CAPÍTULO II

EL MINISTRO DE JUSTICIA

Noviembre de 1985

1985 fue un año de esperanza para el mundo, pero no para Sudáfrica. Mijail Gorbachov llegó al poder en la Unión Soviética, Ronald Reagan tomó posesión como presidente para un segundo mandato y los dos líderes de la guerra fría celebraron su primera cumbre, el indicio más firme en cuarenta años de que las superpotencias podían convencerse mutuamente de aparcar sus estratagemas para la destrucción recíproca asegurada. Mientras tanto, Sudáfrica avanzaba en la dirección opuesta. Las tensiones entre los militantes antiapartheid y la policía estallaron en la escalada más violenta de hostilidades raciales desde que los casacas rojas de la reina Victoria y los regimientos del rey Cetshwayo se aniquilaron mutuamente en la salvaje carnicería de la guerra anglo-zulú de 1879. La dirección del CNA, en el exilio, animaba a sus partidarios en el interior a que se alzaran contra el gobierno, pero también llevaban a cabo su ofensiva en otros frentes: a través de los poderosos sindicatos, las sanciones económicas internacionales y el aislamiento diplomático. Y a través del rugby. El CNA llevaba diez años de campaña para privar a los sudafricanos blancos, especialmente a los afrikaners, del rugby internacional, la gran pasión de su vida. En 1985 fue cuando consiguieron sus mayores triunfos, al frustrar una gira prevista de los Springboks por Nueva Zelanda. Fue doloroso. El recuerdo reciente de aquella derrota inyectaba aún más fuerza a los musculosos brazos de los antidisturbios afrikaner cuando golpeaban con sus porras las cabezas de sus víctimas negras.

La única perspectiva que había ese año en el horizonte parecía ser la guerra civil. Un sondeo de opinión nacional llevado a cabo a mediados de agosto descubrió que el 70% de la población negra y el 30% de la blanca creían que el país se encaminaba en esa dirección. Pero, si las cosas llegaban a ese extremo, el vencedor no sería el CNA de Mandela, sino su principal adversario, el presidente P. W. Botha, más conocido en Sudáfrica como «P. W». o, por los amigos y enemigos en quienes despertaba temor, die groot krokodil, el gran cocodrilo. A mediados de 1985, Botha, que gobernó Sudáfrica entre 1978 y 1989, anunció el estado de emergencia y ordenó que 35.000 soldados de la Fuerza de Defensa Sudafricana, FDSA, entrasen en los distritos negros segregados. Era la primera vez que se pedía al ejército que ayudase a la policía a sofocar lo que el gobierno consideraba una rebelión cada vez más organizada. Tales sospechas se confirmaron cuando la dirección del CNA en el exilio respondió a la medida de Botha con un llamamiento a la «guerra popular» para hacer que el país fuera «ingobernable», lo que hizo que los blancos huyeran en masa del país —a Gran Bretaña, a Australia, a Estados Unidos—. 1985 fue el año en el que los espectadores de televisión de todo el mundo se acostumbraron a ver Sudáfrica como un país de barricadas humeantes en el que los jóvenes negros lanzaban piedras contra policías blancos armados de fusiles, en el que los vehículos blindados de la FDSA avanzaban como naves extraterrestres sobre muchedumbres negras aterrorizadas. De acuerdo con las normas del estado de emergencia, las fuerzas de seguridad disponían de poderes prácticamente ilimitados de búsqueda, incautación y detención, además de la tranquilidad de saber que podían atacar a los sospechosos con impunidad. En los quince meses anteriores a la primera semana de noviembre de ese año, 850 personas murieron en actos de violencia política y miles fueron encarcelados sin cargos.

En ese clima, ese año, Mandela lanzó su ofensiva de paz. Convencido de que las negociaciones eran la única forma de acabar definitivamente con el apartheid, decidió afrontar el reto solo y, como se vio después, con las manos atadas. A principios de año, los médicos habían descubierto que tenía problemas de próstata y, temiendo que fuera cáncer, decidieron que necesitaba ser operado con urgencia. Habían hecho el diagnóstico en la cárcel de Pollsmoor, donde había sido trasladado desde Robben Island tres años antes, en 1982. Pollsmoor, en tierra firme, cerca de Ciudad del Cabo, fue la cárcel en la que compartió la gran celda con Walter Sisulu y otros tres presos veteranos a los que ponía furiosos con sus carreras antes de amanecer. La operación, llevada a cabo el 4 de noviembre de 1985, fue un éxito, pero Mandela, que tenía ya sesenta y siete años, tuvo que permanecer bajo observación. Los médicos ordenaron que convaleciera en el hospital durante tres semanas más.

