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En la recepción del hotel, el mercadillo navideño ha concluido. La ropa, las joyas y los pañuelos vuelven a estar en las bolsas, los viajeros se han retirado y la recepción ha recuperado su aspecto habitual, con el poco tránsito característico de la hora.

Your wife is in the roof garden of the Marmara Hotel —me dice la muchacha de la recepción, que está siempre sonriente y a la que ahora me une una relación de simpatía, por otra parte mutua.

Where is the Marmara Hotel?

The big hotel on the Taksim Square —me explica, y recuerdo el gran hotel que veo delante de mí cada vez que salgo a la plaza.

Es un día gris y las calles están mojadas aunque no llueve. Una vez en el hotel, tengo que pasar por un control de seguridad antes de poder entrar. Subo a la última planta y me encuentro a las tres damas tomando café con el Bósforo tendido a sus pies.

—Ven a disfrutar de las vistas —me llama Adrianí.

—¿Cómo no habéis ido con el resto del grupo?

—Se empecinaron en hacer algunas compras adicionales y no teníamos ganas.

—Además, intentan conseguirlo todo a un tercio de su precio, porque alguien les dijo que deben regatear, ¡y a mí se me cae la cara de vergüenza! —remata la señora Murátoglu.

Pido un café dulce ma non troppo, que el camarero trae en bandeja de bronce, y me lo sirve con el cacito y con una solemnidad digna de las recepciones del presidente de la República. Esta amabilidad y atención de los turcos repercutirá sin duda negativamente en mi rutina: cuando vuelva a Atenas, ¡cualquiera se conforma con el cruasán envuelto en celofán y el café griego ma non troppo que sirven en el bar!

Sé que debo ir al geriátrico de Baluklís, pero no me resulta fácil abandonar las vistas ni despachar el café con un par de sorbos, como hago muchas veces en casa para no llegar tarde al trabajo. Aquí me encuentro en una situación ambigua, medio de servicio, medio de vacaciones, de manera que puedo optar por lo segundo.

El deseo de las tres damas de visitar las iglesias del Bósforo, una propuesta de la señora Kurtidu, me devuelve al camino del deber.

—¿Viene con nosotras para admirar nuestras iglesias, antaño atestadas de gente y ahora cerradas a cal y canto? —me invita la señora Kurtidu.

—Las acompañaría con mucho gusto, pero debo ir al geriátrico de Baluklís.

Uno de los placeres de este viaje consiste en poder dejar a Adrianí boquiabierta cada dos por tres, lo cual —y no exagero— es un espectáculo digno de verse. Eso ocurre ahora. Me mira con expresión que oscila entre la duda de haberme entendido mal y la preocupación por si he perdido ya del todo la chaveta.

—¿Al geriátrico? —se extraña—. ¿Qué tienes que hacer tú en el geriátrico?

—No voy a reservarme una plaza, sino a recabar información sobre el caso de María Jambu. Y quería pedirle que me indicara cómo llegar allí —digo a la señora Kurtidu.

—Puedo llevarle, si lo desea. —Se vuelve hacia Adrianí y hacia la señora Murátoglu—. ¿Me permiten una propuesta?

—Con toda libertad, querida Aleka —responde la señora Murátoglu—. Desde que te conozco, siempre tienes una propuesta en la manga, por si acaso.

—Hoy podríamos visitar el Centro Filantrópico de la comunidad griega, y mañana, las iglesias.

A mí su propuesta me conviene, y mucho, pero silbo mirando hacia otro lado, porque, si Adrianí se da cuenta, es capaz de oponerse sólo para estropearme los planes.

—Una idea estupenda, le gustará mucho, señora Jaritu —afirma la señora Murátoglu, y corta la posible negativa de Adrianí.

—Esperadme en la entrada, voy a sacar el coche del aparcamiento —dice la señora Kurtidu.

Delante del hotel, el portero corre a abrir las puertas de todos los coches que llegan. Se ha formado una cola de automóviles, pero ninguno de sus ocupantes abre la puerta para bajar. Todos esperan pacientemente, como si obedecieran a una norma que prohíbe bajarse del coche antes de que el portero les abra la puerta. Contemplo la escena fascinado cuando, de pronto, veo que la señora Kurtidu nos hace señas desde el interior de un Mercedes de color beige.

