Primero
DAMAS EN EL AIRE

—DESDE QUE SOY TORTILLERA veo la vida de otro modo…

Así hablaba la señorona a la madre de la folklórica, en aquella primera clase del vuelo Nueva York-Madrid.

—Mujeres somos y en polvo nos hemos de convertir —contestó doña Maleni, con un suspiro.

—Será usted, señora. Yo en el polvo ni pienso. Hablábamos de mi vida. No diré que la veo mejor que antes pues se me ofenderían las amigas que no han tenido valor para dar el paso y además se pondrían en un potosí de caras las criadas filipinas; de lo más engreídas se pondrían al saber que a una dama de gusto le va mejor con ellas que con los machos, señora.

Doña Maleni miraba embelesada a aquella dama altísima, esbelta hasta la escualidez y rubia como una walkiria, que vestía de luto riguroso y, acaso para mantenerlo en su totalidad, ni siquiera se había quitado la pamela al subir al avión.

—Pues no parece usted nada tortillera —dijo doña Maleni.

—Porque usted es burra, señora. Usted se piensa que ser tortillera es vestirse de bandolero de Sierra Morena y dejarse el mostacho a lo Burt Reynolds. Pero su mente, negada para la literatura, no puede concebir que se pueda ser tortillera al modo sublimado, por un decir. De espíritu, de libros, de ideales platónicos y de bellas pupilas recitando poesías en lo alto de un acantilado sobre el Egeo. ¿Estamos o no estamos?

—¡Diga que sí! —exclamó el sobrino de doña Maleni, un mocito de altivo porte, tez bruna y ondulada cabellera que leía las revistas femeninas de la semana. Y, dejándolas de lado, añadió—: Diga que hasta los hombres deberíamos ser tortilleras.

Como su tía, el churumbel formaba parte del séquito de Reyes del Río, la legendaria Virgen de Cobre que regresaba de una gira triunfal por los países de habla hispana. Pero mientras el resto de la numerosa tribu viajaba en clase turista, el trío principal ocupaba lugares de privilegio y obtenía atenciones de excepción en la primera clase del vuelo Nueva York-Madrid, aquel día de la Purísima Concepción de María.

La dama enlutada, que obedecía al digno nombre de Miranda Boronat, era una catalana decididamente cambiada por un trasplante a Madrid que duraba varios años. De hecho, los únicos residuos de catalanidad que conservaba eran un disco de sardanas, por si se ponían de moda en los tablaos de la capital, como las sevillanas, y algunas propiedades repartidas por tierras gerundenses, propiedades que no tenía prisa en malvender porque era señora de posibles, y mucho más desde que su marido le espetó: «Pide el dinero que quieras, pero dame el divorcio de una vez porque estoy hasta los huevos de aguantarte, tía cabrona».

—A mí me dice esto un hombre y le rompo una tinaja en la cabeza —exclamó la madre de la folklórica.

—En casa no tenemos tinajas, sino jarrones de porcelana.

—Entonces no, que tienen un empeño.

—Y dos, señora, y dos. Pero ¿a qué preocuparse? He salido ganando yo. Primero, porque mi marido me inspiraba un asco espantoso. Segundo, porque me ha dejado forrada, si bien es cierto que antes me llenó de reproches de muy bajo estilo.

—¿Y qué le reprocharía el tal canalla?

—Que le vomitase a la cara cuando me penetraba.

—A mí un hombre me reprocha que le vomito a la cara y veo claramente que nunca me ha querido.

Miranda Boronat agradeció la complicidad de aquella rústica. La hacía sentirse genuina, por decir algo. Por su parte, la madre de la folklórica sentíase una miaja importante. No tenía en cuenta su propio poderío. Una mujer del pueblo siempre acabará quedándose con todas las voluntades. Son tan directas ellas, tan frescachonas, tan de mezclar una perdida beatitud primigenia con la escatología de los orígenes, lo cual equivale a decir el cocido con la basura, el refranero con el plástico, la divinidad con las telenovelas sudamericanas. Pasan de lo sublime a lo ridículo, dando esperanzas de que todavía existe la posibilidad de recobrar los paraísos naturales y la nobleza del pueblo llano.

Pero la madre de la folklórica había servido a Miranda Boronat para propósitos menos elevados.

Cuando horas antes llegaba al Kennedy Airport descubrió que la primera clase de aquel vuelo estaba ocupada en su mayor parte por señoras de Madrid a quienes contaba entre sus conocidos. Y aunque no le molestaba coincidir con su amiga de infancia, Imperia Raventós, asesora de imagen de la folklórica, jamás habría sospechado que una fatal coincidencia —rebajas navideñas en las tiendas de Manhattan— la situaría en medio de otras mujeres íntimas entre ellas y de ella misma. Fue entonces cuando pidió que la sentaran con la familia Del Río, a cuyos componentes había conocido días antes y de la manera más absurda.

—Todo lo que hace Miranda es absurdo —comentó una señora—. Muy propio de ella sentarse con la escoria.

Contestó otra en voz bien alta, que se la oyera.

—¡Ya ves tú! Ahora le da por el folklore. Querrá sacar tajada de la coplera.

—¡Mujer, si hace dos meses estaba liada con un pez gordo del Noventa y dos!

—Y antes con uno del gobierno socialista. Pero ahora va de sáfica. Será moda en algún lugar.

Miranda Boronat las observaba colocando su espejito a guisa de retrovisor. Pasó de aquellas dos a las otras pasajeras. Labios que se movían aceleradamente y en sordina. Palabras incisivas pero cautas. Significaba que todas eran espías. A excepción de Imperia Raventós, que permanecía completamente aislada, ajena a todo espionaje, imperturbable como siempre.

Decidió imitarla Miranda prestando exclusivamente atención a sus propias divagaciones, dirigidas a aquella madre regordeta y aparatosa. De hecho, doña Maleni parecía una sacristía ambulante. Llevaba encima el mayor cargamento de bisutería religiosa que jamás exhibiese una creyente. Todos los santos y santas de su devoción distribuidos sobre una pechuga abundante, resaltada todavía más por un vestido estampado que hería a las miradas con atroz violencia de colores. Y de sus orejas colgaban dos arracadas enormes que reproducían a las patronas de Sevilla: santa Justa colgando de un lóbulo y santa Rufina del otro.

—Tampoco diré que estoy peor que antes, porque si lo digo se envanecería mi exmarido y no he de darle yo esa alegría, máxime cuando la separación me ha quitado un peso de encima, nunca mejor dicho con aquellos ochenta kilos sobre el cuerpo cada vez que se sentía marchoso y luego el taladrarme con aquel pene ganchudo, que era una rasgadura continua, ¿comprende usted? No sé cómo puede soportarle esa chiquilla de la jet que ha cargado con él, aunque a los diecinueve años una mujer es inconsciente y todavía espera de los hombres lo que una de mi edad ya sabe de sobra que no pueden dar. —Permaneció pensativa unos segundos. Al cabo, añadió—: De todos modos, debería aceptar que estoy mejor y, si quieren, que se pongan por las nubes las criadas de mis amigas, porque al fin y al cabo no me acuesto con ninguna. De hecho no me he acostado jamás con mujeres, aunque mi psicoanalista insiste en que debería hacerlo para ver si encuentro complacencia en lo de juntar vaginas. Pero yo soy tortillera vocacional, que es una cosa muy bonita porque es desinteresada, ¿sabe usted? En cuanto a mis amigas, ¿qué me importa su opinión? Nunca fui esclava del qué dirán, mucho menos he de serlo de esas resentidas. ¡Si usted supiera! Unas malcasadas, las otras separadas, las que quedan, abandonadas, pero casi todas sustituidas por otras mucho más jóvenes. Y ahí se quedan ellas, más solas que la una, con sus propiedades, sus cuentas bancarias y su Visa-oro.

—Pobrecitas. Que les dé conformidad el Sin Pecado.

—Veo que usted me comprende, doña Maleni. Veo que no me condena.

Contestó la madre de la folklórica:

—A mí me importa un bledo lo que haga usted con su coño, mientras no le meta mano a mi niña, que es más pura que la nieve de la sierra y así ha de seguir para los restos. Y a todo esto, ¿dónde está mi niña?

—Se fue al lavabo.

—Pues hará ya media hora. Me da un no sé qué esa tardanza. He visto antes a un azafato que la miraba con mucho deseo y mucha provocación. Me ronda un mal presentimiento. Me ronda que me la desvirgarán a nueve mil metros de altura.

Intervino el sobrinísimo, llamado Eliseo por más señas y doña María de Padilla para más Inri.

—Ande ya, tía, que son muy estrechos esos retretes aéreos y no está mi prima para fornicaciones después de tantas galas seguidas en las Américas.

—¡Ni incómodos ni narices! Ni en lecho de plumas se entrega mi niña a un esaborío y no sólo porque viene ella reventada de tanto cantar Capote de grana y oro, sino porque depositó su virginidad ante el Gran Poder y de su continencia depende el honor de la copla, que es como decir el honor de España y satélites varios y variopintos.

—Claro —exclamó Miranda Boronat, ajustándose la pamela—. Por esto llaman a su niña la Virgen de Cobre.

—Por eso, sí. Y porque es la copla mucha copla para que a estas alturas del Quinto Centenario de la cosa esa de Colón no tuviera una pregonera que llevarse su gloria por tierras de los indios y playas de Miami, donde tenemos casa, para que se entere.

—No es de mi agrado Miami. ¡Qué quiere que le diga! Demasiados cubanos y un exceso de negros.

—¡Nos ha salido racista la marquesona!

—No soy nada racista, pero los negros me dan asco.

—Pues bien negra va usted de ropa y pamelón. ¿Luto por algún pariente?

—Por Greta Garbo. Vengo de su funeral.

—¡Anda! ¿Tan amigas eran?

