Amor y amistad

Una novela dividida en un conjunto de cartas.

Esta novela está dedicada a la señora condesa de Feullide[14], por su obediente y humilde servidora,

La autora.

«Engañado en la amistad y traicionado en el amor».

PRIMERA CARTA

De Isabel a Laura

Cuántas veces, como respuesta a mis repetidos intentos de que hicieras a mi hija un detallado relato de las aventuras y desventuras de tu vida, me has contestado: «No, amiga mía, nunca atenderé a tu petición; no, hasta que no me encuentre libre del peligro de verme expuesta una vez más a experimentar tales horrores».

Estoy convencida de que ese momento ha llegado. Hoy cumples cincuenta y cinco años. Si alguna vez puede decirse que una mujer está a salvo de la firme perseverancia de desagradables amantes y de la cruel persecución de padres obstinados, es sin duda en ese momento de su vida.

ISABEL.

SEGUNDA CARTA

De Laura a Isabel

Aunque no estoy de acuerdo contigo cuando supones que nunca más estaré expuesta a desgracias tan inmerecidas como las que ya he experimentado, para evitar que me acuses de obstinación o de maldad, he decidido satisfacer la curiosidad de tu hija. Confío en que la fortaleza con la que he sufrido las numerosas aflicciones de mi vida pasada sea para ella una lección provechosa a la hora de afrontar las que puedan sobrevenirle en la suya.

LAURA.

TERCERA CARTA

De Laura a Marianne

Como hija de mi amiga más íntima, creo que tienes derecho a conocer mi triste historia, la cual tu madre me ha pedido que te contara tan a menudo.

Mi padre era natural de Irlanda y vivía en Gales; mi madre era la hija ilegítima de un par escocés y de una bailarina de la ópera. Yo nací en España y me eduqué en un convento en Francia.

Cuando cumplí los dieciocho años, mis padres me hicieron volver bajo el techo paterno, en Gales. Nuestra mansión estaba situada en uno de los parajes más románticos del Valle de Uske. Aunque hoy mis encantos se han reducido considerablemente y se han visto también maltratados por las desgracias que he padecido, una vez fui bella. Pero, encantadora como era, las gracias que adornaban mi persona eran las menos relevantes de mis perfecciones. Era dueña de todas las cualidades más destacadas y usuales de mi sexo. Durante mi vida en el convento, el progreso que hacía en el estudio excedía siempre a la enseñanza recibida, mis conocimientos eran muy superiores a los propios de mi edad, y pronto dejé atrás a mis maestros.

Poseía, al más alto nivel, todas las virtudes con las que una personalidad puede verse adornada. En mí se daban cita todas las buenas cualidades y todos los sentimientos nobles.

Mi única falta, si es que así puede llamarse, era una sensibilidad demasiado viva hacia las penas de mis amigos, de mis conocidos y, en especial, hacia las mías. ¡Ay, cuánto he cambiado! Aunque es cierto que mis desgracias siguen haciéndome sufrir como entonces, ya nunca sufro por las de otros. También mi talento empieza a desvanecerse y ya no puedo cantar tan bien como solía, o bailar con la gracia con la que acostumbraba a hacerlo: he olvidado completamente el Minuet Dela Cour.

Adeiu.

LAURA.

CUARTA CARTA

De Laura a Marianne

Nuestro vecindario era pequeño, ya que se reducía a tu madre. Quizá ella te ha contado ya que, siendo abandonada por sus padres en la indigencia, se había retirado a Gales por motivos económicos. Allí fue donde comenzó nuestra amistad. Isabel tenía entonces veintiún años. Aunque tanto su persona como sus modales eran agradables, nunca poseyó una centésima parte de mi belleza o de mis perfecciones. Isabel había visto el mundo; había pasado dos años en uno de los mejores internados de Londres, dos semanas en Bath y había cenado una noche en Southampton.

—Ten cuidado, mi querida Laura —me decía a menudo—. Ten cuidado de la insípida vanidad y de la ociosa disipación de la metrópolis de Inglaterra. Ten cuidado de los lujos superficiales de Bath y del apestoso pescado de Southampton.

—¡Ay! —exclamaba yo—. ¿Cómo podría evitar males a los que nunca estaré expuesta? ¿Qué probabilidades tengo de comprobar la disipación de Londres, los lujos de Bath o el apestoso pescado de Southampton? ¡Yo, que estoy condenada a malgastar los días de mi juventud y mi belleza en una humilde casa del Valle de Uske!

¡Ah, qué poco pensaba entonces que pronto se me ordenaría abandonar esa humilde casa por los engañosos placeres del mundo!

Adeiu.

LAURA.

QUINTA CARTA

De Laura a Marianne

Una noche de diciembre, mientras mi padre, mi madre y yo conversábamos en torno al fuego, nos vimos muy sorprendidos, por la violencia con que alguien llamaba a la puerta principal de nuestra casa rústica. Mi padre se puso en pie.

—¿Qué ruido es ese? —dijo.

—Suena como si llamaran a la puerta —replicó mi madre—. Sí, suena a eso —dije yo.

—Comparto vuestra opinión —dijo mi padre—. Realmente el sonido parece causado por una violencia inusitada que se ejerciera sobre nuestra inofensiva puerta.

—Sí —exclamé yo—. No puedo evitar pensar que debe de tratarse de alguien que desea ser admitido en nuestra casa.

—Esa es otra cuestión —replicó él—. No debemos pretender determinar cuál es la causa por la cual la persona llama a la puerta, aunque estoy parcialmente convencido de que alguien llama a la puerta.

En ese momento, el discurso de mi padre se vio interrumpido por un tremendo segundo golpe, que de algún modo nos asustó a mi madre y a mí.

—¿No haríamos mejor en ir a ver quién es? —dijo ella—. Los criados han salido.

—Creo que haríamos bien —repliqué yo.

—Sin duda —añadió mi padre—. En todos los sentidos.

—¿Vamos ya? —dijo mi madre.

—Cuanto antes mejor —contestó él.

—¡Oh, no perdamos más tiempo! —exclamé yo.

En ese momento, nuestros oídos se vieron asaltados por un tercer golpe más violento aún que los precedentes.

—Estoy segura de que alguien llama a la puerta —dijo mi madre—. Sí, debe de ser eso —replicó mi padre.

—Creo que los criados han vuelto —dije yo—. Me parece escuchar a Mary que se dirige hacia la puerta.

—Me alegro —exclamó mi padre—, porque tengo muchas ganas de saber de quién se trata.

Mi suposición había sido correcta, porque Mary entró inmediatamente en la habitación y nos informó de que un joven caballero y su criado se encontraban ante la puerta; se habían perdido, tenían mucho frío y rogaban que se les permitiera calentarse junto al fuego.

—¿No vas a permitirles entrar? —dije yo.

—¿Tienes alguna objeción, querida? —dijo mi padre.

—Absolutamente ninguna —replicó mi madre.

Sin esperar nuevas órdenes, Mary salió inmediatamente de la habitación y volvió en seguida, acompañada por el joven más apuesto y encantador que jamás hubiera visto. Ella se quedó con el criado.

Mi sensibilidad natural ya se había visto muy afectada por los sufrimientos del desdichado extraño y en cuanto le contemplé por primera vez, me di cuenta de que la felicidad o la desgracia de mi vida futura dependía totalmente de él.

Adeiu.

LAURA.

SEXTA CARTA

De Laura a Marianne

El noble joven nos informó de que su nombre era Lindsay, aunque por razones particulares lo llamaré aquí Talbot. Nos dijo que era el hijo de un barón inglés, que su madre había muerto hacía muchos años y que tenía una hermana de estatura media.

—Mi padre —continuó diciendo— es un miserable canalla y un mercenario. Solo puedo traicionar de este modo sus flaquezas ante personas tan queridas como las que aquí se congregan. Sus virtudes, mi estimado Polidoro —dijo dirigiéndose a mi padre—; las suyas, querida Claudia, y las suyas, mi encantadora Laura, hacen que les entregue así mi confianza —hicimos una inclinación de cabeza—. Mi madre, seducido por el falso brillo de la fortuna y la delusoria pompa de un título, insistió en ofrecer mi mano a Lady Dorothea. No, nunca, exclamé yo. Lady Dorothea es agraciada y cautivadora; no hay mujer que yo prefiera a ella; pero sepa usted, sir, que rehúso a casarme con ella por acceder a sus deseos. No, nunca podrá decirse que complací los deseos de mi padre.