Durante ese interludio, la primera estancia de Mandela fuera de la cárcel en veintitrés años, comenzaron sus diez años de intentos de ganarse a la Sudáfrica blanca. Por una coincidencia histórica extraordinaria, fue el mismo mes en el que se reunieron Reagan y Gorbachov. Igual que el presidente estadounidense se disponía a emplear su encanto para ganarse al líder soviético, Mandela se preparaba para utilizar la suya con Kobie Coetsee, el hombre que ocupaba el cargo con el título más contradictorio del mundo: ministro de Justicia de Sudáfrica.

Si la cumbre de las superpotencias en Ginebra fue un espectáculo mediático, la reunión sudafricana se llevó a cabo en el mayor de los secretos. La prensa no se enteró de ella hasta cinco años después pero, aunque la hubiera conocido en su momento, incluso si la noticia se hubiera filtrado, habría sido difícil encontrar a alguien que se la creyera. El CNA era el enemigo, los instigadores de un «ataque total» de inspiración soviética, en palabras de P. W. Botha, y contra quienes las fuerzas de seguridad del Estado habían lanzado lo que él llamaba una «estrategia total». No había nada más inconcebible que la idea de que el régimen de Botha negociase con los «terroristas comunistas», y mucho menos con su líder encarcelado.

Aun así, si algún miembro del gobierno debía contactar con el enemigo, ése tenía que ser Coetsee, cuya cartera no sólo abarcaba la Justicia sino también los Servicios Penitenciarios, es decir, el sistema de prisiones. Además, Botha escogió a Coetsee para ser su emisario secreto porque era de una lealtad ciega: uno de los pocos miembros de su gabinete en el que Botha podía confiar para que se comportase con discreción. Por otra parte, era Coetsee quien había recibido, como sus predecesores en el ministerio de Justicia, las largas cartas de Mandela solicitando la entrevista. Con dichas solicitudes, Mandela no hacía más que continuar una tradición infructuosa del CNA, desde su fundación en 1912, de intentar convencer a los gobiernos blancos para que se sentaran a debatir con ellos el futuro del país. Pero ahora, por fin, iba a suceder: las primeras conversaciones entre un político negro y un miembro destacado del gobierno blanco. El motivo de Botha para aprobar el encuentro era, en parte, la curiosidad; el CNA había lanzado en 1980 una campaña para liberar a Mandela y éste se había convertido ya en el preso más famoso y menos conocido del mundo. Pero a Botha le impulsaba sobre todo la situación cada vez más volátil en los distritos segregados y las presiones crecientes del mundo exterior. Tenía la sensación de que había llegado el momento de tantear las posibilidades de reconciliación, de aventurarse a intentar probar si, un día, podría ser posible la convivencia con la Sudáfrica negra. Como explicaría Coetsee posteriormente: «Nos habíamos metido nosotros mismos en un rincón y necesitábamos encontrar la forma de salir».

Lo curioso era que, aunque Mandela había sido el solicitante, era Coetsee el que se sentía incómodo. Se trataba de una mezcla de culpabilidad y miedo; culpa porque iba a ver a Mandela como emisario del gobierno que estaba matando a su gente; miedo porque había leído el expediente de Mandela y le inquietaba la perspectiva de ver cara a cara a un enemigo aparentemente tan despiadado. «La imagen que me había formado de él —dijo durante una entrevista en Ciudad del Cabo pocos años después de dejar el gobierno—, era la de un líder decidido a hacerse con el poder, si llegaba la oportunidad, sin importarle el coste en vidas humanas». Del expediente de Mandela, Coetsee debió de extraer también la imagen mental de un ex boxeador de los pesos pesados que, diez meses antes, había tenido la temeridad de humillar a su adusto y malhumorado jefe, P. W. Botha, delante de toda la nación. Botha se había ofrecido públicamente a dejar en libertad a Mandela, pero había exigido unas condiciones previas. Mandela tenía que prometer abandonar la «lucha armada» que él mismo había iniciado al fundar el brazo militar del CNA, Umkhonto we Sizwe (Lanza de la Nación), en 1961, y tenía que comportarse «de manera que no haya que detenerle» con arreglo a las leyes del apartheid. Mandela respondió con una declaración leída por su hija Zindzi durante una concentración en Soweto. Desafió a Botha a renunciar a la violencia contra los negros y ridiculizó la idea de que él podía quedar en libertad cuando, mientras existiera el apartheid, todas las personas negras seguían viviendo cautivas. «No puedo y no voy a hacer ninguna promesa cuando ni vosotros, el pueblo, ni yo somos libres —decía la declaración—. Vuestra libertad y la mía no pueden estar separadas».

