A la señorita Austen.
Estimada señorita:
Animada por el cálido apoyo que prestara a «La bella Cassandra» y a «La historia de Inglaterra», que, con su generosa ayuda, se encuentran ahora en todas las bibliotecas del reino y van por la tercera edición, me tomo la libertad de rogarle que se tome las mismas molestias por la siguiente novela, que me jacto de encontrar más meritoria que ninguna de las publicadas hasta ahora o de las que se publiquen en el futuro, salvo aquellas que puedan nacer de la pluma de su agradecida y humilde servidora,
La autora.
Steventon, agosto de 1792.
Como muchas heroínas antes que ella, Catharine tuvo la desgracia de perder a sus padres cuando era muy joven y de ser educada bajo la tutela de una tía soltera que, mientras ella la amaba tiernamente, dirigía su conducta con una severidad tan implacable que mucha gente —Catharine entre esta— no sabía muy bien si la amaba o no. A causa de aquel celo exagerado se veía a menudo privada de cosas agradables; por ejemplo, obligada a renunciar a un baile porque un oficial determinado estaría allí, o a bailar con una persona del gusto de su tía en vez de con alguien de su propia elección. Pero tenía buen carácter por naturaleza, no se deprimía fácilmente, y poseía un caudal de alegría y buen humor de esos que solo se agotan por una causa muy grave.
Además de estos antídotos contra la decepción y de la fuerza interior que los sustentaba, Catharine contaba con otro, que proporcionaba constante alivio a sus tristezas. Se trataba de un bonito y umbrío cenador, que ella había construido personalmente en su infancia, con la ayuda de dos jóvenes amigas que habían vivido en aquel pueblo. Siempre que algo la perturbaba, Catharine vagaba hasta este cenador, que se encontraba al final de un paseo muy agradable y retirado en el jardín de su tía. El cenador tenía un enorme poder sobre sus sentidos, capaz siempre de tranquilizar su pensamiento y de aquietar su espíritu. Quizá la soledad y la reflexión, practicadas en su dormitorio, podrían haber tenido el mismo efecto, pero la costumbre había fortalecido de tal forma la idea que su fantasía le había sugerido primero, que Kitty[35] nunca pensaba en esa posibilidad, persuadida como estaba de que su cenador podía por sí mismo devolverla a su ser.
Kitty poseía una gran imaginación y respondía con entusiasmo a la amistad y al rumbo de su fantasía. Este adorado cenador había sido el resultado de su trabajo y del de dos simpáticas niñas, por quienes desde su infancia había sentido un cariño muy tierno. Eran las hijas de un clérigo de la parroquia con cuya familia, mientras allí vivió, su tía había mantenido lazos muy estrechos, y las niñas, aunque vivían separadas durante la mayor parte del año a causa de su diferente educación, estaban siempre juntas durante las vacaciones de las señoritas Wynne. El cenador se había construido en aquellos días felices de la infancia, tan añorados por Kitty, y ahora que se encontraba separada de sus queridas amigas, quizá para siempre, le traía a la memoria, más que ningún otro sitio, los tiernos y melancólicos recuerdos de las agradables horas pasadas con ellas. ¡Recuerdos tan tristes y portadores de alegría a un tiempo! Habían transcurrido dos años desde la muerte del señor Wynne y de la consiguiente dispersión de los miembros de su familia, que había quedado en una situación de gran pobreza. Dependían ahora, casi completamente, de unos parientes que, aunque muy ricos y estrechamente relacionados con ellos, se habían mostrado muy reacios a contribuir a su sostén.
Por fortuna, la señora Wynne se había ahorrado el sufrimiento de conocer la difícil situación de sus hijas, ya que murió de una dolorosa enfermedad pocos meses antes del fallecimiento de su marido. La hija mayor se había visto obligada a aceptar el ofrecimiento de uno de sus primos de enviarla a la India, y, aunque no había nada más alejado de sus deseos, se había visto en la necesidad de abrazar esa única posibilidad de supervivencia. Y, sin embargo, era tan opuesta a todas sus ideas sobre la corrección, tan contraria a sus deseos, tan repulsiva a sus sentimientos, que, de haber tenido la posibilidad de elegir, hubiera preferido la esclavitud. Sus encantos personales le habían proporcionado un esposo tan pronto como llegara a Bengala, y ahora llevaba casada un año; espléndida pero tristemente casada. Unida a un hombre que le doblaba la edad, de carácter poco amable y modales groseros, aunque se le consideraba una persona respetable. Kitty había tenido dos veces noticias de su amiga desde su matrimonio, pero sus cartas eran siempre tristes y, aunque nunca declaraba abiertamente sus sentimientos, cada línea demostraba que era infeliz. No hablaba con placer de nada, salvo de aquellas diversiones que habían compartido juntas y que nunca más volverían, y su única felicidad consistía en la idea de regresar a Inglaterra.
Su hermana había sido tomada a cargo de otra pariente, la viuda de Lord Halifax, como acompañante de sus hijas, y había viajado a Escocia más o menos al mismo tiempo que Cecilia abandonara Inglaterra. Por tanto, Kitty tenía noticias más frecuentes de Mary, aunque las cartas de esta no eran mucho más tranquilizadoras. Sin duda, no había en ellas esa absoluta desesperanza ante su situación propia del tono de las de su hermana. No estaba casada y al menos podía pensar en un cambio en su situación, pero en aquel momento vivía sin una perspectiva de cambio inmediato, y lo hacía en el seno de una familia en la que, a pesar de que todos sus miembros eran parientes suyos, no tenía un solo amigo. Solía escribir en un tono deprimido, al que la separación de su hermana y su matrimonio habían contribuido en gran medida. Apartada así de las dos personas que más amaba en la tierra, y agudizado aún más por su pérdida el cariño que sentía por Cecilia y por Mary, todo lo que le recordaba a ellas era doblemente querido, y los arbustos que habían plantado y los regalos que se habían hecho eran ahora sagrados.
La casa de Chetwynde pertenecía ahora a un tal señor Dudley, cuya familia, al contrario de la de los Wynne, era causa solo de irritación para la señora Percival y su sobrina.
El señor Dudley, que era el hijo menor de una familia muy aristocrática, de una familia más conocida por su orgullo que por su opulencia, firme defensora de su dignidad y celosa de sus derechos, se pasaba el día discutiendo, si no con la misma señora Percival, sí con su administrador y sus arrendatarios sobre diezmos, y con el resto de sus principales vecinos sobre las muestras de respeto que según él le debían. Su esposa, una mujer inculta y maleducada que pertenecía a una familia de rancio abolengo, estaba orgullosa de su familia casi sin saber por qué y, como su marido, era altanera y discutía sin saber por qué razón. Su única hija, que había heredado la ignorancia, la insolencia y el orgullo de sus padres, tenía una belleza por la cual daba muestras de una ridícula vanidad. Aquellos la consideraban una criatura irresistible y la educaban como a la persona que les devolvería, por medio de un matrimonio espléndido, la dignidad de su situación ahora disminuida, una situación que, por ejemplo, obligaba al señor Dudley a vivir en el campo. Los señores Dudley despreciaban a los Percival por ser una familia de rango inferior y al mismo tiempo los envidiaban por su fortuna; sentían celos al ver cómo la gente les respetaba más que a ellos y, mientras pretendían tratarles como a gente insignificante, se esforzaban por rebajar la opinión de que gozaban en la vecindad, por medio de comentarios falsos y maliciosos.
Y esta familia era la que erróneamente debía consolar a Kitty por la pérdida de los Wynne, o llenar con su charla esas horas a veces tediosas que, en una situación de aislamiento como la suya, podían hacer deseable una compañía.
Su tía no la apreciaba en exceso, y pobre de ella si alguna vez la encontraba de mal humor. Sin embargo, vivía siempre tan preocupada con la idea de que cometiera una imprudencia en su matrimonio, si es que tenía la oportunidad de elegir, y estaba tan descontenta con el comportamiento de su sobrina cuando la veía con jóvenes, ya que por naturaleza era muy abierta y poco reservada, que aunque a menudo deseaba, por el bien de su sobrina, que el vecindario fuera más grande, y que ella se hubiera acostumbrado a tener más relación con él, la idea de que había hombres jóvenes en casi todas las familias que lo componían acababa por apagar sus deseos. Los mismos temores que evitaban que la señora Percival participara demasiado en la vida social de sus vecinos la llevaban a reducir sus propias invitaciones. Por esta razón, rechazaba una y otra vez el intento anual de unos parientes lejanos de visitarla en Chetwynde, ya que había un joven en esta familia, del que había oído muchas cualidades alarmantes. No obstante, este joven estaba ahora de viaje, y los repetidos ruegos de Kitty, unidos a la conciencia de haber rechazado con excesiva poca ceremonia las frecuentes proposiciones de la familia y al verdadero deseo que tenía de verles, la convencieron del gran placer que supondría su visita durante el verano.
El señor y la señora Stanley fueron por tanto invitados a la casa, y Catharine, con una expectativa deseable por delante, con un algo que inevitablemente aliviaría la dureza de un constante cara a cara con su tía, estaba tan contenta, tan animada, que durante los tres o cuatro días precedentes a su llegada, apenas pudo concentrarse en nada. La señora Percival se sentía siempre decepcionada en ese particular, y se quejaba de falta de firmeza y perseverancia en sus ocupaciones, las cuales no eran para nada del gusto de Kitty, ni probablemente podían serlo del de ninguna persona joven. Por otra parte, la aburrida conversación de su tía y la falta de una compañía agradable hacían que este deseo de cambio en sus costumbres aumentara aún más; porque Kitty se cansaba mucho antes de leer, de trabajar, de dibujar y del parloteo de la señora Percival, que de su cenador, adonde la señora Percival nunca la acompañaba, por miedo a la humedad.
Como su tía se enorgullecía de la perfecta propiedad y corrección con la que se llevaba todo en su familia, y no conocía otra satisfacción que la de saber que su casa estaba siempre en completo orden, siendo su fortuna considerable y contando con un servicio numeroso, pocos fueron los preparativos que tuvo que hacer para recibir a sus visitantes.
El día tan esperado por fin llegó, y el ruido que hizo el coche de 4 caballos al girar por el camino que conducía a la entrada fue para Catharine un sonido más atractivo que el de la música de una Ópera italiana, que para muchas heroínas es el no va más del placer.
El señor y la señora Stanley eran personas de gran fortuna y elegancia. Él era miembro de la Cámara de los Comunes, y por lo tanto tenían que residir durante la mitad del año en la ciudad, lo que les proporcionaba un enorme placer. Allí la señorita Stanley había sido educada por los maestros más importantes desde los seis años hasta la última primavera; doce años durante los cuales se había dedicado a adquirir las perfecciones que ahora debía poner en práctica y que en pocos años olvidaría por completo. La señorita Stanley era elegante, bastante bonita y, naturalmente, no carecía de talento. Sin embargo, aquellos años que debería haber empleado en adquirir conocimientos útiles y en desarrollar su inteligencia habían transcurrido entre el dibujo, el italiano y la música, más especialmente entre esta última, y ahora, además de estas perfecciones, contaba con una pobreza de conocimientos debida a su falta de lecturas y con una inteligencia desprovista totalmente de gusto o de juicio. Tenía un temperamento bueno por naturaleza, pero al ser tan poco reflexiva, carecía de paciencia para afrontar decepciones y era incapaz de sacrificar sus deseos por el bienestar de otros. Toda su atención se concentraba en la elegancia de su aspecto, en el buen gusto de su vestido y en la admiración que deseaba que estos despertasen en los demás. Profesaba amor a los libros sin leer, le gustaba la conversación animada pero carecía de ingenio, y se creía graciosa sin serlo.
Así era Camilla Stanley. Y Catharine, que se había hecho ilusiones con su llegada y que, debido a su aislamiento, estaba dispuesta a apreciar a cualquiera, aunque su inteligencia y su juicio no podían satisfacerse con facilidad, se convenció, desde el momento en que la vio, de que la señorita Stanley sería la compañera que necesitaba, y que de alguna forma llenaría el hueco dejado por la pérdida de Cecilia y de Mary Wynne.