La masculinidad de su respuesta provocó nuestra admiración. El joven siguió hablando:

Sir Edward quedó muy sorprendido. Quizá no esperaba encontrarse con una oposición tan decidida a su voluntad.

»¡Por todos los santos, Edward! ¿Dé dónde has sacado tantas ridículas monsergas? Sospecho que te has dedicado al estudio de novelas.

»Yo me negué a contestar: eso estaba por debajo de mi dignidad. Monté mi caballo y, seguido por mi fiel William, me dirigí a casa de mi tía.

»La casa de mi padre está situada en Bedfordshire, la de mi tía en Middlesex, y aunque me considero un notable conocedor de la geografía, no acierto a entender cómo, cuando esperaba haber llegado a la casa de mi tía, me encuentro a mí mismo en este hermoso valle, y descubro que estamos en el sur de Gales.

»Después de vagar algún tiempo por las orillas del río Uske, sin saber qué dirección tomar, comencé a lamentar mi cruel destino de la forma más patética y amarga. La oscuridad era total, no había una sola estrella que guiara mis pasos, y no sé qué hubiera sido de mí si, finalmente, y en medio de aquella solemne penumbra que me rodeaba, no hubiese discernido una luz distante, la cual, a medida que avanzaba, resultó provenir de la alegre llamarada de su chimenea. Impelido por la suma de las desgracias que me acuciaban —a saber: el miedo, el frío y el hambre—, no dudé en buscar refugio en su casa, algo que finalmente he conseguido.

»Y ahora, adorable Laura —continuó diciendo, tomando mi mano—, ¿cuándo podré, si es que es posible albergar esa esperanza, obtener una recompensa por todos los terribles sufrimientos que he padecido durante el tiempo que ha durado mi afecto por ti, objeto de todas mis aspiraciones? ¡Oh! ¿Cuándo me recompensarás con tu persona?

—En este instante, querido y encantador Edward —repliqué yo.

Nuestra unión fue inmediatamente bendecida por mi padre, que, aunque nunca se ordenara sacerdote, había sido educado para ingresar en el seno de la iglesia.

Adeiu.

LAURA.

SÉPTIMA CARTA

De Laura a Marianne

Después de nuestro matrimonio, permanecimos solo unos días en el Valle de Uske. Una vez me hube despedido afectuosamente de mi padre, mi madre y mi Isabel, me dirigí con Edward a casa de su tía en Middlesex. Philippa nos recibió con grandes muestras de cariño. Mi llegada constituyó sin duda una agradabilísima sorpresa para ella, no solo porque no sabía nada de mi matrimonio con su sobrino, sino también porque no tenía la más remota idea de mi existencia.

Augusta, la hermana de Edward, estaba de visita en la casa cuando llegamos. Encontré que era exactamente como su hermano me la había descrito: de estatura media. Augusta me recibió con la misma sorpresa que Philippa, aunque no con la misma cordialidad. Había una desagradable frialdad y una reserva amenazante en la forma en que me recibió, igualmente perturbadora e inesperada. Ni rastro de la interesante sensibilidad o amable simpatía que debían haber distinguido sus modales y sus palabras en el momento en que fuimos presentadas. Su lenguaje no era ni cálido, ni afectuoso; sus miradas no eran ni alegres, ni cordiales; sus brazos no se abrieron para recibirme en su corazón, aunque yo tendiera los míos para estrecharla contra el mío.

Una breve conversación entre Augusta y su hermano, que escuché accidentalmente, aumentó mi rechazo hacia ella y me convenció de que su corazón estaba tan poco preparado para los dulces lazos del cariño como para el atractivo intercambio de la amistad.

—¿Crees que mi padre te perdonará alguna vez este imprudente enlace? —decía Augusta.

—Augusta —replicó el noble joven—, creía que tenías una opinión más alta de mí. Deberías imaginar que no iba a degradarme de forma tan abyecta como para considerar la opinión de mi padre en ninguno de mis asuntos, más aún tratándose de un asunto de importantes consecuencias para mí. Dime con sinceridad, Augusta, ¿alguna vez me has visto consultar su parecer o seguir su consejo sobre cualquier menudencia, desde que tenía quince años?

—Edward —replicó ella—, eres demasiado modesto a la hora de elogiarte a ti mismo. ¿Solo desde que tenías quince años? Mi querido hermano, te concedo que desde que tenías cinco años no has contribuido voluntariamente a la más mínima satisfacción de nuestro padre. Aun así, no dejo de sospechar que pronto te verás obligado a degradarte ante ti mismo y a buscar ayuda para tu mujer en la generosidad de sir Edward.

—¡Nunca jamás, Augusta, me degradaré de ese modo! —dijo Edward—. ¡Ayuda! ¿Qué clase de ayuda crees que Laura puede recibir de él?

—Solo la muy insignificante que se traduce en poder comer y beber —contestó ella.

—¡Comer y beber! —replicó mi esposo, en un tono noble y despreciativo—. ¿Imaginas que la única ayuda que una personalidad elevada como la de mi Laura puede recibir consiste en el bajo y grosero suministro de comida y bebida?

—No conozco ninguna otra tan eficaz —contestó Augusta.

—¿Es que nunca has sentido los deliciosos dardos del amor, Augusta? —replicó mi Edward—. ¿Acaso tu vil y corrupto paladar cree imposible vivir del amor? ¿Te resulta inconcebible el lujo que es vivir las dificultades que inflige la pobreza junto al objeto de tu más tierno afecto?

—Resultas demasiado ridículo —dijo Augusta— y no me molestaré en discutir contigo. Sin embargo, quizá con el tiempo te convenzas de que…

La aparición de una joven muy hermosa, que fue conducida a la habitación en cuya puerta yo estaba escuchando, me impidió oír el resto. Al anuncio de «Lady Dorothea», abandoné inmediatamente mi puesto y la seguí a la salita, porque recordaba muy bien que era ella la dama que había sido propuesta como esposa a mi Edward por el cruel e implacable barón.

Aunque la visita de Lady Dorothea era nominalmente para Philippa y para Augusta, tenía ciertas razones para pensar que (sabedora del matrimonio y de la llegada Edward) el principal motivo de la misma era verme.

Pronto me di cuenta de que, aunque encantadora y elegante en su persona, aunque educada y de palabra fácil, por lo que se refiere a los sentimientos tiernos y delicados y a la refinada sensibilidad, pertenecía a ese grupo de seres inferiores de los que Augusta formaba parte.

Dorothea permaneció en nuestra compañía durante una media hora, sin que en el curso de su visita me confiara uno solo de sus secretos pensamientos, ni me pidiera que le confiara los míos. Te será fácil imaginar, mi querida Marianne, que no pudiera sentir ningún tipo de afecto o de sincero cariño hacia Lady Dorothea.

Adeiu.

LAURA.

OCTAVA CARTA

De Laura a Marianne

Continuación:

Lady Dorothea no acababa sino de dejarnos, cuando fue anunciada una nueva visita, tan inesperada como la anterior. Se trataba de sir Edward, quien, informado por Augusta del matrimonio de su hermano, venía sin duda a reprochar a su hijo que se hubiera atrevido a unirse a mí sin su conocimiento. Pero Edward, previendo sus intenciones, y tan pronto como entró en la habitación, se dirigió hacia él con paso heroico y le habló de la siguiente manera:

—Conozco el motivo de su visita, sir Edward. Viene aquí con el bajo deseo de reprocharme el enlace indisoluble que he llevado a cabo con mi Laura sin su consentimiento. Pero sepa usted, sir, que me vanaglorio de este acto y que me jacto sobremanera de haber causado la insatisfacción de mi padre.

Dicho esto, tomó mi mano y, mientras sir Edward, Philippa y Augusta se quedaban sin duda reflexionando con admiración sobre la intrepidez del valor de mi esposo, este me condujo de la salita al coche de su padre, que seguía detenido ante la puerta y en el cual nos pusimos inmediatamente a salvo de la persecución de sir Edward.