Coetsee tenía dudas comprensibles sobre la reunión, pero la balanza se inclinaba a su favor. Al fin y al cabo, Mandela era el preso, y Coetsee el carcelero; Mandela estaba delgado y débil tras la operación, vestido con ropa de hospital —bata, pijama y zapatillas— mientras que Coetsee, de traje y corbata ministeriales, derrochaba salud. Y Mandela tenía mucho más que perder en la reunión que Coetsee. Para Mandela era una oportunidad a vida o muerte que quizá no se repetiría; para Coetsee era un encuentro exploratorio, casi un acto movido por la curiosidad. A ojos de Mandela, era la oportunidad que había buscado, desde que se inició en la política cuatro décadas antes, de tener una conversación seria sobre la dirección que iba a tomar el país en el futuro, entre la Sudáfrica blanca y la Sudáfrica negra. De todos los retos que afrontaría posteriormente con sus poderes de seducción política, ninguno estaría tan lleno de peligros. Porque, si hubiera fracasado, si hubiera discutido con Coetsee o si no hubiera habido química entre ellos, aquél habría podido ser el principio y el fin de todo.

Pero, desde el momento en el que Coetsee entró en la habitación del hospital de Mandela, las aprensiones por ambas partes se evaporaron. Mandela, un anfitrión modelo, mostró su sonrisa espléndida e hizo que Coetsee se sintiera a gusto y, casi al instante, para sorpresa discretamente contenida de ambos, preso y carcelero se encontraron charlando de forma amigable. Cualquiera que les hubiera visto sin saber quiénes eran habría pensado que se conocían bien, como un consejero real conoce a su príncipe o un abogado a su mejor cliente. En parte, porque Mandela, que mide 1,83 metros, empequeñecía a Coetsee, un tipo menudo y pizpireto con grandes gafas de montura negra y pinta de abogado urbanista. Pero, sobre todo, por una cuestión de lenguaje corporal, por el efecto que la actitud de Mandela tenía en la gente con la que hablaba. En primer lugar, su postura erguida. Luego, su forma de dar la mano. Nunca se agachaba, ni inclinaba la cabeza. Todo el movimiento lo hacía con la articulación del brazo y el hombro. Si a eso se añadían el enorme tamaño de su mano y su piel curtida, el resultado era majestuoso e intimidatorio. O lo habría sido de no ser por su mirada cálida y su inmensa sonrisa.

«Tenía un don natural —recordaba Coetsee, entusiasmado—, y me di cuenta desde el momento en que lo vi. Era un líder nato. Y también afable. Estaba claro que el personal del hospital le tenía simpatía y, pese a ello, le respetaba, aunque sabían que era un preso. Y no había duda de que dominaba su entorno».

Mandela mencionó a gente de los Servicios Penitenciarios que ambos conocían; Coetsee le preguntó por su salud; charlaron sobre un encuentro casual que Coetsee había tenido con la mujer de Mandela, Winnie, unos días antes en un avión. A Coetsee le sorprendieron la disposición de Mandela a hablar en afrikaans y su conocimiento de la historia afrikaans. Fue todo muy cordial. Sin embargo, los dos eran conscientes de que la importancia de la reunión no residía en las palabras que intercambiasen, sino en las que se quedaran sin decir. El hecho de que no hubiera ninguna animosidad ya era una señal, transmitida y recibida por ambos, de que había llegado la hora de explorar la posibilidad de un cambio fundamental en la forma de relacionarse políticamente la Sudáfrica negra y la Sudáfrica blanca. Fue, como diría Coetsee, el comienzo de una nueva práctica, «hablar en vez de luchar».

La ausencia de cámaras, el tranquilizador entorno del hospital, el pijama, la afabilidad sin consecuencias de la charla, todo disimulaba la realidad de que Mandela había conseguido llevar a cabo la proeza aparentemente imposible por la que el CNA llevaba luchando setenta y tres años. ¿Cómo lo había hecho? Como todos los que son muy buenos en su trabajo —sean atletas, pintores o violinistas—, había trabajado mucho y durante largo tiempo para desarrollar su talento natural. Walter Sisulu había vislumbrado al líder en él desde el día en el que se conocieron, en 1942. Sisulu, seis años mayor que Mandela, era un veterano organizador del CNA en Johanesburgo; Mandela, que tenía veinticinco años, acababa de llegar del campo. Mandela era un paleto en comparación con la sofisticación urbana de Sisulu, pero el astuto activista que era este último, al observar al joven que se mantenía erguido ante él, vio algo que podía serle útil. «Me impresionó más que cualquier otra persona que había conocido —dijo Sisulu más de medio siglo después de aquel primer encuentro—. Su aire, su simpatía… Yo buscaba a gente de cierto calibre para ocupar puestos dirigentes y él fue un regalo de los dioses».

Mandela solía decir en broma que, si no hubiera conocido a Sisulu, se habría ahorrado muchas complicaciones en la vida. La verdad es que Mandela, cuyo nombre en xhosa, Rolihlahla, significa «alborotador», hizo lo indecible para buscar esas complicaciones y demostró tener talento para adoptar gestos de valor político durante el movimiento pacífico de resistencia en los años cuarenta y cincuenta. Había que organizar actos públicos que crearan conciencia política y dieran ejemplo de audacia a la población negra en general. Mandela, «voluntario jefe» de la «campaña de desafío» de aquel periodo, fue el primero que quemó su documento de identidad de hombre negro, conocido como «carnet de paso», un método humillante que impuso el gobierno del apartheid para asegurarse de que los negros no entrasen en las zonas blancas más que para trabajar. Antes de quemar el carnet, escogió el momento y el lugar que podían causar el máximo impacto en los medios. Las fotografías de la época le muestran sonriendo para las cámaras mientras infringía aquella ley fundamental del apartheid. En el plazo de unos días, miles de personas negras seguían su ejemplo.

