velocidad. Atrapada entre innúmeras carrocerías, ensordecida por un infamante concierto de bocinas, desfiló a paso de procesión durante casi una hora. Pero estaba dispuesta a no dejarse arruinar la mañana por un ataque de nervios, de modo que puso la radio, esperando como siempre aprender algo.

No soportaba el tono dinámico, optimista a prueba de bomba, de los locutores matutinos. Aquellos mensajeros de la esperanza inundaban el despertar con parlamentos sin sentido, apoyados en una cantinela de boy-scout pasado por la vitalidad de los showmen americanos. Incluso el acento parecía imitación: era un castellano que se apoderaba del ritmo anglosajón, colocando puntos, comas, admirativos e interrogantes en los lugares más inoportunos. Y todo para convencer a los madrileños de que el combate cotidiano era un deporte en el que lo importante era participar y no vencer.

Dispuesta a no quedar vencida en las opciones del gusto, Imperia cerró la radio y puso en la casete algo de Bessie Smith. Era triste, pero no era falso.

En el gigantesco parking del rascacielos donde la Firma tenía instalada sus oficinas, sintióse inmersa en un tubo de hierro que no tenía principio ni fin. En el ascensor, creyó encontrarse en un viaje espacial. Ya en la oficina, descubrió que más allá de las paredes de cristal podía alcanzarse la ciudad, con sólo tenderle la mano. Pero era sin duda un espejismo.

Al entrar en su despacho se encontró con la desagradable sorpresa de todos los años. Merche Pili había impuesto su sello particular en forma de decoración navideña. Arbolito de plástico, nieve falsa en los rebordes de los cristales, lazos rojos en las puertas y muérdago brotando de una imitación de Giacometti.

Entró Merche Pili, vestida de cuatro colores y otras tantas combinaciones de los mismos. El pelo, en bucle, recordaba como siempre a Doris Day, pero ahora con aportaciones de cierta cursi británica apodada Lady Di.

Imperia estuvo seca al decir:

—Cualquier año de estos le preguntaré de dónde saca que el muérdago va a tono con el diseño milanés.

—La culpa es suya. Cambie lo milanés. Tanto metal deprime. Por la televisión anuncian unos despachos de caoba que tienen unos brillos preciosos. Y fáciles de limpiar. También dan un anuncio interpretado por una secretaria muy distinguida que echa un líquido, frota un segundo nada más y deja las caobas como un espejo. Y dice la sugerente voz del locutor: «Su polvo será oro».

Fue entonces cuando entró el meritorio con un exquisito paquete envuelto en papel de seda y acompañado por un sobrecito tamaño tarjetón.

El paquete contenía una porcelana Lladró que representaba a una bailarina con tutú incluido.

—¡Qué preciosidad! —exclamó Merche Pili—. ¡Qué cosa tan divina! ¿Quién la mandará?

Imperia no tuvo necesidad de mirar la tarjeta para decidirlo.

—Álvaro Montalbán.

—¡Qué lista es usted! ¿Intuición femenina?

—No. Mal gusto masculino. Como el detalle de escribir la tarjeta a máquina.

La leyó: «Un anticipo de nuestro feliz encuentro».

Estalló en una risotada de ínclita superioridad.

—Se necesita ser optimista para pensar que puede emocionarme una Margot Fonteyn pasada por la huerta valenciana. Este joven no sabe con quién tiene que vérselas. —Y ante el arrebato místico que parecía sacudir a la otra, añadió—: Dejémonos de bailarinas. ¿Se ha sabido algo de mi hijo?

Merche Pili era el cordón natural que la ligaba con el niño operero, la que recibía todas sus confidencias cuando ella no estaba en Madrid o, simplemente, cuando no podía ponerse al teléfono por hallarse en alguna reunión.

—Ha llamado cada día. Nos hemos hecho muy amigos. Se conoce que tiene muchas ganas de palique, el pobrecito.

—Se habrá pasado horas enteras hablando de televisión.

—Todo lo contrario. ¡Si no la ve! Dice que sólo graba películas antiguas y óperas. Qué niño más raro, ¿verdad?

—Sorprendente. Tendrá de sobra con su madrastra. Es como disponer de doce canales privados.

—Pregunta el niño si puede traerse su cadena de música, sus discos y algunos libros.

—Que se traiga lo que quiera, pero que diga de una vez cuándo piensa llegar… De todos modos, si vuelve a llamar me pondré yo.

Merche Pili exhaló un suspiro de alivio.

—Será maravilloso. Seguro que él lo está esperando.

Imperia presentía un trémolo de emoción que se apresuró a cortar por lo sano.

—No se me ponga sentimental. Sabe que no lo soporto.

Y a fin de evitar cualquier brote de sentimentalismo, abrió una carpeta donde guardaba el ranking de los programas de radio y televisión. Empezó a señalar los que gozaban de mayor audiencia, o los que mejor podían encajar con la nueva campaña de Reyes del Río. Decidió lo que ya sabía de antemano: la folklórica debía abrir su corazón durante una entrevista en directo con Rosa Marconi, la número uno en la credibilidad del público en horas punta, la de la sinceridad insobornable, servidora de la verdad, esclava de lo auténtico, respetada por los reaccionarios y a la vez musa de la progresía.

Imperia marcó una fecha en el calendario. Noche de la Epifanía. Era la onomástica de la folklórica. Sus sorprendentes declaraciones serían el mejor regalo de Reyes para todos los españoles.

Se encontraba Imperia preparando el informe de la gira americana, cuando entró Inmaculada con uno de sus storyboards eternamente retardados a base de retoques cada vez más dinámicos. Pero en aquella ocasión no parecía acudir en busca de consejo, ni siquiera de opiniones. Tenía la mirada tierna y el acento melifluo que caracterizan a las confidentes de afectos.

—¿También tú vienes sentimental? —saltó Imperia, a la defensiva.

La otra, que conocía sus prevenciones, cambió al instante de tono.

—En absoluto. Vengo violenta por todas las cosas que sé y no puedo contar.

Señal de que se moría por contarlas. Pero Imperia siguió con su proyecto, tan poco le importaban los asuntos de los demás. Mal sistema. Su indiferencia sólo sirvió para azuzar la indiscreción de la cotilla.

—El más elemental sentido de la amistad me impide contarlo.

—Anda, suéltalo ya y así podré continuar con mi trabajo.

—Sabrás sin duda que la estancia de Lidia en América se ha prolongado… indefinidamente.

Lidia era una de las mejores especialistas en campañas políticas. Se la consideraba tan seria, tan responsable, que se descartaba la posibilidad de que pudiese prolongar cualquier estancia en cualquier lugar o cambiarlo por otro sin un plan previsto.

—¿Está enferma? —preguntó Imperia, cuyo sentido del deber le impedía imaginar cualquier otra razón.

—Hay un hombre.

—Siempre hubo alguno.

—Ninguno así. Los demás eran juego. Este es vicio.

—¿Va de droga?

—De pene.

—Todos lo tienen.

—Este es ciclópeo. King-size. Algo repugnante. La lleva dominadita, pobre Lidia.

—Ella sabrá lo que le conviene.

—Las hay que se envician con lo más bajo. Él, para que lo sepas, es del hampa.

—Ella siempre fue muy peliculera.

—No lo adornes. No se trata de un gángster engominado ni de un trompetista de Harlem. Nada tan chic. Vende tabaco por las esquinas. Y además es… es…

—En resumen: ¿qué es?

—Tercer mundo. Lo más arrastrado. Un cubano. Pero no cubano blanco, ni siquiera moreno turbio. ¡Dios! No me atrevo a decírtelo…

—¿No será negro?

—¿Cómo lo supiste?

—Por eliminación de colores. Sólo quedaba el amarillo y no concuerda con Lidia. Dicen que los chinos la tienen mínima.

—La nueva generación no. Lolón Ribera se benefició a uno de Hong-Kong que la tenía del porte de un pepino.

—Luego lo que no podías ocultar es que Lidia se lo monta con un negro.

—¿No lo encuentras simplemente escandaloso?

—Lo del negro ni pizca. Lo del pene kilométrico menos. Sólo me escandaliza que Lidia sea capaz de perder un puesto óptimo y que nos deje a las demás con el trabajo a medio hacer.

—Aún hay más. Te lo acabo de contar mientras almorzamos. Invito yo.

—No puedo. Me ha citado Eme Ele. Tenemos lo de la folklórica y, además, el asunto del joven tiburón de las finanzas. Tengo que empezar ya mismo.

Inmaculada abandonó el tono del cotilleo para adoptar la calidez de las confesiones íntimas. Pasó de sufrir por Lidia, la de los negros, a padecer por Imperia, puesta en blanco.

¡Singular transición de colores efectuada en pocos segundos!

—Perdona si soy indiscreta. ¿No piensas tomarte unas vacaciones?

—No las necesito. ¿Por qué?

—Si llega tu hijo tendrás que dedicarle un tiempo.

—No creo que necesite mucho. Ya tiene dieciséis años. Puede cuidar de sí mismo. —Ante el estupor de la otra se apresuró a añadir—: En mi casa no va a faltarle nada.

—Apuesto a que va a faltarle algo.

Severa, Imperia le apuntó con la pluma, diseño Cardin.

—Sé lo que vas a decirme y no voy a darte la oportunidad. Atiende: desde niña he detestado el melodrama. Me hace sentir ridícula.

Inmaculada intentó ser prudente al decir:

—¿Es melodrama que un chico de dieciséis años cuente ya con un intento de suicidio?

—En este punto no hay nada que temer. He hablado con su psiquiatra y me ha tranquilizado. Parece el resultado lógico de pasarse tantos años viendo los mofletes de su padre.

Inmaculada se ajustó suavemente el sello Cartier de sus gafas casi aéreas.

—¿Por qué eres tan severa cuando intuyes la presencia de algún afecto?

—¿Doy esa impresión? —murmuró Imperia mientras se componía la solapa de su Chanel. Se encogió luego de hombros, para ajustárselos—. Tendrán razón los demás. Será que soy fría.

Decidió no seguir dando cuartel a la meticona. Tenía el fácil pretexto de una sobrecarga de trabajo. Recordó una máxima de la novelista Minifac Steiman: «Sólo cuando una mujer está overworked puede permitirse cualquier grosería. Porque sólo entonces han comprendido los demás que se encuentra cara a cara con la importancia».

Pero Imperia no quiso dejar en el aire una supuesta censura sobre lo que la otra acababa de contarle con tintes de escándalo.

—Volviendo a lo de Lidia. Tú no ignoras que yo recurro a los chicos de alquiler cuando me conviene.

—Tú y otras. ¿Por qué me lo recuerdas?

—Porque vale la pena ser una la que elige. Seguramente Lidia ha pensado esto mismo. Ha visto un pene y se lo ha comprado. ¿Por qué no iba a hacerlo? Para esto hemos luchado las mujeres durante tantos años. Para aumentar nuestro poder adquisitivo.

Cerró de golpe su carpeta de piel de cocodrilo y se dispuso a llorar como esas bestias si convenía impresionar a su jefe, el rey de todas las marcas.

LA BESÓ EME ELE. Que es como decir que la besó Manolo López, en castizo.

—Hola, Boss —dijo ella. Y le acarició la corbata de seda más que natural.

—Valentino —dijo él, fardón.

—Aprobado —contestó ella, indiferente. Sacó entonces su pitillera.

—¿Tyffany’s?

—Saint-Laurent, niño.

Toujours à la française! Entonces es que estás mejor de ánimo.

—¿Tú qué sabes? Podría habérmela comprado para calmarme la depresión. Muchas lo hacen.

—Sólo las marujas.

—Te sorprendería la parte marujil que lleva en su interior una mujer deprimida. Y, todo hay que decirlo, la parte de mujer consumista que lleva un hombre cuando se deprime.

Sacó Eme Ele su imprescindible Chivas.

—Brindaremos por las marujas y los deprimidos. No sabes el dinero que te han dado a ganar con esta gira.

—Esta gira ha entrañado algún peligro que todavía no sé cómo definir. Para que lo sepas: tu folklórica ha vuelto con ladillas. Según su madre las ha pescado en el Waldorf.

—¿Ladillas de cinco estrellas?

—Será de menos. Sospecho de su guitarrista.

Se hizo un silencio aterrador. Lo rompió Eme Ele, después de un trago.

—¿Quieres decir que nos la han desvirgado? Entonces, perderá sus facultades.

—¿Quién?

—Reyes del Río. ¿No dicen las revistas que debe su voz a una promesa que hizo a la Virgen?

Fue aquí cuando Imperia se echó a reír violentamente, sin reparar en jerarquías.

—No seas ridículo. Lo último que puede ocurrirle a un técnico de la imagen es creerse las que él mismo ha inventado.

¡Eme Ele, el hombre marca por excelencia, reaccionando como un indiecito colombiano!

—Es cierto. Es que uno acaba por creerse estas cosas. Porque, si bien se mira, la leyenda que le hemos creado a Reyes del Río es más atractiva que la realidad de la mayoría de mujeres que conozco.

—Permíteme una pregunta: ¿Reyes del Río te excita?

—Mucho.

—¿Sabes que es completamente burra?

—Es tentadora.

—¿Por burra?

—Por hembra. Es total. Un tipo que ya casi no existe. ¿Qué ofrecen las mujeres de hoy en día? De todo menos sorpresas. Dais lo que los hombres ya tenemos. En cambio, las macizas de este temple…

—¿Por casualidad de niño te masturbabas pensando en Isabel la Católica?

—Estás haciendo trampa. No es lo mismo.

—Cierto. Doña Isabel era un trueno. Esta es simplemente una petarda.

—Petarda o no, me la follaría debajo de un olivo.

Fue entonces cuando Imperia levantó su vaso en un honesto brindis por la prosperidad de la inteligencia masculina.

LAS REACCIONES DE EME ELE, Manolo López en el siglo, no eran nuevas para Imperia. He aquí un hombre casado con una mujer hermosa, elegante y dotada de una inteligencia superior; un hombre que, sin embargo, soñaba con emular la zafiedad erótica de los rústicos con una especie femenina que Imperia había aprendido a detestar. El cuadro clínico era aburrido por lo tópico. Adela, la mujer diez, se veía desterrada de las fantasías de su marido en beneficio de la más retrógrada de las opciones sexuales.

Romper la virginidad de una retrasada mental.

La opción era mucho más que un rechazo de la progresión histórica. Era animalismo puro. Zoofilia, según la consideración que a Imperia le merecían las mujeres como Reyes del Río.

¡Y Eme Ele venía a contárselo a ella, que la había inventado!

Fue entonces cuando detuvo todos sus razonamientos ante la evidencia que ella no había calculado de antemano: ¡su invento podía resultar incluso erótico! Era un acierto que la sorprendía.

Un año antes la había sorprendido el simple hecho de relacionarse con el mundo de la folklórica. No era sólo que la posibilidad la disgustase: le daba asco, total y llanamente. Pero la otra opción que antes le había ofrecido Eme Ele le repugnaba todavía más: convertir en atractiva la imagen de unos políticos a quienes distaba mucho de respetar. Servir a intereses que iban más allá de los suyos, al tiempo que traicionaban a los que tuvo en el pasado.

—No es mi estilo. Propónme inmoralidades si quieres, pero que no comprometan tanto.

—Algo habrá en el show business —dijo el jefe.

Sacó entonces una carpeta llena de artistas que necesitaban una promoción urgente.

Pasar de la explotación de productos inanimados a la manipulación abierta del ser humano no fue en un principio el paso consolador que Imperia había esperado. La lista de posibilidades se le antojaba material de derribo. No el talento sino el impacto. No la calidad sino su apariencia deformada. El reino del adocenamiento. Cantantes imberbes, que no disponían de una voz mínimamente aceptable, veíanse lanzados a la fama canora para durar lo que un verano. Jovencitas sin ningún valor musical se convertían en divas absolutas por el conjuro de unas tetas retozonas. Grupos de jóvenes chillones machacaban una nota única multiplicada con la ayuda de la técnica y que, al final, se ahogaba en océanos de aullidos que sólo se importaban a sí mismos.