En un principio, los postillones habían recibido órdenes de tomar la carretera de Londres. Después de reflexionar un poco sobre el asunto, les ordenamos que nos condujeran a M…, donde estaba la morada del amigo más íntimo de Edward y que se encontraba a solo unas millas de distancia.

Llegamos a M… pocas horas más tarde y, después de anunciarnos, Sophia, la esposa del amigo de Edward, vino a recibirnos. Después de haberme visto privada durante tres semanas de una verdadera amiga (pues así considero a tu madre), puedes imaginar mi gozo al contemplar a una persona, sin duda, digna de ese nombre. Sophia estaba muy por encima de una estatura media y era muy elegante. Una dulce languidez cubría sus encantadoras facciones, solo para aumentar su belleza. Esa misma languidez era la característica de su personalidad: pura sensibilidad y sentimiento. Nos arrojamos la una en los brazos de la otra, y después de hacer votos de mutua amistad para el resto de nuestras vidas, intercambiamos los secretos más preciosos de nuestros corazones. A este gozoso entretenimiento nos dedicábamos cuando nos interrumpió la entrada de Augustus (el amigo de Edward), que regresaba de un paseo solitario.

—¡Mi vida! ¡Mi alma! —exclamó el primero.

—¡Mi adorable Ángel! —replicó el segundo, volando el uno en brazos del otro.

La escena era demasiado patética para los sentimientos de Sophia y los míos propios, de modo que nos desmayamos alternativamente sobre el sofá.

Adeiu.

LAURA.

NOVENA CARTA

De la misma a la misma

Concluía el día cuando recibimos la siguiente carta de Philippa:

Sir Edward está furioso por vuestra brusca marcha y se ha llevado a Augusta con él de vuelta a Bedfordshire. A pesar de lo mucho que deseo disfrutar de nuevo de vuestra encantadora compañía, no puedo arrancaros del lado de vuestros queridos y dignos amigos. Cuando vuestra visita haya concluido, confío en que volveréis a los brazos de vuestra…

PHILIPPA.

Escribimos una respuesta apropiada a esta afectuosa nota y, después de agradecerle su amable invitación, le aseguramos que naturalmente la aceptaríamos, siempre que no tuviéramos otro sitio adónde ir. Aunque nuestra agradecida respuesta a su invitación solo podía agradar a un ser razonable, lo cierto es que, no sé cómo, la caprichosa dama se sintió molesta por nuestro comportamiento y, pocas semanas más tarde, no sé si por venganza por nuestra conducta o para llenar su propia soledad, se casó con un cazadotes joven e iletrado.

Este paso imprudente (aunque nos dimos cuenta de que probablemente nos privaría de la fortuna que Philippa siempre nos había dicho que un día sería nuestra) no arrancó de nuestras elevadas personalidades un solo suspiro. No obstante, sabíamos que aquella unión podría ser una fuente inagotable de tristeza para la engañada novia, y nuestra temblorosa sensibilidad se vio profundamente afectada cuando supimos por primera vez del acontecimiento. Los afectuosos ruegos de Augustus y de Sophia de que consideráramos su casa como nuestro hogar para siempre nos convencieron en seguida y decidimos no abandonarlos nunca.

En la compañía de mi Edward y de esta amable pareja, pasé los momentos más felices de mi vida. El tiempo transcurría de la forma más deliciosa, entre muestras de mutua amistad y votos de amor inalterable, sentimientos que nunca se veían interrumpidos por la llegada de desagradables visitantes, pues Augustus y Sophia habían tenido buen cuidado en, al llegar por primera vez a aquel vecindario, informar a las familias de los alrededores de que, como su felicidad se centraba totalmente en ellos mismos, no deseaban otro tipo de relaciones. Pero ¡ay, mi querida Marianne! Aquella felicidad de la que gocé entonces era demasiado perfecta para durar. El más severo e inesperado de los golpes vino a destruir en un instante toda sensación de placer. Convencida como debes estarlo, por todo lo que te he dicho hasta ahora sobre Augustus y Sophia, de que nunca hubo una pareja más feliz, no tengo casi que decirte que su unión había sido contraria a los deseos de sus crueles y mercenarios padres, quienes en vano habían tratado, con obstinada perseverancia, de obligarles a casarse con personas a las que odiaban; si bien, con una fortaleza heroica, digna de ser relatada y admirada, habían rechazado constantemente someterse a un poder tan despótico.

Después de haberse desprendido tan noblemente de los grilletes de la autoridad paterna, por medio de un matrimonio clandestino, decidieron no traicionar jamás la buena opinión que se habían ganado en el mundo por este comportamiento y no aceptar ningún tipo de propuesta de reconciliación que pudiera proceder de sus padres, si bien su noble independencia nunca se vio expuesta a esta última prueba.

Llevaban solo unos meses casados cuando dio comienzo nuestra visita, y durante ese tiempo habían vivido muy bien gracias a una considerable suma de dinero que Augustus había graciosamente birlado del escritorio de su indigno padre, pocos días antes de su unión con Sophia.

Con nuestra llegada, sus gastos aumentaron considerablemente, aunque sus medios para cubrirlos estaban casi agotados. Pero ellos, ¡elevadas criaturas!, se negaron a reflexionar por un momento sobre su problemas pecunarios y se hubieran sonrojado ante la sola idea de pagar sus deudas. ¡Ay, cuál fue su recompensa por tan desinteresado comportamiento! El bello Augustus fue arrestado y todos nos vimos en la ruina. El ignominioso comportamiento de quienes perpetraron tan ruin traición sorprenderá a tu dulce naturaleza, queridísima Marianne, tanto como entonces afectó a la delicada sensibilidad de Edward, de Sophia, de tu Laura y del mismo Augustus. Y para completar aquella barbaridad sin igual, fuimos informados de que pronto se llevaría a cabo un embargo de la casa. ¡Ah, qué podíamos hacer sino lo que hicimos! Todos suspiramos y nos desmayamos sobre el sofá.

Adeiu.

LAURA.

DÉCIMA CARTA

Laura

Continuación:

Una vez algo repuestos de las abrumadoras efusiones de nuestra pena, Edward expresó su deseo de que nos detuviéramos a pensar cuál era el paso más prudente que, en nuestra desdichada situación, podíamos tomar, mientras él ayudaba a su encarcelado amigo a lamentarse sobre sus desgracias. Después de prometerle que lo haríamos, se dirigió a la ciudad. Durante su ausencia, nos dedicamos a cumplir fielmente con su deseo y, tras un exhaustivo ejercicio de deliberación, finalmente acordamos que lo mejor sería abandonar la casa, en la cual se esperaba la llegada de los oficiales de la justicia en cualquier momento, con el fin de tomar posesión de ella.

Llenas de gran impaciencia, esperamos por tanto la llegada de Edward, con la idea de hacerle partícipe del resultado de nuestras deliberaciones. Pero ningún Edward hizo su aparición. En vano contamos los tediosos momentos de ausencia; en vano lloramos; en vano, incluso, suspiramos… ningún Edward volvió. Fue este un golpe demasiado cruel, demasiado inesperado para nuestra tierna sensibilidad. No pudiendo soportarlo, solo pudimos desmayarnos. Por último, haciendo acopio de toda la resolución de la que fui capaz, me levanté y, tras empacar lo mínimo imprescindible para Sophia y para mí, la arrastré hasta el coche que había enviado llamar y nos dirigimos en seguida hacia Londres.

Como la residencia de Edward estaba a unas doce millas de la ciudad, no tardamos mucho en llegar y, en cuanto entramos en Holbourn, bajando una de las ventanillas del coche, comencé a preguntar a toda persona de aspecto decente que nos cruzábamos si había visto a mi Edward.

No obstante, como quiera que el coche iba demasiado deprisa para escuchar las respuestas que mi permanente pregunta recibía, la información que obtuve sobre su paradero fue muy pequeña o prácticamente nula.

—¿A dónde voy? —preguntó el cochero.

—A Newgate, amable joven —repliqué yo—, a ver a Augustus.

—¡Oh, no, no! —exclamó Sophia—. No puedo ir a Newgate. No podría soportar la visión de mi Augustus en tan cruel confinamiento. Mis sentimientos ya han sido fuertemente golpeados por el recital de su desgracia, pero contemplarla sería una impresión demasiado abrumadora para mi sensibilidad.

