A las primeras luces del falso amanecer, entre un montón de desperdicios detrás de una tienda encontraron la mochila de Ángel Gallardo con la radio intacta y sin la pistola, pero de Malinsky y de su rehén no había ni rastro. El secuestrador no había intentado acercarse a su casa.
Bernal permanecía sentado en su despacho, abatido, tomando café solo y fumando un Káiser tras otro. Miraba cansinamente a Navarro.
—¿Qué haremos ahora? La alerta general no ha servido de nada, y a estas horas los grupos deben estar agotados.
—Si es necesario, registraremos todo el pueblo casa por casa, jefe.
Bernal movió la cabeza.
—Eso llevaría mucho tiempo y Ángel corre un gran peligro, si es que no le ha matado ya. Malinsky debe haberle quitado la pistola y debe haberle amenazado con ella —Bernal se levantó de un salto con súbita decisión—. Llama a mi chófer y a Varga. Quiero echar una ojeada a la casa de Malinsky.
El robusto técnico de cabello oscuro entró en la oficina con su nervioso ayudante.
—Hemos conseguido una pista de los etarras, jefe. Me fijé en que aquel potente transmisor checo que consiguió usted en Cabo Pino tenía una amplia banda de frecuencias, cinco de las cuales estaban pregrabadas en la memoria del aparato. Mi ayudante se ha pasado toda la noche escuchando las cinco y ha detectado una señal de llamada regular a cada hora en una de las bandas. No nos hemos atrevido a enviar ninguna contestación, por supuesto, porque no conocemos las claves.
—¿De qué puede servirnos esto, Varga?
—Hemos pedido dos furgones de la patrulla de tráfico para barrer la costa desde Fuengirola al suroeste hasta Nerja al noreste, y están estrechando gradualmente la distancia. El problema es que sólo pueden fijar una dirección en una transmisión breve a intervalos de una hora.
—Si se localiza la fuente de las transmisiones quiero saberlo de inmediato, ¿de acuerdo? Mientras tanto, quiero que me acompañes a la casa del sospechoso Malinsky.
Cuando llegaron al Camino de Marcelo eran las 6.10 de la mañana. Cuando el vehículo policial se detuvo con un chirrido ante la vieja casa de dos plantas, los dos policías que habían relevado antes a Varga saludaron. El técnico jefe sacó su ganzúa y no tardó en abrir la puerta principal. Bernal mandó esperar al conductor junto con los policías y les ordenó que utilizaran las armas para detener al sospechoso si aparecía.
El mobiliario de la casa era extraño: sólidos muebles estilo rústico ocupaban las dos habitaciones de la planta baja, pero los dormitorios estaban amueblados con lujo sorprendente, teniendo el principal cortinajes y colcha de seda.
—¿Es esta casa propiedad de Malinsky, Varga?
—No, señor. La ha alquilado por seis meses. Encontré el contrato en el escritorio.
Una vez terminado el registro de todas las habitaciones, Bernal empezó a registrar la sala de estar más metódicamente, dejando que Varga buscara arriba ropa o equipaje que pudiera haber pertenecido a los cinco jóvenes desaparecidos. Después de revisar durante una media hora los papeles y documentos del buró, Bernal se fijó en el borde de un trozo de plástico que había al fondo del cajón del centro. Consiguió sacarlo con el cortaplumas. Se trataba de una llave con una tarjeta grande verde y blanca con el número catorce en negro. ¡Claro! Era la llave de la habitación que Keller nunca había podido devolver a los Apartamentos Lido. Bernal sabía que ya tenía la prueba. Llamó a Varga:
—¿Has encontrado algo?
—No, jefe. Nada de lo que pueda estar seguro.
—Baja. Quiero las huellas dactilares de la tarjeta de una llave —Bernal sostenía la llave aguantándola con la hoja del cortaplumas—. Con un poco de suerte aparecerán las huellas de Malinsky sobre las del joven Keller alemán desaparecido.
Cuando regresó al Hotel Paraíso, Bernal pidió nervioso que le dieran las últimas noticias.
