Una colección de cartas

A la señorita Cooper.

Prima:

Consciente de la reputación de persona encantadora de la que gozas en todos los países y en todos los climas de la cristiandad, te encomiendo, con precaución y cuidado, la caritativa crítica de esta inteligente colección de curiosos comentarios, que han sido cuidadosamente seleccionados, recogidos y clasificados por tu cómica prima[30].

La autora.

PRIMERA CARTA

De una madre a su amiga

Mis hijas comienzan a reclamar de mí una clase de atención diferente de la que hasta ahora conocían, y es que han alcanzado esa edad en la que necesitan, en cierta medida, conocer el mundo.

Mi Augusta tiene 17 años y su hermana es apenas un año más pequeña. Quiero pensar que su educación ha sido tan buena que no perjudicará su aparición en el mundo, y tengo múltiples razones para creer que el Mundo no perjudicará su educación. Realmente son unas niñas muy dulces; inteligentes sin afectación; dotadas pero sencillas; despiertas pero sumisas. Como su aprendizaje en todo ha discurrido simultáneamente, no voy a considerar la diferencia de edad, y me propongo presentarlas en sociedad al mismo tiempo. Esta misma tarde se ha fijado su primera entrée en la vida, y vamos a tomar el té con la señora Cope y su hija. Me alegro por mis hijas de que no nos encontremos con nadie más, porque sería difícil para ellas entrar en un círculo demasiado grande el primer día. Pero iremos poco a poco. Mañana vendrá a tomar el té la familia del señor Stanly, y quizá las señoritas Phillip se unan a ellos. El martes vamos a cenar a Westbrook. El jueves recibimos en casa. El viernes vamos a un concierto privado en casa de sir John Wynne, y el sábado esperamos a la señorita Dawson por la mañana, con lo cual se habrá completado la introducción a la vida de mis hijas. Cómo soportarán tanta disipación, no lo sé. No tengo miedo por su espíritu, solo temo por su salud.

El importante asunto ha acabado felizmente, y mis niñas ya han sido presentadas en sociedad. No puedes imaginarte la forma en que las dulces criaturas temblaban cuando se acercaba el momento de salir. Antes de que el coche se parara ante la puerta, las llamé al vestidor y, una vez que estuvieron sentadas, les hablé de esta manera:

«Mis queridas niñas, ha llegado el momento en el que debo recoger la recompensa por todas mis preocupaciones y por todo el esfuerzo puesto en vuestra educación. Os disponéis a entrar esta tarde en un mundo en el que vais a encontrar muchas cosas maravillosas. Sin embargo, dejadme que os alerte y aconseje para que no os veáis arrastradas por las locuras y los vicios de otros; porque, mis adoradas niñas, si lo hacéis, podéis creer que lo lamentaré mucho».

Ambas me aseguraron que siempre recordarían mi consejo con gratitud y que lo seguirían atentamente; que estaban preparadas para encontrarse con un mundo lleno de cosas que las sorprenderían y confundirían, pero que confiaban en que nunca me darían motivos para que lamentara el atento cuidado que había presidido su infancia y con el que había formado sus entendimientos.

«Si seguís estas indicaciones y os mantenéis firmes en ellas —dije— no tengo nada que temer, y podré llevaros a casa de la señora Cope sin miedo a que os veáis seducidas por su ejemplo o contaminadas por sus locuras. Vamos, pues, niñas mías —añadí—, el coche está a punto de llegar a la puerta y no quiero retrasar la felicidad que estáis tan impacientes de disfrutar».

Cuando llegamos a Warleigh, la pobre Augusta casi no podía respirar, y Margaret era pura alegría y emoción.

«El momento tanto tiempo esperado ha llegado por fin —dije— y pronto nos encontraremos con el mundo».

Momentos más tarde, estábamos en el saloncito de la señora Cope, quien, con su hija, esperaba sentada para recibirnos.

Observé con enorme placer la impresión que mis hijas les causaban. Realmente se comportaron como dos niñas dulces y elegantes, y, aunque quizá un poco confundidas por la peculiaridad de la situación, sus modales y su manera de hablar no podían dejar de cautivarlas. Puede imaginarse, mi querida señora, lo contenta que me sentí al comprobar lo atentamente que miraban cada objeto que veían; la gran repugnancia que sentían ante unos, lo mucho que disfrutaban de otros, ¡y su enorme sorpresa ante todo! Debo decir que, en conjunto, volvieron maravilladas del mundo, de sus habitantes y de sus modales.

Su fiel amiga,

A. F.

SEGUNDA CARTA

De una joven dama desengañada en el amor a su amiga

¿Por qué este último desengaño pesa tanto en mi estado de ánimo? ¿Por qué lo siento más? ¿Por qué me hiere más profundamente que otros ya vividos? ¿Es posible que sienta por Willoughby un afecto mayor que el que sentí por sus predecesores? ¿O es posible que nuestros sentimientos se agudicen por haber sido heridos con frecuencia? Imagino, mi querida Belle, que este es el caso, ya que no creo que mi sincero afecto por Willoughby sea mayor que el que sentí por Neville, por Fitzowen, ni siquiera por el de los Crawford, y por todos ellos sentí el afecto más firme que nunca palpitara en el corazón de una mujer.