Como entendí perfectamente la justicia de sus sentimientos, el cochero se dirigió de nuevo hacia el campo.

Es posible, queridísima Marianne, que estés un poco sorprendida de que, después de los sufrimientos que había padecido, privada de cualquier tipo de apoyo y desprovista de una residencia, ni una sola vez recordara a mi padre y a mi madre, o pensara en mi casa rústica del Valle de Uske. Para que comprendas este aparente olvido, debo informarte de una circunstancia sin importancia que está relacionada con ellos y que no he mencionado hasta ahora. La circunstancia aludida es la muerte de mis padres, acaecida pocas semanas después de mi marcha. A su muerte, me convertí en la legítima heredera de su casa y de su fortuna. Pero ¡ay!, la casa nunca les había pertenecido y su fortuna era solo usufructuaria. ¡Tal es la depravación del mundo! Hubiera vuelto contenta al lado de tu madre, llevando conmigo a la encantadora Sophia; hubiera sido maravilloso pasar el resto de mi vida en la querida compañía de ambas en el Valle de Uske, si no fuera porque un obstáculo se interpuso en la ejecución de tan agradable plan: el matrimonio de tu madre y su partida a un lugar remoto de Irlanda.

Adeiu.

LAURA.

UNDÉCIMA CARTA

Laura

Continuación:

Tengo un familiar en Escocia —me dijo Sophia al abandonar Londres— que, estoy segura, no dudará en recibirme.

—¿Le digo entonces al mozo que nos lleve allí? —dije yo.

Aunque, después de pensarlo mejor, añadí:

—¡Ay, quizá sea un viaje demasiado largo para los caballos!

No queriendo, sin embargo, actuar movida por mi inadecuado conocimiento de la fuerza y las cualidades de los caballos, consulté con el cochero, quien se mostró completamente de acuerdo conmigo sobre el particular. Decidimos, por tanto, cambiar de caballos en la siguiente ciudad y hacer rápidos relevos durante el resto del viaje.

Al llegar a la última hospedería de nuestro camino, que se encontraba solo a unas cuantas millas de la casa del familiar de Sophia, y para evitar imponerle nuestra compañía desconsiderada e inesperadamente, escribimos con muy buena caligrafía una nota muy elegante en la que le hacíamos un relato de nuestra menesterosa y melancólica situación, así como de nuestra intención de pasar algunos meses con él en Escocia. Tan pronto como enviamos esta carta, nos preparamos para seguirla en persona y, nos disponíamos a subir al coche con tal propósito, cuando nuestra atención se vio atraída por la entrada de un coche, coronado con escudo y tirado por cuatro caballos, en el patio de la hospedería. Un caballero bastante entrado en años descendió de él. Su primera aparición hizo que mi sensibilidad se viera maravillosamente afectada, y cuando le miré por segunda vez, una simpatía instintiva me susurró al corazón que se trataba de mi abuelo.

Convencida de que no podía equivocarme en aquella conjetura, salté inmediatamente del coche en el que acababa de entrar y, siguiendo al venerable extraño hasta la habitación a la que fue conducido, me arrodillé ante él y le rogué que me reconociera como a su nieta. Él se detuvo y, después de haber examinado detenidamente mis rasgos, me levantó del suelo y, tendiéndome sus familiares brazos, se abrazó a mi cuello, exclamando:

—¡Te reconozco! Sí, querida resemblanza de mi Laurina, y la hija de mi Laurina; dulce imagen de mi Claudia y de la madre de mi Claudia, te reconozco como la hija de la una y la nieta de la otra.

Mientras me abrazaba de manera tan tierna, Sophia, sorprendida por mi precipitada partida, entró en la habitación, buscándome. Tan pronto el venerable par posó su mirada en ella, exclamó lleno de sorpresa:

—¡Otra nieta! Sí, sí, veo que eres la hija de la hija mayor de mi Laurina. Tu parecido con la bella Matilda lo proclama con claridad.

—¡Oh! —replicó Sophia—. Cuando le vi por primera vez, el instinto de la naturaleza me susurró que teníamos algún lazo de parentesco, pero si se trataba de abuelos o de abuelas era algo que no podía determinar.

Él la rodeó con sus brazos y, mientras permanecían abrazados tiernamente así, la puerta de la habitación se abrió y el más hermoso joven hizo su aparición. Al percibir su presencia, Lord St. Clair se quedó perplejo y, retrocediendo unos pasos y levantando las manos, dijo:

—¡Otro nieto! ¡Qué felicidad tan inesperada, descubrir en el espacio de tres minutos el mismo número de descendientes! Seguro estoy de que se trata de Philander, el hijo de la tercera hija de mi Laurina, la amable Berta; solo falta la presencia de Gustavus para completar la unión de los nietos de mi Laurina.

—¡Y aquí está! —dijo un agraciado joven, que en ese momento entraba en la habitación—. Aquí está el Gustavo que deseabais ver. Soy el hijo de Agatha, la cuarta y más joven de las hijas de Laurina.

—En verdad lo eres —replicó Lord St. Clair—. Pero, dime, ¿tengo más nietos en la casa?

—Ninguno más, mi señor.

—Entonces, cuidaré de vosotros sin más dilación. Aquí tenéis cuatro billetes de cincuenta libras cada uno. Tomadlos y recordad que he cumplido con el deber de un abuelo.

Y, dicho esto, salió enseguida de la habitación, e inmediatamente después de la casa.

Adeiu.

LAURA.

DUODÉCIMA CARTA

Laura

Continuación:

Puedes imaginarte la enorme sorpresa que nos produjo la repentina marcha de Lord St. Clair.

—¡Innoble caballero! —exclamó Sophia.

—¡Indigno abuelo! —dije yo.

Tras lo cual, nos desmayamos la una en los brazos de la otra. Cuánto tiempo permanecimos en aquella situación, no lo sé; pero cuando nos recobramos, nos encontramos solas, sin Gustavo, sin Philander y sin los billetes. Comenzábamos a deplorar nuestro desdichado destino cuando la puerta de la habitación se abrió y «Macdonald» fue anunciado. Se trataba del primo de Sophia.

La premura con la que había venido en nuestro auxilio, tan pronto recibiera nuestra nota, hablaba tan bien a su favor que no dudé en juzgarlo a primera vista como a un tierno y simpático amigo. ¡Ay, bien poco merecía ese nombre! Pues, aunque nos dijo que se sentía muy preocupado por nuestras desgracias, parecía que estas no le habían arrancado ni un solo suspiro, ni le habían inducido a lanzar un juramento contra nuestra mala estrella. Macdonald le dijo a Sophia que su hija esperaba que la llevara con él de regreso a Macdonald Hall[15], y que a mí, como amiga de su prima, también tendría gusto en verme. De modo que nos dirigimos a Macdonald Hall, donde fuimos recibidas con gran amabilidad por Janetta, hija de Macdonald y señora de la mansión.

Janetta tenía entonces solo quince años; poseía una buena disposición natural; estaba dotada de un corazón susceptible y era simpática. De haber sido estimuladas apropiadamente, estas cualidades habrían sido un verdadero adorno en su naturaleza humana. Desgraciadamente, su padre no poseía un alma lo suficientemente elevada para admirar una disposición tan prometedora y se había esforzado con todos los medios a su alcance por prevenir que sus buenas cualidades se desarrollaran con los años. En realidad, había eliminado de tal forma la noble y natural sensibilidad de su corazón, que había conseguido incluso que aceptara la proposición de matrimonio de un joven de su recomendación. El matrimonio debía celebrarse en pocos meses, y Graham se encontraba en la casa cuando llegamos. En seguida nos dimos cuenta de la clase de persona que era: exactamente el tipo de hombre que hubiera elegido Macdonald. Dijeron que era sensible, instruido y agradable; nosotras decidimos no juzgar tales naderías. Convencidas de que no poseía alma, de que nunca había leído Los lamentos de Werter y de que su pelo no guardaba el menor parecido con el de Auburn, pensamos que con toda claridad Janetta no podía sentir el menor afecto por él o, al menos, que no debía sentirlo. La misma circunstancia de que el joven era la elección de su padre hablaba tanto en su contra que, incluso si en todo lo demás hubiese podido merecer ser su esposo, aquella circunstancia debería ser causa suficiente a los ojos de Janetta para rechazarle. Decidimos exponerle estas consideraciones a una luz adecuada, sin dudar del éxito que obtendríamos ante una persona de naturaleza tan bien dispuesta, cuyos errores tan solo habían sido inducidos por falta de una apropiada confianza en sí misma y de un oportuno desdén por su padre.

