VER PARA CREER
«¡Mis propios seguidores me abuchearon! ¡Me abuchearon cuando les dije: estos chicos son ahora de los nuestros, vamos a apoyarlos! —Mandela fruncía el ceño al recordarlo—. Fue muy difícil…»
Estaba recordando un incidente concreto hacia el final de la Copa del Mundo, una concentración del CNA en el corazón del KwaZulu rural que representó para él las enormes dificultades a las que tenía que hacer frente para convencer a los sudafricanos negros de que apoyaran a los Springboks. Convencerles para que apoyaran un símbolo tan evocador del sufrimiento y las indignidades que había soportado durante tanto tiempo era un ejercicio de persuasión política casi tan inverosímil como el que habían llevado a cabo con Constand Viljoen. Justice Bekebeke, por ejemplo, no iba a ceder fácilmente en este aspecto. Como decía él, «esos afrikaners del rugby eran precisamente los que peor nos trataban. Ésos eran los que nos echaban a patadas de las aceras. Ésos —los blancos matones y grandullones— eran los que nos decían “quítate, kaffir”».
Pero sus circunstancias en ese momento, como correspondía al nuevo espíritu imperante en el país, habían cambiado. Después de haber evitado la horca, en mayo de 1995 estaba a punto de obtener su licenciatura en Derecho, a finales de ese año. Estaba de acuerdo con el compromiso histórico que había elaborado Mandela, estaba a favor de que blancos y negros compartieran el gobierno; sin embargo, había un límite.
«Yo era un miembro leal del CNA —explicaba posteriormente—, creía en la filosofía del no al racismo y era admirador de Mandela. El ejemplo que me había dejado Anton Lubowski era una garantía inamovible de que nunca sería racista. Pero los Springboks, el emblema Springbok del que tanto se enorgullecía aquella gente, lo odiaba. Para mí seguía siendo un potente y detestable símbolo del apartheid».
Ese símbolo fue exactamente lo que los partidarios del CNA en la concentración de KwaZulu vieron ponerse a Mandela sobre la cabeza a mitad de su discurso. Era la gorra Springbok que le había regalado Hennie le Roux. Mandela había llegado al pueblo a celebrar el aniversario del suceso que desencadenó la revolución sudafricana, el día de 1976 en el que los niños de Soweto se alzaron contra sus maestros del apartheid. Sin embargo, le abuchearon.
Al escoger aquel lugar, Ezakheni, para realizar su gesto, Mandela quizá estaba tentando la suerte. Primero porque, como señaló en su discurso aquel día, era en los lugares más atrasados, como Ezakheni, donde la gente había experimentado lo peor del viejo sistema. «Aquí —dijo Mandela— el apartheid dejó comunidades en condiciones que escapan a toda descripción». Segundo, la violencia que durante una década se había desatado entre los zulúes partidarios del CNA y los zulúes partidarios de Inkatha había continuado a pesar de la llegada del nuevo gobierno, y Mandela tuvo que declarar: «La muerte de zulúes a manos de otros zulúes debe acabar». Tercero, la muchedumbre odiaba a los granjeros blancos locales, que, en su mayoría, habían simpatizado con Inkatha.
Buthelezi, el líder de Inkatha, era ahora ministro del gobierno de Mandela. La generosidad de este último hacia él era un ejemplo de pragmatismo político llevado al extremo moral. Pero en Ezakheni las heridas seguían abiertas y la confraternización con el enemigo no estaba bien vista. Pedirles que tuvieran cariño a los Springboks era casi una grosería. Sin embargo, eso fue lo que hizo Mandela. «Ved esta gorra que llevo —dijo a su público—, es en honor de nuestros chicos, que juegan contra Francia mañana por la tarde».
Aquello fue lo que despertó los abucheos de la gente. Y Mandela no lo consintió. «Mirad —les amonestó—, entre vosotros hay líderes. No seáis cortos de miras, no os dejéis llevar por las emociones. La construcción nacional significa que hay que pagar un precio, del mismo modo que los blancos tienen que pagar un precio. En su caso, abrir los deportes a los negros es pagar un precio. Para nosotros, decir que ahora debemos apoyar a la selección de rugby es pagar un precio. Eso es lo que tenemos que hacer. —Mientras los abucheos se callaban poco a poco, prosiguió—: Quiero ver a líderes entre vosotros, hombres y mujeres, que se levanten y promuevan esta idea».
