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Están todos sentados en la cafetería del hotel, enzarzados en una discusión subida de tono. El orador principal es el estratega jubilado, que intenta empañar el entusiasmo de los demás respecto al palacio de Dolmabahçe.

—Yo no he dicho que no me guste —se justifica—. Pero no se puede comparar con las obras de Von Gärtner.

—¿Y ese quién es? —pregunta la señora Stefanaku.

—Friedrich von Gärtner fue el arquitecto que construyó el palacio de Otón, el actual Parlamento de Grecia —explica Despotópulos—. ¿Y quién construyó el Dolmabahçe? Un par de arquitectos armenios. ¿Habéis oído hablar de algún armenio famoso en toda la historia de la arquitectura?

—Pero qué lujos —interviene la señora Stefanaku con ánimo conciliador—. Y esa escalera de cristal… ¡Virgen Santa! ¡Una se imagina a Sofía Vembo bajándola mientras canta su célebre Invierno!

—¡Claro! —exclama su marido—. Es que estamos hablando del Imperio otomano. Ellos, junto con los ingleses y los franceses, han expoliado el mundo entero.

—¿Acaso cree que la escalera fue robada? —pregunta la señora Murátoglu con ironía.

—La escalera quizá no, pero el cristal, seguro.

—En todo caso, la araña de cristal del salón principal no fue robada —explica la señora Murátoglu—. Fue un regalo de la reina Victoria al sultán.

El señor Stefanakos le dirige una mirada envenenada.

—Vosotros, los griegos de aquí, tenéis muchos motivos para defender al sultán. Con esa actitud de «cuando riegas la planta, bebe también la maceta», comisteis con cubiertos de oro durante cuatrocientos años.

La señora Murátoglu se levanta como movida por un resorte y, con un seco «si me disculpáis», pasa por delante de mí como un vendaval y se detiene en recepción. Adrianí sigue a la señora Murátoglu con la mirada y, sin querer, entro yo en su campo de visión. Se dispone a acercarse a mí, preguntando «¿ya has vuelto?», pero yo salgo corriendo detrás de la señora Murátoglu y la alcanzo en el momento en que recoge la llave de su habitación.

—¿Puedo pedirle un favor? —le pregunto.

Me mira sorprendida, con la mente en otra parte.

—¿Ha oído la conversación? —pregunta a su vez.

—Del Parlamento griego en adelante.

—¿Sabe una cosa, señor comisario? Ustedes los griegos ya no son esclavos de los otomanos. Ya no les pagan impuestos, no tienen a Alí Bajá por encima de sus cabezas ni los persigue Ibrahim Bajá. ¿No le parece que ya es hora de superar el complejo que tienen de siervos? Nosotros hemos sufrido mucho en esta tierra y los turcos nos daban miedo, porque nunca sabíamos qué nos traería el día de mañana. Pero no estábamos acomplejados frente a ellos. Les temíamos, sí, pero erguíamos la cabeza. —Respira profundamente, como si se hubiera quitado un peso de encima.

—¿Puedo pedirle un favor? —repito, con la esperanza de tener más suerte esta vez.

—Lo que quiera —responde, como si no me hubiera oído antes.

—Tengo que ir a la escuela griega de Bakirköy. ¿Le importaría acompañarme? No conozco el camino y no podría comunicarme con el taxista.

—Con mucho gusto.

—Según el programa, toca una excursión por la parte asiática —protesta Adrianí que, entretanto, se nos ha acercado.

—He visto la otra costa miles de veces, no me pierdo nada especial —dice la señora Murátoglu, subiendo de golpe varios puestos en mi escala de simpatía.

—Perdona, Kostas, ¿no te basta con haber llevado tus asuntos profesionales al viaje, que ahora pretendes ponerte pesado con nuestros compañeros?

Me habla en el idioma refinado de las novelas rosa, que domina a la perfección, pero lo que no dice con la lengua lo dice con la mirada, que destila ira, acritud y maldiciones varias.

—En estas circunstancias, iría a cualquier parte, señora Jaritu. Para estar lejos de ellos. —Señala con un ademán la cafetería—. En lugar de visitar la parte asiática, veréis Makrojori, un barrio griego muy antiguo.

—¿No era en Makrojori donde vivía Loxandra[12]?

—Precisamente.

—Entonces, iré sin falta —declara Adrianí y vuelve apresurada a la cafetería para buscar su bolso.

—Lo ha hecho muy bien —felicito a la señora Murátoglu.

—Lo primero que aprendíamos en esta ciudad, señor comisario, era a apagar los fuegos. De cara a la galería, teníamos que aparecer siempre unidos y hermanados aunque por debajo bulleran los odios, los celos, los enconos y toda la maldad que pueda imaginar.

