Cassie Black pulsó el timbre de la puerta de Leo Renfro a mediodía y casi se dobló sobre sí misma por el dolor que esta sencilla acción le causó en el brazo. Cuando Leo le abrió, ella pasó con el maletín. Él miró a ambos lados de la calle y se volvió hacia Cassie al tiempo que cerraba la puerta. Empuñaba una pistola a un costado. Ella habló antes de que él pudiera decir nada y antes de ver la pistola.
—Estamos en un lío gordo, Leo. Esto era… ¿por qué llevas eso?
—Aquí, no. No hables en la puerta. Vamos al despacho.
—¿Qué, más chorradas del feng shui?
—No, John Gotti. ¿A quién coño le importa? Vamos.
Él la guio una vez más a través de la casa hasta el despacho de atrás. Llevaba un albornoz blanco y tenía el pelo mojado. Cassie supuso que había estado haciendo unos largos, claro que era un poco tarde, a no ser que necesitara calmarse.
Entraron en el despacho y Cassie levantó el maletín con la derecha y lo dejó sobre el escritorio.
—Joder. Cálmate, ¿quieres? Me estaba volviendo loco aquí. ¿Dónde coño estabas?
—Con el culo en el suelo del salón. —Señaló el maletín—. Esta puta mierda trató de electrocutarme.
—¿Qué?
—Llevaba una pistola aturdidora incorporada. Traté de abrirlo y fue como si me cayera un rayo encima. Me dejó frita, Leo. Tres horas. Mira esto.
Cassie se inclinó y utilizó las dos manos para apartarse el pelo y mostrarle el cuero cabelludo. Tenía un corte superficial y un chichón que parecía doloroso.
—Me golpeé con el canto de la mesa al caer. Creo que eso fue peor que la descarga.
La rabia de Leo por la falta de información fue reemplazada de inmediato por un semblante de sincera sorpresa y preocupación.
—Joder, ¿estás segura de que estás bien? Será mejor que te lo hagas mirar.
—Me siento como si tuviera el brazo de ese jugador de béisbol, Nolan O’Brien.
—Nolan Ryan.
—Como se llame. Es como si lo tuviera dormido. El codo me duele más que la cabeza.
—¿Has estado tumbada en el suelo de tu casa todo este rato?
—Algo así. Tengo la alfombra manchada de sangre.
—Joder, creí que estabas muerta. Me estaba volviendo loco aquí dentro. Llamé a Las Vegas y ¿sabes qué me dijeron? Mi hombre me explicó que pasaba algo muy raro.
—¿De qué estás hablando?
—El tipo desapareció. El objetivo. Es como si nunca hubiese pasado por allí. No está en la habitación y han borrado su nombre del ordenador. No hay ningún registro de él.
—¿Sí? Bueno, eso no es lo peor. Echa un vistazo.
Cassie se estiró hacia la cerradura del maletín, pero Leo rápidamente le agarró el brazo para detenerla.
—No, no lo hagas.
Ella se lo sacó de encima.
—No pasa nada, Leo. Tengo unos guantes muy resistemes, como los que usan los que trabajan en líneas de alta tensión. Me costó casi un hora abrirla, pero lo conseguí. Desconecté la pila. El maletín es inofensivo, pero no lo que hay dentro. Mira.
Cassie abrió el maletín. Estaba lleno de un extremo a otro de fajos de billetes de cien empaquetados con celofán y con un 50 escrito en tinta negra. Leo abrió la boca y la consternación ensombreció su semblante. Ambos sabían que ver un maletín lleno de billetes grandes no era motivo de inmediata celebración. No era precisamente el sueño dorado de todo ladrón, sino más bien causa de preocupación y sospecha. Del mismo modo que un abogado nunca plantea a un testigo una pregunta cuya respuesta desconoce, los ladrones profesionales nunca roban a ciegas ni se llevan algo cuyas consecuencias se les escapan. Las consecuencias legales no eran la cuestión. La preocupación provenía de consecuencias de naturaleza más seria.
Transcurrieron al menos diez segundos antes de que Leo fuese capaz de articular palabra.
—Joder…
—Sí.
—Joder…
—Ya sé…
—¿Lo has contado?
Cassie asintió.
—He contado los fajos. Hay cincuenta. Y si ese cincuenta significa lo que parece, estás viendo dos millones y medio en efectivo. No ganó este dinero, Leo. Llegó a Las Vegas con él.
—Espera, espera un momento. Pensemos un minuto en esto.
Cassie empezó a frotarse el codo dolorido de forma inconsciente.