—No tengo el menor interés en consagrar mis esfuerzos a la mística de las tribus urbanas. Entre el champán y las litronas debe de haber un término medio.

Y en aquel punto sintió un ligero estremecimiento porque el tiempo había corrido lo suficiente para desplazarla. Sintió por un momento el temor de haber perdido para siempre el tren de la modernidad y temía que aquella pérdida la privase del contacto con el mundo real, contacto imprescindible en el ejercicio de su profesión.

Decidió que no estaba perdiendo ningún tren. Sentíase profundamente fascinada por la modernidad, siempre que fuera la de la inteligencia. Estaba a favor de su época, apasionada por sus logros mejores, pero no toleraría que la época le tomase el pelo convirtiéndola en una idiota como los demás.

En el fondo, lamentaba que todavía le quedase algún escrúpulo. ¿A qué público podría llegar, si estaba rechazando a todos los públicos posibles?

A fuerza de rechazos, se encontró manejando el producto más inesperado para una mujer de sus características.

—¡Una folklórica! —exclamó al oír la oferta de Eme Ele—. Entre todas las cosas del mundo, ¿qué te hace suponer que yo haya tenido algún contacto con este cutrerío?

—Sin duda habrás oído aquellas viejas canciones de la Piquer o Juanita Reina.

—En labios de las criadas. En casa, eso era considerado basto.

—Los catalanes es que sois la hostia.

—Como los franceses, los italianos y los alemanes. Tampoco esos prestaban demasiada atención a tus cantables folletineros. Pero no se trata de juzgar mi pasado. Por eliminación, me toca una folklórica. ¿Quieres que la trate como a una sopa concentrada, un refresco con burbujas o un detergente?

—Ella es un producto muy agradecido. Básicamente, para la prensa del corazón. Lo que diga, haga, lleve o deje de llevar arrasa. Además, explota algo que puede divertirte. La virginidad.

A Imperia le dio tal risa que casi escupió el vino, aunque era excelente.

—¿Y adónde vamos con eso? ¿A quién puede interesarle una virgen?

—No a los rockeros ni a los coleccionistas de música clásica, seguramente, pero sí al público de la copla. Y aun no tanto el español cuanto el latinoamericano. Para serte claro: estamos hablando de públicos subdesarrollados. Reyes del Río se mueve en los auditorios de la irracionalidad pura.

Imperia examinó los folletos de promoción preparados por la casa discográfica. Parecían el sueño de un nuevo rico: colores rutilantes realzando un producto que dijérase el catálogo esencial del lujo postizo. En cuanto a Reyes del Río, no carecía de belleza y cierto carácter indómito. Para ser exactos: podía ser bellísima, inquietante, majestuosa; pero todas estas posibilidades habían sido disimuladas, como se ha dicho, por el trabajo abominable de peluqueros, modistas y joyeros. Entre todos, la habían sobrecargado tanto que diríase una modernización de la Dama de Elche. Claro que modernización no era la palabra adecuada. Empeñados en alejarla del tópico de la folklórica que privase en los años cincuenta, modistas, peluqueros y joyeros la habían incorporado a una estética más propia de una rechoncha burguesa americana.

—A lo que parece tiene ya una imagen muy precisa. La hortera mayor del reino. ¿Para qué se me necesita a mí?

—Porque está fallando. Es muy amada, pero los dos últimos discos han tenido la mitad de venta que los anteriores. Esto preocupa a sus representantes y a la casa discográfica.

Imperia empezó estudiando a fondo el contenido de los discos que no habían funcionado como se esperaba. Boleros de segunda categoría, canción sentimental de mesita de noche y alguna incursión en las baladas de desamores. Sentimentalismo, no pasión. Calidez, no fuego. Y una absoluta falta de genio por parte de músicos, libretistas y la propia artista. Rutina para engrosar las urgencias del hit parade. Algo que podía cantar cualquiera sin distinguirse, sin caracterizarse. Un material pasajero que no podía aspirar a dejar huella en la memoria de nadie.

Pasó a las primeras grabaciones de Reyes del Río, las que la habían hecho famosa en sus principios. Copla andaluza y algunas incursiones en el flamenco. No le sorprendió comprobar que, en su propio terreno, Reyes del Río era muy buena. Y en aquel arte que le permitía dar plena prueba de su excelencia, Imperia empezó a sentirse cómoda como asesora de imagen.

Anotó cuidadosamente: «Traiciona sus orígenes. Empezó explotando sentimientos ancestrales. Ha decidido modernizarse sin ser en absoluto moderna. Tierra de nadie. Amorfismo total».

Sabía que el éxito basado en el sentimentalismo no tolera traiciones. Cuando el público ama, es tan celoso de este amor como de la figura que lo inspira. Alguien había convertido a Reyes del Río en un símbolo completamente distinto del que el público deseaba. El planteamiento de la casa discográfica era un error, sólo explicable a partir de la necesidad de ofrecer cada temporada una novedad distinta. Pero ciertos componentes de la imagen pública son intocables. ¿A quién se le ocurriría conciliar a la Macarena con Sinatra? Sólo a los ejecutivos que aspiran al éxito demasiado rápido; los sin medida, los aptos para quemar a la Macarena y a Sinatra en una misma hoguera encendida siempre por los decretos de la rabiosa actualidad, esa alcahueta de todos los disparates del gusto.

A pesar de su indiferencia hacia la copla, no ignoraba Imperia el apogeo que conoció durante los años cincuenta. En las paupérrimas publicaciones en blanco y negro de su adolescencia había visto a aquellas mujeres llenitas de carne y ataviadas siempre de algo que parecía la exasperación de lo andaluz. Poblaban las películas que los cines ofrecían como complemento de programa, subproductos tildados de «españolada» y que el público de las capitales solía ver iniciada ya la proyección. Siempre le parecieron pregoneras de lo reaccionario, antiguallas que la estética franquista hizo suyas. Más recientemente, después de acercarse al cancionero, reconoció que había sido un poco injusta en sus enfoques, cuando la hostilidad hacia la dictadura le hizo abominar de todo cuanto de algún modo estuvo relacionado con ella. No tenía por qué ser así la reconversión de Reyes del Río. Incluso podía presentarla como la Folklórica del Socialismo. ¿Acaso algunos escritores de prestigio no habían reivindicado a la copla, ya por sus valores poéticos, ya como fuente de la memoria colectiva? Podía sacarse perfectamente a Reyes del Río de las referencias del pasado inmediato y venderla como una representante de la España eterna a través de sus esencias recuperadas. No otra cosa estaban haciendo los ayuntamientos y las distintas autonomías. En cuanto a la ideología era cierto que ya no se llevaba tener alguna, pero tampoco molestaría que Reyes del Río revelase cierto apasionado interés hacia los de su clase y los de su pueblo. Podía montarse una buena historia en torno a una infancia patética, desarrollada entre obreros cuyas fatigas la ayudaron a comprender desde muy niña la injusticia social a que el mundo de los descamisados había sido sometido. Si además conseguía que Rafael Alberti dibujase la portada del próximo disco y Antonio Gala escribiese unas palabras de presentación, la novedad estaría servida y el prestigio asegurado.

Tampoco era necesario recurrir a la peineta, la bata de cola y el clavel reventón entre los labios. Se imponía encontrar algo todavía más primitivo. Si el público ansiaba una virgen, convendría remontarse a las raíces mismas de la religión. Virgen tendrían, pero románica.

Antes de acostarse concibió un plan de ataque. No era honesto, pero a fin de justificarse decidió que por lo menos resultaba inofensivo. Todo su cuerpo se enervó con aquella sacudida haciéndole creer que se hallaba ante un invento de primera categoría. Y una vez más la conciencia del trabajo bien hecho triunfó sobre cualquier consideración ética.

A los pocos días se presentó ante Eme Ele.

—He mandado realizar una encuesta entre las clases populares. Mercados, salas de espera de la Seguridad Social, restaurantes de carretera, ese tipo de sitios. Las marujas ponen en duda la famosa virginidad de tu producto. Si no se demuestra de una manera gráfica, el invento no llega al verano.

—Entonces…

—Que algún periodista le eche una calumnia. Que ponga en duda su virginidad. Esto la obligará a demostrarla de manera contundente. Tendrá que someterse a una revisión médica y esta irá acompañada por un certificado que enviaremos a toda la prensa.

—¡Esto es portada! —exclamó Eme Ele, visualizando ya la operación.

—Y no una sola. Llevaríamos tres semanas copándolas todas. La primera, por la calumnia. La segunda, Reyes del Río negando. La tercera, su madre repartiendo mandobles a diestro y siniestro.

—La cuarta el certificado del médico. ¡Cuántas portadas para un solo virgo!

Vendida como información ultrasecreta al perverso especialista en cotilleos Cesáreo Pinchón, la calumnia ocupó más portadas de lo previsible y más espacios radiofónicos de lo que hacía deseable la seguridad de los promotores. Porque a las pocas horas de anunciarse la noticia de que Reyes del Río pudiera no ser virgen, invadió el despacho de Imperia una violenta delegación formada por los defensores del orgullo de la copla. Irrumpían en pie de guerra una prima monja de Reyes del Río, dos tías carnales, la vecina farmacéutica y una gitana echadora de cartas. Y, como capitana, doña Maleni.

La madraza proclamaba su fe a voz en grito, apartando de un empujón a la secretaria que en vano intentaba detenerla.

—Doña Mari Listi, doña Mari Listi. Ese cabrón de la revista pone en tela de juicio la virginidad de la niña. ¿Qué dirán en el pueblo?

Apostillaron las del séquito:

—Eso. ¿Qué dirán en el pueblo?

—Tengo absoluta fe en lo que escribe Cesáreo Pinchón —contestó Imperia sin el menor arrepentimiento por mentir con tanto descaro. Y más embustera aún, añadió—: Igual que yo la tienen los lectores. La credibilidad del señor Pinchón va a misa.

Doña Maleni se dejó caer en una butaca, con tal ímpetu en la caída que la acompañó un sonoro campanilleo de pulseras.

—Yo sé muy bien de dónde viene esa calumnia. ¡Es despecho! Sepa que este escribano se quería tirar a mi sobrino Eliseo y como él es igual de entero que la niña y en su culo sólo entra quien él quiere, pues ahora se venga aquel canalla arrojando cieno sobre la honra de mi hija, que es donde más duele.

Añadieron las del séquito:

—Eso. Donde más duele.

—Mucho ha de doler para que se traiga usted el coro —comentó Imperia, molesta por ver sus dominios tan invadidos.

—Por si las moscas las traigo. Porque aquí las comadres son duchas en lo de hacer brujerías y si usted lo decide le mandan un mal de ojo al Cesáreo ese que puede coger hasta un cáncer de próstata, por un decir, o esa plaga americana que les da a los maricones.

Por un instante, Imperia se vio asomada a unos abismos tan tenebrosos, que le dieron risa. No era de las que mezclan las brujerías con el marketing, de manera que decidió obrar por medios racionales. Empezó ofreciendo café a sus visitantes.

—Azúcar no, que me produce colitis —dijo la Maleni—. Y bastante tengo con lo que llevo encima. ¡Que mi niña tenga que verse pregonada por un vil! ¡Eso es que no tiene nombre ni apellido!

Comprendió Imperia que debía obrar por lo directo.

—Sea sincera —dijo con fingida dulzura—. ¿Tanto importa la virginidad de su hija?

—Mujer, ahora que ha estado anunciada sí.

—Es decir, se percata de que es un valor comercial. Dígalo sin ambages.

—A lo que usted llama «bagajes» yo le llamo tapujos. Y prescindiendo de ellos le diré que la virginidad de la nena nos da de comer a tres familias.

Ante la curiosidad de Imperia, añadió:

—La nena es que es muy generosa. Unos dineros para el tío Cirilo, que está en el paro. Otros dineros para la Jacinta, que va a poner una tienda de robes et manteaux. También están los abuelos, que necesitan casa. Y el niño de la Reme, que quiere estudiar fútbol para ser un hombrecito de provecho…

Así hasta treinta y siete damnificados. Y a cada uno que citaba doña Maleni, sus acompañantes iban declamando: «Bendita sea la niña».

—En resumen —dijo Imperia—, que su niña es una santa.

Y decidió para sus adentros que, por ser la niña tan santa, daría más trabajo del que había insinuado el Boss. Tanto como para que ella se saltase las barreras de la vida pública y entrara a saco en la privada, trabajando a partir de ella.

En los meses que siguieron, Imperia hizo por su protegida mucho más de lo que sus prerrogativas permitían. Si la apartaban de los artículos inanimados y ponían a su cargo una alma humana no sería para establecer con ella un trato parecido. Tenía aquella actitud una ventaja capaz de tranquilizar su conciencia: en el supuesto de que engañara a medio mundo con un producto artístico ínfimo, se justificaba mejorando a una persona, ayudándola a convertirse en algo verdaderamente importante, más allá de sus éxitos pasajeros.

No fue difícil convencer a Reyes de que sus familiares la estaban explotando. Vio Imperia que ponía el dedo en una llaga que justificaba, además, las suyas propias. Aquella explotación la exacerbaba, despertando su antigua combatividad de feminista. Formuló a su pupila la pregunta típica: ¿vivirían tantos parásitos a su costa, de haber sido ella el primo Eliseo? O en otras palabras: de haber sido ella un hombre, ¿se atrevería alguien a explotarla de aquel modo? Reyes recapacitó un momento y acabó por aceptar una evidencia brutal: entre sus familiares y algunos parientes más lejanos se habían comido la mitad de sus ganancias y esto se debía a que era una débil mujer y por lo tanto estaba en inferioridad de condiciones delante de la sociedad. En un rasgo de suprema inteligencia gritó: «Pues, ¡ea!, se acabó lo que se daba». Imperia sintióse orgullosa, y en cierta manera histórica. No todo estaba perdido en aquella sociedad tan deshumanizada. La frase le salió bordada pero la verdad era un poco más cruel que su apariencia. Además de virgen, la niña era la del puño.

Fue más difícil conseguir que regresara al repertorio clásico. Hubo problemas en las primeras discusiones pero al poco acabó imponiéndose el genio del artista, que veía grandes posibilidades de lucimiento en los cantables que hicieran la gloria de Juanita Reina, Marifé de Triana y doña Concha.

—¡Y «doña» seré yo en el futuro, de tanto cantar Madrina! —proclamó Reyes del Río, ya convencida—. ¡Osú! ¡Cómo se pondrá mi público de mariquitas al verme salir al escenario con miriñaque!

Llegó luego el combate con los innumerables miembros que suelen tener voz y voto en la carrera de una folklórica. Nunca creyera Imperia que fuesen tantos. Estaba su representante para galas de verano y su representante para actuaciones de invierno. Después, su agente para Latinoamérica, su apoderado para asuntos de televisión y, finalmente, tres individuos de la casa discográfica: un productor, un arreglista e incluso el diseñador gráfico encargado de la portada de los discos.

Todos revelaron una ínfima preparación intelectual que convertía cualquier debate racionalizado en una causa perdida de antemano. Resultaba sorprendente que pudiesen salir tantas insensateces, tantos kilos de horterada de labios de aquellos caballeros ataviados de ejecutivos ultramodernos y ultrarrefinados (menos el diseñador, que iba de artista).

Cuando ya llevaban tres horas de gritos y amenazas, la folklórica se levantó del asiento que hasta entonces ocupaba en silencio absoluto. No necesitó hacer un solo gesto. Bastó la insólita contundencia de su voz.

—Aquí se va a hacer mi ley o salgo yo a la calle, me acuesto con el primero que encuentre y se les ha acabado a todos el muermo, so tíos guarros.

Hubo un pasmo general. Hasta doña Maleni calló de repente, contra su costumbre y voluntad. Pero la rebelión de la folklórica dio resultado. Su próximo recital ya no se llamaría «México lindo y bonito» sino «Nostalgias de la Giralda». Y el representante para galas de invierno aventuró que con un buen lanzamiento y ofreciendo la recaudación para una obra benéfica acaso pudieran conseguir la asistencia de la reina o, en su defecto, las infantas.