Su respuesta fue todo lo favorable que habíamos esperado; no tuvimos ninguna dificultad en convencerla de que era imposible que amara a Graham y de que era su deber desobedecer a su padre. La única cosa que parecía hacerle dudar era nuestro convencimiento de que debía unirse a otra persona. Durante algún tiempo, declaró una y otra vez que no conocía a ningún joven por el cual sintiera el menor afecto; sin embargo, después de explicarle que aquello era imposible, terminó por afirmar que creía que el capitán M’Kenzie le gustaba más que ningún otro. Esta confesión nos satisfizo y, después de enumerar las buenas cualidades de M’Kenzie y de asegurarle que estaba locamente enamorada de él, deseamos saber si alguna vez este le había declarado su afecto.

—Además de que nunca me lo ha declarado, no tengo razones para creer que haya sentido nunca algo por mí —dijo Janetta.

—De que te adora —replicó Sophia— no hay ninguna duda. El afecto debe de ser mutuo. ¿No te ha mirado nunca con admiración? ¿Alguna vez te ha apretado la mano con ternura, se le ha escapado una lágrima involuntaria y ha salido de la habitación de forma brusca?

—Nunca, que yo recuerde —replicó ella—. Siempre ha salido de la habitación cuando su visita había terminado y no se ha marchado de forma brusca o sin hacer una reverencia antes.

—Sin duda, querida, debes estar equivocada —dije yo—, porque es absolutamente imposible que se haya separado de ti sin confusión, desesperación y precipitación. Considéralo un momento, Janetta, y te convencerás de lo absurdo que es suponer que pudiera hacer una reverencia o comportarse como cualquier otra persona.

Después de dejar este punto bien atado para nuestra satisfacción, el siguiente paso era determinar la forma en que debíamos informar a M’Kenzie de la favorable opinión que Janetta tenía de él. Finalmente, decidimos hacérsela conocer por medio de una carta anónima, que Sophia redactó de la siguiente manera:

«¡Oh, feliz amante de la bella Janetta! ¡Oh, envidiable poseedor de su corazón, cuya mano ha sido destinada a otro! ¿Por qué prolongas de esta forma la confesión de tu afecto al amable objeto del mismo? ¡Oh, considera que en pocas semanas habrá concluido toda soñada esperanza que ahora puedas albergar, al unirse la infortunada víctima de la crueldad de su padre al execrable y odioso Graham!».

»¡Ay! ¿Por qué favoreces tan cruelmente la proyectada miseria de su vida y de la tuya propia, retrasando esa confesión que sin duda te atormenta desde hace tiempo? Una unión secreta podrá asegurar de inmediato la felicidad de ambos.

Al recibir el billete, el encantador M’Kenzie, cuya modestia —como reconoció más tarde— había sido la única razón que le había hecho ocultar tanto tiempo la vehemencia de su afecto por Janetta, voló sobre las alas del amor a Macdonald Hall, y con tanta pasión razonó su afecto por quien lo inspiraba que, después de pocas entrevistas privadas más, Sophia y yo experimentamos la satisfacción de verles partir hacia Gretna-Green[16], lugar que eligieron antes que cualquier otro para la celebración de sus esponsales, a pesar de que se encontraba a una considerable distancia de Macdonald Hall.

Adeiu.

LAURA.

DECIMOTERCERA CARTA

Laura

Continuación:

Habían pasado casi dos horas desde su marcha, sin que Macdonald o Graham hubiesen sospechado nada del asunto. Y esto ni siquiera hubiera llegado a suceder de no haber sido por un pequeño accidente. Un día en que Sophia, con su propio juego de llaves, abrió un cajón privado de la biblioteca de Macdonald, descubrió que era ese el lugar donde guardaba sus documentos importantes, entre ellos algunos billetes de banco de gran valor. Sophia me hizo partícipe de aquel descubrimiento y, después de acordar ambas que privar a un vil canalla como Macdonald de su dinero, quizá ganado deshonestamente, sería un acto de justicia, decidimos que la próxima vez que alguna de las dos pasara por allí tomaría un billete o dos del cajón. Más de una vez habíamos llevado a cabo este plan tan bien trazado; pero ¡ay!, el mismo día de la escapada de Janetta, mientras Sophia se dedicaba a trasvasar elegantemente un billete de cinco libras del cajón a su propio monedero, vio impertinentemente interrumpida esta tarea por la entrada, brusca y precipitada, del mismo Macdonald.

Sophia (que, a pesar de ser toda dulzura, podía, cuando la ocasión lo requería, hacer alarde de la dignidad de su sexo) adoptó inmediatamente una expresión amenazante y, lanzando una mirada enfadada al impertérrito acusado, le preguntó de forma altiva:

—¿Por qué mi retiro se ha visto interrumpido de manera tan insolente?

El imperturbable Macdonald, sin intentar siquiera disculparse del crimen del que se le acusaba, se dedicó por el contrario a recriminar a Sophia por privarle de su dinero de forma tan innoble. Sophia se sintió herida en su dignidad.

—¡Canalla! —exclamó ella, volviendo a poner el billete en el cajón—. ¿Cómo te atreves a acusarme de un acto cuya sola idea me hace sonrojar?

El ruin canalla seguía sin convencerse y continuó recriminando a la justamente ofendida Sophia en un lenguaje tan lamentable que, finalmente, la encantadora dulzura de su naturaleza se vio provocada en exceso y la indujo a vengarse de él, informándole de la escapada de Janetta y de la parte tan activa que ambas habíamos tomado en el asunto. En aquel punto de la disputa, entré en la biblioteca y, como podrás imaginar, me sentí tan ofendida como Sophia ante las retorcidas acusaciones del malevolente y despreciable Macdonald.

—¡Ruin villano! —grité—. ¿Cómo se atreve a ensuciar la inmaculada reputación de tan excelsa y brillante mujer? ¿Y por qué no sospecha igualmente de mi inocencia?

—Tranquilícese a ese respecto, señora —replicó él—, y permítame que le diga que sí sospecho y que, por lo tanto, deseo que ambas abandonen esta casa en menos de media hora.

—Lo haremos encantadas —contestó Sophia—. Hace mucho tiempo que nuestros corazones sienten un gran odio por vos, y nada salvo nuestra amistad por vuestra hija nos ha retenido tanto tiempo bajo vuestro techo.

—Su amistad por mi hija se ha visto enormemente ejemplificada, al haberla arrojado en los brazos de un vulgar cazadotes —replicó él.

—Sí —exclamé yo—, entre tantas desgracias, pensar que por medio de este acto de amistad hacia Janetta, no tenemos ya ninguna obligación con su padre, nos proporcionará sin duda cierto consuelo.

—No dudo que para sus mentes elevadas, este sea un pensamiento muy gratificante —dijo él.

Tan pronto como empacamos nuestro guardarropa y nuestros objetos de valor, abandonamos Macdonald Hall. Después de caminar una milla y media, nos sentamos junto a la orilla de un claro y límpido arroyo para refrescar nuestros miembros agotados. El lugar se prestaba a la meditación. Un bosque de grandes olmos nos protegía del este. Un lecho de grandes ortigas, del oeste. Ante nosotras corría el arroyo susurrante y a nuestra espalda transcurría la carretera. Nuestro estado de ánimo se inclinaba a la contemplación y a disfrutar de la belleza del lugar. El silencio que reinó entre nosotras por algún tiempo se rompió por fin cuando exclamé:

—¡Qué escena tan bonita! ¡Ay! ¿Por qué no estarán Edward y Augustus aquí para disfrutar de esta belleza con nosotras?