—¿En qué hay que pensar? En caja no te pagan en paquetes de cincuenta mil dólares envueltos en plástico. No ganó este dinero en Las Vegas, Leo. Punto. Lo trajo consigo. Es algún tipo de pago. Quizá sea un asunto de drogas o de otra cosa. Pero nosotros nos lo llevamos (yo me lo llevé) antes de que fuera entregado. Quiero decir que este tipo, el objetivo, era un simple recadero. Ni siquiera tenía la llave del maletín. Sólo iba a entregarlo, y probablemente ni siquiera conocía el contenido.
—¿No tenía llave?
—Leo, ¿has oído algo de lo que te he dicho? Me he pasado cerca de una hora tratando de abrirlo con ganzúas. ¿Crees que iba a hacerlo si hubiese tenido la llave?
—Lo siento, lo siento. Lo había olvidado, ¿vale?
—Le quité las llaves al tío. Tema una que abría las esposas, pero no la del maletín.
Leo se desplomó en su silla y Cassie puso la mochila en el escritorio y empezó a rebuscar en su interior. Sacó cuatro fajos de billetes de cien sujetos con una goma y los puso en la mesa.
—Esto es lo que ganó. Ciento veinticinco mil. Y la mitad de la información del infiltrado de tus socios no sirvió de nada.
Hurgó en la bolsa y sacó la cartera que había cogido de la mesilla de noche de la habitación 2014. Se la dio.
—El nombre del tipo no es Hernández, y no es de Tejas.
Leo abrió la billetera y miró el carnet de conducir de Florida protegido por un plástico.
—Manuel Hidalgo —dijo—. Miami.
—Tiene tarjetas de visita ahí. Es abogado de algo llamado Buena Suerte Group.
Leo sacudió la cabeza, pero lo hizo demasiado deprisa. Como si tratase de sacudirse la idea, no de negar su conocimiento. Cassie al principio no dijo nada. Puso las palmas de las manos en la mesa y se inclinó hacia adelante para mirarlo con una cara que revelaba que había visto el gesto y quería saber lo que él sabía. Leo miró a la piscina y Cassie siguió sus ojos. La manguera de la aspiradora automática se desplazaba lentamente por la superficie.
Él le devolvió la mirada.
—No sé una puta mierda de esto, Cass, lo juro.
—Te creo en lo del dinero, Leo, pero ¿qué me dices de Buena Suerte? Cuéntame lo que sabes.
—Es dinero en serio. Son cubanos de Miami.
—¿Dinero legal?
Leo se encogió de hombros en un ademán que indicaba que desconocía la respuesta.
—Quieren comprar el Cleo —dijo.
Cassie se dejó caer en la silla de enfrente de la que ocupaba Leo.
—Era un soborno por el permiso. He robado un puto soborno.
—Pensemos un minuto.
—No paras de decir eso, Leo. —Apoyó el brazo herido en el torso.
—Bueno, ¿qué otra cosa podemos hacer? Tenemos que encontrar una solución.
—¿Quiénes eran los tipos para los que hacías esto? No quisiste decírmelo, pero ahora me lo vas a contar.
Leo asintió y, acto seguido, se puso en pie. Caminó hasta la puerta corredera y la abrió para dirigirse a la piscina. Se quedó de pie en el borde y observó la aspiradora que se deslizaba silenciosamente por el fondo. Cassie se colocó tras él, y Leo empezó a hablar sin apartar en ningún momento la vista del agua.
—Son de Las Vegas por cuenta de Chicago.
—Chicago, ¿te refieres a la mafia de Chicago, Leo? Dime.
Leo empezó a pasear por el borde de la piscina, con las manos hundidas en los bolsillos del albornoz.
—Mira, para empezar, soy lo bastante listo para no mezclarme por propia voluntad con Chicago, ¿de acuerdo? Confía un poco en mí, joder. No tuve elección en esto.
—Vale, Leo. Te entiendo. Explícamelo.
—Todo empezó hace cosa de un año. Me encontré con estos tipos. Estaba en Santa Anita y vi a Cari Lennertz. Te acuerdas de él, ¿no?
Cassie asintió. Lennertz era un informador, siempre tenía la vista puesta en conseguir un buen objetivo. Vendía la información a Leo, normalmente por un fijo o por el diez por ciento de las ganancias brutas. Cassie lo había visto una o dos veces con Leo y Max años atrás.
—Bueno, él estaba con esos dos tipos y me los presentó. Eran un par de tipos que buscaban financiar un golpe. Dijeron que eran inversores.
—Y tú no lo dudaste.
Un camión con un mal sistema de amortiguación de ruidos pasó atronando por la autovía próxima y Leo no contestó la pregunta hasta que el ruido disminuyó.