—Nada nuevo, jefe, a no ser que la prensa extranjera, empezando con Paris-Presse, La Stampa, The Sun y Der Telegraaf, han colocado a los jóvenes desaparecidos en primera página, junto con artículos sensacionalistas sobre las explosiones de la costa… Uno de los periódicos ingleses llega incluso a bromear al respecto: Precio explosivo de las vacaciones.
Bernal suspiró.
—Sabía que sucedería. Pide a Madrid permiso para retirar de circulación todos los periódicos extranjeros que hablen del asunto que estén a la venta en nuestra zona. No queremos que el sospechoso esté sobre aviso. Llame luego a Palencia y que mande relevar a los otros agentes, con ayuda de grupos de ciudadanos si fuera necesario —Bernal dejó caer sobre la mesa un librito—. Es el pasaporte de Malinsky. Que hagan copias de la fotografía y las envíen a todas las unidades. La policía de Montevideo nos dirá, vía Interpol, si tiene antecedentes.
A las 7.45, Bernal decidió llamar a Consuelo.
—¿Dónde has estado toda la noche, Luchi?
—La operación fue un desastre. Todo salió mal. Tengo que quedarme aquí hasta que encontremos a Gallardo.
—¿No te referirás a ese joven madrileño tan majo?
—Me temo que sí. Le utilicé como anzuelo. ¿Cómo van ahí las cosas?
—No se ha podido dormir mucho aquí desde la explosión. Los niños están nerviosísimos. ¿Cuándo volverás?
—Te lo diré cuando llegue.
Cuando el sol salió e iluminó la bahía, anunciando un nuevo día de agosto bochornoso, Bernal se acercó una vez más al plano mural detallado de Torremolinos y se quedó mirándolo fijamente como si intentara adivinar cómo había conseguido Malinsky eludir a sus perseguidores, con el inconveniente de tener que hacerlo cargado con un rehén experto en técnicas de defensa personal. O había obligado a Ángel a acompañarle a punta de pistola o bien le había dejado inconsciente y había cargado con él. Puesto que el criminal no se había dirigido a su propia casa, sin duda tenía que disponer de algún escondrijo en el Bajondillo, no muy lejos del pueblo, razonaba Bernal. Por allí era por donde había que empezar el registro casa por casa. ¿Qué significado tendrían los gatos de las azoteas de enfrente de la Casa España? Algo tenían que ver sin duda con las misteriosas actividades de aquel individuo de mente muy enferma.
Bernal se dejó caer pesadamente en un sillón y cerró los ojos. Fue repasando mentalmente los acontecimientos de la noche, concretamente lo que había ocurrido en la azotea cuando Varga consiguió la muestra. Bernal se levantó de pronto con una sacudida.
—¿Paco? ¿Tienes las grabaciones de todos los mensajes radiados de anoche?
—Sí, jefe. Se grabaron tres carretes —Navarro señaló el archivo.
—No, me refiero a la operación del Bajondillo, cuando Lista y Miranda siguieron primero a Malinsky hasta su casa.
—Sí, esos mensajes también están grabados, en otra cinta.
—¿Puedo oírla, por favor?
Bernal se sentó con los ojos cerrados, y escuchó la serie completa de los mensajes registrados. Cuando oyó toda la cinta, dijo:
—Ahora rebobínala y enséñame a manejar la grabadora. ¿Cómo se para?
—Tiene un botón al lado para hacer pausas, jefe.
—¿Tienes un cronómetro?
—Iré a mirar en el equipo forense. Debe haber uno.
Bernal se sentó delante de la grabadora, con lápiz y papel en la mano. Cronometró todos los comunicados de Elena, Lista, Miranda y Varga, y apuntó la duración de los intervalos entre ellos. Luego volvió a acercarse al plano mural.
—Existe una diferencia de por lo menos cuatro minutos, Paco —exclamó.
—¿A qué te refieres, jefe?
—Desde el momento en que comunicó que Malinsky había dejado el tejado y Varga empezó a intentar enganchar la carne, Lista salió de la esquina de junto al Britannia para seguirle por la calleja transversal. Pero si Malinsky bajó sencillamente gateando por la cañería de desagüe de una de estas casas —Bernal señaló el lugar en el plano— ¿cómo es que tardó cuatro o cinco minutos más de lo que tardó Lista en llegar a la calleja? La única conclusión es que tuvo que pararse en algún sitio. Voy a echar una ojeada.
