—How do you know? —me pregunta el policía turco.
Ronda los treinta y cinco, es de constitución atlética y tiene una expresión irónica que me pone de los nervios, porque detecto la arrogancia de la potencia periférica, Turquía, ante la pobre y pequeña Grecia. Evidentemente, estas cosas sólo nos enorgullecen o nos ofenden a los que vamos de uniforme: los maderos y los militares. Porque, por lo demás, Grecia ahora pertenece a la Unión Europea y Turquía es el pariente pobre de Oriente, que llama inútilmente a nuestras puertas.
El poli se llama Murat No-sé-qué. El nombre, Murat, es fácil y se me queda grabado enseguida. El No-sé-qué resulta más complicado y se me ha olvidado. Además, no hablamos directamente, con excepción de la frasecita en inglés que me acaba de soltar, sino con la ayuda de un intérprete, el escritor Markos Vasiliadis. En realidad, podríamos entendernos bastante bien con el inglés macarrónico que hablamos los dos, pero tanto los turcos como los griegos somos propensos a la indolencia y optamos por la solución más cómoda.
—¿Cómo saben que la tal María Jambu está en Turquía? —Vasiliadis traduce la pregunta de Murat.
—Lo sabemos. Preguntamos en todas las agencias de viajes de Tesalónica. Sabemos con qué agencia viajó y cuándo salió. Si partió de Tesalónica con destino a Estambul, es imposible que haya ido a parar a Bulgaria. Además, basta con revisar los documentos de entrada en la frontera para averiguarlo.
El poli, cuando habla, se dirige a Vasiliadis, aunque de vez en cuando me echa ojeadas furtivas.
—Dice el teniente —me traduce Vasiliadis— que, según parece, todavía no existen pruebas fidedignas de que se haya cometido un asesinato.
—Dile al teniente que el forense encontró restos de pesticida en el cadáver del hermano. En los pueblos y zonas agrícolas, nueve de cada diez mujeres matan a sus maridos, a sus suegros y a sus hermanos con pesticida. Hace unos años una mujer exterminó a una familia entera con pesticida metido en una tarta de San Fanurio.
—Lo siento, comisario, no sé cómo decirle esto.
—¿El qué?
—Lo de la tarta de San Fanurio.
—Llámala tarta a secas, llámala bollo, llámala como te dé la gana. No tiene importancia.
El teniente escucha la traducción de Vasiliadis y luego se dirige a mí:
—I want an international arrest warrant —me dice en inglés, más para librarse de mí que porque lo hayamos convencido.
—Hasta ahora creía que policías cabezones como este sólo existían en Grecia —digo a Vasiliadis. Luego me dirijo a Murat—: Si quieres una orden internacional de arresto, la tendrás —mascullo en inglés y me levanto.
Murat No-sé-qué me tiende la mano, se la estrecho y salimos de su despacho.
Vasiliadis da unos pasos, se apoya en la pared de la Jefatura y cierra los ojos.
—Me parece increíble —murmura.
—¿El qué?
—Hablar de María como si fuera una asesina cualquiera.
—A eso apuntan todos los indicios.
—¿De veras cree, señor comisario, que imitó a la mujer de la tarta de San Fanurio y mató a su hermano con pesticida?
—Es posible que hubiera leído la noticia en el periódico y la recordara.
—No es posible, María es analfabeta.
—Pudo verlo en la televisión. ¿No tenían televisión en casa?
Se produce una pequeña pausa y luego Vasiliadis responde, aturdido:
—No lo sé. Nunca he estado en su casa. Yo vivo en Atenas. —Esto último suena a excusa pero no lo es.
—¿Qué me está diciendo, señor Vasiliadis? ¿Que le preocupa la suerte de María ahora que está aquí, pero que no había ido a verla ni una sola vez cuando vivía en Drama?
—Sí fui una vez, pero…
—¿Pero?