—¡Ah, mi adorada Laura! —exclamó Sophia—. Ten piedad de mí y evita traer a mi recuerdo la desdichada situación de mi encarcelado esposo. ¡Ay, qué no daría yo por conocer el destino de mi Augustus! ¡Por saber si todavía está en Newgate o si ya lo han colgado! Pero mi tierna sensibilidad me lo impide y no soy capaz de indagar sobre su estado. ¡Oh, te ruego que nunca más me obligues a escuchar su adorado nombre! ¡Me afecta tan profundamente! ¡No puedo soportar la idea de volver a escucharlo! ¡De tal forma hiere mis sentimientos!

—Perdona, Sophia, por haberte herido de esta forma sin querer —repliqué yo.

Y después de cambiar de conversación, le pedí que admirara la noble grandeza de los olmos que nos protegían del zéfiro del este.

—¡Ay, mi Laura! —volvió a exclamar—. ¡Evita hablar de un tema tan melancólico, te lo ruego! No vuelvas a herir mi sensibilidad con observaciones sobre esos olmos. Me recuerdan a Augustus. Él era como esos árboles: alto, majestuoso, poseía esa noble grandeza que tú admiras en ellos.

Me quedé en silencio, temerosa de perturbarla involuntariamente hablando de algún tema que pudiese recordarle a Augustus.

—¿Por qué no hablas, mi Laura? —dijo tras una breve pausa—. No puedo soportar este silencio. No me dejes sola con mis reflexiones, porque todas giran en torno a Augustus.

—¡Qué cielo tan bonito! —dije yo—. ¡De qué forma tan encantadora el azul se rompe con delicadas franjas de blanco!

—¡Oh, mi Laura! —replicó ella, desviando inmediatamente sus ojos de una fugaz visión del cielo—. ¡No me aflijas así, llamando mi atención sobre un objeto que tan cruelmente me recuerda el chaleco de satén azul con franjas blancas de mi Augustus! Ten piedad de tu desdichada amiga y evita un tema tan perturbador para ella.

¿Qué podía hacer? Los sentimientos de Sophia eran en aquel momento tan exquisitos, y la ternura que sentía por Augustus tan intensa, que no me atrevía a conversar sobre nada, temiendo con justicia que el tema pudiese despertar en ella, de alguna forma imprevisible para mí, toda su sensibilidad, dirigiendo sus pensamientos hacia su esposo. Y, sin embargo, permanecer en silencio era cruel, ya que me había pedido que hablara.

Por suerte, un accidente muy apropos vino a librarme de este dilema: el faetón de un caballero volcó felizmente en la carretera que se encontraba a nuestra espalda. El accidente fue muy afortunado porque apartó la atención de Sophia de las melancólicas reflexiones a las que se había entregado.

Abandonando instantáneamente nuestro asiento, corrimos a rescatar a aquellos que, solo unos minutos antes, ocupaban una situación tan elevada —viajando como viajaban en un alto faetón muy a la moda— y que ahora yacían en el suelo, cubiertos de polvo.

—¡Qué gran tema para la reflexión sobre las inciertos placeres de este mundo no hubiesen sugerido ese faetón y la vida del cardenal Wolsey a una cabeza pensadora! —dije a Sophia, mientras corríamos hacia el campo de batalla.

Sophia no tuvo tiempo de contestarme porque todos sus pensamientos estaban ahora centrados en el horrible espectáculo que teníamos ante nosotras. La imagen de dos caballeros, vestidos con gran elegancia, que se revolcaban en su propia sangre fue la primera que impactó nuestros ojos. Nos acercamos. ¡Eran Edward y Augustus! ¡Sí, mi queridísima Marianne, se trataba de nuestros esposos!

Sophia lanzó un grito y se desmayó sobre la tierra. Yo grité y me volví loca en un instante. Así, privadas de nuestros sentidos, permanecimos durante algunos minutos, solo para, al recobrarlos, vernos privadas de ellos de nuevo. Esta desdichada situación se prolongó por espacio de una hora y cuarto. Sophia se desmayaba a cada instante y yo enloquecía como ya había hecho antes. Por fin, un lamento del desventurado Edward (el único a quien le quedaba un soplo de vida) nos devolvió a la realidad. Si hubiéramos imaginado que alguno de los dos estaba con vida todavía, seguramente hubiéramos reservado parte de nuestro dolor, pero como, al contemplarles por primera vez, supusimos que habían muerto, pensamos que lo único que podíamos hacer era dedicaros a lo que nos dedicamos.

Tan pronto como escuchamos el lamento de mi Edward, y posponiendo nuestras lamentaciones por el momento, corrimos sin pausa hacia el querido joven y, arrodillándonos una a cada lado de él, le imploramos que no muriera.

—Laura —dijo, fijando sus ahora lánguidos ojos en mí—, me temo que he tenido un accidente.

Yo me sentí felicísima de comprobar que todavía razonaba.

—¡Oh!, dime, Edward —dije yo—, te ruego que me digas antes de morir qué fue lo que sucedió después del desdichado día en que Augustus fue arrestado y nos separamos.

—Lo haré —dijo él. Y, dejando escapar un profundo suspiro, expiró.

Sophia cayó inmediatamente en un nuevo desfallecimiento. Mi dolor se hizo más audible; mi voz tembló, mis ojos adquirieron una mirada vacía, mi rostro empalideció como la muerte y mis sentidos se vieron considerablemente deteriorados.

—No me hables de los faetones —dije yo, desvariando de forma frenética e incoherente—. Dame un violín. Tocaré para él y le tranquilizaré en sus horas melancólicas. ¡Tened cuidado, vosotras, dulces ninfas, de los dardos de Cupido! ¡Esquivad las aceradas lanzas de Júpiter! ¡Mirad el bosque de los abetos! ¡Veo una pierna de cordero! ¡Me dijeron que Edward no estaba muerto, pero me engañaron! ¡Le confundieron con un pepino!

Y así continué, gritando salvajemente por la muerte de mi Edward. Así desvarié locamente durante dos horas, y no me hubiera detenido nunca —porque no estaba cansada en absoluto— de no haber sido porque Sophia, que acababa de despertarse de su desmayo, me rogó que considerara que la noche se acercaba y que comenzaba a haber humedad.

—¿Y adónde nos dirigiremos para protegernos de ambas? —dije yo.

—A esa casa blanca —replicó ella, señalando un bonito edificio que se elevaba por encima del bosque de olmos y en el cual yo no había reparado antes.

Yo me mostré de acuerdo y en seguida nos dirigimos hacia allí. Llamamos a la puerta y esta nos fue abierta por una anciana. Tras preguntarle si nos podría dar alojamiento por una noche, nos informó de que su casa era muy pequeña y de que solo tenía dos dormitorios; sin embargo, nos ofrecía uno de ellos. Satisfechas, acompañamos a la buena mujer al interior de la casa, donde nos vimos gratamente reconfortadas por la visión de un agradable fuego. La mujer era viuda y tenía solo una hija de diecisiete años. Una de las mejores edades, sin duda, pero ¡ay!, era bastante tonta y se llamaba Bridget. Nada, por tanto, podía esperarse de ella: ni ideas exaltadas, ni sentimientos delicados, ni una sensibilidad refinada. No era sino una simple joven de buen carácter, educada y bien dispuesta. Como tal, era difícil que nos disgustase: solo podía ser objeto de desdén.

Adeiu.

LAURA.

DECIMOCUARTA CARTA

Laura

Continuación:

Ármate, mi amable y joven amiga, de toda la filosofía de que seas capaz y reúne toda la fortaleza que poseas, porque, ¡ay!, en el transcurso de las próximas páginas, tu sensibilidad será puesta a prueba con la máxima dureza. ¡Ah, las desgracias que había experimentado hasta entonces y que te he relatado, qué eran comparadas con la que me propongo contarte ahora! La muerte de mi padre, de mi madre y de mi esposo, a pesar de ser más de lo que mi dulce naturaleza podía soportar, eran simples bagatelas en comparación con la desgracia que paso a relatarte.