—Habría que llevar una fuerza numerosa, jefe.
—Pero no pueden dejarse ver. Yo simplemente daré un paseo matinal por el Bajondillo.
—Pues lleva al menos una pistola y un pequeño transmisor, por favor —comentó Navarro, que sabía lo descuidado que era Bernal en lo tocante a su propia seguridad, como si se creyera inmune a los peligros normales.
—Tienes que quedarte aquí y coordinarlo todo. Dile a Palencia que reúna un grupo de policías armados de paisano.
A las 8.15 de la mañana, el comisario Bernal bajó en el ascensor del hotel hasta el garaje y salió al Bajondillo. Comprendía que había sido absurdo no visitar el lugar a pie antes. Normalmente resolvía los casos llegando a conocer al dedillo el locus delicti, como si el espíritu de los lugares le contara lo que en ellos había acaecido. Se detuvo ahora a identificar los olores como un viejo mastín que sigue el rastro de los intrusos.
Ascendió los peldaños incómodos por demasiado espaciados hasta la Casa España y miró sobre la verja hacia los tejados, en los que un grupo de gatos famélicos de diversos colores maullaban amenazantes, ignorando que les habían privado de la comida de la noche por las órdenes de Bernal a Varga. El comisario sacó el cronómetro y comprobó lo que había tardado en llegar desde la esquina del Britannia por la calleja, que finalmente desembocaba cerca de La Roca. Tres minutos. Torció hacia lo que parecía un grupo de viejas cabañas, con todos los sentidos alerta. En algún sitio por aquí tenía que estar el escondrijo del criminal. Verificó su situación respecto al alto tejado de la Casa España, sólo visible al fondo de los tejados más bajos de las casitas, desde los que algunos de los gatos le miraban gruñendo furiosos.
Volvió a poner en marcha el cronómetro y lo paró cuando llegó a la esquina de la parte inferior de la calleja. Dos minutos. Aun aceptando que Malinsky hubiera bajado por la cañería en la oscuridad, no podía haber tardado en hacerlo más de tres o cuatro minutos. Sin embargo, había tardado siete u ocho minutos, exactamente el doble. ¿Por qué? Bernal encendió un Káiser y se volvió lentamente hacia el grupo de viejas casas bajo el acantilado. Pudo ver detrás de éstas una larga hilera de puertas desvencijadas que cercaban lo que parecían barracas hechas en el acantilado. Se encaminó hacia ellas paseando tranquilamente.
Malinsky se desplomó agotado en un sillón comido de polillas, con la pistola sobre las rodillas, mientras tres de sus gatos domésticos le frotaban la piel sarnosa contra los pantalones. Los gemidos que le llegaban de vez en cuando de la habitación de al lado le producían un maligno placer interior. ¡Demostraría a aquellos cabrones que no podían reírse de él! Pero lo dejaría para después, cuando consiguiera vencer su resistencia. Todavía le dolía la espalda por el agobiante descenso cargado que había hecho de madrugada.
Se sobresaltó al oír ruido de pisadas fuera. Corrió hacia la puerta de listones y atisbo por las rendijas, con el dedo en el gatillo del arma. Se tranquilizó; sólo era un viejo caballero grueso, vestido impropiamente para el calor que hacía, con traje y corbata, que, al parecer, daba un paseo matinal.
Cuando la encorvada figura se acercó más, Malinsky vio el bigote fino y recortado y advirtió el notable parecido del individuo con el difunto general Franco. Algo en aquellos rasgos austeros le inquietó; se mantuvo alerta, listo para disparar si el viejo intentaba entrar. Seguramente era demasiado viejo para ser uno de los que habían estado rastreando la zona durante la noche. El anciano pasó a un medio metro de él y Malinsky contuvo la respiración. Se oyó otro gemido procedente de la habitación de al lado. Miró a ver si el anciano lo había oído, pero ni se detuvo, ni dio muestra alguna de haberlo oído. El uruguayo se retiró de la puerta y fue a amordazar a su prisionero mejor mientras los gatos chillaban nerviosos.