Como presidente de la Liga Juvenil del CNA en los años cincuenta, destacó como un individuo extraordinariamente seguro de sí mismo. Durante una reunión de la máxima dirección del CNA, un acto de etiqueta en el que se presentó con un pulcro traje marrón, sorprendió a todo el mundo con un discurso en el que predijo que él sería el primer presidente negro de Sudáfrica.

Tenía algo del desparpajo del joven Mohamed Alí, y no sólo por el hecho de que boxeaba para mantenerse en forma, una forma física que le gustaba exhibir. Varias fotografías le muestran posando para las cámaras, desnudo de cintura para arriba y en posturas clásicas de boxeo. En las fotografías en las que aparece con traje, tiene un aire de estrella romántica de Hollywood. En los años cincuenta era ya el rostro más visible de la protesta negra, y vestía de forma impecable: el único hombre negro que se hacía los trajes en el mismo sastre que el hombre más rico de Sudáfrica, el magnate del oro y los diamantes Harry Oppenheimer.

Cuando el CNA emprendió la lucha armada en 1961, en gran parte a instancias de Mandela, y él se convirtió en comandante en jefe del brazo militar, Umkhonto we Sizwe, abandonó los trajes y se pasó al chic revolucionario, tomando como modelo a uno de sus héroes, el Che Guevara. En el último acto público al que asistió antes de ser detenido en 1962, una fiesta en Durban, apareció vestido de guerrillero, con uniforme de camuflaje. En aquel momento era el hombre más buscado de Sudáfrica, pero era tal la importancia que daba a mantener una actitud desafiante y tal el placer que le producía el destacar en una multitud, que rechazó el consejo de sus camaradas de que se afeitase la barba que se había dejado para imitar al Che y con la que aparecía en los carteles de búsqueda de la policía.

Si su vanidad supuso, al menos en parte, su caída, también supo utilizarla. En la cárcel, acusado de sabotaje, decidió que en su primera aparición ante el tribunal iba a volver a acaparar toda la atención. Entró en el juzgado con una lentitud y una autoridad deliberadas, vestido, como correspondía a su categoría en el clan xhosa en el que se crió, con el elaborado atuendo de un alto caudillo africano: una piel de animal sobre el pecho, cuentas en torno al cuello y en los brazos. Mientras caminaba hacia su silla, la sala cayó sumida en silencio; incluso el juez tuvo que hacer un breve esfuerzo para encontrar su voz. Se sentó, y, luego, a un gesto del juez, se levantó, y examinó lentamente la sala antes de comenzar un discurso electrizante. Empezó: «Soy un hombre negro en un tribunal de hombres blancos», y consiguió exactamente el objetivo nacional que buscaba, crear un espíritu incólume de desafío negro.

Fue un descubrimiento importante. La cárcel podía servir también de escenario político; también desde detrás de las rejas podía causar impacto. Aquello cambió su forma de ver la sentencia que le aguardaba y, a partir de aquel momento, aprovechando la experiencia que había adquirido como abogado defendiendo a clientes negros en los tribunales blancos durante los años cincuenta, utilizó la cárcel como campo de entrenamiento, un lugar en el que prepararse para la gran partida que le esperaba al salir. Refinó su talento natural para el teatro con el fin de lograr sus fines políticos y ensayó su papel ante sus guardianes y ante otros presos para afrontar el destino triunfante que tenía la temeridad de creer que le aguardaba fuera.

El primer reto era conocer a su enemigo, una tarea que emprendió con el mismo rigor que dedicaba a su ejercicio físico. Disponía de dos herramientas: libros —en los que aprendió sobre la historia de los afrikaners y estudió su lengua— y los guardias afrikaners de la prisión, unos hombres sencillos que ocupaban el estrato inferior en el gran sistema laboral que daba prioridad a los blancos. Fikile Bam, que compartió cárcel con Mandela durante algún tiempo, recordaba con viveza la seriedad con la que, desde el principio de su condena, Mandela se propuso comprender la mentalidad afrikaner. «En su opinión —y era lo que nos predicaba a los demás—, el afrikaner era africano. Pertenecía a la tierra, y cualquier solución que se encontrara para los problemas políticos iba a tener que contar con los afrikaners».