El portero se apresura a abrir ambas puertas. La señora Murátoglu y la señora Kurtidu insisten al unísono en que ocupe el asiento del copiloto.

—Vaya, ¡coche nuevo! ¿Cuándo lo has comprado? —le pregunta la señora Murátoglu.

—Mi hijo lo ha traído de Alemania. Aún lleva la matrícula alemana. —Me mira de soslayo y sonríe—. Es la moda, señor comisario. Hacer alarde del dinero y la opulencia.

—¿Antes no era así?

—¿Bromea? Después del varliki, lo enterrábamos en lo más profundo, para que los turcos no se dieran cuenta, por si se les abría el apetito.

—¿Qué es el varliki? —quiere saber Adrianí.

—El impuesto sobre el patrimonio que impuso el primer ministro Inönü en 1942, en plena guerra, para desplumar a las minorías —explica la señora Murátoglu—. A los que no podían pagar, les expropiaban, les confiscaban los bienes y luego enviaban a los hombres a trabajos forzados.

—¿Y por qué no lo ocultan ahora? —pregunta Adrianí.

—Porque quedamos tan pocos que no nos tienen en cuenta y nos dejan en paz. ¿A quién le importan dos mil personas en una población de diecisiete millones?

—No somos ni dos mil, hinchamos la cifra —comenta la señora Murátoglu.

—¿Qué importa eso, Meropi? Lo que importa es quiénes quedamos.

—¿Y quiénes quedan?

La señora Kurtidu me dirige otra mirada de reojo, esta vez severa.

—Los pobres de necesidad, los que no pueden marcharse porque no tienen ni para el billete del autocar que les llevaría a Grecia, y los muy ricos, que tampoco pueden marcharse porque tendrían que dejar atrás demasiadas cosas. Nosotros mandamos al extranjero a nuestro hijo, que estudió ingeniería en Aquisgrán y ahora tiene su propia empresa en Frankfurt; también enviamos fuera a nuestra hija, que se casó con un canadiense y ahora vive en Toronto, pero las casas, los pisos y el trabajo no podemos mandarlos fuera. Así que nos quedamos para ocuparnos de todo.

—Lo han hecho por el bien de sus hijos —afirma Adrianí categóricamente y con convicción maternal.

—Nuestros hijos lo venderán todo al mejor postor, porque el piso en Cihangir, las dos tiendas, una en Pera y otra en Ayazpaşa, y la casa de veraneo en Antígona no significan nada para ellos. Para nosotros, dentro de esas casas caminan todavía nuestros padres, nuestros abuelos, allí nos prometimos, allí nos casamos…

—Vamos, Aleka, no te pongas tan dramática —interviene la señora Murátoglu con una indignación difícil de ocultar—. Vosotros no os fuisteis porque tu marido no quiso. Un año decía: «Nos quedamos un poco más, el negocio no va bien», el otro no conseguía un buen precio para los inmuebles. Los años pasaron y se marcharon todos menos vosotros.

—Vosotros, Meropi, sólo teníais que vender un piso en Elmandağ. Un piso bonito y espacioso, no digo que no, pero sólo uno. Después lo invertisteis en un piso en Kalamaki, cerca de Atenas. ¿Cómo querías que Pandelís hiciera frente a los gastos de dos hijos en el extranjero si hubiéramos vendido a cualquier precio y nos hubiésemos marchado a toda prisa?

—Todo esto es cierto y, a la vez, no lo es —contesta Meropi Murátoglu tras una breve reflexión—. Porque hay una explicación más sencilla.

—¿Y cuál es? —pregunta la señora Kurtidu.

—Que vuestras raíces aquí eran más profundas. Nosotros pudimos irnos sin mirar atrás. Para vosotros, Costantinopla está por encima de todo.