Dime entonces, mi querida Belle, por qué todavía suspiro cuando pienso en el pérfido Edward, o por qué lloro cuando veo a su novia, porque mucho me temo que este es el caso.

Mi familia está muy preocupada por mí, teme por mi declinante salud, lamenta mi falta de Ánimo y está asustada por el efecto de ambas cosas. Con la esperanza de aliviar mi melancolía, obligándome a dirigir mis pensamientos a otras cosas, han invitado a varios amigos a pasar las navidades con nosotros. Esperamos la llegada de Lady Bridget Dashwood y de su cuñada, la señorita Jane, el próximo viernes, y la familia del coronel Seaton vendrá a visitarnos la próxima semana. Mi tío y mis primos hacen esto con la mejor voluntad, pero qué puede hacer por mí la presencia de media docena de personas que me son indiferentes, sino afligirme y causarme una enorme perturbación. No terminaré esta carta hasta que no haya llegado alguno de nuestros visitantes.

Viernes por la tarde.

Lady Bridget llegó esta Mañana en compañía de su dulce hermana, la señorita Jane. Aunque conozco a esta encantadora mujer desde hace más de quince años, nunca antes me había dado cuenta de lo maravillosa que es. Tiene ahora 35 años y, a pesar de la enfermedad, de la tristeza y del paso del tiempo, tiene una vitalidad mayor que la que nunca he visto en una niña de 17. Me sentí encantada con su compañía desde que entró en la casa, y ella pareció igualmente encantada conmigo, y no se separó de mí en el resto del día. Hay algo tan dulce y tierno en su cara que no parece mortal. Su conversación es tan cautivadora como su aspecto, y me resultó difícil no decirle de qué forma despertaba mi admiración.

—¡Oh, señorita Jane! —dije yo.

Y tuve que parar por no encontrar la forma de expresarme como quería.

—¡Oh, señorita Jane! —repetí.

No podía pensar en las palabras que correspondían a mis sentimientos. Ella parecía esperar que continuara. Me sentía confusa, alterada, abrumada por mis pensamientos. Y solo pude añadir:

—¿Cómo está usted?

Ella se dio cuenta de mi embarazo y, con admirable presencia de ánimo, me ayudó a salir de él, diciendo:

—Mi querida Sophia, no se sienta incómoda por haberse expuesto ante mí de esta manera. Cambiemos de conversación.

¡Oh, cuánto le agradecí su amabilidad!

—¿Sigue montando a caballo tanto como antes? —me preguntó.

—Mi médico me ha recomendado que monte. Hay sitios muy bonitos para montar por aquí. Tengo un caballo encantador. Me gusta muchísimo esta actividad —repliqué yo, bastante recuperada de la confusión—. En resumen, monto mucho.

—Hace usted muy bien, querida —dijo ella.

Y después repitió la siguiente línea improvisada, que servía para recomendar tanto la monta como el candor:

—Monte a caballo siempre que pueda y sea candorosa siempre que tenga ocasión.

Y añadió:

—Yo montaba a caballo, pero hace muchos años.

Dijo esto en voz tan baja y trémula que yo me quedé en silencio. Tan impresionada estaba por su forma de hablar que no podía articular palabra.

—No monto a caballo —continuó, fijando sus ojos en mí— desde que me casé.

Nunca en mi vida algo me había sorprendido tanto.

—¡Desde que se casó, señora! —repetí.

—No me extraña que ponga esa cara de sorpresa —dijo ella—, ya que lo que acabo de decir debe de parecerle imposible. Sin embargo, nada es más cierto como que una vez estuve casada.

—Entonces, ¿por qué la llaman señorita Jane?

—Porque, mi querida Sophia, me casé sin el consentimiento ni el conocimiento de mi padre, el difunto Admirante Annesley. Era por tanto necesario guardar este secreto ante él y ante todo el mundo, hasta que surgiera alguna oportunidad afortunada para revelarlo. Aquella oportunidad, ¡ay!, llegó demasiado pronto y fue la muerte de mi querido capitán Dashwood. Y perdone estas lágrimas —continuó la señorita Jane, secándose el llanto—, que brotan por el recuerdo de mi marido, quien, mi querida Sophia, cayó en América peleando por su país, después de una unión felicísima que duró siete años. Mis hijos, dos niños y una niña encantadores, que siempre habían vivido con mi padre y conmigo, pasando ante los ojos de este y de todo el mundo como los hijos de un hermano (¡aunque yo había sido hija única!), habían sido hasta entonces el consuelo de mi vida. Pero, nada más morir mi Henry, estas dulces criaturas enfermaron y murieron. Puede imaginar, mi querida Sophia, lo que sentí al acompañar a mis hijos a su tumba como una tía. Mi padre no les sobrevivió más de una semana y murió, pobre buen anciano, ignorando felizmente y hasta su última hora la verdad de mi matrimonio.

—Pero si lo tenía, ¿cómo no adoptó su nombre al morir su esposo?

—No, no tuve valor. Sobre todo cuando no lo había tenido para dárselo a mis hijos. Lady Bridget y usted son las únicas personas que saben que una vez estuve casada y fui madre. Como no fui capaz de adoptar el nombre de Dashwood (un nombre que, desde la muerte de mi Henry, no puedo escuchar sin emoción), y como sentía que no tenía derecho a llevar el de Annesley, me olvidé de los dos y, a la muerte de mi padre, decidí terminantemente no utilizar más que mi nombre de pila.

