Capítulo 6

A las 7.55 de la mañana del martes 5 de agosto, Consuelo Lozano temblaba levemente mientras esperaba, con un camisón ligero, en el balcón del dúplex del puerto de Cabo Pino, la llegada del coche policial. Se volvió nerviosa a mirar a Luis Bernal, que dormía profundamente medio vuelto hacia ella en el cómodo lecho de matrimonio, con el ceño fruncido y los brazos extrañamente cruzados sobre el pecho, casi en posición fetal. Se inclinó para observar el parche de su herida en la ceja, buscando signos de posible hemorragia, y se preguntó si no sería hora de convencerle de que pidiera el retiro anticipado. Los casos sensacionales y peligrosos de carácter político parecían estar consumiendo las energías que le quedaban, y el día anterior había estado a punto de morir. Oh, ¿cómo podría soportar ella que volviera una y otra vez a un trabajo en el que corría peligro tan a menudo?

Consuelo cruzó el dormitorio en silencio y se puso el albornoz de esponjosa felpa; por una vez, hacía una fresca brisa matinal; quizás el viento soplara en dirección suroeste desde el Estrecho. Volvió corriendo a la ventana para adelantarse al alegre bocinazo del conductor de la policía e indicarle que pasara a tomar un café y dejara a su jefe dormir un poquito más.

Un profundo gemido la hizo volverse en redondo; Luis se volvía de espaldas a la luz arrugando los ojos. Dio otra vuelta a los brazos retorcidos y Consuelo se maravilló de que no se rompiera una muñeca o se dislocara un hombro. Seguro que cuando despertara se quejaría de calambres.

En ese momento Consuelo vio salir el Seat negro del corto túnel de la carretera y doblar hacia el pequeño paseo bordeado de palmeras. Cuando el coche se detuvo, ella empezó a hacer gestos frenéticos al conductor. Éste, en lugar de tocar la bocina como era su costumbre, salió del vehículo y alzó la vista hacia ella. Consuelo le señaló la puerta indicándole que entrara. Cuando Consuelo se volvía para bajar a preparar café, Bernal se incorporó súbitamente en la cama.

—¿Ha llegado ya el conductor?

—¿Cómo lo sabes? Me proponía dejarte descansar media hora más. No llegaste hasta bien pasadas las tres. ¿Qué tal tu cabeza?

Él se tocó cautelosamente el parche y se sobresaltó.

—No me lo recuerdes. Tengo un poco de dolor de cabeza. Nada más. Prepara café para el chófer, ¿quieres? Voy a afeitarme.

Ella le besó con ternura en los labios y se dirigió a la puerta.

—Espero que todo esto acabe pronto, Luchi.

—Nada es eterno, cariño.

En el despacho provisional del Hotel Paraíso, Bernal encontró al inspector Navarro ordenando los informes que se habían recibido aquella mañana.

—¿Alguna noticia, Paco?

—Buenas, jefe. Ha sido rastreado el Fiat blanco abandonado junto al Parador de Golf. Lo robaron en Málaga hace tres días.

—Esos etarras están arriesgándose realmente mucho, ¿no crees? Podría haber sido localizado en cualquier momento, ya que no pueden haber cambiado las placas de la matrícula.

—Así es; están volviéndose descuidados.

—O descarados. ¿Has pedido una lista de todos los vehículos robados en la provincia desde que encontraron ayer el Fiat? Habría que enviar una nota con las matrículas a todas las unidades móviles. Los terroristas necesitarán algún tipo de transporte.

—He pedido a Málaga que distribuyan la lista y nos manden una copia por télex.

—Bien. ¿Ha determinado Palencia qué tren tomaron con más probabilidad desde la estación de Campamento?

—El que pasó inmediatamente después de la explosión en la línea sur hacia Fuengirola.

—Así que puede ser que cualquier vehículo robado entre Torremolinos y Fuengirola a partir de la una del mediodía de ayer esté relacionado. ¿Han llegado los resultados del examen pericial del Fiat y de la habitación del parador?

—Ha llamado Varga. Dice que ha obtenido buenas huellas latentes en los muebles del hotel y en las puertas del coche. Ahora está cotejándolas con las del registro central en la terminal del ordenador de la comisaría. Vendrá luego a informar.

El teléfono sonó estrepitosamente y Navarro lo alzó al primer largo timbrazo. Escuchó y luego tapó el micrófono con la mano.

—Madrid, para ti, jefe. El jefe del grupo antiterrorista.

Bernal frunció el ceño.

—Seguro que quiere saber por qué no exploté de una vez ayer por el bien de la patria.

Bernal cogió el aparato como si se tratara de una serpiente venenosa.

—¿Comisario? Buenos días. No, todavía sigo de una pieza. ¿Hay alguna noticia de los otros centros turísticos o de la captura de los terroristas?

—Exijo saber qué está usted haciendo, Bernal —Navarro podía oír los tonos estentóreos con toda claridad—. ¿Por qué dejó usted que se le escaparan de las manos esos dos etarras ayer?

—Consiguieron eludir el cerco de la Guardia Civil que ordené tan pronto como recuperé el aliento después de la explosión. Escaparon por la vía del ferrocarril y seguramente tomaron un tren hacia el sur. Al menos estamos casi seguros de sus nombres, comisario, y espero recibir la confirmación en breve. Hemos dado alerta general en toda la costa.

—Eso no es suficiente, Bernal. Y aún hay más; he estado revisando toda una serie de investigaciones que ha pedido usted a la Interpol sobre ciertos jóvenes desaparecidos. ¿Puede saberse qué diablos tienen que ver con la campaña terrorista vasca? No puede usted perder tiempo y recursos en asuntos que nada tienen que ver con el problema.

—No estoy seguro de que no tengan nada que ver —replicó Bernal cautamente—. El secuestro de veraneantes extranjeros podría ser parte del intento de los etarras de desestabilizar el comercio turístico. Y me temo que los jóvenes desaparecidos hayan sido asesinados.

—Deje ese asunto, Bernal. Y es una orden. Que se ocupe de ello el inspector local. Insisto en que siga usted mis instrucciones originales y concentre todos sus recursos en la campaña de explosiones de los terroristas. ¿Está claro?

Navarro advirtió que Bernal se congestionaba y creyó que estaba a punto de presenciar uno de los rarísimos ataques de ira de su jefe. Pero el tono de su voz cuando contestó era sereno y controlado.

—Nos atendremos a las instrucciones del ministerio en todo momento. No hace falta que le recuerde que el mando y la dirección diarios de mi grupo son de mi exclusiva responsabilidad, ¿está eso claro para usted, comisario?

—Haga exactamente lo que yo he ordenado —espetó el jefe del grupo antiterrorista.

—En cuanto el ministro pierda la confianza en mí —contestó Bernal en tono implacable—, ordenará seguramente que regrese a Madrid.

Colocó el teléfono lentamente en su sitio.

—¿No le has colgado el teléfono, verdad, jefe? —preguntó Navarro nervioso.

—Creo que no. Esos ruidos chisporroteantes deben ser del desmodulador.

Bernal encendió un Káiser y contempló la tranquila escena de la calle: aunque en menor número que antes, los veraneantes se aventuraban a volver a las playas; Bernal señaló la costa y preguntó:

—¿Es una decisión de Palencia, Paco?