Volvemos a enfilar el paseo marítimo en dirección al aeropuerto. Si Guikas me pregunta qué es lo que mejor recuerdo de la ciudad, me temo que le hablaré de este recorrido, que es como considerar que lo más destacado de Atenas es la Vía Ática en dirección al Estadio Olímpico. Me siento junto al taxista, mientras Adrianí y la señora Murátoglu conversan en voz baja en el asiento de atrás.

El taxi abandona el paseo marítimo para adentrarse por las callejas de la ciudad vieja.

—Acabamos de entrar en Makrojori —explica la señora Murátoglu, y enseguida obliga al taxista a detenerse cada dos por tres para preguntar a los transeúntes dónde está la escuela. La mayoría la miran con cara de no entender nada, algunos levantan las manos en señal de ignorancia y otro nos manda en una dirección equivocada—. Todos estos son recién llegados —aclara la señora Murátoglu—. Vienen de lo más profundo de la Anatolia y lo único que conocen es el trayecto de su casa a la tienda de la esquina. Son capaces de pasar todos los días por delante de la escuela sin saberlo. —Al final, una mujer de mediana edad que resulta ser armenia desata el nudo gordiano y nos explica cómo llegar allí.

Encontramos la puerta de hierro cerrada, igual que esta mañana. Sigo el ejemplo de Murat y la golpeo con la palma de la mano. El ruido resuena por toda la calle y los transeúntes se detienen y nos miran con curiosidad. Pasan unos tres minutos antes de oír el sonido de la llave girando lentamente en la cerradura. Una de las hojas de la puerta se entreabre y asoma el mismo rostro envejecido, que nos contempla con la misma mirada de suspicacia.

La señora Murátoglu reúne toda la dulzura de la que es capaz.

—Buenas tardes. A este señor le gustaría hablar un poco con usted.

El viejo la mira. Por el tono de su voz, sabe que ella es de Constantinopla. Luego se vuelve hacia mí y empieza a decirme algo en turco.

—El señor es griego, no habla turco —le explica la señora Murátoglu.

El portero se calla, mirándome con recelo.

—¿No ha estado usted aquí esta mañana con el comiseri? —pregunta al fin.

—Sí, soy policía griego y colaboro con las autoridades turcas. Estamos buscando a una griega que mató a su hermano en Grecia y luego vino aquí. Nos tememos que asesinó también a Kallopi Adámoglu.

El portero me mira pensativo e indeciso. Luego abre del todo la hoja de la puerta.

—Pasen —nos dice.

—Vosotros hablad de lo vuestro. La señora Jaritu y yo daremos un paseo y le enseñaré Makrojori.

Dejo que la señora Murátoglu se lleve a Adrianí de visita turística y entro en el patio de la escuela. La puerta se cierra detrás de mí. El guarda se adelanta y me conduce a la portería. Es un cuartito en el que apenas cabe un banco, un par de sillas y, más al fondo, una mesa plegable con un hornillo de gas.

—¿Un café? —me ofrece.

—No, gracias. Quiero que me diga lo que le ha dicho usted esta mañana al policía turco. Él ya me lo ha contado, pero prefiero oírlo directamente de usted.

—No es así. Usted quiere oír lo que no le dije al comiseri.

—¿Hay cosas que no le dijo? —pregunto, aunque, en el fondo, por eso he vuelto aquí.

—Al policía no le dije nada. Jamás le diría nada a un polizonte turco. ¿Acaso nos han hecho algún bien para que, encima, les ayudemos? A fin de cuentas, el que mató a Kallopi Adámoglu es un benefactor.

Si Murat tuviera dos dedos de frente, me habría permitido interrogarlo. Pero Murat no se fía de mí y el portero no se fía de él.

—¿Conocía bien a Kallopi Adámoglu? —pregunto al portero.

—Vivo en Makrojori desde hace mucho tiempo. No siempre he trabajado como supervisor de niños. Y digo «supervisor» porque suena mejor. En realidad, soy kapuç, portero, como dicen ustedes.

Aspira profundamente y menea la cabeza, como si todo este asunto le resultara muy confuso. Comprendo que debo armarme de paciencia, porque primero me contará su historia y luego pasará al tema de Kallopi Adámoglu.

—De mi padre heredé una carpintería. Cuando los sucesos de septiembre, me la destrozaron. No la vuelvo a montar, pensé, para que vuelvan a destrozármela. Vendí la carpintería, vendí también la casa y me fui a Atenas. Mientras buscaba dónde meter mi dinero y en qué trabajar, apareció un pariente lejano y me dijo: «¿Por qué dejas quieto tu dinero? ¿Por qué no lo inviertes para que vaya creciendo mientras decides en qué trabajar? Sacarás el doble de intereses que en el banco». Me gustó la idea. Le confié una parte del dinero, le confié otra y el capital aumentó. Le confié una tercera parte, pero el hombre «tiró el balón».