Aquí hizo una pausa.

—¡Oh, mi querida señorita Jane —dije yo—, cuánto le agradezco una historia tan entretenida! ¡No puede imaginarse qué bien me lo ha hecho pasar! Pero ¿ha terminado ya?

—Solo tengo que añadir, mi querida Sophia, que, al morir el hermano mayor de mi Henry, casi al mismo tiempo, Lady Bridget se quedó viuda como yo y, como siempre nos habíamos profesado mentalmente un gran afecto por lo bien que nos habían hablado a la una de la otra, aunque nunca nos habíamos conocido, decidimos vivir juntas. Nuestras cartas, en las que escribíamos sobre las mismas cosas, se cruzaron. ¡De tal forma coincidían nuestros sentimientos y nuestras acciones! Ambas aceptamos regocijadas las proposiciones que hicimos y recibimos de formar una sola familia, y desde entonces hemos vivido juntas, profesándonos el mayor de los afectos.

—¿Y eso es todo? —dije yo—. ¡Espero que no haya terminado!

—La verdad es que sí, y me pregunto si alguna vez ha escuchado una historia más patética.

—Nunca, y esa es la razón por la cual me ha agradado tanto, porque cuando uno se siente infeliz no hay nada tan placentero como las sensaciones que le produce escuchar una historia tan triste como la propia.

—Pero, mi querida Sophia, ¿por qué es usted infeliz?

—¿No ha oído hablar, señora, del matrimonio de Willoughby?

—Pero, querida, ¿por qué lamenta tanto la perfidia de este, cuando llevó tan bien la de tantos otros jóvenes?

—¡Ah, señora, entonces estaba acostumbrada, pero cuando Willoughby rompió su compromiso, llevaba medio año sin sufrir una decepción!

—¡Pobre niña! —dijo la señorita Jane.

TERCERA CARTA

De una joven dama en circunstancias difíciles a su amiga

Hace algunos días, me encontraba en el baile privado ofrecido por el señor Ashburnham. Como mi madre nunca sale, me confió al cuidado de Lady Greville, quien me hizo el honor de recogerme de camino y me permitió ir en el coche sentada de frente; un favor que me molesta bastante, sobre todo cuando se considera como una deferencia enorme hacia mí.

—Vaya, señorita María —me dijo la señora, mientras yo avanzaba hacia el coche—, está muy elegante esta noche. ¡Mis pobres niñas van a estar en desventaja con respecto a usted! Solo espero que su madre no se haya arruinado para vestirla. ¿Es un vestido nuevo?

—Sí, señora —contesté con toda la indiferencia que fui capaz de aparentar.

—Sí, y de bastante calidad, creo yo —dijo, tocándolo, mientras yo me sentaba a su lado, después de pedir su permiso—. También es muy bonito. Pero debo decir, porque ya sabe que siempre digo lo que pienso, que me parece un gasto innecesario. ¿Es que no podía llevar el viejo de rayas? No es mi costumbre censurar a la gente porque sea pobre (siempre he creído que ser pobre es más motivo de desprecio y de lástima que de censura, especialmente si no puede evitarse), pero al mismo tiempo debo decir que, en mi opinión, su viejo vestido de rayas hubiera sido más que suficiente para su propietaria. Porque, si le digo la verdad (y yo siempre digo lo que pienso), mucho me temo que la mitad de la gente que habrá en el salón no se dará cuenta de si lleva usted un vestido o no. Pero imagino que tiene usted la intención de hacer su fortuna esta noche. Bueno, cuanto antes mejor, y le deseo suerte.

—La verdad, señora, es que no tengo tal intención.

—¿Quién ha oído a una joven dama decir alguna vez que era una cazafortunas?

La señorita Greville se echó a reír, pero creo que Ellen sintió pena por mí.

—¿Se había ido ya su madre a la cama cuando se marchó? —dijo la señora.

—Mi querida madre —dijo Ellen—, ¡pero si no son más que las nueve!

—Es verdad, Ellen, pero las velas cuestan dinero, y la señora Williams es demasiado sensata para despilfarrar.

—Se acababa de sentar a cenar, señora.

—¿Y qué tenía de cena?

—No me fijé. Pan y queso, supongo.

—No puedo pensar en una cena mejor —dijo Ellen.

—No tienes que pensar en nada —replicó su madre— porque la que tú tienes es siempre mejor.

La señorita Greville se echó a reír estruendosamente, como hace siempre ante el ingenio de su madre.

Tal es la humillante situación que me veo obligada a sufrir cuando viajo en el coche de la señora. No me atrevo a ser impertinente, porque mi madre siempre me previene de que, si quiero abrirme paso en el mundo, debo comportarme de forma humilde y paciente. Ella insiste en que acepte todas las invitaciones de Lady Greville; de otra forma te aseguro que nunca entraría ni en su casa ni en su coche, tan tristemente segura estoy de que, mientras esté en una o en otro, siempre me insultará por mi pobreza.

Cuando llegamos a Ashburnham, eran cerca de las diez, una hora y media más tarde que lo que habíamos previsto; pero Lady Greville no es demasiado estricta con la puntualidad (o al menos eso cree). No obstante, el baile no había comenzado, porque esperaban a la señorita Greville.