A la mañana siguiente de nuestra llegada a la casa, Sophia se quejó de un dolor violento en sus delicados miembros, dolor que se acompañaba de una desagradable jaqueca. Ella atribuyó este malestar al frío cogido durante sus constantes desmayos al aire libre y al rocío que cayera la noche anterior. Mucho me temí que, efectivamente, ese fuera el caso. No podía ser de otra manera: si yo no padecía los mismos síntomas era sin duda porque el gran ejercicio físico que había llevado a cabo en mis ataques de locura había calentado y hecho circular mi sangre de forma muy efectiva, protegiéndome de la fría humedad de la noche; mientras que Sophia, totalmente inactiva en el suelo, debió de exponerse a todo su rigor. Su enfermedad me alarmó muy seriamente. Si a tus ojos quizá aparezca como algo sin importancia, una especie de sensibilidad instintiva me susurró que aquello podía tener un fatal desenlace.

¡Ay, mis temores eran más que justificados! Sophia empeoró gradualmente, y yo me sentía cada vez más alarmada por su estado. Por fin, se vio obligada a permanecer confinada todo el tiempo en la cama que nuestra generosa casera nos había asignado; su enfermedad se agravó de forma galopante y en pocos días acabó con ella. En medio de todas mis lamentaciones (y podrás imaginar que eran muy vehementes), no dejé de recibir cierto consuelo del hecho de haberla atendido en todo momento durante su enfermedad. Había llorado sobre ella todos los días; había bañado con mis lágrimas su dulce rostro y había tomado constantemente sus manos entre las mías.

—Mi adorada Laura —me dijo pocas horas antes de morir—, toma ejemplo de mi desdichado final y evita la imprudente conducta que lo ha ocasionado… Ten cuidado con los desvanecimientos… Aunque al principio puedan parecer reconfortantes y agradables, al final, sobre todo si se repiten demasiado y en estaciones poco apropiadas, son destructivos para el organismo… Mi destino te enseñará esta lección… Muero, mártir de mi dolor por la pérdida de mi Augustus… Un desmayo fatal me ha costado la vida… Ten cuidado con los desmayos, querida Laura… Un ataque de frenesí no es ni la cuarta parte de pernicioso; es un ejercicio físico y, si no es demasiado violento, me atrevería a decir que incluso tiene consecuencias favorables para la salud. Enloquece cuantas veces quieras, pero no te desmayes…

Estas fueron las últimas palabras que me dirigió en vida… Fue el último consejo a su afligida Laura, quien lo ha seguido fielmente desde entonces.

Después de acompañar a mi llorada amiga hasta su última morada, abandoné inmediatamente (aunque la noche estaba avanzada) la odiosa aldea en la que había muerto y en la que habían expirado mi esposo y Augustus. No había caminado un largo trecho cuando pasó por mi lado un coche de postas, en cuyo interior tomé asiento en seguida, decidida a continuar mi camino hasta Edimburgo, lugar donde confiaba en encontrar a algún amigo piadoso que pudiera recibirme y consolarme de mis aflicciones.

La oscuridad era tan grande que, al entrar en el coche, no pude distinguir el número de sus ocupantes. Solo pude percibir que eran muchos. En cualquier caso, ajena a su presencia, me entregué a mis tristes reflexiones. El silencio era la nota dominante, un silencio solo roto por los profundos y sonoros ronquidos de un miembro de la compañía.

«¡Qué patán analfabeto debe de ser ese hombre! —pensé para mis adentros—. ¡Qué falta total de delicadeza y de refinamiento debe de tener una persona capaz de destrozar nuestros sentidos con un ruido tan brutal! ¡Estoy segura de que es capaz de las peores acciones! ¡Seguro que no hay crimen, por terrible que sea, que un personaje como este no sea capaz de perpetrar!». Así razonaba para mis adentros y, sin duda, aquellas debían de ser las reflexiones de mis compañeros de viaje.

Por fin, la luz del día me permitió contemplar al villano sin conciencia que había perturbado tan violentamente mis sentimientos. Se trataba de sir Edward, el padre de mi fallecido esposo. A su lado, se sentaba Augusta y, en el mismo lado del asiento, iban sentadas tu madre y Lady Dorothea. Imagina mi sorpresa al encontrarme así sentada entre mis antiguos conocidos. Si mi perplejidad era ya grande, esta se vio en gran medida incrementada cuando, al mirar por la ventanilla, descubrí al esposo de Philippa y a la misma Philippa sentada a su lado, sobre el pescante, y cuando, al mirar hacia atrás, vi a Philander y a Gustavus en el asiento exterior.

—¡Oh, cielos! —exclamé—. ¡Es posible que tan inesperadamente me vea rodeada de mis familiares y mis conocidos más directos!

Estas palabras despertaron al resto de la compañía, y todas las miradas se dirigieron a la esquina del coche en la que iba sentada.

—¡Oh, mi Isabel! —continué, arrojándome, por encima de Lady Dorothea, en sus brazos—. ¡Recibe una vez más en tu seno a la infortunada Laura! ¡Ay, la última vez que nos vimos, en el Valle de Uske, yo era feliz por haberme unido al mejor de los Edwards, tenía un padre y una madre, y no conocía la desdicha! Pero, ahora, privada de toda amistad salvo la tuya…

—¡Cómo! —interrumpió Augusta—. ¿Significa eso que mi hermano ha muerto? Dinos, te suplico, ¿qué ha sido de él?

—Sí, fría e insensible ninfa —repliqué yo—, aquel infortunado zagal, tu hermano, ya no existe, y ahora puedes alegrarte de ser la heredera de la fortuna de sir Edward.

Aunque la había despreciado desde el día en que escuché su conversación con mi Edward, me conporté civilizadamente y, ante los ruegos de sir Edward y de ella misma, les prometí contarles todo el melancólico asunto. Ambos se sintieron muy afectados. Incluso el pétreo corazón de sir Edward y el insensible de Augusta dieron muestras de haber sido tocados por el dolor de aquella historia. A petición de tu madre, hice un relato de todas las desgracias que habían recaído sobre mí desde que nos separásemos. Y, así, hablé del encarcelamiento de Augustus y de la ausencia de Edward, de nuestra llegada a Escocia, del inesperado encuentro con nuestro abuelo y con nuestros primos, de nuestra visita a Macdonald Hall, de la singular ayuda que habíamos prestado a Janetta, de la ingratitud de su padre, de su inhumano comportamiento, de sus inexplicables sospechas y del salvaje trato que nos dispensara, obligándonos a abandonar la casa…, de nuestros lamentos ante la pérdida de Edward y de Augustus y, finalmente, de la triste muerte de mi adorada compañera.

La pena y la sorpresa aparecieron intensamente dibujadas en el rostro de tu madre durante todo el relato, aunque lamento decir que, para eterno reproche a su sensibilidad, la última predominó en todo momento. A pesar de que mi conducta había sido irreprochable en el curso de todas mis aventuras y desventuras, ella intentó ver faltas en mi comportamiento ante muchas de las situaciones en las que me había hallado. Segura como estaba de que había actuado siempre de una forma que reflejaba el honor de mis sentimientos y de mi refinamiento, presté poca atención a sus palabras y pasé a pedirle que, en vez de dedicarse a herir mi reputación sin tacha con injustificables reproches, satisficiera mi curiosidad y me explicara qué hacía allí. Tan pronto como hubo cumplido mis deseos sobre este particular y ofrecido un detallado informe sobre todo lo que le había acontecido desde nuestra separación (particulares que, si aún no conoces, puede dártelos a conocer tu madre), pedí a Augusta que hiciera lo propio con respecto a ella, a sir Edward y a Lady Dorothea.

Augusta me dijo que, teniendo como tenía un considerable gusto por las bellezas de la naturaleza, su curiosidad por contemplar algunos paisajes como los que esta exhibía en aquella parte del mundo se había visto intensificada por el viaje a las tierras altas, de Gilpin, y que, por lo tanto, había convencido a su padre de que hicieran un viaje por Escocia y persuadido a Lady Dorothea de que los acompañara. También me dijo que habían llegado a Edimburgo unos días antes y que, desde allí, habían hecho excursiones diarias al campo en el coche de postas en el que nos encontrábamos. De una de aquellas excursiones regresaban ahora.