No aspiraba a tanto Imperia Raventós. Se contentaba con lo conseguido y muy especialmente con una pequeña victoria a la que aparentemente nadie daba importancia: Reyes del Río acababa de hacer oír su voz fuera del escenario. Y a fe que demostró una autoridad fuera de lo común, si bien Imperia no se hacía demasiadas ilusiones sobre su alcance. Pensó: «Que sea enérgica no quiere decir que sea inteligente. Corre mucha burra con un genio de mil demonios y mucha marimandona sin nada en la mollera».

Pero en el fondo le agradeció que la honrase con toda su confianza. Y estuvo a punto de emocionarse cuando le oyó decir:

—¿Sabe lo que más me gusta de todo? ¡Que me haga decir que soy socialista de toda la vida!

—Esto dice mucho en favor de tus inquietudes, querida.

—De inquietudes nada, mi alma. Es que estoy hasta la peineta de ir repitiendo lo de las folklóricas de antes: que si los artistas sólo nos debemos a nuestro público, que nanay de meternos en política y que si patatín que si patatán.

Así era de sorprendente aquella criatura. Como si la burra de Balam acabase de pronunciar un discurso en el Senado.

Derrotada la oposición de los representantes —«mandarines» solía llamarlos ella—, Imperia decidió entrar a saco en las opciones estéticas de Reyes del Río, con los resultados que el lector conoce. Eran precisamente aquellos resultados los que hacían exclamar meses después a Manolo López, también llamado Eme Ele, también llamado el Boss:

—Me excita tanto esta flamenca, que me la follaba debajo de un olivo.

IMPERIA DECIDIÓ hacer oídos sordos a aquella aseveración de primitivismo. Después de todo sabía perfectamente que la idiotez de una hembra de bandera es el mejor afrodisíaco para hombres que se consideran a sí mismos abanderados de la superioridad.

—Te será difícil encontrar un olivo en todo Madrid. Y además a esta no te la trabajas porque es parte de mi negocio, que es también el tuyo.

—Cierto —dijo él, reaccionando. Y volvió a ser el petimetre que intentaba impresionar sacando un pañuelito de seda natural con la firma de Versace. Añadió en tono cómplice—: Además, que no tengo yo ganas de líos con Adela.

Aquí volvió Imperia a sonreír y con más ganas, porque si en alguna ocasión sintióse ella cómplice de alguien era precisamente de la aludida Adela. Y sabía que la opinión que esta tenía de su marido estaba muy por los suelos últimamente. Tanto que había desistido de criticarle en el convencimiento de que ya nada tenía remedio. Por esto decían algunos que Adela le sustituía dedicándose a la crítica de arte.

—En fin, que vamos al asunto —decidió Eme Ele—. Que conviene pensar en el virgo de la folklórica.

—Nada más fácil —dijo Imperia—. Montamos lo de la otra vez.

—¿Que Cesáreo Pinchón repita la calumnia?

—Descartado. No se puede volver al lugar del crimen. El cotilleo de revistas ya nos sirvió hace un año. Ahora picaremos más alto.

—¿La televisión?

—Rosa Marconi.

—La que pica alto es ella. Después de entrevistar a Mitterrand no se rebajará hasta una folklórica.

—Tonterías. A Reyes del Río se la vendo yo como valor nacional. Y si no lo entiende así, le recordaré unos cuantos favores que me debe.

—Viendo los métodos que utilizas, me consuela contarme entre tus amigos —bromeó Eme Ele.

—No creas que esto te preserva completamente. Al fin y al cabo, Rosa Marconi es una de mis amigas más queridas.

Apuró de un trago su culito de whisky. Descolgó el teléfono y pidió que la pusieran con la madre de la folklórica. Cuando la tuvo al habla, no le dio la menor oportunidad de soltar su habitual verborrea.

—Es necesario que su hija vuelva a pasar por el tocólogo. Lo de la ladilla me ha puesto sobre ascuas.

Desatendiendo los gritos que llegaban del otro lado del teléfono, colgó de golpe, cerrando después la carpeta que contenía el informe de la gira de Reyes del Río.

Antes de salir, se volvió hacia Eme Ele.

—Mientras tú retrocedes hasta las cavernas soñando con el virgo de la flamenca, yo empezaré a refinar a este palurdo.

Y abrió entonces el dossier de Álvaro Montalbán.

Sabía que su proceso de refinamiento pasaba por Miranda Boronat.

EL HOGAR DE MIRANDA era un precioso chalet del período de la arquitectura racionalista, lo cual lo convertía en una valiosa propiedad, tanto por sus valores estéticos como por su extensión. Contrariamente a lo que decían los mal informados, no formaba parte del paquete que le diese su marido para quitársela de encima. Era herencia de su padre, quien amasó una considerable riqueza introduciendo en el mercado castellano algunos productos resultantes del genio catalán, desde el salchichón de Vich a la butifarra de Palautordera. Este origen tan poco sofisticado se nobilizó con otros negocios, menos honrados pero más rentables. El dinero que pudiera parecer basto al proceder de los embutidos quedó irreprochable cuando ya nadie supo de dónde venía. Los espesos velos de la economía franquista cubrieron cuidadosamente las apariencias y así le fueron proporcionando al viejo Boronat la riqueza que su hija se cuidaba de aumentar, así a lo tonto, invirtiendo saludablemente y protegida a su vez por los velos ambiguos de la democracia.

Movíase Miranda entre un suntuoso mobiliario de anticuariato para marquesonas y una pinacoteca llena de cuadros cubistas de los que solía presumir ante sus amistades con las siguientes palabras:

—No se entienden, pero valen un Eldorado.

Protegían su intimidad tres sirvientes de extraordinaria eficacia. Román era, a sus veintiocho año, un guapo mozo; Sergio era, a sus treinta, un macho sublime. Ambos habían alegrado los inviernos de alguna amiga de la dueña. El tercer criado era el ya conocido Martín, que hacía de chófer, mayordomo y ama de llaves. Maduro y de mediana apostura, no alegró la soledad de ninguna marquesona porque no se lo hubiera permitido su novio, un carnicero del barrio de la Latina que le prometió quereres en 1953 durante una verbena en Las Vistillas.

En ese entorno Miranda Boronat combatía el aburrimiento organizando partidas de tenis en la pista cubierta, parties en la piscina, campeonatos de bridge en el salón morado o simplemente cotilleos salvajes en la biblioteca. Recibía con notable asiduidad a todo aquel que, según sus palabras, «tiene nombre y apellido». Y aun cuando faltasen ambos requisitos, siempre había un lugar en sus salones para el primero que tuviera «situación».

Cuando Imperia llegó al chalet había en la puerta dos coches ocupados por cinco guardaespaldas. Señal de que Miranda estaba jugando al tenis con algunas de sus amigas relacionadas con las alturas.

Abrió la puerta Martín, con la solemnidad de siempre y, en los ojos, la ansiedad del chivatazo.

—¿Hay moros en la costa, Martín?

—Un Guadalete, doña Imperia. Un Guadalete.

—¿Qué tenemos hoy, gobierno o banca?

—Opus.

—Miranda está en todo. Nunca se sabe si pueden volver.

Apareció la dueña de la casa, vestida de tenis. A fuerza de adelgazamientos había conseguido parecer anémica. A fuerza de entierros tenía la palidez de los cadáveres. Pero había leído en algún Vogue que volvían las pálidas y se encontraba divina.

Cayó en brazos de Imperia con la languidez propia de una modistilla tuberculosa, pero de repente exhaló un gritito de horror, miró hacia el jardín y susurró a guisa de secreto:

—Se ha presentado esa pesada de Melita. No se te ocurra decirle que me he enganchado a las mujeres porque ella es muy de misa y no lo entendería.

—No pienso verla. Sólo he venido a pedirte un favor.

—Pide por esos labios de zorra. Ya sabes que no puedo negarte nada porque eres mi infierno personal e intransferible.

Se la llevó al saloncito forrado de verde que alegraban, de manera impropia, cuatro aguafuertes abstractos y del color que suele presentar la caca de gallina triste.

Imperia expuso la situación. Necesitaba introducir en sociedad a un hombre demasiado guapo para ser cierto, demasiado rico para permanecer escondido y, además, increíblemente nuevo en los ambientes de costumbre.

Sólo este último detalle consiguió excitar el interés de Miranda Boronat.

—¿Novedad absoluta? Qué bien, porque siempre somos los mismos. Menos acostarme con él, porque vomitaría, haré lo que tú quieras.

—Llévale a los sitios de moda y observa su comportamiento.

—Estupendo. Tendré de qué presumir. Además te agradezco que me lo presentes porque así me das motivos de celos y esto pone una nueva razón en mi vida porque el dolor purifica y toda purificación es la hostia marinera. ¿Comprendes, chata?

Imperia la vio alejarse hacia el jardín, contoneándose con la energía que se atribuye a los cowboys del Far-West. Y pensó que cuando conociera a Beba Botticelli le preguntaría de qué secretos poderes disponía una argentina para convencer a una mujercita rubia, delicada y casi evanescente de que era una réplica de John Wayne y no de Gracia Patricia de Mónaco, como solía pretender Miranda antes de su psicoanálisis.

Se disponía a regresar a su coche cuando Martín le salió al paso para comunicarle una emergencia poco grata.

—Doña Imperia, uno del séquito de la señora del Opus solicita hablar con usted.

La mirada del criado contenía un sobreentendido. No se le escapaba que cualquier relación entre un guardaespaldas y una dama de lujo escapa a toda necesidad profesional para introducirse en el ámbito de los enigmas más claros que el agua.

—¡Roberto! —exclamó Imperia, al hallarse frente al macho en un rincón de la parte trasera del jardín. Y fingiendo mayor sorpresa a medida que él se iba acercando, añadió—: ¡Qué momento tan inoportuno has escogido!

Era altísimo, fortachón, musculoso y de mirada violenta. Un Hércules del asfalto, pensó Imperia la primera vez que lo vio, custodiando a la esposa de un banquero. Y cuando lo tuvo desnudo en la cama, consagrado a los saltos más espectaculares y golpeándose un pecho extremadamente hirsuto, descubrió en sí misma que no le desagradaba en absoluto la ley de la selva.

Tal vez para evocar aquella circunstancia el llamado Roberto adoptó una expresión de dominador nato, cual correspondía a su oficio en el mundo. Pero sólo fue una apariencia, ya que a los pocos minutos se desmontaba, sumiéndose en algo parecido a la desesperación.

Y al hablar, gimoteaba.

—¡Ingrata, más que ingrata! ¡Que tenga que encontrarte así, tan de casual! ¡Que lo nuestro no merezca ni un encuentro a solas!

Ella se sintió un tanto ridícula.

—Contrólate —exclamó—. Tú estás de servicio y yo en casa de una amiga.

—Esto te salva de una buena paliza. ¡Porque soy yo muy hombre para que se burle de mí una pantera!

Ella le dirigió una mirada jocosa. ¿De qué estaba presumiendo si le asomaban lágrimas a los ojos?

—Reserva tus fuerzas por si a la tonta de Melita le toca hoy algún atentado. Yo tengo mis asuntos.

—Tu asunto era yo, me dijiste. ¡Y mira si fui honesto que lo tomé como un juramento que no necesita ser jurado!

Tenía un tono lastimero pero, lejos de enternecer, divertía. Como si a un orangután le diese por llorar con una poesía de Bécquer.

—Te llamo y no te pones al teléfono. Dejo mensajes en el contestador y no me los contestas. Te envío el rosario de mi madre y me lo devuelves.

Ella le miró con la curiosidad propia de un último análisis.

—No sé si soy la primera que se acuesta con el guardaespaldas de una amiga. Pero, caramba, nunca pensé que a cambio de tres noches de placer tendría que soportar tantos latazos.

—¡Placer! —gimoteó él—. ¿Sólo placer te he dado, mala hembra?

—En los tiempos que vivimos ya es mucho.

—¿Es que hay otro hombre? ¡Mira que lo mato!

Ella no contestaba.

—¡Imperia, Imperia, que me estás viendo de cuerpo presente!

Estaba a punto de caer de rodillas, tanto vacilaba. Y ella aprovechó sus vacilaciones para zafarse de su abrazo.

—No quiero complicaciones —dijo poniéndose los guantes—. Truco demasiado trabajo para permitírmelas. Así que adiós.

—¡Y pensar que por ti he faltado a mi mujer, que es una santa!

Ella no contestó. La santidad de las esposas engañadas era algo que le daba mucha risa.

—¡Y mis hijos! ¡Les he faltado por ti! ¡Les he faltado, pobres angelitos!

Imperia tampoco contestó. Era posible que los angelitos se estuvieran pinchando en alguna discoteca.

—¡En ti no hay nada de mujer! —acabó gritando él, mientras golpeaba el suelo con las manos.

Aquí sí contestó Imperia:

—Completamente de acuerdo. En mí no hay nada de mujer en la medida que no hay en ti nada de hombre.

Lo dejó llorando como una Níobe, pese a que era tan alto, tan ancho de espaldas, tan peludo. Y pensó Imperia que algo habría cambiado en el país cuando los supermachos se comportaban como las cupletistas.

SE ARRIESGÓ A ALMORZAR en los inhóspitos antros de unos estudios de televisión. Le convenía cambiar impresiones con Rosa Marconi y esta tenía grabación hasta bien avanzada la tarde. Debido a la proximidad de las fiestas navideñas, dejaba enlatadas dos semanas de su famoso programa «El público quiere saber».

En cuanto a la semana de Epifanía, sabía que sólo Imperia era capaz de ayudarla. Y así lo reconoció, de manera exuberante, gritándole desde el otro lado del plato.

—¡Mi ángel de la guarda viene a salvarme! No esperaba menos de ti. ¡Qué amiga, Señor, qué amiga!

Y se besuquearon mucho, como si se apreciasen de veras.

Imperia se congratuló por un primer éxito personal. Había conseguido hacer creer a Rosa Marconi que necesitaba a Reyes del Río, cuando era esta quien necesitaba urgentemente el programa de Rosa Marconi.

Y no sólo el programa. Desde su columna en la prensa semanal Rosa Marconi también podía mandar. La simultaneidad de colaboraciones le daba dos prerrogativas sobre dos públicos distintos, lo cual la convertía en reina de dos medios de difusión de los que suelen llamarse soberanos. A través de su columna creaba opinión entre sectores exigentes, ganando una credibilidad muy distinguida. Después, al acercarse a la radio y la televisión invadía el corazón de las clases populares garantizándoles que entregarse a ella era de buen tono, porque este ya le había sido otorgado previamente, desde el prestigio de la prensa escrita.

No era Marconi de las que dejan teclas sin tocar. Se había especializado en el periodismo político, donde podía presumir de audacia, independencia y agresividad; más adelante, la televisión le proporcionó la plataforma para que cualquiera de sus opiniones se convirtiese en una bomba de alcance nacional. Tenía pues en su poder al lector de calidad y al televidente barato.

La anunciaban con el eslogan: «Sólo Rosa va más allá de Marconi». Era una publicidad tan idiota como cualquier otra, si bien es cierto que ella siempre iba más allá de sí misma proponiendo en todo momento lo que los demás no esperaban.

Dejando aparte su grado de independencia, nadie podía negar a la Marconi que era la más enterada de todas las intrigas que se cocían en la olla política de la capital. Y en una época en que las ideas habían sido sustituidas por el dinero en todas sus variantes era lógico que el conocimiento exhaustivo de cuanto se decía en los mentideros de la economía constituyese su última y más apasionada especialidad.

Por toda su trayectoria, se entenderá que Rosa Marconi no tuviese miedo de nadie. Es decir, sólo de aquellos a quienes consideraba lo bastante inteligentes para adivinar su juego desde un principio.

Siendo Imperia una de esas personas, continuó dispensándole todo tipo de elogios y arrumacos no desprovistos de sinceridad. Por lo menos, no se odiaban. Todas las mujeres que empezaron siendo honestas para acabar vendidas a sus propios intereses —a veces tan terribles como los ajenos— acaban sintiendo entre ellas el profundo afecto de los cómplices.

