Cassie miró la pantalla y esperó. La alarma sonaba con estridencia en el pasillo y podía oler el humo, pero Hernández no mostró intención de abandonar la habitación. Continuaba completamente vestido y recostado en la cama sobre una pila de almohadas. Estaba viendo la tele, pero el ángulo de la cámara del detector de humo no permitía que Cassie supiera qué estaba mirando.
Ella marcó el número de la habitación de Hernández y vio que este se estiraba perezosamente hasta alcanzar el teléfono de la mesita de noche.
—¿Sí?
—Señor Hernández, le llamo de seguridad. Nos han avisado de que hay humo en su planta y ha sonado una alarma. Es preciso evacuar la habitación de inmediato.
—¿Un incendio? He oído la alarma. —Se incorporó de forma abrupta.
—Aún no estamos seguros, señor. Hemos enviado a gente allí, pero otros huéspedes han informado de que hay humo en la planta veinte. Por favor, señor, recoja sus objetos de valor y baje por las escaleras de emergencia hasta que podamos evaluar qué está ocurriendo.
—Muy bien, adiós.
Hernández saltó de la cama con una agilidad y una velocidad que sorprendieron a Cassie. Mientras se ponía los zapatos, Cassie cambió a la pantalla del armario y pulsó el botón de grabación. Esperó.
En unos instantes la puerta se abrió y esta vez Hernandez se arrodilló frente a la caja en lugar de inclinarse sobre ella. Alcanzó el teclado electrónico y pulsó los botones a plena vista de la cámara. Cassie vio que la última cifra era un 2 y lo anotó en el bloc del hotel.
Mientras Hernández se afanaba en sacar el dinero de la caja fuerte y empezaba a llenarse los bolsillos, Cassie exhaló excitada y reprodujo de nuevo la secuencia en el receptor-grabador. Una vez más vio la apertura de la caja a cámara lenta.
Esta vez lo consiguió y anotó la cifra que le faltaba. Ya lo tenía:
4-3-5-1-2.
Volvió a la imagen en directo de la cámara del dormitorio, sin tomarse tiempo para celebrarlo. Hernández estaba de pie ante el escritorio, sujetándose el maletín a la muñeca. Cassie levantó el teléfono y llamó a su habitación. Hernández levantó el aparato con rapidez.
—¿Sí?
—Señor Hernández, le llamo de seguridad. Hemos determinado el problema y no existe ningún riesgo. No es preciso evacuar su habitación.
—¿Qué ha ocurrido?
—Creemos que alguien dejó un cigarrillo en un carrito de servicio, cerca de un detector de humo, y saltó la alarma.
—Bueno, ¿pueden apagarla?
—Estamos en ello, señor. Perdón por las moles…
—¿Le ha pedido Vincent que llame a mi habitación?
Cassie estaba momentáneamente en fuera de juego.
—¿Perdón?
—Vincent Grimaldi.
—Ah, no señor. Sólo seguimos la rutina habitual. Buenas noches, señor.
Colgó. Era la segunda vez en la última media hora que se mencionaba a Vincent Grimaldi. Cassie estaba segura de haber oído el nombre antes. Mientras reflexionaba sobre este particular, la alarma del pasillo se desconectó por fin.
Fue a la puerta de la suite y escuchó en la jamba. Oyó a hombres que hablaban pasillo abajo. No podía distinguir las palabras, pero supuso que habían encontrado el cigarrillo que ella había dejado encendido en un carrito de servicio, bajo un detector de humo.
Ya sólo necesitaba que Hernández se fuera a dormir.
Cambió de nuevo a la cámara del dormitorio y vio que Hernández se había quedado con unos boxers y una camiseta y estaba otra vez en la cama viendo la televisión. Todas las luces permanecían apagadas y sólo se apreciaba el brillo de la tele. Cassie consultó su reloj; era casi medianoche. Pensó en el nombre repetido por Hernández y el escolta de seguridad: Vincent Grimaldi. Le sonaba, pero no conseguía ubicarlo.
Levantó el auricular, marcó el número de la operadora del hotel y pidió que le pasaran con Vincent Grimaldi. Al cabo de un instante se estableció la conexión y contestaron al primer timbrazo.
—Seguridad —dijo una voz masculina—. Oficina del señor Grimaldi.
—Ah —dijo Cassie—. Me parece que me han dado mal el número. Quería pedir una línea de crédito en el casino. ¿Lleva ese tema el señor Grimaldi?
El hombre al otro lado del hilo se rio entre dientes.
—Bueno, puede decirse que se encarga de todo eso, pero no lo maneja personalmente. Él es el director de operaciones del casino, señorita. En fin, lo que usted debe hacer es bajar al casino y pedir el crédito en el cajero grande que hay junto a la Esfinge. Allí la atenderán.
