Por G. K. Chesterton[1]
En un debate sobre la estupidez y la uniformidad de todas las generaciones anteriores a la nuestra aparecido recientemente en un periódico, alguien dijo que en el mundo de Jane Austen era de esperar que una dama se desmayara al recibir una proposición de matrimonio. Para aquellos que hayan leído alguna de las obras de Jane Austen, esta conexión de ideas resultará ligeramente cómica. Elizabeth Bennet, por ejemplo, recibió dos proposiciones de matrimonio de dos admiradores muy confiados, e incluso expertos, y desde luego no se desmayó. Sería más cierto decir que fueron ellos los que lo hicieron. En cualquier caso, sería divertido para quienes así se divierten, instructivo quizá para quienes necesitan ser instruidos, saber que los primeros trabajos de Jane Austen, publicados aquí por vez primera, podrían denominarse: sátira de la fábula de la mujer que se desmaya. «Ten cuidado con los desvanecimientos… Aunque al principio puedan parecer reconfortantes y agradables, al final, sobre todo si se repiten demasiado y en estaciones poco apropiadas, son destructivos para el organismo». Estas son las últimas palabras de la moribunda Sophia a la afligida Laura, y hay críticos modernos capaces de ver en ellas una prueba de que en la primera década del siglo XIX la sociedad entera vivía en un perpetuo desmayo, cuando la verdad de esta pequeña burla es que el desmayo producido por una sensibilidad extrema no se satiriza porque sea un hecho —hecho incluso entendido como una moda— sino y únicamente porque es una ficción. Laura y Sophia son ridículamente irreales por desmayarse de una forma en la que las damas reales no se desmayan. Esos modernos ingeniosos que dicen que las damas de verdad se desmayaban no son sino víctimas de la ironía de Laura y de Sophia y malos intérpretes de Jane Austen; no creen en las personas que vivieron en aquel tiempo, sino en las novelas más absurdas de ese período, novelas en las que ni siquiera creían sus lectores contemporáneos. Han digerido toda la solemnidad de los Misterios de Udolfo y nunca han reconocido la broma de La abadía de Northanger.
Porque si estos juvenilia de Jane Austen son un especial anticipo de sus trabajos posteriores, lo son sin duda del aspecto satírico de La abadía de Northanger. Podríamos hablar ahora de su considerable significado en ese sentido, pero no estaría mal adelantar unas palabras sobre las obras mismas como ejemplos de historia literaria. Todo el mundo sabe que la novelista dejó un fragmento inacabado, publicado después con el nombre de The Watsons, y una historia acabada, en forma de cartas, llamada Lady Susan, que aparentemente decidió no publicar. Estas preferencias no son sino prejuicios —entendidos estos como asuntos de gusto difíciles de manejar—; pero debo confesar que considero un raro accidente histórico que algo en comparación tan aburrido como Lady Susan haya sido publicado ya, y algo en comparación tan vivo como Amor y amistad no haya sido publicado hasta ahora. Al menos es una curiosidad literaria que tales curiosidades literarias hayan vivido por accidente casi ocultas. Sin duda es correcto pensar que podemos ir demasiado lejos al vaciar la papelera de un genio delante del público, y que hay un sentido en el cual la papelera es un lugar tan sagrado como la tumba. Pero sin arrogarme más derecho que nadie a decidir sobre una cuestión de gusto, espero que se me permita decir que, por mi parte, habría dejado encantado en la papelera a Lady Susan si hubiera podido reunir en un álbum privado las piezas de Amor y amistad, un texto para reír sin parar, como uno se ríe leyendo los grandes textos burlescos de Peacock o de Max Beerbohm.
Jane Austen dejó todo lo que poseía a su hermana Cassandra, incluyendo este y otros manuscritos. El segundo volumen de estos manuscritos, entre los que se encuentra el presente, fue dejado a su vez por Cassandra a su hermano, el almirante sir Francis Austen. Él se los dio a su hija Fanny, quien a su vez se los dejó a su hermano Edward, rector de Barfrestone, en Kent, y padre de la señora Sanders, a cuya sabia decisión debemos la publicación de estas primeras fantasías de su tía abuela, a quien sería confuso llamar aquí gran tía abuela[2]. Cada cual juzgará por sí mismo, pero yo creo que ella ha añadido algo intrínsecamente importante a la literatura y a la historia de la literatura, que hay carretadas de materia impresa, generalmente reconocidas y editadas junto a las obras de todos los grandes autores, mucho menos características y mucho menos significativas que estas pocas bromas de infancia.
