Novela inacabada en forma de epistolario.
Al caballero Henry Thomas Austen[20]
Señor:
Me permito la libertad, con la que tantas veces me ha honrado, de dedicarle una de mis novelas. Me temo que la presente esté inacabada y me temo también que siempre permanecerá así. El hecho de que hasta donde ha llegado pueda ser tan insignificante y tan poco digna de usted es otra de las preocupaciones de su agradecida y humilde servidora,
La autora.
A los señores empleados de Demanda y Cía:
Por favor, páguese a la señorita Jane Austen la suma de cien guineas por orden de su humilde servidor.
£105.00.
H. T. Austen.
PRIMERA CARTA
De la señorita Margaret Lesley a la señorita Charlotte Lutterell
Castillo de Lesley, tres de enero de 1792.
Mi hermano acaba de dejarnos.
—Estoy seguro —nos dijo al partir— de que Matilda, Margaret y tú cuidaréis muy bien de mi adorada pequeña, y de que le daréis lo que hubiese recibido de una madre indulgente, afectuosa y amable.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras pronunciaba estas palabras, y el recuerdo de aquella que tan caprichosamente había empañado el sentido de la maternidad y violado tan gravemente los deberes conyugales le impidió añadir nada más. Tras abrazar a su dulce retoño y despedirse de Matilda y de mí, se separó bruscamente de nosotras y, sentándose en su calesín, tomó la carretera de Aberdeen.
¡Nunca hubo un joven más bueno! ¡Ah, qué poco merecía las desgracias que experimentó en su vida de casado! ¡Un esposo tan bueno para una esposa tan mala! Porque debes saber, mi querida Charlotte, que la indigna Louisa abandonó esposo, hijo y reputación hace pocas semanas en compañía del señor Danvers y del deshonor.
¡Nunca hubo una cara más bonita, una figura más encantadora y un corazón más cruel que los de Louisa! Su hija ya posee los encantos personales de su desdichada madre. ¡Espero que herede los mentales de su padre! Lesley solo tiene veinticinco años y ya vive entregado a la melancolía y a la desesperación. ¡Qué diferencia entre él y su padre! Sir George tiene cincuenta y siete y continúa siendo el apuesto y alocado mozo, el alegre muchacho y el joven vivaz que su hijo era hace unos cinco años, y que él es desde que le recuerdo. Mientras nuestro padre se dedica a corretear por las calles de Londres, alegre, disipada e inconscientemente a la edad de cincuenta y siete, Matilda y yo continuamos apartadas de la humanidad en nuestro viejo y polvoriento castillo, situado a dos millas de Perth, sobre una imponente roca, desde la que se domina una extensa vista del pueblo y de sus deliciosos alrededores. No obstante, aunque vivimos separadas de prácticamente todo el mundo (porque solo visitamos a los M’Leod, a los M’Kenzie, a los M’Pherson, a los M’Cartney, a los M’donald, a los M’Kinnon, a los M’lellan, a los M’Kay a los Macbeth y a los Macduff), no somos ni aburridas ni tristes; por el contrario, nunca ha habido dos muchachas más alegres, agradables e ingeniosas que nosotras, y no hay una sola hora del día que nos pese. Leemos, trabajamos, paseamos y, cuando nos sentimos cansadas de estas ocupaciones, aligeramos nuestro espíritu con una alegre canción, un baile elegante, una ocurrencia o una charla ingeniosa. Somos bellas, mi querida Charlotte, muy bellas, y la mayor de nuestras perfecciones es que nos conducimos como si no lo supiéramos.
Pero ¿por qué me entretengo hablando así de mí misma? Permíteme que, en su lugar, haga aquí el elogioso retrato de nuestra querida sobrinita, la inocente Louisa, que en este momento sonríe dulcemente mientras duerme una pequeña siesta en el sofá. La adorable criatura acaba de cumplir los dos años y es tan bonita como una de veintidós, tan inteligente como una de treinta y dos y tan prudente como una de cuarenta y dos. Para convencerte de esto, debo informarte de que tiene un cutis y unas facciones muy bonitas, de que ya conoce las dos primeras letras del alfabeto y de que nunca estropea sus vestidos. Si todavía no te he convencido de su belleza, inteligencia y prudencia, no hay nada que pueda añadir para apoyar esta afirmación y, si quieres decidir sobre el asunto, tendrás que venir al castillo de Lesley, donde, en contacto directo con Louisa, podrás decidir por ti misma. ¡Ah, mi querida amiga, qué feliz me haría verte entre estos venerables muros! Hace ya cuatro años desde que mi marcha del colegio me separó de ti. Que dos corazones tan tiernos e íntimamente unidos por los lazos de la simpatía y la amistad se hayan visto así, tan lejos el uno del otro, es algo realmente conmovedor. Yo vivo en Perthshire, tú en Sussex. Podríamos encontrarnos en Londres, si mi padre quisiera llevarme y si tu madre se encontrara allí al mismo tiempo. Podríamos encontrarnos en Bath, en Tunbridge o en cualquier otro sitio, si pudiéramos coincidir en el mismo lugar. Solo nos queda confiar en que ese momento llegue alguna vez. Mi padre no volverá a nuestro lado hasta otoño; mi hermano dejará Escocia en pocos días, deseoso de viajar. ¡Qué joven tan confundido! ¡Cuán vanamente sueña que un cambio de aires pueda curar las heridas de un corazón roto!
Estoy segura, mi querida Charlotte, de que te unirás a mis oraciones para que el desdichado Lesley recupere la paz de su alma, esencial para la de tu sincera amiga,
M. LESLEY.
SEGUNDA CARTA
De la señorita C. Lutterell a la señorita M. Lesley, como contestación
Glenford, 12 febrero.
Tengo que rogarte mil perdones por el retraso en agradecerte, mi querida Peggy, tu amable carta, la cual, debes creerme, no hubiera tardado tanto en contestar si no fuera porque, durante las últimas cinco semanas, todo mi tiempo ha estado ocupado en los preparativos de la boda de mi hermana, y no me ha quedado ni un minuto para dedicarte a ti o a mí misma. Y ahora, lo que más me fastidia es que el compromiso se ha roto y todo mi trabajo no sirve de nada. Puedes imaginarte el tamaño de mi frustración cuando, después de haber trabajado día y noche para tener la comida de la boda a tiempo, cuando, después de haber asado carne de buey, preparado cordero a la parrilla y guisado sopa suficiente para que la pareja de recién casados comiese durante toda la luna de miel, me encuentro con el mortificante hecho de que he estado asando, guisando y haciendo picadillo de carne y de mí misma sin ningún propósito. De verdad te digo, mi querida amiga, que no recuerdo haber sufrido una frustración igual a la que experimenté el lunes pasado cuando mi hermana vino corriendo a mi encuentro, en la despensa, con la cara tan blanca como un pastel glaseado, y me dijo que Hervey se había caído de su caballo, se había roto el cráneo y su médico había dicho que se encontraba en peligro mortal inminente.
—¡Dios mío, no me digas! —exclamé yo—. ¡Por todos los cielos! ¿Qué va a ser de toda esta comida? Es imposible que no se eche a perder en parte. En cualquier caso, podemos llamar al médico para que nos ayude. Creo que yo puedo dar cuenta de la carne; mi madre puede tomarse el caldo, y tú y el médico podéis acabar con el resto.