—Para nada. No la vi en mi vida. Lo que ocurre es que yo soy muy de entierros y funerales. Estaba el domingo pasado en Madrid y me habían suspendido un partido de paddle en casa de una amiga y todas las demás estaban en la nieve y en este trance me encontraba yo, aburridísima, cuando de repente leí que la Liga de Lesbianas Tirolesas le montaba un funeral a la Divina. Así que llamé corriendo a mi modisto y le pedí un luto urgente. Y aunque era domingo me encontró esta pamela, que siempre hace entierro, y este tailleur que sin ser nada del otro mundo lleva unos drapeados deliciosos. Entonces llamé a una amiga que está en protocolo del aeropuerto y dije: «Mona, consígueme una first class que tengo que estar en Nueva York para el funeral de la Garbo». Ella me dijo que me conseguía el pasaje si yo le conseguía un autógrafo de la difunta, mire usted si es burra. Pero después de coordinar tantos esfuerzos llego a Nueva York, me voy al domicilio funerario y me encuentro con una tirolesa antipatiquísima que me arrea con la puerta en las narices, como diciendo ¿quién le da vela en este show? Y yo le dije que llegaba expresamente de Madrid para hacer bulto y me suelta ella que el evento era muy privado y no dejaban pasar a ninguna tortillera que no fuese tirolesa. En vano invoqué mis apellidos, que siempre me abrieron todas las puertas. ¡Aquella cancerbera me puso de patitas en la very calle! Así que, en cuanto llegue a Madrid, llamará mi mayordomo a la embajada del Tirol y les comunicará que no se atrevan a enviarme otra invitación para un baile de los suyos. Porque vas a darles realce, te pones tus mejores joyas, estrenas un Valentino, que luego no puedes volverte a poner porque ya te lo han visto, y todo para que al final llegue una súbdita de ellos y te trate como si fueses una vulgar marujona. Plus jamais, plus jamais, que quiere decir «nunca más», como habrá usted entendido.

—Ni jota, porque es franchute y esta lengua ya no se lleva en el marketing de la copla —suspiró la madre de la folklórica. Y observando a Miranda con renovada simpatía, añadió—: ¡Qué pena me dio usted, cuando la descubrimos llorando en el ascensor de aquel hotelucho asqueroso!

—Del Waldorf, señora, del Waldorf. No me negará que es de mucho empaque.

—Pero ¿qué dice? ¡Si no tiene nada de nada! Mucho boato, mucha presentación, pero a la hora del condumio, menudas bazofias. Cuando vio mi niña tantas salsas gritó: «Ay madre, que me viene un repelús». Así que mi sobrino Eliseo se fue a un colmado de la avenida no sé cuantos, que reciben manduca española, y regresó cargado de latas de sardinas en escabeche, chorizo de cantimpalo, jamón serrano, berberechos en su salsa y hasta una fabada asturiana. Como somos de ley, decidimos compartirlo con los de la compañía, y así vinieron todos de sus respectivos hoteles —inferiores al nuestro, claro, que ellos no son estrellas como la niña—; así fueron llegando, digo, con su nostalgia de la patria a cuestas, aportando guitarras, zambombas, panderetas y castañuelas de madera de granado, que son las que tienen mejor voz, por si no lo sabe usted, que es catalana y los catalanes gastan muy poca juerga, igual que los vascos, que parece que siempre llevan el santo sudario tapándoles la cara, joder. Pues lo dicho, que acampamos todos en el suelo de la suite de la nena y allí sacó Currito el salchichón y mezcló la Juani los garbanzos mientras el tío Cirilo untaba de aceite el pan que habíamos podido encontrar en la Chinatown, que recibe su nombre de ese sitio donde cohabitan los chinos y las chinas como si nada.

—Nunca había visto yo a treinta y ocho personas llenando de aceite la moqueta de ese hotel, que conozco de memoria pues tengo el buen hábito de residir en él siempre que voy a Nueva York para compras.

—Así está usted tan desnutrida, de tanto comer potingues extranjeros. Le dije yo a mi niña: «A esta pobre marquesona la han dado crucifixión de amores. Tiene la palidez de la cera en las mejillas y lágrimas negras en los ojos».

—De la azotea venía. Acababa de comprar el vídeo de Ninotchka y lo arrojé contra el asfalto de Nueva York, para que supiera la Garbo, en su sepulcro, que de una catalana no se burla una sueca.

—Es ese orgullo que nos hierve a todas en los centros. Ese amor a la patria y sus autonomías, amor que brota en los lugares más lejanos y en las más emergentes situaciones.

—Eso pensé al verles a todos ustedes bebiendo y cantando, como si el Rocío se hubiese trasladado a Manhattan. Y el bocadillo de chorizo que me dieron me salvó el día. ¡Ay, sabores de España! Nunca los sintiera así en el Waldorf.

—Me cayó usted bien desde el primer momento; y mire que, a mí, las señoronas me revientan todas; a excepción de la duquesa de Alba, porque se la nota muy campechana.

—Ya ve que yo también lo soy.

—Cierto. Y eso que me asustó un poco cuando dijo: «Presénteme a su hija, porque esos labios de grana y esos ojazos brujos son para adorarlos». Mi sobrino Eliseo, que de eso entiende porque es sarasa, me dijo: «Cuidado con la niña, tía, que esta señora es de la cofradía del bollo».

—No es menos cierto que yo hablaba en metáfora.

—Esto me dio un respiro. Temía que después de tanto protegerla de los hombres me la desviaran las mujeres, que son muy empecinadas, según me han dicho, cuando se prendan entre ellas.

—Esté tranquila. Ya ve que la respeto porque soy tortillera vocacional y no voy a mayores.

—Así no tendremos pleito. Que una mujer puede ser lo que quiera y aun así ir con la cabeza bien alta, mientras no meta el parrús donde no debe ni ultraje el de las demás, que siempre es santo.

—Nada más cierto. Y quién me diría que iba a encontrarme con tantas pesadas en un mismo viaje.

Seguidamente se recostó en su butaca, desviando los ojos hacia la ventanilla, un poco aburrida de una conversación que ella misma había provocado para escapar al asedio de sus amigas.

No era la única que se mostraba incómoda ante tal coincidencia.

CRISTINITA CALVO tenía demasiado reciente un lifting facial de cierta envergadura. Enormes gafas negras ocultaban los tremendos hematomas en los ojos, pero el resto de la cara aparecía rechoncho y lleno de morados, como si le hubieran dado de puñetazos. Pero no los que solía propinarle a Petrita de Marco su hijo el drogata cuando venía a sacarle los duros tres días por semana. Puñetazos quirúrgicos eran, de los que se pagan en dólares, y muchos. Porque Cristinita Calvo pertenecía a la casta de operadas que sostienen la supremacía de la cirugía facial hecha en el extranjero, no sólo por la superioridad técnica sino por la garantía de anonimato. Se lo pudo permitir ella en otras dos ocasiones anteriores: algunos cortes de bisturí en Estados Unidos, tres semanas de reposo literalmente escondida en un remoto rincón del Pirineo aragonés y, al cabo, empezar la temporada social con un aspecto que podía atribuirse a los benéficos efectos de la naturaleza. Nada más fácil entonces y bien difícil en aquella first class que se había convertido en una sucursal de su peluquero. «Cualquiera de esas fariseas puede contarlo a las revistas y cobrar una buena cantidad. ¡Menudas son! La venden a una por cuatro monedas». Entretuvo el viaje calculando cuál de ellas tenía contactos: «La delatora está entre nosotros, como en las novelas de crímenes en la biblioteca. ¡Qué inmoralidad!».

¿La adivinaban las demás? Tampoco tanto. Un tercer lifting no es una novedad, si acaso un chiste. Y ninguna de las mujeres de aquel avión se encontraba muy chistosa. En especial Renata Monforte, demasiado ocupada en demostrar que no conocía en absoluto al caballero de sienes plateadas y notorio aspecto alemán —una piel rojiza a lo tomate— que ocupaba el asiento contiguo, con los auriculares puestos para hacer creer que le interesaban mucho las travesuras al piano de Erik Satie. (Lo último susceptible de interesar a un grosero teutón importador de salchichas).

Tantos esfuerzos les costaba a Renata y al alemán demostrar que no se conocían en absoluto que resultó fácil relacionarlos. Un exceso de ignorancia mutua suele ser la estratagema propia de los liados. Sólo a un amante furtivo niega una pasajera una sonrisa cortés cuando le ofrece fuego. Sólo a un amante furtivo no se le comenta el estado del tiempo o la imprevista agitación provocada por un bache. A fuerza de ser furtivos, este tipo de amores se convierten en el anuncio andante de la infidelidad hacia otro.

Pero continuaba disimulando porque una dama necesita hacerse valer, de lo contrario podía acabar como Romy Peláez, que tenía que pagar a sus boy-friends —eufemismo encantador— mientras las demás los obtenían gratis. Claro que todas callaban una verdad fundamental: los tipos que se pagaba Romy Peláez eran increíbles monumentos de la naturaleza, mientras las demás tenían que conformarse con lo que corría.

Romy Peláez no deseaba caballeros de fina estampa, grandes de España o banqueros de moda. Estos valían para sacarla a cenar, acompañarla a algún desfile de modelos y a la fiesta del Rey, por san Juan. Pero a la hora de la verdad, Romy Peláez marcaba unos teléfonos que conocía de memoria y solicitaba las prestaciones de Tony, Mike o Pepín, titanes urbanos que acudían a su domicilio con sus estaturas considerables, músculos rotundos y la maquinita de la Visa bajo el brazo, para mayor comodidad de los clientes. Decía Romy a este respecto: «Si algún día Hacienda investiga mis tarjetas de crédito, verá que todo se me ha ido en pieles y no precisamente de visón».

Las demás la consideraban el colmo del descaro. Ella vivía en la gloria.

Su radio de acción no se limitaba al hispánico solar, cuyas agencias de chicos de alquiler conocía al dedillo. Poseía, además, un cuaderno que contenía los números de las principales agencias de tres continentes. Dominaba el mercado como no sabía dominar su clítoris, que siempre pedía más cuanto más satisfecho estaba.

Diremos en su descargo que no era en absoluto avara de sus contactos. No le incomodaba proporcionar direcciones a sus amigas más necesitadas e incluso a algún caballero que, en España, presumía de hijos universitarios y en el extranjero sabía colocarse de espaldas debajo del chulo convenido. En alguna ocasión Romy llegó a asesorar y hasta a proveer a cierta autoridad eclesiástica, amigo de la familia. No era caso que su eminencia recibiese en terreno propio —por lo tanto sacro— a aquellos a quienes llamaba sus «angelitos descarriados», de modo que ella le prestó voluntariamente su espléndida villa malagueña. Tan agradecido quedó el santo varón que obsequió a Romy con una indulgencia plenaria, como si hubiese realizado el Camino de Santiago y la visita a las Siete Basílicas, todo a la vez.

La generosidad de Romy Peláez era en todo proverbial y muy elogiada por aquellos a quienes ayudaba. Que no le pidiesen prestado ni un duro, porque en el dinero era tacaña, pero su agenda estaba abierta a todos los necesitados de la carne.