—¿Qué quiere decir que «tiró el balón»?

—Que…, ¿cómo lo dicen ustedes?…, se arruinó y yo lo perdí todo. Apenas me quedaba dinero para el pasaje de vuelta. Fui al registro de la comunidad, me declaré insolvente y me dieron este puesto de supervisor de niños. Después se marcharon todos y me convertí también en sacristán de la iglesia. —Suspira y menea la cabeza—. Así fue.

—¿Y dónde entra Adámoglu en todo esto?

—Cuando en el 64 los nuestros vendieron y se marcharon, Fofó, la madre de Kallopi Adámoglu, compró todo lo que pudo. Compraba a precio de saldo. En esa época era difícil sacar dinero de Turquía, y la gente vendía sus casas y sus comercios por una miseria con tal de cobrar en dracmas. Cuando le preguntaban: «¿Qué vas a hacer con todas esas propiedades?», ella respondía: «Mejor tenerlas yo que los turcos». Después del 89, cuando empezaron a llegar los musulmanes de Bosnia, de Azerbaiyán y de Turkmenistán, y buscaron un techo donde cobijarse, ella les vendió las casas por el doble y aun el triple del precio de compra. Cuando ella murió, su hija siguió en el «negocio». Se forraron.

—¿Sigue en pie ese café? —Por un lado, me apetece el café. Por otro, quiero alejar sus pensamientos del pasado y devolverlos al presente.

Él se levanta con un «claro» y se acerca al hornillo de gas.

—¿Tenía usted trato con Kallopi Adámoglu? —pregunto mientras él sigue agachado sobre el hornillo—. ¿Se veían a menudo?

—Cada dos domingos en la iglesia. —Suelta un suspiro y echa café y azúcar en el cacito—. Antiguamente, durante la misa, se llenaba la iglesia y la mitad del patio. Ahora el sacerdote viene cada dos domingos, porque sólo quedamos cinco: yo, que hago de sacristán, Iliadi, una anciana que unas temporadas vive aquí y otras con su hija, en Tatavla, un matrimonio de sirios y, hasta su muerte, Kallopi Adámoglu. —Trae el café y lo deja encima del banco—. Kallopi Adámoglu y su madre desplumaron a los griegos y luego desplumaron a los muhacir, los turcos procedentes de los Balcanes, pero no faltaban a la iglesia.

—¿La oyó hablar de algún pariente o de alguna conocida que vino de Grecia?

—Sí, de una mujer que era pariente suya, creo.

—¿Se lo dijo ella?

—Bueno, oí cómo ella se lo comentaba al sacerdote. Le daba miedo que la mujer se sintiera demasiado a gusto y no quisiera marcharse. Del resto me enteré por Iliadi, la otra anciana.

—¿Qué le contó Iliadi?

—Que era una prima lejana, de la familia de su madre, a la que no había visto en casi cincuenta años. A Iliadi le sonaba eso, que era una prima, pero como a mí el tema no me interesaba, no hice preguntas.

—¿Dónde puedo encontrar a Iliadi?

—Vive dos calles más abajo, aunque quizás esté en casa de su hija. Venga, le acompaño.

Salimos a la calle y el portero cierra con llave la puerta de hierro. La calle es una fila de bloques de pisos baratos, pintados de colores chillones: rosa, amarillo canario y ocre. Al llegar a la esquina, el portero tuerce a la derecha y nos internamos por una calle idéntica a la anterior.

—Antes, aquí todas las casas eran de madera y la mayoría pertenecían a los nuestros —me explica.

—¿Qué ocurrió? ¿Las demolieron?

—Las quemaron. Como ahora está prohibido demoler casas de madera, las queman para luego construir estas que ves.

La casa de Iliadi es la única de madera que queda en toda la calle. Está encogida entre una construcción de cuatro plantas y un gran bloque de pisos, ambos pintados en diversos tonos de rosa. Llamamos con el picaporte de hierro, pero, para mi mala fortuna, nadie nos abre.

—No sabrá usted dónde vive la hija de Iliadi, ¿no? —pregunto al portero.

—No sé dónde vive, pero será fácil averiguarlo. Vaya a la parroquia de San Demetrio, en Kurtulúş, y pregunte. Seguro que lo saben. Quedamos tan pocos que en la iglesia nos conocen a todos. Quizá porque nos cuenta cada día para ver si falta alguna cabeza.

Cuando regresamos a la escuela, Adrianí y la señora Murátoglu aún no han aparecido. Me apetece otro café, pero me da vergüenza pedirlo.