En este punto me interrumpí, al ver cómo mi pobre hermana se desplomaba, aparentemente sin vida, sobre uno de los arcones donde guardamos los manteles de hilo. Inmediatamente, llamé a mi madre y a las doncellas, y al fin logramos reanimarla. Tan pronto como recobró el conocimiento, expresó su determinación de reunirse inmediatamente con Henry, y estaba tan decidida sobre el particular que no fue sino con la mayor dificultad del mundo como conseguimos evitar que lo llevara a la práctica. Por fin, más por medio de la fuerza que por el de la sugestión, la convencimos de que entrara en su habitación; la metimos en la cama y, durante horas, estuvo allí presa de las más terribles convulsiones. Mi madre y yo permanecimos con ella en la habitación y, siempre que un intervalo de cierta compostura en el comportamiento de Eloísa nos lo permitía, nos entregamos a las más sentidas quejas sobre el terrible desperdicio que este evento iba a ocasionar en nuestras provisiones, y a la elaboración de algún plan para deshacernos de la comida. Decidimos que lo mejor que podíamos hacer era comenzar a comer inmediatamente. Así, ordenamos que nos trajeran el jamón y la caza, y pusimos en marcha nuestro plan devorador con gran presteza. Intentamos convencer a Eloísa de que se tomara una alita de pollo, pero no hubo forma. No obstante, se mostraba más tranquila que antes; las convulsiones habían cedido y se hallaba en un estado muy próximo a la total inconsciencia. Intentamos animarla por todos los medios a nuestro alcance, pero fue inútil. Le hablé de Henry.
—Querida Eloísa —le dije—, no tiene sentido llorar tanto por tan poca cosa —porque yo quería por todos los medios restar importancia al asunto para consolarla—. Te ruego que no te preocupes más. De verdad que no me molesta lo más mínimo, y eso que tal vez sea una enorme carga, porque no solo tendré que comerme toda esa comida que ya he preparado, sino que, en el caso de que Hervey se recuperara —lo que, por otra parte, no parece muy probable—, tendría que volver a prepararla, y si muriera —lo que supongo que sucederá—, tendré que preparar un banquete para cuando te cases con cualquier otro. De modo que, aunque ahora pueda afligirte pensar en los sufrimientos de Henry, me atrevo a decir que morirá pronto, que su dolor desaparecerá y que tú volverás a estar bien; mientras que mi problema durará mucho más, ya que, después de todo lo que he trabajado, estoy segura de que llevará más de dos semanas vaciar la despensa.
Intenté consolarla de esta manera, con todos los medios a mi alcance, sin ningún resultado y, por fin, como me di cuenta de que no me escuchaba, me callé; y, dejándola con mi madre, recogí los restos del jamón y del pollo y envié a William a interesarse por el estado de Hervey. No se creía que viviera muchas horas, y de hecho murió aquel mismo día. Hicimos todo lo posible por transmitir el triste acontecimiento de la forma más tierna; sin embargo, y a pesar de todas nuestras precauciones, el sufrimiento que le produjo la noticia fue demasiado violento para su conciencia, y permaneció durante muchas horas en un intenso delirio.
Eloísa se encuentra todavía extremadamente enferma y los médicos temen que su estado empeore aún más. Es por ello por lo que nos disponemos a viajar a Bristol, donde esperamos encontrarnos en el curso de la semana que viene.
Y, ahora, mi querida Margaret, déjame que te hable un poco de tus asuntos. En primer lugar, debo informarte de que, confidencialmente, se dice que tu padre va a casarse. Me cuesta creer en una noticia tan desagradable, pero, al mismo tiempo, no puedo negarle todo crédito. He escrito a mi amiga Susan Fitzgerald para que me informe sobre el asunto; una información que, encontrándose en la ciudad, no dudo de que podrá facilitarme. No sé quién es la dama.
Creo que tu hermano ha hecho muy bien en decidirse a viajar; quizá el movimiento le ayude a mitigar los recuerdos de esos acontecimientos tan desagradables que tanto le han afligido últimamente.
Me alegra mucho saber que, aunque separada del mundo, ni Matilda ni tú seáis aburridas o tristes. Que nunca experimentéis lo que es ser ninguna de las dos cosas es el deseo de tu sincera amiga,
C. L.
P. S. Acabo de recibir la respuesta de mi amiga Susan, que te adjunto, y sobre la cual podrás sacar tus propias conclusiones.
Carta adjunta.
Mi querida Charlotte:
No podías haber pedido información sobre la boda de sir George Lesley a una persona más indicada. Puedo asegurarte que sir George se ha casado. Yo misma estuve presente en la ceremonia. Espero no sorprenderte demasiado al firmar como tu afectuosa amiga,
SUSAN LESLEY.
TERCERA CARTA
De la señorita Margaret Lesley a la señorita C. Lutterell
Castillo de Lesley, 16 de febrero.
Mi querida Charlotte:
Después de sacar mis propias conclusiones sobre la carta que me adjuntaste, me propongo informarte sobre el contenido de ellas.
He llegado a la conclusión de que, si por este segundo matrimonio, sir George tiene una segunda familia, nuestra fortuna se verá considerablemente disminuida; de que si su esposa es manirrota, le alentará a perseverar en un alegre y disipado estilo de vida que poco aliento necesita y que, me temo, ha demostrado ir en detrimento de su salud y de su fortuna; de que esa mujer se convertirá en la dueña de las joyas que una vez adornaron a mi madre y que sir George siempre nos prometió; de que si no vienen a Perthshire no podré satisfacer mi curiosidad de contemplar a mi madrastra, y de que si lo hacen Matilda no podrá sentarse nunca más a la cabecera de la mesa de su padre.
Estas fueron, mi querida Charlotte, las melancólicas reflexiones que me vinieron a la cabeza después de examinar la carta que Susan te enviara; las mismas que, tras leerla, se le ocurrieron a Matilda. Las mismas ideas, los mismos temores se apoderaron en seguida de su pensamiento, y no sé qué reflexión la perturbaba más, si la probable disminución de nuestra fortuna o la de su rango. A las dos nos gustaría mucho saber si Lady Lesley es bonita y cuál es tu opinión sobre ella. Ya que la honras llamándola tu amiga, nos imaginamos que debe de ser una persona amable. Mi hermano ya está en París. Tiene la intención de abandonar esta ciudad en pocos días y de dirigirse a Italia. Sus cartas son muy alegres y dice que el aire de Francia le ha ayudado mucho a recuperar tanto su salud como su ánimo; también, que ha dejado completamente de pensar en Louisa, que no siente ya el menor grado de piedad o de afecto por ella, y que incluso se siente agradecido por su fuga, ya que encuentra muy agradable verse soltero de nuevo. Comprobarás que ha recuperado por completo esa animosa alegría e ingenio vivaz que antaño hicieran de él una persona tan notable. Cuando conoció a Louisa, hace poco más de tres años, era uno de los jovenes más alegres y agradables de su época. Creo que no conoces los pormenores de ese primer encuentro. La relación comenzó en la casa de nuestro primo, el coronel Drummond, en Cumberland, donde mi hermano pasaba las navidades y acababa de cumplir los veintidós años. Louisa Burton era la hija de un familiar lejano de la señora Drummond que, a su muerte, acaecida pocos meses antes en un estado de extrema pobreza, había dejado a su única hija, de dieciocho años por aquel entonces, a cargo de cualquier familiar que quisiera hacerse cargo de ella. La señora Drummond fue la única que aceptó esta responsabilidad y Louisa cambió así su pobre casa rústica de Yorkshire por una elegante mansión en Cumberland, y todas las dificultades que inflige la pobreza por todas las diversiones que el dinero puede comprar.