—No, jefe; fue el jefe de policía de Málaga, tras consulta con Madrid. Los concejales, hoteleros y tenderos del pueblo han estado quejándose al ministro del perjuicio que todo esto supone para su comercio. Como han barrido toda la playa con detectores de metales y no se ha encontrado nada, Madrid ha ordenado levantar los cordones, aunque tendrán que aumentarse las patrullas de a pie de la policía y la Guardia Civil.

—Han dado esta orden justo cuando habíamos obligado a los etarras a salir de las playas hacia los paseos marítimos y los parques, donde es más fácil localizarles —dijo Bernal, pensativo—. ¿Por qué no pedimos la colaboración del público? Podrían hacerse unos folletos en cuatro o cinco idiomas pidiendo a la gente que denuncie cualquier actitud o comportamiento sospechosos, o abandono de paquetes, al policía más próximo.

—Palencia ha ido a consultar al jefe de policía la posibilidad de hacer un comunicado público, jefe.

—Quizá fuera eficaz, ya que los periódicos extranjeros están dando noticias sensacionalistas de las explosiones. Nosotros hemos de explotar la publicidad. Supongo que no hay cobertura de prensa de los jóvenes desaparecidos.

—Todavía no, pero puede producirse en cualquier momento.

Bernal tuvo una idea súbita.

—Llama a Zurdo a Fuengirola, Paco. Quiero hablar con él.

En seguida estaba al aparato el antiguo discípulo de Bernal.

—¿Estás bien, jefe? Ya me he enterado de lo de la explosión de ayer en el Parador de Golf.

—Los informes sobre mis heridas son muy exagerados, Zurdo. ¿Ningún problema ahí, todavía?

—Ninguna explosión, gracias a Dios. La Guardia Civil tenía patrullas en estas playas casi desde el momento del comunicado del ultimátum. Así que es muy probable que los etarras no tuvieran tiempo de colocar ninguna. Mantenemos la vigilancia de todos los lugares turísticos, naturalmente.

—Creo que tendrías que investigar todos los casos de vehículos robados en Fuengirola desde la una del mediodía de ayer, Zurdo. Si consultas la lista de sospechosos terroristas, encontrarás la fotografía del número 2874, Patxi Berástegui, y del número 1342, Yolanda Aguirre. Estamos esperando la confirmación de las huellas dactilares, pero yo estoy casi seguro de que fueron ellos quienes colocaron la bomba en la pista de golf. Casi seguro que escaparon en tren, cogiendo el primero hacia el sur. Palencia ha mandado a su cabo a interrogar al revisor, que quizá les viera subir.

—¿Qué te hace pensar que llegaran hasta el final del trayecto en Fuengirola, jefe?

—Podrían haber bajado del tren en Torremolinos, claro, pero avisamos por radio para que se controlara la única salida de allí, que es por una escalera mecánica. Como las demás estaciones son todas pequeñas, se apea poca gente, y Palencia cree que es más probable que siguieran hasta el final, donde podrían salir entre todos los pasajeros. Si está en lo cierto, seguro que no habrán tardado en intentar robar un vehículo para proseguir con sus planes. Ten en cuenta que su aspecto ha cambiado considerablemente: el hombre va afeitado y tiene el pelo corto, y la mujer se ha aclarado el pelo y parece mucho mayor que en la fotografía.

—¿Crees que llevan consigo los explosivos y el transmisor de radio, jefe?

—Sospecho que deben tener un escondite en algún sitio, al que acuden por provisiones de vez en cuando —Bernal miró fijamente el mapa mural de la provincia—. Te sugiero prestar especial atención a todas las acampadas de la zona. En esos sitios, sus idas y venidas no llamarían la atención. Pediré al comisario de Marbella que registre el club de golf de Río Real y el parador estatal de las colinas de más allá de Ojén.

—De acuerdo, jefe, lo haré. Me pondré en contacto en cuanto haya alguna noticia.

Bernal colgó el teléfono y se volvió a Navarro.

—¿Dónde están los demás, Paco?

—Miranda y Lista siguen con las investigaciones en hoteles y pensiones.

—¿Y Ángel y Elena?

—Aún no han telefoneado, jefe. Volvieron de madrugada a la Casa España.

—Que vengan todos para una conferencia a las doce y media; y que venga también Varga. Ahora voy hasta la comisaría a ver a Palencia.

—¿Se llevará adelante la operación de La Nogalera esta noche, jefe?

—Desde luego, pese a ese jefe de Madrid trastornado por el poder, que nos ha ordenado abandonar todas las investigaciones sobre lo que son realmente los delitos más siniestros y graves.

Cuando Bernal regresó al Hotel Paraíso al mediodía, ya había llegado Varga con los informes.

—Ha sido confirmado, jefe —dijo Navarro.

—¿El qué?

—La identidad de la pareja vasca —dijo Varga—. Las huellas dactilares latentes que tomé en el Fiat abandonado y en el armario del parador coinciden con las huellas de Berta, el nuevo ordenador central de El Escorial. No hay duda: el hombre es Berástegui; y la mujer, su novia Yolanda. Se sospecha que pertenecen al Comando Madrid, responsable de la muerte de los dos oficiales militares el año pasado.

—Muy bien, Varga —dijo Bernal y luego preguntó a Navarro—: ¿Has informado a Madrid?

—Sí, jefe. Y he telefoneado a Zurdo a Fuengirola. Me ha dado la lista de cuatro vehículos robados allí desde ayer por la mañana.

Bernal ojeó la lista, advirtiendo que en la misma figuraban un Renault-5 y dos Seats pequeños, todos ellos con matrícula de Málaga, amén de una furgoneta Citroën con matrícula francesa.

—¿Qué más has descubierto en el parador? —preguntó Bernal al técnico.

—Principalmente que tuvieron que montar la bomba en el dormitorio, jefe. Hay rastros de explosivo plástico en la colcha y en la alfombra.

—¿Pero no se encontró material sobrante en el maletero del coche?

—No, jefe. Si había algo, tuvieron que llevárselo, junto con el transmisor de radio. El recepcionista recuerda que llevaban dos bolsas de viaje grandes con adornos verdes y rojos estilo Gucci.

—Cada vez estoy más convencido de que tienen algún escondite al que acuden para coger los materiales que necesitan para cada artefacto —comentó Bernal.

Llegó el doctor Peláez, tan animoso como siempre.

—¿Hay un café listo para mí, Luis? Creo que me he ganado un carajillo, después de cortar en pedazos a ese guardia civil para ti. No escatime el coñac —añadió, dirigiéndose a Navarro.

—¿Qué has descubierto, Peláez?

—El guardia civil fue derribado por un golpe tipo comando en la garganta, y a continuación le propinaron un segundo golpe, fatal, en el nervio vago con la punta de un zapato de cuero. Sin duda es otro homicidio.

Navarro le interrumpió.

—El inspector Ibáñez ha enviado la ficha policial de Berástegui por télex, jefe. Recibió entrenamiento como geo después de hacer el servicio militar y terminó el grado superior de combate cuerpo a cuerpo.

—Tenemos que cogerle —dijo Bernal— antes de que vuelva a matar.

Llegaron Ángel Gallardo y Elena; Bernal pensó que ambos parecían un par de jóvenes veraneantes muy modernos.

—¿Sigue en pie lo de la operación de esta noche? —preguntó animosamente Ángel.

—Madrid nos ha prohibido intervenir en la investigación de los jóvenes desaparecidos, Ángel —dijo Bernal. El joven inspector se mostró abatido—. Pero ellos ignoran lo que estamos haciendo concretamente —prosiguió Bernal—. He estudiado el asunto con Palencia, que no tardará en llegar, y estamos decididos a repetir la operación esta noche. Si Málaga o Madrid preguntan cuáles son nuestros planes, hemos acordado decir que se trata de una operación antiterrorista para coger a Berástegui y a Aguirre.