A sus treinta y cinco años vivía la pizpireta Romy en un universo erótico dominado por la seguridad de la carne y el compromiso de la libertad absoluta. Seguridad porque sabía que, pagando, nunca iba a fallarle un pedido, especialmente en Nueva York y Los Ángeles. «Como lo organizan los yanquis no lo organiza nadie. Te mandan al hotel un catálogo muy bien editado con todos los chicos de que disponen y sus distintas especialidades. No tienes más que elegir. Sé de alguna muy avara que pide el catálogo sólo para masturbarse y ahorrarse el pedido. Pero esas son las más tontas, porque para acabar así no hace falta salir de Puerta de Hierro, digo yo».

En cuanto a la libertad, la ejercía mediante el rechazo absoluto de cualquier atadura. Por ejemplo, sabía que el amor sólo trae disgustos y no se engañaba pensando que el sexo mantenido con la misma persona era una excepción. Un sexo repetido implica una dependencia, y esto era algo a lo que Romy temía como a un nublado. Había visto demasiadas víctimas de la rutina para convertirse ella en otra parecida.

No era muy distinta la actitud de Imperia Raventós, a quien Romy solía suministrar direcciones de los países más remotos. Pero en el préstamo terminaba la coincidencia, porque si para Romy Peláez los hombres eran un simple sustituto del kleenex, algo para usar y tirarlo al poco, Imperia ni siquiera los recogía, nadie sabe si por convencimiento o por falta de horas. En el universo de Imperia, universo hecho de intereses meramente profesionales, de actividad continua dirigida al éxito de su empresa y a la imposición de su propio prestigio profesional, el sexo tenía la misma importancia que un billete de avión, la suite de un hotel o la reserva en un restaurante de lujo adonde acompañar a algún cliente extranjero. Su secretaria, sintomáticamente llamada Merche Pili, se encargaba de que todos aquellos detalles funcionasen a la perfección. El pasaje a punto, el hotel impecable, el restaurante perfecto y el machito cumplidor, puntual y limpito. A cualquier hora y en cualquier lugar del mundo. Así ocurría con el sexo.

—¡Admirables mujercitas que os bastáis a vosotras mismas! —exclamaba admirativamente el imprescindible intelectual homosexual que acostumbra escuchar las confesiones de este tipo de mujeres.

—Eso. Admirables —murmuraba Imperia con sequedad que los profanos pudieran confundir con algún enigma impenetrable. Y, asintiendo con desinterés total a las pretensiones de su confidente, jugaba con un cigarrillo que nunca encendería para no perjudicar su imagen de cara a los clientes americanos.

Era lo último que podía permitirse una ejecutiva cuya especialidad consistía precisamente en cuidar la imagen de los demás.

Al hablar de Imperia regresamos al pensamiento ensimismado de Miranda Boronat, quien la observaba desde su asiento, asombrada de que, físicamente, se pareciese tanto a Nuria Espert cuando esta actriz consiguió realizar el viejo sueño de parecerse sólo a sí misma. Pero al mismo tiempo, admiraba Miranda en su amiga que acertase a permanecer tan aislada de las demás mujeres, también por encima de ellas, distante y altiva, casi yerta por el frío interior que las malas lenguas le atribuían.

IIMPERIA RAVENTÓS. La impertérrita. La del nombre imposible por lo mayestático, difícil de creer por lo rotundo. Un seudónimo jamás se hubiera atrevido a tanto. Ni siquiera un mote. Para llamarse de aquel modo tenía que ser verdad.

A Imperia no le puso el nombre un cura, que no pasó ella por el trance del bautismo. Se lo dio un padre filoclásico, panteísta y si no ateo total, pues esto es mucho, sí agnóstico a medias.

Era un notario barcelonés, que entre pleito y pleito tomó por querida a la cultura. Le dedicó todos sus ocios y tuvo la suerte de que la esposa oficial, una catalana de las tierras bajas, no sólo le tolerase el adulterio, hasta llegó a compartirlo. Igual que el notario, fue ella una dama de muchas lecturas y en vez de llenar sus ocios con el soso ceremonial propio de las de su clase, se convirtió en cuidadosa archivera de los papeles de su marido. No los propios de su oficio, que había ya pasantes, secretarias y mancebos para hacerlo en la notaría, sino los de las múltiples aficiones intelectuales que el hombre iba recogiendo, ya de los libros, ya de una nutrida correspondencia con varios y muy variados talentos de su época. Tanto de la propia Barcelona, inmersa en la efervescencia cosmopolita de los años veinte, como de un Madrid encantadoramente provinciano, llegaban al buzón de los Raventós cartas que polemizaban sobre los más variados asuntos culturales, filosóficos y científicos. Y mientras la esposa legal continuaba archivando cartas y artículos, la querida se imponía en el hogar con nuevos caprichos. El definitivo fue el de la musa subalterna Talía, quien cierta noche se presentó en sueños al padre de Imperia y le sopló al oído que lo suyo era el teatro. Al parecer, don Fabián se despertó y se puso a escribir su primera comedia más o menos sofisticada.

Siempre contará la cultura con esos admirables francotiradores que, al tiempo que la consumen, la van construyendo en un anonimato encantador, tanto o más creíble que el de los grandes profesionales. Esos inspirados de Ateneo, esas ratitas de bibliotecas perdidas, sacrifican la alegría de la vida en nombre de una creación que jamás verá la luz. Poetas ocasionales, dramaturgos improvisados, novelistas de domingo por la tarde, cuyas obras desaparecieron con un traslado de piso, con una renovación del decorado, con una nueva generación que decide arrojar a las hogueras todo cuanto no lleve el sello de lo último.

Nunca sabremos cuántos pliegos de la obra dramática del señor Raventós pasaron a mejor vida, ni siquiera si tuvieron una vida medianamente pasable. ¿Cuáles fueron sus temas, cuál su estilo, en qué idioma estaban escritos? Sólo quedó el vago recuerdo de sus influencias, que solía comentar en las tertulias de sobremesa. Quedó el culto a lo rural indígena en las obras de Guimerá, la elegante cursilería de Benavente como reto de modernidad y, a través de sus obras de tesis, el eco de las grandilocuencias de D’Annunzio.

Gracias a la ligereza benaventina, las pompas dannunzianas y el wagnerianismo agresivo que le asaltaba en las noches del Liceo, el señor Raventós recogió, sin saberlo, la herencia del superhombre de Nietzsche. ¿Sería tan consciente de ello cuando, después de despreciar el apogeo de las masas en la cultura del siglo, se acogió a la llegada del Generalísimo, el Führer y el Duce como respuestas europeas al superhombre tanto tiempo anunciado a guisa de Mesías? En cualquier caso se hizo fascista. Y si autores admirados como D’Annunzio o Pirandello glorificaron su adscripción al movimiento, él se contentó tomando los modelos de segunda mano. Admiró profundamente que el superhombre anunciado pudiese tener una respuesta en el sexo contrario y don Jacinto Benavente se lo dio mascado y digerido en la fantasía de La noche del sábado, donde el modelo de mujer suprema se llama Imperia y parece destinada a reinar sobre los sueños del mundo. ¿No es precisamente un pintor quien se la inventa, edificándola a la imagen de su propio, grandilocuente sueño de gloria?

LA EXPLICACIÓN DEL POMPOSO nombre de Imperia Raventós resultaría así de sencilla a condición de que alguien se acordase hoy de quién fue Benavente. Sólo Miranda Boronat se consideró documentada para afirmar que era el nombre de un cine. Y Toño Martín la contradijo, aduciendo que era una confitería.

Aseguraban de Imperia que tenía moral de tigresa, coraje de leona y cautela de esfinge, pero algunas viperinas añadían que se limitaba a ser fría como un témpano. Y al observarla ahora, en su asiento de ventanilla, Miranda Boronat amplió aquella última acusación, decidiendo que Imperia batía su propio récord al permanecer indiferente a todo durante un viaje de siete horas.

¿Qué podía ocuparla con tanta atención, apartándola de los cuchicheos de las señoronas y el jaleo indiscriminado que provocaba el ir y venir de la tribu de la folklórica?

En modo alguno podían ser tan interesantes las revistas de economía cuyas páginas parecía devorar Imperia desde la salida de Nueva York. Convenía a las esperanzas de Miranda el suponer que aquella lectura —aburridísima— sólo era un fingimiento planeado para escapar a la atención de los demás. Pero no. Imperia Raventós era perfectamente capaz de estar leyendo. De hecho, era una de esas personas que suelen leer. Por increíble que pareciera, no compraba los libros según el color de las encuadernaciones. Incluso tenía muchos en edición económica. ¡Y en pleno salón!

—Será un esnobismo —dijo en cierta ocasión Mariantonia Sanatorio, la que había vuelto a poner de moda el gin-fizz aunque sólo por unos días.

Alguien dijo que para hablar siete idiomas algo tendría que haber leído Imperia. Cuanto menos lo de los verbos. Llegó a decirse que si el Quijote. Al punto saltó en su defensa Miranda Boronat. No sirvió de nada. Un cortejador frustrado por cierto desaire de Imperia Raventós (un polvo y basta) aseguró haber descubierto en su mesita de noche un ejemplar del Corán y un tratado sobre política en el Oriente Medio. Todos temieron que se hubiera hecho musulmana (al fin y al cabo, cristiana no era). La sospecha quedó descartada cuando se supo que acababan de encargarle una campaña de promoción de cosméticos destinados a los países del golfo Pérsico. Hubo quien lo consideró una tontería: «¿Pues no llevan velo las sarracenas?». «Mujer, las cejas se les ven. Siempre necesitarán un depilatorio», aclaró Miranda, conciliadora.

Al saberse que Imperia leía cosas de moros, se dio por descontado que ya lo había leído todo sobre los cristianos.

Tamaña heroicidad, junto a otras del mismo estilo, hacía plausible que Imperia Raventós estuviese efectivamente interesada en lo que decían las rígidas revistas de economía y no en los apasionantes cotilleos que se intercambiaban las amigas de la first class. Y entre todas ellas sólo Miranda la compadecía porque, en fin de cuentas, sólo ella disponía de ciertos datos sobre su vida privada.

—¡Insensata! —se dijo—. ¡Con todo lo que tiene por pensar! ¡Con lo que debería decidir!

Como si lo hubiese adivinado, Imperia la miró fijamente. Llegó a sonreír, justo es reconocerlo. Y por un momento, Miranda sintióse cómplice y, por cómplice, enternecida. ¿Fue su conciencia de aprendiz de lesbiana, su instinto maternal jamás realizado o acaso algún residuo de su amistad en los lejanos tiempos de la escuela lo que la impulsó a echarse hacia adelante, presintiendo que su amiga la necesitaba? En cualquier caso, se abrió como si avanzase hacia una verbena del sentimiento.