Louisa era una persona astuta y de mal genio, pero había aprendido a esconder su verdadero carácter bajo una aparente dulzura, instruida por un padre demasiado consciente de que el matrimonio era la única oportunidad que su hija tenía de no morir de hambre, y convencido de que, dotada de tan extraordinaria cantidad de encantos personales, unidos a unos buenos modales y a una personalidad cautivadora, tenía muchas posibilidades de agradar a algún joven rico al que no le importara casarse con una muchacha sin un chelín en el bolsillo.
Louisa comprendió perfectamente los planes de su padre y se mostró decidida a llevarlos a cabo con el mayor celo. Gracias a una enorme perseverancia y aplicación, terminó por ocultar su natural carácter bajo una máscara de inocencia y dulzura que todo aquel que la trataba con asiduidad creía verdaderas. Esa era la Louisa que el desventurado Lesley conoció en la mansión de los Drummond. Su corazón, que (haciendo uso de tu metáfora favorita) era tan dulce, tierno y delicado como un pastel glaseado, no pudo resistir sus encantos. En pocos días se enredaba en los lazos del amor, poco después se había enredado por completo y en menos de un mes se había casado con ella.
Al principio, mi padre se mostró muy contrariado ante la premura e imprudencia de este matrimonio. No obstante, cuando se dio cuenta de lo poco que su opinión les importaba, aceptó la unión sin la menor reticencia. La propiedad que mi hermano posee cerca de Aberdeen, y que heredó de la fortuna de su tío abuelo (fortuna independiente de la de sir George), era más que suficiente para que él y mi hermana gozaran de todo tipo de lujo y comodidades. Durante los doce primeros meses, no hubo una persona más feliz que Lesley y una persona más amable en apariencia que Louisa. Representaba tan bien su papel y con tanto cuidado que, aunque en varias ocasiones Matilda y yo pasamos con ellos varias semanas, ninguna de las dos sospechó nada de su verdadero carácter. No obstante, después del nacimiento de Louisa, que supuestamente debería haber aumentado su amor por Lesley, la máscara que había llevado tanto tiempo desapareció de manera fulminante y, como seguramente se creyó segura del afecto que su esposo sentía por ella (un afecto que, si cabe, pareció aumentar con el nacimiento de su hija), dejó de molestarse en prevenir que disminuyera. Nuestras visitas a Dunbeath se hicieron por tanto menos frecuentes y dejaron de ser tan agradables como habían sido. Por otra parte, Louisa nunca se quejó o lamentó de nuestra ausencia, infinitamente más contenta como estaba en compañía de Danvers, a quien había conocido en Aberdeen (estudiaba en una de las universidades de esta localidad), que en la de Matilda y tu amiga, a pesar de que nunca hubo muchachas tan agradables como nosotras. Ya conoces el triste final de la felicidad matrimonial de Lesley. No lo repetiré.
Adeiu, mi querida Charlotte. Aunque todavía no he mencionado nada sobre el asunto, espero que me creerás cuando te digo que lamento y pienso mucho en la aflicción de tu hermana. Estoy segura de que el aire sano de las colinas de Bristol le hará mucho bien y la ayudará a borrar de su mente el recuerdo de Henry.
Recibe, mi querida Charlotte, el eterno afecto de tu,
M. L.
CUARTA CARTA
De la señorita C. Lutterell a la señorita M. Lesley
Bristol, 27 de febrero.
Mi querida Peggy:
Acabo de recibir tu carta, la cual, habiendo sido dirigida a Sussex cuando me encontraba en Bristol, tuvo que serme remitida aquí con enorme retraso, y no ha llegado a mis manos sino hasta este instante.
Quisiera agradecerte vivamente el relato que haces del encuentro, enamoramiento y matrimonio de Lesley con Louisa, el cual me ha entretenido mucho a pesar de que ya lo conocía, por habérmelo contado tú en repetidas ocasiones.
Tengo la satisfacción de comunicarte que, según todo hace pensar, al día de hoy nuestra despensa debe estar casi vacía, ya que dejamos instrucciones precisas a los criados de que comieran tanto como les fuera posible y de que contrataran los servicios de dos asistentas para que los ayudasen. Aquí trajimos un pastel frío de paloma, un pavo frío, una lengua fría y media docena de aspics con los que nos manejamos bastante bien gracias a la ayuda de nuestra casera, su marido y sus tres hijos, de los que pudimos deshacernos en menos de dos días después de nuestra llegada. La pobre Eloisa continúa en el mismo estado de salud y de animo, y mucho me temo que el aire de las colinas de Bristol, al margen de lo sano que sea, no la ha ayudado nada a apartar al pobre Henry de su recuerdo.
Me preguntas si tu nueva madrastra es bonita y amable, y me dispongo a hacerte un retrato preciso de sus encantos físicos y mentales. Es pequeña y tiene una extraordinaria figura; su tez es pálida pero se pone bastante colorete; tiene los ojos y los dientes bonitos —un detalle que ella se encarga de hacerte notar en cuanto te ve— y, en conjunto, es muy agraciada. Tiene muy buen carácter cuando las cosas se hacen a su gusto y cuando no está de mal humor es una persona alegre. Es manirrota por naturaleza y no muy afectada; sus lecturas se reducen a las cartas que yo le escribo, y lo único que escribe son contestaciones a las mías. Toca el piano, canta y baila, aunque no tiene el menor gusto ni destaca en ninguno de estos ejercicios; eso sí, ella dice que es muy amante de todos ellos. Quizá te preguntes cómo una persona de la que hablo con tan poco afecto puede ser una amiga íntima; pero, si debo ser franca, nuestra amistad es más el fruto de su capricho que el de mi estima hacia ella. Coincidimos dos o tres días en Berkshire, en la casa de una señora a la que ambas conocíamos. Durante nuestra visita —en la que reinó un tiempo muy malo y en la que el resto de los invitados era particularmente estúpido fue tan amable como para desarrollar un vehemente afecto por mí, un afecto que pronto se convirtió en declarada amistad y terminó en una correspondencia regular. Imagino que en estos momentos debe de sentirse tan cansada de mí como yo de ella, pero es demasiado educada y yo demasiado civilizada para reconocerlo, de modo que nuestras cartas continúan siendo tan frecuentes y cariñosas como siempre, y nuestro afecto, tan firme y sincero como el del primer día.
Me atrevería a decir que, siendo tan aficionada como es a los placeres de Londres y de Brighthelmstone, encontrará difícil satisfacer la curiosidad que, me atrevería a decir, siente por conocerte y abandonar esos nidos de la disipación que adora por la melancólica, si bien venerable, tristeza del castillo en el que vives. No obstante, en el caso de que tanta diversión haya dañado algo su salud, es posible que reúna las fuerzas necesarias para hacer un viaje a Escocia, con la esperanza de que este pudiera ser beneficioso, si no para su felicidad, sí para su salud.