Bernal se interrumpió al fijarse en que Elena se había quedado como paralizada mirando el retrato que Navarro había clavado en la pared; Bernal creyó ver una expresión de terror en el rostro de Elena.

—¿Qué pasa, Elena?

—Ese retrato robot, jefe —se acercó lentamente a la pared—. ¿Quién se supone que es?

—Desde luego no le has visto antes. Lo hizo el encargado de la pensión del Paseo Marítimo. Corresponde al desconocido que fue a recoger el equipaje del chico italiano. Palencia se lo ha enseñado al dueño de la Casa España, y dice que el parecido es bastante razonable, por inverosímil que parezca.

Elena se estremeció al mirar aquel rostro oscuro de mirada fija.

—Es un tanto irreal, ¿verdad? —comentó Bernal—. Como un personaje de una película de terror.

—No, jefe —dijo Elena con más calma—. Es su viva imagen.

—¿Pero cómo has podido verle, Elena? Fue a la Casa España cuando tú no estabas allí.

—Será su hombre de los gatos —dijo Ángel, riéndose—. Tiene una fijación con un tipo al que ha visto dar de comer a los gatos en las azoteas del Bajondillo después de oscurecer.

Bernal miró a Elena a los ojos, que expresaban un gran terror.

—¿Estás segura de que se trata del mismo hombre?

—Sí, jefe, sin lugar a dudas. Anoche volví a verle, justo cuando usted suspendió la operación. Dos municipales se pararon a hablar con él en el nuevo recinto comercial, así que, cuando él se fue, les pregunté a ellos. Me dijeron que es un sudamericano que lleva un centro de ayuda para jóvenes con problemas.

De pronto, el interés de Bernal se avivó.

—¿Extranjeros jóvenes varones con problemas?

—No me lo dijeron, pero presta ayuda a drogadictos y eso.

—¿Te dijeron cómo se llama?

—No lo sabían, pero me dijeron que le conocen como El Ángel de Torremolinos por el trabajo que les ahorra.

—Hay que averiguar quién es en seguida. ¿Sabían dónde vive?

—Se lo pregunté. Creen que en la zona baja, por el Bajondillo.

—Paco, ve a ver al jefe de la policía municipal y pídeles su colaboración. Elena indicará con cuáles de sus hombres habló anoche. Pediremos a Palencia que consulte sus archivos también —Bernal pensó de nuevo en el hombre de los gatos—. ¿Pudiste ver lo que le daba de comer a los gatos, Elena?

—Parecen despojos de lo más repugnante, fibrosos y sanguinolentos —miró a su jefe y se estremeció súbitamente—. ¿No creerá usted…?

—De alguna forma tiene que deshacerse de los cuerpos. No hay rastro de los seis jóvenes desaparecidos, ni de sus restos, y lo más difícil del mundo es deshacerse de los cadáveres sin dejar ni rastro. ¿Qué opinas, Peláez?

El semblante del médico se animó.

—Se han dado casos de desmembramiento en los que las piezas se dieron a animales domésticos o a animales de granja, Bernal. Recuerdo concretamente un caso de Cuenca…

—Ahórranos los detalles espeluznantes, doctor. Pero esos gatos del tejado, ¿sería factible?

Peláez parecía indeciso.

—Las vísceras, quizá, pero los huesos grandes no. Claro que si se tratara de alsacianos hambrientos o cerdos…

Elena se puso palidísima y se sentó en una silla. Bernal procuró impedir al patólogo continuar con sus revelaciones.

—Necesitamos muestras de lo que les da a los gatos para analizarlas. ¿Qué opinas, Varga? ¿Podría conseguirse sin llamar la atención?

—Los inspectores tendrán que enseñarme el sitio a la luz del día, primero, señor. Y quizá los gatos estén rabiosos, así que tendré que llevar ropa protectora.

—¿A qué hora suele darles de comer, Elena? —preguntó Bernal.

—Cuando oscurece, jefe, cuando casi todos los turistas se han ido a cenar, de nueve a nueve y media.

—Hay que conseguir las muestras sin que el sospechoso se dé cuenta. Luego Lista y Miranda podrán seguirle y averiguar dónde vive. No quiero que se asuste, de lo contrario jamás encontraremos los cuerpos de sus víctimas.

—Tiene que vivir en algún sitio aislado, pues, de lo contrario, con este calor los vecinos notarían el olor —dijo Ángel, haciendo a Elena estremecerse de nuevo.

—Por eso pedí ayer a Miranda y a Lista que buscaran edificios y garajes vacíos —dijo Bernal—. No debe ser fácil descubrir el lugar, y sin embargo tiene que estar cerca, porque no hay pruebas de que tenga un vehículo, ¿no es así, Elena?

—Sí, jefe; además, tampoco podría utilizarlo por esas callejas estrechas.

—Consultaremos a Palencia, que nació y se crió aquí y debe conocer todos los rincones del lugar.

A la 1.30 del mediodía, Navarro había convencido a Bernal de que fuera a Cabo Pino a comer y a dormir la siesta antes de las dos operaciones planeadas ahora para la tarde y la noche. El comisario pidió al conductor de la policía que volviera a buscarle a las 7.30 puntualmente. Cuando subía cansinamente hacia el dúplex, vio a Consuelo y a su cuñada en la cocina preparando una cesta de excursión.

—Vamos a llevar a los niños a dar un paseo en barco. Nos pareció más seguro que ir a la playa. ¿Vienes con nosotros?

—¿Dónde están los niños?

—Abajo en la tienda comprando un melón y algo más de fruta que les apetezca.

—Creo que prefiero quedarme descansando, Chelo. Hay una importante operación planeada para esta tarde.

—¿Te preparo una tortilla francesa y una ensalada variada?

—No, recoge a los niños. Os acompañaré hasta el muelle y tomaré algo en el club náutico. Supongo que habréis alquilado un barco de un tamaño apropiado.

—El vecino de al lado se ha ofrecido amablemente a llevarnos en su barca. Tiene cabina, así que no me quemará el sol.

—Y los niños podrán nadar lejos de las rocas al otro lado del cabo —dijo la cuñada—. Están hartos de las aglomeraciones de la piscina ahora que la playa no es segura.

—Pues vamos —dijo Bernal—. Los chicos estarán impacientes.

Bernal se quedó en el pequeño muelle viendo cómo subían a bordo del barco, bastante sólido, que tenía una pequeña cabina, y les despidió cuando salió del nuevo embarcadero. Se fue al bar del club náutico y se aflojó la corbata de seda. Decidió que necesitaba una caña doble de la cerveza del lugar, tuviera el sabor que tuviera.

La inspectora Elena Fernández llevó a Varga a la Casa España. La mujer del propietario, que estaba a la puerta, sonrió significativamente cuando su joven y bella huésped guió al joven forastero de cabello oscuro hacia su habitación. ¡Estas chicas españolas modernas! No eran mejores que las extranjeras a las que se habían pasado años criticando. ¡Mira que subirle a su habitación, y además antes de comer!

Elena ignoró la sonrisa de suficiencia de Anna y la mirada lasciva de Albert y cruzó con Varga el patio y subió la escalera interior hasta su habitación.

—Desde este balcón se dominan casi todos los tejados de enfrente, Varga.

