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En los ritos eclesiásticos, toda vigilia siempre va acompañada de su liturgia; entre nosotros, por el contrario, transcurre en silencio. Por la mañana nos despertamos sin cruzar palabra, nos vestimos sin cruzar palabra y Adrianí bajó a desayunar sin cruzar palabra. Yo consideré la posibilidad de quedarme en la habitación y pedir al servicio que me subiera un café, para librarme de la cara larga de mi mujer y de la gula adormilada de los demás viajeros, que vuelven a sus mesas con la pirámide de Keops en los platos.

Recordé, sin embargo, que de ese modo perdería un placer matinal que había reencontrado después de muchos años. El desayuno del hotel no incluía cruasanes. En cuanto lo descubrí, suspiré con alivio. Al menos me olvidaría del cruasán que me tomo cada mañana en la oficina. Sí había, en cambio, roscas de pan, y eso me recordaba los viejos tiempos, cuando almorzábamos roscas de pan en la comisaría, las abríamos y las rellenábamos con una fina loncha de queso. Entusiasmado, aquí desayuno todas las mañanas una rosca de pan con queso, y hoy tampoco pensaba renunciar a ese placer. Además, no iba a permitir que Adrianí me dejara encerrado en la habitación por culpa de la debilidad que siento por mi hija.

No obstante, no me senté a la misma mesa que ella. No lo hice para demostrarle que le guardaba rencor, sino para que los demás no vieran que no nos hablábamos. Se trata de un acuerdo implícito entre ambos, y siempre entra en vigor sin que jamás lo hayamos verbalizado. Si nos peleamos cuando estamos con otra gente, cada uno va por su lado, procuramos no interponernos uno en el camino del otro y fingimos que no pasa nada.

Fue así como acabé en la mesa de la familia Stefanakos, con el hijo analizando detalladamente los pros y los contras de todos los modelos de móviles que se encuentran en el mercado desde detrás de la pirámide de su plato y el padre contándonos orgulloso sus encontronazos con la «pasma» cuando era estudiante en la época de la dictadura. La alternativa habría sido sentarme a la mesa de Petrópulos. Él había sido director de una oficina de la Seguridad Social, y su mujer, directora de una oficina de Hacienda, y ambos son sosos por deformación profesional, una sosería que perdura más allá de la jubilación.

En el autocar, busco un asiento de los de atrás; consigo uno bastante alejado y trato de distraerme admirando por la ventanilla las vistas del Bósforo. En línea paralela a la nuestra navega un enorme petrolero y, a su lado, un ferry. Parecen un elefante y un ratón, porque el ferry apenas alcanza a ocultar el nombre de la compañía del petrolero. A la izquierda descubro dos mansiones de madera, ambas blancas como la nieve; una tiene terrazas y pequeños balcones, y la otra, una galería exterior y ventanas en fila; entre las dos se agobia una casa de doble planta, como si la hubieran arrancado de Atenas para trasplantarla aquí. Enfrente, la costa asiática está urbanizada como un autobús en hora punta: las casas, unas encima de otras, parecen empujarse para abrirse camino. Un enorme edificio con pinta de cuartel militar sobresale en primera línea de mar, solitario e imponente, sin que nadie se haya atrevido a construir a su lado. Mientras cruzamos el primer puente del Bósforo, oigo junto a mí la voz del estratega jubilado.

—Los Estrechos, las Termópilas de nuestros tiempos —explica—. El que guarda los Estrechos es el afortunado. Recuerda a Leónidas: «Defended las Termópilas». Fue el primero en decirlo.

No le contesto. Mantengo la mirada fija en el Bósforo, con la esperanza de contagiarle mi mutismo para que cierre el pico y se deje hechizar por las vistas. Por desgracia, él sólo piensa en asuntos estratégicos.

—Si quiere saber mi opinión, todo el valor estratégico de Turquía se concentra aquí. No está en la frontera norte, con el oso soviético, ni en la meridional, con el islam. Los Estrechos… Si fueran nuestros, los estadounidenses nos harían reverencias.

—¿Me permite una pregunta, mi general? ¿Tiene ojos para otra cosa que no sean los puntos estratégicos donde desplegaremos nuestras fuerzas?

Me mira y deja transcurrir un momento de silencio.

—Lo hago para no oxidarme —me explica con voz tranquila—. Desde el día de mi jubilación, gasto mis dotes estratégicas en las partidas de biriba[7]. —Mira hacia la parte delantera del autocar, donde su mujer está hablando por el móvil—. ¿Ve a mi mujer? ¿Sabe cuántas llamadas ha hecho desde esta mañana?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Al menos diez. ¿Y sabe para qué llama? Para saber si su perrita sufre, pues la ha dejado sola. —Hace una pausa, pero, al ver que no le contesto, continúa dando un suspiro—: El problema de Urania, mi mujer, es que soñaba con ser la esposa de Lord Mountbatten y acabó casándose con un soldado. ¿Se imagina cómo es la convivencia entre un soldado y una mujer que se cree una Lady, comisario? La perrita la acerca un poco a Mountbatten.

