—¿Habrá manera de cambiar mi billete de avión para volver antes a Atenas? —pregunta Adrianí durante el desayuno.
—¿Por qué?
Me clava una mirada de madre que regaña a un hijo tonto.
—Por la boda, Rostas. Tenemos que comprar el traje de novia, un vestido para después de la ceremonia, zapatos y un montón de detalles más. ¿Cómo va a apañarse sola Katerina? No tiene ni idea de esas cosas.
Procuro mantener la calma, porque estoy desayunando mi deliciosa rosca de pan con queso y no quiero que se me indigeste.
—¿Cómo vas a volver antes a Atenas? —pregunto con calma—. Para empezar, el cambio del billete nos costará un pastón. Y si vuelves antes, Katerina sabrá enseguida que te lo he contado todo.
—Tranquilo, que ya he pensado en todo. Le diré que tuve que volver porque me sentaba mal la comida. Y como tú tenías que encargarte de una investigación, no tenía ganas de quedarme sola en la ciudad, sufriendo.
Tras tantos años de matrimonio, nunca he podido averiguar si es sincera conmigo o si también a mí me suelta las mentiras que con tanta maña idea para los demás. Supongo que me quedaré con la duda porque, cuando se trata de Adrianí, es imposible distinguir entre la verdad y la ficción.
Me maldigo por dentro por haberle revelado la buena noticia en lugar de dejarla sufrir y así poder estar tranquilo. También es cierto que, si la hubiera dejado sufrir, ella me habría atormentado a mí también. Intento no alzar la voz y limitarme a esgrimir argumentos lógicos.
—No sé nada de billetes de avión, pero supongo que, si cambiamos tu pasaje de turista a normal, sería como sacar un billete nuevo y nos costará un ojo de la cara.
—No cuesta nada preguntar.
—No, pero te repito que no me parece bien que vuelvas —prosigo con la misma paciencia—. No será fácil que Katerina se trague la mentira. Sabrá que te conté el secreto, y una de dos: o se entristecerá o se pondrá furiosa. Y nosotros no queremos ni una cosa ni la otra, ahora que tenemos todas las razones del mundo para estar contentos. Quédate aquí y disfrutemos del resto del viaje.
Ella me devuelve una sonrisa irónica.
—¿Cómo vamos a disfrutar si tú trabajarás y yo tendré que pasar el día con los demás, que, excepto la señora Murátoglu, me caen fatal?
—Exageras. No tengo que hacer gran cosa. Sólo sacar la nariz de vez en cuando.
—Tan optimista como siempre —continúa Adrianí sin perder la sonrisa—. Ya verás como te equivocas y yo tengo razón.
Será que mi mujer tiene poderes de adivinación o que su maldición ha surtido efecto, porque en cuanto salimos del comedor, veo al teniente Murat levantarse como propulsado por un resorte del sillón donde estaba sentado y echar a andar hacia mí.
—Me dijeron que usted estaba desayunando y no he querido molestarle —me dice en inglés.
—What is it? —pregunto.
Se pone un poco tenso antes de contestar.
—¿Podría acompañarme a Jefatura?
—¿La han encontrado? —pregunto aliviado, pensando que podré disfrutar del resto de mis vacaciones y, al mismo tiempo, cerrarle la boca a Adrianí.
—No, pero hemos encontrado un cadáver —responde Murat.
—¿Qué cadáver?
—An old woman. Una vieja. Vivía sola en Bakirköy.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —insisto, resistiéndome a aceptar lo inevitable.
—La vieja era griega. Y el forense halló en su estómago restos de empanada con pesticida.
Está claro que nadie puede eludir su destino.
—Espere un momento, hablaré con mi mujer y nos vamos.
Adrianí se ha trasladado a la mesa de la señora Murátoglu, junto con los Despotópulos y los Stefanakos. Está claro que lee en mi expresión que me han pillado, porque hace un gesto de asentimiento en señal de haber comprendido.
—Tengo que ir hasta la Jefatura de policía. No tardaré —explico para empañar un poco su triunfo.
—Ni que fuera vidente —comenta ella con ironía.
—Te llamaré por teléfono —digo a toda prisa para acabar con sus quejas.
—Que tengas un buen día —añade ya a mis espaldas.
Murat, que me espera de pie en recepción, se apresura hacia la salida en cuanto me ve. Junto a la acera hay un coche patrulla.
—Who found the old lady? —pregunto.
—Una vecina… Hacía tres días que la víctima no sacaba la nariz por la ventana. La mujer, preocupada, llamó a la policía.
—¿Es allí donde vamos?
—First we go to headquarters. Antes pasaremos por Jefatura. Tenemos que aclarar algunos detalles.
No sé qué hay que aclarar, pero como no tengo ganas de averiguarlo, centro mi atención en el camino. Hacemos el mismo recorrido que a la vuelta de Santa Sofía, aunque a la inversa.
