—Mi padre era un caballero de considerable fortuna en Berkshire, siendo yo y unos cuantos más sus únicos hijos. Tenía solo seis años cuando tuve la desgracia de perder a mi madre y, siendo por aquel entonces joven y tierna, en vez de enviarme a la escuela, mi padre contrató a una mañosa institutriz para que velara por mi educación en casa. Mis hermanos fueron enviados a escuelas acordes con su edad y mis hermanas, todas más pequeñas que yo, quedaron todavía al cuidado de su niñera.
»La señorita Dickins era una institutriz excelente, que me instruyó en los senderos de la virtud. Bajo su tutela me hacía cada día más amable, y quizá hubiera alcanzado la perfección de no ser porque mi valiosa preceptora me fue arrancada de los brazos. Tenía yo diecisiete años. Nunca olvidaré sus últimas palabras: “Mi querida Kitty —me dijo— buenas noches”. No la volví a ver —continuó Lady Williams, secándose las lágrimas—. Se fugó aquella misma noche con el mayordomo.
»Al año siguiente, fui invitada a pasar el invierno en la ciudad en casa de una parienta lejana de mi padre. La señora Watkins era una dama con distinción, familia y fortuna. En general se la consideraba una mujer bonita, aunque, por mi parte, yo nunca la creí muy hermosa. Tenía una frente muy ancha, sus ojos eran demasiado pequeños y tenía demasiado color en las mejillas.
—¿Cómo es posible? —interrumpió la señorita Johnson, enrojeciendo de rabia—. ¿Cree usted que alguien puede tener demasiado color en las mejillas?
—Desde luego que lo creo, y le diré por qué, mi querida Alicia. Cuando una persona tiene un grado demasiado elevado de rojo en su tez, su cara ofrece, a mi juicio, un aspecto demasiado rojo.
—Pero, señora mía, ¿puede tener una cara un aspecto demasiado rojo?
—Sin duda, mi querida señorita Johnson, y le diré por qué. Cuando una cara tiene un aspecto demasiado rojo, no tiene las mismas ventajas que cuando es más pálida.
—Le ruego que continúe con su historia.
—Pues bien, como le decía antes, fui invitada por esta dama a pasar varias semanas con ella en la ciudad. Muchos caballeros la consideraban hermosa pero, en mi opinión, su frente era demasiado ancha, sus ojos demasiado pequeños y tenía demasiado color en las mejillas.
—En ese punto, señora, y como dije antes, debe de estar equivocada. La señora Watkins no podía tener demasiado color en las mejillas ya que nadie puede tener demasiado color en las mejillas.
—Perdóneme, corazón, si no coincido con usted en ese particular. Déjeme que me explique con claridad. Mi idea del caso es la siguiente: cuando una mujer tiene una gran proporción de color rojo en las mejillas, es que tiene mucho color.
—Pero, señora, yo niego que sea posible para alguien tener demasiada proporción de color rojo en las mejillas.
—¿Y qué pasa, corazón, si lo tienen?
La señorita Johnson había perdido por entonces toda su paciencia, algo que se acentuaba quizá por el hecho de que Lady Williams continuaba inflexiblemente fría. Deberá recordarse, sin embargo, que la dama, al menos en un respecto, contaba con una gran ventaja sobre Alice; quiero decir, por el hecho de no estar borracha, ya que cuando se acaloraba con el vino y se enardecía de pasión, tenía muy poco control sobre su temperamento.
La disputa terminó por ser tan encendida por parte de Alice que «de las palabras casi pasó a las manos». Afortunadamente, el señor Johnson entró en la habitación y con cierta dificultad consiguió arrancarla de Lady Williams, de la señora Watkins y de sus sonrosadas mejillas.