Siento comunicarte que, en relación a la naturaleza manirrota de tu padre, a vuestra fortuna, a las joyas de tu madre y al rango de tu hermana, mucho me temo que tus temores sean más que fundados. Mi amiga cuenta con cuatro mil libras y, si puede, probablemente gastará esa misma cantidad en ropa y viajes cada año; tampoco creo que haga nada por impedir que sir George abandone el estilo de vida al que lleva tanto tiempo acostumbrado, y tengo algún motivo para sospechar que tendrás mucha suerte si es que te queda algo de su fortuna. Con respecto a las joyas, me atrevería a decir que sin duda serán para ella, y todo apunta a que será también ella la que ocupe la cabecera de la mesa de su esposo en vez de su hija. Pero, como imagino que este melancólico asunto debe de ser extraordinariamente penoso para ti, no me extenderé más sobre él.
La indisposición de Eloisa nos ha traído a Bristol en una época del año tan fuera de moda, que solo hemos podido ver a una familia educada desde que llegamos. El señor y la señora Marlowe son personas muy agradables, y están aquí a causa de la mala salud de su hijito. Puedes imaginarte que, siendo la única familia con la que se puede hablar, hemos establecido una estrecha relación con ellos; nos vemos casi todos los días y ayer cenamos en su compañía. Pasamos un día muy agradable y tuvimos una cena estupenda, aunque lo cierto es que la ternera estaba terriblemente cruda y al guiso al Curry le faltaba condimento. No pude evitar pasarme toda la cena pensando en lo mucho que me hubiera gustado poder aderezarla. Un hermano de la señora Marlowe, el señor Cleveland, se encuentra con ellos estos días. Es un joven muy atractivo y parece muy convencido de serlo. Le he dicho a Eloísa que debería conquistarlo, pero ella no parece muy entusiasmada con mi proposición. Me gustaría ver a la niña casada y Cleveland posee unos bienes nada despreciables. Quizá te preguntes por qué al considerar mis proyectos matrimoniales, no me tengo en cuenta a mí misma y solo pienso en mi hermana, pero si debo serte franca lo que más me gusta de una boda es la organización y la dirección del banquete. Por tanto, mientras pueda evitarlo, nunca pensaré en casarme, teniendo como tengo profundas razones para sospechar que para organizar mi propio banquete de bodas no dispondría de la mitad de tiempo del que dispongo para organizar el de mis familiares.
Con todo mi afecto.
C. L.
QUINTA CARTA
De la señorita Margaret Lesley a la señorita Charlotte Lutterell
Castillo de Lesley, 18 de febrero.
El mismo día en que recibí tu última y atenta carta, Matilda recibió una de sir George, fechada en Edimburgo, en la que nos comunicaba que tendría el placer de presentarnos a Lady Lesley la tarde del día siguiente.
Como puedes imaginarte, esto nos sorprendió mucho, especialmente después de que tu retrato de esta señora nos hiciera pensar que existían muy pocas posibilidades de que viajara a Escocia en una época del año en la que Londres debe de estar tan animado. No obstante, como era nuestro deber estar encantadas ante un gesto de condescendencia como el que mostraban sir George y Lady Lesley al venir a visitarnos, decidimos enviar una respuesta a su carta y expresarles la enorme alegría con la que esperábamos tal bendición. Por fortuna recordamos que llegarían al castillo al día siguiente y que, por tanto, sería imposible que mi padre la recibiera antes de abandonar Edimburgo, con lo cual nos contentamos con dejar que imaginaran que nos sentíamos tan felices como debíamos.
Al día siguiente, a las nueve de la noche, llegaron acompañados por uno de los hermanos de Lady Lesley. Esta señora responde perfectamente al retrato que me hicieras de ella, aunque en mi opinión no es tan bonita como tú la consideras. No tiene una cara fea, pero hay algo tan vulgar en su diminuto cuerpo que, ante la elegante altura de Matilda o de mí misma, la hace parecer como una insignificante enana.
Ahora que ha satisfecho su curiosidad por vernos (curiosidad que debe de haber sido grande cuando la ha obligado a recorrer más de cuatrocientas millas), comienza a mencionar su deseo de volver a la ciudad y nos ha pedido que la acompañemos. Nosotras no podemos rechazar esta petición, ya que viene secundada por las órdenes de nuestro padre y se apoya también en los ruegos del señor Fitzgerald, sin duda uno de los jóvenes más agradables que he conocido nunca. Todavía no se ha decidido el día de nuestra partida, pero cuando quiera que nos vayamos es seguro que llevaremos a nuestra pequeña Louisa con nosotros.
Adeiu, mi querida Charlotte. Matilda se une a mí para enviaros a ti y a Eloisa nuestros mejores deseos.
M. L.
SEXTA CARTA
De Lady Lesley a la señorita Charlotte Lutterell
Castillo de Lesley, 20 de marzo.
Mi querida amiga:
Llegamos aquí hace unas dos semanas y ya me arrepiento de todo corazón de haber tenido que dejar nuestra encantadora casa de Portman Square por un castillo tan deprimente, tan viejo y tan deteriorado por la intemperie como este. Se levanta sobre una roca de apariencia tan inaccesible que creí que tendrían que subirme hasta él con una cuerda. Nada más verlo lamenté sinceramente la curiosidad que había sentido por conocer a mis hijas, que me obligaba a entrar en su prisión de una forma tan peligrosa y ridícula. No obstante, tan pronto como me encontré en el interior de este tremendo edificio, comencé a consolarme con la idea de que pronto me vería reconfortada por la imagen de dos bellas niñas, porque así me fueron descritas las dos señoritas Lesley en Edimburgo. Y aquí, de nuevo, solo sorpresa y desilusión. Matilda y Margaret Lesley son dos niñas grandes, altas e, indiscutiblemente, demasiado desarrolladas, de una talla solo apropiada para habitar un castillo casi tan grande como ellas. No sabes cuánto me gustaría, mi querida Charlotte, que pudieras contemplar a estas dos gigantas escocesas. Estoy segura de que te asustarían mortalmente. Como su fealdad hace realzar tanto mi belleza, las he invitado a acompañarme a Londres, donde espero estar en el curso de dos semanas. Además de estas dos damiselas, vive aquí una mocosa de mal genio que, según parece, tiene algún parentesco con ellos. Me dijeron quién era y me soltaron una larga monserga sobre su padre y sobre una tal señorita nosequé a quien he olvidado completamente. Odio el escándalo y odio a los niños.
Desde mi llegada, me vi invadida por una verdadera plaga de aburridas visitas de un grupo de infelices escoceses con nombres dificilísimos. Se comportaron de forma tan civilizada, me hicieron tantas invitaciones y me amenazaron con visitarme otra vez tan pronto, que no tuve más remedio que plantarme. Supongo que no volveré a verlos, aunque lo cierto es que la compañía familiar es tan estúpida que no sé qué hacer. Estas niñas no saben nada de música y solo conocen tonadas escocesas; no tienen paisajes, solo montañas escocesas; no tienen libros, solo poemas escoceses. ¡Y yo odio todo lo escocés!