Bernal, cuyo oído era notablemente agudo para su edad, había captado el gemido humano y los maullidos de los gatos; y había sentido también con gran fuerza la proximidad de una mente maléfica. Regresó por la colina abajo, pasó por las casitas dormidas y llegó a la parte baja de la calleja, donde aguardaban Palencia y el grupo de agentes de paisano.
—Que los hombres no se dejen ver, Palencia. Estoy seguro de que se esconde en aquella hilera de barracas. Creo que oí gemir a Gallardo. No hay que hacer nada que induzca a Malinsky a matar a su rehén. ¿Para qué se utilizan esas barracas?
—Cuando yo era pequeño las utilizaban para curar y ahumar el pescado. Se ven las viejas chimeneas que sobresalen de la roca desde los ahumaderos.
—Es un lugar difícil para tomarlo —Bernal tomó una decisión rápida—. Llame al jefe de los geos a Fuengirola y examinaremos con él los planos detallados para ver si sus hombres pueden acercarse sin ser vistos.
—¿Cree que Malinsky dispone de otras armas, aparte de la pistola de Gallardo?
—No podemos saberlo, pero algo es evidente: no vamos a arriesgar la vida de Gallardo.
A última hora de la mañana, el grupo de geos ya había llegado y su jefe estaba reunido con Palencia y Bernal planeando la operación. A las 12.45, visitaron la Casa España para examinar posibles accesos desde el balcón de Elena, provocando en Albert y Anna aún más desconcierto por las desvergonzadas orgías de la joven española.
—No podía haber elegido un sitio mejor, comisario —comentó el jefe de los geos—. Creo que habrá que hacer un asalto frontal cuando oscurezca.
—¿Y qué me dice de esas viejas chimeneas de las barracas? —preguntó Bernal—. ¿No podría usted bajar algunos hombres con cuerdas y lanzar unas granadas de choque y botes de humo?
El jefe de los geos barrió con los prismáticos la cara del acantilado.
—Podría hacerse. Me gustaría tener una vista más de cerca del tejado de aquel bar de enfrente.
Pese a las objeciones de Palencia, Bernal insistió en acompañar al jefe de los geos a la azotea del Red Lion. El joven oficial saltó al tejado tal como había hecho Varga la noche anterior y se arrastró hasta el borde que daba al grupo de barracas. Se oyó súbitamente un disparo que le obligó a esconderse tras una chimenea mientras una teja rota saltaba y le pasaba a Bernal cerca de la cabeza.
—¡Al suelo! ¡Está disparando contra nosotros!
Bernal estaba temblando.
—Es mala señal. Ahora esperará el asalto.
—¿Podemos permitirnos esperar hasta mañana a primera hora? —preguntó el jefe de los geos.
Bernal consideró el asunto.
—En realidad, no podemos correr más riesgos. Creo que debemos atacar en cuanto oscurezca.
Con la ayuda de Palencia y de Navarro, se elaboró el plan hasta los últimos detalles. Seis hombres del Grupo Especial de Operaciones bajarían con cuerdas hasta el estrecho tejado de las barracas y arrojarían botes de humo por las chimeneas, en tanto que la fuerza principal atacaría cada uno de los lados desde las azoteas, utilizando granadas de choque mientras forzaban las puertas. Bernal insistió en observar la operación con Elena desde la Casa España.
En cuanto oscureció, los geos tomaron posiciones, se apagaron las luces de la calle en aquella zona y se acordonaron las callejuelas. En cuanto se hizo de noche, Bernal advirtió una débil luz en el escondite de Malinsky y supuso que era de una lámpara de aceite. Cuando el gentío de la calle disminuyó al acercarse la hora de cenar, Bernal consideró que había llegado el momento adecuado, si es que había un momento adecuado. Para entonces, Malinsky tenía que estar muy cansado, y seguramente también hambriento. Las largas horas de espera debían haber minado su sistema nervioso. Pero era físicamente muy fuerte y era esencial inmovilizarle al iniciar el asalto.