—… no congenié con su hermano. Era un hombre bruto, agresivo, que se llevaba mal con todos sus vecinos y estaba querellado con la mitad de ellos.
De sus palabras empiezo a deducir cosas.
—¿Tampoco se llevaba bien con su hermana?
Él deja la pregunta en el aire.
—Creo que será justo que le cuente la historia de María desde el principio —dice—. Sentémonos en algún lugar, porque llevará su tiempo.
Tanta prisa tiene de contarme la historia que me mete en la primera pastelería que encontramos en el camino. Pasando por delante del escaparate veo una variedad interminable de pasteles. Me propongo no dejarme llevar y mantenerme fiel a mi café, aunque ya sé que voy a sucumbir.
—¿Qué quiere tomar? —pregunta Vasiliadis.
—Como me ha traído aquí, pues un pastel. ¿Qué otra cosa podría tomar? —respondo, tratando de cargarle la culpa de mi transgresión.
Pido un ekmek con dos capas de ekmek y una de nata, como lo toman aquí, y no con una capa de ekmek y una de helado, como lo tomamos en Grecia, mientras que Vasiliadis limita su apetito a un airani[8]. Espera discretamente que disfrute de mi dulce, pero yo he decidido prolongar el placer al máximo. De manera que separo las dos capas, coloco la nata en medio, la vuelvo a cubrir con la segunda capa de ekmek y convierto el dulce en un sándwich.
Vasiliadis, que ha observado todo el ritual, se echa a reír.
—Me parece que usted tiene una vena oriental y no lo sabe, señor comisario.
Lo mismo pienso yo porque, además de mi debilidad por los suvlakis, ahora descubro otra por los dulces orientales. Indico a Vasiliadis con un ademán que ya puede empezar a contarme su historia y él inspira profundamente.
—María debió de nacer hacia 1915. Al menos, eso decía ella. Su familia abandonó la región del Mar Negro y se estableció aquí en 1922. La familia la constituían María, su madre y su tío, el hermano de su padre. Su padre había muerto en Eskiehir mientras luchaba con el ejército griego. Tenían la esperanza de que les consideraran miembros de la minoría griega de Constantinopla para, así, poder quedarse en la ciudad. Aquí la madre de María se casó con su cuñado. De aquel matrimonio nació Yannis, su hermano. Un buen día, el tío de María cogió a su familia, es decir, a su mujer y a su hijo, y se marcharon a Grecia.
—¿Y María?
—La dejaron con la familia del padre, una tía y su hija que vivían en el barrio de Fanar. Le prometieron que, una vez que se establecieran en Grecia, vendrían para llevársela con ellos, pero eso nunca sucedió. La prima y la tía la recibieron a regañadientes, porque la cría resultaba una carga. Cuando comprendieron que su familia no tenía intención de llevársela a Grecia, decidieron deshacerse de ella y la pusieron a trabajar a los doce años. María solía decir que para ella fue una liberación, porque las tías la trataban mucho peor que sus patrones. La última familia en la que trabajó fue la nuestra, y pasó muchos años con nosotros. Ya le he dicho que nos crio, especialmente a mi hermana.
—¿Y cómo acabó en Drama? —pregunto al tiempo que pido un té para completar mi giro a Oriente.
Vasiliadis suspira profundamente y parece que le resulta difícil continuar.
—Mis padres fueron de los últimos en abandonar esta ciudad. Antes de marcharse le buscaron una plaza en el geriátrico de Baluklís. —Calla y parece buscar las palabras adecuadas—. Al principio, mis padres tuvieron que vivir conmigo, en mi piso de Atenas. Y los pisos de Atenas no son tan espaciosos como las casas de aquí. Temieron que María se viera obligada a dormir en un camastro en la sala de estar y pensaron que en el geriátrico estaría mejor. Pasado un año, la llamó su hermano y le propuso que fuera a vivir con él.
—¿Habían tenido algún contacto anteriormente?
—Ninguno. Ni con su hermano ni con su madre. Su familia la había abandonado.