Por lo tanto, Catharine se sintió unida a Camilla desde el día de su llegada y como eran las dos únicas personas jóvenes de la casa, se convirtieron en compañeras inseparables. Aunque quizá sus lecturas no eran muy profundas, Kitty era una gran lectora y, naturalmente, se sintió encantada al comprobar que la señorita Stanley era también muy devota de los libros. Feliz al saber que ambas compartían los mismos sentimientos hacia estos, empezó a interrogar a su nueva amiga sobre sus preferencias, y, aunque ella era una gran conocedora de la historia moderna, prefirió empezar por libros más ligeros, por ese tipo de libros que todos conocen y admiran.
—Supongo que habrá leído las novelas de la señora Smith[36] —dijo a su compañera.
—¡Oh, sí, y me encantan! Son las más deliciosas del mundo.
—¿Y cuál de ellas prefiere?
—¡Oh, querida, creo que no hay posible comparación entre ellas! Emmeline es muchísimo mejor que las demás.
—Sí, mucha gente lo cree, pero no sé por qué tiene más mérito que las otras. ¿Cree usted que está mejor escrita?
—¡Oh! Yo no entiendo nada de eso, pero sí puedo decirle que es mejor en todo. Además, ¡Ethelinde es tan larga!
—Esa es la objeción más común que se le hace —dijo Kitty—, pero, en mi caso, si un libro está bien escrito siempre se me hace demasiado corto.
—A mí también, lo único es que me canso antes de acabar.
—Pero ¿no le pareció interesante la historia de Ethelinde? Y las descripciones de Grasmere[37], ¿no le parecieron preciosas?
—¡Oh, me las salté todas! ¡Tenía tantas ganas de saber lo que pasaba al final!
Luego, tras una pequeña pausa, añadió:
—Este otoño vamos a ir a Los Lagos. Estoy loca de alegría. Sir Henry Devereux ha prometido acompañarnos, y eso lo hará tan agradable, ya sabe…
—Seguro que sí, aunque me parece una lástima que sir Henry no reserve su poder de agradar para una ocasión más necesaria. Pero le envidio esa expectativa.
—¡Oh, estoy encantada con la idea! No puedo pensar en otra cosa. Le aseguro que no he hecho otra cosa durante este último mes que pensar en los vestidos que debo llevar. Al final, he decidido llevar muy pocos, al margen de mi vestido de viaje, y le aconsejo que cuando vaya haga lo mismo. Mi idea es encargar algunas cosas para la ocasión, si es que vamos a las carreras, y hacemos una parada en Matlock o en Scarborough.
—¿Piensan ir a Yorkshire[38], entonces?
—No creo. La verdad es que no tengo ni idea de la ruta, porque nunca me molesto mucho con esas cosas. Lo único que sé es que vamos de Derbyshire a Matlock y a Scarborough, pero adónde vamos primero, no lo sé ni me importa. Tengo la esperanza de encontrarme con unas amigas íntimas en Scarborough. En su última carta, Augusta me dijo que sir Peter hablaba de ir, pero en fin, ya ve lo improbable que suena. No puedo soportar a sir Peter, es una criatura horrible.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo Kitty, sin saber qué otra cosa podía decir.
—¡Oh, es espantoso!
En este punto, la conversación fue interrumpida, y Kitty se quedó en un estado de dolorosa ansiedad, sin conocer los particulares del carácter de sir Peter. Solo sabía que era horrible y espantoso, pero por qué y en relación con qué eran cosas que había que descubrir. Apenas sabía qué pensar sobre su nueva amiga. Si había entendido bien, parecía no tener ni idea de geografía inglesa y carecía de gusto y de conocimientos. Sin embargo, Kitty no quería precipitarse en su opinión. Por una parte, quería ser justa con la señorita Stanley y, por otra, no quería que esta defraudara los deseos que había puesto en ella. Por lo tanto, decidió no emitir ningún juicio en algún tiempo.
Después de la cena, la conversación giró sobre el estado de cosas en la política mundial. La señora Percival, que sostenía firmemente la opinión de que la humanidad en general vivía un proceso de degeneración, dijo que, por su parte, todas las cosas en las que creía iban directamente a la desaparición o a la ruina, que el orden había desaparecido de la faz de la tierra, que, según había oído, la Cámara de los Comunes no se disolvía a veces hasta las cinco de la mañana, y que la depravación nunca había sido tan general; y concluyó expresando su deseo de vivir lo suficiente para ver restaurados los modales del reinado de la reina Isabel.
—Bueno, señora —dijo su sobrina—, pero confío en que no quiera restaurar a la reina Isabel misma.
—La reina Isabel —dijo la señora Stanley, que nunca se arriesgaba a hacer un comentario sobre historia, si no estaba bien fundado— vivió muchos años y fue una mujer muy lista.
—Es verdad, señora —dijo Kitty—, pero, en mi opinión, ninguna de esas circunstancias es meritoria en sí misma y están muy lejos de hacerme desear su regreso, porque, si volviera otra vez, con su mismo talento y con su misma buena constitución, podría hacer el mismo daño y durante el mismo largo período de tiempo que la vez anterior.
Y volviéndose hacia Camilla, que había estado muy callada durante un tiempo, añadió:
—¿Qué piensa sobre Isabel, señorita Stanley?
—No sé nada de política, ni soporto su mención.
Kitty se quedó muy sorprendida ante este enérgico rechazo, pero no dijo nada, persuadida de que la señorita Stanley era ignorante porque el tema le desbordaba. Confundida por su opinión sobre su nueva amiga, se retiró a su habitación, con el temor de que esta no se parecía nada a Cecilia ni a Mary.
A la mañana siguiente, al levantarse, se confirmó aún más en esta idea, que no hizo sino aumentar de día en día. No encontraba ninguna variedad en su conversación, la única información que recibía de ella era sobre la moda, y la única diversión que le proporcionaba eran sus interpretaciones al Clavicordio. Después de repetidos intentos de verla como el objeto de sus deseos, se vio obligada a renunciar, considerándolos inútiles.
Ocasionalmente, había encontrado algo parecido al sentido del humor en Camilla, algo que había hecho despertar sus esperanzas, la idea de que quizá podía tener cierto ingenio, aunque no fuese demasiado marcado; pero estas chispas de ingenio eran tan escasas y se apoyaban en una estructura tan débil, que llegó a convencerse de que eran un simple accidente. Todos sus conocimientos se agotaron en pocos días, y cuando Kitty aprendió de ella lo grande que era su casa de la ciudad, las fechas en que daban comienzo las diversiones de moda, quiénes eran las bellezas más celebradas y quién el mejor sombrerero, Camilla no tuvo nada más sobre lo que instruir, excepto sobre las personalidades de sus conocidos cuando aparecían en la conversación; algo que hacía con tanta facilidad como Brevedad, diciendo que la persona en cuestión era la criatura más dulce del mundo y alguien a quien adoraba con pasión, o terrible, espantosa y nadie con la que una debiera ser vista en público.
Como Catharine deseaba obtener cualquier tipo de información sobre los miembros de la familia Halifax, y como pensó que la señorita Stanley debía conocerla —ya que daba la impresión de conocer a todas las familias importantes—, aprovechó que un día Camilla se dedicaba a enumerar a todas las personas de abolengo que su madre visitaba para preguntarle si Lady Halifax se encontraba entre ellas.
—¡Oh, gracias por recordármela! Es una de las mujeres más dulces del mundo y una de nuestras relaciones más íntimas. Creo que no hay un solo día, de los seis meses que pasamos en la ciudad, en el curso del cual no nos veamos. Y me escribo con todas las niñas.
—¿Es una familia agradable? —dijo Kitty—. Realmente debe de serlo, para que los vea con tanta frecuencia. Me imagino que si no, no tendrían mucho de que hablar.
—¡Oh, querida, nada de eso! —dijo la señorita Stanley—. Algunas veces no nos hablamos en un mes entero. A lo mejor no nos encontramos más que en público, y ya sabe cómo son esas cosas, a veces se está demasiado lejos. Pero, en esas ocasiones, siempre nos saludamos con la cabeza y nos sonreímos.
—Sí, que es más o menos lo mismo. Pero lo que quería preguntarle es si alguna vez ha visto a la señorita Wynne con ellos.
—Sé perfectamente a quién se refiere. Lleva un sombrero azul. La he visto muchas veces en la calle Brook, en los bailes de Lady Halifax. Da uno al mes durante el invierno. Fíjese en lo generosa que fue, al hacerse cargo de la señorita Wynne, porque sabrá que es una pariente muy lejana, y tan pobre que la señorita Halifax me dijo que su madre tuvo que comprarle ropa. ¿No le parece una vergüenza?
—¿Qué fuera tan pobre? Sí, realmente es una vergüenza teniendo la familia unas relaciones tan ricas.
—¡Oh, no! Lo que quiero decir es que me parece una vergüenza que el señor Wynne dejara a sus hijos en una situación tan lamentable, cuando lo cierto es que tenía la casa de Chetwynde, dos o tres cuartos, y solo cuatro hijos a los que atender. Me pregunto qué hubiera hecho de tener diez, como mucha gente tiene.
—Les hubiera dado una buena educación y los hubiera dejado en la misma situación de pobreza.
—En cualquier caso, creo que nunca hubo una familia con más suerte. Debe saber que sir George Fitzgibbon envió a la mayor a la India, corriendo con todos los gastos, donde parece ser que se casó con un noble y es ahora la criatura más feliz del mundo. Luego, ya sabe que Lady Halifax ha tomado a su cargo a la menor, y la trata como si fuera su hija. Por supuesto, no la lleva con ella cuando hace vida social, pero siempre está allí cuando ofrece bailes, y nadie es más amable con ella que Lady Halifax. Creo que quería haberla llevado a Cheltenham[39] el año pasado, pero no había suficientes habitaciones. De modo que no creo que se pueda quejar de nada. Y luego están los dos hijos. El obispo de… consiguió que uno de ellos ingresara en la armada, como teniente, supongo; y el otro es enormemente afortunado, porque, según tengo entendido, alguien va a costear sus estudios en un internado en Gales[40]. ¿Conoció a esta familia cuando vivía aquí?
—Mucho. Nos veíamos tanto como su familia a los Halifax en la ciudad, pero pocas veces teníamos dificultades para estar cerca y hablar, y raras veces nos separábamos después de dedicarnos una mera reverencia y una sonrisa. Era una familia realmente encantadora, y creo que hay pocas como ella en el mundo. Los vecinos que ahora tenemos están bastante por debajo de ellos.
—¡Oh, qué gente tan horrible! Me pregunto cómo puede soportarlos.
—¿Y qué quiere que haga?
—Si yo estuviera en su lugar, me pasaría el día insultándolos.
—También yo haría lo mismo, pero eso no sirve de nada.
—En cualquier caso, tengo que decir que es bastante desgracia tener que sufrirlos. Me gustaría que, uno de estos días, mi padre los hiciera picadillo. ¡Qué familia tan abominablemente orgullosa! Y me atrevería a decir que no tienen motivos.
—La verdad es que si alguien los tiene, ese alguien son ellos. Porque sabrá usted que él es el hermano de Lord Amyatt.
—¡Oh, ya lo sé! Pero no creo que ese sea motivo de que sean tan horribles. Recuerdo haber conocido a la señorita Dudley la primavera pasada. Estaba con Lady Amyatt en Ranelagh y llevaba un gorro tan horroroso que no puedo soportarlos desde entonces… ¿Y me decía usted que encontraba a los Wynne muy agradables?
—¡Lo dice usted como si fuera algo dudoso! ¿Agradables? Eran todo lo que despierta en la gente interés y aprecio. Me resulta imposible hacer justicia a sus méritos, no porque no los conozca, sino porque no tengo ese poder. Esa familia hizo que la única compañía que me es grata sea la suya.