No llevaba mucho tiempo en la habitación cuando el señor Bernard me pidió que bailara con él, pero, justo cuando nos levantábamos, se acordó de que su criado tenía sus guantes blancos y salió corriendo a buscarlos. Mientras tanto, el baile dio comienzo y me encontré frente a Lady Greville, que se dirigía hacia otra habitación. Nada más verme, se paró y, a pesar de que había varias personas cerca de nosotras, me dijo:

—¡Vaya, señorita Maria! ¿No puede conseguir pareja? ¡Pobrecita! Me temo que se ha puesto su vestido nuevo para nada. Pero no desespere, quizá consiga un baile antes de que termine la noche.

Y dicho esto, pasó de largo sin escuchar mis repetidas protestas de que tenía un compromiso, y dejándome bastante mortificada por verme así expuesta ante todos. No obstante, el señor Bernard volvió en seguida y, como se dirigió hacia mí y me condujo hasta la pista de baile, confío en haber quedado libre de la imputación que Lady Greville arrojara sobre mí, ante la mirada de todas las damas de edad que escucharon sus palabras.

El placer de bailar y el hecho de tener la pareja más agradable de la habitación me hicieron olvidar pronto mi irritación. Como además es el heredero de una enorme fortuna, pude ver cómo el hecho de que me hubiera elegido no hacía muy feliz a Lady Greville. Estaba decidida a mortificarme y, por lo tanto, cuando estábamos sentadas entre baile y baile, vino hacia mí y, con un aire más insultante que el de costumbre y apoyada en la señorita Mason, me preguntó de forma que pudiera escucharla la mitad de la gente que estaba en la habitación:

—Por favor, señorita Maria, ¿a qué se dedicaba su abuelo? Ni yo ni la señorita Mason podemos recordar si era carnicero o encuadernador de libros.

Me di cuenta de que quería mortificarme y decidí que, si podía evitarlo, no permitiría que lo hiciera.

—Ninguna de las dos cosas, señora; comerciaba con vino.

—Ah, sí, yo sabía que se dedicaba a uno de esos trabajos de la clase baja. ¿Se arruinó, verdad?

—Creo que no, señora.

—¿No se fugó?

—Nunca he oído que lo hiciera.

—Bueno, al menos murió en la indigencia, ¿no es verdad?

—No tengo noticia de ello.

—Pero ¿no era su Padre tan pobre como una rata?

—No lo creo.

—No estuvo una vez en la prisión de Bench.

—Nunca le vi allí.

La señora me lanzó una mirada fulminante y se dio la vuelta, furiosa, mientras yo me sentía contenta de mi impertinencia y preocupada, pensando que quizá se me considerase demasiado insolente. Como la señora Greville estaba enfadadísima conmigo, no me prestó la menor atención durante el resto de la noche, aunque la verdad es que, aunque hubiera estado contenta tampoco lo habría hecho, porque estaba en medio de un grupo de grandes amigas y nunca me habla cuando puede hacerlo con cualquier otra persona. La señorita Greville se sentó con el grupo de su madre durante el tentempié, pero Ellen prefirió quedarse con los Bernard y conmigo. Fue un baile muy agradable, y como Lady G. durmió durante todo el camino de vuelta, tuve un viaje muy agradable.

Al día siguiente, mientras estábamos cenando, el coche de Lady Greville se detuvo ante la puerta, porque esta es la hora del día en que ella cree que debe detenerse. Envió un mensaje con el criado, en el que decía que mi madre no debía levantarse de la mesa, pero que «la señorita Maria debía acercarse a la puerta del coche, porque quería hablarle», que me diera prisa y que fuera inmediatamente.

—¡Qué mensaje tan impertinente, mamá! —dije.

—Ve, Maria —replicó ella.

Por lo tanto, no tuve más remedio que ir y estar ahí de pie, para satisfacción de la señora, aunque soplaba un viento intenso y frío.

—Vaya, señorita Maria, hoy no está tan elegante como ayer. Pero, en fin, no he venido para examinar su vestido, sino para decirle que puede venir a cenar con nosotras pasado mañana. No mañana, acuérdese bien, no venga mañana porque esperamos a Lord y a Lady Clermont y a la familia de sir Thomas Stanley. No se ponga muy elegante porque no pienso enviarle el coche. Si llueve, puede coger el paraguas.

Apenas pude contener la risa cuando me dio permiso para no mojarme.

—Y le ruego que sea puntual, porque no pienso esperar. Odio que se pase la comida. Aunque tampoco hace falta que llegue usted antes. ¿Qué hace su madre? ¿Estará cenando, no?

—Sí, señora, estábamos en mitad de la cena cuando llegó usted.

—¡Debe estar usted cogiendo frío, Maria! —dijo Ellen.

—Sí, hace un terrible viento del Este —dijo su madre—. Le aseguro que casi no puedo soportar la ventanilla bajada. Pero usted está acostumbrada a moverse al aire libre, señorita Maria. Imagino que será por eso por lo que tiene un cutis tan enrojecido y tan basto. A ustedes, las señoritas que no pueden ir mucho en coche, no les importa el tiempo que haga ni que el viento les descubra las piernas. Yo no permitiría que mis niñas estuviesen fuera de casa, como hace usted, en un día como este. Pero alguna clase de gente no tiene idea de lo que son ni el frío ni la delicadeza. Bueno, recuerde que la esperamos el jueves a las 5 en punto. Dígale a su doncella que venga a recogerla por la noche. No habrá luna y tendrá un camino de vuelta bastante horrible. Mis respetos a su madre. Me temo que se le habrá enfriado la cena. Cochero, ¡vámonos!