Chasco total. Imperia devolvió la mirada a las revistas de negociantes y, como máximo, lanzó un suspiro a causa de alguna caída súbita en cualquier bolsa de Occidente.

—¡Qué cerrada es! —murmuró Miranda por lo bajo—. ¡Cosa más terca y más redicha!

—¿Mande? —saltó la madre de la folklórica.

—No iba por usted, señora. ¿Se piensa que he de pasarme el viaje dándole conversación? A propos, ¿sale o no sale del lavabo esa hija suya?

—La niña es que se estará cambiando los paños, de otro modo no se entiende tanta parsimonia.

Fue entonces cuando Imperia volvió a mirar a las dos mujeres. Fue un impacto certero, de los que asustan. Tenía aquella mirada la celeridad del águila y la penetración atribuida al gavilán. Dejaba bien claro que el asunto era de vital importancia y que estaba dispuesta a entremeterse.

«Después de todo la virginidad de esa folklórica es su business», decidió al punto Miranda Boronat, ya demasiado escéptica para imaginar que la atención de Imperia pudiese esconder un átomo de sentimiento.

—Espero que la niña no esté cometiendo alguna torpeza —dijo la Raventós, con su habitual sequedad.

Tronó entonces la madraza:

—Atienda usted, Mari Listi: es mi niña mucha niña mía para que se arriesgue a verse pregonada por un desliz en el aire.

—En aire, tierra o mar recuerde el trato. Al menor tropiezo dejo de llevarle la imagen.

—¡Ni que fuese usted un costalero! Pues sepa que en lo de imágenes a la única que reconozco yo es a mi vecina la Encarni, que viste y adorna a las vírgenes y cristos de mi parroquia para que luzcan como soles en llegando la Semana Santa. O séase, que mire si sabré yo de imágenes como para que venga usted ahora a añadir espinas a mis espinas… —En esta frase suspiró y se fue quedando mansa. Temblequeante, añadió—: Y, es que a decir verdad, ya empieza a angustiarme tanto retraso. Que o bien le ha dado una embolia o me la está magreando el azafato aquel de mis temores.

Imperia recurrió al sentido práctico más elemental. Al parvulario de la lógica andante, por un decir. Y, acariciando el hombro del sobrino de doña Maleni, dijo:

—Eliseo, ¿por qué no me hace el favor de ir en busca de su prima? Así sabremos de una vez qué ha podido ocurrirle.

Elseo se resistió con un mohín de capricho y un vuelo de melena.

—¡No voy porque, al pasar, se mete conmigo el personal!

—No te hubieras peinado de Lola Flores, mariconazo.

¡Anda ya! Corre a buscar a tu prima, que tiene razón la Mari Listi. Igual se ha quedado encerrada —y dirigiéndose a Imperia, añadió—: Los artistas, ya se sabe: viven en un mundo tan aparte, tan en las nubes, que se les escapa todo lo práctico. ¿Se imagina a don José María Pemán, que en paz descanse, arreglando un grifo?

Imperia la cortó bruscamente:

—Importa sobremanera que la tenga siempre muy controlada.

—¡Y dale! Más le preocupa el virgo de mi niña que la honra de su propia madre.

—Como podrá usted comprender, la virginidad en sí misma me trae sin cuidado. Pero es un valor añadido que, a causa del éxito, se ha ido convirtiendo en plusvalía. No pierda usted de vista este detalle.

—Ni perderé yo el detalle ni mi hija sus reservas espirituales, que así la quieren sus forofos, pura e intocada. Y así ha conseguido llevarse de calle al difícil público yanqui.

Lo que doña Maleni llamaba el público yanqui era en realidad una impresionante caterva de latinos que se congregaban en viejos teatros de sus barrios marginales para aplaudir a los cantantes que les llegaban de sus propios países o de la llamada Madre Patria. Un circuito inmenso pero encerrado en si mismo, al que ningún americano Wasp había descendido jamás.

Aquel era el público que tanto quería a Reyes del Río y al que ella debía todo lo que era. Supervivientes de culturas ancestrales absorbidos por el melting-pot, sin integrarse jamás a una cultura, a unas formas de vida que los rechazaban continuamente. Puertorriqueños, cubanos, salvadoreños, mexicanos, todos reunidos en torno a ídolos parecidos, todos escuchando ansiosos unos mensajes que rechazaban la modernidad para restituir ecos ancestrales, resonancias paganas y una desesperada nostalgia por los orígenes.

Identidad lingüística, idolatría, identificación sentimental, todo valía en aquella mescolanza de rostros vulgares, ojos exhaustos que de repente se abrían con una religiosidad desesperada, como si la música, por vulgar que fuese, se hubiera vuelto de repente milagrera.

Cabría la brujería, la magia, la fe en último extremo. ¿O acaso no declaró Reyes del Río en cierta ocasión que conservaba intacta su virginidad para agradecer aquella voz prodigiosa que le había concedido la Virgen Santa? No dijo cuál, pero había donde elegir: la Blanca Paloma, la del Coro, la del Pilar, la de Covadonga y la de Montserrat. La flecha se clavó en lo más profundo del alma primitiva. En Colombia, un pastor aseguró que se le había aparecido Reyes del Río con los pies descalzos encima de un zarzal ardiendo cuyas ramas no se consumían. En México, un pintor naïf representó al indiecito Juan Diego adorando al mítico huevo que, en lugar de guardar en su interior a la Guadalupana, tenía a Reyes del Río vestida de chaparrita. Y el alucinado mostraba en su mandil los últimos discos de la folklórica sustituyendo a las rosas del milagro.

Al pensar en aquel público, la Raventós no podía reprimir una sonrisa de tristeza. Los feos rostros de la miseria emergían entre el griterío, formando un ejército de formas dantescas y a la vez disciplinadas. Obedecían a ciegas cualquier promoción y adoraban a gritos cualquier voz. Y, a cambio, correspondían con una devoción, una sumisión que volvían a ser su propio retrato, tan alucinante como el eco de sus vítores surgiendo de fauces desdentadas con un sospechoso olor a cebolla cruda y a vino barato.

Y allí estaba ella, promoviendo la ceremonia, controlando el éxito desde su ciencia eminentemente moderna. Allí estaba con sus masters brillantemente aprobados, su técnica de implacable precisión, su conocimiento de los rankings más complejos de los mercados mundiales. Y sólo para proyectar sobre un público analfabeto el más antiguo de los inventos reaccionarios. La virginidad de una folklórica de treinta años.

Sin embargo, pertenecía Imperia a una generación de mujeres que habían luchado ferozmente contra la virginidad, y a una familia que le había inculcado todas las ventajas de la cultura, incluso como valor social. Cultura y progresismo marcaron los años de su juventud y, así armada, así acorazada, se integró a la marcha de los años sesenta mezclando la combatividad con el placer. En ambos casos, la virginidad fue un tabú contra el cual luchar con igual ahínco que contra la dictadura. Eran formas parecidas de la represión total.

Vivía rodeada de inquietantes sincretismos. En plena era de la modernidad como valor y como moda, se percataba de que ella ya había probado la vanguardia veinte años atrás, para abandonarla cuando comprendió que no daba un duro. La sociedad que siguió a los años sesenta era convencional, quería pocas sorpresas y, desde luego, ningún sobresalto. Moderno sí, peligroso nunca. Su generación de antiguos combatientes había dejado la revolución por el esmoquin, la lucha activa por la política convertida en pelea de intereses u oficio de lacayos. Lejos de deprimirse, Imperia sonrió con suficiencia ante las contradicciones de su generación; pero, a la postre, fueron tantas y tan a diario que dejó de sonreírles y aun de llorarlas. Simplemente las archivó como había archivado a su ciudad natal y su vida privada. Al fin y al cabo, la mujer que pasados los cuarenta no ha comprendido que la revolución empieza por una misma, esa mujer se va directamente a la mierda.

Consiguió no vivir del pasado y, en el momento de elegir un oficio definitivo, buscó el que menos pudiera relacionarla con sus ideas de juventud. Y nada más difícil de asociar con una vieja mística revolucionaria que la promoción de un refresco con sabor a caucho o unos cosméticos que dejaban la piel hecha trizas. No cabía aquí el remordimiento. Existen leyes tácitas pensadas para calmarlos. Al fin y al cabo, se nos ha inculcado que, entre todas las opciones del siglo, nuestras masas prefieren la mediocridad y, entre cualquier alimento, siempre la bazofia.

Pese a tan eficaces axiomas tomados a guisa de consolación podía presentarse, inoportuno, el remordimiento (I wasn’t a maoist for nothing, le dijo cierto día a Minifac Steiman).

Cuando el remordimiento llegaba, ella se acogía a los consejos de su director, un castizo a quien llamaban el Boss, como sucede en estos tiempos. (Otros, más americanizados, le llamaban Eme Ele. Que significa, llanamente, Manolo López).

—Un buen asesor de imagen no puede tener remordimientos —solía decirle—. Debe partir siempre de una base: estamos inmersos en la mediocridad, trabajamos para borregos y todo cuanto se aparte de esta premisa está inevitablemente destinado al fracaso.

—No es como para cogerle cariño a este oficio —decía ella, sin sentir siquiera desaliento.

—Humanízalo. Toma a los destinatarios de tus campañas como si fuesen hijos a los que estás educando.

Por culpa de consejos semejantes los divanes de los psicoanalistas están llenos de cuarentones que años atrás se creyeron honestos.

De los mensajes mediocres que su trabajo la obligaba a impartir, ella había conseguido alguna ventaja. Las obligaciones de la Firma la obligaban a los viajes continuos y, por ello, a la continuidad del exotismo. Ciertas marcas de pésima calidad, productos fallidos que se desechaban en cualquier mercado occidental tenían campo abonado en los mercados de Oriente. La bazofia invadía la autenticidad. Las preciosas especias, los tules y cachemires, las exquisitas formas del arte popular, las primeras materias celosamente cuidadas desde los tiempos más antiguos, quedaban desterradas en beneficio del plástico, las telas sintéticas, la vulgar zarzaparrilla de los yanquis y las tiránicas hamburguesas, vencedoras de todas las batallas.