Los gatos sarnosos de diversos colores dormitaban ahora tranquilamente a la sombra de las chimeneas.

—No hay donde ocultarse, aparte de esas chimeneas, inspectora.

—¿Y la azotea del Red Lion? Da justo al lugar en el que él reparte la comida.

—Es una posibilidad —admitió Varga—. Pero tendré que utilizar una cuerda y un arpeo para intentar enganchar uno o dos trozos antes de que los gatos lo devoren todo.

—Eso cuando el individuo se haya largado, claro. De lo contrario se daría cuenta.

—Voy a hablar con el propietario del bar. Necesitaremos su colaboración.

Elena miró a la calleja en ambas direcciones.

—No es nada fácil que Lista y Miranda puedan ponerse a cubierto, ¿eh?

—El verdadero problema consiste en saber cómo sale el tipo de los gatos de la azotea después de darles de comer. Debe haber una forma de saltar a las casitas al fondo.

—Debo llevar un transmisor en la misma frecuencia que los de Lista y Miranda. Si Lista permanece escondido al fondo de la calleja en el cruce, junto al Britannia, y Miranda espera en el restaurante Windmill, en la parte de arriba, podré indicarles la dirección que toma.

—¿Y si sigue hasta el final y se va por el otro lado? Yo llevaré un transmisor también, para avisar a Lista que dé la vuelta a la manzana y le siga.

Elena asintió y Varga se fue. Le vio cruzar la concurrida calleja y entrar en el Red Lion. Pese al calor agobiante, Elena tembló al ver a los gatos lamiéndose como si se prepararan para la siguiente ración de vísceras humanas. Tenía que controlar sus sentimientos, se dijo. No podía permitir que sus colegas masculinos la vieran aterrada. Pero el recuerdo de la mirada fija del individuo de los gatos la obsesionaba y llenaba sus momentos de sueño y de vigilia.

El comisario Luis Bernal se despertó con un sobresalto y buscó a tientas el reloj en la mesilla de noche. Eran casi las siete y media de la tarde y Consuelo y su familia aún no habían vuelto. Se levantó y fue al balcón. El inmenso sol poniente arrojaba una llamarada gloriosa en el horizonte marino gris oscuro. El embarcadero parecía lleno de barcos, aunque a aquella distancia no podía distinguir la barca grande del vecino.

El comisario decidió prepararse para las operaciones de la noche y se afeitó en el cuarto de baño. A las 7.50 empezó a preocuparse por la tardanza de Consuelo. Bajaría al muelle y haría algunas averiguaciones. La rojiza luz del sol quedaba ahora tapada por la punta rocosa desde el pequeño grupo de palmeras que había bajo los apartamentos. Al principio, la sombra resultante le impidió distinguir claramente al hombre y a la mujer que salieron de un pequeño coche rojo aparcado en el túnel que va de la carretera de acceso por debajo del principal bloque de apartamentos hasta el desembarcadero. Bernal se detuvo en la puerta del dúplex y esperó a que su vista se acostumbrara a la creciente oscuridad.

Salieron ahora una mujer rubia y un hombre de cabello oscuro que llevaba una bolsa de viaje. Procuró que no le vieran, observando su avance un tanto furtivo, pasado el parque de palmeras. Parecía que se dirigían al club náutico, donde ya habían encendido las brillantes sartas de luces de colores. Justo enfrente había un jardín ornamental de rocas y cactus, y vio que la pareja se paraba y se sentaba allí.

En cuanto se volvieron de espaldas, Bernal salió del portal y se dirigió al corto túnel para inspeccionar el coche aparcado ilegalmente allí. Comprobó que era un Renault-5 y la matrícula de Málaga le hizo recordar algo: seguramente se trataba de uno de los vehículos robados en Fuengirola el día anterior. En el interior, en el suelo del coche, distinguió lo que parecía una radio portátil en una bolsa verde de camuflaje… ¿Sería un transmisor? Probó a abrir la puerta del pasajero, pero estaba cerrada. Se dirigió rápidamente a la puerta del conductor; esta vez tuvo suerte. Se volvió a mirar para asegurarse de que no le observaban, abrió la puerta con suavidad y recogió el pesado aparato. Parecía claramente un radiotransmisor.

Bernal se dirigió ahora rápidamente al apartamento y entró. Desde la ventana pudo ver a la pareja agachada sobre una de las rocas del jardín. Se volvió a examinar su trofeo: era un transmisor sólido de fabricación checa. Alzó el teléfono, y llamó a Navarro.

—Ponme al habla con Zurdo en Fuengirola lo antes posible, Paco. He localizado a la pareja vasca. Están colocando una bomba frente al jardincillo del club náutico de aquí. Si Zurdo consigue actuar rápidamente les atrapará. Sólo hay una vía de salida de Cabo Pino y queda sólo a seis kilómetros.

—¿No habría que avisar a los clientes del club, jefe?

—No, eso espantaría a la presa, y, de todos modos, tengo el radiotransmisor que necesitan para activar el artefacto.

Bernal volvió al balcón para comprobar si los sospechosos etarras seguían concentrados en su tarea. Casi inmediatamente sonó el teléfono. Era Zurdo.

—He enviado un grupo de geos y dos jeeps de guardias civiles están también en camino, jefe.

Bernal le indicó claramente los accesos al lugar.

—Tienen que cerrar la salida del túnel e instalar un cordón en la colina más abajo de la general 340.

—¿Qué están haciendo, jefe?

—Están sentados en una roca y cuando pasa alguien simulan ser una pareja de enamorados. Es evidente que no tienen prisa.

—Salgo ahora mismo.

Bernal pensó en otra cosa entonces.

—Por amor de Dios, avisa a la patrulla de guardacostas, Zurdo; podrían intentar coger un bote en cuanto se vean acorralados. Y habrá que cerrar también el acceso a la playa por el suroeste, por si escapan por la costa. Hay una gran extensión de dunas con pinos ralos hasta el interior, que podría proporcionarles un buen escondite.

—De acuerdo, jefe; Cabo Pino pronto estará completamente rodeado.

Bernal fue a la habitación de los niños y encontró lo que quería. Unos pequeños prismáticos. Volvió al balcón y enfocó los prismáticos hacia el jardín del club náutico. Ahora no pasaba nadie, y evidentemente los sospechosos intentaban esconder algo bajo una de las rocas ornamentales. Llegaba al puerto un barco potente con los faros y las luces de navegación encendidos. Entró y atracó en el embarcadero. La pareja de vascos dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo y se sentaron abrazados, simulando ser una pareja de enamorados. Bernal enfocó los prismáticos hacia el barco. Santo cielo, era Consuelo, con su cuñada y los niños. ¿Dónde habrían estado hasta tan tarde? Con una sensación de aterrada impotencia, les vio pasar junto a la pareja de terroristas y salir al Paseo Marítimo. Pronto llegaron al dúplex de al lado y dieron las buenas noches al vecino que les había llevado a navegar. Bernal corrió al vestíbulo a su encuentro.

—No enciendas las luces, Chelo. Llevaos a los niños a la habitación de atrás.

—¿Pero qué pasa, Luis? ¿Una amenaza de bomba?

—¿Qué te hace pensarlo?

—Me ha parecido sospechosa la pareja que hemos visto en el jardín del club náutico.

—¿Cómo se te ocurre semejante idea?

—Bueno, ¿quién ha visto a una pareja cortejando mientras él sostiene una pala con el mango roto? ¿Están colocando una bomba allí? —se colocó a su lado en el balcón a oscuras.