Empezaron enseñándose las cartas abiertamente, sin doble juego.

—Pídeme lo que quieras a cambio de Reyes del Río —dijo la Marconi.

—Un programa entero para un joven tiburón de las finanzas.

—Mira que es mucho riesgo, por ser él un desconocido.

—Mira que será un éxito seguro, por ser tú su descubridora.

Como aquel día las dos hacían la dieta de los polvitos con sabor a fresa se salvaron de morir envenenadas por los cocineros de la televisión. Pero nada las salvó de tomar unos donuts de plástico y el café con leche más asqueroso que Imperia había tomado fuera de los Estados Unidos. Todo un récord.

Mientras combinaban aquella bazofia con los batidos milagreros, Rosa Marconi examinaba las fotos de Álvaro Montalbán.

—Es extraño que yo no le conozca —murmuró un tanto ofendida porque algo hubiera escapado a su red de espionaje.

—Le han tenido escondido hasta ahora.

—¿Oiré hablar de él en el futuro?

—Y mucho. Pretenden colocarle en primer plano.

Rosa Marconi podía no conocer al personaje, pero disponía de toda la documentación acerca de su entorno.

—¿Sabes qué es lo que hay detrás de este grupo?

—No sé. Entre chapuzas y chanchullos, supongo.

—Chapuzas ninguna. Se lo han sabido montar con garbo. Una obra maestra de imposición en la escena económica. Ahora bien, chanchullos todos. Si lo que se cuenta es cierto, el origen de la fortuna actual está en una serie de expropiaciones que empiezan por ser ilegales y luego, misteriosamente, aparecen legalizadas.

—Todo esto no debería preocuparme. Mi trabajo consiste en hacer presentable a este joven.

—Hacer presentable la ilegalidad, quieres decir.

—Depende. ¿Está probada?

—No seas ingenua. Sabes perfectamente que es imposible sin riesgo de algunos que están en el poder. Pero se sabe en cualquier caso.

—Si es así no puedo permitirme remordimientos de conciencia. Se puede ganar mucho dinero y ahora tengo un hijo que mantener.

Rosa Marconi le guiñó el ojo.

—¿Cuando dices hijo es eufemismo de amante joven?

—¿Necesité yo de eufemismos alguna vez?

—No. Pero tampoco has necesitado un hijo, que yo sepa.

—No es que lo necesite. Es que ya lo tenía.

—No me extraña. Las catalanas tenéis de todo.

—Al trato, niña, que se hace tarde. ¿Me cuidarás a Álvaro Montalbán?

—Al trato: ¿tendré para mi programa a Reyes del Río contando a su público todo lo que no contó hasta ahora?

—La tendrás para la noche de Reyes, como corresponde.

Y te juro que contará cosas tan estremecedoras que el país entero se echará a llorar a lágrima viva.

—Por si acaso escríbele tú todas las respuestas, que la folklórica es muy burra.

—Claro, guapa. Y lo de Álvaro Montalbán también te lo escribiré yo, por si te dejas algo.

—Desde luego, no hemos nacido ayer.

Y se dieron un frote de mejillas a guisa de besuqueo.

SE DEDICÓ LA NOCHE A sí misma. Sesión de jacuzzi, un poco de pollo frío, y algunas páginas de la última novela publicada en Nueva York por alguna mariquita judeoamericana.

No tardó en abandonar la lectura. La mariquita judeoamericana escribía como otras diez mariquitas judeoamericanas que habían escrito sobre los mismos problemas la pasada temporada.

En casos así, siempre queda la televisión, ese Lourdes de los solitarios. Tomó Imperia el mando a distancia y empezó a localizar canales. Tres concursos, dos seriales sobre los problemas domésticos de la clase media americana y dos dramas sobre policías de Los Ángeles que perseguían a unos puertorriqueños que al parecer le daban a la droga. Se preguntó por qué aquel Lourdes no cambiaba el rollo de vez en cuando. Contestóse que, por su propia esencia, no podía hacerlo. Así de sencillo.

El antaño milagroso invento había cambiado el entretenimiento por la imposibilidad de entretener sin insultarla.

Recordó lo que dijera Eme Ele cuando ella decidió que no estaba su oficio como para cogerle cariño.

—Tómate a los destinatarios de tus campañas como si fuesen hijos.

—Yo nunca criaría a mi hijo como a un mediocre —dijo ella.

Lo recordaba ahora con ironía. Ni como a un mediocre ni como a nada. Simplemente, no lo había criado. Tal vez era una defensa contra la posibilidad de que resultase un trasto. No saberlo le ahorraba el remordimiento de contribuir a engrosar la raza de los mediocres. Si las televisiones del mundo necesitaban concursantes, no iba a ser ella quien se los proporcionaría.

Solía decir su abuela que el mal de los padres lo pagan los hijos. Se refería a su separación de Oriol, claro está. ¡Pobre niño Raúl, condenado a crecer sin un padre y una madre unidos por vínculos respetables! Púber indefenso, maltratado por una madrastra sin escrúpulos y deformado por un padre sin entrañas. De todos modos, la abuela era un tanto folletinera. La madrastra sería pija y tarada mental, pero en modo alguno perversa. Y Oriol podía ser un fracasado, pero era bien capaz de ayudar a una cieguecita a cruzar la calle. Y estaba Imperia a punto de pensar que, por lógica, el niño Raúl era más hijo de aquella estúpida pareja que de ella misma.

No le preocupaban pues las consecuencias derivadas del hecho de que fuese su hijo una pobre víctima del divorcio. Peor golpe sería que resultase un mediocre, viciado por los mensajes que ella misma promocionaba. En esto sí tendría motivos para acusarla de mala madre, convirtiéndose en portavoz de todos los niños del mundo.

Cuando disponía de algún rato libre se dedicaba a curiosear las televisiones extranjeras que llegaban a través del satélite. Consideraba este invento primordial para asumir que la idiotez es la misma en todos los lugares del mundo. Media hora saltando canales le bastaban para comprobar hacia dónde se encaminaba el futuro.

Los programas infantiles demostraban que la siguiente generación estaría formada por deficientes mentales. Los programas para adolescentes demostraban que una ola de contaminados ya estaba entrando en la vida. Ciertamente, no llegaban desnudos. Se les proporcionaba un equipaje destinado a convencerlos de que eran los reyes del mundo. Estaba formado por colores chirriantes, comidas de plástico, musiquillas mediocres y un vocabulario para usar y tirar de un día al otro.

Reconociendo aquella fatalidad, Imperia iba más lejos que su Boss, asumía que el siglo ha conseguido una horrible victoria: no sólo convertir a lo mediocre en un bien colectivo, sino elevarlo a la categoría de material educativo prioritario a todos los demás.

Sólo conseguía sentirse segura en el refugio que formaban sus objetos amados y sus aficiones predilectas. No bien salía de aquel su mundo íntimo, la realidad la golpeaba con la evidencia de un mundo vacío de ideales. Y si para una persona sensible el mundo exterior siempre tiene que ser agresivo, la confirmación de que el vacío del mundo invadía su casa a través de la televisión la llenaba de furia.

Agotados sus recursos, puso el último disco de Reyes del Río. Una ola de sentimientos elementales empezó a invadirla. No la instruían, pero a lo menos no la insultaban:

He tenido que matarte

porque no tuve, serrano,

valor para aborrecerte.

Recordó entonces que no había probado uno de los últimos teléfonos que solía proporcionarle Romy Peláez. Marcó un número y sonó una voz masculina solicitando las apetencias del cliente. Las de Imperia no solían variar. Un machito de treinta años y una musculatura opresora le parecieron buenas cartas de garantía para una noche simplemente grata. Nada destinado a permanecer en el recuerdo.

Siempre tenía champaña en el frigorífico. Cualquier chulo de lujo no aceptaría otra cosa. De hacerlo, la decepcionaría profundamente. Sería un chulo de baratillo. Lo último que podría tolerar una vagina sofisticada.

Se puso una négligé de raso y un soplo de Chanel en el cuello. Al deshacerse el pelo, se descubrió un tanto salvaje. No mentían quienes aseguraban que se parecía a la Espert. Puesta a mitificar, decidió parecerse también a Anouk Aimée. Preguntó al espejo: «Dime, trasto mágico, ¿qué papel me correspondería interpretar en el cine?». El espejo la encontró ideal para hacer la Justine de Durrell. Ella se lo agradeció como solía.

Mientras organizaba las luces como si de un montaje teatral se tratara, sonó el teléfono. Estuvo a punto de ignorarlo, temiendo que no fuese una de las típicas llamadas de Miranda Boronat, con sus dos horas llenas de chismes incoherentes. Decidió correr el riesgo y descolgó el auricular.

Era su hijo.

Entre lo poco que sabía de él, sabía que detestaba hablar por teléfono. No era, pues, un niño empalagoso, aunque sí inoportuno. Sin saberlo, elegía los peores momentos. En aquella ocasión, no estaba Merche Pili para recoger sus confidencias. Lógico por demás. ¿Qué pintaría ella en una noche tan prometedora de deseo? ¿Palanganera? Imperia lo consideró impensable. Como lo era despachar a su hijo exponiéndole la situación real. «Cuelga, niño, que tu santa madre está esperando a un chulo». Pocos hijos son tan liberales para hacerse cargo de semejante emergencia.

El niño Raúl anunciaba la decisión temida: quería adelantar su llegada para compartir con mamaíta las sagradas fiestas de Navidad. Estrechamiento de vínculos familiares o algo parecido, dijo.

¡La madre que lo parió!, pensó Imperia sin darse cuenta de que tiraba piedras sobre su propio tejado. Pero le tocó fingir la singular alegría de la maternidad debidamente acreditada.

—¿Haces árbol o belén? —preguntó de sopetón el niño.

—Ni una cosa ni la otra. ¿Por qué?

—Porque a mí me gustan las dos. ¿Puedo traer mis figuritas?

—Las habrá en Madrid, digo yo.

—Las mías son más antiguas. Así que las traigo. Otra cosa: ¿puedo traerme a Imogene?

Pensó ella rápidamente: «¡Joder! ¡Me va a meter una novia en casa!».

—Raúl, hijo. No creo que tenga sitio para otra persona.

—Imogene no es una persona, mamá.

El tratamiento sonaba a Imperia tan raro que no se lo creía.

—¿Quién demonios es Imogene, niño?

—Es mi serpiente, mamá.

—Me vas a llenar la casa de calcetines, calzoncillos y camisetas sucias… ¡y encima pretendes traerme un ofidio!

Se avergonzó de repetir los conceptos de la vil Presentación, pero ya estaba hecho.

—Mamá, yo no llevo calzoncillos, sino eslips. Nunca los dejo sucios. En cuanto a las camisetas, uso desodorante de yerbas naturales. Y por lo que se refiere a Imogene, es una serpiente muy limpia.

—¿Qué marca es?

—Querrás decir ¿qué especie?

—Lo que sea. No quisiera morir envenenada.

—Es una pitón, que no tiene veneno. ¿Qué pasa, mamá? ¿No dices nada?

—Estoy ocupada tocando madera desde hace rato.

Mentía. ¿Dónde encontrar un pedazo de madera en aquella decoración de diseño metalizado?

—¿Te dolería mucho separarte de ella?

—Muchísimo. Dormimos juntos desde hace tres años.

—Pues esta es la primera lección que vas a recibir de la vida: tendrás que renunciar a tu pareja. Porque yo puedo tolerarte muchas cosas, pero una pitón en mi piso no entra. Por muy limpia que sea. Si hay algo en el mundo que me da asco, son las serpientes. Y además, tienen mal fario.

Discutieron un rato, pero al final comprendió el niño Raúl que no todas las personas tienen que compartir el placer de encontrarse con una pitón en el sofá, mucho menos utilizarla a guisa de edredón.

Aparte del convencimiento, Raúl necesitaba con urgencia la ternura. Pero no sabremos si Imperia estaba dispuesta a dársela, si percibía siquiera aquella necesidad, porque en aquel instante sonó el timbre anunciando que el sexo llegaba dispuesto a desplazar a cualquier otro sentimiento.

—Tengo que colgar —dijo, apresuradamente—. Están llamando a la puerta.

—¿A estas horas, mamá?

—Será una vecina que siempre viene a pedir azúcar.

Se avergonzó por recurrir de nuevo al repertorio de Presentación.

—¿Azúcar a estas horas, mamá?

—Querrá hacer un flan.

—¿Un flan de madrugada, mamá?

—¡Joder, niño! ¿Es que hay horas prefijadas para hacer flanes?

—No lo sé. Nunca he hecho ninguno. Ahora vamos a lo que me importa: ¿puedo o no puedo llevar a Imogene?

—Definitivamente no.

Y colgó con gran alivio de su paciencia.

Se dio un último retoque en el pelo antes de abrir la puerta. Recordó a la dama de los antiguos billetes de cien: un chavo sobre la frente otorga cierta prestancia.

Disminuyó en pretensiones al descubrir que la verdadera prestancia la llevaba consigo el chulo. La reconoció al instante. Lo había tenido en otra ocasión. Tenía sonrisa de machito dominador pero Imperta sabía que, por dinero, aceptaba rebajarse hasta la esclavitud.

Traía bajo el brazo la maquinita de la Visa y en un bolsillo el certificado de Sanidad. Un muchacho ordenado. Garantizaba que no tenía peligro de contagios, pero Imperia recordaba que podía contagiar entusiasmo y ardor. Un buen ejemplar. Y tan negro el pelo que hería a la mirada. Un gitanazo. Reyes del Río hubiera podido cantarle:

Moreno de sierra y mares

luna y sangre entre los labios

era mi vida y mi suerte

sobre un potro jerezano.

En homenaje a las esencias de la copla, Imperia se abrió de piernas y permitió que la lengua del gitano trabajase a su gusto y devoción, dejándole el clítoris limpio como los chorros del oro.

AL DÍA SIGUIENTE, antes de reunirse con Álvaro Montalbán pasó por el salón de belleza con el objeto de reforzar su autoestima. Ningún tratamiento espectacular. Mascarilla reafirmante para las mejillas y un poco de láser en el cuello y las comisuras de los labios. Sintióse un poco más tersa, lo cual equivalía a sentirse completamente tranquilizada. Sabía que en su oficio una arruga de más sólo es disculpable cuando puede atribuirse a la coquetería. Cuando una mujer puede fingir que valora cada una de sus arrugas por la experiencia acumulada.

—También dijo Adolfo Domínguez que las arrugas son bellas.

—Serán las de su abuela. Porque una mujer que vaya con la arruga puesta tiene todos los números para que la retiren ipso facto.

De manera que pensó Imperia: las muertas al hoyo y las vivas al bollo. Y arrugas fuera, que el mundo es de las lisas, las del cutis aterciopelado, las adictas al láser y las decididas.

Así de regia, se dirigió sin más preámbulos al almuerzo con su patán soñado.

Encontró el restaurante en su punto de máxima efervescencia. La hora exacta del almuerzo. Mejor dicho del negocio como pretexto del almuerzo. Estaban convenientemente representados todos los oficios que son emblema de la nueva prosperidad española. La banca, la industria, la prensa, la publicidad, la política, y algún jefe de ministerio experto en banquetes diarios a cuenta del dinero público.

Era la corte del blazer, la americana a cuadros, el cheviot, la franela y el paño inglés. Mucha camisa a rayas con cuello y puños blancos. Cantidad de zapatos italianos. En cuanto a peinados, la distinción decretaba dos modelos recientes: pelo corto, a lo sargentillo americano de los años cincuenta y pelo engominado y hacia atrás, como los señoritos andaluces de toda la vida o los macarras de los años veinte. Y si algún pez gordo demostraba su autoridad luciendo canas, estas tenían el brillo del marfil y la coquetería de un leve desorden.

Alguna mujer pero ninguna esposa. Compañeras de trabajo. Eran inconfundibles en su dinamismo, en su forzado saber estar. Para acceder a aquel universo masculino habían tenido que adoptar un aire parecido al de sus compañeros, los hombres, procurando al mismo tiempo mantener su feminidad. No estaban allí para despertar adoración, como harían sus antepasadas. Estaban para hacerse respetar y en este intento comprendió Imperia que no las tenían todas consigo.