A los orientales, Imperia les hizo entrar la bazofia por los ojos. Cierto que otros la habían vendido antes, pero ella y sus colegas de imagen impusieron los iconos, creando en aquellas multitudes una innoble mecánica del deseo. La Firma la llenó de laureles y a partir de entonces empezó a ganar verdaderas fortunas, pero estaba muy lejos de sentirse orgullosa. Sentía desprecio por aquellos que caían en la trampa. Seguía desde niña una máxima pasada de moda: es de pésimo gusto enorgullecerse de una victoria sobre un ejército mediocre. Se defendía despreciando a las multitudes que no sabían oponer resistencia a sus astucias.

Pero no era consolador. O, cuando menos, no completamente. De hecho, contribuía a que los demás celebrasen hoy las vulgaridades que en otro tiempo ella despreciaba. Decidió, entonces, dejar en manos de otros compañeros la promoción de la porquería. Cambió los objetos inanimados por los seres humanos. Se equivocó al buscarlos en el mundillo de la alta política. Entre presentar de manera atractiva un detergente o hacer que pareciesen mínimamente presentables los candidatos a una campaña electoral no había demasiada diferencia.

Seguía con interés las campañas políticas promocionadas por sus colegas. Conseguir que un candidato vulgar y hasta antipático, cuando no grosero, apareciese sonriente, luminoso, casi humano era una odisea que podía significar un triunfo profesional para quien la organizaba. Todo un desafío para cualquier buen embustero de la imagen.

Por lo que sabemos de Imperia se entenderá que no deseara incorporar a su maestría presente la práctica adquirida en sus horas de lucha política. Sería como volver sobre el pasado y abofetear a aquella joven ilusionada, empeñada en tantas batallas en pro de la libertad.

Además, la campaña de un político no terminaba el día de las elecciones. Debía mantenerse una vez instalado en el poder, o en cualquiera de sus múltiples estrados. Convenía hacerle aparecer constantemente en la prensa, mostrando como material de interés público facetas de su vida privada que, meses antes, ni siquiera habrían interesado a sus vecinos de rellano. Diputados haciendo footing, presidentes autonómicos escalando montañas, ministros mostrando sus hogares de dudoso gusto, tiernamente abrazados a unas esposas con cara de muñeca repollo y sustituyendo el delantal de cocina por un Armani que les venía ancho por todas partes.

Imperia encontró menos humillante traicionar sus propios gustos cuidándose de una folklórica. Y, en cuanto pusiese los pies en Madrid, de otro encargo que la gira americana de Reyes del Río le había obligado a aplazar.

Un hombre singular, que se anunciaba aburrido por su oficio mientras se anunciaba deliciosamente apetecible por su atractivo físico. Un enigma en cualquier caso.

OCURRIÓ DÍAS ANTES de su partida para Nueva York. La recibió Eme Ele, con su acostumbrada actitud paternalista y su prepotencia a prueba de desengaños. Era el promotor de la eterna sonrisa. Todo en él emanaba energía, empuje y una vitalidad supersónica, que acababa fatigando a quienes se veían obligados a soportarla y, además, celebrarla. Era, por otro lado, un muestrario viviente de las mejores marcas del atrezzo masculino. Respondía a una máxima primordial: «Donde no hay alma hay una marca. Donde no hay marcas, ¿qué pinta el alma?».

Para no desentonar del catálogo en que se había convertido, sacó la botella de Chivas en honor de Imperia.

La vio deprimida. Supo que volvía a tener problemas de conciencia con su trabajo. Intentó desviarlos recurriendo a algún tema banal.

—¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema de amoríos?

Imperia le miró, despreciativa. La suposición equivalía a no conocer las perfectas asimilaciones de su soledad incluso en las relaciones sentimentales. O especialmente en ellas.

—Acabo de revisar la promoción de Reyes del Río. Después de hablar con su agente y los representantes de la casa discográfica, llego a la conclusión de que nunca había conocido a tantos idiotas como en mis últimos trabajos.

—No creas que has batido el récord. Conocerás a muchos más.

—Cierto, Eme Ele. Un idiota más que hoy y otro menos que mañana. Es ley de la industria. Ya los están fabricando en masa y para todos los puestos de la vida pública.

—Te tengo preparado uno de mucha consideración.

Le pasó un dossier que ella leyó en diagonal, sin prestarle mayor interés que a una nueva marca de neveras. No cambiaba el asunto que en aquella ocasión se tratase de un ser humano… o algo parecido: un ejecutivo vulgar y corriente provisto, eso sí, de un currículum brillantísimo. Pero tampoco este tipo de hazañas constituía una novedad. En los últimos años se había alcanzado la perfección del prototipo. Un ejecutivo joven, de treinta años bien llevados, como se espera en el gremio. Un triunfador nato, según los informes de tres escuelas de ciencias empresariales. Un aprendiz perfectamente futurible en el tiburoneo de las altas finanzas.

De pronto, Imperia lanzó un silbido de admiración acompañado por un par de tacos no menos admirativos.

Acababa de pasar a las fotografías. Eran de tamaño prensa y reproducían a un atlético joven carente de toda sofisticación pero con las suficientes prendas para acaparar cualquier portada de revistas destinadas a la celebración de la belleza masculina. También parecía sacado de un tebeo para lectorcillas románticas. Piel tostada, rizos negros, nariz perfectamente recta, como una escuadra que prolongase la exacta rectitud de la frente, ojos penetrantes y, para rematar tan armonioso conjunto, un pronunciado hoyuelo en la barbilla y unos labios carnosos, entreabiertos en una mueca de indecisión. Parecía indicar que no estaba acostumbrado a que le fotografiasen. O simplemente, que no le gustaba.

—No me dirás que voy a llevarle la imagen a este buen mozo.

—Vas a creársela.

A cada foto, Imperia iba recibiendo nuevos impactos visuales. El joven vestido con traje de franela gris. El mismo joven con americana de paño inglés todavía más gris. Y, después de otros trajes del mismo color, el joven vestido de baturro y en trance de entonar una jota junto a otros mozos de parecido porte.

—¿A qué viene este despliegue de esplendores regionales? —preguntó Imperia, admirada por el cambio.

—Una borrachera en las fiestas del Pilar, supongo. Como puedes ver, es un genuino.

—¡No me fastidies! El año pasado me encargaste una folklórica y ahora un jotero.

—No has leído bien estos informes. En confidencia: ¿crees que puede llamarse jotero a este coleccionista de títulos?

Estaban, en efecto, todos los galardones de una vida consagrada al triunfo profesional. Había llegado tan alto entre los directivos de una gran empresa de construcciones que su próximo paso era el liderazgo absoluto y, además, con el apoyo de los socios mayoritarios.

—En el trabajo es una fiera —dijo Eme Ele—. Fuera del trabajo, un palurdo. Y esto es grave, porque la empresa ha decidido representar en él todos los valores de la juventud. Ya conoces la fórmula: el ímpetu, la agresividad, la elegancia, lodo cuanto otorgue al dinero un aspecto de modernidad…

Alargó a Imperia un nuevo dossier con preguntas contestadas a mano por el propio interesado.

—Este es otro rapport secreto. Las cosas que le gustan.

—Las fallas de Valencia, el Monasterio de Piedra, la faltada asturiana, las canciones de Julio Iglesias, el fútbol y jugar… ¿a qué?

—Al frontón.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Imperia, riendo—. En cualquier caso, tiene los gustos necesarios para ser feliz. ¿Por qué cambiarle?

—Para colocarle a la altura de los que manejan el dinero en este país. Pocos de los que conocemos buscan la felicidad, que yo sepa, pero sí fomentan una buena imagen al margen de la que ya tienen en su trabajo. Atesoran obras de arte, asisten a conciertos, hablan con el Rey y dejan en buen lugar a las empresas que representan. Por el momento, Álvaro Pérez es impresentable.

—Igual que el apellido. ¿Cuál es el segundo? —Examinó los datos. Dio con lo que buscaba—: Montalbán. Lo prefiero.

—¿Pérez Montalbán?

—Álvaro Montalbán.

—Horrible. Suena a novelita rosa.

—No vives al día, niño. Estamos asistiendo a la resurrección de la novela rosa en las finanzas, en la política y hasta en la cultura. Los líos que han llenado nuestras conversaciones en los últimos años mezclan el dinero y el amor con la misma desvergüenza que la peor serie televisiva.

Volvió a mirar las fotografías. Habían pasado diez minutos y Álvaro Montalbán continuaba siendo lo más guapo que había visto en su vida.

—En cuanto le vista de jugador de polo será otra cosa.

—No es exactamente esto. Hemos visto a muchos señoritos vestidos de polo. No nos vale un deportista, tampoco un aventurero. Tiene que inspirar confianza a los empresarios.

—¿A quién debe contentar, a la derecha o a la izquierda?

—Si pudiera ser a todos, mejor.

—Pues ponle gafas. Tienen la ventaja de inspirar respeto a la derecha y a la izquierda. —Tomó un rotulador y diseñó rápidamente distintos modelos de gafas sobre el rostro del candidato—. Definitivamente, le sientan mejor las gafas gruesas. Hasta parece un profesor.

—No es mala idea. Los últimos rankings llegados de América indican que vende mucho la cultura. Por esto te he elegido a ti. Piensa que Álvaro Pérez cree que Picasso es el nombre de una boîte.

—¿Tú qué quieres, un ejecutivo o un bibliotecario?

—Una sugerencia de ambas cosas. Un petit rien de intelectual y un presque tout de buitre de las finanzas. Entiéndeme, no se trata de que este gallardo joven se pase horas enteras estudiando un cuadro. Basta con que conozca el nombre del autor. De todos modos, los otros tampoco saben mucho más que esto.

—Es decir: un popurrí. —El otro asintió a medias. Ella captó su indecisión—: Si no comprendo mal, no quieres inclinarte por una imagen definitiva. ¿Por qué razón?

—Una imagen definitiva es peligrosa en los tiempos que corremos. ¿Quién sabe lo que puede inspirar respeto dentro de cinco meses? Hay que dejar la puerta abierta al tipo intelectual, al deportivo, al beato, al frívolo, al monárquico, al republicano…

—Son demasiadas puertas para que la casa quede bien guardada. De momento, urge enseñarle buenos modales. Vuelven a llevarse los cortesanos. Conozco algunos aristócratas que han montado academias de este estilo, básicamente para que los altos cargos socialistas aprendan a manejar el cuchillo y a elegir el vino apropiado. Si esto vale para un sociata, también valdrá para nuestro jotero.

Y volvió a mirar las fotografías, para asombrarse todavía más.