—¿Y a qué se debía el interés repentino del hermano?
—Sólo puedo conjeturar. Según me contó María, su hermano permanecía soltero y había vivido siempre con la madre. Cuando la madre murió, el hermano se quedó solo y necesitaba a alguien que cuidara de él. Pensó que María no tenía a nadie en el mundo y que, por lo tanto, no podría volver aquí y la tendría a su merced.
—No contó con el veneno.
Vasiliadis levanta las manos en señal de impotencia pero no dice nada. Si yo no fuera policía, diría que el solterón tuvo su merecido. Sin embargo, hay una pregunta a la que no podemos responder con presunciones. ¿Por qué regresó María Jambu a Estambul? Podría haberse quedado en el pueblo de Drama, contar cualquier mentira para explicar la muerte de su hermano y librarse de las consecuencias. A los noventa, te libras de la cárcel de todas formas. Pero no lo hizo. Se sacó el pasaporte, compró un billete de autocar y vino a esta ciudad, donde logró desaparecer sin dejar rastro. Todo eso me da mala espina, aunque no sabría decir por qué.
En cuanto llego al hotel, llamo a Guikas por teléfono y le cuento la historia.
—Muy bien, mañana mismo tendrán la orden de arresto a través del consulado griego —me dice—. Enviaremos, además, otro documento, dirigido a la policía turca, solicitando que te acepten como representante de la policía griega.
Tardo casi un minuto en digerir lo que me acaba de decir y, aun así, conservo una mínima esperanza de haberle entendido mal.
—¿Qué quiere decir? —pregunto.
—Que te quedarás allí hasta que se aclare esta historia, Rostas.
—Señor director…
—Escúchame. No me fío ni un pelo de los turcos y no sé qué líos podrían montar a nuestras espaldas. Imagínate: una asesina de noventa años oriunda de la costa del Mar Negro… Pueden convertirla en cualquier cosa, desde espía a víctima de los griegos. Si mañana la cosa se tuerce, nuestros nacionalistas empezarán a gritar que los turcos nos han colado otra y no sabremos dónde escondernos. Por eso quiero que te quedes ahí y me avises a tiempo si ves algo sospechoso.
No podría decir que me lo esté pasando mal en este viaje, teniendo en cuenta las circunstancias, pero no me entusiasma en absoluto la idea de quedarme indefinidamente. Ahora que toda la familia tenemos los nervios hechos trizas, no quisiera estar mucho tiempo lejos de Atenas. Por otro lado, comprendo los temores de Guikas, aunque no los comparto. ¿Qué jugo pueden sacar los turcos de una nonagenaria que ha matado a su hermano en las afueras de Drama? Si hubiera alguna orden de arresto pendiente contra ella en Turquía, lo entendería, aunque, incluso en esas circunstancias, sería competencia del consulado. No obstante, aún nos quedan cinco días en Estambul y puedo ocuparme del asunto en mis ratos libres.
—Necesito que me envíe copia de las declaraciones que la policía de Drama tomó a los vecinos —le digo a Guikas.
—Dame un número de fax y las tendrás mañana.
Le doy el fax del hotel, que encuentro en un folleto informativo con los datos telefónicos, y cuelgo el auricular.
Adrianí, que se está preparando para nuestra salida nocturna, me mira con suspicacia en cuanto cuelgo y me veo obligado a explicarle lo sucedido.
—Rostas, quien con perros se acuesta, con pulgas se levanta, como decía mi pobre padre. —Ya me ha soltado uno de sus proverbios.
Además, me pregunto por qué mete a su padre, que era empleado del Departamento de Depósitos y Préstamos, con asuntos de perros, pero, en fin, qué se le va a hacer.
—Estás de vacaciones —añade—, no tienes por qué inmiscuirte. En todo caso, yo no pienso modificar mis planes por tu culpa.
Con esta declaración pone punto final a nuestra breve conversación. Y me deja para bajar al vestíbulo del hotel.