—Estoy seguro de que sí.

—Me quedaré con mi cuñada y los niños en la parte de atrás, y tú haz el favor de apartarte de esa ventana.

—No te preocupes, los geos están de camino, y yo tengo el aparato de control remoto que iban a utilizar —señaló la cómoda—. El artefacto no puede explotar sin eso.

Por el rabillo del ojo vio un súbito movimiento en la entrada del túnel de la carretera. Entonces, una hilera de hombres con uniforme oscuro, cascos y rostros ennegrecidos, surgieron de las tinieblas.

—Acércate a mirar, si quieres.

Más lejos, a lo largo de la costa, hacia el suroeste, vieron los jeeps que se aproximaban por las dunas; y en la bahía, dos lanchas patrulla rápidas doblaban el cabo a toda velocidad y se encaminaban hacia el puerto.

—Es la hora cero, Chelo.

Observaron, conteniendo la respiración, a la pareja de terroristas que se ponían en pie de un salto y corrían hacia el coche robado aparcado en el túnel. Y entonces, al ver la hilera de geos que corrían ahora hacia ellos, el individuo sacó un arma y, agarrando a la mujer por el brazo, tiró de ella corriendo hacia la playa. Cuando los dos jeeps de la Guardia Civil con las luces de larga distancia llegaban a las últimas dunas, la pareja se volvió desesperada hacia el embarcadero, donde las dos lanchas patrulla del guardacostas habían apagado los motores junto a la hilera de barcos amarrados.

Acorralado, el terrorista apuntó hacia el jardín ornamental y descargó su arma en la roca. Hubo un destello amarillo cegador, seguido de un sonido silbante y de una explosión ensordecedora, cuya onda expansiva lanzó a Luis y a Consuelo sobre la cama.

—Creía que me habías dicho que no podía estallar —dijo ella en tono acusador.

—No se me ocurrió que fuera a hacer eso. Sin duda ha sido un tiro de suerte.

Consuelo se levantó y se acercó al balcón.

—No tanta suerte. Creo que los dos lo consiguieron. Espero que no haya muerto nadie en el club náutico; parece que ha sufrido muchos daños.

Se armó ahora un gran alboroto; toda la gente salía, asustada, y los geos y los guardias civiles llegaron al lugar de los hechos. Se oían ya cerca las sirenas y las campanas de las ambulancias y de los coches de bomberos.

—Voy a localizar a Zurdo y a decirle que ordene todo esto —dijo Bernal—. Yo tengo que irme a trabajar.

—¿Irte a trabajar? —repitió Consuelo, incrédula—. ¿Y a esto cómo lo llamas?

—El caso más importante todavía no se ha resuelto, Chelo.

A las 9.30 de la noche, el fornido forastero alto salió de su extraña morada y se encaminó hacia el Bajondillo con un paquete envuelto en plástico mucho más grande de lo habitual. Esta noche sus gatos tenían un obsequio especial, pensó, aunque no había sido capaz de trocearlo, pero tenían garras afiladas y no les costaría mucho despedazarlo.

Se detuvo en el cruce de la calleja cerca del bar Britannia; se oía bullicio y cantos ruidosos. De pronto tuvo la sensación de que le observaban, tal como le había sucedido la vez anterior en La Nogalera. Se quedó vacilante en la entrada en sombras y miró atentamente hacia la parte alta de la calleja; no se veía a nadie. Recorrió con la mirada las ventanas de la estrecha calle; no veía nada alarmante. Tranquilizado en parte, salió audazmente a la luz de la farola una vez más y empezó a subir las escaleras de la Cuesta del Tajo.

Elena Fernández temblaba en la suave brisa nocturna, no sabía si de frío o de miedo, quieta tras las raídas cortinas de color rosa de su ventana a oscuras. Desde su puesto de observación podía ver muy bien a los transeúntes. La trompeta con la que practicaba el chico que vivía en una de las casas más abajo de la Casa España gemía lúgubremente el jazz irremediablemente desentonado; ¡cómo le había atacado los nervios aquel sonido en los tres últimos días!

Hablando en un susurro, comprobó el funcionamiento del transmisor que la comunicaba con Varga, ahora en el tejado del Red Lion, enfrente, y con sus colegas Lista y Miranda. Bernal, Navarro y Ángel Gallardo, estaban, tal como ya sabía, en la oficina del Hotel Paraíso a la escucha en la misma frecuencia. El jefe había insistido en que Ángel no se dejara ver en esta operación preliminar, para no poner en peligro su papel clave en la encerrona que seguía en pie para la madrugada. Bernal había decidido que tenían que determinar primero dónde vivía el hombre de los gatos y si lo que les daba de comer era de procedencia humana; entonces podrían conseguir una orden judicial para registrar su casa y llevarle a comisaría para interrogarlo. Si el resultado era positivo, Ángel no tendría que correr ningún riesgo en la operación prevista. Claro que sería mejor cogerle in fraganti delicto, pero Bernal nunca quería que sus colegas corrieran riesgos innecesarios.

El transmisor de Elena cobró vida.

—Aquí Lista. Posible sospechoso acaba de girar hacia el Bajondillo con un paquete grande.

Elena se estiró para ver al hombre entre las sombras móviles proyectadas por los faroles del fondo de la calleja. Luego vio la pavorosa figura alta avanzando hacia ella y retrocedió instintivamente hacia la relativa seguridad de su habitación. Atisbando entre el hueco de las cortinas, vio más claramente su rostro a la luz de las ventanas del Red Lion. Reconoció aquella cruel mirada fija; el hombre se detuvo entonces y alzó la vista directamente hacia su ventana. Elena se tambaleó asustada. Estaba mirando a su ventana, sólo a la suya, como si esperara verla allí. Empezó ahora a desenvolver el gran paquete, mirando arriba y abajo de la calle empedrada. Cuando se aseguró de que no había nadie a la vista, saltó la verja con extraordinaria agilidad y aterrizó en el tejado; los gatos empezaron a chillar y a arañarle las piernas. Elena le oía hablarles suavemente en voz baja mientras acababa de desenvolver el paquete; luego les arrojó lo que parecía un pernil de tamaño considerable.

Los gatos atacaron vorazmente su presa en tanto el hombre les contemplaba con aparente satisfacción, pues palmeó a uno o dos en el lomo mientras los animales rivalizaban entre sí para unirse al festín. Elena logró susurrar por el transmisor:

—Identificación positiva. Está en el tejado dando de comer a los gatos.

Volvió a retroceder, estremeciéndose cuando él alzó la vista de nuevo hacia su ventana; no había la menor duda de que era su ventana la que le interesaba, ya que no miraba a ninguna otra. Elena contuvo la respiración. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, el individuo se había desvanecido. Se asomó con cuidado entre las cortinas echadas y miró a la calle arriba y abajo. No se veía absolutamente a nadie.

—Aquí Varga. No se deje ver, inspectora. Está agachado detrás de las chimeneas.

Elena se echó rápidamente hacia atrás. El viento nocturno movía las cortinas sin cesar. Con un poco de suerte, no se habría fijado en ella. Conteniendo de nuevo la respiración, oyó pasos en las tejas. La radio crepitó.

—Aquí Varga. ¡Se marcha! Ha cruzado el tejado y baja por una cañería de la pared de una de las casitas más bajas. Ahora estoy intentando conseguir la muestra.