No sé qué decirle, aunque, desde luego, ahora me resulta menos antipático. Por suerte, Adrianí nunca se ha engañado a sí misma, siempre ha sabido quién soy: «Rostas Jaritos, madero griego». Y no sólo ha sabido conciliarse con esa verdad, sino que se enorgullece de mí.

Cuando nos detenemos en un café con vistas al Bósforo donde, según nos explican, sirven el mejor té de la ciudad, me acerco a Adrianí y le susurro al oído:

—Hemos destrozado a la familia. —Se lo digo medio en broma aunque, en el fondo, temo que sea cierto.

Me mira sorprendida y luego busca una mesa vacía donde podamos hablar.

—¿Cómo se te ocurre? —pregunta—. A veces tienes unas ideas…

—¿Qué quieres que te diga? No nos hablamos con Katerina, ella mantiene las distancias y ahora nosotros hasta hemos dejado de darnos los buenos días… La familia en liquidación. ¿Me equivoco?

Ella no me responde enseguida, sino que suelta un suspiro que podría interpretarse como un asentimiento.

—También es posible que el error sea nuestro. Quizás hubiese sido mejor dejar de lado los cabreos y no haberle llevado la contraria.

—Fue más por torpeza. Katerina no nos tiene acostumbrados a las disputas y no supimos cómo reaccionar.

—La culpa fue mía, sobre todo. Fui demasiado lejos. —Calla un momento, como si necesitara reflexionar, y concluye de forma definitiva—: Aunque lo hice más por los consuegros. No quería que le echaran a Katerina en cara el no haberse casado por la Iglesia. Ni a ella ni a nosotros. Es buena gente, pero un poco provinciana, qué quieres que te diga, tienen otros principios.

Estoy en un tris de soltarle que nosotros tampoco somos precisamente cosmopolitas —ella es de Siátista y yo de un pueblo de Kónitsa—, pero se me adelanta, como si me hubiera leído el pensamiento:

—Nosotros nos marchamos, pero ellos se quedaron. Somos distintos, lo mires como lo mires. Además, estabas tú por medio. ¿Qué ibas a decirles a tus colegas? ¿Y a Guikas?… —Luego me pregunta sin ambages—: ¿Crees que debería bajarme del burro y llamarla?

—No, no, olvídate. Hasta ahora nunca le hemos dejado a ella la iniciativa. Hagámoslo de una vez. A fin de cuentas, un poco de distancia nos vendrá bien a todos. Veremos con claridad en qué nos hemos equivocado.

Estamos a punto de levantarnos cuando se nos acerca la señora Murátoglu.

—¿Saben cómo tomaban antiguamente el té los turcos? —pregunta.

—Pues no.

—Colóquese un terrón de azúcar debajo de la lengua, comisario.

Normalmente, odio los experimentos por deformación profesional, porque cada vez que nombran a un ministro nuevo, este nos convierte en cobayas y acabamos tirándonos de los pelos. Sin embargo, no quiero disgustar a la señora Murátoglu y obedezco.

—Tome ahora un sorbo de té. —Percibo el suave endulzamiento del té—. Así tomaban también el rakí. No con cubitos de hielo, como si fuera whisky adulterado, sino primero un sorbo de rakí puro y luego un sorbo de agua. A los griegos y a los turcos de antaño les agradaba degustar primero un sabor puro y adulterarlo después.

Cuando volvemos al hotel, a primera hora de la tarde, tengo la intención de dormir un par de horitas antes de la salida nocturna, pero el joven recepcionista me quita las ganas.

—Tiene visita.

Me vuelvo, convencido de que voy a encontrarme con algún colega, pero para mi gran sorpresa veo al tipo que nos abordó anoche en el restaurante.

—Buenas tardes. ¿Se acuerda de mí?

—¡Cómo no! Nos vimos anoche en el restaurante.

Una vez aclarado dónde nos conocimos, él calla y me mira turbado.

—Tengo un problema muy grave y necesito su ayuda —dice con recelo.

—¿Qué ayuda le puede ofrecer un policía griego que ha venido a hacer turismo?

—Si pudiéramos sentarnos en alguna parte, se lo explicaría.

Hago señas a Adrianí, que me espera junto al ascensor, para que suba sola a la habitación, y sigo al amable extraño hasta el bar.