Y se marchó, dejándome furiosa como siempre.

MARIA WILLIAMS.

CUARTA CARTA

De una joven dama bastante impertinente a su amiga

Ayer cenamos en casa del señor Evelyn, donde nos presentaron a su prima, una joven muy bonita. Yo estaba maravillada con su aspecto porque, además de los encantos propios de una cara agraciada, había algo especialmente interesante en sus modales y en su voz. Tanto que despertaron en mí una gran curiosidad por conocer la historia de su vida: quiénes fueron sus padres, dónde nació y qué cosas le habían sucedido, porque solo sabíamos que era una pariente de la señora Evelyn y que se llamaba Grenville.

Por la noche, se me presentó una gran oportunidad para intentar averiguar al menos lo que quería averiguar porque, excepto la señora Evelyn, mi madre, el doctor Drayton, la señorita Grenville y yo misma, todo el mundo jugaba a las cartas, y como las dos primeras estaban enfrascadas en una conversación que transcurría entre susurros, y el doctor se quedó dormido, nos vimos en la necesidad de entretenernos la una a la otra. Eso era en realidad lo que yo deseaba y, decidida a no quedarme sin saber por no preguntar, empecé la conversación de la siguiente manera:

—¿Lleva mucho tiempo en Essex, señora?

—Llegué el martes.

—¿Venía de Derbyshire?

—¡No, señora! —dijo, aparentemente sorprendida por mi pregunta—. Venía de Suffolk.

Pensarás que este fue un buen golpe de mi parte, pero ya sabes, mi querida Mary, que cuando tengo algo en la cabeza, no paro en mientes.

—¿Le gusta esta región, señorita Grenville? ¿Le parece tan bonita como la que ha dejado atrás?

—En términos de belleza, la encuentro muy superior, señora.

Suspiró. Yo me moría por saber por qué.

—Claro que la apariencia de una región, por muy bonita que sea, no puede ser sino un pobre consuelo ante la pérdida del amigo más querido —dije yo.

Ella meneó la cabeza, como si asintiera a la verdad de mis palabras. Mi curiosidad creció tanto que decidí satisfacerla a cualquier precio.

—¿Lamenta entonces haber dejado Suffolk, señorita Grenville?

—Desde luego que sí.

—Supongo que nació allí.

—Sí, señora, nací allí y allí pasé muchos años felices.

—Es un gran consuelo —dije yo—. Espero, señora, que ninguno de ellos fuera infeliz.

—La felicidad perfecta no es propia de los mortales, y nadie puede esperar una felicidad ininterrumpida. Naturalmente he conocido algunas desdichas.

—¿Qué desdichas, querida señora? —repliqué yo, ardiendo de impaciencia por saberlo todo.

—Espero que Ninguna que una falta intencional mía haya acarreado, señora.

—Me atrevería a decir que no, señora, y estoy segura de que cualquier sufrimiento que haya padecido solo ha podido surgir de la crueldad de conocidos o del error de un amigo.

Suspiró.

—Parece triste, mi querida señorita Grenville. ¿Hay algo que pueda hacer por aliviar su tristeza?

—¿Hacer algo por mí? —replicó sorprendidísima—. Nadie puede hacer nada por mí.

Pronunció estas palabras en un tono tan triste y solemne que, durante un rato, no tuve valor para responder. Me quedé en silencio. Poco más tarde, sin embargo, me recobré y, mirándola con todo el afecto que pude, le dije:

—Mi querida señorita Grenville, parece usted muy joven y quizá necesite el consejo de alguien cuyo afecto por usted, sus años y quizá superior capacidad de juicio, podrían autorizarle a dárselo. Yo soy esa persona, y le ruego que acepte este ofrecimiento que le hago, que nace de mi confianza y de mi amistad, y a cambio de las cuales solo le pediré las mismas cosas.

—Es usted extremadamente generosa, señora —dijo Ella—, y me siento muy halagada por su interés. Pero no tengo problemas, ni dudas, ni me encuentro en una situación incierta necesitada de consejo. No obstante, a partir de ahora, si alguna vez me encontrara en esa situación —continuó, mostrándome una cortés sonrisa— sabré a qué puerta llamar.

Yo incliné la cabeza, pero me sentí terriblemente mortificada por su negativa. Sin embargo, no me había rendido todavía. Pensé que nada perdía por renovar mis ataques, con preguntas y suposiciones que lanzaba como efecto de mi interés y amistad.

—¿Y tiene pensado quedarse mucho tiempo en esta parte de Inglaterra, señorita Grenville?

—Si, señora, creo que me quedaré algún tiempo.

—Pero ¿y cómo podrán soportar su ausencia el señor y la señora Grenville?

—Ninguno de los dos vive, señora.

Esta fue una respuesta del todo inesperada. No sabía qué decir y realmente nunca me había sentido tan embarazada en mi vida.