Elena acumuló al fin valor suficiente para asomarse; vio la sombra de Varga que echaba una cuerda desde el tejado del Red Lion. El arpeo golpeaba las tejas con un leve sonido metálico que agitó momentáneamente a los animales que devoraban la carroña.

—Aquí, Lista. Doy la vuelta por la calleja de abajo para localizarle cuando salga.

Elena miraba con ansiedad a Varga, que se inclinaba precariamente sobre los aleros y seguía echando la cuerda sin conseguir enganchar el trozo de carne, haciendo que los gatos se dispersaran asustados cada vez que lo intentaba. Consiguió al fin enganchar un trozo y empezó a alzarlo, en tanto que los frustrados animales gritaban y saltaban intentando recuperarlo. En seguida estaba fuera de su alcance, pero Elena temía que pudieran dar con una forma de saltar al tejado más alto para atacar a Varga.

—Voy a bajar para ayudar a Lista —comunicó Miranda.

Los gatos hambrientos alzaban ahora sus garras en vano hacia la pared lateral enjalbegada del Red Lion, aunque dos o tres de los más inteligentes intentaban saltar a una cañería de desagüe que bajaba desde el lugar en el que Varga ocultaba ahora su botín en una gran bolsa de plástico negro. Tenía que darse prisa, pensó Elena. Luego le vio desaparecer tras las chimeneas del bar y supo que intentaría bajar por el montante del otro lado.

—Aquí, Varga; ya voy, jefe.

Los maullidos de los gatos alcanzaron un nuevo crescendo cuando, al parecer, comprendieron que les habían arrebatado la comida. A los pocos minutos, Elena vio que el técnico salía del bar, dando las buenas noches animosamente al propietario, y se alejaba del Bajondillo hacia el pie del acantilado, desde donde subiría a la oficina de Bernal en el ascensor desde el garaje del hotel. Elena sabía que había un coche policial esperando para llevar a Varga al laboratorio de patología de Málaga, donde aguardaba el doctor Peláez para practicar los análisis de la carne.

Una vez conseguida la muestra, las órdenes eran mantener al sospechoso sometido a estrecha vigilancia, sin alarmarle. Elena miró hacia el Bajondillo y vio a Miranda que bajaba rápidamente, al resguardo de la sombra de las paredes. Lista comunicó:

—Le he localizado. Estoy en la esquina de la calle paralela al Paseo Marítimo. El sospechoso se acerca en este momento al grupo de casitas de pescadores que hay más abajo del acantilado.

Miranda alzó, al pasar, la vista hacia la ventana de Elena, luego se apresuró hacia el Britannia, al fondo de la calleja. Elena se preguntó entonces por qué no habría vuelto a saltar la verja el amante de los gatos; se había desvanecido de la misma forma en que Ángel y ella le habían visto hacerlo la primera vez. Suponía que no volvería a salir a la calleja; no podía soportar la perspectiva de que se parara bajo su ventana. Tanteó su pistola reglamentaria para darse un poco de la confianza que necesitaba desesperadamente.

No había el menor rastro de Miranda. ¿Habría entrado en el bar de más abajo para vigilar desde una ventana, o estaría escondido en el pequeño patio de al lado? Elena no tenía ni idea. Salieron del Red Lion, frente a ella, algunos jóvenes veraneantes; empezaron a gritar y a juguetear mientras subían al pueblo. La normalidad de su animación ayudó a Elena a recobrar la serenidad. ¿Debería seguir a Miranda y unirse a todos para la operación siguiente? Bernal le había dicho que permaneciera en la ventana de su cuarto hasta media noche. En realidad Lista y Miranda eran los más expertos del grupo en el seguimiento de sospechosos sin ser vistos. Se alternaban, parándose uno de ellos en un portal, mientras el otro le daba alcance, por si el sospechoso retrocedía. Elena sabía que tenían un sistema discreto y bien elaborado de signos para comunicarse sin necesidad de utilizar los transmisores, tan embarazosos y traicioneros. Ciertamente ahora mantenían un silencio radiofónico absoluto.

Bernal permanecía sentado en la oficina, con el inspector Palencia, fumando en cadena, escuchando los breves mensajes radiados amplificados en un altavoz.

—Espero que no se dé cuenta de que le siguen, Palencia.

—Quisiera que me hubiera permitido intervenir, comisario.

—Hubiera sido demasiado arriesgado. Puede haberles visto a usted y a sus hombres entrar y salir de la comisaría.

Ángel seguía mirando por la ventana como si esperara ver lo que ocurría en la oscuridad a lo lejos, mientras Navarro, sentado a su mesa, leía informes sin enterarse del contenido. La espera es lo más duro de la labor de un policía (y la mayor parte de la misma), que las películas de gangsters no revelan nunca. Finalmente, la radio cobró vida.

—Aquí, Lista. Ha entrado en una casa vieja a continuación del aparcamiento de coches de los Apartamentos Bajondillo. Es la tercera casa a la derecha del viejo camino que sube en diagonal hasta el final de la avenida del Lido.

Bernal se acercó al plano de calles, acompañado por Palencia.

—Esa calle se llama Camino de Marcelo —dijo el inspector local, señalando el lugar.

Bernal tomó el micrófono.

—¿Lista? Bernal. ¿Hay alguna forma de rodear hasta la parte de atrás?

—No lo parece, jefe. La casa da al acantilado por la parte de atrás, y no tiene entradas laterales.

—Será mejor que usted y Miranda se queden ahí y le sigan si sale.

Bernal se volvió entonces a Palencia:

—Obtenga una orden de registro para esa casa.

—Voy a ver al juez de instrucción, comisario.

—No podremos detener al sospechoso a menos que el doctor Peláez obtenga resultados positivos del análisis de la muestra, pero eso llevará una hora o así. Sería una metedura de pata detenerle si no es más que un excéntrico amante de los gatos.

Bernal miró el reloj.

—Son casi las diez y cuarto. Si vamos a iniciar la operación de La Nogalera a las doce y media habrá que asegurarse de que todos tomen algo antes. Paco, dile a Lista y a Miranda que se turnen para tomar un tentempié en el bar más próximo; luego, pide que nos traigan unos bocadillos y unas cervezas. Será mejor que Elena venga ya.

A las 10.45 de la noche, en el laboratorio de patología del hospital de Málaga, el doctor Peláez y el patólogo de la policía local desenvolvían cuidadosamente el espeluznante botín de Varga, mientras el perito de Bernal iba a cenar algo a la cantina. El médico de la localidad hizo una mueca al oler el objeto putrefacto, mientras Peláez no manifestaba signo alguno de percibir el olor.

—Es la parte derecha de una pelvis con parte de la cadera, ¿no le parece, doctor? —el médico local asintió—. Tomemos primero unas muestras para análisis microscópico y luego lo diseccionaremos todo.

La quietud era absoluta en la calle a oscuras. Lista oía el ritmo de baile flamenco procedente de uno de los locales de la playa, y también el rumor apagado de olas a lo lejos. De arriba, hacia el suroeste, llegaba el gemido desentonado de un trompetista de jazz.

Lista había visto una luz cuando el sospechoso entró en la casa del Camino de Marcelo, pero ahora la casa estaba completamente a oscuras. Debía estar en una de las habitaciones de atrás, quizá cenando. El inspector se sentó pacientemente bajo un árbol en la zona herbosa que había al final de la calleja. Esperaba que Miranda le relevara pronto.

Eran las 11.10 cuando el doctor Peláez telefoneó desde Málaga. Navarro pasó el teléfono a Bernal.