Cuando Mandela recordaba aquella concentración, hablaba como un cazador de su presa. «Al final —decía con una sonrisa victoriosa—, al final me gané a la gente». Ya había pasado por ello, ya le había sucedido estar aparentemente a punto de perder a una muchedumbre y ganársela en el último momento. Una vez le había ocurrido en un territorio en el que Inkatha había causado una pérdida terrible de vidas humanas. Ante el comprensible deseo de venganza de la muchedumbre, les pidió que adoptaran una visión más amplia, que «arrojaran sus armas al mar». En otra ocasión, en un distrito negro a las afueras de Johanesburgo llamado Katlehong, en el que Inkatha también había atacado a la población civil, calló a 15.000 personas indignadas por su negativa a darles armas cuando les preguntó si querían que siguiera siendo su líder. Porque, si no hacían lo que les estaba pidiendo, que era el esfuerzo de hacer las paces con individuos que, según él, más que ser malos, estaban equivocados, presentaría su dimisión. La gente no deseaba llegar a eso, y, al terminar su discurso, todos cantaron su nombre y bailaron victoriosos, celebrando el éxito del llamamiento que Mandela había hecho a la parte más sabia de sus naturalezas.
Casi igual de difícil fue convencer a la gente de que los Springboks podían verdaderamente ganar la Copa del Mundo. Todos los expertos estaban de acuerdo en que era una esperanza vana. «Cuando fui a ver a los jugadores en Silvermine y les dije que estaba seguro de que iban a ganar, no quería que luego resultase que me había equivocado —contaba Mandela—. Personalmente, era muy importante para mí, porque sabía que la victoria movilizaría a los incrédulos que, como Santo Tomás, necesitan ver y tocar para creer. ¡Por eso tenía tantas ganas de que Sudáfrica venciera! Sería la recompensa por todo el duro trabajo, todo el recorrer el país, todos los abucheos…»
Hablaba de «duro trabajo» y antes había empleado la palabra «campaña»; prueba de que se había fijado deliberadamente el objetivo de utilizar el rugby como instrumento político. Nicholas Haysom, asesor legal de Mandela en la presidencia, era un antiguo jugador, y aficionado al rugby de toda la vida, que se convirtió en el experto residente en Union Buildings. Haysom decía que Mandela había visto con mucha claridad el instrumento tan poderoso que podía ser la Copa del Mundo para «el imperativo estratégico número uno de sus cinco años de mandato». Pero no era sólo eso. Una vez más, el elemento político y el personal, el cálculo y la espontaneidad, se fundían en uno. «Cuando la Copa del Mundo estaba empezando —recordaba Haysom—, me hablaba de “los chicos”, cosas como “los chicos están animados”, o “los chicos van a ganar”. Al principio, le preguntaba: “¿Qué chicos?” Y él me miraba como si le hubiera hecho una pregunta increíblemente tonta y respondía: “Mis chicos”, que enseguida entendí que quería decir los Springboks». Aunque Mandela no empezó la Copa del Mundo como un hombre con un gran conocimiento histórico del rugby, se fue informando y apasionando más a medida que avanzaba el torneo. «Vio la oportunidad política, es verdad, pero no fue un cálculo frío, porque él también se vio arrastrado por el fervor y se convirtió en otro aficionado patriota y enloquecido».
A la mitad negra del cuerpo de guardaespaldas de Mandela le costó más que a él entrar en el espíritu del campeonato. Aquel primer partido contra Australia, recordaba Moonsamy, había sido una experiencia espeluznante desde el punto de vista de su responsabilidad profesional de mantener al presidente con vida. Pero, desde el punto de vista deportivo, el partido les había dejado indiferentes.
«Cuando sonó el pitido que marcaba el final, los blancos se volvieron locos. Nosotros nos quedamos mirándoles entre risitas, confundidos. No entendíamos el juego, no nos interesaba, no estábamos nada impresionados. Los Springboks eran todavía su equipo, no el nuestro». Moonsamy contó después que la campaña de Mandela para desdemonizar a los Springboks le había hecho pensar, pero que todavía tenía que pasar de la indiferencia al apoyo claro. Su evolución durante las cuatro semanas de la Copa del Mundo, como la del resto de los miembros negros de la UPP, fue un reflejo del cambio en la relación de los sudafricanos negros con el viejo enemigo verde y oro.