QUINTA CARTA

De una joven dama muy enamorada a su amiga

Mi tío está cada día más tacaño, mi tía más rara, y yo más enamorada. ¡Me pregunto en qué estado nos encontraremos cuando termine el año si seguimos así! Esta mañana tuve la felicidad de recibir la siguiente carta de mi querido Musgrove.

Sackville St., 7 de enero.

Hoy se cumple un mes desde que contemplé a mi encantadora Henrietta por primera vez y el sagrado aniversario debe preservarse y se preservará siempre de una forma digna de ese día, es decir, escribiéndole. Nunca olvidaré el momento en que su belleza apareció ante mi vista por primera vez. Sabe bien que el paso del tiempo jamás podrá borrarlo de mi memoria. Fue en casa de Lady Scudamore. ¡Dichosa Lady Scudamore, por vivir a solo una milla de la divina Henrietta! ¿Qué sentí cuando la encantadora criatura entró en la habitación? Su visión fue como la visión de algo maravilloso. Me levanté, la miré con admiración. Sus encantos parecían crecer a cada momento y, antes de que pudiera mirar a mi alrededor, el desventurado Musgrove se convirtió en el cautivo de su hechizo. Sí, señora, tuve la felicidad de adorarla, una desgracia a la cual nunca podré estar demasiado agradecido. «¿Le estará permitido a Musgrove morir de amor por Henrietta? —me preguntaba—. ¿Puede anhelar a alguien que es objeto de admiración universal, que es adorada por un coronel y celebrada por un barón?».

Adorable Henrietta, ¡qué hermosa es usted! ¡Declaro que es usted divina! Es usted más que mortal. Es usted un Ángel. Es usted la misma Venus. En resumen, señora, es usted la muchacha más hermosa que he visto en mi vida, y su belleza aumenta a los ojos de su Musgrove al permitirle que la ame y que abrigue una esperanza con respecto a usted. ¡Ay, Angelical señorita Henrietta! El cielo es testigo de cuán ardientemente deseo la muerte de su villano tío y de su disipada esposa, ya que mi adorada no consentirá en ser mía hasta que el fallecimiento de estos no la sitúe en una posición de abundancia de medios superior a la que mi fortuna puede procurarle. Estoy ahora en casa de mi hermana, donde pretendo continuar hasta que la mía —que aunque es excelente, necesita algunas reparaciones— esté lista para recibirme.

Adiós, amable princesa de mi corazón, se despide de usted ese corazón que tiembla al firmar esta carta como su más ardiente admirador, su más devoto y humilde servidor,

T. MUSGROVE

¡Qué modelo de carta de amor, Matilda! ¿Habías leído alguna vez una obra maestra de la escritura como esta? ¿Alguna vez tal inteligencia, tal sentimiento, tal pureza de pensamiento, tal fluidez de lenguaje y un amor genuino semejante en una sola página? No, puedo responder por ti que nunca, ya que no todas las chicas pueden encontrarse con un Musgrove. ¡Oh, cómo anhelo estar con él! Tengo la intención de enviarle mañana la siguiente carta como respuesta a la suya.

Mi queridísimo Musgrove:

Las palabras no pueden expresar lo feliz que me hizo su carta. Pensé que iba a llorar de alegría, porque le amo a usted más que a nadie más en el mundo. Creo que es usted el hombre más amable y más guapo de Inglaterra, y sin duda lo es. No he leído una carta más dulce que la suya en mi vida. Escríbame otra como esa y dígame que me ama cada dos líneas. Me muero por verle. ¿Qué haremos para encontrarnos? Porque estamos tan enamorados que no podemos vivir separados. ¡Oh, mi querido Musgrove, no puede imaginar lo impacientemente que espero la muerte de mi tío y de mi tía! Si no mueren pronto, creo que me volveré loca, porque cada día que pasa me siento más enamorada de usted.

¡Qué dichosa es su hermana por poder disfrutar el placer de su compañía, y qué dichoso debe de ser todo el mundo en Londres ya que usted se encuentra allí! Espero que sea tan amable de escribirme pronto de nuevo, porque nunca había leído unas cartas tan dulces como las suyas.

Sincera y fielmente suya, mi queridísimo Musgrove, por siempre jamás,

HENRIETTA HALTON.

Espero que le guste mi respuesta. Es la mejor que he podido escribir, aunque nada comparada con la suya. La verdad es que ya había oído decir que era todo un experto en cartas de amor. Ya sabes que le vi por primera vez en casa de Lady Scudamore. Cuando me encontré con ella más tarde, me preguntó qué me había parecido su primo Musgrove.

—Le aseguro —dije— que me parece un joven muy guapo.

—Me alegra mucho que se lo parezca —replicó ella— porque está locamente enamorado de usted.

—¡Por Dios, Lady Scudamore! —dije yo—. ¿Cómo puede decir algo así?

—Porque le aseguro que es verdad —respondió ella—. Se enamoró de usted en el instante en que la vio.

—¡Ojalá sea verdad! —dije yo—. Porque es la única clase de amor por la que daría un cuarto de penique. Creo que enamorarse a primera vista tiene cierto sentido.

—Bien, la felicito por su conquista —replicó Lady Scudamore—, que me parece que ha sido completa. Le aseguro que lo que ha hecho no es nada desdeñable, porque mi primo es un joven encantador, ha visto mucho mundo y escribe las mejores cartas de amor que he leído nunca.