Bernal dio la señal por su transmisor y vio a los seis hombres del grupo especial empezar a bajar por la cara del acantilado con impresionante rapidez mientras sus compañeros tomaban las azoteas de ambos lados de las barracas. De pronto, pareció que hubiera estallado una gran guerra, con destellos brillantes y estruendosas explosiones y nubes de humo amarillo. Por los prismáticos nocturnos, Bernal podía ver la fuerza principal que echaba abajo las puertas y entraba en las barracas. Todo sucedió en pocos minutos, y pudo ver a los corpulentos hombres del comando arrastrar a Malinsky, con los brazos firmemente atados, que se debatía y gritaba como un maníaco, mientras los fornidos geos le llevaban hasta la «lechera» o furgón policial aparcado en la calle.
—Vamos allá —dijo Bernal a Elena que contenía la respiración a su lado—. Hay que averiguar si Ángel está bien.
Bajaron corriendo los largos peldaños y doblaron la esquina hacia los vehículos policiales.
—¿Han encontrado a Gallardo? —preguntó con urgencia a Palencia.
—Todavía está dentro con los demás. Le están soltando ahora y bajándole. He pedido más ambulancias —Palencia posó una mano en el brazo de Elena—. Yo en su lugar no entraría, inspectora.
«¿Bajándole? ¿Más ambulancias?». Las palabras de Palencia resonaban lúgubremente en los oídos de Bernal mientras subía corriendo la cuesta hacia las barracas. En el interior, los geos estaban colocando lámparas de arco que proyectaban una pálida luz sobre la inconcebible escena.
Más allá de la miserable estancia en que había sido abatido Malinsky, había una serie de compartimentos en los que en otros tiempos se despiezaba y se limpiaba el pescado que luego se colgaba para que se secara y se curase. Las cuerdas y poleas originales se veían aún instaladas bajo las vigas ennegrecidas por el humo.
En el primer compartimento, los geos habían soltado a Ángel Gallardo de donde había estado colgado y estaban bajándolo suavemente para colocarlo en una camilla. Estaba inconsciente y mostraba una extensa y fea contusión en la sien derecha y tenía sangre en la cara y en el cuello. Bernal le tomó el pulso y comprobó que era firme y fuerte.
—Éste es mi inspector —dijo al jefe de los geos.
—Le llevaremos inmediatamente al hospital de Málaga, comisario. Está conmocionado, pero tiene buen color.
Mientras recorría la hilera de compartimentos, absolutamente descompuesto por el insoportable olor, sorprendió a Bernal ver seis cuerpos desnudos colgando de los garfios con brazos y piernas atados a las cuerdas. Mostraban señales de haber sido torturados salvajemente. Los geos estaban subiéndose a toda prisa para bajarles.
—Éstos tienen que ser los seis jóvenes desaparecidos —dijo Bernal—. ¿Están muertos?
—Dos de ellos se encuentran realmente en estado muy grave, pero todos respiran todavía.
Con furia creciente, Bernal pasó despacio junto a los cuerpos mutilados y los rostros lívidos y famélicos. ¿A qué prácticas inconcebibles les habría sometido Malinsky en los días que había tenido prisioneros a aquellos pobres muchachos? La intensa iluminación indirecta daba a la escena un aspecto dantesco y recordó a Bernal un cuadro que había visto en El Prado. Parecía una escena del Bosco.
—Lleven a estos muchachos al hospital inmediatamente, a ver qué pueden hacer para salvarles.
El comisario esperaba que el código penal contemplara penas lo bastante severas, en consonancia con aquellos crímenes, aunque suponía que el abogado de Malinsky, casi con toda seguridad, alegaría trastorno mental para su cliente. Bien, ya le interrogaría Bernal primero y juzgaría por sí mismo.
Volvió a reunirse con Palencia en cuanto los seis jóvenes, en camillas, fueron conducidos a las ambulancias. Los enfermeros habían empezado a tratarles poniéndoles suero por el sistema de goteo.
—Han llevado a Malinsky a la cárcel de Málaga —dijo Palencia— y al inspector Gallardo al hospital militar. La inspectora Fernández insistió en acompañarle.
—Que los lleven allí a todos. Necesitaremos la declaración de los supervivientes para las denuncias.
Cuando Bernal regresó al Hotel Paraíso, Navarro le entregó un télex de la Interpol:
Héctor Malinsky de cuarenta y un años buscado por la policía uruguaya por delitos relacionados con misión juvenil de Montevideo stop Agresiones incluido secuestro ilegal asalto y graves lesiones físicas a tres adolescentes varones stop Sospechoso considerado psicópata peligroso stop Fin del comunicado.