Por lo general, puedo pasar la mitad del día en mi cuarto de baño, lo cual me produce un gran placer, pero ¡para qué voy a arreglarme aquí, si no hay una sola criatura en la casa a la que tenga el menor deseo de agradar!
Acabo de tener una conversación con mi hermano, que me ha ofendido muchísimo, y de la cual, como no tengo nada mejor que escribirte, paso a contarte los pormenores. Debes saber que durante los últimos cuatro o cinco días he sospechado que William sentía cierta inclinación por mi hija mayor. Tengo la absoluta seguridad de que, de haber podido enamorarme de una mujer, jamás hubiera elegido a Matilda Lesley como objeto de mi pasión; porque no hay nada que odie más que una mujer alta. No obstante, hay cosas inexplicables en el gusto de algunos hombres y teniendo en cuenta que William mide casi seis pies, quizá no sea tan extraordinario que actúe de forma parcial ante esa altura. Ahora bien, siento un gran afecto por mi hermano y sentiría muchísimo que fuera desdichado, que es exactamente lo que se propone ser si no puede casarse con Matilda, cosa que forzosamente tiene que suceder, pues en sus circunstancias no puede casarse con una mujer sin fortuna, la de Matilda depende totalmente de su padre, este no dará su aprobación al matrimonio, ni yo mi consentimiento para que le done una cantidad. Así las cosas, consideré una buena acción comunicar a mi hermano la realidad de la situación, con el fin de que pudiera elegir por sí mismo entre el sometimiento de su pasión o el amor y la desesperación; y por lo tanto, encontrándome esta mañana sola con él en una de las horribles habitaciones de este castillo, le expuse el caso de la siguiente manera.
—Bien, mi querido William, ¿qué piensas de estas niñas? Por mi parte, no las encuentro tan feas como esperaba. Aunque quizá tú creas que soy parcial, siendo como son las hijas de mi esposo, y es posible que estés en lo cierto. Se parecen tanto a sir George que es natural pensar que…
—Mi querida Susan —exclamó en un tono de extraordinaria incredulidad—. ¡No pensarás que se parecen lo más mínimo a su padre! ¡Él es feísimo! Pero, perdona, había olvidado completamente con quién estaba hablando…
—¡Oh, no te preocupes! —repliqué yo—. Todo el mundo sabe que sir George es monstruosamente feo y te aseguro que siempre le consideré un horror.
—Me sorprenden sobremanera tus palabras sobre sir George y sus hijas —contestó William—. No es posible que veas a tu esposo tan falto de encantos personales como dices, y tampoco es posible que encuentres el menor parecido entre él y las señoritas Lesley, quienes, a mi juicio, no se parecen a él en nada y son muy bonitas.
—Si esa es tu opinión sobre las niñas, no veo cómo pueda defenderse la belleza de su padre, porque, si ellas no se le parecen en nada y son muy bonitas al mismo tiempo, sería natural pensar que él es muy feo.
—De ningún modo —dijo él—, porque lo que puede ser bonito en una mujer puede ser muy desagradable en un hombre.
—¡Pero si hace solo unos minutos tú mismo aceptaste que era muy feo! —repliqué yo.
—Los hombres no pueden juzgar la belleza de los de su propio sexo —dijo él.
—Ni los hombres ni las mujeres pueden encontrar a sir George ni siquiera pasable.
—Bueno, bueno —dijo él—, no discutamos sobre su belleza; pero tu opinión sobre sus hijas es realmente singular, porque, si te he entendido bien, ¡has dicho que no las encontrabas tan feas como esperabas!
—¿Y qué tiene de extraordinario? ¿Es que tú esperabas que fueran más feas todavía? —dije yo.
—Me cuesta creer que hables en serio —me contestó— cuando te refieres a ellas de esa extraordinaria manera. ¿Acaso no encuentras a las señoritas Lesley dos jóvenes encantadoras?
—¡Por Dios, claro que no! —exclamé—. ¡Las encuentro horrorosas!
—¡Horrorosas! —replicó él—. ¡Mi querida Susan, es imposible que pienses algo semejante! ¿Podrías mencionar un solo rasgo de su cara que pueda criticarse?
—¡Oh, desde luego que sí! —repliqué yo—. Veamos, empezaré por la mayor…, por Matilda. ¿Te parece bien, William? —y le lancé una mirada socarrona para avergonzarle.
—Se parecen tanto —dijo él—, que supongo que las faltas de una serán las de la otra.
—Bien, en primer lugar, las dos son terriblemente altas.
—Sin duda, las dos son más altas que tú —dijo él, con una sonrisa insolente.
—No sé qué me quieres decir —dije yo.
—Bueno —continuó él—, en el caso de que sean más altas de lo común, tienen una figura muy elegante, y en cuanto a su cara, ¡tienen unos ojos tan bonitos!
—Es imposible encontrar elegancia en figuras tan tremendas y apabullantes, y en cuanto a sus ojos, son tan altas que hubiera tenido que romperme el cuello para mirárselos.
—¡Qué lástima! —replicó él—. Aunque quizá es mejor que no lo hagas, porque podrías quedar deslumbrada por su brillo.
—¡Sí, claro, es muy posible! —dije yo, en tono complaciente.
Porque te aseguro, mi queridísima Charlotte, que no me sentí para nada ofendida, aunque, por lo que sigue, alguien podría suponer que William creía haberme dado pie para sentirme así; ya que, tomándome la mano, me dijo:
—¡No te pongas tan seria, Susan, o me harás pensar que te he ofendido!
—¡A mí!, querido hermano, ¿cómo has podido suponer algo semejante? —contesté yo—. ¡Por supuesto que no! Te aseguro que no me sorprende en absoluto tu ardiente defensa de la belleza de estas niñas…
—Está bien —me interrumpió William—, pero recuerda que no hemos terminado nuestra discusión sobre ellas. ¿Qué falta puedes encontrar en su cutis?
—Son terriblemente pálidas.
—Siempre tienen un poco de color y, además, después de un poco de ejercicio físico, este sube mucho de tono.
—De acuerdo, pero no sé cómo iban a subirlo de tono, si alguna vez le da por llover en esta parte del mundo, a no ser que se divirtieran corriendo de aquí para allá por estas horribles y viejas galerías y antecámaras.
—Bien —replicó mi hermano en tono de fastidio y lanzándome una mirada impertinente—, si tienen poco color, al menos es todo suyo.
Esto era demasiado, mi querida Charlotte, porque estoy segura de que con esa mirada insolente pretendía poner en duda la realidad del mío. Aunque sé bien que, en el caso de que escucharas una falsedad tan cruel como esa, me defenderías; pues a menudo has sido testigo de lo mucho que desapruebo el colorete y siempre me has oído decir que no me gusta. Puedo asegurarte, además, que mi opinión sigue siendo la misma.