Veo que la señora Kurtidu pierde por un momento el control del Mercedes y está a punto de chocar con el taxi que circula a nuestro lado, un Fiat destartalado de fabricación turca, el equivalente de mi Mirafiori. Reacciono por instinto y giro el volante bruscamente a la derecha, mientras el taxista baja la ventanilla y empieza a despotricar contra la conductora.

La señora Kurtidu logra acercar el Mercedes a la acera, para el motor, se deja caer sobre el volante y se deshace en sollozos. Nos la quedamos mirando estupefactos.

—Aleka, ¿qué te pasa? —pregunta la señora Murátoglu, pero no obtiene respuesta.

Parece que el taxista que la acaba de insultar ha visto la escena en el retrovisor, porque estaciona delante de nosotros, abre la puerta del taxi y se acerca a nosotros. Se dirige a la señora Kurtidu en tono agitado y manifiestamente consternado, pero la única palabra que distingo es «ablá» y no sé qué significa.

La señora Kurtidu le responde con un «yök, yök» y con un «teşekkür», que ya he aprendido que significa «gracias». El taxista se aleja mientras la señora Murátoglu repite la pregunta:

—Aleka, ¿qué te pasa?

La señora Kurtidu se enjuga las lágrimas y trata de serenarse.

—Perdón, os he asustado, pero tus palabras me conmocionaron. —Se vuelve hacia mí—. Meropi tiene razón. Yo no puedo irme. Zeodosis, mi marido, ha pensado muchas veces en venderlo todo y marcharnos, pero yo me opongo. Voy una vez al año a ver a mis hijos. En Toronto hiela, en Frankfurt el tiempo siempre llora. También esta ciudad es húmeda y lluviosa, me dirán. Es cierto pero la lluvia la favorece, la vuelve más hermosa. —Hace una pequeña pausa y detecta la extrañeza en nuestros ojos—. Es distinto. Tengo la sensación de que, si deseo ir a otra ciudad para establecerme allí de forma permanente, caeré muerta nada más salir del aeropuerto. —Arranca el motor del Mercedes y se aleja lentamente de la acera.

—Oiga, ¿qué le ha dicho el taxista? —pregunta Adrianí.

—Primero me ha insultado, me ha llamado cegata y vejestorio, me ha dicho que, si no fuera una mujer, ya me habría roto la cara. Luego, cuando ha visto que me detenía y me echaba a llorar, ha venido corriendo para pedirme perdón, me ha preguntado qué me pasaba, si podía ayudarme. Verán, esta ciudad es así, los turcos son así. En momentos como este, te enamoran con su comportamiento.

—Oye, Aleka, ¿dónde estamos? Es la primera vez que paso por aquí —dice la señora Murátoglu, obviamente para apartarnos del territorio resbaladizo y cambiar de tema.

—Pensé seguir la ronda de Ayvansaray y tomar el camino de Topkapi-Edirnekapi, para evitar el tráfico que suele haber en Fatih —explica la señora Kurtidu, visiblemente aliviada de poder hablar de otra cosa.

No sé si ha acertado, pero hasta ahora hemos avanzado a paso de tortuga. Intento recordar cómo fue las últimas dos veces que fui a Jefatura, y llego a la conclusión de que fue igual.

—Además, así el comisario y Adrianí harán un poco de turismo —añade la señora Murátoglu.

—Depende de lo que llames turismo —responde la señora Kurtidu—. En los viejos tiempos, en estos arrabales vivían los titzanides y las tsarsafludas.

—Perdone, pero ¿podría poner algún subtítulo? —pregunta Adrianí, acostumbrada a las series extranjeras que ve en la tele.

—Los titzanides pertenecen a una herejía, aunque nosotros llamábamos así a todos los fanáticos religiosos —explica la señora Murátoglu—. Las tsarsafludas eran las mujeres que llevaban tsarsafi, es decir, un pañuelo negro en la cabeza. Pero no tome estos nombres al pie de la letra. Los griegos de aquí llamaban titzanides y tsarsafludas a los pobres de la ciudad. A los pobres que no encajaban en ninguna de estas categorías los llamaban katsívelos.

De repente, la calle se despeja como por arte de magia. La señora Kurtidu pisa el acelerador y el Mercedes se lanza imparable hacia delante.