Porque Amor y amistad, con algunos pasajes similares en los fragmentos que lo acompañan, es realmente una soberbia obra burlesca, algo muy superior a lo que las damas de aquel tiempo llamaban un chascarrillo agradable. Es una de esas cosas que se leen con gozo porque han sido escritas con gozo; en otras palabras, porque son juveniles, entendiendo aquí juvenil como alegre. Se cree que escribió estas cosas cuando tenía diecisiete años, y evidentemente lo hizo de la forma en que la gente dirige una revista familiar, porque las ilustraciones que se incluyen en el manuscrito eran obra de su hermana Cassandra. Todo el trabajo está lleno de esa clase de buen humor que es más intenso en privado que en público, igual que la gente se ríe más en la casa que en la calle. Muchos de sus admiradores quizá no esperen, muchos de sus admiradores quizá no admiren, la clase de humor que se encuentra en la carta de la joven dama «cuyos sentimientos eran demasiado intensos para el razonamiento» y que comenta incidentalmente: «Maté a mi padre cuando era muy pequeña, después maté a mi madre y ahora me dispongo a asesinar a mi hermana». Personalmente, me parece admirable; no la culpa, sino la confesión. Pero hay mucho más que hilaridad en el humor, incluso en este estadio de su crecimiento. Hay una especie de elegancia del absurdo casi en todas partes, y no poca de la verdadera ironía de Austen. «El noble joven nos informó de que su nombre era Lindsay, aunque por razones particulares lo llamaré aquí Talbot». ¿De verdad alguien podía desear que una cosa así desapareciera en la papelera? «No era sino una simple joven de buen carácter, educada y bien dispuesta. Como tal, era difícil que nos disgustara: solo podía ser objeto de desdén». ¿No se parece a una primera línea borrosa del retrato de Fanny Price? Al escucharse un fuerte golpe en la puerta de la casa rústica junto al río Uske, el padre de la heroína se pregunta por la naturaleza del ruido y, después de analizarlo, paso a paso, con cuidado, todos llegan a la conclusión de que se trata de alguien que llama a la puerta. «Sí —exclamé yo—. No puedo evitar pensar que debe de tratarse de alguien que desea ser admitido en nuestra casa». «Esa es otra cuestión —replicó él—. No debemos pretender determinar cuál es la causa por la cual la persona llama a la puerta, aunque estoy parcialmente convencido de que alguien llama a la puerta». En la exasperante lentitud y lucidez de la respuesta, ¿no se encuentra la sombra de otro padre más famoso? ¿No escuchamos por un momento, en la casa rústica junto al río Uske, la voz inconfundible del señor Bennet?
Pero hay una razón más crítica para disfrutar de la alegría de estas caricaturas y de estos juegos. El señor Austen-Leigh parece no haberlos encontrado lo suficientemente serios para la reputación de su gran pariente; pero la grandeza no está hecha de cosas serias, seriedad entendida como solemnidad. La causa que motiva estas obras es tan seria como la que incluso él o cualquier otra persona pudiera desear, porque concierne a la calidad fundamental de uno de los talentos más grandes de las letras.