En aquel tiempo, la postura oficial del CNA era que el poder afrikaner era una versión actualizada del colonialismo europeo. Hizo falta mucho valor para que Mandela se opusiera a esa opinión, que declarase que los afrikaners tenían tanto derecho a ser llamados africanos como los negros con los que compartía la celda. Y tampoco disimuló su nueva pasión por aprender cosas del pasado de los afrikaners. «Tenía un gran interés por los personajes afrikaners históricos, entre ellos los líderes afrikaners durante la guerra de los bóers —explicaba Bam—. Sabía de memoria los nombres de los distintos generales bóers».

En la cárcel, Mandela se inscribió en un curso de lengua afrikaans durante un par de años, y nunca desperdició la oportunidad de mejorar su dominio del idioma. «No tenía absolutamente ningún reparo en saludar a la gente en afrikaans ni en probar su afrikaans con los guardias. Otros presos tenían sus dudas e inhibiciones, pero Nelson no. Quería conocer de verdad a los afrikaners. Y los guardias le eran muy útiles para su propósito».

Y no sólo para aprender el idioma. Mandela vio a aquellos hombres, el rostro más visible e inmediato del enemigo, y se marcó un objetivo: convencerlos para que le tratasen con dignidad. Si lo lograba, pensó, habría muchas más probabilidades de poder hacer lo mismo, un día, con los blancos en general.

Sisulu le había observado fuera de la cárcel, le observó en la cárcel y —como el entrenador que descubre al joven boxeador que luego se convierte en campeón de los pesos pesados— se felicitó por la astucia de su elección. Sisulu siempre estuvo, porque lo prefería, a la sombra de Mandela, pero éste le pidió consejo sobre asuntos personales y políticos toda su vida. Fue Sisulu, por ejemplo, el que mejor comprendió cómo ablandar los corazones de los carceleros blancos. La clave, como explicaría mucho después, era el «respeto elemental». No quería aplastar a sus enemigos. No quería humillarlos. No quería pagarlos con la misma moneda. Sólo quería que les tratasen con respeto.

Eso era precisamente lo que querían también los hombres blancos que controlaban la prisión, duros y de escasa educación, y eso es lo que Mandela se esforzó en darles desde el principio, por muy horrorosa que le hicieran la vida. Su celda, su casa durante dieciocho años, era más pequeña que un cuarto de baño. Medía 2,5 × 2,1 metros, o tres pasos por dos y medio de Mandela, y tenía una pequeña ventana con barrotes, de 30 cm2, que daba a un patio de cemento en el que los presos se sentaban durante horas a romper piedras. Mandela dormía sobre un colchón de paja, con tres mantas muy finas que eran su única protección contra el frío viento de los inviernos del Cabo. Como los demás presos políticos, que contaban con menos privilegios que los presos comunes del ala lujosa de la isla, estaba obligado a llevar pantalón corto (los largos sólo se los daban a los presos indios o mulatos, no a los africanos negros), y la comida era escasa y deprimente: unas gachas de maíz aderezadas, los días buenos, con cartílago. Mandela empezó pronto a perder peso, y la falta de vitaminas hizo que su piel se volviera amarillenta, pero, aun así, se veía obligado a trabajar duramente, o con un pico en la cantera de cal de la isla o recogiendo algas que se exportaban a Japón como fertilizante. Para lavarse, les daban cubos de agua fría del Atlántico.

Dos meses después de la llegada de Mandela a Robben Island, su abogado, George Bizos, tuvo la primera oportunidad de ver lo que la cárcel le estaba costando. Mandela estaba mucho más delgado e iba vestido de forma humillante, con aquellos pantalones cortos y zapatos sin calcetines. En torno a él, formando una caja, había ocho guardias elegantemente uniformados, dos delante, dos detrás y dos a cada lado. Sin embargo, desde el momento en el que Bizos vio a su cliente, se dio cuenta de que Mandela se movía con un aire distinto al del típico preso. Cuando salió del furgón penitenciario con su escolta, fue él, y no los guardias, el que marcó el paso. Bizos se abrió paso entre los dos guardias de delante y abrazó a su cliente, para confusión de los funcionarios, a los que nunca se les había ocurrido la idea de que un hombre blanco pudiera abrazar a uno negro. Los dos charlaron brevemente y Mandela le preguntó a su viejo amigo por la familia, pero de pronto se interrumpió y dijo: «George, perdona, no te he presentado a mi guardia de honor», y le nombró a cada uno de los agentes. Los guardias se quedaron tan asombrados, recordaba Bizos muchos años después, «que se comportaron verdaderamente como una guardia de honor y me dieron la mano con todo respeto».

