Sobre los distintos efectos que la sensibilidad produce en mentalidades diferentes
Acabo de abandonar la cabecera de Melissa, y en toda mi vida —y esta va siendo ya muy larga y en el curso de ella he estado a la cabecera de muchas camas—, en toda mi vida he visto una imagen tan conmovedora como la que ella ofrece. Está vestida con un camisón de muselina, una mañanita de gasa de Cambray y un gorro de dormir francés. Sir William está junto a su lecho día y noche. El único descanso que se permite es un duermevela en el sofá del salón durante cinco minutos cada quince días, del cual se levanta a cada momento para exclamar «¡Melissa! ¡Ah, Melissa!», volver a hundirse en él, levantar su brazo izquierdo y rascarse la cabeza. La aflicción de la pobre señora Burnaby va más allá de toda medida y suspira de vez en cuando —una vez a la semana, más o menos— mientras el melancólico Charles dice a cada momento: «Melissa, ¿cómo estás?». Las encantadoras hermanas son dignas de verdadera lástima. Julia se lamenta constantemente de la situación de su amiga, mientras permanece tumbada tras su almohada, sujetándole la cabeza. Maria, más moderada en su sufrimiento, habla de ir a la ciudad la semana que viene, y Anna no hace sino recordar los placeres que una vez disfrutamos cuando Melissa estaba bien. Normalmente yo estoy junto al fuego, cocinando alguna exquisitez para la infeliz enferma. Quizá haciendo un picadillo con los restos de un viejo pato, fundiendo queso o preparando un curry, los platos favoritos de nuestra pobre amiga. Así nos encontrábamos esta mañana, cuando nos vimos sorprendidos por la visita del doctor Dowkins.
—Vengo a ver a Melissa —dijo—. ¿Cómo se encuentra?
—Muy débil —dijo la desfalleciente Melissa.
—Muy débil —repitió el doctor, aficionado a los retruécanos—. Sí, ya hace más de una semana que está en la cama. ¿Cómo está su apetito?
—Mal, muy mal —dijo Julia.
—Muy mal —replicó él—. ¿Y su ánimo es bueno, señora?
—Su ánimo está tan decaído, doctor, que nos vemos obligados a fortalecerla con licor cada minuto.
—Bueno, al menos su compañía la reconforta. ¿Y duerme?
—Apenas.
—E imagino que cuando lo hace, no es sino de forma muy poco profunda. ¿Piensa en la muerte?
—No tiene fuerzas para pensar en nada.
—Entonces, menos aún las tiene para pensar en tener fuerzas.
finis