«Cuando los Springboks ganaron su segundo partido, empezamos a sentir un poco de curiosidad —dijo Moonsamy, refiriéndose a un encuentro relativamente fácil contra Rumanía—. El entusiasmo de nuestros colegas blancos nos intrigó sin poderlo remediar, así que empezamos a preguntarles cosas sobre el rugby. Para nuestro asombro, se convirtió en un tema de conversación entre nosotros». Cada dos semanas, la UPP salía de la ciudad para una sesión de entrenamiento con el fin de refrescar los procedimientos y mantenerse en forma. Practicaban tiro, combate cuerpo a cuerpo y otras habilidades. En la sesión posterior al partido de Australia, un miembro de la unidad blanco y corpulento, llamado Kallis, les enseñó a jugar a rugby sin contacto. Es decir, con menos violencia física, sin la ferocidad habitual en los choques. «A través de aquellas sesiones —contaba Moonsamy—, los guardaespaldas negros aprendieron los detalles del rugby».
Se enteraron de que había 15 jugadores en cada equipo; que ocho de ellos eran delanteros y que siete formaban la línea de tres cuartos; que se ganaban cinco puntos por un ensayo, lo cual quería decir apoyar el balón tras cruzar la línea de marca, que se ganaban dos puntos por una transformación —es decir, chutar el balón para pasarlo entre los dos palos—, que se ganaban tres puntos por un penalti entre los palos y tres si se conseguía eso mismo en el transcurso del juego, chutando un «drop», es decir chutando el balón a bote pronto. «Pero, sobre todo, empezamos a entender el sentido del rugby. Jugábamos sin contacto pero entrábamos con fuerza. Así empezamos a comprender el rugby y, de nuevo para nuestro gran asombro, empezó a gustarnos».
Las imágenes emitidas en la televisión sudafricana el día antes de un partido contra Canadá hicieron pensar a Moonsamy que quizá también tenían que empezar a gustarle a él los Springboks. Todo el equipo había visitado un pequeño distrito negro llamado Zwide, a las afueras de la gran ciudad de Port Elizabeth, en Cabo Oriental. Las escenas de aquellos gigantes blancos charlando y jugando con los niños negros entusiasmados conmovieron a Moonsamy y a cuantos las vieron.
Aproximadamente 300 niños se reunieron en un campo polvoriento para recibir una lección impartida por Morné du Plessis, que separó a los chicos en grupos de 15, aunque fue Mark Andrews quien acaparó toda la atención, porque era inmenso y porque hablaba xhosa. También estaba allí Balie Swart, enseñando a los niños a pasar y mostrando a los atónitos adultos que los bóers grandullones también podían ser amistosos. Esa misma noche, Du Plessis llevó a un grupo de jugadores a un estadio destartalado en el que jugaban los equipos negros locales. Se estaba jugando un partido, y a Du Plessis le pareció que les gustaría que fueran a verlos los Springboks. Así fue, gracias, entre otros, a James Small, cuyo talento y cuya fama hacían que fuera el rostro más reconocible del equipo. Small pasó hora y media firmando autógrafos, tanto a niños como a adultos.
Cuando Sudáfrica venció a Canadá 20-0 en el estadio Boet Erasmus de Port Elizabeth, todo Zwide lo celebró, y también lo celebró Linga Moonsamy. El siguiente partido, un encuentro de cuartos de final contra los duros y brillantes jugadores de Samoa Occidental, unos isleños grandotes y fanáticos del rugby, parecía un reto más difícil. Además, el partido habría podido representar una forma de comprobar las lealtades de los sudafricanos negros, porque Samoa era un equipo de piel oscura al que habrían apoyado en los viejos tiempos. Chester Williams se encargó de ello y estuvo a la altura de lo que, hasta entonces, había parecido una fama un poco inflada; marcó cuatro ensayos, o 20 puntos, en una victoria por 42-14. «Todas las dudas que podía haber tenido sobre mí mismo o el resto del equipo, o que cualquier otra persona podía haber tenido sobre mí, desaparecieron ese día, sin más —recordaba Williams—. Recibí un inmenso apoyo, dentro y fuera del terreno de juego, de François y Morné, y, a partir de entonces, fui para todos un miembro del equipo plenamente aceptado y respetado. La historia dio un vuelco aquel día. El hecho de que no fuera blanco había pasado a ser completamente irrelevante».
Una semana más tarde se jugó la semifinal, la que Mandela había mencionado en Ezakheni, contra una de las selecciones que habían partido como favoritas, Francia. El campo iba a ser el estadio King’s Park de Durban, donde Pienaar había debutado con los Springboks dos años antes, el mismo día del asalto del Volksfront al World Trade Centre. La atmósfera política en vísperas del partido no podía ser más distinta. Cuando el equipo iba y venía del hotel al entrenamiento, las calles estaban llenas de gente, cada vez con más negros, a medida que pasaban los días. James Small recordaba que «nos mirábamos y pensábamos: ¡Joder!, el presidente Mandela no estaba bromeando; quizá era verdad que todo el país estaba con nosotros».