—Eso es exactamente lo que yo siento por las señoritas Halifax. Por cierto que debo escribir a Caroline mañana, y no sé qué decirle. Las Barlow son también unas niñas adorables, pero preferiría que el pelo de Augusta no fuera tan oscuro. No puedo soportar a sir Peter. ¡Qué horrible criatura! Está siempre tumbado a causa de la gota, lo cual es enormemente desagradable para su familia.
—Quizá también a él le resulte desagradable. Pero, volviendo a los Wynne, ¿verdaderamente los cree afortunados?
—¿Que si lo creo? ¿No lo cree todo el mundo? La señorita Halifax, Caroline y Maria, todas dicen que son las criaturas más afortunadas de la tierra. Lo mismo cree sir George Fitzgibbon, igual que todo el mundo.
—Es decir, todo el mundo que tenía un compromiso con ellos. Pero ¿llamaría usted afortunada a una niña inteligente y sensible, que es enviada a Bengala a la búsqueda de un marido, que se casa allí con un hombre cuya personalidad no tiene tiempo de juzgar, hasta que su juicio ya no le sirve de nada, y que puede ser un tirano o un loco, o ambas cosas, porque nada parece indicarle lo contrario? ¿Llamaría a eso buena suerte?
—Yo nunca he oído nada semejante. Solo sé que ha sido muy generoso por parte de sir George hacerse cargo de ella y pagarle el pasaje, y que no muchos habrían hecho lo mismo.
—Preferiría que no hubiese encontrado al que sí lo hizo —dijo Kitty con vehemencia—, podría haberse quedado en Inglaterra y haber sido feliz.
—Pues yo no sé qué calamidad puede haber en salir del país de la forma más agradable, en compañía de dos o tres niñas muy dulces, en hacer un viaje delicioso a Bengala o a barbados, o donde quiera que sea, y en casarse poco después de su llegada con un hombre encantador e inmensamente rico. No veo la calamidad por ninguna parte.
—La verdad es que su versión de los hechos —dijo Kitty riendo— es totalmente distinta a la mía. Pero, incluso si lo que dice fuera cierto, lo que de ningún modo era seguro es que iba a ser tan afortunada con el viaje, con sus compañeras o con su marido. Me imagino que el simple riesgo de que fueran diferentes tuvo que ser una experiencia muy dura para ella. Por otra parte, para cualquier niña un poco delicada, el viaje mismo, como todo el mundo sabe, es un castigo que no necesita de ningún otro para ser muy severo.
—Yo no lo veo así. No es la primera niña que se ha ido a la India para buscar un marido, y sostengo que yo lo encontraría muy divertido si fuera igual de pobre que ella.
—Creo que en ese caso pensaría usted de manera muy diferente. Pero, al menos, no defenderá la situación de su hermana, ¿no? Dependiente de la liberalidad de otros hasta para comprarse un vestido, otros que no se compadecen de ella, pues, como usted dice, la consideran muy afortunada.
—Es usted verdaderamente complicada. Lady Halifax es una mujer deliciosa y una de las criaturas de temperamento más dulce del mundo. Estoy convencida de que tengo todos los motivos del mundo para hablar bien de ella, porque es muchísimo lo que le debemos. Me ha acompañado a ciertos acontecimientos públicos cuando mi madre ha estado indispuesta, y la primavera pasada me dejó su propio caballo tres veces, lo que fue un favor prodigioso, porque es la criatura más bella que jamás se haya visto, y yo soy la única persona a la que se lo ha prestado. Además —continuó—, las señoritas Halifax son deliciosas. Maria es una de las niñas más listas que he conocido nunca. Pinta al óleo y toca todos los instrumentos imaginables. Prometió regalarme uno de sus cuadros antes de que me fuera de la ciudad, pero se me olvidó completamente pedírselo. Daría lo que fuera por tener uno.
—Pero —dijo Kitty— ¿no es extraño que el obispo enviara a Charles Wynne al mar, cuando podía haber tenido muchas más oportunidades en el seno de la iglesia, que es la profesión que él prefería y la que su padre había deseado para él? Yo sé que el obispo había prometido muchas veces al señor Wynne un beneficio eclesiástico y, como nunca se lo dio, creo que le hubiera correspondido transferir la promesa a su hijo.
—Según usted, lo que tenía que haber hecho es renunciar a su episcopado por él. Parece decidida a criticar todo lo que se ha hecho por esa familia.
—Bueno —dijo Kitty—, ese es un tema en el que nunca estaremos de acuerdo, y me parece inútil continuar discutiéndolo o mencionarlo otra vez.
Kitty salió de la habitación y, echándose a correr cuando estuvo fuera de la casa, pronto se encontró en su querido cenador, donde podía dar rienda suelta a toda su rabia contra los parientes de los Wynne, aún más intensa desde que se había enterado por Camilla de que todo el mundo consideraba que se habían portado muy bien con ellos. Durante un tiempo, disfrutó muchísimo descargando sobre esta gente su odio y toda clase de insultos y, después de haber pagado este tributo a los Wynne, y de que el cenador empezara a ejercer sobre ella su habitual influencia tranquilizadora, decidió contribuir a mantener sus efectos abriendo un libro (porque siempre tenía uno a mano) y poniéndose a leer.
Llevaba así casi una hora, cuando Camilla llegó corriendo presa de una gran excitación y aparentemente muy contenta.
—¡Oh, mi querida Catharine! —dijo, casi sin aliento—. ¡Tengo unas noticias maravillosas para usted! Pero seguro que lo adivina. ¡Somos las criaturas más afortunadas del mundo! ¡Los Dudley nos han enviado una invitación para un baile que van a celebrar en su casa! ¡Qué gente tan encantadora! Yo no sabía que eran inteligentes en absoluto. ¡Le aseguro que los adoro! Y además esta invitación llega en un momento magnífico, porque estoy esperando para mañana un nuevo gorro de la ciudad, un modelo «Redecilla de oro», que va a ser una divinidad. Todo el mundo se morirá por tener el patrón.
La expectativa del baile era realmente agradable para Kitty, a quien le gustaba mucho bailar y tan pocas oportunidades tenía de hacerlo; de hecho, tenía muchas más razones que su amiga para estar contenta, porque para esta última no representaba ninguna novedad. No obstante, la alegría de Camilla no era ni mucho menos menor que la de Kitty, y fue la que más muestras dio de ello.
El gorro llegó y los demás preparativos se completaron también en seguida. Mientras estaban ocupadas en estas cosas los días corrían alegremente, pero cuando se quedaron sin decisiones que tomar, juicios sobre el buen gusto que emitir y dificultades que vencer, el breve período de tiempo que precedía al baile se les hizo muy pesado y cada hora era demasiado larga. Las poquísimas veces que Kitty había disfrutado del placer de bailar excusaban su impaciencia y disculpaban la ociosidad que este próximo acontecimiento producía en una mente siempre muy activa; pero su amiga, que no contaba con estos pretextos, estaba muchísimo peor que ella. No podía hacer nada más que vagar de la casa al jardín y del jardín a la avenida, preguntándose cuándo llegaría el jueves —algo que podía haber averiguado fácilmente— y contando las horas que pasaban, lo cual no hacía sino alargarlas.
El miércoles por la noche se retiraron a sus habitaciones muy excitadas, pero a la mañana siguiente Kitty se despertó con un fuerte dolor de muelas. En vano intentó engañarse al principio, sabía muy bien cuál era la realidad. Intentó dormir con el mismo poco éxito, porque el dolor le impedía cerrar los ojos. Kitty llamó entonces a su doncella y con la ayuda de la gobernanta intentaron llevar a la práctica todo lo que encontraron en el libro de los remedios caseros. Eso sí, sin ningún éxito, porque aunque consiguió cierto alivio temporal, el dolor volvía una y otra vez. Kitty se vio obligada a renunciar a todo nuevo intento y a reconciliarse no solo con el dolor de muelas sino con la idea de perderse un baile y, aunque había anhelado tanto el día de su llegada, había disfrutado tanto con los preparativos y se había prometido que iba a pasarlo muy bien, no renunció a tomar las cosas con cierta filosofía, a diferencia de lo que habrían hecho muchas muchachas en su situación. Pensó que había desgracias mucho mayores que la que representaba la pérdida de un baile, y que algunos mortales las experimentaban todos los días; también, que podía llegar un día en el que se encontrara mirando hacia atrás, con asombro y quizá con envidia, por no haber conocido una decepción mayor que esa.
Gracias a reflexiones de esa índole, Kitty consiguió reunir toda la resignación y la paciencia que el dolor físico le permitía —y que, después de todo, era la mayor desgracia de las dos— y al entrar en el comedor del desayuno contó la triste historia con tolerable compostura. La señora Percival, más apesadumbrada por el dolor de muelas que por la desilusión de la muchacha —ya que pensaba que si esta iba al baile no podría evitar que bailara con algún hombre—, comenzó a ensayar todo lo que no habían probado hasta entonces para aliviar el dolor, y declaró rotundamente que Kitty no podía salir de casa. La señorita Stanley, que se unió a la preocupación general por el estado de su amiga, sintió también un gran temor, no fuera que la proposición de su madre —según la cual todos deberían quedarse en casa— fuera aceptada; dio extraordinarias muestras de tristeza por lo que ocurría y, aunque se vio pronto tranquilizada en su aprensión —ya que Kitty dijo que prefería ir al baile antes que permitir que alguien se quedara a acompañarla—, continuó lamentándose con tal vehemencia y constancia que finalmente consiguió que Kitty se fuera a su habitación. Ahora que sus temores quedaban completamente disipados, Camilla contaba con más tranquilidad para perseguir y compadecer a su amiga, la cual, aunque a salvo cuando estaba en su propia habitación, cambiaba con frecuencia de una a otra con la esperanza de librarse del dolor, y en estas ocasiones no podía escapar de ella.
—Desde luego, no puedo pensar en nada más terrible —dijo Camilla—. ¡Y que vaya a pasar en un día como el de hoy! Si hubiera sido cualquier otro, no hubiese importado. Pero las cosas son siempre así. ¡Y qué cosa más terrible ha tenido que pasar para impedir que alguien vaya a un baile! Ojalá no existiesen estas cosas llamadas «dientes»; tienen el efecto de plagas sobre las personas; deberían inventar algo que sustituyera a los dientes para comer. ¡Pobrecita! ¡El dolor que debe de tener! Debo decir que es bastante horrible mirarla. Pero ¿no dejará que se la saquen, verdad? ¡Por Dios, ni se le ocurra! No hay nada que me dé más miedo. Le aseguro que soportaría las peores torturas del mundo antes que dejar que me sacaran una muela. ¡Con qué paciencia lo lleva! ¿Cómo puede estar tan tranquila? ¡Dios mío, si estuviera en su lugar, organizaría tal alharaca que no me podría aguantar nadie! ¡La atormentaría a usted mortalmente!
«Que es precisamente lo que está haciendo», pensó Kitty.
—Por lo que a mí respecta, Catharine —dijo la señora Percival—, estoy convencida de que has cogido ese dolor de muelas por pasar tanto tiempo sentada en ese cenador, que está siempre húmedo. Ha arruinado tu constitución completamente, y desde luego no creo que le haya hecho mucho servicio a la mía. Me senté allí a descansar el pasado mes de mayo y no me he sentido del todo bien desde entonces. Te aseguro que voy a dar órdenes a John para que lo derribe.
—Estoy segura de que no lo hará, señora —dijo Kitty—, porque sabe muy bien la tristeza que me produciría.
—No digas ridiculeces, niña. Todo es puro capricho y tontería. ¿Por qué no te imaginas que esta habitación es un cenador?
—Señora, si Cecilia y Mary hubieran construido esta habitación la valoraría de la misma forma, porque lo que me encanta del cenador no es su nombre.
—La verdad, señora Percival —dijo la señora Stanley—, es que el cariño que Catharine siente por su cenador es el efecto de una sensibilidad que habla muy a su favor. Me encanta ver la amistad entre jóvenes y siempre la he considerado prueba de una personalidad amable y afectuosa. Desde que era pequeña, he tratado de inculcar a Camilla los mismos sentimientos, y me he esforzado mucho en presentarle a gente joven, de su misma edad, que me parecía digna de su respecto. No hay nada que forme más un gusto que las cartas sensibles y elegantes. Lady Halifax piensa exactamente como yo. Camilla se escribe con sus hijas, y me atrevería a decir que ninguna de ellas es peor por eso.