—¡Y que lo digan! —exclamó Bernal—. Nosotros quizá le acusemos de asesinato. El estado de dos de los jóvenes, seguramente los que secuestró primero, es gravísimo. Les ha sometido a torturas horripilantes, Paco, incluso intento de mutilación.
—¿Y cómo está Ángel? —preguntó Navarro, preocupado.
—Es evidente que Malinsky no tuvo tiempo de empezar con él. Menos mal que actuamos sin demora.
—¿Qué daños ha sufrido?
—Tiene un golpe brutal en la sien, seguramente el que le dio para dejarle inconsciente anoche. Iré a visitarle a primera hora, antes de empezar el interrogatorio de Malinsky —Bernal encendió un Káiser—. Ahora me voy a Cabo Pino. Si hay alguna noticia durante la noche, avísame inmediatamente.
—¿Debo informar a Madrid, jefe?
Bernal pensó un momento.
—No, creo que no tenemos que hacerlo. Recuerda que intentaron sacarnos del caso. Que informe Palencia a su jefe de la policía de Málaga y que él informe a los distintos consulados. A estas alturas, los familiares de los jóvenes desaparecidos deben estar desesperados.
Cuando Navarro pedía por teléfono el coche de Bernal, Varga irrumpió en la habitación.
—Los furgones detectores han localizado el origen de los mensajes radiados de los terroristas, jefe. Se encuentra en el centro de Tivoli World, el parque de atracciones de Arroyo de la Miel.
—¡Adiós esperanzas de descansar! Hay que volver a llamar a la Guardia Civil y a los geos, Paco. Yo voy a llamar a Zurdo, pues el lugar queda entre nuestras respectivas zonas. Informaré también a Madrid.
Cuando Bernal y Varga llegaron al inmenso parque de atracciones que queda sobre la carretera de la costa, comprendieron que incluso con los detectores portátiles que habían traído Varga y su ayudante, la tarea de localizar a los etarras sería dificilísima, complicada aún más por el peligro de los miles de familias que disfrutaban de la velada entre los tablaos de flamenco, tiovivos, bares y restaurantes. Bernal se fijó en los grandes carteles que anunciaban para aquella noche a las diez, la actuación de la popular cantante Rocío Jurado en el principal anfiteatro.
—No podemos montar una redada aquí, Zurdo —comentó Bernal a su colega, cuando entraban en la oficina del director—. Cundiría el pánico entre el público.
—Si Varga y su especialista pueden determinar el lugar exacto desde el que transmiten cuando hagan el siguiente comunicado, que será a las nueve, jefe, podríamos despejar la zona y tomarla con un reducido grupo de geos.
Fumaron y, al acercarse las nueve, consultaban nerviosos el reloj. Fue una larga espera. Luego llegó Varga.
—Los mensajes vienen del anfiteatro, jefe. De la parte posterior del escenario.
—¿Tendré que suspender la función? —preguntó alarmado el director general—. El teatro está lleno a rebosar y la orquesta está preparándose.
—No, eso sería peor que esperar a que termine —dijo Bernal—, aunque entonces correríamos el riesgo de que los terroristas escaparan mezclándose con el público. Hay que impedir por todos los medios que se note que se están tomando medidas de seguridad. Zurdo, ocúpate de que los guardias civiles y los geos tomen posiciones discretas cerca del anfiteatro, mientras Varga y yo hacemos una visita a la señorita Jurado. Hay que explicárselo y advertirla del peligro, y que decida si quiere seguir adelante o no.
Bernal y Varga encontraron a la famosa cantante vestida ya para la actuación, con traje de cola y acompañada por su hijita, también ataviada al estilo andaluz, con una peineta de nácar en el cabello recogido. Tras una breve conversación sin que la niña oyera, acordaron un plan de acción.
Cuando la cantante acudía al encuentro de su entusiasta público, que llenaba el auditorio, Bernal y Varga iniciaron el registro de la parte posterior del escenario. Más allá del camerino de la cantante encontraron una puerta cerrada y preguntaron al director de escena a dónde daba.
—Al almacén del escenario, comisario. Todavía no lo hemos utilizado esta temporada. Voy por las llaves.
