—Procedo del norte de Gales, donde mi padre es uno de sus sastres más principales. Teniendo una familia muy numerosa, no le costó mucho que una hermana de mi madre, una viuda bien situada, que posee una taberna en un pueblo vecino al nuestro, le convencieran de que esta última me tomara a su cargo y corriera con los gastos de mi educación. En consecuencia, he vivido con ella los últimos ocho años de mi vida, durante los cuales contrató para mí a los más cualificados maestros, los cuales me enseñaron todas las cosas que debe conocer una persona de mi sexo y de mi rango. Bajo su tutela aprendí baile, solfeo, dibujo y varios idiomas, gracias a lo cual me convertí en la hija de sastre mejor educada de Gales. Nunca hubo una criatura más feliz que yo, hasta que hace medio año…, pero quizá debería haberles dicho antes que la propiedad más importante de nuestra vecindad pertenece a Charles Adams, el propietario de la casa de ladrillo, aquella casa que ven ustedes.
—¡Charles Adams! —exclamó la asombrada Alice—. ¿Conoce usted a Charles Adams?
—Sí, señora, para mi desgracia. Vino hará medio año a cobrar las rentas de la propiedad que acabo de mencionar. Fue entonces cuando le vi por primera vez. Como parece conocerle, señora, no necesito describirle lo maravilloso que es. No pude resistir sus encantos…
—¡Ah! ¿Quién podría? —dijo Alice con un profundo suspiro.
—Como mi tía mantenía una íntima amistad con su cocinera, decidió, a petición mía, intentar averiguar, por medio de su amiga, si había alguna posibilidad de que este correspondiera a mi afecto. Con este fin, fue una tarde a tomar el té con la señora Susan, quien en el curso de la conversación hizo mención de la bondad de su posición y de la bondad de su amo; tras lo cual, mi tía comenzó a sonsacarla con tanta destreza que, en poco tiempo, Susan le dijo que no creía que su amo se casara nunca, «porque —dijo—, me ha declarado muchas, muchas veces, que su esposa, quienquiera que fuese, debía poseer juventud, belleza, alta cuna, ingenio, merecimientos y dinero. Muchas veces he intentado —continuó— razonar con él sobre esta resolución y convencerle de la improbabilidad de que encuentre a una dama semejante, pero mis argumentos no han tenido el menor efecto y continúa tan firme en su resolución como siempre».
»Pueden imaginarse, señoras, mi desconsuelo al escuchar esto; pues, a pesar de verme provista de juventud, belleza, ingenio y merecimientos, y a pesar de ser la probable heredera de la casa de mis tías y de su negocio, él podía considerarme deficiente en términos de rango y, por lo tanto, inmerecedora de su mano.
»No obstante, decidí dar un paso muy atrevido y le escribí una carta sumamente amable, ofreciéndole con gran ternura mi mano y mi corazón. Como contestación, recibí una furiosa y displicente negativa. Creyendo que quizá se trataba más del efecto de su modestia que de otra cosa, volví a insistir sobre el asunto; pero él no contestó nunca más a mis cartas y poco después abandonó el condado. Tan pronto como supe de su marcha, le escribí aquí, informándole de que en poco tiempo tendría el honor de esperarle en Tramposería, sin recibir respuesta alguna. Elegí entonces tomar su silencio como muestra de consentimiento. Dejé Gales, sin decírselo a mi tía, y llegué aquí esta mañana después de un fatigoso viaje. Al preguntar dónde estaba su casa, me indicaron que cruzara este bosque, y la casa es aquella que ustedes pueden ver. Con el corazón alborozado por la esperada felicidad de contemplarle, entré en la casa y continué avanzando por su interior, cuando me sentí repentinamente cogida por una pierna y al examinar la causa, me encontré con que había caído en una de esas trampas de acero tan comunes en las tierras de los caballeros.
—¡Ah! —exclamó Lady Williams—. ¡Cuánta suerte hemos tenido de encontrarla, porque de otra forma quizá hubiésemos compartido con usted la misma suerte!
—Sí, señoras, verdaderamente es una suerte para ustedes que yo les haya precedido. Grité como pueden fácilmente imaginar, hasta que los bosques resonaron con mis gritos y hasta que uno de los criados del despreciable vino en mi ayuda y me liberó de la terrible prisión, pero no antes de que una de mis piernas se rompiera totalmente.