Como las sospechas de mi hermano eran más de lo que podía soportar, salí de la habitación inmediatamente y desde entonces me encuentro en mi vestidor, desde donde te escribo. ¡Qué carta tan larga me ha salido! Por favor, no esperes recibir cartas tan largas desde la ciudad, porque es solo en el castillo de Lesley donde una tiene tiempo de escribir, incluso a una Charlotte Lutterell. Me sentí tan humillada por la mirada de William que no tuve la paciencia de quedarme y aconsejarle sobre su atracción por Matilda, cuando solo ese gesto de amor fraternal me había inducido a comenzar la conversación. Ahora, estoy tan convencida de la violenta pasión que siente por ella que, estoy segura, no prestará oídos a ningún tipo de razonamiento sobre el asunto; de modo que no pienso molestarme más por él ni por su favorita.
Adeiu, mi querida niña. Tu afectuosa amiga,
SUSAN L.
SÉPTIMA CARTA
De la señorita C. Lutterell a la señorita M. Lesley
Bristol, 27 de marzo.
Esta semana he recibido una carta tuya y otra de tu madrastra que me han divertido mucho, porque me doy cuenta de que cada una está celosísima de la belleza de la otra. Resulta bastante absurdo que dos mujeres bonitas, aunque se trate de madre e hija, no puedan estar bajo el mismo techo sin discutir sobre su belleza. Por favor, convenceos de que las dos sois muy bonitas y olvidad el asunto.
Supongo que debo de dirigir esta carta a Portman Square, donde probablemente (por grande que sea tu amor por el castillo de Lesley) no te desagradará encontrarte. A pesar de lo que todo el mundo dice sobre los verdes prados y sobre el campo, siempre he creído que Londres y sus diversiones deben ser muy agradables para pasar una temporada; y me encantaría que la renta de mi madre la permitiera llevarnos a allí en invierno para disfrutar de sus edificios y jardines públicos. Siempre he soñado con ir a Vaux-hall[21] para comprobar si la carne asada se corta en lonchas tan finas como dicen, porque tengo la ligera sospecha de que poca gente entiende el arte de cortar la carne asada tan bien como yo. Sería difícil que no supiera algo del asunto, cuando me he esforzado tanto en esa parte de mi educación.
Mamá siempre ha creído que soy la más completa de las hermanas, aunque en vida papá defendía que era Eloisa. Nunca hubo dos naturalezas más dispares en el mundo. De pequeñas, a las dos nos gustaba leer. Ella prefería la historia y yo los libros de recetas. A ella le encantaba dibujar y a mí guisar gallinas. Nadie cantaba una canción mejor que ella y nadie hacía un pastel mejor que yo. Y así han seguido las cosas desde que dejamos de ser niñas. La única diferencia es que han desaparecido las disputas sobre la superioridad de nuestras actividades, tan frecuentes entonces. Hace muchos años que llegamos al acuerdo de admirar mutuamente nuestro trabajo. Yo no dejo nunca de escuchar su música, y ella es igual de constante a la hora de comerse mis pasteles. Esto fue así al menos hasta que Henry Hervey hizo su aparición en Sussex.
Antes de la llegada de su tía a la vecindad, donde ya sabes que se estableció hace unos doce meses, sus visitas se producían en fechas concretas y tenían siempre la misma duración; pero cuando ella se mudó a la casa señorial que está cerca de la nuestra, estas se hicieron más frecuentes y más largas.
Como puedes suponer, esto no podía agradar a la señora Diana, que es enemiga declarada de todo lo que no se rige por el decoro y la formalidad, o no guarda el menor parecido con la finura y la buena educación. No, era tan grande su rechazo hacia el comportamiento de su sobrino que a menudo la escuché reconvenirle a la cara con indirectas, las cuales, de no haber estado Henry en tales momentos enzarzado en una conversación con Eloisa, estoy segura de que habrían llamado su atención y le hubieran perturbado mucho.
La alteración del comportamiento de mi hermana, a la que ya he aludido, comenzó entonces a producirse. Dejó de respetar el acuerdo que teníamos de admirar mutuamente nuestras producciones y, aunque yo aplaudía cada una de sus danzas populares, ninguno de mis pasteles de paloma obtenía una sola palabra de aprobación de su parte. Esto hubiera sido razón suficiente para que cualquier otra persona hubiese montado en cólera; sin embargo, yo me mantuve fría como un queso fresco y, después de pensar en un plan y de trazar una estrategia de venganza, decidí que siguiese actuando a su manera sin hacerle un solo reproche. Mi plan consistía en tratarla como ella me trataba a mí e, incluso si pintaba mi propio retrato o tocaba Malbrook (la única balada que de verdad me gusta), no decir nada más que «Gracias, Eloisa», a pesar de haberla aclamado falsamente durante años cada vez que tocaba diciendo: bravo, bravissimo, encora, da capo, allegretto, con espressione, poco presto, y otras muchas palabras igualmente extranjeras, las cuales, según me explicó Eloisa, expresaban mi admiración. Y debe de tener razón, porque las veo repetidas en cada página de todos los libros de música. Me imagino que deben de reflejar el sentimiento del compositor.
Ejecuté mi plan con gran exactitud; no puedo decir que con gran éxito porque, ¡ay!, mi silencio cuando tocaba no parecía molestarle en absoluto. Por el contrario, un día llegó incluso a decirme:
—Me encanta, Charlotte, que por fin hayas abandonado esa ridícula costumbre de aplaudir mi ejecución del clavicordio hasta levantarme dolor de cabeza y quedarte ronca. Te agradezco muchísimo que guardes tu admiración para ti.
Nunca olvidaré la ingeniosísima respuesta que di a su comentario.
—Eloisa —dije—, te ruego que estés muy tranquila con respecto a esos temores en el futuro, porque puedo asegurarte que siempre guardaré mi admiración para mí y para mis propios proyectos y que no la extenderé a los tuyos.
Esta era la primera frase severa que decía en mi vida; no porque no me sienta a menudo una persona extremadamente satírica, sino porque era la primera vez que hacía públicos mis sentimientos.
Creo que no hubo nunca dos jóvenes que se profesaran mayor afecto que Henry y Eloisa. No, el amor de tu hermano por la señorita Burton pudo ser más violento, pero no más fuerte. Puedes imaginarte, por tanto, lo mal que le sentó a mi hermana la jugada que él le hizo. ¡Pobre niña! Sigue lamentando su muerte con igual constancia, sin prestar atención al hecho de que han pasado ya más de seis semanas desde que se produjera. Pero algunas personas sienten estas cosas más que otras. El estado de salud originado por esta pérdida la ha dejado tan débil, tan incapaz de hacer el menor esfuerzo, que se ha pasado toda la mañana llorando por la partida de la señora Marlowe, quien junto a su esposo, su hermano y su hijito ha abandonado Bristol esta mañana. Lamento su marcha porque era la única familia que conocíamos aquí; pero, desde luego, nunca se me hubiera ocurrido llorar. La verdad es que la señora Marlowe y Eloisa pasaban más tiempo juntas que conmigo; y el afecto que creció entre ambas hace que las lágrimas fueran más disculpables en ellas de lo que hubieran sido en mi caso.
Los Marlowe se dirigen a la ciudad, y Cleveland les acompaña. Ya que ni Eloisa ni yo hemos sido capaces de cazarle, espero que tú o Matilda tengáis más suerte.
No sé cuándo nos iremos de Bristol. Eloisa se encuentra tan poco animada que no quiere moverse, aunque estar aquí tampoco parece ayudarla demasiado. Confío en que una o dos semanas más pondrán fin a esta estancia.
