Mientras Karch caminaba por el casino del Cleo, se sintió observado. Levantó la cabeza y por debajo del ala del sombrero vio que Vincent Grimaldi lo contemplaba desde la atalaya. El director de operaciones del casino no tuvo que hacer ningún gesto para que Karch supiera que estaba enfadado y esperando. El detective desvió la mirada y se dirigió a los ascensores con paso algo más ligero.
Dos minutos después, un hombre corpulento lo recibió en el despacho de Grimaldi. Karch sabía que era el matón en jefe. No recordaba su nombre, aunque sí que terminaba en vocal: Franco o Rocco, o algo así.
—Quiere verme —dijo Karch.
—Sí, hemos estado buscándote toda la mañana.
Karch notó el uso del plural y la sonrisita condescendiente en el rostro del gorila cuando le indicó el camino hacia la puerta que conducía a la pasarela de la atalaya.
Al rodear el escritorio de Grimaldi, Karch vio un despliegue de herramientas y equipo: un taladro eléctrico, una cámara Polaroid, una linterna grande y un tubito de cera para enganchar. Levantó el taladro y observó que estaba envuelto en goma negra sujetada con hilo de pescar.
—Encontramos todo esto en el conducto de aire de la habitación…
—Dos mil quince —le completó Karch—. Ya lo sé, le dije que lo encontraría allí.
Dejó de nuevo el taladro sobre la mesa y le devolvió la sonrisa condescendiente al matón. Luego salió a la pasarela, y cerró la puerta tras de sí, sosteniendo la mirada al hombre que se hallaba al otro lado del cristal.
Grimaldi no se volvió hacia Karch cuando este llegó. Se quedó de pie, aferrado a la barandilla y mirando al mar de jugadores que se extendía más abajo. Karch nunca había estado en la atalaya antes. Miró en torno a sí y luego a la planta del casino con una sensación de sobrecogimiento y reverencia.
El matón de Grimaldi lo estaba observando desde el otro lado de la puerta de cristal. Karch se acercó al director de operaciones.
—Hola, Vincent.
—¿Dónde te habías metido, Jack? He estado llamándote.
—Lo siento, Vincent. Estaba a tope.
—¿Haciendo qué, cambiándote de traje? ¿Quién se supone que eres, Bugsy Siegel o Art Pepper?
—Estoy aquí, Vincent. ¿Qué quieres?
Grimaldi lo miró por primera vez con expresión de estar avisándole de algo.
—¿Sabes?, me pregunto si acerté al ponerte al frente de esto. Me juego el cuello y no tengo ni idea de lo que estás haciendo aparte de cambiarte de ropa y ponerte sombreros. Quizá debería haberle encargado esto a Romero. Sé que es bueno.
Karch no perdió la calma. Sabía que Grimaldi sólo estaba marcándose un farol.
—Si es eso lo que quieres, Vincent. Pero pensaba que querías recuperar tu dinero.
—¡Eso es lo que quiero, maldita sea!
Unos cuantos jugadores de las mesas de crap levantaron la vista ante el arrebato de Grimaldi. Estaban jugando en la misma mesa en la que Max Freeling había aterrizado seis años antes.
Karch decidió dejarse de jueguecitos.
—Mira, Vincent, he estado trabajando en esto, ¿vale? He hecho progresos. Conozco el nombre de la mujer y sé dónde está. Ya estaría en camino si no hubieras estado llamándome al teléfono y al busca.
Grimaldi se volvió hacia él, con la excitación claramente reflejada en su rostro.
—¿Tienes un nombre?
—Sí. —Karch señaló las mesas de crap—. Recuerdas lo de Max Freeling, ¿verdad? El saltador de plataforma.
—Claro.
—Bueno, ¿te acuerdas de la chica que detuvieron?, su informadora.
—Sí. Le cayeron quince años, creo.
—De cinco a quince, Vincent. Debe de haber sido buena chica, porque cumplió cinco y salió. La de anoche era ella.
—¡Venga ya! Era una informadora. Esta mañana has dicho que esto era cosa de un profesional, alguien que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
—Lo sé. Y es ella, créeme.
—Te escuchó.
Karch se pasó diez minutos detallando cómo había localizado a Jersey Paltz y su interrogatorio del vendedor de material electrónico.
—Hijo de puta —dijo Grimaldi—. Espero que te hayas ocupado de él.
—No te inquietes por Paltz.
El rostro anguloso y oscuro de Grimaldi dibujó una sonrisa que reveló su blanca dentadura.
—Vaya, vaya. El hombre al que nunca le falta una pala en el maletero.
Karch no hizo caso. Recordó algo y se dio unos golpecitos bajo el bolsillo del pecho.
—Tengo los ocho mil que ella le pagó por el equipo. Menos mis gastos. Te lo dejaré en el escritorio.
—Muy bien, Jack. Y ¿sabes qué? Tengo algo para ti. También tenemos un nombre.
Karch lo miró.
—¿Martin era el infiltrado?
Grimaldi asintió.
—Se hizo el sueco, pero al final se lo sacamos. Nos dijo todo menos el nombre de la chica, porque no lo sabía. Así que con lo que tú nos das ya lo tenemos todo.
—Cuéntame.
—Esto lo montó un tipo de Los Ángeles llamado Leo Renfro. Él contactó con Martin y reclutó a la chica para el trabajo. Es el intermediario en todo esto.
—¿Cómo conocía a Martin?
—No lo conocía, lo pusieron en contacto con él.
—¿Cómo?
—Aquí es donde se complica. Resulta que Martin trabajaba para Chicago. Cuando estuvo en el Nugget hace unos años, era la oreja de Joey el Marcas.