Los primeros trabajos de Jane Austen tienen en su totalidad un enorme interés psicológico, que llega casi a convertirse en misterio psicológico. Y por esa razón, entre otras, esta obra no ha sido lo suficientemente valorada. Grande como fue, nadie defendió que Jane Austen fuera una poeta. Pero fue un ejemplo notable de lo que se dice de un poeta: nació, no fue fabricada. Comparados con ella, muchos de los poetas parecen haber sido fabricados. Muchos hombres que ofrecen el aspecto de haber prendido fuego al mundo han dejado al menos pruebas suficientes sobre lo que les inflamó a ellos mismos. Hombres como Coleridge o Carlyle prendieron sus primeras antorchas en las llamas de místicos alemanes o especuladores platónicos igualmente fantásticos; atravesaron calderas de cultura donde personas menos creativas incluso podrían haber ardido en las llamas de la creación. Jane Austen no se inflamó, no se inspiró para ser un genio, ni siquiera lo persiguió; simplemente era un genio. Su fuego, lo que había de él, comenzó en ella misma, como el fuego del primer hombre que frotó dos palos secos uno contra otro. Algunos dirían que los palos que frotó estaban muy secos. Lo que en cualquier caso es cierto es que con su propio talento artístico ella hizo interesante lo que miles de personas aparentemente iguales hubieran hecho aburrido. No había nada en sus circunstancias particulares, ni siquiera en las materiales, que pareciera abocar al nacimiento de tal artista. Quizá suene equivocado y atrevido el decir que Jane Austen era elemental. Quizá parezca un poco caprichoso el insistir en que era original. Sin embargo, estas objeciones vendrían del crítico que no se detiene a pensar en el sentido de «elemento» y de «origen». Quizá esta idea quedaría también expresada en el significado de la palabra «individuo». El talento de Jane Austen es absoluto, no puede analizarse en términos de influencias. Ha sido comparada con Shakespeare, y en este sentido nos hace recordar la broma sobre el hombre que dijo que podría escribir como Shakespeare si tuviera su inteligencia. En este caso, nos parece ver a miles de solteronas, sentadas ante miles de mesas de té: todas ellas podrían haber escrito Emma si hubieran tenido su inteligencia.
Al considerar incluso sus primeros y más imperfectos experimentos, nos encontramos con el interés de mirar una mente y no un espejo. Quizá no sea consciente de ser ella misma, pero lo que no es, al contrario de muchos imitadores más cultos, es consciente de ser otra persona. La fuerza, en sus primeros y menos acabados trabajos, viene de dentro y no de fuera. Este interés, que le pertenece como ser individual con un instinto superior para la crítica inteligente de la vida, constituye la primera de las razones que justifican un estudio sobre sus trabajos juveniles; es un interés basado en la psicología de la vocación artística. No diré del temperamento artístico, porque nadie menos que Jane Austen tuvo nunca esa cosa tan pesada, llamada así generalmente. No obstante, aunque esta solo sería razón suficiente para intentar averiguar cómo empezó su trabajo, el interés se hace aún más relevante cuando realmente sabemos cómo empezó. Esto es algo más que el descubrimiento de un documento, es el descubrimiento de una inspiración. Y el de que la inspiración fue la inspiración de Gargantúa y de Pickwick: la inspiración de la risa.
Si puede parecer extraño llamarla elemental, parecerá igualmente extraño llamarla exuberante. Estas páginas traicionan su secreto: que era exuberante por naturaleza, y que su poder venía, como todos los poderes nacen, del control y de la dirección de la exuberancia. Tras sus miles de trivialidades, ahí están la presencia y la presión de esa fuerza; hubiera podido ser extravagante si lo hubiera querido. Jane Austen era el reverso mismo de una solterona almidonada o famélica; si lo hubiera querido, hubiera podido ser un bufón como la esposa de Bath. Esto es lo que otorga una fuerza infalible a su ironía. Esto es lo que da un peso asombroso a sus modestas declaraciones. Tras la fachada desapasionada de esta artista, también, está la pasión; pero su pasión, tan original, era una especie de alegre burla y de espíritu combativo contra todo lo que ella consideraba mórbido, laxo y venenosamente estúpido. Las armas que forjó tuvieron un acabado tan fino que nunca hubiéramos sabido esto de no ser por la vislumbre del horno en el que se fraguaron. Por último, hay dos hechos adicionales que dejaré a la valoración y al análisis de los críticos y periodistas modernos. El primero es que, al criticar a los románticos, esta escritora realista está muy interesada en criticarlos por lo mismo por lo que el sentimiento revolucionario los ha admirado tanto: por la glorificación de la ingratitud hacia los padres y por la fácil asunción de que los viejos siempre están equivocados. «¡No! —dice el noble joven de Amor y amistad—. ¡Nunca podrá decirse que agradé los deseos de mi padre!». Y el segundo es que no hay la más leve indicación de que esta inteligencia independiente y este espíritu jocoso no estuviera contenta con una rutina doméstica que abarcaba pocas cosas y en la cual escribía una historia tan doméstica como un diario en los intervalos entre pasteles y bizcochos, sin necesidad de mirar por la ventana para tener noticia de la Revolución Francesa.
G. K. Chesterton.