Hennie le Roux se hizo eco de lo que había dicho Mandela de que la victoria movilizaría a los incrédulos. «Podíamos ver que el país estaba uniéndose detrás de nosotros pero que, si ganábamos, haríamos que ese vínculo fuera más fuerte. Cuanto mejor lo hiciéramos en el campo, mayor sería la onda expansiva».
La adversidad y las emociones patentes antes y durante el partido contra Francia también ayudaron. Había una clara posibilidad de que el encuentro se suspendiera y se diera la victoria a Francia. La agradable ciudad índica de Durban había experimentado una de sus periódicas lluvias semitropicales y el terreno de King’s Park estaba inundado. Si no se jugaba ese día, las normas de la Copa del Mundo decretaban que se declarase ganador a Francia, porque Sudáfrica tenía peor historial disciplinario hasta ese momento en el campeonato (un jugador había sido expulsado por juego duro en el muy disputado partido contra Canadá). Todo el país prestó atención, angustiado, mientras las autoridades de rugby e incluso las fuerzas armadas emprendían una carrera desesperada para arreglar el campo a tiempo. Se reclutaron helicópteros militares para ventilar el terreno desde arriba, pero la situación, al final, se resolvió gracias a un batallón de mujeres negras armadas con cubos y fregonas, cuyos heroicos esfuerzos convencieron al árbitro para que permitiera que se celebrase el partido.
A pesar de la labor de las limpiadoras, el encuentro fue un baño de barro con un resbaloso balón ovalado que circulaba por allí y sobre el que se peleaban violentamente unos hombres grandes y sucios. Cuando faltaban dos minutos y Sudáfrica resistía con un 19 a 15, un francés de origen marroquí, tan enorme como Kobus Wiese, llamado Abdelatif Benazzi, pensó que había plantado el balón al otro lado de la línea, lo que habría supuesto el ensayo de la victoria. En lugar de ello, el árbitro concedió a los franceses una melé, los ocho jugadores más grandes de cada equipo enfrentados uno contra otro en formación de tortuga, a cuatro metros y medio de la línea sudafricana. Si los exhaustos Bleus empujaban a los exhaustos Springboks al otro lado de la línea, el partido estaría acabado. Francia estaría en la final. El torneo habría acabado para la Nación Arcoiris. Los Springboks estaban a punto de ir a asumir sus posiciones en la melé cuando Kobus Wiese, con sus 1,93 metros de estatura en la segunda fila de la sala de máquinas de la melé, lanzó un grito de guerra que espoleó a sus compañeros. Se dirigió a su mejor amigo, Balie Swart, el delantero base en primera fila, y le dijo: «Mira, Balie, en esta melé, no puedes retroceder. Puedes ir hacia adelante, puedes ir hacia arriba, puedes ir hacia abajo o puedes caer. ¡Pero no vas a retroceder!»
Los Springboks no retrocedieron y Sudáfrica pasó a la final. «Fue un combate de voluntades, más que otra cosa —explicó Morné du Plessis—. Fue el partido en el que verdaderamente sentimos que la magia de Mandela había surtido efecto en nosotros a la hora de jugar. Porque nos habíamos enterado del discurso de Mandela el día anterior en KwaZulu. Habíamos oído que, en un lugar en el que la gente se moría, él había dicho que había llegado la hora de que toda Sudáfrica apoyase a los Springboks, y lo había dicho con su gorra Springbok puesta. Aquello emocionó verdaderamente al equipo».
Linga Moonsamy se conmovió más de lo que podía imaginarse. «Estábamos muy tensos durante el partido —recordaba—. Estábamos muy unidos al final. Los negros y los blancos de nuestra unidad, todos indistinguibles. Todos absolutamente locos de alivio y alegría».
Varios años más tarde, Morné du Plessis se encontró con Benazzi, el gran delantero francés que había estado a punto de dar la victoria a su equipo. Como era inevitable, hablaron de aquel partido, y Benazzi insistió en que la polémica jugada había sido un ensayo, que el balón había cruzado la línea. Ahora bien, también le dijo a Du Plessis: «Lloramos desconsolados cuando perdimos con vosotros. Pero, cuando fui a ver la final el fin de semana siguiente, volví a llorar, porque sabía que era más importante que no estuviéramos allí, que lo que estaba ocurriendo ante nuestros ojos era más importante que una victoria o una derrota en un partido de rugby».