Estas ideas eran demasiado modernas para la señora Percival, quien creía que la correspondencia entre niñas no podía conducir a nada bueno, y la consideraba origen frecuente de imprudencias y errores inducidos por los consejos perniciosos y el mal ejemplo. Por lo tanto, no pudo evitar comentar que, por lo que a ella respectaba, había vivido cincuenta años sin haber tenido una sola corresponsal, y que no se encontraba menos respetable por ello.
La señora Stanley se quedó sin respuesta ante esto, pero su hija, menos dirigida por el sentido de la propiedad, dijo sin pensar:
—¡Pero, señora, quién sabe cómo hubiera sido si hubiese tenido una Corresponsal! Quizá esa experiencia la hubiera convertido en una criatura muy diferente. Le aseguro que no prescindiría de las mías ni por todo el oro del mundo. Es una de las fuentes de placer más grande de mi vida, y, como dice mi mamá, no se puede imaginar lo mucho que sus cartas han formado mi gusto, porque recibo noticias de ellas al menos una vez a la semana.
—¿No has recibido una carta de Augusta Barlow hoy mismo, mi amor? —preguntó la madre—. Esa niña escribe maravillosamente bien.
—Sí, señora, la carta más deliciosa que pueda imaginarse. Me envía un informe sobre el nuevo vestido de paseo estilo regencia que le ha hecho Lady Susan, y es tan bonito que me muero de envidia.
—Bueno, me hace muy feliz oír noticias tan agradables de tu joven amiga. Siento una gran estima por Augusta y comparto sinceramente vuestra alegría. Pero ¿no dice nada más? Me pareció que era una carta muy larga. ¿Van a ir a Scarborough?
—¡Oh, señor, ahora que lo recuerdo, no lo menciona ni una vez! Y se me olvidó completamente preguntárselo en mi última carta. La verdad es que solo habla sobre el estilo regencia.
«Debe de escribir muy bien —pensó Kitty—, si es capaz de llenar varios folios con un gorrito y una pelliza por único tema».
Kitty decidió salir de la habitación, cansada de escuchar una conversación que, si estando bien quizá la hubiera divertido, ahora que se encontraba mal solo la cansaba y deprimía. Cuando llegó la hora de vestirse para el baile, Kitty se sintió feliz, porque Camilla, satisfecha con la ayuda de su madre y de la mitad de las doncellas de la casa, no requirió su presencia, y se lo pasaba demasiado bien para necesitar su compañía. Por lo tanto, se quedó sola en el salón, hasta que se le unieron el señor Stanley y su tía, quienes, después de unas cuantas preguntas, la dejaron tranquila y renovaron su habitual conversación sobre política.
Este era un tema sobre el cual nunca podían estar de acuerdo, porque el señor Stanley, que se consideraba a sí mismo una persona perfectamente cualificada para decidir sobre estos temas, debido a su cargo en la Cámara de los Comunes, mantenía resueltamente que el reino hacía años que no se encontraba en un estado tan próspero y floreciente; y la señora Percival, con igual calor, aunque quizá menos argumentos, aseguraba con la misma vehemencia que la nación entera iba a la ruina y que todo, según su expresión, estaba patas arriba. No obstante, escuchar aquella disputa no dejaba de ser divertido para Kitty, sobre todo ahora que el dolor comenzaba a ceder un poco, y, sin participar en ella, encontró muy entretenido observar la intensidad con que ambos defendían sus opiniones, y no pudo evitar pensar que el señor Stanley no se sentiría más decepcionado si se cumplían las expectativas de su tía de lo que se sentiría su tía si fracasaban.
Después de un tiempo considerable, la señora Stanley y su hija hicieron su aparición, y Camilla, animadísima y de un humor excelente, comenzó a insistir en la pena que sentía por la situación de su amiga con energía redoblada, mientras practicaba sus pasos de danza escocesa por la habitación.
Por fin se marcharon y Kitty, con más oportunidades para divertirse de las que había tenido durante todo el día, se dedicó a escribir un largo relato de sus desventuras a Mary Wynne. Una vez terminó la carta, tuvo la oportunidad de comprobar la verdad del aserto según el cual el peso de la tristeza se ve aligerado por medio de la comunicación, porque se sintió tan mejorada de su dolor de muelas que comenzó a pensar en la posibilidad de seguir a sus amigos a casa del señor Dudley.
Estos llevaban ausentes una hora y, como todo lo relativo a su vestido estaba preparado, pensó que en el curso de otra hora podía estar allí. Habían ido en el coche del señor Stanley y, por tanto, podía seguirlos en el de su tía. Como el plan parecía tan fácil de ejecutar y prometía tanto placer, solo le llevó unos minutos decidirse y, corriendo escaleras arriba, llamó en seguida a su doncella. El bullicio y las prisas que siguieron durante casi una hora concluyeron por fin y Kitty se encontró a sí misma muy bien vestida y guapísima. Mientras su ama se ponía los guantes y se arreglaba los pliegues del vestido, Anne fue enviada a llamar al coche. En pocos minutos, escuchó el sonido de este que se paraba ante la puerta y, aunque al principio se sorprendió por la rapidez con que todo se había hecho, llegó a la conclusión de que los criados habían recibido alguna señal anticipatoria de sus intenciones, y salía apresuradamente de la habitación, cuando Anne llegó corriendo y, presa de una enorme agitación, exclamó:
—¡Dios mío, señora! ¡Ahí hay un caballero, que ha venido en una calesa de 4 caballos, y no tengo ni idea de quién puede ser! Resulta que estaba cruzando el vestíbulo cuando llegó el coche, y como nadie podía abrir la puerta excepto Tom, pero está tan horrible, señora, con los rulos puestos, que no quería que este caballero le viera, abrí la puerta yo misma. ¡Y es uno de los jóvenes más guapos que se pueda imaginar! Casi me daba vergüenza que me viera con el delantal, pero ya le digo, señora, que es guapísimo y pareció no importarle nada. Me preguntó si la familia estaba en casa, de modo que le dije que todo el mundo había salido menos usted; no quise decirle que usted no estaba porque me imaginé que le gustaría verle. Y entonces me preguntó si el señor y la señora Stanley no estaban aquí, y yo le dije que sí, y entonces…
—¡Cielo santo! —exclamó Kitty—. ¿Qué querrá decir todo esto? ¿Y quién puede ser? ¿No le habías visto nunca antes? ¿Y no te dijo cómo se llamaba?
—No, señora, no me dijo nada. De modo que yo le pedí que entrara en el salón, y era un prodigio de amabilidad y…
—Quienquiera que sea —dijo su ama— ha hecho una gran impresión en ti, Nanny. Pero ¿de dónde venía? ¿Y qué quiere de esta casa?
—¡Oh, señora! Iba a decírselo, yo creo que a quien quiere ver es a usted, porque me preguntó si estaba usted en disposición de recibir visitas y me pidió que le presentara sus respetos, y me dijo que la esperaría muy gustosamente. De todas formas, me pareció que era mejor que no subiera a su vestidor, sobre todo porque todo está tan revuelto, de modo que le dije que si era tan amable de esperar en el salón, correría a decirle que había llegado, y me atreví a decirle que creía que le recibiría. ¡Dios mío, señora, apostaría a que ha venido a pedirle que baile con él esta noche, y que tiene la calesa preparada para llevarla a casa de los Dudley!
Kitty no pudo evitar reír ante esta idea, y deseó que fuera cierto, porque temía que fuera demasiado tarde para encontrar una pareja.
—Pero ¿qué será eso que tiene que decirme? A lo mejor ha venido a robar la casa… Bueno, al menos lo hace con estilo, y sería cierto consuelo ser robados por un caballero que viene en una calesa de cuatro caballos. ¿Qué librea llevan sus criados?
—¡Esa es la cosa más maravillosa, señora, que viene sin un solo criado, y que los caballos son de alquiler! Pero es apuesto como un príncipe y parece uno. Por favor, querida señora, baje usted. Estoy segura de que va a encantarle.
—Bueno, creo que debo bajar, ¡pero qué raro! ¿Qué tendrá que decirme?
Y, después de mirarse rápidamente en el espejo, comenzó a bajar las escaleras con gran impaciencia, aunque temblando por no saber con qué iba a encontrarse, y, tras detenerse un momento ante la puerta, reuniendo valor para abrirla, entró resueltamente en la habitación.
El desconocido, cuyo aspecto no desmerecía en nada del retrato que su doncella le había hecho, se levantó al verla y, dejando a un lado el periódico que había estado leyendo, avanzó hacia ella con gran decisión y naturalidad, diciendo:
—Es realmente extraño que tenga que presentarme a usted en estas circunstancias, pero espero que la necesidad que me mueve será disculpa suficiente y servirá también para que no me juzgue mal. No necesito preguntarle su nombre, señora. La señorita Percival es demasiado conocida y me ha sido descrita muchas veces.
Kitty, que lo que había esperado era que le dijera su nombre y no el de ella, y que, por gozar de tan pocas compañías, nunca se había encontrado en una situación como aquella, se sintió incapaz de preguntarle nada —a pesar de que había estado preparando lo que iba a decir mientras bajaba las escaleras—, y tan confundida y perturbada estaba ante lo inesperado de sus palabras, que solo pudo devolver un comentario de cortesía y aceptar sin saber lo que hacía la silla que él le acercaba.
El caballero entonces siguió hablando:
—Me imagino que está usted sorprendida de verme volver de Francia tan pronto, y realmente solo un asunto que debo resolver me ha hecho volver a Inglaterra. La causa que lo ha motivado es triste, y no podía dejar de presentar antes mis respetos a una familia en Devonshire con la cual hace mucho tiempo que deseo encontrarme.
Kitty, que se sentía mucho más sorprendida por el hecho de que él la creyera sorprendida que por el de ver en Inglaterra a una persona cuya partida le era completamente desconocida, continuó en silencio, atónita y confundida, mientras su visitante proseguía con su discurso.
—Podrá suponer que no estaba menos deseoso de conocerla a usted, señora, estando el señor y la señora Stanley en su casa. Confío en que estarán bien. Y la señora Percival, ¿cómo se encuentra? —Y, sin esperar una contestación, añadió alegremente—: Pero, mi querida señorita Percival, veo que se disponía usted a salir y que la estoy interrumpiendo. ¿Cómo podré perdonarme esta injusticia? Aunque, también, ¿cómo podría ofenderla en estas circunstancias? ¡Parece vestida para un baile! Naturalmente, ya sé que esta es la tierra de la alegría. ¡Hace tantos años que deseaba conocerla! Supongo que celebrarán bailes al menos una vez por semana. Pero ¿dónde han ido sus amigos, y qué amable Ángel se ha apiadado de mí y la ha excluido del grupo?
—¿Es posible, señor —dijo Kitty, extraordinariamente confusa por su manera de hablarle y molesta por la libertad con que se dirigía a alguien que nunca había visto antes y cuyo nombre todavía no conocía—, es posible que conozca al señor y a la señora Stanley y que el asunto que aquí le ha traído esté relacionado con ellos?
—Señora, me honra usted demasiado al suponer que conozco al señor y a la señora Stanley —replicó él, riendo—. Los conozco simplemente de vista. Son unos parientes lejanos. Solo son mi padre y mi madre. Nada más, se lo aseguro.
—¡Cielo santo! —exclamó Kitty—. ¿Es usted el señor Stanley, entonces? Le ruego que me perdone. Aunque, en realidad, ahora que lo pienso, usted no me ha dicho su nombre en ningún momento.
—Discúlpeme, por favor, pero creo que cuando entró en la habitación le hice un gran discurso de presentación. Le aseguro que lo encontré muy bueno.