Mis siguientes pesquisas se dirigieron entonces hacia Philippa y su esposo. Del último supe que, habiendo gastado toda la fortuna de ella, había recurrido como medio de subsistencia a aquel talento en el que siempre había destacado, a saber, el de la conducción; y que, habiendo vendido todo lo que les había pertenecido, salvo el coche, habían convertido este en diligencia, y que, para evitar que cualquier día se lo arrebatara alguno de sus antiguos conocidos, lo había llevado a Edimburgo, desde donde iba a Sterling uno de cada dos días; y que Philippa, quien aún sentía afecto por su desagradecido esposo, le había seguido hasta Escocia y que, generalmente, le acompañaba en sus pequeñas excursiones a Sterling.

—Desde nuestra llegada a Escocia, mi padre —continuó Augusta— ha viajado siempre en su coche para ver las bellezas del país, solo por dejarles algo de dinero en los bolsillos; porque, desde luego, hubiese sido mucho más agradable para nosotros visitar las tierras altas en una silla de posta, y no viajar de Edimburgo a Sterling y de Sterling a Edimburgo un día sí y otro no, en una diligencia tan atestada de gente y tan incómoda.

Yo estuve totalmente de acuerdo con su punto de vista sobre el particular y secretamente culpé a sir Edward por sacrificar el bienestar de su hija, a causa de una ridícula mujer mayor cuya estupidez —casarse con un hombre tan joven— solo merecía el reproche de todos. Su comportamiento, sin embargo, concordaba perfectamente con su carácter: qué otra cosa cabía esperar de un hombre que no poseía un solo átomo de sensibilidad, que desconocía el significado de la palabra simpatía casi por completo, y que roncaba.

Adeiu.

LAURA.

DECIMOQUINTA CARTA

Laura

Continuación:

Cuando llegamos al pueblo donde debíamos tomar nuestro desayuno, decidí hablar con Philander y con Gustavus. Con ese propósito, tan pronto como bajé del carruaje, me dirigí hacia el asiento exterior y les pregunté con gran gentileza sobre su salud, expresándoles mi preocupación por la incomodidad de su estado. En un principio parecieron confundidos por mi aparición, temiendo sin duda que les reclamara el dinero que nuestro abuelo me había entregado y del que tan injustamente ellos me habían privado. Sin embargo, al ver que no mencionaba una palabra sobre el asunto, me pidieron que subiera con ellos para que pudiéramos conversar con mayor comodidad. Así lo hice entonces y, mientras el resto del grupo se dedicaba a ingerir grandes cantidades de té verde y de tostadas con mantequilla, nosotros nos agasajamos, de una forma mucho más refinada y sentimental, con una conversación íntima. Yo les informé sobre todas las cosas que me habían sucedido en el transcurso de la vida y, a petición mía, ellos me relataron todos los incidentes de la suya.

—Como ya sabes, somos los hijos de las dos hijas pequeñas que Lord St. Clair tuvo con Laurina, una bailarina de ópera de origen italiano. Ninguna de nuestras madres llegó a estar nunca completamente segura de la identidad de nuestros padres; aunque se cree que Philander es el hijo de un tal Philip Jones, albañil, y que mi padre era Gregory Staves, un fabricante de corsés de Edimburgo. Esto, sin embargo, no tiene demasiadas consecuencias porque, como nuestras madres nunca se casaron con ellos, no deshonraron nuestra sangre, que es de la más pura y antigua clase. Bertha (la madre de Philander) y Agatha (mi propia madre) vivieron siempre juntas. Ninguna de las dos era demasiado rica. Originalmente, sus fortunas juntas sumaban nueve mil libras, pero como siempre hicieron buen uso de ellas, cuando teníamos quince años, estas habían descendido a las novecientas. Estas novecientas estaban siempre guardadas en el cajón de una de las mesas que decoraban nuestro salón, con el objeto de que estuvieran siempre a mano. Movidos bien por la circunstancia de que fuera tan fácil de tomar, bien por un deseo de independencia o por un exceso de sensibilidad (que siempre hemos poseído de manera notable), es difícil de saber, lo que es seguro es que, al cumplir los quince años, cogimos las novecientas libras y nos escapamos.

»Una vez con el dinero en la mano, decidimos dividirlo en nueve partes. La primera la destinamos a la comida, la segunda a la bebida, la tercera al alojamiento, la cuarta al transporte, la quinta a los caballos, la sexta a los criados, la séptima a los entretenimientos, la octava a la ropa y la novena a las hebillas de plata. Después de disponer de nuestros gastos para dos meses de esta forma (porque esperábamos que las novecientas libras nos duraran ese tiempo) nos dirigimos rápidamente a Londres y tuvimos la buena suerte de gastarlo en siete semanas y un día, es decir, seis días antes de lo que habíamos previsto. Tan pronto como nos desembarazamos del peso de tanto dinero, comenzamos a pensar en volver al lado de nuestras madres, pero tras escuchar accidentalmente que ambas habían muerto de hambre, abandonamos la idea y decidimos unirnos a alguna compañía de actores ambulantes, ya que siempre habíamos sentido cierta inclinación por los escenarios. Así, ofrecimos nuestros servicios a una de estas y fuimos aceptados.

»Nuestra compañía era en verdad pequeña, reduciéndose al director, a su esposa y a nosotros mismos. Claro que así éramos menos a pagar. El único inconveniente era la gran escasez de obras que podíamos representar, escasez debida a la falta de actores para interpretar papeles.

»En cualquier caso, nosotros no nos preocupamos por ese tipo de menudencias. Una de nuestras actuaciones de mayor éxito fue Macbeth, en la que ambos estábamos realmente magníficos. El director interpretaba siempre a Banquo; su esposa a Lady Macbeth; yo interpretaba a las tres brujas y Philander al resto. A decir la verdad, esta tragedia no fue solo la mejor, sino también la única obra que representamos; y, después de haberla llevado por los escenarios de toda Inglaterra y del país de Gales, vinimos a Escocia para cubrir el resto de Gran Bretaña. Casualmente, nos encontrábamos acuartelados en aquel pueblo al que llegaste y donde conociste a tu abuelo. Cuando su coche entró en el patio de la hospedería, reconociendo el escudo de armas al que pertenecía y sabiendo que Lord St. Clair era nuestro abuelo, decidimos intentar sacar algo de él descubriéndole nuestro parentesco. Ya conoces el éxito que tuvimos en esta empresa. Después de obtener las doscientas libras, abandonamos inmediatamente el pueblo, dejando que nuestro director y su esposa interpretaran Macbeth ellos solos, y tomamos la carretera de Sterling, donde gastamos nuestra pequeña fortuna con gran éclat. Ahora, nos dirigimos hacia Edimburgo con la intención de medrar en nuestra carrera interpretativa. Y esta es, mi querida prima, nuestra historia.

Después de agradecer al amable joven su entretenido relato y de expresar a ambos mis mejores deseos de bienestar y felicidad, los dejé en su pequeño habitáculo y volví al lado de mis otros amigos, quienes me esperaban con impaciencia.

Y así, mi queridísima Marianne, mis aventuras tocan casi a su fin; al menos por el momento.

Cuando llegamos a Edimburgo, sir Edward me dijo que, como viuda de su hijo, deseaba que aceptase de sus manos cuatrocientas al año. Yo le prometí indulgentemente que lo haría, aunque no pude evitar darme cuenta de que el antipático barón lo hacía más por el hecho de que fuese viuda de Edward que por el de ser la refinada y amable Laura.

Instalé mi residencia en una romántica aldea de las tierras altas escocesas en la que vivo desde entonces y donde, libre de indeseables visitas, puedo abandonarme, en melancólica soledad, a llorar incesantemente las muertes de mi padre, de mi madre, de mi esposo y de mi amiga.

Augusta lleva varios años unida a Graham, el hombre que mejor conviene a su personalidad, y al que conoció durante su estancia en Escocia.

Con la esperanza de tener un heredero para su título y para su fortuna, sir Edward se casó al mismo tiempo con Lady Dorothea. Sus deseos se han visto cumplidos.

Incrementada su reputación tras sus actuaciones en el Theatrical Line[17] de Edimburgo, Philander y Gustavus se mudaron a Covent Gardens[18] donde todavía actúan bajo los nombres de Lewis y Quick[19].

Philippa hace tiempo que pagó su deuda con la naturaleza. Por otra parte, su esposo sigue conduciendo la diligencia de Edimburgo a Sterling.

Adeiu mi queridísima Marianne.

LAURA.

finis

13 de junio de 1790.