—En primer lugar, permítame que me presente. Me llamo Markos Vasiliadis y soy escritor. Mi familia era de esta ciudad. Aquí pasé mi infancia, aquí fui al colegio. Cuando éramos pequeños, teníamos en casa una mujer que nos crio a mi hermana y a mí. Se llama María Jambu o Jámbena, como solían llamarla en Constantinopla. Anoche quise averiguar si ella había viajado con ustedes.

—Lo recuerdo.

—María vive con su hermano menor en un pueblo en las afueras de Drama, en Grecia. Su familia era del Mar Negro. Últimamente, ella decía que quería volver a ver Constantinopla por última vez. —Hace una pequeña pausa, por si quiero hacerle alguna pregunta. Al ver que no, prosigue con su relato—: María es muy mayor. Debe de rondar los noventa, si no los ha cumplido ya. Desde luego, es de constitución fuerte; aun así, el viaje sería cansado para una mujer de su edad. Yo intenté disuadirla, pero es muy terca.

—E hizo el viaje.

—Exacto. Salió de Tesalónica en autocar. Después le perdimos el rastro. No sabemos si ha llegado aquí, no sabemos dónde se aloja, no sabemos nada. Temo que le haya ocurrido algo malo.

—¿Cuándo salió de Tesalónica?

Vasiliadis hace un gesto para indicar que lo ignora.

—No lo sé con exactitud. Hablamos por teléfono por última vez hace una semana. Supongo que debió de partir inmediatamente después.

—¿Tenía que ponerse en contacto con usted?

—Esto es lo que más me preocupa. Ella tiene mi número de móvil y le dije que me llamara. No lo ha hecho, ni una sola vez.

—¿Ha hablado con su hermano?

Vasiliadis levanta las manos.

—Lo he intentado repetidamente, pero nadie contesta al teléfono.

Se produce una pausa que nos da la oportunidad de contemplarnos en silencio. Obviamente, Vasiliadis espera que le sugiera una solución o que emprenda alguna acción, pero yo no tengo ganas. Una cosa es ir de vacaciones a la fuerza y otra, muy distinta, interrumpirlas voluntariamente.

—Acudí a la policía, pero no mostraron ningún interés —prosigue Vasiliadis—. Me dijeron que era muy pronto para empezar a buscarla, que debía pasar un tiempo antes de que puedan darla por desaparecida. Por supuesto, el hecho de que yo no sea pariente de María influyó negativamente y me miraron con suspicacia.

Empiezo a sospechar lo que quiere pedirme y la idea no me gusta en absoluto.

—¿Qué desea de mí, señor Vasiliadis?

—Que me acompañe a la policía. Quizá cuando sepan que usted es un colega de Grecia y que muestra interés por una griega, tengan a bien hacer algo.

—Pero usted sin duda comprende que no estoy aquí en misión oficial.

—Por eso me he dirigido a usted. Para que les pida un favor extraoficialmente.

No veo nada claro que mi mediación surta algún efecto. ¿Qué podría decirles a los polis turcos? Tenían razón en lo que contestaron a Vasiliadis. En Grecia le habríamos dicho lo mismo. ¿Qué más podría pedirles? ¿Que recorran una ciudad de quince millones de habitantes buscando a una tal María de noventa abriles? Llego a la conclusión de que debemos empezar por otro lado.

—Déjeme hablar primero con la comisaría de Drama, para que se pongan en contacto con su hermano. Después ya veremos. ¿Sabe cómo se llama el hermano?

—Yorgos Adámoglu, me parece; le llamaban Yannis. Adámoglu, desde luego. Del apellido estoy seguro.

—¿Y su pueblo?

—Está en las afueras de Drama. No sé si es un pueblo o, simplemente, un barrio periférico.

Durante un mes, Stéfanos Polizos, el jefe de la policía de Drama, y yo trabajamos juntos en el Departamento Anticorrupción y manteníamos una buena relación. Le llamo con el móvil y le cuento la historia.

—¿Podrías enviar a uno de tus hombres a hablar con el hermano? —pregunto al poco—. Quizás él sepa algo.

Tras un silencio se oye la voz de Polizos:

—No hace falta que envíe a nadie. Ya hemos estado allí.

—¿También otros han denunciado la desaparición de María Jambu? —me inquieto.

—Avisaron de que de la casa salía un fuerte hedor. Entramos y encontramos a Ioannis Adámoglu muerto desde hacía seis días.

—¿Cómo murió?

—Según el informe forense, por envenenamiento con pesticida. Todavía no sabemos si lo ingirió voluntariamente o lo envenenaron.

—¿Y su hermana?

—Desaparecida. No hay ni rastro de ella.

—¿Cabe la posibilidad de que también a ella la envenenaran?

—Pinta que no. Si hubieran comido juntos, la habríamos encontrado en la casa. De haber muerto más tarde, estaría en algún hospital. En todo caso, la estamos buscando.

El escritor Markos Vasiliadis me mira estupefacto.