—Muy bien, así lo haré. Gracias.
En el momento en que colgaba el aparato, Cassie recordó el nombre de Vincent Grimaldi y quién era. Seis años antes su nombre apareció en todos los periódicos en los días posteriores al último golpe de Max. Había formado, parte de la maniobra.
Recordó que en aquel momento Grimaldi ostentaba el cargo de jefe de seguridad del casino en el Cleo. En los seis años transcurridos había ascendido hasta el sillón del director de operaciones, y quizá lo sucedido con Max le había supuesto un primer empujón.
A Cassie no le extrañó que Hernández hubiera dejado caer el nombre de Grimaldi. Parecía lógico que un jugador empedernido invitado por el casino conociera al director por su nombre. Cassie trató de apartar este asunto, aunque seguía preocupada por los recuerdos que el nombre de Vincent Grimaldi había conjurado en su mente.
Necesitada de una distracción, Cassie dejó el receptor-grabador en el suelo, junto a la silla en la que se había sentado, y abrió el bolsillo delantero de su mochila para extraer el paquete de cartas que había comprado en el Flamingo. Quitó los comodines de la baraja y volvió a dejarlos en la caja, a un lado.
Empezó con su vieja rutina de calentamiento: cortaba el mazo con una mano, desplegaba las cartas, las volvía a recoger y las barajaba arriba y abajo. Con los guantes de látex puestos barajaba con torpeza y, en una ocasión, los naipes se le escaparon de las manos y cayeron al suelo. Se quitó los guantes y recogió las cartas, luego empezó a repartir a cinco jugadores de blackjack inexistentes y a ella misma, la banca. Al hacerlo, repetía mentalmente la típica palabrería del que reparte las cartas mientras les da la vuelta. «Un hombre con un hacha, chico conoce chica, la sota saca cinco…».
Pero pronto su mente vagó hasta el día en que conoció a Max. Siempre lo recordaría como la colisión casual de dos almas gemelas, algo que no solía ocurrir en este mundo, algo que a buen seguro no volvería a sucederle a ella.
Cassie había estado repartiendo cartas de póquer caribeño en el Trop en un turno de medianoche de poco juego y a él le había tocado el asiento dos. Había un jugador más, un viejo asiático, en el siete. Max era un hombre guapo. Tenía presencia y Cassie no podía evitar observar el modo en que manejaba las cartas, ahuecándolas y desplegándolas apenas para dejarlas rápidamente sobre la mesa y hacer su apuesta.
Sin embargo, apostaba de un modo temerario y pronto resultó evidente que no era un jugador experimentado. Perdía dinero, aunque eso no parecía importarle. Después de una docena de manos, Cassie conjeturó que no estaba en la mesa para jugar, sino para observar al otro jugador. Max tramaba algo y eso lo hacía parecer más intrigante a sus ojos. Cuando se tomó su descanso, Cassie esperó junto a la ventana del cajero y comprobó que Max vigilaba al jugador asiático. Al fin el objetivo se bajó del taburete y abandonó el juego. Transcurridos unos momentos, Max hizo lo mismo y empezó a seguir al asiático hasta que este entró en el ascensor.
Y fue entonces cuando Cassie dio el paso. Se fue directa hacia él.
—Quiero participar —dijo.
Max se limitó a mirarla desconcertado.
—No sé qué estás haciendo, pero quiero aprender. Quiero que me enseñes. Quiero participar.
Él la miró durante unos instantes más hasta que sus labios se curvaron en una sonrisa.
—Me llamo Max. ¿Quieres tomar algo o va contra las normas?
—Va contra las normas, pero acabo de abandonarlas.
Esta vez Max sonrió abiertamente.
Mientras repartía las cartas en la mesa, Cassie comprobaba periódicamente la pantalla del receptor-grabador. Cuando se fijó a la una en punto, el brillo de la televisión todavía iluminaba la habitación, pero Hernández estaba tumbado sobre la cama y bajo las sábanas, con la cabeza apartada de la pantalla. Cassie reparó en que la luz de la pantalla era fija, sin los parpadeos característicos del cambio de imagen, prueba de que él estaba dormido y que la película de pago que había estado viendo había concluido. La televisión probablemente sólo mostraba una pantalla azul o el menú fijo de la programación.
Cassie consultó su reloj. Supuso que hacia las dos cuarenta y cinco Hernández estaría en la fase más profunda del ciclo del sueño y decidió entrar a las tres. Eso le daría tiempo de sobra para salir antes de que empezara la luna vacía de curso.
Deslizó los naipes en su caja y guardó esta en el bolso. Decidió hacer algo que sabía que le haría correr un riesgo innecesario y que Max nunca habría hecho. Pero sentía que debía hacerlo. Por Max y por ella misma.