Ni siquiera ella había superado aquella necesidad de mostrarse más papista que todos los papas, demostrando a los hombres a cada instante que podía superarlos en habilidades que no se le presuponían.

Tomaba su dry Martini, en la barra, consagrando parte de sus fuerzas a la ardua labor de quedar bien con los conocidos. Enviaba alguna sonrisa hacia las mesas, saludaba a cualquier colega que se dirigía a ellas. Flotaba en el aire una sensación de sólida confianza. El aire olía a dinero. El capital fluía con las nubes del humo que despedían los cigarros.

En una mesa se informaba de que media hora antes mil millones habían pasado de una cuenta a otra. El dinero llevaba patines en aquellos días. Una llamada secreta, un gesto a escondidas, una cena a niveles tan altos que producían vértigo, un pacto entre fuerzas subterráneas, todo valía para desencadenar vertiginosos desplazamientos del dinero. Se aconsejaban inversiones en arte. Alguien preguntó si Francia vendería un Delacroix para tenerlo en la sala de espera de cualquier banco importante. Pero Francia era muy suya. No vendía patrimonio ni a tiros. Daba igual. Si el dinero español continuaba creciendo, llegaría un día en que la sonrisa de la Gioconda presidiría un consejo de administración. «Y se morirá de risa, la muy cabrona», pensó Imperia sin ganas de reírse.

No todo era dinero en las conversaciones, pero consistían en cosas que sólo el dinero puede alcanzar. En muchas mesas se hablaba de comida. Era de buen tono. Quién sabía de buena tinta la mejor tasca del Norte para el marisco. Quién el mejor mesón castellano para el lechón. Se preferían los restaurantes campestres o de provincias. Era la ocasión para espetar a los demás que lo habían descubierto durante una cacería.

La comida, los caldos más o menos excelentes, las nieves de Gstaad, el yate imprescindible para el verano, todo aparecía invocado como mensajeros del dinero que fluía y fluía sin cesar.

Apareció entonces Álvaro Montalbán, el esperado.

Andares marciales. Actitud envarada. Vestía de gris, como en las fotos, y, además, de gris dudoso. Corbata demasiado grande, parecía un pendón. Nudo en exceso pequeño para aquella temporada. Dibujos que intentaban parecer flores y se quedaban en huevos fritos. El típico señorito que se lo compra todo caro y hace que parezca barato. Y para completar cualquier forma de abaratamiento, una aguja de corbata con el escudo del Real Madrid.

Y a pesar de todo, qué guapo era el maldito.

Se presentó como buenamente supo, que ya era mucho. Un apretón de manos y una sonrisa que, si bien torpe, resultaba encantadora. No así sus modales.

Imperia empezó por observar algunas irregularidades; no le retiraba la silla, tomaba asiento antes que ella, encendía un cigarrillo sin solicitar su permiso. Y pidió un pacharán como aperitivo.

Se le notaba nervioso. Un cigarrillo tras otro y, como prolegómeno de una conversación que se pretendía sofisticada, el típico comentario banal:

—De modo que es usted la famosa Imperia.

—Imperia, sí. Famosa, en absoluto.

—Me han dicho que es usted de muy buena familia.

—Burguesía ilustrada. Lo que en Cataluña llaman lletraferits. Un buen pasar, muchos libros y abono en el Liceo.

—¿Un colegio francés?

—No. Un teatro de ópera.

Y a pesar de todo era guapo.

—Pues mi familia es de primera. De lo mejorcito de Aragón. Mucho ganado vacuno. Y con lo de la constructora, un dineral.

—Me alegro por las vacas.

—¿Por qué las vacas?

—Con tantos caudales no les faltará el pienso. Digo.

Él parecía indeciso ante el menú. Más que indeciso, nervioso. Se le notaba la voluntad de producir un efecto notable. Pero era como si estuviese leyendo en chino.

Imperia se aventuró a intervenir:

—Si lo desea puedo recomendarle alguna exquisitez de la casa…

Él lanzó un bufido de arrogancia.

—En Aragón tenemos fama de comer muy bien, por si no se había enterado… ¿Qué come usted?

—Unos palmitos rellenos de salmón. Para segundo, un Chateubriand.

—Yo tomaré una buena ensalada y un filete a la plancha.

—Le felicito —dijo Imperia—. Ha dejado usted muy alto el pabellón aragonés.

Cuando llegó el momento de los vinos, Álvaro decidió demostrar sus conocimientos en el percal.

No sorprendió a Imperia que sacase del bolsillo una lista de vinos publicada en un reputado semanario para catecúmenos del yuppismo. Fingió gran esfuerzo de decisión a la hora de decidir. Después de lanzar algunas tosecillas de autosuficiencia, proclamó:

—Monopol de mil novecientos cuarenta y nueve. Dicen que fue una cosecha… excelente.

Y cerró la lista con un gesto de superioridad social que el maître se guardó de compartir. Por el contrario, le miraba atónito, sin atreverse a contestar. Fue Imperia quien le sacó del apuro.

—No existe —dijo.

—¡No me fastidie, señora! —exclamó Álvaro Montalbán, agitando la lista—. ¿Que el Monopol no existe?

—El Monopol sí. La cosecha del cuarenta y nueve es imposible. Es demasiado antigua.

—El vino, señora, cuanto más antiguo mejor. Por si no se había enterado.

—Nunca los blancos —insistió ella.

Álvaro volvió a consultar su lista.

—Claro. Era la del ochenta y nueve —dijo, con presunción.

—El señor sabe —murmuró el maître a su pesar—. El señor entiende.

—En todo caso el Monopol sigue siendo un blanco —apuntó Imperia, incisiva.

—¡Eso ya lo sé! —exclamó Álvaro Montalbán, decididamente nervioso—. ¡Esto, por lo menos, lo sé!

—¿También sabe que los dos hemos pedido carne?

—¿Y eso qué importa?

—En Nueva York tal vez nada, porque están tomando el blanco con la carne. Pero a esta mesa no han llegado tales modernidades.

El maître le dedicó una sonrisa de inconfundible superioridad. Se notaba que Álvaro Montalbán todavía no era conocido. Las mismas planchas las cometen otros ejecutivos y son perdonadas y hasta aplaudidas. «Qué original es el señor», exclaman los siervos ante las horteradas de banqueros reconocidos. Y, ya en la cocina, dicen a los demás: «Será idiota, ese piojo resucitado».

«Ningún problema —pensó Imperia—. Conseguiremos que cuanto más idiota sea, más inteligente les parezca».

Álvaro Montalbán continuaba eligiendo vinos, todos equivocados. Al final, cerró la carta de golpe y exclamó:

—Una cerveza. ¡Supongo que existe porque me tomo cinco cada noche!

Ella le imaginó en la soledad de su apartamento. Tendido en el sofá, en mangas de camisa, las piernas abiertas sobre un puff, descalzo y mordiendo regaliz. Sólo iluminaban la estancia las luces espectrales de un televisor último modelo. Muchas latas de cerveza esparcidas por el suelo, ejemplares del Financial Times abiertos por doquier. La soledad del ejecutivo de fondo, en resumen.

¡Y qué guapo estaría descalzo y con calcetines de seda!

—Es normal que le guste la cerveza —dijo ella, por decir algo.

Tosieron. Álvaro Montalbán empezó a jugar con la insignia del Real Madrid. Ella continuaba mirándole fijamente. A él no se le escapaban sus intenciones. Era obvio que seguía la estrategia del interrogatorio policial. Decidió proporcionarle todos los datos a la vez.

—También me gustan mucho los Sanfermines.

—Ya que lo dice, no me extraña. Pero ¿a qué viene?

—Me olvidé de ponerlo en el cuestionario que me pidió usted.

—Yo no le pedí nada. Yo estaba en Nueva York.

—¿Negocios?

—Compras. Renovación de vestuario.

—No me dirá que va a comprar ropa a Nueva York.

—A veces. Otras a París o Roma. ¿Y usted?

—Yo al Corte Inglés. Tienen mis medidas, ¿sabe? Llama mi secretaria y me mandan el traje que necesito.

Con aquella cara de escultura romana y aquella sonrisa de borreguito indefenso era muy fácil de promocionar.

—¿Viste usted siempre de gris?

—Algunas veces de marengo.

—¿Y cuando va de esport?

—Los polos esos del cocodrilito. Le diré un secreto: en las calles de Estambul los venden mucho más baratos. Te dan tres por el precio de uno.

—Pero son falsos.

—Bueno. ¿Y a quién le importa eso?

—Tal vez no le importe a nadie, pero lo comentan todos. Usted no puede llevar nada que no sea de primera calidad. Y esto se ve en las marcas.

—¿Las lleva usted?

—Todas —dijo ella—. Pero la gracia está en que usted no lo note.

—Y la ropa interior ¿qué?

Ella tosió apresuradamente.

—¿Qué pasa con la ropa interior?

—En eso sí notaría la marca. La ropa interior distingue mucho a la mujer que la lleva. La de las furcias es vulgar. La de una señora es fina al tacto y a la boca.

—Comprenderá usted que esta no es mi especialidad.

Transcurrieron así los entremeses. No hubo contratiempo ante una simple ensalada que Álvaro Montalbán devoró con el sentido práctico de un deportista.

«Saludable sí es —pensó ella—. La comida adecuada para un cuerpo de hierro. Muchos quisieran. Pero habrá que sofisticar esos hors-d’oeuvre en un futuro».

Llegó el segundo plato y Álvaro Montalbán se arrojó sobre él como un general bárbaro a la conquista de un reino. Pero una vez más volvía a incomodarle la sonrisa fija de su compañera.

—¿Por qué me mira usted así?

—¿Puedo decírselo?

—Claro.

—Yo nunca agarraría el cuchillo como si fuese a asesinar a mi compañero de mesa. Sus manos no deberían ser una garra feroz. ¿Me comprende?

—Si no lo hago así no corto el filete.

—Trátelo con más cariño. Verá como el filete se deja cortar.

La suavidad con que Álvaro Montalbán intentó manejar el cuchillo provocó una pequeña catástrofe. La punta resbaló sobre la carne, esta sobre la salsa y el conjunto sobre los pantalones grises del galán. Y mientras un camarero acudía en su auxilio con un bote de polvos de talco, Imperia se echó a reír de muy buena gana.

—Decididamente, el filete no le quiere a usted.

Álvaro Montalbán le dirigió una mirada asesina.

—Señora, a lo largo de toda mi vida he comido filetes como me ha salido de los cojones. Para decirlo claro: los filetes se han encoñado tanto de mí que se dejan cortar como una mujer caliente. ¿Entendidos?

Ella detuvo su risa. Se limitó a sorber un poco de vino.

—No me parece el lenguaje más adecuado para un vástago de tan notable familia como la que usted presume.

—Tampoco su actitud me parece la más propia de una mujer, si me lo permite.

«Tenía que salir el tópico», se dijo Imperia con el sarcasmo que produce el adivinar por anticipado los lados más ineptos de la inteligencia ajena. Pero decidió que si el tópico había salido a la luz convenía hacerle frente antes de que prosperase en una futura relación profesional.

—Es probable que yo no sea el tipo de mujer que ha conocido hasta ahora.

—No se ponga vanidosa. No es única. ¿O acaso supone que el mundo de los negocios lo llevan campesinas?

Touché. Comprendo que estará usted rodeado de brillantes ejecutivas, perfectas secretarias, alguna arquitecto…

—Exactamente. Mujeres tanto o más eficaces que usted, si me lo permite.

—Y no tolera que le discutan.

—¿No iba a tolerarlo? En el trabajo, el que tiene razón gana. Como comprenderá no voy a sacrificar el éxito de una empresa por una cuestión de orgullo. Incluso soy muy… tolerante.

Ella seguía mirándole fijamente.

—Pero le molesta que le enseñen.

—Molestarme no, pero lo considero innecesario. Además, ¿qué podrían enseñarme? Tengo los mismos grados y la misma práctica que cualquiera de ellas. —En pleno ataque de modestia se detuvo. Pareció recapacitar. Sacó pecho y, exhalando una especie de bufido, exclamó—: Creo que estamos perdiendo un tiempo precioso en una conversación sin sentido…

—Efectivamente, le molesta que le enseñen.

—¿De qué me está acusando ahora, si puede saberse?

—De macho.

—Esto se lo puedo demostrar a usted y a cien como usted en una sola noche.

—Sólo falta que diga: «Bájate las bragas, cerda». En fin, era inevitable que esta conversación se terminase con una machada de cuartel.

Callaron hasta los postres. Cuando estos llegaron —una mousse de color bastardo— el caballero había perdido definitivamente los nervios. Aunque desistía de hablar para evitar que todas sus palabras fuesen analizadas, sentía vigilado cada uno de sus gestos, sentía acorralada su mudez. De modo que al final estalló:

—Tengo la impresión de que usted me desprecia, como si fuese yo una especie de salvaje.

—Es una impresión errónea. Un salvaje declarado siempre es preferible a un civilizado que está por civilizar.

—Está sacando las uñas.

—Usted ha sacado las suyas. Y son muy bastas. Las mías, por lo menos, llevan la mejor laca de París.

Él se levantó, indignado. Con un gesto no menos furioso, se abrochó los dos botones de la americana. Alargó la mano hacia sus barras de regaliz. Estaba por pronunciar una despedida feroz, pero algo le detuvo. Quedó con la boca a medio abrir mirando fijamente a Imperia, que continuaba sorbiendo mousse a pequeñas cantidades y sin apenas abrir la boca. Y le miraba a él con ironía:

—Tampoco pretendo que coma usted así. Esto es una cursilada.

Álvaro Montalbán pasó de la furia a una decisión que parecía muy meditada. Cuando volvió a tomar asiento, no tenía el aspecto del niño maleducado, sino el del negociante dispuesto a cerrar un trato. Por primera vez durante todo el almuerzo, se le vio como si estuviese tratando una transacción comercial de gran envergadura.

—Bien, dígame de una vez cómo vamos a enfocar este asunto.

—Antes permítame que le aplauda. La intuición que le ha impulsado a quedarse no se compra con dinero. Ha entendido que era lo que más le convenía y no ha vacilado, pese a que detesta la idea de ser enseñado por una mujer.

—Conveniencia por conveniencia, esto también tiene arreglo. Puedo pensar que es usted mi madre.

Imperia acusó el golpe. Él se ruborizó, comprendiendo su torpeza.

—No quise decir lo que usted supone.

—Ya está dicho en cualquier caso. Pero añadiré para su tranquilidad que soy una madre atípica. A mi propio hijo hace dos años que no le veo.

—No me había contado que tiene un hijo.

—¿Por qué iba a hacerlo? El cliente es usted, no yo. Es su vida la que interesa.

—Mi vida se reduce al trabajo.

—¿Tanto le importa?

—Lo que más.

—¿Y cuando no trabaja?

—No me cae esa breva —insistió él.

—Por las noches no trabajará…

—Algunas sí.

—Pues las que no.

—Me quedo en casa viendo fútbol o voy de copas con los amigos. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Es que vamos a salir juntos?

—Yo tengo una cita esta noche. Pero le he buscado a alguien para que le acompañe. Se trata de Miranda Boronat. Conoce a todo aquel que cuenta, como suele decirse en estos casos. Y se sabe todos los lugares donde se sirve la mejor copa. Es interesante que usted se deje ver.

—¿Por qué tengo que dejarme ver precisamente el día en que retransmiten un partido de liga?

—Porque sus socios desean que empiece su aprendizaje sin tardanza. A lo que parece, no le queda nada por aprender del fútbol o pasatiempos similares.

Álvaro detectó cierto desdén en aquellas palabras. Y estaba a punto de ponerse gallito, pero escarmentado por la experiencia previa se contentó con preguntar:

—Dígame francamente por qué no acabo de gustarle…

Imperia no tuvo tiempo de contestar. Desde la escalinata que conducía a la entrada les llegó un gritito sonoro que delataba la llegada fatal de Miranda Boronat.