Mientras tanto, y sin otro particular, etc., etc.
CHARLOTE LUTTERELL.
OCTAVA CARTA
De la señorita Lutterell a la señora Marlowe
Bristol, 4 de abril.
Mi querida Emma:
No sé cómo agradecerte tu ofrecimiento de que mantuviéramos una relación epistolar, en el que veo un enorme gesto de amistad por tu parte. Te aseguro que escribirte será para mí un gran desahogo y, en tanto en cuanto mi salud y mi ánimo me lo permitan, encontrarás en mí, si no una corresponsal entretenida, sí muy constante. Conoces demasiado bien mi situación para saber que en mí la alegría sería impropia, y conozco mi corazón demasiado bien para saber que sería ficticia. No esperes recibir noticias, porque no vemos a nadie conocido o en cuya vida tengamos el más mínimo interés. Tampoco esperes conocer algún escándalo a través de mí, porque, debido a lo mismo, no podemos escucharlos ni inventarlos. Lo único que puedes esperar son las efusiones melancólicas de un corazón roto, que una y otra vez se vuelve hacia la felicidad que una vez disfrutó, y cuyo recuerdo tan mal ayuda a soportar su presente desdicha.
La posibilidad de escribirte o de hablarte sobre mi desaparecido Henry será un lujo para mí, y sé bien que tu bondad no rechazará la lectura de cosas que tanto bien me hará escribir. Una vez pensé que nunca desearía tener lo que generalmente se llama una amiga (quiero decir una persona de mi propio sexo con quien poder hablar con menos reserva que con cualquier otra persona) al margen de mi hermana. ¡Qué equivocada estaba! Charlotte está demasiado ocupada con dos corresponsales íntimas de esa clase para dedicarme esa atención y, por otra parte, espero que no me consideres una infantil romántica si te digo que tener una amiga piadosa que pudiera escuchar mis lamentos sin intentar consolarme era lo que durante tanto tiempo había deseado, cuando nuestro encuentro, la intimidad que lo siguió y la afectuosa atención que me dedicaste desde el principio, me hizo albergar la feliz esperanza de que si aquellas atenciones crecían, gracias a un conocimiento más íntimo, llegarían a convertirse en una amistad, algo que, si realmente eras la persona que yo deseaba, me procuraría la mayor felicidad que pudiese soñar. Saber que tal esperanza se ha visto cumplida significa para mí una enorme satisfacción, una satisfacción que es ahora la única que puedo experimentar. Me siento tan débil que estoy segura de que si estuvieras conmigo me rogarías que dejara de escribir, y no puedo darte una muestra mayor de mi afecto por ti que actuar como sé que tú, ausente o presente, desearías que hiciera.
Tu sincera amiga,
E. L.
NOVENA CARTA
De la señora Marlowe a la señorita Lutterell
Grosvenor Street, 10 de abril.
¿Necesito decirte, mi querida Eloisa, cómo agradecí la llegada de tu carta? No puedo darte una mejor muestra del placer que me procuró, o de mi deseo de que nuestra correspondencia sea regular y frecuente, que la que te doy al responderte antes de que termine la semana. Pero no creas que reclamo ningún mérito por mi puntualidad. Por el contrario, te aseguro que escribirte es más grato para mí que pasar la tarde en un concierto o en un baile.
El señor Marlowe se muestra tan deseoso de que le acompañe a algunos lugares públicos todas las tardes que no me gusta decirle que no, pero, al mismo tiempo, me gusta tanto quedarme en casa, que, al margen del placer que experimento al dedicar parte de mi tiempo a mi querida Eloisa, la libertad que reclamo para escribir una carta o de pasar una tarde en casa con mi pequeño, me conoces bien para saberlo, serían motivo suficiente (si es que hace falta tener alguno) para mantener con placer una correspondencia contigo. Por lo que respecta a los temas de tus cartas, sean tristes o alegres, si están relacionados contigo serán igualmente interesantes para mí. No creo, sin embargo, que abandonarse melancólicamente a los propios lamentos, repitiéndolos y haciéndome partícipe de ellos, haga otra cosa que intensificarlos, y pienso que harías mejor en evitar un tema tan triste. No obstante, sabiendo como sé el melancólico y reparador placer que puede reportarte, no te negaré ese capricho, y solo insistiré en que no esperes que te anime a ello en mis cartas. Por el contrario, me propongo llenarlas de un ingenio tan vivo y de un humor tan vivificador que espero ser capaz incluso de suscitar una sonrisa en el rostro dulce pero triste de mi Eloisa.
En primer lugar, debes saber que, desde mi llegada, me he encontrado dos veces con las tres amigas de tu hermana —Lady Lesley y sus hijas— en lugares públicos. Me imagino que estarás impaciente por conocer mi opinión sobre la belleza de las tres damas sobre las que tanto has oído hablar. Ahora bien, como estás demasiado enferma y eres demasiado desgraciada para comentarios banales, creo que puedo atreverme a comentar que no me gusta ninguna de sus caras tanto como la tuya. En cualquier caso todas son muy bonitas. A Lady Lesley naturalmente ya la conocía; en cuanto a sus hijas, creo que podría decirse que, en general, son más guapas que ella, aunque me atrevería a decir que con los encantos de un cutis sonrosado, cierta afectación y bastante conversación trivial (y en todo ello la señora supera a las señoritas) se ganan más admiradores que con la perfección de los rasgos de Matilda y de Margaret. Por otra parte, estoy segura de que coincidirás conmigo al afirmar que ninguna de ellas tiene un tamaño apropiado para considerarse una verdadera belleza; pues ya sabes que dos de ellas son más altas y otra más baja que nosotras. A pesar de este defecto (o mejor, gracias a él), hay algo muy noble y majestuoso en la figura de las señoritas Lesley, y algo agradablemente vivaz en el aspecto de su bonita madrastra. En cualquier caso, aunque unas sean majestuosas y la otra vivaz, ninguna de sus caras posee la cautivadora dulzura de la de mi Eloisa, una dulzura que su actual languidez no disminuye en absoluto. Me pregunto qué dirían mi marido y mi hermano de nosotras si supieran todas las cosas bonitas que te he dicho en esta carta. Es muy difícil de creer que una mujer bonita sea reconocida como tal por una persona de su propio sexo, a no ser que la persona sea su enemiga o su reconocida aduladora.
¡Cuánto más amables son las mujeres en ese particular! Un hombre puede decir cuarenta cosas agradables a otro sin que nosotras supongamos que le han pagado por hacerlo y, siempre que cumplan con su deber con nuestro sexo, no nos importa lo educados que sean con las personas del suyo.
Te ruego que transmitas mis cumplidos a la señora Lutterell y mi cariño a Charlotte. Y tú, Eloisa, recibe los mejores deseos de recuperación de tu salud y de tu ánimo que te ofrece tu amiga que te quiere,
E. MARLOWE.
Me temo que esta carta es un ejemplo muy pobre del poder de mi ingenio, y que tu opinión sobre este no va a aumentar demasiado cuando te diga que he hecho todo lo posible por resultar entretenida.
DÉCIMA CARTA
De la señorita Margaret Lesley a la señorita Charlotte Lutterell
Portman Square, 13 de abril.