Esto me hizo muy feliz y me sentí muy contenta por mi conquista. No obstante, me pareció apropiado darme un poco de aires, de modo que le dije:

—Todo eso está muy bien, Lady Scudamore, pero usted sabe que las damas jóvenes que son herederas no deben arrojarse en brazos de hombres que no tienen ninguna fortuna.

—Mi querida señorita Halton —dijo ella—, estoy tan convencida de ello como usted, y le aseguro que sería la última persona en el mundo en animarla a casarse con alguien que no tuviera visos de heredar una fortuna como la suya. El señor Musgrove está lejos de ser una persona pobre, ya que posee rentas de varios cientos al año, que muy plausiblemente hará crecer, y una casa excelente, aunque ahora mismo necesita algunas reparaciones.

—Si eso es así —repliqué yo—, no tengo nada más en su contra, y si usted dice que es un hombre de mundo y que sabe escribir buenas cartas de amor, no veo por qué iba a impedir que me admirara, aunque quizá no me case con él por eso, Lady Scudamore.

—Sin duda, no está usted obligada a casarse con él —respondió la dama—, a no ser que escuche los dictados de su corazón, porque si no me equivoco mucho, está usted acariciando un afecto muy tierno hacia él sin saberlo.

—¡Por Dios, Lady Scudamore! —repliqué yo, enrojeciendo—. ¿Cómo puede creer algo así?

—Porque cada mirada y cada palabra la traicionan —contestó ella—. Vamos, mi querida Henrietta, considéreme su amiga y sincérese conmigo. ¿No prefiere al señor Musgrove por encima de cualquier hombre que conozca?

—Le ruego que no me haga preguntas como esa, Lady Scudamore —dije, volviendo la cabeza—, porque no estoy en posición de contestarlas.

—Veo, querida —replicó—, que confirma mis sospechas. Pero, Henrietta, ¿por qué se avergüenza de sentir un amor que es hermoso? ¿Y por qué no quiere confiarse a mí?

—No me avergüenzo de sentirlo —dije, armándome de valor—. Tampoco me niego a confiar en usted, ni me sonroja decir que amo a su primo el señor Musgrove, o que me siento sinceramente atraída por él, porque no es ninguna desgracia amar a un hombre guapo. Si fuera feo, tendría sobrados motivos para avergonzarme de una pasión que sería lamentable, ya que su objeto sería indigno. Pero con esa figura y esa cara, con ese pelo tan bonito como el que tiene su primo, ¿por qué iba a enrojecer al afirmar que esas cualidades superiores han hecho mella en mí?

—¡Mi dulce niña! —dijo Lady Scudamore, abrazándome muy afectuosamente—. ¡Qué manera tan delicada de pensar tiene usted en estos asuntos, y qué rápido discernimiento para una persona de su edad! ¡Cómo la honra tener tan nobles sentimientos!

—¿Cree usted, señora? —dije yo—. Es usted muy generosa. Pero, Lady Scudamore, le ruego que me diga, ¿fue su primo en persona quien le habló de su afecto por mí? Me gustaría aún más si lo hubiese hecho, porque ¿qué es un amante sin un confidente?

—¡Oh, querida! —replicó ella—. ¡Han nacido el uno para el otro! Cada palabra que dice me convence más de que sus mentes actúan por el poder invisible de la simpatía, porque sus opiniones y sus sentimientos coinciden de una manera total. Y el color de su pelo es bastante parecido. Sí, mi querida niña, el pobre y desesperado Musgrove me reveló la historia de su amor. No crea que me sorprendió porque, no sé por qué, tenía una especie de presentimiento de que se enamoraría de usted.

—Bueno, pero ¿cómo se lo dijo?

—No fue hasta después de la cena. Estábamos sentados junto al fuego, hablando de cosas sin importancia, aunque he de decir que yo hablaba casi todo el tiempo, mientras él se mostraba silencioso y pensativo, cuando de repente me interrumpió en medio de una frase, exclamando en un tono de lo más teatral:

«¡Sí, estoy enamorado, ahora lo siento!».

»¡Y es Henrietta Halton quien así me ha herido!

—¡Oh, qué manera tan dulce de declarar su pasión! ¡Hacer unos versos tan encantadores por mí! ¡Qué pena que no rimen!

—Me alegra mucho que le gusten —respondió ella—. Sin duda son de un gusto exquisito. «Y ¿estás enamorado de ella, primo? —le pregunté—. No sabes cuánto lo siento porque, a pesar de lo excepcional que eres en todos los respectos, de que poseas un buen capital que puede mejorar, y una casa excelente, aunque quizá necesite unas reformas, ¿quién puede aspirar a la adorable Henrietta, que ha recibido una oferta de matrimonio de un coronel y ha sido celebrada por un barón?».

—Así ha sido —exclamé yo.

Lady Scudamore continuó:

—«¡Ah, querida prima! —replicó él—. Estoy tan convencido de las pocas oportunidades que tengo de conseguir a quien es adorada por miles, que no necesito que me lo confirmes aún más. Sin embargo, ni tú ni la bella Henrietta podréis negarme la exquisita gratificación de morir por ella, o de haberme convertido en la víctima de sus encantos. Y cuando esté muerto…» —continuó él.