—La muestra lleva muerta algunas semanas… Es imposible determinar cuántas porque al principio estuvo congelada. Se ha descongelado recientemente y está empezando a descomponerse. Varga está en camino con el informe mecanografiado.

—¿Pero qué más puedes decirme ahora, Peláez? ¿Se sabe si es humana, o si es de macho o de hembra?

—Seguramente de macho, pero, desde luego, no es humana. Creí que ya lo sabías. Es media pelvis y parte del fémur derecho de un buen ejemplar de caprum hispanicum…, de unos tres años, diría yo.

—¿Una cabra? —dijo Bernal asombrado—. ¿Y cómo lo consiguió? ¿Acaso venden los carniceros carne de cabra?

—Esta pieza fue correctamente despellejada y colgada y profesionalmente troceada, Luis. Y sí, algunos carniceros venden cabra, sobre todo en las zonas rurales. Seguro que has probado el churrasco de choto en algún restaurante madrileño…

—Por el bien de mi úlcera, me alegra poder decirte que no.

Después de dar las gracias a Peláez, Bernal se dirigió a Palencia.

—No nos aventuraremos a llevar a cabo ese registro, de momento. Si el tipo de los gatos es realmente el asesino de los jóvenes extranjeros, no se los está sirviendo a sus animales o, al menos, no lo ha hecho hoy.

—¿Entonces seguimos adelante con la operación de esta noche?

—No se me ocurre otra cosa, aunque nos llevara dos semanas.

El teléfono sonó perentoriamente. Navarro lo alzó.

—Sí, comisario. Voy a ver si todavía está en el edificio.

Navarro miró inquisitivamente a Bernal y formuló la palabra «Madrid».

—Hablaré, Paco. Buenas noches, comisario. ¿Alguna noticia para nosotros?

—Zurdo ha hecho un trabajo excelente en Cabo Pino, Bernal. Cogió a dos de ellos con las manos en la masa, aunque sólo la mujer, Yolanda, sigue viva para poder interrogarla, es decir, si sobrevive. La han ingresado en la UVI de Marbella.

—¿Resultó herido algún ciudadano, comisario? —preguntó Bernal, que sabía perfectamente la respuesta.

—Algunos heridos con rasguños sin importancia por los cristales rotos en el club náutico, eso es todo. Me ocuparé personalmente de que Zurdo consiga un elogio especial y una mención en la prensa. Pero, vayamos a lo importante: ¿Consigue usted avanzar algo en Torremolinos?

Bernal tragó saliva y luego decidió dejar que su antiguo discípulo se llevara todo el mérito.

—Zurdo es un oficial excelente. Veo que ha manejado la operación con gran brillantez —Bernal se interrumpió para encender un Káiser—. Creo que podemos llegar a la conclusión de que los dos individuos que colocaron el artefacto explosivo en el Parador de Golf son los que ha atrapado Zurdo en Cabo Pino, pero le ruego que ordene un bloqueo periodístico absoluto de cuarenta y ocho horas sobre el asunto de Cabo Pino. Eso nos permitiría seguir el rastro de sus cómplices y descubrir su escondrijo. Entretanto, seguimos manteniendo una estrecha vigilancia aquí. Puede estar usted seguro.

—Muy bien. Estoy de acuerdo en lo del bloqueo periodístico, pero espero que su grupo empiece a funcionar mejor de lo que lo ha hecho hasta ahora.

Bernal colgó el teléfono en silencio; pero era consciente de que los otros habían oído si no todos, sí algunos de los comentarios de su interlocutor.

—Seguiremos con nuestro plan, Palencia, sin informar a Madrid ni a Málaga. No se topa uno con un caso como éste más que una vez en la vida.

Poco después de la medianoche, las patrullas de policías de paisano ocuparon sus puestos en La Nogalera, mientras Bernal, como la noche anterior, se instalaba en la oficina de encima de la agencia de viajes que dominaba toda la plaza. Palencia y él se habían visto obligados a reagrupar a sus hombres en cuatro grupos, debido a la asignación de Lista y Miranda a la vigilancia de la casa del sospechoso; claro que ahora al menos tenían la ventaja de que en cuanto éste saliera del Camino de Marcelo, se lo comunicarían. Bernal había decidido ahorrarle a Elena la representación de novia ofendida, para que pudiera encargarse directamente del mando de uno de los grupos, el situado en el restaurante de la entrada de la galería comercial.

A las 12.40, Miranda y Lista, situados ahora estratégicamente a unos cien metros de distancia, vieron al sospechoso salir de casa, y pararse en el umbral de la misma como si olfateara el aire. Esperaron a ver qué dirección tomaba. El forastero alto encendió un cigarrillo, miró calle arriba y abajo, y luego se dirigió hacia el norte, Camino de Marcelo arriba. Desde debajo del árbol de enfrente, Lista le dejó adelantarse unos veinticinco metros antes de comunicarse por radio.

—Aquí, Lista. Se dirige hacia el norte, hacia la avenida del Lido. Le seguimos.

Bernal sabía que solamente él, Navarro y Miranda, podían oír este mensaje, pues los transmisores de los agentes situados en la plaza estaban sintonizados a otra frecuencia. Bernal dio al botón que conectaba su gran aparato con esta frecuencia y llamó a Ángel Gallardo:

—Acaba de salir, Ángel. Colócate en posición.

A continuación, Bernal llamó a Navarro al Hotel Paraíso:

—Paco, dile a Varga que él y su ayudante entren en cuanto llegue a la avenida del Lido.

El forastero alto y corpulento estaba muy preocupado. Pasaba algo, lo sentía desde la noche anterior. Aquella chica de la Casa España, ¿por qué le espiaba? La había visto en la galería comercial sola de madrugada, y ahora, esta misma noche, había visto su estúpida cara blancuzca atisbando entre las cortinas echadas de su habitación a oscuras. Sintió crecer en su interior un intenso odio hacia ella. Quizá tuviera que poner fin a aquello, impedirle que siguiera fisgando sus asuntos.

De vez en cuanto se detenía y se volvía a mirar. Tenía aún la sensación de que le seguían, y cada vez que se volvía a mirar, le parecía que un movimiento rápido cesaba bruscamente, aunque en realidad, nunca veía a nadie. Era aún más inquietante. Decidió que tenía que ser más astuto que quien le seguía: daría un largo rodeo por el Hotel Cervantes hasta la calle de San Miguel. La calle era larga y ancha, no había donde ocultarse; si le estaban siguiendo, les descubriría y luego se mezclaría con la gente en la plaza de la Costa del Sol y saldría a La Nogalera por la parte norte.

Bernal escuchaba con cierto desánimo los breves mensajes susurrados de Lista y Miranda. El individuo estaba dando muestras de nerviosismo y sospechas, y en la calle de las Mercedes, donde estaba ahora, era imposible ocultarse; había muros altos a cada lado y muy pocas bocacalles hasta llegar al Hotel Cervantes. Bernal les ordenó quedarse atrás. Desde el ventanal frontal del Hotel Paraíso, Navarro podría observar la llegada del sospechoso, y Palencia, que estaba al mando del primer grupo en la esquina de San Miguel, seguiría la vigilancia desde allí.

Bernal tenía una tercera frecuencia en su transmisor, que solamente intercomunicaba a Varga, Navarro y a él, y esperaba nervioso un mensaje por esta frecuencia. Al fin llegó.

—Varga al jefe. Hemos entrado.