—Ve pensando en ello. En cuanto vuelvas de América deberás ponerte manos a la obra. No será difícil concertar un almuerzo. De hecho, don Matías de Echagüe, presidente del grupo, lo ha solicitado con urgencia. La reconversión de Álvaro Pérez tiene que completarse antes de un año.

Imperia recogió el desafío sin inmutarse.

—Al parecer es muy testarudo —advirtió Eme Ele, pero al encontrarse con la mirada cínica de Imperia comprendió que su reparo era insuficiente. Añadió—: No está demasiado convencido de que una mujer pueda enseñarle algo que no sepa.

Imperia se incorporó de golpe, apretando las fotografías del apuesto palurdo. Sus manos se habían convertido en garras sobre la belleza.

—Convertí a tu folklórica en una réplica viviente de la Macarena. Dentro de un año verás a este zagalón hecho un Brummell.

Y salió dando un portazo, como suelen hacer en las películas las mujeres dinámicas. Pero antes aplastó el cigarrillo en una escupidera, para que nadie supiese que había fumado.

CLARO QUE EL ADONIS tenía defectos. Su palurdez no era un espejismo. Era cejijunto, iba mal afeitado, el pelo parecía de galán antiguo y al sonreír se notaba la falta de un par de dientes. Pese a tantos reproches, Imperia decidió probar su efecto sobre algunas hembras de la oficina.

Llegó oportunamente Inmaculada Ortuño, la redactora de frases publicitarias. Pretendía que Imperia le diese su opinión sobre el story-board de una campaña de dentífricos para fumadores empedernidos («tope cancerosos», decía ella).

Pero Imperia se le anticipó, poniéndole delante las fotos de Álvaro Pérez.

—¡Qué hombretón! —exclamó Inmaculada—. Yo creí que ya no los fabricaban así.

—Ya ves que los fabrican. Pero yo le encuentro basto. Compáralo con los banqueros de moda. ¿No crees que pierde?

—Pienso que gana. Sugiere un polvo salvaje. Mejor dicho: mil y una noches de polvos salvajes.

No servía como prototipo. No interesaba que sus colegas viesen en él a un competidor de cama. Bastante tendría con los enemigos que se crearía en los negocios. Le convenía reservar sus fuerzas para debatirse como un tigre en un mundo de tigres. Sería penoso malgastarle en peleas ridículas con maridos celosos.

Devolvió a Maribel su story-board y decidió asesorarse por alguna hembra de mentalidad menos lanzada. Fue entonces cuando se presentó la secretaria Merche Pili, con su cárdigan demasiado floreado y sus cabellos inundados de laca. En otro tiempo hubiera sido la doble perfecta de Doris Day. Hoy, se quedaba en concursante de espacios televisivos.

Al igual que la otra, sucumbió de inmediato a los robustos encantos de Álvaro Pérez.

—¿Qué le sugiere? —preguntó Imperia.

—Un actor de televisión.

—¿Y en esta otra foto?

—Otro actor de televisión.

—¿Y con gafas?

—Un presentador del telediario.

—Pero ¿es que usted sólo ve la televisión?

—No es eso. Es que sólo en televisión salen hombres que la hagan soñar a una.

—¿Y los del cine?

—No, los del cine no. Primero, porque voy poco; después, porque tienes que ir a buscarlos. Pero los de televisión te llegan a casa. Estás cenando y, ¡zas!, los ves que están sentados a tu lado mientras te tomas el cocido.

—Debe de ser un hecho comprobado que el hombre ideal tiene que compartir el cocido para hacer feliz a una mujer.

—Quien dice compartir el cocido también dice cogerla a una de la mano y llevársela a Miami.

—¿Por qué Miami?

—Por el lujo tropical y las palmeras brotando entre las mesas del restaurante. Y las velas en las mesitas.

Imperia, que conocía la horterez suprema de Miami, esbozó una mueca de asco. Examinó de nuevo las fotos de Álvaro Montalbán. Decididamente no convenía relacionarle con los cocidos, los esmóquines blancos ni los daiquiris en restaurantes de plástico. No convenía convertirle en simple objeto de deseo de las secretarias menopáusicas.

—¿Y si en lugar de Miami la llevase a Zaragoza?

—Pues me conformaría. Un guaperas de este porte, que la lleve a una donde él quiera. Y una, a obedecer como las perras.

Esta era una posible clave. No decidir previamente a qué lugar tenía que acompañar Álvaro Montalbán a las señoras, sino llevarlas a su propio terreno.

—Y que acudan como perras —decidió Imperia, con desprecio—. ¡Con lo dignas que son algunas perritas!

A MEDIDA QUE EL AVIÓN se acercaba a Madrid, seguía pensando en Álvaro Montalbán, como ya le llamaba. En fin de cuentas, los pensamientos correspondían a una orden de Eme Ele y ella no tenía el menor inconveniente en obedecer a ciegas, aunque no tanto que no siguiese considerando los defectos físicos del joven baturro. No lo serían para un futbolista, pero sí para el cabeza visible de una firma que pretendía imponer la imagen de la elegancia suma. Repetía así Imperia sus reproches de días antes: cejijunto, dientes feos, afeitado mediocre y una nariz llena de barrillos. Era impensable que un macho tan macho se hubiese sometido jamás a una limpieza de cutis.

¿Podía conseguir con él lo que consiguió con la folklórica?

Cuando se la confiaron, era el penoso resultado de un quiero y no puedo propio del éxito que llega demasiado rápido. Consiguió el milagro a partir de un golpe de fuerza. Decidió entrar a saco en las opciones estéticas de Reyes del Río. Desterró al peluquero y al modisto que a fuerza de encontrarla «divina» la estaban convirtiendo en una representación de la horterez de ambos. Sabía que nada hay más nocivo para la personalidad de una mujer que el mariquita que la pone en un altar disfrazándola con la personalidad que él hubiera deseado para sí. No hay sentido crítico capaz de defender a la mujer de estos ultrajes al buen gusto basados en la adoración desmadrada. Todos los potingues son pocos para esos rostros que se pretende divinizar llenándolos de garabatos. Todos los postizos son insuficientes para esas cabelleras que, de repente, se van levantando en gigantescos crepados a cuya cumbre sólo le falta una giralda. Y, además, con tantas joyas que estas hembras parecen el camarín de la Virgen.

Con la ayuda de excelentes estilistas, Imperia consiguió que el mundo descubriese una Reyes del Río con la cara lavada, el pelo lacio y sin otras joyas que las que permitían relacionarla con un cierto sentido de la religiosidad, imprescindible para la personalidad que se había impuesto en sus orígenes. Nunca tuvo claro si Reyes creía en los enternecedores dislates que sus coplas pregonaban; pero, en cualquier caso, se cuidó de hacerle entender que sus heroínas eran una cosa y la mujer moderna otra muy distinta.

Ante aquellas lecciones, la folklórica se limitaba a sonreír de manera más bien sosa. Sólo un favor no había conseguido Imperia: que sus labios se abrieran de vez en cuando para emitir dos frases seguidas.

Era todo tan misterioso en ella como aquel encierro en el lavabo de un vuelo Nueva York-Madrid, entre una madre y un primísimo convertidos en hagiógrafos de su gloria y su fortuna.

ACABABA DE REGRESAR ELISEO, nervioso como un flan y con los brazos como aspas de molino.

Preguntaron todas sobre la niña encerrada en el lavabo.

—Que no se atreve a salir, tía —musitaba Eliseo—. Que tiene miedo de encontrarse cara a cara con doña Imperiala.

—Pero ¿qué ha hecho esta hija mía?

—Eso. ¿Qué ha hecho esa histérica? —preguntó Imperia.

—Se ha encontrado una ladilla en la entrepierna.

Después de tanto disimular, lo dijo tan alto que hasta Miranda Boronat se escandalizó. Y en voz todavía más alta que la de Eliseo exclamó:

—¡Qué guarrada! Se la habrá pegado un macho.

—¿Mi hija con un macho? Lo más macho que ha conocido en este viaje es usted.

—Se pesca en el coito —insistió Miranda—. Sin coito, no hay ladillas. ¡Eso, eso! Su hija se ha jugado la virginidad por un coito aéreo.

—¡Ni más coito ni más nada! —gritó doña Maleni—. Hasta cagando se puede pescar una ladilla. Sin ir más lejos, en aquel hotelucho de muertos de hambre tenían el water muy guarro.

Imperia Raventós quedó meditabunda durante unos instantes. Mientras todos esperaban su reacción, no sin temor, ella abrió su agenda y anotó algo que permaneció en secreto. Al cabo, dijo con su sequedad habitual:

—Esta circunstancia coloca las cosas bajo una luz completamente distinta. El desenfreno de su hija puede repercutir muy desfavorablemente en su imagen mítica. Es grave, muy grave. Y por serlo, hablaremos de ello en otra ocasión. —Y en tono todavía más severo, añadió—: Eliseo, dígale a su prima que salga sin temor.

—Ya ser posible sin la ladilla —comentó por lo bajo Miranda Boronat.

Eliseo se fue, mariposón, considerando entre risitas si no era de lo más chungo que a su prima la hubiesen desvirgado el día de la Purísima.

CUANDO UNA VOZ FEMENINA con pretensiones de simpatía anunció que el avión se acercaba a su destino, empezó la cola en los lavabos. Ni la propia Venus Afrodita resistiría el trajín de vuelos tan largos, vuelos que incluyen horas de vigilia y, en el mejor de los casos, un mal dormir. Aseguran los expertos que ninguna mujer bien nacida debería dejarse ver antes del mediodía, pero, en tales condiciones, ni siquiera al día siguiente. E igual podrían decir los caballeros. Porque empezando por el alemán rostro-atomatado y acabando por el último de los gafudos ejecutivos que llenaban el vuelo, todos parecían zombies sudorosos, decrépitos y con barbas incipientes que les daban un aspecto de suciedad poco acorde con su elevada posición.

Era el momento esperado para desenfundar las maquinillas eléctricas y pasarse una mano de agua por la cara, como los gatos.

Para las señoras, el paso por el lavabo no se limitaba a un simple retoque. Era todo un proceso de reconstrucción. Entraban en estado de derribo; salían frescas como rosas de pitiminí a las que un jardinero diestro hubiese dado varias capas de abrillantador. Nunca mejor dicho. Ni siquiera el astuto retoque de los polvos servía para disimular tantos brillos en la nariz, tan relucientes destellos en las mejillas…

Casi todas iban teñidas según los distintos grados del rubio. Abundaban las melenitas tipo paje. Alguna se permitía unas pocas canas, hábilmente resaltadas para demostrar que la edad no tiene importancia, coquetería esta que no es sino un subterfugio desesperado de quienes piensan en la edad demasiadas horas al día.