—El discurso, desde luego, fue muy meritorio —dijo Kitty, sonriendo—. Así lo pensé entonces; aunque, como discurso de presentación, teniendo en cuenta que nunca mencionó su nombre, quizá podría mejorarse.
Stanley desprendía tanta alegría y buen humor que, aunque quizá era demasiado pronto para dirigirse a él con tanta familiaridad, Kitty no pudo evitar dar rienda suelta a su natural despreocupación y alegría de carácter, y hablarle en los mismos términos que él lo hacía con ella. Por otra parte, Kitty conocía íntimamente a su familia, quienes después de todo eran sus parientes, y pensó que esa relación le permitía olvidar el poco tiempo que había pasado desde que se habían conocido.
—El señor y la señora Stanley, y también su hermana, se encuentran muy bien —dijo—, y me atrevería a decir que se sorprenderán mucho de verle. Pero lamento oír que su regreso a Inglaterra se debe a una circunstancia desagradable.
—¡Oh, no hable de ello! —dijo él—. Es un asunto verdaderamente terrible y pensar en él me hace sentir muy mal. Pero ¿dónde han ido mi padre, mi madre y su tía? ¡Oh, debe saber que en la puerta de su casa me encontré con la doncella más bonita del mundo! Ella fue la que me introdujo en su casa. ¡Al principio la tomé por usted!
—Me honra usted demasiado al conceder más crédito a mi bondad del que merezco, porque yo nunca voy a abrir la puerta cuando alguien llama.
—Por favor, no se enfade; no era mi intención ofenderla. Pero, dígame, ¿adónde va tan elegante? Ahí llega su coche.
—Voy a un baile a casa de unos vecinos. Su familia y mi tía ya están allí.
—¡Se han ido sin usted! ¿Qué significa eso? Aunque supongo que es usted como yo, y que le lleva mucho tiempo vestirse.
—Si fuera ese el caso, desde luego que lo sería, porque hace casi dos horas que se marcharon. Sin embargo, la razón es distinta a la que usted supone. No salí antes por un dolor…
—¡Por un dolor! —interrumpió Stanley—. ¡Oh, cielos, qué cosa más terrible, le doliera dónde le doliese! Pero, mi querida señorita Percival, ¿qué le parece que la acompañe? ¿Y supongo que aceptará bailar conmigo? Yo creo que sería muy agradable.
—No tengo nada que objetar a ninguna de las dos cosas —dijo Kitty, riéndose al recordar la acertada conjetura de su doncella—, por el contrario, me sentiré honrada por ambas, y creo poder decir que la familia que ofrece el baile se sentirá también muy honrada por su presencia.
—¡Oh, que los cuelguen! ¡A quién le importa! ¡No podrán echarme de la casa! Pero me temo que, con esta vestimenta de viaje llena de polvo, voy a ofrecer una imagen un poco triste en medio de las bellezas de Devonshire, y no tengo nada para cambiarme. Quizá pueda procurarme un poco de talco, y tengo que hacerme con los zapatos de uno de los hombres, porque tenía una prisa tan endiablada por salir de Lyon que no tuve tiempo de empacar más que un poco de lino.
Kitty se puso en seguida manos a la obra y, después de pedir al lacayo que le condujera al vestidor del señor Stanley, dio órdenes a Nanny para que le enviara talco y pomada, órdenes que Nanny decidió ejecutar personalmente. Como los preparativos que Stanley debía llevar a cabo con relación a su indumentaria eran insignificantes, Kitty pensaba que estaría listo en unos diez minutos, mas descubrió que cuando dijo que era muy lento en ese particular no lo había hecho por vanidad, ya que la tuvo esperando más de media hora, de modo que el reloj había dado las diez antes de que hiciera su aparición, y el resto del grupo había salido a las ocho.
—Bueno —dijo al entrar—, ¿no he sido rápido? Nunca he corrido más en mi vida.
—En ese caso lo ha sido —replicó Kitty—, porque ya sabe que todo mérito es comparativo.
—¡Ya sabía que le agradecería que fuera tan rápido! Pero ¡vamos! ¡El coche está listo! ¡No me haga esperar!
Y diciendo esto, la tomó de la mano y la condujo fuera de la habitación.
—¡Mi querida prima —dijo, una vez se sentaron en el coche—, menuda sorpresa se va a llevar todo el mundo cuando la vean entrar con un tipo tan elegante como yo! ¡Espero que su tía no se alarme!
—Si he de serle franca —replicó Kitty—, creo que lo mejor que podemos hacer para evitarlo es hacer que llamen a mi tía o a su madre antes de entrar; sobre todo teniendo en cuenta que es usted un completo desconocido y que, por supuesto, debe ser presentado al señor y a la señora Dudley.
—¡Tonterías! —dijo él—. No esperaba que usted se tomara en serio esas ceremonias. Nuestra relación hace que toda esas precauciones sean de lo más ridículo. Además, si entramos juntos, nos convertiremos en el centro de todos los chismes del país.
—Sin duda es una posibilidad muy interesante —dijo Kitty—, pero dudo que mi tía la considerara del mismo modo. Las mujeres de su edad tienen una idea de la corrección muy extraña, ¿sabe usted?
—Que es exactamente la razón por la cual debería usted acabar con ellas. Además, dígame, ¿por qué no iba a entrar conmigo en una habitación donde se encuentran todos nuestros parientes, cuando ya me ha hecho el honor de admitirme en su coche sin una acompañante? ¿No cree usted que su tía se enfadará con usted lo mismo por cometer un crimen horrible que por cometer dos?
—Realmente no lo sé —dijo Catharine—, pero no creo que el hecho de que haya faltado al decoro una vez sea razón para que lo haga una segunda.
—Todo lo contrario. Esa es la razón que le impide evitarlo, ya que no puede ofenderla de nuevo por primera vez.
—Es usted muy gracioso —dijo ella, riéndose—, pero me temo que sus argumentos me divierten demasiado para convencerme.
—Al menos la convencerán de que soy muy agradable, lo cual, después de todo, es lo mejor que me puede pasar. En cuanto al asunto de la corrección, lo dejaremos hasta que lleguemos al final de nuestro viaje. Supongo que este es un baile mensual[41]. ¡Ya veo que aquí no se hace otra cosa que bailar!
—Creo haberle dicho que lo ofrece el señor Dudley.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Y por qué no iba el señor Dudley a ofrecer un baile una vez al mes? Por cierto, ¿quién es ese hombre? Estos días todo el mundo ofrece bailes, según tengo entendido. Creo que tendré que organizar pronto un baile yo mismo. Bueno, ¿y qué le parecen mi padre y mi madre? ¿Y la pobrecita Camilla? ¿No la ha agotado con sus comentarios sobre las Halifax?
Por fortuna, el coche se detuvo ante la casa de los Dudley en ese momento, y Stanley estaba demasiado ocupado ayudándola a salir de él para esperar una respuesta, o para acordarse de que esperaba una. Ambos entraron en un pequeño vestíbulo que el señor Dudley había elevado a la dignidad de recibidor, y Kitty pidió al lacayo que les conducía por las escaleras que informara a la señora Percival o a la señora Stanley de su llegada y de su deseo de que fueran a su encuentro. Pero Stanley, que no tenía costumbre de que se le contradijera y se encontraba impaciente por reunirse con ellos, no permitió que Kitty se quedara esperando, ni escuchó lo que le decía. Enlazó su brazo con el suyo, acalló su voz con la rapidez de la suya, y Kitty, mitad enfadada y mitad divertida, se vio obligada a subir las escaleras con él y solo con dificultad pudo conseguir librarse de su mano antes de entrar en la habitación.
En aquel momento, la señora Percival se encontraba al otro extremo de la habitación conversando con una dama, a la que había estado haciendo un largo relato sobre el triste incidente de su sobrina y sobre el terrible dolor que con tanta fortaleza había soportado durante todo el día.
—Afortunadamente, cuando la dejé se encontraba un poco mejor —dijo—. ¡Confío en que haya podido entretenerse algo con un libro, porque si no se habrá aburrido tanto la pobrecita! Me imagino que debe de estar ya en la cama, y ese es el sitio en el que mejor puede estar.
La dama iba a asentir a este comentario, cuando un ruido de voces que venía de la escalera, seguido del movimiento del lacayo que abría la puerta como si alguien fuera a hacer su entrada atrajeron la atención de todo el mundo. Por otra parte, como esto sucedía en un momento de descanso entre baile y baile, cuando todo el mundo estaba agradablemente sentado, la señora Percival tuvo la triste oportunidad de ver a su sobrina —a quien había supuesto en la cama o entretenida con un libro— entrar en la habitación vestida elegantemente, con una sonrisa en la cara y un brillo en las mejillas, producto de alegría y de confusión a un tiempo, acompañada por un joven extraordinariamente apuesto, que no compartía la confusión de ella y sí daba muestras de estar igual de contento. Enrojeciendo de asombro y de rabia, la señora Percival se levantó de su asiento. Kitty se apresuró a ir a su encuentro, impaciente por explicarle lo que, se dio cuenta, a todo el mundo le parecía extraordinario y a ella extremadamente ofensivo, mientras, al ver a su hermano, Camilla corría hacia él y en seguida estaba explicando a todo el mundo, de palabra y acción, quién era.
El señor Stanley, que sentía adoración por su hijo, y a quien, debido al placer de verle tras una ausencia de tres meses, a pesar de haber vuelto a Inglaterra sin su conocimiento, no podía guardar resentimiento, le recibió con la misma sorpresa y alegría; tras lo cual, y después de conocer la causa de su viaje, prohibió que nadie más le hablara, ya que el joven estaba deseando ver a su madre y debía ser presentado a la familia del señor Dudley. Esta presentación hubiera resultado muy desagradable para cualquier persona menos para Stanley, ya que los Dudley se consideraron insultados por el hecho de que este hubiera ido a su casa sin estar invitado, y le recibieron con una altivez aún mayor que la habitual en ellos. Pero Stanley, a quien por su temperamento alegre raras veces podía avasallarse, y cuyo desprecio por la censura era difícilmente combatible; Stanley, que tenía sus propias ideas y una perseverancia en sus planes que la conducta de los demás no podía afectar, pareció no percibirla. Y así, aceptó las frases de compromiso que le dirigieron fríamente, con una alegría y una naturalidad solo propias de su carácter; tras lo cual, acompañado por su padre y por su hermana, se dirigió a otra habitación, donde su madre estaba jugando a las cartas, para atender a otro encuentro y para que se repitiera la misma secuencia de placer, sorpresa y explicaciones.
Mientras sucedían estas cosas, Camilla, ansiosa de comunicar todo lo que sentía al primero que le prestase atención, volvió al lado de Catharine y, sentándose a su lado, comenzó a hablar en seguida.
—Bueno, ¿no es maravilloso? Siempre es así. No ha habido una sola vez que no haya ido a un baile y que no haya pasado algo sorprendente y encantador.
—¡Un baile! —exclamó Kitty—. ¡Pensé que era una experiencia completamente nueva para usted!
—¡Bueno, sí, sí! Pero, dese cuenta de lo inesperado del regreso de mi hermano. ¡Y qué cosa tan horrible es la que lo ha traído de vuelta! ¡Nunca había oído nada tan terrible!
—¿Y qué es, le ruego que me diga, lo que le ha hecho abandonar Francia? Lamento que sea un motivo triste.
—¡Oh, es peor de lo que pueda imaginar! Cuando se fue al extranjero, sacaron al jardín a su yegua de caza favorita para que hiciera un poco de ejercicio, y no se sabe cómo cayó enferma. No, me parece que tuvo un accidente. Bueno una cosa o la otra, o quizá fue otra cosa, la cuestión es que le enviaron un correo urgente a Lyon, donde estaba, porque sabían que quería a su yegua más que a nada en el mundo. De modo que mi hermano se puso en camino inmediatamente para Inglaterra, sin coger siquiera otro abrigo. La verdad es que estoy bastante enfadada con él. ¡Salir así, sin cambiarse siquiera de ropa!
—Desde luego, parece un asunto terrible de principio a fin —dijo Kitty.