Sin duda podía pasar inadvertida de proponérselo, pero esto era precisamente lo que nunca se propuso. Conocía a demasiados importantes para que en varias meses no se levantase algún caballero. Y aunque iba de luto, este destacaba de manera tan poderosa contra la tapicería roja de las paredes que la convertía en espectáculo. Máxime cuando, además, lucía un robusto gorro de cosaco y un soberbio manguito de visón. Todo ello negro, además de anna-kareninesco.

Al llegar a su destino, ofreció la mejilla a Imperia y dedicó la conversación, altisonante, a quien quisiera oírla.

—Vengo del entierro de la suegra de Amparito. Ha sido de ensueño. Han vestido a la muerta con un traje de noche de Balenciaga, para recordarle sus tiempos. ¡Figúrate! Escote bañera para irse al otro mundo.

En su permanente ejercicio de aspavientos, acertó a dar con la mano de Álvaro Montalbán, quien la estrechó adoptando una actitud llena de pretensiones de dignidad. Imperia observó que era la pose estirada y ceremoniosa de un conquistador de provincias.

—Qué pena conocer a una mujer tan bella en un día de luto.

—¿Por el negro lo dice? No es luto, que es moda. ¿Cómo iba a ponerme luto por aquella víbora? Siempre me criticaba. En cierta ocasión me llamó algo tan absolutamente desagradable… ¿Cómo me llamó, Imperia?

—Casquivana.

—Eso. Casquivana. ¡Menuda cerda, la difunta!

Siguió con un exhaustivo catálogo de trapos sucios, de marcado cariz necrofílico, e Imperia aprovechó la oportunidad para levantarse de manera decidida.

—Querida, una vez conocido tu compañero de cena, me voy a mis cosas.

—¿Nos dejas solos para que liguemos? —exclamó Miranda a grito pelado.

Álvaro creyó morir de vergüenza al ver que varios comensales volvían la cabeza ante aquellas palabras.

—Os dejo para que empecéis a conoceros —dijo Imperia.

Álvaro la vio alejarse, seguida por las cortesías del máitre y sonriendo o saludando con la mano a personajes que se levantaban a su paso. «Debe de estar muy introducida —pensó él, admirado. Pero al instante añadió—: Por muy introducida que esté ¡vaya coñazo me ha caído!».

Sin embargo, la ausencia de Imperia le hizo sentirse desamparado. Cierto que el encuentro había sido tormentoso, pero en plena pelea sentía por lo menos la presencia de alguien que se le parecía. Habían hablado un mismo lenguaje, que era el del combate, cualquiera que este fuese; el de la acción en cualquiera de sus múltiples frentes. Había sido un toma y daca que, pese a todo, formaba parte de un trabajo.

Frente a él quedaba un tipo de mujer que le era completamente ajeno y por lo tanto desconcertante. Y en el mundo de seguridades en que se movía Álvaro Montalbán, desconcertante quería decir peligroso.

Por suerte era habladora. ¿O acaso por desgracia?

Empezaba con un coqueteo muy violento, por lo aparatoso.

—Como Imperia se lo habrá contado todo sobre mí, prefiero que hablemos de usted. La verdad es que es guapísimo. Más de lo que ella decía.

Era una muñeca de sociedad, una rubia de salón cuyo código le distanciaba desde el primer momento. Él optó por ponerse a la defensiva, conquistándola.

—También me había dicho que era usted bonita, pero no esperaba tanto.

—Siempre lo he sido. De niña, ya era monísima. Y de adolescente, me parecía a las chicas de los anuncios de camomila para aclarar el pelo. Volviendo a usted, conozco yo unas cuantas que se lo llevarían a la cama en menos que canta un gallo. A Romy Peláez, sin ir más lejos, podría sacarle un dineral.

—¿Y eso?

—Bueno, ella siempre va con chulos pagados.

—Yo tengo un buen sueldo, como sabrá. Por cierto, tampoco me ha dicho Imperia si está usted casada.

—Lo estuve.

—¿Es viuda?

—No señor. Soy tortillera.

—¡Hostia!

ÁLVARO MONTALBÁN hizo gala de una puntualidad británica. Las saetas del reloj acariciaban la hora en punto cuando acudió a la puerta de Miranda sin que ella estuviera preparada. Fue el respetuoso Martín quien se encargó de introducir al visitante en la sala principal, adornada por un decorador de extremada sensibilidad, si bien tan ecléctica que diríase una caricatura de lo sensible. Mobiliario Luis XIV y pinturas de género mezclados con pajareras del Brasil, sofás de tapicerías color cardenal y lámparas modernistas mezcladas a su vez con un par de consolas Imperio y, al fondo, un jarrón de porcelana china de la altura del propio Álvaro. Sobre mesitas y sillones, revistas extranjeras que alguna mano exquisita abandonó con estudiada negligencia. Portadas de llamativos colores que prometían las más suntuosas variantes del arte de la decoración.

Con gran solicitud, nunca vasallismo, el pulcro Martín ayudó al recién llegado a quitarse un espléndido abrigo de cachemir color azul marino. Pero el criado, siempre atento a la menor inconveniencia, descubrió con horror que el galán de su señora lucía una horrible pajarita verde sobre una camisa de cuadritos rojos y, además, con bolsillo superior.

Hizo acopio de todos los disimulos al comentar:

—El señor perdone. ¿Suele el señor llevar camisa de cuadros con traje oscuro? Más aún: ¿suele ponerse pajarita con camisa de bolsillo?

—No sé si suelo. No me fijo. ¿Por qué?

—A la señora no le va a gustar —murmuró Martín, mientras se alejaba—. No puede gustarle de ningún modo.

Le dejó al cuidado del criado Sergio, que sirvió pacharán contra todas las previsiones. Y cuando Martín compareció de nuevo viose bien claro que acababa de dar el chivatazo a las alturas.

—La señora desea que le preste una camisa blanca y sin bolsillo, pero no creo que deba. El señor es demasiado corpulento para la humilde talla que yo podría prestarle.

—Por suerte. Aunque fuera más enclenque yo no me cambiaba la camisa en casa ajena. El sudor de cada cual es el sudor de cada cual.

El pulcro Martín le lanzó una mirada de desprecio:

—El sudor será el del señor, porque en mis camisas no ha quedado nunca ni una gota ni un olorcillo.

—Aun así. La pulcritud de cada quisque es la pulcritud de cada quisque.

—Creo que podremos remediarlo con una de mis corbatas. No es ideal, pero mejor que la pajarita verde sí lucirá.

—Lucirá lo que luzca, pero tampoco me cambio la pajarita. Usted comprenderá que ciertas situaciones no las aguanta un hijosdalgo.

—El señor disculpará, pero a más hijosdalgos ha servido este body de cuantos puedan pasar por la oficina del señor en todos los días del señor y de la madre que parió al señor.

Se encontraban fámulo y señor en plena discusión cuando apareció Miranda Boronat vestida con un traje tobillera de encaje blanco. Tan ceñido era, que diríase cola de sirena. Y de este mismo monstruo pareció su voz cuando exclamó:

—Usted no puede ir a una velada formal vestido de hortera. Imperia me mata si se lo permito.

—¿Voy a dejarme vestir por un criado?

Martín le dirigió una nueva mirada de superioridad.

—Sabrá el señor que para esto hemos servido siempre los criados. Para vestir a los señores.

Intervino Miranda, en mujer de mundo:

—Martín, para que lo sepa, solía vestir a papá. Y asimismo le puso la mortaja a maman.

—La señora quedó muy lucida.

—Cierto, Martín. Quedó hecha un figurín. La difunta más elegante que han visto estos ojos míos… ¡y mire si habrán visto difuntitas!

Mientras se dejaba poner la corbata a regañadientes, Álvaro Montalbán se abrió la americana, ofreciendo a Miranda un torso considerable que, en lo agitado de su respiración, hinchaba unos pectorales de igual magnificencia. Ella sintió un ligero estremecimiento que supo justificarse al instante: «En efecto, es tan corpulento que hubiera reventado la camisa del pobre Martín con solo intentar abrochársela. ¡Qué asco! Tanta fuerza le debe dejar a una hecha migas. Y seguro que penetrará como un toro. ¡Asco, asco, asco! Este tipo de sementales deberían ser castrados».

—Así son ellos —le diría Beba Botticelli durante una provechosa sesión de psicoanálisis—. Cuando no le desgarran a una las entrañas con su pene esclavizador, la aplastan con su corpulencia de orangután.

Pero Miranda decidió considerar la insultante presencia del macho como un sacrificio en favor de su amiga predilecta. Y, provista con la resignada actitud de una mártir cristiana, arrastró a Álvaro Montalbán hasta la puerta mientras Martín acababa de colocarle el abrigo.

Comentó después a los otros criados:

—Con el abrigo y la bufanda parecía un señor. Ahora bien, ¿es un señor?… Definitivamente, no es un señor.

Decidieron que conduciría ella su propio coche. Se les suponía ya en una fiesta que se celebraba lejos de la ciudad y nadie conocía las direcciones mejor que Miranda. O esto dijo ella, con tal convicción que era imposible contradecirla. Así pues, Álvaro despidió a su chófer y se instaló junto a la gentil conductora que, envuelta en pieles, arrancó apretando el acelerador a tope. Él sintióse intimidado. Al poco, creía alucinar. Cerró los ojos en varias ocasiones, presintiendo un encontronazo con varias esquinas seguidas. Era de esperar que desconfiase de las mujeres que conducen, y aunque muchas le habrían reprendido por aquel prejuicio, Miranda le daba la razón. Un vuelo nocturno por las calles de Madrid no inspira demasiada seguridad a cualquier copiloto mínimamente juicioso.

Con tales premisas, Álvaro permaneció en mudez absoluta, vigilando el contador de velocidad. No se conformaba Miranda con su responsabilidad en la carrera. Antes que aburrirse en el silencio, prefería desahogarse en cualquier conversación que no le importara en absoluto.

—Usted cuando no trabaja ¿a qué se dedica?

—Yo trabajo siempre.

—Esto es imposible. Sólo los pobres trabajan siempre. Y aun los pobres que tienen trabajo. Los que están en el paro no dan golpe.

—Evidentemente, no estoy en el paro.

—Esto se ve a primera vista. Sé positivamente que los que están en el paro no llevan abrigos de cachemir. Llevan otras cosas, pero abrigos de cachemir no.

—Si bien se mira, muchos que trabajan tampoco llevan abrigo de cachemir.

—Es horrible, pero es así. Lo sé de buena tinta. El otro día, tomando chocolate en Embassy con mi amiga Mirufla, me contó que pocos días antes tuvo que tomar el metro por no sé qué extraña circunstancia. Parece ser que tomar el metro es una experiencia de lo más dramática, algo que no paran de contar los amigos que lo han probado.

—Es cierto. Yo me vi obligado a tomarlo en cierta ocasión. Fue como una bajada a los infiernos.

—¿Y vio usted algún abrigo de cachemir? Porque el asombro de Mirufla se debía a que no vio uno solo en cinco paradas. Se quedó desolada. Es evidente que el buen gusto se está perdiendo.

—Yo estas cosas las constato en nuestros empleados.

—Será que les pagan ustedes fatal.

—Les pagamos lo que marca la ley, señora. A veces incluso más, para que rindan. Y encima el sindicato se queja. ¡La madre que los parió!

De repente, emitió un grito de horror. En un falso giro del volante, el coche se disparó hacia el arcén, como si fuese en busca de los árboles plantados a lo largo de la autopista. Cerró los ojos con la misma celeridad del grito.

Cuando los abrió, Miranda había enderezado el volante con una precisión incomprensible. Y se reía con ganas, mirándole a él y no a la autopista.

—¡Qué miedica es usted para tener un aspecto tan bestia!

—A doscientos kilómetros por hora me considero con derecho a tener miedo.

—¿A usted le da miedo el avión?

—En absoluto.

—Pues va a mayor velocidad y además por las nubes. Así que tranquilícese o le tendré en mal concepto.

Él estaba a punto de responderle con uno de sus bufidos característicos. Ella cambiaba de conversación con singular desparpajo.

—Un joven rico y apuesto como usted tendrá sin duda muchas novias.

—¿Novias?

—Ligues.

—Los normales.

—¿Con alguien que yo conozca?

—No creo. No son de su ambiente.

—Pues más interesante. ¿Y de qué ambiente son?

—Chicas de la noche.

—Putas, vamos.

—No, no. Señoritas que uno conoce en las barras de los bares.

—Usted perdone, pero esto son putas.

«Un semental —pensó ella—. ¡Voy a vomitar si continúa mirándome! Mañana llamaré a unas cuantas contándoles la especie. Alguna habrá que le tiente un ser tan libidinoso».

—¡Los hombres me dan un asco!

—¿A qué viene esto?

—A guisa de advertencia. Por si se atreviera usted a propasarse.

—Ni siquiera me ha pasado por la cabeza.

—Claro, como está tan acostumbrado a ir con esas mujerzuelas repugnantes y sucias, ni siquiera se le ocurre que las señoras decentes podamos tener ciertos atractivos.

—Yo no quería decir eso. Si no me propaso, es porque dijo usted que era lesbiana y ahora añade que los hombres le dan asco.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Los hombres me dan asco por unas razones y me he hecho tortillera por otra. ¿Me entiende usted? Veo que no. Verá usted: yo iba mucho con hombres, con auténticos bellezones, no crea, pero después, cuando me penetraban, me venían siempre ganas de vomitar. A mi marido, sin ir más lejos, le vomité varias veces a la cara, pero mientras me quería decía: «Probemos otra vez, a ver si no vomitas». Más veces probábamos, más le vomitaba. Entonces se me hizo muy claro que los hombres me daban mucho asco.

—Y entonces se hizo lesbiana.

—No. Antes me hice budista.

—¿Budista de los de Buda?

—Naturalmente. No será budista de las Clarisas. Me dijo mi pitoniso que yo era una reencarnación de un monje tibetano, fíjese usted qué monería.

—Yo, perdone, pero no la sigo.

—Pues resulta bien sencillo. Como monje tibetano era lógico que me repeliese el contacto de los hombres, porque para que no fuese así tendría que haber sido sodomita, oficio vedado a los hombres santos.

—¿Y no tienen vedado acostarse con mujeres?

—Claro. Por esto no practico. Porque si me acostase con una mujer tendría remordimientos como monje tibetano que se ha vuelto putero. De modo que soy tortillera vocacional y vivo tan tranquila.

—Y no le da, no sé, un poco de pena ese negarse al sexo, ese renunciar a la chispa de la vida.

—Yo, vamos, pena ni una. Las dejo todas para mis amigas, que se lo pasan fatal por no seguir mi ejemplo. No puede usted imaginarse, todas con hombres que las engañan o ellas engañando a sus hombres y arrastrándose como perras porque el amante es más joven que ellas y las desprecian. ¡Un calvario, hijo, un calvario! Por cierto, ¿falta mucho para Majadahonda?

—Hace rato que lo hemos pasado. ¿Por qué?

—Porque es allí adonde vamos. ¿No se lo había dicho?

—Ni siquiera me ha dicho adónde me lleva.

—¡Uy, que despistada! Vamos a casa de mi psicoanalista. Es fabulous. Es tan argentina que habla castellano con acento francés… Por cierto, ¿cree usted que para ir a Majadahonda tengo que dar vuelta atrás?

—Parece lo más lógico, puesto que atrás quedó.

—Tomaré un atajo y en cosa de nada llegamos.

—Yo que usted prescindiría de atajos. Yo iría por lo seguro.

—No se preocupe. Conozco a la perfección caminos, senderos y acueductos. Solíamos venir con papá de cacería, en tiempos de Franco, caudillo que fue de todo esto… Bueno, en tiempos de Franco y ahora mismo, que lo de las cacerías ha vuelto a ponerse de moda y quien no las frecuenta no es nadie, por apellidos que tenga. Porque dígame usted, ¿de qué te sirve un apellido si no suena los veranos en Mallorca, que tiene allá casa puesta la familia real, y los inviernos en Gstaad, que está toda Europa?