Había joyas pero no excesivas, por lo del gusto; tampoco llamativas, por los amigos de lo ajeno. Ni la más ostentosa ignora en estos tiempos que el mejor estuche es la caja fuerte. En cualquier caso, ciertos brochecitos, un anillo de nada o acaso una fruslería en forma de pendiente derrotaban a la prudencia para imponer ligeramente la presunción.

En aquel orden de austeridades, la bisutería santera de la madre de la folklórica parecía un Vaticano ambulante y un Lourdes del fasto gratuito.

Aunque admiró secretamente a aquellas damas que solían aparecer a menudo en los ecos de sociedad, no aprobaba que fuesen de tan poco lucimiento, excepción hecha de los visones, foulards y bolsos, de muy distintas y valiosas marcas. Para ella, el señorío y el lujo iban juntos y ambos guardaban alguna relación con el poder.

De hecho, pocas veces se ven tantas maletas Louis Vuitton en un solo vuelo ni tantos echarpes Loewe colocados en bandolera. También abundaban los paquetes de las mejores tiendas de Manhattan, regalos envueltos en papeles de llamativos colores, que anunciaban la proximidad de las Navidades. Aunque todas iban cargadísimas, se apresuraban a asegurar que las compras no eran para ellas, pues tenían de todo. Chucherías para quedar bien con las amistades. Compromisos de los maridos, que delegaban en su buen gusto. Detallitos, en fin. (Pero el alemán de Renata le había regalado unos garbanzos de Tiffany’s que no soltaría ella ni para salvar la vida de su madre. «El valor sentimental», diría más adelante, para quitarle importancia. Y sus amigas pensaron: «Y un huevo, rica. ¡Lo que le has sacado a este palomino!»).

En medio de tantas elegancias, doña Maleni todavía contemplaba otro suplicio inmediato:

—¡Y ahora la prensa, pa’joderse! Procura ser simpática con ellos, niña, que luego te llaman borde.

Reyes del Río seguía sin contestar a ningún comentario. Mantenía erguido el soberbio mentón, cerrados a cal y canto los labios inexpresivos, inmóviles las sutiles cejas mientras los ojos, verdes y tremendos, miraban hacia algún lugar, sin retenerlo. Continuaba pareciendo que nada de lo que ocurría iba con ella. Por tal razón, Imperia no albergaba temor alguno respecto a su comportamiento en la rueda de prensa. Prefería que apareciera muda como una muerta antes que vivaz y dicharachera como solían aparecer las folklóricas canónicas. La mudez podía evitar más de un disgusto.

Al saber que el aeropuerto estaría lleno de periodistas, Cristinita Calvo se apresuró a esconder su lifting detrás de un echarpe de lana. Sólo se veían dos enormes gafas de sol, aparcadas entre el echarpe y el sombrerito.

—No tienes nada que temer —dijo Miranda—. Tú no eres artista.

—Desde que a cuatro despendoladas les dio por divorciarse a bombo y platillo, las señoras corremos los mismos riesgos que cualquier farandulera.

Y era cierto que en los últimos tiempos la prensa había cambiado de ídolos. Más que la llegada de cualquier estrella importante de Hollywood importaba pescar a alguna marquesona en un renuncio. Más que la foto de un premio Nobel vendía la estampa desamparada de una esposa de banquero que volase al Brasil para comprar su juventud a precio de oro.

Instintivamente, Cristinita se palpó las cicatrices.

—Se me nota mucho, ¿verdad?

—Casi nada —intervino Imperia—. En cuanto se te quiten esos pocos hematomas vas a quedar regia.

Y Miranda, indiscreta:

—Que se te quiten pronto, porque ahora mismo pareces un Ecce Homo.

Imperia le propinó un puntapié sin el menor disimulo. No se le escapaban los apuros de la operada, antes bien la capacitaban para adivinar que escondían alguna verdad más profunda que la coquetería.

No es que Imperia cayese en la torpeza de burlarse de la cirugía estética. ¿Qué mujer sensata puede decir que no se someterá al bisturí cuando el espejo empiece a protestar más de la cuenta? Tenía claro Imperia que el siglo había puesto en sus manos una arma adecuada para prolongar la juventud o, cuando menos, un agradable recuerdo de la misma. Lo que la diferenciaba de Cristinita y otras ilustres operadas era su actitud decididamente profesional. Era consciente de vivir en una época en que el valor juventud seguía siendo primordial a la hora del triunfo. Sabía que una cierta prestancia física ya era tan importante como la habilidad profesional y, en muchos casos, incluso más. La que se quedase atrás en aquella carrera la tenía perdida de antemano.

Lo que Imperia no podía aprobar en Cristinita era la angustia que guiaba tantos apuros, la necesidad de esconder una evidencia natural o, cuanto menos, elegida por libre albedrío.

Su empeño de pasar por Madrid sólo el tiempo justo de cambiar de equipaje y trasladarse inmediatamente a algún ignoto caserío del norte delataba un ataque de cobardía que la rebajaba, convirtiéndola en una pobre neurótica cuando ya había demostrado ser una pobre desesperada.

Imperia la sabía capaz de someterse a cualquier carnicería para retener a un hombre. Y el suyo era lo bastante banal para considerar el atractivo de una mujer en términos de juventud, nunca de otros alicientes. Pero ¿cómo iba a retenerle ella con aquel miedo atroz a mostrarse tal como era? Sabía Imperia que el amor termina cuando la pareja ya no nos acepta al desnudo. El rechazo de las evidencias es la verdadera tumba de los quereres. Y un lifting más o un lifting menos sólo sirve para que, en sociedad, comenten las más benévolas: «Con lo guapa que vuelve a estar, la pobre, ¿cómo ha podido plantarla él por esa chiquilla?».

Las avispadas chiquillas de veinte años eran el tormento de todas aquellas damas que pretendían desesperadamente aparentar dos décadas menos.

El tormento de Imperia era muy otro. Se limitaba a la inmediata rueda de prensa en la sala Vips y, todavía antes, en las despedidas con las señoras que la casualidad había colocado en su mismo vuelo. Durante siete horas había permanecido distante, pero en la larga espera de la recogida de equipajes aprovechó para hacer encanto con todas ellas. No es que le interesaran en lo más mínimo, pero constituían el público potencial de cualquier acto que pudiese organizar en el futuro. Nombres que podían dar lustre e interesar a la prensa. Convenía quedar bien, elogiar un abrigo, celebrar un maquillaje, prometer repetidamente una llamada telefónica para almorzar cualquier día. Todas y cuantas pequeñas astucias garantizaban que en cualquier presentación —libro, disco o perfume— Imperia y su Firma pudieran contar con aquellos nombres cimeros de la vida social.

—Si no tienes quien te espere te llevo en mi coche —susurró Miranda—. Aprovecharé para hacerte una confesión agónica.

Pero tenían que esperar a la rueda de prensa de Reyes del Río y Miranda encontró en ello una buena oportunidad para aparecer en los papeles como la única española que asistió al funeral de Garbo rodeada de la flor y nata del tortillerismo tirolés.

Por si acaso, se colocó entre la folklórica y su madre, ofreciendo a los fotógrafos una sonrisa kilométrica bajo su pamelón de riguroso luto.

Estaban a punto de saltarse la aduana con la relativa tranquilidad del nada que declarar cuando un agente demasiado celoso de su oficio mandó abrir una maleta elegida a capricho y por simple rutina.

Para la comprensión de esta pequeña odisea es de vital importancia destacar que el agente era joven, alto, moreno de verde luna y con unos labios encendidos como la madurez del palosanto.

Sus rudas, poderosas manos, dignas de aceitunero altivo, abrieron la maleta condenada y se introdujeron, indiscretas, en una especie de bazar ambulante formado por camisas de llamativos colores, pantalones sandungueros, variopintos calzoncillos y chales y pañuelos de ensoñación; todo ello junto a discos de boleros sudamericanos, una chaqueta de cuero y algún que otro vídeo pornográfico que reproducía a algunos muchachotes yanquis en el acto que valió a los sodomitas la reprobación de Jehová.

De pronto, la formidable mano del agente tropezó con un objeto inesperado y, al decir de todos, escandaloso. Una especie de porra que tenía la rara facultad de terminar en algo que se parecía sospechosamente a unos testículos.

Era un falo de goma, tan bien imitado que destacaban las venillas y hasta unos pelitos de plástico.

—¿De quién es esta maleta? —exclamó el agente, un tanto comprometido su natural rubor—. ¿Quién de ustedes hace tráfico de obscenidades?

Todas las señoras enrojecieron de vergüenza. Era evidente que el falo no podía pertenecer a ninguna de ellas. No salía de una maleta Louis Vuitton.

Entonces se oyó un grito de agonía, exhalado por la madre de la folklórica.

—¡Otro capricho del culo de mi sobrino! ¡Me vas a matar a disgustos! ¡En el penal de Ocaña nos hemos de ver por culpa de tus mariconadas!

—¡Que no tía, que no! —protestaba Eliseo—. Que esto no paga aduanas.

—¡Paga vergüenza! —aullaba doña Maleni—. Que siempre te lo digo que estas cosas hay que esconderlas mejor. —Y dirigiéndose al perplejo policía, añadió—: No se lo tenga usted en cuenta, que no es para venderlo.

—Es de uso personal —dijo Eliseo, con orgullo—. Vamos, que no tiene propósitos comerciales.

Seguía el cumplidor de la ley manoseando el tremebundo lulo ante el horror de las señoronas y el silencio definitivo de Reyes del Río. Hasta que, cercano al capullo de la cosa, se descubrió una inscripción que sugería un mensaje cifrado.

—¿Y esas letras? —preguntó el agente, sin abandonar su compostura—. ¿Qué dice este letrero?

—Es la firma de Jimmy Stryker, cuyo falo es el que sostienen las gallardas manos de usted. Como verá, es un artístico objeto de goma hecho a imitación exacta del gigantesco cipote que exhibe en las películas ese joven dios del porno-video. Por el autógrafo lo he comprado, no piense usted otra cosa.

Para desesperación de los que hacían cola, el agente continuaba sopesando el mítico material. Y tuvo Eliseo la impresión de que no le desagradaba en absoluto.

—Tendrá usted que acompañarme para rellenar unos formularios —dijo en tono tan marcial que dijérase un coronel. Y después de delegar en otro compañero el examen de los equipajes, se llevó a Eliseo a un despacho donde permanecieron durante más de veinte minutos. Es de suponer que discutían sobre el falo hecho a reproducción exacta del que exhibe, para el siglo, Jimmy Stryker.