No siempre era así. Los guardias y los jefes de la prisión rotaban, inevitablemente, y algunos regímenes fueron brutales, mientras que otros fueron relativamente benignos. Mandela, reconocido por los demás presos políticos como líder desde el primer día, perfeccionó el arte de manipularlos a todos, independientemente de su carácter. Se esforzó en convencer a los presos de que, en el fondo, todos los guardias eran seres humanos vulnerables, que era el sistema el que había convertido a muchos de ellos en animales. Pero eso no quería decir que, cuando la ocasión lo exigía, Mandela no supiera defender activamente sus derechos. La única vez en la isla que un guardia estuvo a punto de golpearlo, Mandela, abogado y boxeador, se mantuvo firme y le dijo: «Como me ponga la mano encima, le llevaré ante el más alto tribunal del país. Y, cuando acabe con usted, será tan pobre como una rata». El guardia refunfuñó y gruñó, pero no le pegó y se alejó humillado.

En la mini Sudáfrica que era la isla, los presos negros se enfrentaban al régimen carcelario blanco como lo habían hecho ante el gobierno cuando eran libres. La desobediencia civil era el principio general, y se manifestaba en huelgas de hambre, huelgas de celo y el hábito de mantener toda la dignidad que podían. Los guardias con los que se encontró Mandela cuando llegó a la isla estaban acostumbrados a que los presos les llamasen baas, «jefe». Mandela se negó y, aunque sufrió intimidaciones por ello, nunca cedió.

Las condiciones penitenciarias en el pequeño feudo de la isla, antiguamente una colonia de leprosos y un manicomio, dependían mucho de la personalidad del oficial que estuviera a cargo en un momento dado. En 1970, un hombre discreto y afable llamado Van Aarde fue sustituido por el coronel Piet Badenhorst, el personaje más temible que Mandela iba a conocer durante sus años tras las rejas. Badenhorst y los nuevos reclutas que llevó consigo a la isla crearon un reinado de terror que duró un año. Badenhorst era incapaz de abrir la boca sin soltar tacos, y se acostumbró a dirigir los peores insultos a Mandela. Sus guardias seguían el ejemplo del jefe: zarandeaban a los presos de camino a la cantera, sometían sus celdas a registros inesperados y confiscaban sus preciados libros, entre ellos las obras de Shakespeare y los clásicos griegos que eran los favoritos de Mandela y Sisulu. Un día de mayo de 1971, por la mañana, los guardias de Badenhorst entraron en la galería política, sección B, borrachos. Ordenaron a los presos que se desnudasen mientras registraban las celdas. Una hora después, uno de los presos se desvaneció y, cuando otro protestó y arremetió contra ellos, le dieron tal paliza que su celda acabó salpicada de sangre.

Mandela mantuvo la calma y, bajo su dirección, los presos recuperaron las lecciones que habían aprendido fuera, en la lucha política. Pidieron ayuda más allá de su microcosmos de la isla. Enviaron mensajes a través de visitantes y la Cruz Roja internacional. También llegó ayuda de la política progresista más conocida en el parlamento sudafricano, Helen Suzman, que visitó a los presos en la isla y, por indicación de ellos, habló con Mandela, al que habían elegido de forma unánime como portavoz.

El momento decisivo se produjo cuando tres jueces visitaron la cárcel a finales de 1971. En presencia de Badenhorst, se entrevistaron con Mandela, que no se contuvo y denunció el duro trato que les propinaba el coronel. Habló de la pobre dieta y los duros trabajos, pero se detuvo, sobre todo, en el incidente de los guardias borrachos que habían desnudado y golpeado a los presos. Badenhorst le hizo un gesto con el dedo y dijo: «Ten cuidado, Mandela. Si hablas de cosas que no has visto, te vas a meter en un lío, ¿me entiendes?» Mandela aprovechó el error de Badenhorst. Se volvió, triunfante, a los jueces, como si volviera a ejercer de abogado en un tribunal, y les dijo: «Caballeros, ya ven ustedes el tipo de hombre que tenemos como comandante. Si es capaz de amenazarme aquí, en su presencia, pueden imaginarse lo que hace cuando no están». Un juez se volvió hacia los otros dos y dijo: «El preso tiene mucha razón».

Mandela había domado a su torturador. Después de la visita de los jueces, la situación en la cárcel mejoró y, al cabo de tres meses, llegó la noticia de que iban a trasladar a Badenhorst. Pero la historia no se quedó ahí. Todavía estaba por llegar lo más interesante, porque tendría un efecto en Mandela que influiría en su actitud respecto a los «opresores» afrikaners el resto de su vida y fue decisivo cuando, por fin, pudo entablar el combate político con ellos.

Unos días antes de que Badenhorst se fuera, el comisario nacional de prisiones, un tal general Steyn, visitó Robben Island. Se entrevistó con Mandela en presencia de Badenhorst. Al terminar la entrevista y cuando Steyn ya no podía oírle, Badenhorst se acercó a Mandela y, con una voz extraordinariamente cortés, le informó de su inminente partida. Luego dijo: «Sólo quiero desear buena suerte a su gente». Mandela se quedó momentáneamente sin saber qué decir, pero luego se recobró lo suficiente como para darle las gracias y desearle también buena suerte en su nuevo puesto.