—Yo puedo desenvolverme bien en una cacería.

—¿Y qué piezas cobra usted?

—Mayormente conejos.

—Esto no vale. Los conejos para los sociatas, que son unos parvenus. Para ser un señor en toda la regla tiene usted que cazar ciervos tan gordos como el padre de Bambi.

Álvaro Montalbán empezaba a dar muestras de impaciencia. Recordaba el verso de la ardilla: «Tantas vueltas y revueltas / ¿son de alguna utilidad?».

—Miranda…

—Diga, hermoso.

—¿No sería mejor que continuase dándome pormenores de la fiesta de esta noche?

—Esto si llegamos, porque se está haciendo tardísimo. Pero llegaremos, por supuesto. Yo no puedo faltar de ninguna manera. Beba Botticelli la ha preparado para recibir a una poetisa azteca, Sinfonía MacGregor, cuya relación, según Imperia, le conviene a usted. Pero al mismo tiempo, Beba Botticelli está empeñada en que yo conozca a la tal Sinfonía MacGregor porque dice que me convendría mucho como amante porque Beba Botticelli sostiene que mi verdadero ser está pidiendo que me realice urgentemente con una hembra de envergadura.

—O sea que usted está luchando entre su pitoniso y su psicoanalista.

—Exactamente. Menos mal que no tengo director espiritual, porque un tercero a decidir sobre mi infierno interior ya sería la monda.

—Hace usted bien. Yo tuve un director espiritual y me castró.

—¡Dios santo! Le anestesiaría, por lo menos.

—Hablo en sentido figurado, señora.

—Pues es usted muy extravagante. Porque yo siempre había oído decir que a un hombre le castran cortándosela. Lo que le hizo la infame Dalila a aquel pobre Sansón.

—Le cortó la cabellera, que no es lo mismo.

—¡Que se cree usted esto! Beba Botticelli, que es muy leída y muy argentina y por ambas razones sabe tantísimo de Freud y de tangos, me dijo que la explicación psicoanalítica de la fábula consiste en que Dalila, al cortarle la melena a aquel macho, le estaba cortando el pene. Sólo que la Biblia lo cuenta del otro modo por la censura de la época.

—Para mí que en la época de la Biblia no había censura.

—¡Anda que no! Pues buenos eran los fariseos. Fíjese en lo que le hicieron a Jesucristo, que decía verdades como puños. Se lo censuraron todo.

—Yo, de niño, quería imitar a Jesucristo. Hasta pedí a los Reyes un taller de carpintería.

—Esto es muy bonito. ¿Llegó a curar a algún leproso?

—No había ninguno a mano. Pero practiqué con mi primo, que era sinusítico.

—Curar a un sinusítico tiene que ser de lo más exciting. ¿Lo consiguió usted?

—Después de que lo operaran, sí.

—Esto no vale. Jesucristo curaba sin pasar por clínica alguna.

—Eran otros tiempos —suspiró Álvaro Montalbán.

—Es cierto. Como de creer más en las cosas, como de tener más fe en las habilidades del Altísimo. Hoy en día las multitudes sólo creen en la Seguridad Social.

—No me hable usted de eso. ¡Lo que hemos tenido que pagar este año!

—Esto le honra a usted. Significa que se preocupa por la salud de sus empleados… Por cierto, esas murallas que se ven al fondo ¿de dónde son?

—Son las murallas de Ávila.

—¡Anda! ¡Pues es verdad que nos hemos pasado mucho de Majadahonda!

IMPERIA TENÍA UN «VERNISSAGE», lo cual equivale a no tener nada. Era una visita de cortesía a una obra que no le importaba en absoluto y que de todos modos acabaría sin conocer. ¿Lo consiguió alguien alguna vez, en plena turbamulta de selectos invitados complacientes entre sí y nunca hacia los cuadros exhibidos?

Fue precisamente Adela, la esposa del Boss, quien se lo hizo notar abiertamente:

—Estoy hasta el moño de que los visones no me dejen ver los cuadros.

—Se sabe de siempre —dijo Imperia—. Vuelve mañana, toma tranquilamente tus notas y escribe tu artículo con igual tranquilidad.

—No hace falta. Me voy de una mala uva que no te quiero contar. Esto es basura. Todas las imitaciones del genio me producen una sensación de asfixia. Antes, la única salida se llamaba originalidad. ¿Dónde está ahora, si acaso sigue existiendo?

Imperia recapacitó a toda velocidad. Adela era de común bastante piadosa en sus críticas. Tanto que algunos insidiosos habían llegado a insinuar si su piedad no estaba comprada. Imperia sabía de cierto que no lo estuvo nunca, pero no pondría las manos en el fuego para asegurarlo. De hecho, ya no pondría las manos en el fuego ni siquiera por ella misma.

—Por oficio ves todas las exposiciones. Que yo sepa, abunda la mediocridad. O sea que tu mala uva no la provoca la crisis del arte.

—Sea lo que sea estás deseando que te lo cuente.

—Yo no. Eres tú quien desea contármelo.

—Seguramente. Pero no ahora. Nos ha caído el gordo.

Se acercaba en efecto Susanita Concorde con cinco canapés en cada mano.

Siempre se preguntó Imperia cómo se podía adquirir aquella perfecta redondez de sandía sin exhibir el menor complejo, sin denotar siquiera un asomo de frustración. Por el contrario, avanzaba la decoradora con tal ímpetu, mostrando su obesidad con tanto orgullo, que diríase dispuesta a conquistar el mundo del mismo modo que conquistaba a sus clientes. Pues era proverbial que a todos encantaba su buen gusto y lo bien arreglados que dejaba los ambientes. Sobre todo las cocinas y sus despensas.

—¡Hija, siempre estás comiendo! —le espetó Adela—. Un día reventarás de puro hinchada.

—Para mantener la línea lo hago —dijo la otra, sin dejar de masticar—. No quiero acabar hecha un esqueleto como todas esas. ¡Qué pena me dan! Parecen tuberculosillas.

La gordísima que se enorgullece de su obesidad tiene garantías de ser feliz aún debajo de un bombardeo. E Imperia, que lo sabía, se congratuló de que alguna dama no necesitase de sus consejos. Le pareció la excusa adecuada para dedicarse a la práctica de su oficio, una de cuyas ramas le exigía relacionarse en sociedad y ser presentada a los miembros que todavía no conociera (muy pocos, en realidad).

Se puso la sonrisa de lujo y empezó a pulular entre los nombres que más pudieran interesarle. Organizaba el vernis-sage una amiga, princesa de algo o de algún lugar. No era la primera aristócrata que se dedicaba a las relaciones públicas. Por el contrario, varias descendientes de muy ilustres linajes prestaban su glorioso apellido a la promoción de perfumes, tiendas de ropa, joyerías y hasta vinos.

¿De dónde era su alteza? ¿Cuáles eran sus títulos en realidad? Ni falta hacía saberlo. Los árboles genealógicos suelen producir cierta grima cuando se los contempla sacados de su bosque privado y necesariamente inaccesible. Si los salones del trono acaban convertidos en un parking público, pueden resultar un coñazo mortal.

En su vagar de visón en visón, Imperia tropezó con otra amiga que llevaba las relaciones públicas de una casa de modas. La imaginó feliz, contenta y conforme, tanto sonreía a su alteza, tanto la besuqueaba. Pero al volverse la del Gotha hacia otro grupo de invitados, exclamó Verónica Monleón:

—Cada vez hay más intrusismo en este oficio. Acabaremos viendo a la gran duquesa Anastasia anunciando sostenes.

—¿La gran duquesa Anastasia no murió sin tocar un duro de la herencia del zar? —preguntó una marquesona.

—¡Qué iba a tocar! —dijo cierto duque—. No era alteza real ni era nada.

—Era Ingrid Bergman —dijo una mariquita que ya andaba borracha. Y añadió, entre grititos—: ¡Cuánta insidia veo aquí! Total porque una alteza se hace mujer-anuncio.

—Porque es intrusismo —insistía la Monleón—. ¿Acaso nos ponemos las plebeyas a hacer de Sissi? Pues cada una a lo suyo, joder.

La profesión de relaciones públicas se estaba poniendo difícil a causa de la competencia. Era una especie que se reproducía como los conejos. Hubo un tiempo en que se juzgaba el oficio ideal para una mujer preparada, pero después llegaron las usurpadoras. Entre niñas de casa bien, rockeras y princesitas amenazaban con reventar el mercado. ¿Cuántas reputaciones no se habían creado en una sola noche por el simple mérito de un apellido, una elegancia en el vestir o la abundancia de nombres importantes en una agenda? Relaciones públicas de salas de arte. Relaciones públicas de salas de fiestas. Relaciones públicas de restaurantes sofisticados. ¿Qué oficio, tienda o negociete no tenía su animadora en aquella sociedad del gran dinero?

Unas eran sacerdotisas del arte mayor, otras reinas de las noches alegres, otras selectas acomodadoras de los restaurantes más selectivos. Ya nadie les preguntaba su procedencia. Esposas decepcionadas unas, jóvenes de vida alegre otras, concienzudas ejecutivas las demás, se graduaban todas en el oficio de las promociones gracias a ciertas dotes para soportar la estupidez ajena y una notable habilidad para el esbozo de sonrisas ficticias.

¿Era intrusismo, como insistía la vindicativa Monleón? La escritora Minifac Steiman no lo consideraba así. Elaboraba ella su propia teoría. Encerrada durante años en una red asfixiante, elevada en un podio romántico que la hacía inaccesible o rebajada a la altura simple de una esclava enana, la mujer decidió un día echarse a la calle. El mundo de lo nuevo estaba esperando con curiosidad la irrupción de esta ola de guerrilleras. Cada una se agarró a lo que pudo y muchas descubrieron con horror que no habían sido preparadas para nada o las prepararon para una vida que no contaba con las exigencias de los tiempos nuevos. La que nació para ser princesa descubrió que ya no existían tronos vacantes en el mundo. La que nació para quedarse en la cocina descubría con el mismo espanto que la vida había inventado cocinas más rápidas que ella. Cuando todas se lanzaron a vivir su vida tuvieron que improvisar sobre la marcha. Y sobre ella aprenderán a vivirla. En este aspecto, todas las trincheras resultaron lícitas.

Pero Adela de Eme Ele contradecía todas aquellas teorías mientras se abrochaba el abrigo, dispuesta a salir de la olla de visones.

—No es cierto lo que dice tu Minifac Steiman. Todavía queda una profesión para la que ninguna mujer ha sido preparada.

—¿La de oficial de la Legión Extranjera?

—La de compartir su vida con un cretino.

—Pues mira que las hay a montones que lo hacen.

—No nos preparan. Nos engañan, que no es lo mismo.

Imperia no precisó preguntar qué herida le dolía a Adela.

Le bastó con recordar las apreciaciones de su jefe sobre el encanto sobrenatural de la folklórica burra.

—De esto querías hablar, por lo que veo.

La otra afirmó con la cabeza. Imperia añadió:

—Hoy he estado con tu Eme Ele.

—¿Sigue igual de imbécil?

—Tú sabrás, que lo ves cada día en casa.

—En casa lo veo cada día más imbécil.

—Yo esperaba que allí lo fuese menos.

—Pues ya tienes tú misma la respuesta.

—Desoladora. Te lo digo yo, que soy su esclava.

—Te lo reafirmo yo, que soy su esposa.

—En tu matrimonio, esclava y esposa nunca fueron lo mismo.

—Esclava de un marido, no; de una situación, sí. ¿Sabes lo que quiere decir esto? Un trato cordial, una libertad por ambas partes, ninguno de los dos ha cambiado en apariencia. Y, sin embargo, la situación se va imponiendo. Es como si funcionase ella sola, al margen de las personas. Ellas siguen igual, pero la situación te aplasta.

—Pero ¿quién la ha provocado?

—Te lo estoy diciendo. Ella sola. Y el pobre cretino siente remordimientos porque cree que la culpa es suya.

—¿Remordimientos por sus mujeres?

—Porque cree que esto me afecta. Que es el origen de todos los males. Pero seamos serios. Si lo demás funcionara, esas pelanduscas me importarían un bledo.

—O si funcionara te importarían mucho más de lo que te importan en realidad.

—Es cierto. Hubo un tiempo en que fue así. Recuerdo que llegué a sufrir. Señal de que todavía quedaba algo. En cualquier caso, no tengo nostalgia de nada. Y ni siquiera me apetece precipitar la situación.

—¿No quieres romper?

—Con todas mis fuerzas. Pero no seré yo quien dé los primeros pasos. El papel de víctima es más agradecido que el de verdugo. Que decida él y así acarreará con los remordimientos. Yo no puedo permitirme estos lujos.

Caminaron juntas hasta el aparcamiento. La conversación había dado sus últimos frutos, pero Imperia no ignoraba que podía repetirse en cualquier otro lugar y con cualquier otra persona. Existen mujeres cuya fama de inteligentes las destina a convertirse en receptáculo de los problemas de los demás, aunque estos parezcan negados a la inteligencia. Y por otro lado nada indica que aquellas mujeres, tan notables, tengan vocación de consultorio radiofónico.

Volvía a percatarse de la serie de sincretismos en que se hallaba sumida, incluso en el vago terreno de los sentimientos. Todo desastre parecía mezcla y síntesis de mil desastres vividos de antemano, toda gloria se desintegraba en otros cataclismos previos.

Cuando ya cada una se disponía a coger su propio coche, Adela de Ele Eme cogió del brazo a Imperia y cambió los papeles mirándola con cierta compasión:

—Te estoy contando tu propia historia, ¿verdad?

Es lo que suele decirse al final de toda confidencia, pero aun cuando todas las historias son iguales ningún remedio es el mismo.

—¡No me fastidies! —gruñó Imperia—. ¿Por qué todas las fracasadas os obstináis en recordarme que yo fui la primera?

La otra vio que estaba completamente cerrada al recuerdo. Que se obstinaba en seguir actuando como una recién nacida.

Tres pisos de túneles oscuros y agobiantes le dieron la sensación de que estaba siendo una recién finada. Sabía que iba en busca de la ciudad, pero esta no aparecía. Sólo aquellos sótanos opresivos, donde dormían multitud de automóviles, cual cadáveres de una civilización que se hubiera ido al traste mientras ella hablaba de sentimientos con su amiga. Obsesivos toboganes que la elevaban entre sombras, que la acercaban a una salida posible pero imposibilitada. Alcanzándola, sólo llegaría a un túnel todavía más gigantesco, que era la ciudad en su hora cumbre.

Pronto se vio inmersa en aquella monstruosidad donde parecían resucitar los automóviles aparcados en los sótanos. Al resucitar, se vengaban. Eran como una cárcel acorazada, que la oprimía desde todos los lados. Una prisión animada por ruidos mecánicos que, lejos de aturdir completamente, excitaban los nervios, caldeaban las pulsaciones, hacían vibrar las cuerdas vocales poniéndolas a punto para proferir un aullido. El de los lobos, el de los histéricos, el de los desesperados de la vida.

Imperia templó todos sus registros, pero no utilizó ninguno. Puso música clásica. El tráfico de Madrid era un disparate al que había acabado por acostumbrarse, pero no sin pagar las consecuencias. En aquella espera eterna, de semáforo en semáforo, reaparecía la asfixia de sentir que todos los sentimientos nacían copiados. Igual que aquellos cuadros que tanto habían molestado a Adela de Eme Ele.

Y de pronto, desde el fondo del asfixiante cúmulo de imitaciones, surgía la sonrisa bovina de Álvaro Montalbán y sonaba la voz de Reyes del Río.

¿Por qué razón había en ellos, simples clientes, algo que les hacía originales entre toda la gente que conocía? ¿Qué podía haber en su mediocridad capaz de distinguirles de la mediocridad general?