Un prodigio de la artesanía americana de este siglo.

VEINTE MINUTOS EXACTOS fue el tiempo que pasó doña Maleni padeciendo por la ausencia de su sobrino y maldiciéndole por su costumbre de coleccionar falos extranjeros. Ni siquiera se preocupó de vigilar a su niña, que ya se encontraba rodeada de fotógrafos, debidamente escoltada por Imperia y, entre atisbos, la enlutada Miranda, empeñada en salir en alguna foto. Por su parte, Cristinita Calvo huyó como una exhalación, intentando localizar a la amiga que había pasado a recogerla.

La descubrió apoyada en una barra de hierro y a punto de doblarla, tal era su peso. Pero también era la única que no se burlaría de su operación, porque ella misma era motivo de chanza en muchas ocasiones. Pesaba ciento doce kilos y los exhibía con tal orgullo que incluso pasaban por credencial. Era Susanita Concorde, decoradora de oficio y obesa por vocación.

Mujer tan falta de prejuicios debió de encontrar extravagante que su amiga apareciese completamente tapada por el chal, las gafas oscuras y el sombrero.

—¡Rápido! —exclamaba Cristinita—. ¡Llévame al coche antes de que me descubran los de las revistas!

—¿Cómo no han de descubrirte si parece que vayas vestida de esquimal?

La obesa Concorde cogió las tres maletas de su sufriente amiga como quien levanta dos hojas livianas. Y corrieron ambas hacia un coche que ya las estaba esperando en la mismísima puerta de salida. Como insinuó Susanita, varias personas se volvieron a su paso, pero no porque ella estuviera gorda sino por el extraño embozo de la otra.

En la sala de los Vips Reyes del Río se limitaba a mantener su actitud hermética contestando a las preguntas de la prensa con un escueto «Osú» o un muy breve «Digo». No es que las preguntas mereciesen un mayor despliegue de inteligencia. Eran las de rutina. Si conservaba la virginidad como quince días antes. Si tenía rivalidad con la Pantoja y la Jurado. Si poner casa en Miami significaba que se alejaba para siempre de la Madre Patria. Y, claro, si tenía novio americano, como se rumoreaba.

Ante esta pregunta estuvo más expresiva:

—El día que tenga amores, ustedes vosotros seréis los primeros en enteraros. Que nunca ha sido Reyes del Río artista de secretos con la prensa, a la que debe todo lo que es y cuanto sea.

La escuchaba, embelesada, doña Maleni.

—¡Qué lista es mi niña! ¡Qué pico de oro! Y a todo esto, la loca de Eliseo detenido por tráfico de falos.

—No se preocupe que no es delictivo —decretó Miranda—. Los aduaneros saben que cada uno se lo monta como puede.

Fue entonces, a punto de acabarse la rueda de prensa, cuando apareció Eliseo, esgrimiendo el falo de Jim Stryker en la actitud de un rey de bastos. Lucía en su rostro aceituno una expresión radiante como un sol.

Acudió corriendo doña Maleni, bolso en ristre.

—¡Hijo! ¿Qué te han hecho? ¿Te han torturado?

—Todo lo contrario —murmuraba él—. Mano de plata, tía. Mano de plata.

Y tenía los ojos entornados de modo tal que diríase sonámbulo. O que en el corto espacio de tiempo que duró el encierro había visitado el séptimo cielo y otros dos que hubiese encima.

EL CHÓFER DE MIRANDA cargó las maletas y, al poco, se encontraban ya en la autopista, camino de la ciudad. Guardaba el hombre tal compostura que Imperia quedó un poco intimidada. Recordó que era una compostura falsa. Martín había estado muchos años al servicio de los padres de Miranda y era como el oráculo permanentemente instalado en su vida y en su casa. Pero su longevidad laboral le llevaba a comportarse con un rigor Victoriano, como en los buenos, excelentes tiempos del señorío. Cuando los señores lo eran de verdad y los criados tendían a recordárselo siendo, ellos mismos, muy señores. Tanto respeto mutuo, tanta conciencia de la finura recíproca convertían a Martín en un caso único, como lo era también su veteranía. Y todo ello le otorgaba el grado necesario para ejercer una autoridad total sobre los otros criados. Dos jóvenes. Dos guapísimos.

Sobre este punto, comentó Miranda:

—Fíjate qué cosa más tonta. Tres criados ahora que me dan asco los hombres.

—Mujer, no tienes por qué acostarte con ellos.

—Con uno ya lo hice. La verdad es que me dio gusto, porque entonces no tenía infierno interior.

—¿Qué dices que tienes?

—Infierno interior.

—Pero si tú no has tenido una sola preocupación en toda tu vida.

—Preocupación no, pero infierno interior sí tengo, y mucho. Y no sabes tú lo bien que me va. Antes, yo vivía en la inopia pensando que era feliz. Pero un buen día, Tere Machín me recomendó a su psicoanalista, una argentina absolutamente fabulous que se llama Beba Botticelli, un tesoro. Sólo ella ha sabido comprenderme. Nada más entrar yo en su consultorio se llevó las manos a la cabeza y gritó: «Piba, lo que vos llevás dentro, lo que vos llevás dentro». Se asomó a mis abismos y me sacó el infierno afuera. No digo que esté mejor que antes, pero convivo con mi propio horror, que es cosa sine qua non de toda mujer lúcida.

—¿Y en qué consiste esta lucidez?

—Que me he hecho tortillera vocacional.

—Pues ya era hora de que sintieses vocación por algo. —Y en voz queda, añadió—: De todas maneras, no hables tan alto. Puede oírte el chófer.

A voz en grito exclamó la otra:

—Él sabe. Yo no oculto nada al servicio. ¿Verdad, Martín? Cuéntele a doña Imperia, cuéntele.

Sin volver la cabeza, proclamó Martín:

—En casa todos nos congratulamos de que la señora se haya hecho tortillera.

Comprendió Imperia que ciertos casos es preferible apostillarlos con un simple encogerse de hombros. Y aun así, todavía añadió:

—Tortillera es despectivo, por si no te habías enterado.

—Despectivo no es, porque me lo aplico a mí misma y yo tengo demasiada autoestima para insultarme. De modo que si digo tortillera es que está divinamente dicho.

—Lesbiana sería más respetuoso.

—Induciría a equívoco. Sé de muy buena tinta que viene de una poetisa o dramaturga o algo así que vivía en la isla de Lesbos, de donde el nombre de lesbiana. Pero resulta que, en la misma isla, los habitantes masculinos se llaman lesbianos. Y está muy claro que lo que era la poetisa no podía serlo también un picapedrero. Entonces, si para definirme digo que soy lesbiana no quiere decir nada, porque también puede serlo cualquier otro habitante de aquella isla. Es como decir soy alicantino o alicantina que significa ser de Alicante y nada más, ¿comprendes?

—Miranda, a veces consigues marearme.

—¡Ay, ojalá te marearas tanto que te desmayases! Así te haría yo el boca a boca y podría realizarme en mi ser más íntimo con esta pasión ardiente que me devora desde la infancia, sin que yo lo supiera.

Y se abalanzó sobre Imperia con tal fuerza que casi le dio con la pamela en un ojo.

—¿Con qué me amenazas?

—Con nada porque soy discreta, cauta y resignada. Pero si fuese arrogante, lanzada y cutre, debería forzarte, porque mi infierno interior eres tú, como en los boleros.

—¿Desde qué momento de nuestra demasiado larga amistad, si puede saberse?

—Desde la más remota infancia. Desde que jugábamos al hula-hoop en el Turó Park en aquella Barcelona ida con el viento.

—No me acuerdo.

—Claro. Porque lo has enterrado en lo más profundo de ti misma para no obligarte a reconocer tu parte en el fracaso de mi matrimonio.

Intervino entonces el chófer sin dejar de mirar a la autopista:

—La señora perdone, pero creo recordar que el fracaso de su matrimonio se debe al zipote del señor, que era muy ganchudo.

—Gracias por recordármelo, Martín, está usted en todo, pero aquí la señora también es culpable. Beba Botticelli me abrió los ojos. ¿Recuerdas la tirria que les tenía a las monjas? Pues creía odiarlas, pero, en el fondo, no las odiaba sino que estaba proyectando hacia ellas todo el odio que sentía por ti. Según Beba Botticelli, que es muy fabulous y muy argentina, yo te deseaba y no podía conseguirte. Pero te apreciaba tanto, eras tan hermana, y ¿qué digo hermana?, ¡hermanísima!, que me faltaba el valor para arremeter contra ti y entonces hice una transferencia a las monjas.

—En cualquier caso ellas se lo merecen mucho más que yo, que vengo aguantándote insensateces de este estilo desde que teníamos catorce años.

—Los tenías tú, si acaso. Yo siempre he sido mucho más joven.

—Dos meses, todo lo más.

—¡Qué valor el tuyo! ¡Por lo menos diez años!

Estaban ya cerca del apartamento de Imperia y continuaba la otra discutiendo la cuestión de las edades. Pero al percatarse de que el trayecto estaba a punto de finalizar, se apresuró a cambiar de tema:

—Año más año menos, todavía estoy apetecible. Así que bien podrías hincarme el diente, como si fuese una manzanita.

—Miranda, te estás ganando un guantazo. Y no por lesbiana, sino por cursi.

—No se me escapa que siempre has sido muy partidaria del sexo opuesto, pero prométeme que, si algún día cambiases de tercio, yo sería la primera candidata.

—¿Estrenarme con las mujeres a mi edad? Sería cómico. Bastantes disgustos me han dado los hombres.

—Porque siempre eliges mal. ¡Hay que ver lo que era el memo de tu marido! Por cierto, ya que hablamos de ese infame: ¿has tomado alguna decisión respecto a tu hijo?

Pero habían llegado al punto de destino e Imperia sólo tuvo tiempo de decir:

—Sí. Vendrá a vivir conmigo.

Miranda se llevó las manos a la pamela, exhalando un gritito de sorpresa, si no de escándalo.

—¡Y no me habías dicho nada! ¡Cómo eres de secreta, impenetrable y tuya! Es que no hay modo de hacerte hablar. Es que eres una tumba.

Genial intuición por parte de alguien que llevaba siete horas sin cerrar la boca.

—La madre que te parió —exclamó Imperia, riendo.

Y lo dijo por tres veces mientras cerraba la puerta de golpe, como queriendo dar en las narices de la otra.