Mandela reflexionó sobre ese incidente y examinó las enseñanzas que podían sacarse de él, cómo un hombre al que había considerado cruel y salvaje, al final, había revelado tener una luz más suave. Aparcó esas reflexiones, pero también encontró formas de utilizarlas enseguida. Aplicando las estrategias que había desarrollado durante sus siete años en Robben Island, utilizó toda la ayuda que pudo de gente como Helen Suzman y el sistema judicial para hacer que la cárcel fuera un lugar más habitable. A finales de los setenta, no sólo había mejorado mucho la calidad de la comida, la ropa y las camas respecto a 1964, no sólo se habían terminado la recogida de algas y los trabajos forzosos en la cantera, sino que se habían añadido todo tipo de lujos inimaginables. Los presos podían ver películas, oír la radio en un sistema de altavoces por todas las instalaciones y, lo mejor de todo, hacer deporte. Incluido el tenis, curiosamente. También el fútbol, el pasatiempo favorito de la Sudáfrica negra. A insistencia de las autoridades, se añadió a la lista el rugby. Las normas eran que una semana se jugaba al fútbol y otra al rugby, siempre de manera alterna. Los presos más jóvenes jugaban al rugby y oían retransmisiones de partidos importantes en la radio, aunque todos ellos apoyaban ruidosamente a los equipos rivales.

Eso llegaría mucho más tarde. Antes se produjo la conversión de Kobie Coetsee, aquel día de noviembre de 1985.

Cuando Mandela fue dado de alta en el hospital, el 24 de noviembre de 1985, Botha coincidió con Coetsee en que no debía volver a la amplia celda que había compartido los tres años anteriores con sus cuatro viejos camaradas. Permanecería en Pollsmoor pero iba a estar en una celda propia, en una parte vacía de la cárcel. No era un castigo, sino un primer paso hacia la libertad. Se trataba de mantener los nuevos contactos entre Mandela y el gobierno en el máximo secreto posible, incluso ante los demás presos. Mandela agradeció el hecho de tener el espacio que necesitaba para ordenar sus ideas y elaborar su estrategia. Además, Coetsee se encargó de proporcionar a Mandela, en su celda solitaria, un trato de favor como ningún baas le había dado jamás a un hombre negro en Sudáfrica. Su comida mejoró y empezó a recibir periódicos, una radio y acceso a un invento desconocido en Sudáfrica cuando él ingresó en la cárcel, una televisión.

Tenía asimismo la compañía de un guardia llamado Christo Brand que había sido trasladado con él desde Robben Island y que le adoraba. Criado en una granja, Brand había tenido su primer contacto con la electricidad a los diez años y había abandonado la escuela a los quince. Era un hombre que tenía la mitad de años que Mandela, amable, que consideraba a su preso casi como un padre. Mandela cumplía su papel: entre otras cosas, escribía cartas a la esposa de Brand para quejarse de que su marido no hacía lo suficiente para mejorar; que era muy inteligente y, si se le convencía para que estudiara, podía hacer algo más con su vida. El hijo de Brand, Riaan, que nació en 1985, se convirtió también en una especie de nieto postizo de Mandela. Brand metió a Riaan clandestinamente en Pollsmoor cuando tenía ocho meses para que Mandela pudiera cogerlo en brazos. Mandela lo hizo y los ojos se le humedecieron; llevaba veintitrés años sin poder tocar a ninguno de sus seis hijos. A medida que Riaan fue creciendo, Mandela nunca dejó de preguntar cómo le iba en el colegio, y le escribió puntualmente cartas cada año por su cumpleaños.

Los altos jefes de Pollsmoor, más distantes, eran más difíciles de abordar que Brand. Mandela tuvo que mantener agudizados sus sentidos para ganárselos. El oficial a cargo del ala C de la cárcel, de máxima seguridad, era un tal comandante Van Sittert, un hombre que, como contó después Brand, se sentía más a gusto tratando con presos comunes que con los políticos. «El comandante solía visitar las celdas una vez al mes —contaba Brand—. Los presos políticos le parecían una molestia: se quejaban y pedían cosas con mucha más frecuencia que los presos comunes; además, el comandante no hablaba inglés muy bien, y también por eso se sentía incómodo con ellos». Mandela era ya famoso en todo el mundo, una auténtica celebridad. Y eso irritaba todavía más al comandante Van Sittert, hacía que estuviera más incómodo en su presencia.

Mandela se lo pensó mucho. Había sometido a todos los demás jefes, pero el picajoso e inseguro Van Sittert iba a poner verdaderamente a prueba sus poderes de seducción. Habló con Brand para intentar encontrar algún punto flaco. Y gracias a él lo encontró. Sittert era un fanático del rugby. Así que Mandela, que no era especialmente aficionado a ese deporte, se propuso aprender celosamente todo lo relacionado con él antes de la visita mensual del comandante. Por primera vez en su vida, leyó las páginas de rugby de los periódicos, vio los programas deportivos en televisión y se propuso estar al tanto de las últimas noticias para poder hablar con el comandante sobre su gran pasión de forma más o menos creíble.