Reyes del Río estaría ensayando alguno de sus cantables sobre la gitanilla engañada que se vengó de su seductor cosiéndole a puñaladas. Todo su horterismo se vería redimido por el estallido de las pasiones en su estado más elemental, en su repugnante primitivismo. En cuanto a Álvaro Montalbán se encontraría aprendiendo mundología de la mano de una loca. No estaba Imperia convencida de que hubiese sido una buena decisión. Por las mismas razones que le había dejado en poder de Miranda pudo acompañarla a ella al vernis-sage. Se hubiera codeado con gente parecida y aprendido lecciones idénticas. Pero sería un error introducirle, después, en sus experiencias más personales, hacerle partícipe de la intimidad que uno sólo llega a conocer junto a los verdaderos compinches.

Porque la siguiente cita de Imperia era la cena íntima, confidencial con un amigo muy amado: su intelectual adicto y su homosexual preferido. Era una cena que mantenían semanalmente desde hacía varios años, un encuentro edificado en el ejercicio de la conversación culta y el libre fluir de los secretitos.

No era un intercambio desconocido para algunas mujeres de las que solemos llamar superiores, mujeres como Imperia que encuentran en el homosexual su mejor aliado y a menudo su enfermero. ¿No iba a ser así? La mujer poderosa y el homosexual inteligente han comprendido al unísono la escasa consistencia del sexo absoluto llamado hombre. Ambos han mirado al fondo del abismo de la lucha eterna sólo para comprender que han perdido la batalla de antemano. Se alían entonces para contarse las bajas en el combate y descubren para su horror que la guerra no se acaba nunca.

Además, las cenas con Alejandro servían para que Imperia mantuviese más o menos intactas sus conexiones con el mundo intelectual y sus laberintos a veces divertidos y a menudo exasperantes. Aunque ejercía como profesor de filosofía, Alfonso colaboraba en distintas publicaciones y se permitía frivolizar su oficio opinando sobre temas de actualidad en algún suplemento de arte y en los debates televisivos. Saltaba de Aristóteles a los culebrones sudamericanos y de Spinoza a las crisis de los equipos de fútbol con una agilidad que algunos consideraban el colmo del eclecticismo y otros el no va más de la frivolidad.

Así las cosas, Imperia tuvo que cuestionarse definitivamente la presencia de Álvaro Montalbán en aquel encuentro de exquisitos. Pero mientras aparcaba no podía borrar del recuerdo su aparente bestialidad, la amenaza de su primitivismo. Se resistió a imaginar de nuevo qué estaría haciendo. Esto la convertiría en una esclava de su recuerdo. Sólo una enamorada podía permitírselo. También una impactada. Ella no era lo uno, pero acaso había caído en lo otro.

¿En qué residía aquel impacto producido por alguien a quien consideraba un memo? Preguntas de este tipo conmocionan la lógica de las libidos más juiciosas.

ENCONTRÓ A ALEJANDRO en el bar del restaurante hindú. Al parecer iba por el tercer whisky. Tal exceso en un hombre que apenas bebía hizo temer a Imperia que aquella noche le correspondería pagar el precio que suelen fijarse a sí mismos los confidentes incondicionales. Toda mujer de calibre conoce este precio: verse obligada a escuchar las penas de amores de esas almas siempre errantes, de esos espíritus dispersos a quienes los dardos de un nimio amorcillo influyen más que toda la ciencia acumulada a lo largo de una ya larga vida.

Sabía Imperia que ningún problema de índole profesional o económico dejaría a Alejandro en trance tan desesperado que no pudiera levantarse con mayor fuerza, con mucho más ímpetu del que le había derrumbado. Sabía que tampoco iba a ultrajarla con el tema de la desilusión política, tan en voga entre las pretéritas estrellas del izquierdismo, desilusión que, por otro lado, no sería en absoluto anormal. Ambos pertenecían a la misma generación, compartían un idéntico currículum intelectual e ideológico, semejante destino en lo histórico, parecida desilusión ante las patrañas del presente.

Tenían un pacto establecido: no se hablaría del pasado. Nada de nostalgias. Nada de reproches por lo que pudo haber sido y no fue. Ningún suceso, mucho menos ilusiones, anteriores a 1975.

Jamás incumplirían aquel pacto, por la cuenta de dolor que les traía. Pero otra promesa quedaba siempre incumplida: evitar el tema de los adolescentes que solían crucificar al enamoradizo profesor, presentándose ante él con las armas que más podían seducirle: la creatividad, el cerebro, el discurso brillante y la necesidad de un maestro.

Aquella víctima propiciatoria de los espejismos del amor efébico, empezaba la noche con la letanía de costumbre.

—Bebo para olvidar.

—¿A quién esta vez?

—A un serafín. Me había jurado amor eterno.

—Igual que todos. ¿Qué edad tenía este?

—Dieciocho años. Pero aparentaba quince, que es lo hermoso.

—¿Poeta, dramaturgo o novelista?

—Poeta. Un Rimbaud en potencia. Mejor aún: un Shelley con algo de Hölderlin.

—Cada vez que ceno con un homosexual de tu quinta me asombro de los Rimbauds, Shelleys y Hölderlins que pululan por los bares de Madrid. Con semejante cosecha la poesía española debería ser la mejor del mundo.

¿Era posible que aquel gran amor, como otros de Alejandro, pudiera florecer y marchitarse en sólo quince días? ¿No cenaron, la víspera de su partida a Nueva York, con el amante eterno, un prometedor dramaturgo realista de dieciséis años? ¿Y no habían almorzado durante el verano con otro inolvidable efebo que consiguió realizar una prodigiosa traducción de Valéry sin saber una palabra de francés?

Al parecer el último los sobrepasaba a todos en excelencia.

—Era el genio encerrado en el continente de un ángel. Era un ángel vulnerado por los ramalazos del genio. Le he escrito unos sonetos. Te los pasaré.

—Pásamelos pero no los publiques. Después te arrepentirías.

—Tienes razón. Después los encontraría cursis.

—Eres irremediablemente cursi cuando te encuentras con esos niños. ¿Por qué no haces como yo? ¿Te los pagas y, después, los sueltas?

—No puedo. Soy demasiado sensible. Un culo mercenario no es lo mismo que un culo que se entrega por amor.

Imperia se permitió un cigarrillo. Estaba claro que el tema la aburría.

Alejandro y sus efebos geniales. Niñatos con aspecto etéreo, que paseaban su ficticio spleen por los lugares de moda, observando el mundo por encima del hombro, perdonándole a duras penas que fuese tan vulgar. Efebos no exactamente bellos, en muchos casos. Lindos, modernillos, provistos de la teatralidad con que la juventud poética puede vencer sus mejores batallas sobre la experiencia empírica, que cree saberlo todo. Ya no la naturalidad, sino la ficción de la naturalidad. Placer espiritual de muchos, consuelo sentimental de nadie. Angelitos de la vanidad que no se atreve a decir su nombre, de la pedantería que se autoproclama inteligencia. Mancebos de la frase altisonante, maestros del silogismo nocturno, de la retórica soltada en el momento oportuno, con la misma intención que las lánguidas damiselas del pasado dejaban caer su pañuelito ante el paso de un apuesto oficial de lanceros. Pero eran muy otros los pretendientes de aquellos seductorcillos de labia prematura: era un público formado por escritores un poco vanguardistas, metteurs en scène en olor de triunfo, polemistas de cafetín y articulistas de publicaciones minoritarias, tanto que casi no estaban publicadas. Era una curiosa fauna de culturalistas ávidos de ejercer de pigmaliones, acaso de padres no realizados que buscaban en las suaves nalgas de aquellos artistas imberbes un recuerdo de otra juventud, de otras ansias combativas.

Imperia los mezclaba a todos a partir de la frecuencia con que irrumpían en la vida de su amigo. Y esta vida conseguía distanciarla cuando Alejandro se dejaba invadir por un exceso de sensibilidad. Pensaba ella entonces: «Eres idiota. Te ha sido concedida el arma de la razón pura y la sustituyes con el juguete del irracionalismo absoluto».

Fue precisamente un poco de razón lo que intentó inculcarle:

—Sin duda no deberías trasladar a la cama tu cátedra de la universidad.

Él soltó una risa acaso amarga.

—Ni la cama al aula, supongo. ¿Qué debo hacer, entonces? Se jode muy mal en el puto suelo.

—Ante la expectativa de una cena borrascosa, una mujer prudente tiende a informarse de qué va el drama, así que házmelo saber de una vez. ¿Qué buscas?

Él la miró, sorprendido.

—Está claro que busco el amor. ¿O no se me nota, leche?

—Un amor que te lleva a perder suena a mal negocio.

—¡Ya salió la ejecutiva! Mi amor no es un economato. ¿Por quién me has tomado? Un amor que se entrega de este modo merece más respeto. Es el amor a la manera griega.

Ahora, la retórica. La búsqueda del discípulo ideal. El intercambio de ideas junto al temblor del primer beso. El supremo milagro de la creación artística precediendo el primer encuentro de los cuerpos. El esperma que se sublima por la elevada mediación del espíritu.

Imperia se obligó a reír para cortar de una vez.

—¿Estamos en lo de Dafnis y Cloe?

—En lo de Sócrates y el joven Fedro.

—¡Pobre muchacho! El viejo le arreó un tostonazo de mucho cuidado.

—¡Calla, hereje! Fue él quien animó al maestro. Fedrillo salió a su paso para recibir sus lecciones. ¡Divinos discípulos! Solían obrar así, en aquella tierra bañada por la luz del intelecto. Ahora se mueven en locales oscuros, bajo músicas atronadoras, que no permiten el diálogo. Y si ni siquiera el diálogo permiten, ¿cómo van a propiciar el beso de las almas?

Imperia aplastó el cigarrillo en un cenicero que tenía un Taj-Mahal por motivo.

—Más que una cena necesitas una ducha de agua fría. ¿Quieres que anule la mesa?

—No anules nada, porque nada cambiará por lo que anules.

—Pero me evitará un florilegio de disparates helenizantes.

—Te lo diré de otra manera. Somos mujeres acorraladas por la menopausia. Somos mujeres que tienen prisa. ¿Y han de llegarme, menopausia y prisa, sin haber conocido las mieles de la vida?

Era inevitable. Llegaba el tratamiento en femenino, algo que molestaba profundamente a Imperia porque sabía que, al aplicárselo a sí mismo, Alejandro lo utilizaba como despectivo. Y obrando de este modo, denigraba a la mujer al mismo tiempo.

—He venido a cenar con el amigo. Por las locas no pierdo ni un minuto.

—Protesto. Yo no soy una loca. Nunca he sido una loca. Todo lo más soy una pobre borracha. Igual que Susan Hayward en Mañana lloraré. Alcohólica anónima. Esto a lo sumo.

No sería una loca, pero de repente hablaba como tal. Entonces se preguntó Imperia si una sexualidad distinta tiene que acarrear necesariamente un trastoque de personalidad. Si el hecho de acostarse con un hombre tiene que convertir a otro hombre en el depositario de todos los defectos del sexo opuesto.

Habría algún tornillo suelto, en aquellos trasvases. Tornillo difícil de localizar en un individuo como Alejandro, serio, profundo, de muy aparente virilidad o así considerado cuando no bebía ni le daba por el mariconeo más banal.

No carecía de atractivo. Incluso podía tener mucho. Alto y robusto, aunque un poco cargado de espaldas. Velludo, pero sin llegar al bestialismo. El pelo un tanto desorganizado —coquetería, sin duda—, pero espoleado por algunos copos blancos, muy relucientes según les daba la luz. Bigote a lo macho mexicano, como muchos homosexuales que han decidido rehuir la caricatura en que el tópico los ha encerrado. Insistía él en esta voluntad con atuendos de pana, ante y piel propios de un leñador canadiense que hubiese pasado antes por una portada del Saturday Evening Post. Era un guaperas que olía a años cincuenta. Un profesor de Campus yanqui que imitase a Rock Hudson. Le gustaban las camisas a cuadros y las corbatas escocesas. Según cómo, también podía parecer un cacique de comedia rural que en sus ratos de ocio leyera a Balmes.

Si el tornillo suelto no estaba en el físico ni en la preparación intelectual, si tampoco podía estarlo en el hecho de que se acostase con muchachos, ¿por qué un hombre como Alejandro podía parecerle ahora un pobre fantoche, una penosa caricatura de la mujer?

—Cuando te sale la maricona eres ridículo y cuando te sale el amor griego eres cursi. Déjate ya de números penosos y vámonos.

Él la sujetó por la muñeca antes de que consiguiera apearse del taburete.

—Asumo lo de la mariconada, pero rechazo lo de la cursilería. La tristeza sólo es cursi cuando se le echa literatura…

—¿Y lo dices tú, que le echas volúmenes enteros?

—Antes la precede el reconocimiento del vacío. ¿Has sentido alguna vez este sentimiento basado en la falta total de sentimiento? ¿No has sentido esta impotencia, esta ansiedad, este ahogo?…

—Hace ya muchos años. Ni siquiera me acuerdo.

—… cuando estás en poder del desamor, el mayor monstruo del mundo.

—Ahora, la escena del consultorio sentimental. Perdona, pero es más de lo que deseo soportar.

—Dirás que no puedes.

—Digo que no lo deseo. Así de sencillo.

Una vez más se habían invertido los papeles. Necesitaba cenar con Alejandro para hacerle partícipe de sus problemas y se encontraba a sí misma escuchando confidencias que en el fondo le repugnaba oír.

¡Luego era repugnancia! La inversión del sexo producía en su ser interno el mismo efecto que produciría en una honesta beata de provincias. Pero no podía ser repugnancia. Le urgía negarlo en su fuero interno. Nunca fue puritana en ningún aspecto de la vida. Sólo sentía horror a cualquier situación que pudiera desembocar en lo melodramático. Podía aceptar la tragedia, asumir el drama, pero no había aprendido a respetar el melodrama.

Y Alejandro estaba tan melodramático como los prototipos que se empeñaba en imitar cuando se afeminaba.

—Todo esto quiere decir que estoy muy necesitado…

Ella le miró con cierta curiosidad. Descubría en su amigo del alma al bicho raro y acaso al conejillo de indias. Él que había experimentado infiernos que ella nunca soñó visitar.

De reconocerlo habría retrocedido con horror ante lo que estaba sintiendo: la presencia de la anormalidad. ¿Un enfermo acaso? Toda su conciencia de mujer moderna se violentaba ante esta idea del mismo modo que, segundos antes, retrocedía ante la posibilidad de la repugnancia. Su educación la preparaba para rechazar aquel sentimiento, pero era posible que alguna pervivencia tan elemental como las canciones de Reyes del Río la impulsase a sentir, de manera irremediable, la misma hostilidad que cualquier macho analfabeto.

Se hallaba ante la negación de la literatura, un acto de desnudez total, y ella lo confundía con la mariconada.

—¿Y toda tu felicidad depende de que cualquiera de tus niños te recuerde a Proust en la cama?

—Ahora la ridícula eres tú. Si no sabes ver lo que hay detrás de esta búsqueda tampoco entenderás que, inmerso en ella, la vida se me va escapando… o se ha escapado ya.

Notando acaso que la impudicia con que abría su alma resultaba altamente incómoda para la otra, él realizó una pirueta repentina, regresando a la frivolidad.

—Tranquila, mi amor. Peores tragos pasó Scarlet O’Hara y siempre salió triunfante.

Pero no la tranquilizó. A nadie puede tranquilizar la banalización de los sentimientos ni la humillación de una persona inteligente. Y, preocupado por ridiculizarse a sí mismo, Alejandro no comprendía que estaba muy por encima de los prototipos a que gustaba parangonarse.

En este punto, se acercó un camarero y el rostro del profesor se iluminó, como si todo lo anterior hubiera sido una ficción. El recién llegado aportaba un poco de luz. Era joven, de raza hindú y mantenía una sonrisa convencional que el profesor tomó por condescendencia.

Se limitó a anunciar que la mesa estaba preparada.

—No ha dicho nada más —murmuró Alejandro por lo bajo—. Este rajá es un cabroncito. Ignora las necesidades más elementales de una española ardiente.

Así entraron en el comedor, Alejandro esforzándose por aparecer sereno e Imperia pensando que la soledad convertida en espectáculo puede ser ridícula.

En realidad era una déspota de los sentimientos, novedad que el lector prevenido hará bien en anotar.