—¡Oh, Lady Scudamore! —dije yo, frotándome los ojos—. ¡Que una criatura tan dulce pueda hablar de morir!

—Sí, sin duda es una circunstancia dolorosa —replicó Lady Scudamore—. «Cuando esté muerto —dijo—, permitidme que lleven mi cuerpo hasta sus pies. Quizá no se niegue a derramar una lágrima piadosa sobre mis pobres restos».

—Querida Lady Scudamore —la interrumpí—, le ruego que no diga nada más sobre este tema tan triste. No puedo soportarlo.

—¡Oh, cómo admiro la dulce sensibilidad de su alma! Y como no quiero herirla demasiado con mis palabras, guardaré silencio.

—Le ruego que continúe —dije yo.

Y así lo hizo.

—«Y entonces —añadió él—, ¡ah, prima, imagina cómo me sentiré cuando sienta esas preciosas lágrimas rodando por mi rostro! ¡Quién no moriría por conocer un éxtasis semejante! Y cuando esté enterrado, ¡que la divina Henrietta bendiga con su afecto a un joven más afortunado que sienta por ella el mismo tierno afecto que el desdichado Musgrove y que, mientras él se reduce a polvo, ellos vivan un ejemplo de felicidad de la vida conyugal!».

¿Habías oído nunca algo tan patético? ¡Qué deseo tan encantador, yacer a mis pies cuando estuviese muerto! ¡Oh, qué mente tan elevada debe de tener para ser capaz de sentir un deseo semejante! Lady Scudamore continuó:

—«¡Ah, mi querido primo —le dije—, un comportamiento tan noble como este debe derretir el corazón de cualquier mujer, por muy frío que sea! Si la divina Henrietta pudiera oír tus generosos deseos de felicidad, siendo tan dulce como es, no dudo de que se apiadaría de tu afecto y se esforzaría por corresponderlo». «¡Oh, prima —respondió él—, no quieras hacer crecer mis esperanzas con afirmaciones tan halagadoras! No, no puedo confiar en agradar a ese ángel de mujer, y lo único que me queda por hacer es morir». «El verdadero amor es siempre un amor desesperanzado —repliqué yo—, pero, mi querido Tom, te daré esperanzas de que puedes conquistar el corazón de esa hermosa mujer aún mayores de las que te he dado hasta ahora, asegurándote que la he estado observando con extrema atención durante todo el día, y que he descubierto claramente que, aunque ella no lo sabe, alberga en su seno un afecto muy tierno por ti».

—Querida Lady Scudamore —exclamé yo—, ¡no tenía ni idea!

—¿No le dije que ese sentimiento era desconocido para usted misma? «No te quise animar diciéndotelo desde el principio —continué— porque pensé que la sorpresa te daría un placer todavía mayor». «No, prima —replicó él con voz lánguida—, nada puede convencerme de que he tocado el corazón de Henrietta Halton, y si tú te engañas a ti misma, te ruego que no intentes engañarme a mí». Para resumir, querida, me llevó varias horas persuadir al desesperado muchacho de que usted sentía cierta preferencia por él. Sin embargo, cuando por fin no pudo ya negar la fuerza de mis argumentos o rechazar lo que le decía… ¡describirle sus delirios, sus raptos o sus estados de Éxtasis, va más allá de mi poder!

—¡Oh, querida criatura! —exclamé yo—. ¡Cuán apasionadamente me ama! Pero, querida Lady Scudamore, ¿le dijo que yo dependía totalmente de mi tío y de mi tía?

—Sí, se lo conté todo.

—¿Y qué dijo él?

—Estalló con virulencia contra tíos y tías, acusó a las leyes de Inglaterra por permitirles poseer bienes que desean sus sobrinos y sobrinas, y deseó formar parte de la Cámara de los Comunes para reformar la ley y rectificar sus abusos.

—¡Oh, qué hombre tan dulce! ¡Qué espíritu el suyo! —dije yo.

—Añadió que no podía soñar con que la adorable Henrietta condescendiera a prescindir por él de los lujos y el esplendor a los que se había acostumbrado, y que aceptara a cambio las comodidades que sus limitados ingresos podían permitirle, suponiendo incluso que su casa estuviera en condiciones de recibirla. Le dije que no podía esperar tal cosa, que sería una injusticia suponerla capaz de perder los bienes que ahora poseía y con los que tan noblemente ayudaba a las criaturas más desfavorecidas, solamente por agradarnos a él y a mí misma.

—La verdad es que soy una persona muy caritativa de vez en cuando —dije yo—. ¿Y qué dijo el señor Musgrove?

—Dijo que se encontraba en la melancólica necesidad de saber la verdad de mis palabras y que, si es que podía ser la feliz criatura destinada a ser el esposo de la bella Henrietta, debía armarse de valor para esperar, aunque fuese con impaciencia, ese afortunado día en el que ella se viera libre del poder de indignos parientes y pudiera entregarse a él.

¡Qué criatura tan noble! ¡Oh, Matilda, qué afortunada soy, yo que un día seré su esposa! Mi tía me llama para que baje a preparar pasteles. De modo que adeiu mi querida amiga.

Tu sincera, etc., etc…

H. HALTON.

finis