—¡Oh, es peor que cualquier cosa imaginable! ¡Hubiera soportado cualquier cosa, antes que perder esa yegua!
—Excepto que saliera sin llevar consigo otro abrigo.
—¡Oh, sí, eso me ha enfadado más de lo que pueda imaginar! Bueno, el caso es que Edward se fue a Brampton, donde encontró la yegua muerta, y como no podía soportar quedarse allí en ese estado, decidió venir a Chetwynde para vernos. Espero que no se vuelva a ir al extranjero.
—¿Cree que no lo hará?
—¡Oh, querida, estoy segura de que debe hacerlo, pero desearía que no lo hiciera con todo mi corazón! ¡No puede imaginarse cuánto le quiero! Por cierto, ¿no está enamorada de él?
—¡Claro! ¡Por supuesto! —replicó Kitty, riendo—. Estoy enamorada de todos los hombres guapos que veo.
—Le pasa lo mismo que a mí. Estoy enamorada de todos los hombres guapos del mundo.
—Ahí me supera —replicó Catharine— porque yo solo estoy enamorada de los que veo.
La señora Percival, que estaba sentada al otro lado, y que había empezado a distinguir las palabras Enamorada y hombres guapos, se volvió bruscamente hacia ellas y preguntó:
—¿De qué estás hablando, Catharine?
A lo cual, Catharine contestó inmediatamente con el mismo artificio que emplean los niños:
—De nada, señora.
Kitty ya había recibido un duro sermón de su tía sobre la imprudencia de su comportamiento de toda la noche. Esta la había amonestado por ir al baile, por ir en el mismo coche con Edward Stanley, y todavía más por entrar en el salón acompañada por él. Catharine no sabía qué excusa dar por esta última ofensa y, aunque hubiese querido responder a la segunda, diciendo que le parecía poco educado dejar que el señor Stanley fuese a pie, no se atrevió a bromear con su tía, quien se hubiera sentido aún más ofendida. En cuanto a la primera acusación, le pareció muy poco razonable, porque creía que tenía todo el derecho de ir al baile.
Esta conversación duró hasta que Edward Stanley entró en la habitación y se dirigió inmediatamente hacia ella. Tras decirle que todo el mundo la estaba esperando para empezar el siguiente baile, la condujo a la cabecera de honor[42]; porque Kitty, impaciente por escapar de una compañía tan desagradable, sin dudarlo un momento y sin el menor escrúpulo, le dio su mano y dejó alegremente su asiento. No obstante, esta conducta le granjeó el resentimiento de muchas señoritas allí presentes; entre otras, el de la misma señorita Stanley, quien a pesar de sentir un cariño excesivo por su hermano, y un pródigo afecto por Kitty, no podía dejar de sentir aquel acto como una ofensa a su importancia y un ataque a su serenidad. Por otra parte, Edward había consultado solo con sus deseos al pedir a la señorita Percival que encabezara el baile con él, y no tenía ninguna razón para pensar que alguien más podía desear ese honor. Como heredera, Kitty contaba sin duda con cierta posición social, pero no era noble de nacimiento, ya que su padre había sido un comerciante. Era esta circunstancia la que hacía que todo este desdichado asunto fuera tan ofensivo para Camilla, quien, aunque a veces se jactaba con orgullo desmedido, y con el deseo de ser admirada, de que no sabía quién había sido su abuelo, y de que era tan ignorante en genealogía como en astronomía (podría haber añadido la geografía), realmente estaba orgullosísima de su familia y de sus amistades, y se sentía fácilmente ofendida si se les faltaba al respeto.
—No me hubiera importado —dijo a su madre— si hubiese sido la hija de cualquier otra persona; pero verla ahí, pretendiendo estar por encima de mí, cuando su padre era solo un comerciante… ¡eso está muy mal! ¡Es una afrenta a toda nuestra familia! Creo que papá debería intervenir en este asunto, ¡si no fuera porque solo le importa la política! Si yo fuera el señor Pitt[43], o el Lord Canciller[44], se aseguraría de que no se me insultara de esta forma, pero nunca piensa en mí. ¡Y es tan insultante que Edward permita que esté ahí! ¡Ojalá no hubiera venido nunca a Inglaterra! ¡Espero que se caiga y se rompa el cuello! ¡O que se tuerza el tobillo!
La señora Stanley se sintió totalmente de acuerdo con su hija en relación con este asunto y, aunque con menos violencia que esta, expresó casi el mismo resentimiento ante aquella indignidad. Mientras tanto, Kitty no sabía que había ofendido a nadie y, como no tenía que preocuparse de ofrecer una disculpa, ni de reparar ninguna falta, toda su atención se concentraba en la felicidad de bailar con el joven más elegante del salón, y no prestaba atención a nadie más. Para ella, la noche transcurrió de la forma más deliciosa; Stanley fue su pareja la mayor parte del tiempo, y el encanto de su persona, de su charla y de su alegría se ganaron fácilmente la preferencia de Kitty, algo que en general le pasaba con todo el mundo. Kitty estaba demasiado feliz para preocuparse por el mal humor de su tía, que no pudo evitar percibir, o por el cambio de actitud de Camilla, que terminó por ser evidente. Su alegría estaba por encima del mal humor de quien fuera, y era tan indiferente a la causa que motivaba el de Camilla, como a la perseverancia del de su tía.
Aunque el señor Stanley no podía ofenderse por las imprudencias o las locuras de su hijo, que por otra parte le habían proporcionado la alegría de verle, estaba totalmente convencido de que Edward no podía permanecer en Inglaterra y estaba decidido a acelerar su marcha tan pronto como fuera posible. No obstante, cuando habló con Edward del asunto, le encontró mucho menos dispuesto a volver a Francia que a acompañarles en su proyectado viaje, el cual —aseguró a su padre— le parecía mucho más agradable, añadiendo que, por otra parte, el asunto de viajar no tenía ninguna importancia, y que podría hacerlo en cualquier otro momento, cuando no tuviese nada mejor que hacer.
Stanley hizo estas objeciones de una forma en la que quedaba muy clara su resolución; los argumentos contrarios de su padre no eran para él sino comentarios hechos para mantener su autoridad y no creía que le resultara muy difícil combatirlos. Cuando la calesa en la que volvían de la casa del señor Dudley llegó a la de la señora Percival, concluyó la conversación diciendo:
—Bueno, señor, decidiremos este asunto en otro momento. Por suerte tiene tan poca importancia que no tenemos por qué discutirlo inmediatamente.
Y dicho esto, se bajó de la calesa y entró en la casa, sin esperar la respuesta de su padre.
No fue hasta el momento del regreso cuando Kitty se dio cuenta de la frialdad de Camilla; una frialdad que había recalcado tanto que era imposible que pasara totalmente desapercibida. Cuando se encontraban sentadas en el coche con las otras dos damas, la indignación de la señorita Stanley no pudo contenerse más y esta pasó a las palabras, desahogándose de la siguiente manera:
—¡Tengo que decir que no había estado en un baile más estúpido en mi vida! Pero es siempre así. Siempre me desilusionan de una forma u otra. Ojalá no existiesen cosas como estas.
—Siento mucho que no se haya divertido, señorita Stanley —dijo la señora Percival, irguiéndose con dignidad—. Estoy segura de que todo se ha hecho con la mejor intención. Si es usted tan difícil de complacer, me imagino que su mamá tendrá poco ánimo para llevarla a otro.
—Señora, no sé lo que quiere decir con eso de que mi mamá me lleve a otro. Ya estoy en edad casadera[45].
—¡Oh!, querida señora Percival —dijo la señora Stanley—, no crea todo lo que mi Camilla dice. A veces está tan excitada que habla sin pensar. No creo que nadie haya estado nunca en un baile más elegante y agradable. Estoy segura de que es eso lo que quiere decir.
—Sí, claro —dijo Camilla con resentimiento—. Solamente tengo que añadir que no es muy agradable ver cómo alguien se comporta de forma grosera con una a un nivel tan terrible. Por supuesto que no estoy ofendida, ni me importaría que todo el mundo estuviera en contra mía, pero no deja de ser algo en extremo abominable que no puedo tolerar. No es que me importe lo más mínimo, y me hubiera puesto a bailar en el último puesto de la cola toda la noche, si no fuera porque es tan desagradable. Pero que alguien venga en mitad de la noche y ocupe el lugar de todo el mundo, eso es algo a lo que no estoy acostumbrada y, aunque me importe un comino, le aseguro que no lo perdonaré ni lo olvidaré fácilmente.
A este discurso, en el que quedó perfectamente claro todo el asunto, Kitty respondió con una dócil disculpa, ya que tenía el buen sentido de estar orgullosa de su familia, y demasiado buen carácter para estar en desacuerdo con alguien. Expresó sus disculpas con tanta preocupación por la ofensa y con una dulzura tan desprovista de afectación que Camilla encontró muy difícil mantener el enfado que las había provocado. Esta se sintió realmente satisfecha al descubrir que Catharine no había querido insultarla y que estaba muy lejos de olvidar su diferencia de cuna, algo por lo que ahora solo podía hacerle sentir lástima por ella, y, recuperando su buen humor con la misma facilidad con la que lo había perdido, comenzó a hablar de lo deliciosa que había sido la noche, declarando que nunca había estado en un baile tan agradable.
Las mismas disculpas que habían granjeado a Kitty el perdón de la señorita Stanley le devolvieron la cordialidad de su madre; solo faltaba el buen humor de la señora Percival para completar aquella felicidad. Pero esta, ofendida por la afectada superioridad que había mostrado Camilla, más todavía con su hermano por haber venido a Chetwynde, y descontenta por la noche en general, continuó silenciosa y sombría, refrenando la alegría de sus acompañantes.
La señora Percival aprovechó la primera oportunidad que tuvo a la mañana siguiente para hablar con el señor Stanley sobre el regreso de su hijo y, después de comentar que en su opinión todo el asunto le parecía bastante tonto, le pidió que comunicara al señor Edward Stanley que para ella era una norma no admitir como visitante en su casa a un joven, fuera durante el tiempo que fuese.
—Créame que no es mi intención faltarle al respeto —continuó—, pero no puedo permitir su estancia en esta casa. No sé lo que podría pasar de continuar aquí, porque las niñas de hoy en día sienten una marcada preferencia por los jóvenes guapos. ¿Por qué? Nunca lo he sabido. Porque, ¿qué son la juventud y la belleza, después de todo? Estas cosas no son más que pobres sustitutos del verdadero valor y del verdadero mérito. Créame, primo, no importa lo que la gente pueda decir en sentido contrario, no hay nada como la virtud para hacer de nosotros lo que deberíamos ser, y en cuanto a la virtud de un joven, el hecho de que sea guapo y tenga una personalidad agradable, no tiene ningún valor, ya que haría mucho mejor en ser una persona respetable. Siempre he pensado así, y seguiré haciéndolo. Por lo tanto, le quedaría muy agradecida si le dijera a su hijo que abandonara Chetwynde, ya que no puedo predecir lo que pasaría entre él y mi sobrina. Quizá le sorprenda oírme decir esto —continuó, bajando la voz—, pero si he de ser sincera, debo reconocer que Kitty es una de las niñas más impúdicas que he conocido nunca. Le aseguro, sir, que la he visto sentarse, reír y susurrar con un joven al que no había visto más de una docena de veces. Su comportamiento es realmente escandaloso, y debo rogarle que envíe a su hijo lejos de aquí inmediatamente, o esto será un caos.
El señor Stanley, que, durante una parte de su discurso, no había sabido muy bien dónde quería llegar la señora Percival con sus insinuaciones sobre la impudicia de Kitty, se esforzó en calmar sus temores, asegurándola que bajo ningún concepto permitiría que su hijo permaneciera con ellos más de un día, y que podía confiar en que haría todo lo que estuviera en su mano para complacerla. Añadió que el mismo Edward estaba deseoso de volver a Francia, aunque alguien le había convencido de lo contrario. Esta declaración tranquilizó a la señora Percival en cierta medida, redujo un poco su preocupación y su alarma, y mejoró su disposición a tratar a Edward con cortesía durante el resto de su breve estancia en Chetwynde.