—No tenía motivos para dudar de ellos; estaban con Cari y él es un buen tipo. Además, entonces las reservas se estaban agotando y yo estaba tocando fondo. Necesitaba dinero para montar algo y allí tenía a esos dos individuos. Así que organicé una reunión para más adelante. Nos reunimos y les pedí que me respaldaran en un par de asuntos que tenía sobre la mesa. Y ellos dijeron que sí, que no había problema.
Caminó hasta una valla situada al lado de la piscina, donde tenía colgada una red con un palo de tres metros. Descolgó esta y la utilizó para sacar de la piscina un colibrí muerto.
—Pobres, creo que no ven el agua. Se sumergen de golpe. Es el tercero esta semana. —Sacudió la cabeza—. Los colibríes muertos dan mala suerte, ¿sabías?
Lanzó el pájaro por encima de la valla al jardín de un vecino. Cassie se preguntó si los tres colibríes muertos no serían el mismo, que el vecino devolvía a la piscina tirándolos otra vez por encima de la valla. No dijo nada. Quería que Leo retomase su relato.
Leo volvió a colgar la red en la valla y se acercó a Cassie.
—Así es como empezó. Acepté sesenta y cinco a cambio de cien cuando cobrara los trabajos. Pensaba en seis semanas como máximo. Uno era de diamantes, y eso siempre va rápido. Y el otro era un depósito de muebles italianos. Tenía a alguien en Pensilvania con eso y estaba pensando en seis semanas de tope en la operación. Iba a quedarme con doscientos mil y les debía cien mil a esos tipos. No estaba mal. La mayoría del dinero que necesitaba de ellos era para la información, porque la gente para la que trabajaba tenía su propio material.
Estaba paseando, contando demasiados detalles del plan, pero sin llegar a explicar lo que había ocurrido.
—Puedes saltarte todo esto, Leo. Léeme la última página.
—La última página es que los dos trabajos se fueron al carajo. La información sobre los diamantes era una mierda. Una estafa. Pagué cuarenta mil y el tipo desapareció. Y luego resultó que los muebles habían sido fabricados en Mexicali. Eran muebles de diseño falsos y las etiquetas de made in Italy tan poco auténticas como la mayoría de las tetas que ves en esta ciudad. No lo supe hasta que el camión llegó a Filadelfia y mi comprador echó un vistazo. Una puta mierda. Les dije que abandonaran el camión en una carretera de Trenton.
Hizo una pausa como si tratase de recordar algún otro detalle, luego agitó una mano en un gesto de resignación.
—Así fue todo. Debía a esos tipos cien de los grandes y no los tenía. Les expliqué la situación y fueron tan simpáticos conmigo como un juez del turno de noche con una puta. Pero cuando todo estuvo dicho y hecho pensé que había comprado algo de tiempo; sólo que ellos se fueron a vender mi deuda a otro.
Cassie asintió. Ya podía terminar el relato por ella misma.
—Vinieron otros dos tipos y dijeron que representaban al nuevo dueño del papel —dijo Leo—. Dejaron bien claro que el nuevo dueño era Chicago sin necesidad de decirlo. ¿Me entiendes? Me dijeron que teníamos que organizar un calendario de pagos. Acabé pagando dos mil a la semana sólo de intereses, para permanecer a flote. Me estaba matando. Todavía debía los cien mil, pero nunca iba a levantar cabeza. Nunca. Hasta que un día se presentaron con una propuesta.
—¿Cuál?
—Me hablaron de este trabajo. —Señaló con la barbilla a la puerta corredera abierta para referirse al maletín que estaba en el escritorio—. Me dijeron que lo organizara con un tipo de Las Vegas y que si lo hacía quemarían el pagaré y todavía me quedaría una parte del botín.
Leo negó con la cabeza. Caminó hasta la mesa y las sillas situadas cerca del extremo poco profundo y se sentó. Se estiró hasta una manivela que accionaba el parasol de la piscina y este se abrió como una flor en cuanto empezó a girarla. Cassie fue a reunirse con él y se sentó. Apoyó el codo izquierdo en su mano derecha.
—Así que obviamente sabían lo que había en el maletín —dijo ella.
—Quizá.
—Sin quizá. Lo sabían, si no, no habrían sido tan jodidamente magnánimos contigo. ¿Cuándo vendrán a buscarlo?
—No lo sé. Espero una llamada.
—¿Te dieron un nombre?
—¿Qué quieres decir?
—Un nombre, Leo. El que compró tu pagaré.
—Sí, Turcello. El mismo nombre que estaba en el paquete del mostrador para ti. Se supone que es el tipo que recogió los trozos después de que cayera Joey el Marcas.
Cassie apartó la mirada. No conocía el nombre de Turcello, pero sabía quién había sido Joey el Marcas.