Mandela tenía otro incentivo además de la satisfacción política de hacerse con una nueva presa blanca. Tenía una necesidad concreta, una petición que quería hacer, que afectaría su bienestar inmediato y que sólo el comandante podía conceder. No quería esperar otro mes para tener una oportunidad de lograr lo que necesitaba, así que tenía que aprovechar el momento cuando surgiera. Mandela se entrevistó con el comandante Van Sittert por primera vez en el corredor, delante de su celda. Y, aunque la vestimenta volvía a situarlo en desventaja, como había ocurrido el día en que conoció a Kobie Coetsee, porque él iba vestido de preso y el comandante como un oficial del ejército, Mandela volvió a dominar la situación. Recibió al comandante como si fuera un invitado en su casa. Y, sabiendo lo poco que le gustaba a Van Sittert hablar inglés, se dirigió a él en afrikaans.

«Mandela estuvo muy educado, como de costumbre —recordaba Brand—. Le saludó con una gran sonrisa e inmediatamente se puso a hablar de rugby. ¡Me sorprendió muchísimo! Ahí estaba, diciendo que tal jugador lo estaba haciendo muy bien, pero que aquel otro no estaba dando el máximo rendimiento y había decepcionado en el último partido, y que quizá había llegado la hora de dar una oportunidad a no sé qué jugador joven, porque parecía muy prometedor, y así sucesivamente». Cuando el comandante superó su propio asombro, se animó y se mostró de acuerdo con Mandela prácticamente en todos sus argumentos. «Podía verse cómo al comandante se le iban despejando todas las dudas», terminó Brand.

Después de tender la trampa, Mandela atrajo al comandante hacia ella. Le llevó lentamente a su celda, mencionando como de casualidad que tenía un pequeño problema, que estaba seguro de que el comandante no querría que tuviera que aguantar un hombre de rugby como él. Le dijo que estaba recibiendo más comida para el almuerzo que para la cena y que, por ese motivo, había adoptado la costumbre de guardarse parte del almuerzo para la tarde. Lo malo era que, para entonces, la comida se había enfriado. Pero había una solución, dijo Mandela. Había oído hablar de una cosa llamada calientaplatos. Le parecía que era la solución para su dilema. «Comandante —dijo—, ¿sería posible que me ayudara a obtener uno?»

Para sorpresa de Brand, Van Sittert capituló sin resistencia. «¡Brand —ordenó—, vaya y consígale a Mandela un calientaplatos!»

Obtuvo todo eso y más cuando volvió a reunirse en secreto con Kobie Coetsee, esta vez en su casa. El ministro, deseoso de otorgar a Mandela la dignidad que consideraba que merecía, dispuso que las autoridades de la prisión le pusieran una chaqueta por primera vez en veintitrés años y que le llevaran, no en un furgón, sino en un elegante coche. En ese segundo encuentro, el contenido de la discusión fue más explícitamente político. Coetsee, satisfecho, informó a Botha de que la cárcel parecía haber suavizado a Mandela, que ya no era el agitador y terrorista y parecía dispuesto a estudiar un acuerdo con los blancos.

Mandela obtuvo más privilegios. Brand y Van Sittert se sorprendieron al recibir órdenes de que pasearan a Mandela en coche por Ciudad del Cabo. Un pequeño comité formado por personas de confianza de Botha, que sabían de las conversaciones secretas (Coetsee, Niël Barnard, jefe del Servicio Nacional de Inteligencia, y uno o dos más), temía que, si se enteraba todo el gobierno de las negociaciones, alguien podía acabar filtrando el asunto a la prensa. No obstante, les parecía tan importante que Mandela empezara a aclimatarse a la vida fuera de la cárcel que incluso autorizaron a sus guardias a dejar que saliera a dar pequeños paseos por su cuenta, a mezclarse con la población local desprevenida. En una ocasión, Christo Brand se lo llevó a su casa y le presentó a su mujer y sus hijos. Otro día, dos guardias le llevaron en coche hasta una ciudad llamada Paternoster, a 100 kilómetros al norte de Ciudad del Cabo, en la costa del Atlántico. Mientras Mandela paseaba solo por la prístina playa blanca de la ciudad, apareció de pronto un autobús lleno de turistas alemanes. Los dos oficiales se asustaron y temieron que le reconocieran. No tenían que haberse preocupado. Los turistas, extasiados ante la salvaje belleza de la zona, hicieron fotos e ignoraron al hombre negro de cabello gris que andaba por allí cerca. Mandela podría haberse precipitado hacia ellos y haber subido al autobús en busca de asilo político, pero todavía no quería salir de la cárcel, pese al clamor que se había ido formando en todo el mundo por su liberación. Le parecía que podía hacer más cosas si se quedaba dentro y negociaba.