El señor Stanley fue inmediatamente a hablar con Edward, a quien repitió la conversación que había mantenido con la señora Percival, diciéndole que era absolutamente necesario que abandonara Chetwynde al día siguiente, ya que había empeñado su palabra. Su hijo solo pareció sorprenderse por las ridículas aprensiones de la señora Percival; y, encantado por haberlas provocado, sin prestar atención al resto de la conversación de su padre, se puso a pensar en cómo podía aumentarlas.
El señor Stanley no pudo obtener una respuesta clara de él y, aunque todavía confiaba en lo mejor, se separó de su hijo casi enfadado. Este, que no tenía la menor intención de casarse, y veía a la señorita Percival simplemente como a una muchacha buena y simpática a quien le agradaba su compañía, se dedicó con enorme placer a incrementar los celosos temores de su tía, prodigándole todo tipo de atenciones, sin considerar el efecto que estas podrían tener en la señorita. Se sentaba a su lado siempre que estaban en la misma habitación; daba a entender que se entristecía cuando ella salía y era el primero en preguntar si volvería pronto. Se mostraba encantado con sus dibujos y encantado con su forma de tocar el clavicordio. Todo lo que decía parecía interesarle; dirigía su conversación solo a ella y daba a entender que ella sola era el objeto de su atención. No es extraño que aquellos esfuerzos tuvieran éxito a la hora de alarmar a una persona tan sensible a cualquier tipo de señal de peligro como la señora Percival, ni que produjeran un profundo impacto en su sobrina, una muchacha de imaginación viva y personalidad romántica, que ya estaba encantada con él y que, naturalmente, deseaba ser correspondida. Cada vez que aumentaba su convicción de que se sentía atraído por ella, veía a Edward más encantador y se intensificaba su deseo de conocerle mejor. En cuanto a la señora Percival, el día entero fue un infierno para ella. Ninguna experiencia del pasado podía compararse a las sensaciones que ahora la torturaban; y sus temores nunca habían sido tan fuerte y razonablemente excitados. Su rechazo hacia Stanley, su rabia hacia su sobrina y su impaciencia porque se separaran, dominaron por completo toda idea de propiedad y buena educación y, aunque el joven nunca mencionara su intención de marcharse al día siguiente, ella no pudo evitar, en su perentorio deseo de que desapareciera, preguntarle después de la cena a qué hora pensaba ponerse en camino.
—¡Oh, señora! —replicó él—. Puede considerarse afortunada si me he ido sobre las doce de la noche; y si no lo he hecho, deberá castigarse por haberme dejado hasta elegir la hora de mi marcha.
La señora Percival enrojeció vivamente ante estas palabras y, sin dirigirse a nadie en particular, comenzó en seguida una larga arenga sobre el lamentable comportamiento de los jóvenes actuales, y sobre la profunda alteración que se había producido en ellos desde sus tiempos, algo que ilustró con muchas anécdotas instructivas sobre el decoro y la modestia que habían marcado la personalidad de los que había conocido en su juventud. No obstante, esto no impidió que, en el curso de la tarde, el joven saliera al jardín con su sobrina durante casi una hora y sin otra compañía. Habían salido con ese propósito acompañados de Camilla en un momento en que la señora Percival se había ausentado, y no fue hasta pasado un tiempo, al regresar esta a la habitación, cuando descubrió dónde estaban. Camilla había caminado un rato con ellos por el paseo que conducía al cenador, pero, cansándose pronto de escuchar una conversación en la cual raras veces era invitada a participar, y que con frecuencia giraba en torno a los libros, lo cual lo hacía aún más difícil, los dejó juntos en el cenador para vagar sola por otra parte del jardín, donde se dedicó a comer fruta y a examinar el invernadero de la señora Percival. Su ausencia, nada lamentada, apenas fue percibida por ninguno de los dos, que continuaron charlando sobre casi todo tipo de cosas —porque Stanley raras veces se detenía mucho tiempo en un tema en particular, y tenía algo que decir sobre casi todo— hasta que se vieron interrumpidos por su tía.
Para entonces, Kitty estaba totalmente convencida de que tanto en sus cualidades naturales como en sus conocimientos, Edward Stanley era infinitamente superior a su hermana. Su deseo de saber que así era la había inducido a aprovechar cualquier oportunidad para llevar la conversación al terreno de la historia, y pronto se habían visto enzarzados en una discusión histórica, en la cual la posición de Stanley no podía ser más calculada, ya que estaba muy lejos de pertenecer a ningún partido y apenas tenía una opinión sobre el tema. Por tanto, podía ponerse de un lado y del otro, y argumentar siempre con gran calor. En su indiferencia sobre aquellos temas era muy distinto de su acompañante, cuyos juicios, siempre guiados por sus cálidos y apasionados sentimientos, eran emitidos con facilidad; y, aunque no eran siempre infalibles, los defendía con una fuerza y un entusiasmo que eran prueba de su seguridad.
Llevaban conversando un rato de esta manera sobre la personalidad de Ricardo III, que él defendía ardientemente, cuando, de pronto, tomó la mano de ella y, exclamando con gran emoción «Le doy mi palabra de honor de que está usted completamente equivocada», la oprimió apasionadamente contra sus labios y salió corriendo del cenador.
Perpleja ante este comportamiento, que no podía entender de ningún modo, Kitty se quedó unos momentos inmóvil sobre el asiento en el que él la había dejado, y estaba a punto de seguirle por el estrecho sendero que había tomado, cuando, al mirar hacia el otro sendero que estaba inmediatamente enfrente del cenador, vio a su tía caminando hacia ella a un paso más rápido del habitual. Esto explicó de inmediato la razón de su partida, pero hizo aún más inexplicable la manera en que se había producido.
Kitty se sintió profundamente confundida por haber sido vista en aquel lugar con Edward y porque aquella conducta, que todavía no podía entender, hubiese sido presenciada por alguien a quien todo tipo de galantería resultaba odioso. Y así, confusa, perturbada e indecisa, vio con horror cómo su tía se acercaba, sin moverse del cenador. La mirada de la señora Percival no podía en absoluto alentar a su sobrina, que esperaba en silencio su acusación y en silencio meditaba su defensa. Tras unos momentos de tensión, porque la señora Percival estaba demasiado fatigada para hablar inmediatamente, inició, con rabia y dureza enormes, la siguiente arenga:
—Bueno, esto va más allá de cualquier cosa que hubiese podido imaginar. Libertina como sabía que eras, no estaba preparada para una visión como esta. Esto va más allá de cualquier cosa que hubieras hecho antes, ¡más allá de lo que jamás en mi vida haya escuchado! ¡Jamás había presenciado una muestra tal de falta de pudor en una niña! Y esta es la recompensa por todos los esfuerzos que he hecho por tu educación; por todos los problemas y todas las angustias, ¡y Dios sabe cuántos han sido! Lo único que deseaba era educarte en la virtud. Nunca quise que tocaras el clavicordio o que dibujaras mejor que nadie, pero había esperado que fueses respetable y buena, verte convertida en un ejemplo de modestia y virtud para los jóvenes de los alrededores. Te compré los Sermones, de Blair y En busca de una esposa, de Coelebs; te di la llave de mi propia biblioteca y pedí prestados muchos buenos libros a mis vecinos, todo con ese fin. Pero me podía haber ahorrado la molestia. ¡Oh, Catharine, eres una criatura entregada al vicio, y no sé lo que será de ti! Me alegra sin embargo comprobar —continuó, rebajando ligeramente el tono, ahora un poco más dulce— que al menos sientes algo de vergüenza por lo que has hecho, y si verdaderamente lo lamentas, y si haces de tu vida futura una vida de penitencia y de enmienda, quizá puedas ser perdonada. Pero veo con claridad que todo se dirige hacia el caos y que cualquier resto de orden se extinguirá pronto en todo el Reino.
—Espero que eso no ocurra tan pronto por mi conducta, señora —dijo Catharine en un tono de gran humildad—, porque le doy mi palabra de honor de que no he hecho nada esta tarde que pueda contribuir a erradicar el orden en nuestro reino.
—Estás equivocada, niña —replicó ella—. El bienestar de toda nación depende de la virtud de sus individuos, y todo aquel que ofende de tal forma el decoro y la propiedad, está sin duda acelerando su ruina. Has dado un mal ejemplo al mundo y el mundo está demasiado inclinado a recibir ejemplos de ese tipo.
—Perdóneme, señora —dijo su sobrina—, pero solo he podido darle un ejemplo a usted, porque solo usted ha sido testigo de la ofensa. Sin embargo, le aseguro que no tiene por qué temer por lo que he hecho. El comportamiento del señor Stanley ha sido tan sorprendente para mí como para usted, y solo puedo pensar que es el resultado de su buen humor, autorizado en su propia opinión por nuestro parentesco. Pero, por favor, señora, considere que se está haciendo muy tarde. Realmente, creo que haría bien en volver a la casa.
Como Kitty sabía bien, su tía no podría responder a este discurso. Efectivamente, la señora Percival se levantó de inmediato y, angustiada por las aprensiones relativas a su propia salud, olvidó por el momento toda su preocupación por su sobrina, que caminaba tranquilamente a su lado, dando vueltas en su interior al acontecimiento que había causado tanta alarma en su tía.
—Estoy sorprendida por mi imprudencia —dijo la señora Percival—. ¿Cómo he podido ser tan descuidada y me he podido sentar fuera de casa a esta hora de la noche? Seguro que volveré a padecer reumatismo. Ya empiezo a sentir frío. Debo de haber cogido un resfriado. Estoy segura que tendré que pasarme el invierno en la cama después de esto. Y contando con los dedos, añadió: —Veamos, estamos en julio. El frío llegará en seguida. Agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero, marzo, abril… Seguramente no volveré a estar bien antes de mayo. Tengo que ordenar que derriben ese cenador y eso es lo que haré. Va a terminar por matarme. Quién sabe, quizá nunca me recupere. Cosas así han pasado. La muerte de mi íntima amiga, la señorita Sarah Hutchinson, no se debió a otra cosa. Una tarde de abril se quedó fuera hasta tarde y como llovió fuerte y no se cambió de ropa al volver a casa cogió frío. ¡Realmente no se sabe cuántas personas han muerto por haber cogido frío! Creo que, salvo la viruela, no hay un desorden en el mundo que no nazca de ahí.
Fue inútil que Kitty se esforzara por convencerla de que sus temores eran infundados, de que todavía no era tan tarde como para coger frío, y de que, incluso si lo era, podía confiar en no coger ninguna otra enfermedad, y en recuperarse en menos de diez meses. La señora Percival se limitó a decir que confiaba en saber más cosas sobre la mala salud que una niña que siempre se había encontrado perfectamente, y corrió escaleras arriba, dejando a Kitty para que la excusara ante el señor y la señora Stanley por haberse ido a la cama.
Aunque la señora Percival creía que sus excusas eran perfectamente razonables, Kitty no dejó de sentir un poco de vergüenza al darse cuenta de que la única que podía ofrecer a sus visitantes era que quizá su tía había cogido frío, porque esta le había dicho que restara importancia al asunto para no preocuparles. No obstante, como el señor y la señora Stanley conocían muy bien la terrible aprensión de su prima a ese respecto, recibieron la noticia sin demasiada sorpresa y dando muestras de educada consideración. Edward y su hermana llegaron en seguida, y Kitty no tuvo demasiadas dificultades en obtener una explicación de la conducta de Edward, pues este estaba demasiado involucrado y demasiado ansioso por conocer el éxito de su plan para no preguntar inmediatamente sobre el asunto; y la muchacha no pudo evitar sentirse sorprendida y ofendida a un tiempo por la indiferencia y la tranquilidad con las que el joven le dijo que su única intención había sido asustar a su tía haciéndole creer que sentía un afecto por ella, un plan por otra parte totalmente incompatible con esa atención especial que una vez había estado casi convencida de que él le dedicaba. Es verdad que no le conocía lo bastante para estar enamorada, pero en cualquier caso se sintió muy defraudada de que aquel joven tan guapo, tan elegante y tan alegre estuviese tan perfectamente libre de aquel Sentimiento como para convertirlo en su principal deporte. Había una novedad en su carácter que a los ojos de ella era sumamente agradable; Edward era más atractivo de lo común, su alegría y su sentido del humor se entendían muy bien con los de ella, y sus modales eran a la vez tan alegres e insinuantes que quizá, pensó Kitty, para él era imposible no ser amable, y se sintió dispuesta a aceptar que así era. Por otra parte, él conocía sus propios recursos, tantas veces le habían ayudado a obtener de su padre el perdón de faltas que, de haber sido tosco y desmañado, hubieran sido consideradas muy graves; a ellos debía, más incluso que a su persona o a su fortuna, el afecto que casi todo el mundo sentía por él, y que las muchachas en particular se inclinaban a prodigarle. Su influencia actuó también en esta ocasión y fue reconocida por Kitty, cuya rabia se diluyó completamente y cuyo buen humor, gracias a tal influencia, no solo le fue devuelto sino que incluso aumentó.