Mi querida Charlotte:
Partimos del castillo de Lesley el día veintiocho del mes pasado y llegamos a Londres tras un viaje de siete días, sanos y salvos. Tuve el placer de encontrar tu carta esperando mi llegada, por la cual te doy vivamente las gracias.
¡Ah, mi querida amiga, cada día lamento más haber cambiado los serenos y tranquilos placeres del castillo por las inciertas y desiguales diversiones de esta jactanciosa ciudad!
No quiero dar a entender que estas inciertas y desiguales diversiones me resulten desagradables; por el contrario, disfruto mucho con ellas y las disfrutaría aún más si no fuera porque, en cada una de mis apariciones públicas, hago más pesadas las cadenas de esos pobres infelices de cuya pasión es imposible no apiadarse, aunque no pueda corresponderla en ningún modo. En resumen, mi querida Charlotte, mi sensibilidad ante los sufrimientos de tantos jóvenes amables, mi disgusto ante la extrema admiración que despierto y mi aversión ante el hecho de ser tan celebrada en público, en privado, en diarios y en estamperías, constituyen el motivo por el cual no puedo disfrutar completamente de las diversiones tan variadas y agradables de Londres.
¡Cuántas veces he deseado poseer tan poca belleza personal como tú, que mi figura fuera tan poco elegante, mi cara tan poco agraciada y mi aspecto tan desagradable como el tuyo! Pero ¡ay, qué lejos estoy de un hecho tan deseable! Ya he pasado la viruela y debo por tanto someterme a mi triste destino.
Y ahora, mi querida Charlotte, me dispongo a revelarte un secreto que lleva mucho tiempo perturbando la tranquilidad de mis días, y que es de esa clase que requiere de ti la mayor e inviolable discreción. El pasado lunes por la noche, Matilda y yo acompañamos a Lady Lesley a una recepción en la casa de la honorable señora Sinparar. Nos escoltaba el señor Fitzgerald, que es un joven muy amable en conjunto, aunque quizá de gusto un poco extraño (está enamorado de Matilda). Acabábamos de presentar nuestros respetos a la señora de la casa y de saludar a media veintena de personas, cuando mi atención se vio atraída por la aparición de un joven guapísimo, que en ese momento entraba en la habitación con otro caballero y una dama. Desde el momento en que le vi, supe que de él dependía la futura felicidad de mi vida. Imagina mi sorpresa cuando me fue presentado como Cleveland. Inmediatamente le reconocí como al hermano de la señora Marlowe y la persona que mi Charlotte había conocido en Bristol. El señor y la señora M. eran quienes le acompañaban. (¿No te parece que la señora Marlowe es bonita?). La elegante presencia del señor Cleveland, sus educados modales y la forma deliciosa en que se inclina, confirmaron inmediatamente la causa de mi atracción. No dijo nada, pero puedo imaginar cada cosa que hubiera dicho de haber abierto la boca. Puedo adivinar la inteligencia cultivada, los nobles sentimientos y el elegante lenguaje que hubieran brillado de forma tan sobresaliente en la conversación del señor Cleveland. La llegada de sir James Gower (uno de mis múltiples admiradores) evitó el descubrimiento de aquella fuerza, poniendo fin a una conversación que nunca llegó a dar comienzo y atrayendo mi atención hacia su persona. Mas ¡oh, cuán por debajo se encuentran las perfecciones de sir James de las de su envidiadísimo rival!, sir James es uno de nuestros visitantes más frecuentes, y casi siempre está en nuestras fiestas. Desde entonces, nos hemos encontrado muchas veces con el señor y la señora Marlowe, pero no con Cleveland, que siempre tiene un compromiso en otra parte. La señora Marlowe me cansa mortalmente cada vez que me la encuentro con sus aburridas conversaciones sobre ti y sobre Eloisa. ¡Es tan tonta! Vivo con la esperanza de ver a su irresistible hermano esta noche, porque vamos a casa de Lady Flambeau, que sé que es íntima de los Marlowe. Nuestro grupo estará formado por Lady Lesley, Matilda, Fitzgerald, sir James Gower y yo misma.
Vemos muy poco a sir George, que casi siempre está en la mesa de juegos. ¡Ah, mi pobre fortuna! ¿Dónde estarás hoy? Vemos más a Lady L., que siempre aparece (pintada con mucho colorete) a la hora de la cena. ¡Ay, con qué joyas tan bellas se adornará esta noche en casa de Lady Flambeau! Aunque me pregunto cómo le puede gustar llevarlas; porque tiene que darse cuenta de lo ridículamente impropio que resulta cargar su diminuta figura con adornos tan superfluos. ¿Es posible que no sepa cuánto más elegante resulta la simplicidad frente al rebuscado adorno? Si nos las regalara a Matilda y a mí, le quedaríamos muy agradecidas. ¡Qué bien sentarían los diamantes a nuestras figuras majestuosas! ¡Y qué extraño resulta que esa idea nunca se le haya ocurrido! Creo que si no he reflexionado cincuenta veces sobre este asunto, no lo he hecho ninguna. Cada vez que veo a Lady Lesley con ellas, me vienen las mismas reflexiones a la cabeza. ¡Y además son las joyas de mi propia madre! Pero no diré más sobre un tema tan melancólico. Déjame que te entretenga con algo más agradable. Matilda recibió esta mañana una carta de Lesley, por la cual hemos sabido que se encuentra en Nápoles, que se ha convertido al catolicismo, que ha obtenido una bula papal para anular su primer matrimonio y que se ha casado con una dama napolitana de alto rango y fortuna. Nos cuenta que algo muy parecido le ha sucedido a su primera mujer, la desdichada Louisa, quien también se encuentra en Nápoles, también se ha convertido al catolicismo y se dispone a contraer matrimonio en breve con un noble napolitano de gran renombre. Dice que ahora son muy buenos amigos, que se han perdonado sus pasados errores y que se proponen convertirse en el futuro en buenos vecinos. Nos invita a Matilda y a mí a visitarle y a llevar con nosotros a la pequeña Louisa, a quien su madre, su madrasta y él mismo tienen grandes deseos de ver. Por lo que se refiere a aceptar su invitación, no sé lo que sucederá. Lady Lesley nos aconseja que vayamos sin tardanza. Fitzgerald se ofrece a escoltarnos, pero Matilda no sabe muy bien si el plan es correcto. Ella cree que sería muy agradable. Yo estoy segura de que le gusta ese tipo. Mi padre desea que no nos apresuremos, porque piensa que quizá, si esperamos algunos meses, él y Lady Lesley tendrían el placer de acompañarnos.
Lady Lesley dice que no, que nada en el mundo la apartaría de las diversiones de Brighthelmstone por un viaje a Italia cuyo único fin es simplemente ver a mi hermano.
—No —dice la desagradable mujer—, una vez en mi vida fui lo bastante loca para viajar no sé cuántos centenares de millas para ver a dos de la familia y la cosa no funcionó. ¡Qué me aspen si vuelvo a ser tan loca!
Eso es lo que dice su señoría, pero sir George insiste en que quizá dentro de un mes o dos nos acompañen. Adeiu mi querida Charlotte.
Tu fiel amiga.
MARGARET LESLEY.
finis