—¿Vamos a Santa Sofía? —pregunto a Murat.
—No, Santa Sofía está en el otro extremo. Nosotros vamos a Fátij.
—Es que cruzamos el mismo puente.
Él se echa a reír.
—La mitad del tráfico entre las dos partes de Estambul pasa por este puente.
Comprendo que no nos dirigimos a Santa Sofía cuando, pasado el puente, no torcemos a la izquierda sino que seguimos recto. Poco a poco, empiezo a entender las contradicciones viarias de Estambul. La ciudad dispone de enormes bulevares flanqueados de pequeños comercios, unos puestos que recuerdan a las pequeñas tiendas de juguetes y objetos de feria que existían junto al Ágora antigua de Atenas, al principio de la calle Ermú, antes de convertirse en zona peatonal con ocasión de los Juegos Olímpicos.
Ya me había fijado ayer, cuando remontábamos esta avenida desde Tarlábaşi en dirección a Taksim, y vuelvo a constatarlo ahora. Una avenida grandiosa con tiendas pequeñas y baratas en las que se vende todo lo imaginable: objetos de plástico, ropa, quincalla, calcetines, ropa interior y productos higiénicos, todos mezclados y expuestos en fila. La imagen resulta deprimente, como también la imagen opuesta que ofrece Atenas: callejuelas estrechas entre altos bloques de edificios que parecen a punto de caer y aplastarte.
—What’s the name of the street? —pregunto a Murat.
—Bulevar Atatürk.
Si estuviéramos en Grecia, se llamaría Bulevar de Eleuterio Venizelos, pienso. No sé en lo demás, pero, al menos en esto, somos igualitos. Estampamos los nombres de Atatürk o de Venizelos en cualquier calle o pasaje que se nos ponga por delante, sea una avenida, un callejón o un camino de cabras.
Murat tuerce a la derecha y enfilamos una avenida aún más ancha.
—This is Adnan Menderes Boulevard —me informa—. Los tuyos le recuerdan muy bien. Your people.
—¿Quiénes son los míos?
—Los griegos. Era primer ministro cuando los sucesos de septiembre.
—Los sucesos fueron orquestados —preciso, mosqueado, porque presenta las cosas como a él le conviene—. Él provocó los sucesos, él puso la bomba en casa de Atatürk en Tesalónica.
—En cualquier caso, nosotros le ahorcamos.
—Y después le dedicasteis una avenida.
—Así le pisoteamos —responde Murat riéndose.
La conversación se interrumpe porque hemos llegado a Jefatura. Murat deja el coche en el aparcamiento y subimos en ascensor hasta la cuarta planta. En cuanto salimos al pasillo tengo la sensación de encontrarme delante de mi propio despacho.
Las mismas caras, el mismo trajín en los pasillos. Cuando me cruzo con un extranjero que va esposado, a punto estoy de decirle «buenos días» en albanés o en otro idioma. De repente, recuerdo a mi amigo Zisis, que, de vez en cuando, me decía con desdén: «Todos los opresores tienen la misma cara, y todos los edificios construidos bajo su mandato, el mismo estilo». Miro a mi alrededor y me muerdo la lengua para no tener que darle la razón.
Murat entra en una sala de espera. Susurra algo a un policía de paisano. Este se pone de pie y, al tiempo que me da la mano, me suelta la frase que conocen la mitad de los griegos:
—Hoş geldiniz, bien venido.
Le respondo con otra frase que también conocen la mitad de los griegos:
—Hoş bulduk, bien hallado.
Es la primera vez que veo a Murat partirse de risa. Mientras, abre otra puerta y se hace a un lado para dejarme pasar. En el despacho, que se parece a los nuestros en que resulta menos angosto que la sala de espera, está sentado un hombre cincuentón que se levanta de un salto y me da un cálido apretón de manos mientras me dice:
—Welcome, welcome!
Murat me lo presenta como el general de brigada Kerim Ozbek, subdirector de Seguridad. Su inglés es deficiente aunque, desde luego, mejor que el mío.
—Mr. Sağlam has explained the situation to you.
Así ya me parece más fácil pronunciar el apellido de Murat. En cuanto a las explicaciones, más bien fui yo quien se las dio a Murat, aunque él no quiso creerme.
—Yes —contesto expeditivo al subdirector para evitar enemistarnos ya en el primer encuentro.
—Usted comprende que se encuentra aquí como contacto de la policía griega con la turca, ya que hubo un asesinato previo en Grecia y buscamos al mismo asesino.
—I understand —respondo en voz bien alta mientras añado para mis adentros: «No soy idiota».
—Good. Por lo tanto, usted puede participar en las investigaciones aunque no puede intervenir de ningún modo, si no es con la conformidad o previa petición del señor Sağlam. Agreed?
—Okey —respondo.
—Okey —repite el general de brigada mientras yo intuyo que acabaré buscando una aguja en un pajar pero, para colmo, atado de pies y manos.