La tarde pasó tan agradablemente como la anterior; ambos continuaron charlando la mayor parte del tiempo, y tal era el poder de sus palabras, y el brillo de sus ojos que, cuando se separaron por la noche, y aunque solo unas horas antes Catharine había renunciado completamente a esta idea, se sintió casi convencida de que Edward estaba realmente enamorado de ella. Reflexionó sobre la pasada conversación y, aunque esta había versado sobre temas diversos e indiferentes y no podía recordar exactamente nada de su discurso que pudiera ser expresión de esa atención especial, continuaba convencida de que eso era lo que sentía. Sin embargo, temerosa de ser demasiado vana al suponer una cosa así sin demasiado fundamento, decidió suspender su decisión definitiva hasta el siguiente día, más exactamente hasta el momento de su partida, en el que creía que quedaría clara su atracción, si es que sentía alguna. Cuanto más lo trataba más se inclinaba a creer que le gustaba y más deseaba que él sintiera lo mismo por ella. Estaba convencida de que poseía una gran inteligencia natural y una personalidad extraordinaria, y también de que la irreflexión y la negligencia de su carácter —que, aunque para ella eran muy atractivos en él, sabía que otras personas considerarían defectos— eran simplemente el resultado de una vivacidad siempre agradable en los jóvenes, y estaban lejos de ser el reflejo de una inteligencia débil o superficial. Después de reafirmar este pensamiento en su interior, y sintiéndose plenamente convencida de los argumentos de su verdad, se fue a la cama de muy buen humor, decidida a estudiar el carácter de Edward y a analizar aún más su comportamiento al día siguiente.
Kitty se levantó con la misma resolución y seguramente hubiera ejecutado su plan de no haber sido porque, tan pronto como entró en su habitación, Anne la informó de que el señor Edward Stanley se había marchado ya. Al principio, Kitty no podía dar crédito a esta noticia, pero cuando su doncella le aseguró que la noche anterior el joven había ordenado un coche para las siete de la mañana y que ella en persona le había visto partir poco después de las ocho, no pudo negarlo más.
«Y este es el afecto del que yo estaba tan segura —pensó para sí, enrojeciendo de rabia ante su propia estupidez—. ¡Oh, qué cosa más tonta es una mujer! ¡Qué vana y qué poco juiciosa! ¡Suponer que en el curso de veinticuatro horas un joven podría desarrollar un afecto serio y verdadero por unaniñaque no tiene otra cosa que la avale sino un buen par de ojos! ¡Y se ha ido de verdad! ¡Se ha ido sin haberme dedicado quizá un solo pensamiento! ¡Oh! ¿Por qué no estaría levantada a las ocho? Aunque, en el fondo, es un justo castigo a mi pereza y a mi estupidez, y me alegro. Me merezco eso y diez veces más que eso por ser una vanidosa tan insufrible. Al menos me servirá de lección y me enseñará a no creer en el futuro que todo el mundo está enamorado de mí. Y, sin embargo, me hubiera encantado verle antes de su marcha, porque tal vez pasen años hasta que volvamos a encontrarnos. Aunque su forma de marcharse indica bastante indiferencia al respecto. ¡Qué extraño que se haya ido sin decir nada y sin despedirse de nadie! ¡Pero así es como actúa un joven que se mueve por el capricho del momento o que disfruta haciendo cosas extravagantes! ¡Qué seres tan inexplicables! ¡Y las mujeres son igual de absurdas! Pronto empezaré a pensar como mi tía que todo va hacia el caos y que la raza humana se está degenerando».
Kitty se acababa de vestir y estaba a punto de salir de su habitación para preguntar por el estado de la señora Percival, cuando la señorita Stanley llamó a la puerta y, después de obtener permiso para entrar, comenzó en su tono habitual un largo discurso sobre el horrible comportamiento de su padre al obligar a Edward a marchara y sobre el terrible comportamiento de Edward al hacerlo a aquella hora de la mañana.
—No puede imaginarse —dijo— lo sorprendida que me quedé cuando entró en mi habitación para despedirse.
—¿Entonces le vio esta mañana? —preguntó Kitty.
—¡Oh, sí! Y tenía tanto sueño que no pude ni abrir los ojos. Me dijo: «Adiós, Camilla, me voy. No tengo tiempo de despedirme de nadie más, y no me atrevo a ver a Kitty, porque si no me temo que no me iré nunca».
—¡Qué tontería! —dijo Kitty—. ¡No dijo eso, o si lo dijo fue en broma!
—¡Oh, le aseguro que nunca había hablado más en serio en su vida! Estaba demasiado deprimido para gastar bromas. Me pidió que, cuando nos encontráramos todos en el desayuno, presentara sus respetos a su tía, y le diera muchos cariñosos recuerdos a usted. Porque me dijo que era una muchacha muy especial, y que solo deseaba poder pasar más tiempo con usted. Me dijo que era la persona más apropiada para él, porque era tan alegre y tan buena, y que deseaba de todo corazón que no se casara antes de que él regresara, porque no había nada que le gustara más que estar aquí. ¡Oh, no puede imaginarse las cosas tan bonitas que dijo, hasta que me quedé dormida y se fue! Pero, desde luego, está enamorado de usted. He pensado mucho sobre el asunto y estoy completamente segura.
—¿Cómo puede decir algo así? —dijo Kitty, sonriendo con placer—. No creo que le haya afectado tanto, ni tan fácilmente. Pero ¿le dijo que me diera recuerdos cariñosos? ¿Y que deseaba que no me casara antes de su regreso? ¿Y de verdad le dijo que era una muchacha especial?
—¡Oh, querida, claro que sí! Y le aseguro que es el mejor elogio que en mi opinión puede dedicarle a alguien. Casi nunca consigo que me diga algo tan bonito a mí, y eso que se lo he estado pidiendo a veces más de una hora.
—¿Y de verdad cree que sentía pena de marcharse?
—¡Oh, no puede imaginarse lo triste que le ponía! No se hubiera ido en todo el mes, si mi padre no le hubiera insistido. Me lo dijo ayer. Me dijo que deseaba no haber prometido nunca que se iría al extranjero, porque se arrepentía más y más cada día; que eso desbarataba todos sus planes y que, desde que papá le había hablado sobre ello, se sentía más reacio que nunca a dejar Chetwynde.
—¿De verdad dijo todo eso? ¿Y por qué insistiría su padre en que se marchara? Su marcha de Inglaterra desbarataba todos sus planes y su conversación con el señor Stanley le había hecho aún más reacio a partir… ¿Qué significará eso?
—Pues qué va a significar, que está enamoradísimo de usted. ¿Qué otros planes iba a tener? Y supongo que mi padre le dijo que si no se iba al extranjero debería casarse con usted inmediatamente. Pero ahora debo ir a ver las plantas de su tía. Hay una que me vuelve loca, además de otras dos o tres.
«¿Podría ser cierta la explicación de Camilla? —se preguntó Catharine, cuando su amiga dejó la habitación—. Y, después de todas mis dudas y mis inseguridades, ¿es posible que Stanley se mostrara reacio a abandonar Inglaterra solo por mí? Sus planes interrumpidos… ¿Y qué otros planes podría tener sino el matrimonio? Y sin embargo, ¡enamorarse de mí tan pronto! Aunque quizá no sea sino el efecto de un corazón ardiente, lo que para mí es la mejor cualidad de una persona. Un corazón dispuesto a amar… ¡Y así es el de Stanley, bajo la apariencia de tanta alegre indiferencia! ¡Oh, cómo me hace quererle esto! Pero se ha ido. Quizá para años. ¡Obligado a separarse de lo que más ama! ¡Su felicidad sacrificada por la vanidad de su padre! ¡En qué estado de angustia debe de haber dejado la casa! ¡Incapaz de verme o de despedirse de mí, mientras yo, despiadada inconsciente, me atrevía a estar durmiendo! Esto explica que saliera de la casa a esa hora del día. No podía confiar en sí mismo si me veía. ¡Qué joven tan encantador! ¡Cuánto debe de haber sufrido! Sabía que era imposible que alguien tan elegante y tan bien educado, se fuera de una casa de esta manera, si no era por un motivo tan incontestable». Y satisfecha por esta explicación que ya nada podía cambiar, se dirigió a la habitación de su tía de un humor excelente, sin acordarse para nada de la vanidad de las mujeres o de la inexplicable conducta de los hombres.
Kitty permaneció en este estado de satisfacción durante el resto de la visita de los Stanley, quienes se despidieron insistiendo mucho en que debía aceptar su invitación de ir a Londres, donde, Camilla dijo, podría tener la oportunidad de conocer a la dulce Augusta Halifax. «O, mejor —pensó Kitty—, de ver a mi querida Mary Wynne otra vez». Como respuesta a la invitación de la señora Stanley, la señora Percival dijo que veía Londres como la principal casa del vicio, un lugar donde hacía mucho tiempo que la virtud había desaparecido por completo de la sociedad y donde todo tipo de perversión se abría paso día a día; que Kitty ya tenía bastante inclinación a ceder a este influjo y a abandonarse al vicio, y que por lo tanto sería la última niña del mundo en la que se podría confiar para llevarla a Londres, incapaz como sería de superar la tentación.
Tras la marcha de los Stanley, Kitty volvió a sus habituales ocupaciones, pero ¡ay!, estas habían perdido su poder de agradarla. Solo su cenador mantenía vivos sus sentimientos; quizá porque le traía a la memoria el recuerdo de Edward Stanley.
El verano transcurrió sin ningún incidente digno de mención o placentero para Catharine, salvo uno, y este que fue el que le proporcionó una carta de su amiga Cecilia, ahora señora Lascelles, anunciando el pronto regreso a Inglaterra de su marido y de ella misma.
Una correspondencia de muy poco interés para ambas partes se había establecido entre Camilla y Catharine. La última había perdido ahora la única satisfacción que recibía de las cartas de la señorita Stanley, ya que la joven dama, después de informar a su amiga de la partida de su hermano a Lyon, nunca volvió a mencionarle. Raras veces sus cartas contenían algo más interesante que la descripción de algún complemento de moda, la enumeración de una serie de compromisos sociales, un panegírico sobre Augusta Halifax, o, quizá, un pequeño insulto al desdichado sir Peter.
«La Arboleda» —porque así se llamaba la mansión de la señora Percival en Chetwynde— estaba situada a cinco millas de Exeter, pero, aunque esta dama poseía coche y caballos propios, eran pocas las veces que Catharine podía convencerla de que la llevara a esta ciudad para hacer algunas compras, dado el gran número de oficiales que se alojaban en casas particulares y que infectaban las principales calles. Una compañía de actores ambulantes, de camino hacia una feria, había inaugurado un teatro temporal; la señora Percival cedió a los ruegos de su sobrina de que la llevara a ver la función un día; la señora Percival insistió en que debían tener la cortesía de invitar a la señorita Dudley a que fuese con ellas, cuando surgió una nueva dificultad, ya que tenían que ser acompañadas por algún caballero.
finis