Cuando volvió, Bernal probó la llave en la cerradura. No giraba.
—Será mejor que pruebes tú, Varga.
—¿No sería mejor que vinieran primero algunos geos, jefe? Puede ser el escondite de los terroristas.
Bernal llamó a Zurdo al despacho del director general y le pidió que llevara a un grupo de geos a la parte posterior del anfiteatro. Varga no tardó en forzar la puerta, pero habían colocado algo pesado por la parte interior contra la puerta. Cuando el pelotón de geos pasó a la parte posterior del escenario, volvió Rocío Jurado, entusiasmada por el éxito de sus números de apertura, a cambiarse, a ponerse un vestido flamenco rojo.
—Ya sabe usted que no tiene por qué seguir con la actuación —le dijo Bernal con calma—. Pero si lo hace, procuraremos que la operación se limite al almacén.
—¡Claro que seguiré! ¡El público es estupendo!
—Entonces saque a la niña al escenario también. Estará más segura que aquí. Y cante las canciones más fuertes para disimular el ruido que tengamos que hacer.
Zurdo había localizado ya, con ayuda del director, la principal entrada al escenario detrás del auditorio y él y Bernal sincronizaron los relojes para iniciar el asalto al almacén por ambas entradas a la vez. Bernal y Varga contemplaban nerviosísimos a los geos que se preparaban para vencer cualquier obstáculo que hubiera tras la puerta; y entonces, se dio la señal.
La orquesta inició el crescendo de uno de los números de más éxito de Rocío Jurado y los geos entraron en acción, utilizando gases lacrimógenos y granadas de choque. Desde el pico de las escaleras que daban al almacén, Bernal pudo ver algunos destellos amarillos de pequeñas armas de fuego, luego hubo un súbito silencio. Y, al poco, llevaron a su presencia a un hombre y una mujer, que farfullaban por el gas. Contempló sus rostros taciturnos con una mezcla de curiosidad y piedad. ¿Qué horrendo fanatismo, incomprensible para él, les llevaba a poner en peligro la vida de tantos inocentes?
—Llévalos a tu comisaría de Fuengirola, Zurdo. No hay motivo para que no se lleve el mérito de todo esto.
—Pero eso no es justo, jefe. Fue el ayudante de Varga quien hizo posible que les encontráramos.
—No importa. Mencióneles en su informe a Madrid. Veamos ahora qué armas tienen almacenadas ahí.
Varga guió a Bernal al cavernoso sótano que había bajo el escenario, desde donde pudieron oír la aplastante ovación final que su público daba a la gran artista. Era evidente que su entusiasta público no había advertido nada.
En el sótano, aún parcialmente invadido por el gas, un geo entregó a Bernal una mascarilla, y encontraron el transmisor de radio y gran cantidad de equipo para la fabricación de explosivos y un par de lanzagranadas.
—Varga, ocúpate de que se ponga todo eso a buen recaudo. Si llega a estallar, habrían muerto miles de personas en ese anfiteatro. Luego iré yo y acusaré al hombre de asesinar al detective de Palencia, Antonio García. Quiero un análisis de saliva, por supuesto, para cotejarlo con los de la colilla que encontré en la playa.
—¿Pero qué le hace pensar que fue él, jefe?
—Ah, pero ¿no se ha fijado? Llevaba un anillo de sello con un diamante incrustado en un ópalo en el dedo meñique de la mano izquierda. Lo cual corresponde exactamente a la descripción de Peláez de la diminuta herida del cuello de García. Estoy seguro de que este terrorista fue el que le mató de un golpe en la playa de Torremolinos cuando el agente sorprendió a la pareja cavando un hoyo en la playa para colocar un artefacto explosivo.
Cuando Consuelo vio el rostro pálido y agotado de Bernal supo, pese a todo, por su saludo relajado, que todo había concluido.
—Te prepararé algo de cena, Luchi. Nosotros ya hemos cenado.
—Creo que sólo quiero dormir doce horas seguidas, Chelo. Mañana tendré que hacer largos interrogatorios.
—Entonces, toma algo ligero —le instó ella— y luego nos vamos a dormir.
—Dame una cerveza mientras lo preparas. Estoy más seco que un camello que llega a un oasis.