Por fin el forastero alto estaba satisfecho; absolutamente nadie le había seguido por la desierta calle de las Mercedes. Se paró a encender un cigarrillo a la puerta del Hotel Paraíso, ignorando que Navarro le estaba observando. El forastero alto pasó ahora por el grupo de árboles, junto a los traficantes marroquíes. Cómo odiaba a aquellos buitres que se aprovechaban de la debilidad de los jóvenes. Ellos habían sido los causantes de la caída de su hermano pequeño, quien, a su vez, había partido el corazón a su madre, literalmente, provocando su muerte prematura. Debía seguir castigándoles por su perversidad; era su misión…, de inspiración divina, de eso estaba seguro, incluso en La Misión. Allá en Montevideo había hecho cuanto había podido, pero empezaron a espiarle y a fisgar sus secretos. Qué bien había hecho tomando aquel buque mercante hacia Málaga, aunque le hubiera costado todos sus ahorros, pues aquí había descubierto un auténtico caldero de brujas de vicios incalificables que a veces amenazaban con desbordarle. ¿Cómo podría, él solo, sin ayuda de nadie, limpiar de perversidad aquellos lugares? Así que tenía que procurar ser selectivo y cumplir con su pequeña parte para reducir la carga general de pecado.

Bernal escuchó con atención los breves informes radiados de Navarro sobre los movimientos del sospechoso desde las Mercedes a San Miguel, y pasó la información a Palencia; luego oyó al inspector local anunciar que su grupo había localizado al individuo al entrar en San Miguel. Como en esta calle había aún bastantes transeúntes y muchos portales de tiendas, al grupo le resultaba relativamente fácil la vigilancia.

Desde su punto de observación, Bernal pudo ver que Ángel Gallardo se había colocado en posición junto al gran magnolio que se alzaba frente a una de las terrazas de bar que ya había cerrado. Elena Fernández dominaba mejor que nadie la posición de Ángel desde su punto de observación en la primera planta del restaurante. Súbitamente, la tercera frecuencia de la radio de Bernal se reanimó.

—Varga al jefe. No hemos encontrado nada incriminatorio hasta el momento. Hay algunos papeles en la mesa sobre la fundación de una misión para salvar a los jóvenes del vicio, con una dirección de Montevideo. También hay un pasaporte uruguayo a nombre de Héctor Malinsky, nacido en Artigas el quince de enero de mil novecientos cuarenta y uno. Profesión: miembro de la Orden de Jesús.

—Déme el número de pasaporte, Varga, Navarro se lo pasará a la Interpol. ¿Hay algún rastro de los jóvenes?

—Nada, jefe. Mi ayudante acaba de encontrar un congelador en la cocina. Ahora lo registraremos.

—Les avisaremos si el sospechoso da muestras de volver a casa, Varga. Corto y fuera.

Bernal no había explicado a Palencia su decisión de enviar a Varga a registrar la casa del sospechoso. Eso protegería al joven oficial si se presentaba posteriormente denuncia oficial. Bernal creía que tenía que conseguir algo, sólo una pequeña muestra de prueba material, que relacionara el individuo de los gatos con uno al menos de los jóvenes desaparecidos; así podría detenerle para someterle a un largo interrogatorio. Sin eso se hallaban en un punto muerto: podía someter a Malinsky a vigilancia continuada, pero no podía demostrar que tuviera nada que ver con la desaparición de los turistas extranjeros.

Mientras recorría con la vista la plaza casi desierta en la que los regadores habían sacado las gruesas mangueras para lavar el pavimento y las terrazas, Bernal comprendió que, dada la necesidad de que el grupo de Palencia siguiera a los sospechosos San Miguel arriba, aquella esquina de La Nogalera quedaba desprotegida. Llamó a Lista y a Miranda por la segunda frecuencia y les dijo que se estacionaran en la parte este de la plaza hasta que el sospechoso volviera a reaparecer.

El comisario tomó entonces los potentes prismáticos japoneses nocturnos y barrió con ellos el escenario. Un grupo de jóvenes extranjeros cantaban sentados en el pradillo próximo a las oficinas de las líneas aéreas que quedaban justo debajo de donde estaba Bernal. Y había otras cuatro o cinco personas entre los árboles, seguramente tomando drogas. Ángel se había colocado en el mismo césped que estos últimos, aunque un poco apartado de ellos, y simulaba estar dormido, con la cabeza apoyada en una pequeña mochila en la que guardaba su pistola y su transmisor. Llevaba un micrófono de control remoto pequeñísimo bajo la camisa de manga corta.

La segunda frecuencia transmitió:

—Aquí Palencia. Está saliendo de la plaza Costa del Sol y se dirige a La Nogalera.

Bernal escrutó la calle lateral que quedaba justo debajo de él y no tardó en tener en el punto de mira al sospechoso. Comprendió inmediatamente la primera reacción de Elena ante aquel individuo. Pese a lo melodramático que le había parecido, el retrato robot guardaba realmente bastante semejanza, pues transmitía la expresión demente de los ojos a la perfección. Al observar aquella alta figura, de fuerte constitución, Bernal tuvo la impresión de haberle visto antes, de que ya sabía que estaba allí, en aquel lugar, cometiendo sus crímenes. Representaba un desafío que había que aceptar y superar. Ahora tenía al sospechoso en la trampa. ¿Se tragaría el cebo que le había preparado?

Elena Fernández no necesitaba prismáticos para localizar la presencia del hombre de los gatos, ni para oír el mensaje de advertencia del jefe a Ángel. Podía sentir la presencia del individuo como una herida física. ¿Por qué le afectaría este criminal de aquel modo? Pues ella no dudaba en absoluto de su culpabilidad; lo había intuido ya la primera noche en que le vio en las azoteas del Bajondillo. Observaba ahora su tranquilo paseo por la plaza, evitando los fuertes chorros de agua de los regadores que, como auténticos aguafiestas, habían disuelto la alegre reunión de la zona occidental de La Nogalera.

Elena se puso tensa cuando el sospechoso se encaminó hacia donde estaba Ángel, que se incorporaba ahora, preparando lo que parecía ser smack en un trocito de papel de plata que calentaba encendiendo una serie de cerillas. Esnifó enérgicamente la mezcla por ambas fosas nasales; el tipo de los gatos se paró a mirar. El sospechoso se fue hacia la entrada de la galería comercial de debajo del lugar en el que ella montaba guardia, y Elena retrocedió para que no la viera. ¿Se iría de la plaza? Se detuvo de nuevo, esta vez para encender un cigarrillo. Se volvió a observar a Ángel de lejos. El joven inspector, que vestía una llamativa camisa blanca y plata de manga corta y holgados pantalones blancos, volvió ahora a estirarse con la cabeza apoyada en la mochila y una beatífica sonrisa en su hermoso semblante. ¿Resistiría la tentación el sospechoso? Todos los policías que observaban contuvieron la respiración.

Por fin, el forastero alto se volvió hacia la plaza y miró detenidamente a su alrededor; luego corrió a la zona herbosa y se sentó junto a Ángel. El cerco se estrechaba y todos los observadores permanecieron atentos a la conversación que pudiera entablarse.

Pero no ocurrió nada. El hombre fumaba sentado, mirando de vez en cuando al joven que estaba a su lado. Al cabo de un rato, Ángel simuló agitarse, se volvió de lado y volvió a hacerse el dormido. El forastero deslizó la mano en el bolsillo izquierdo de los pantalones de Ángel, pero sólo encontró un pequeño fajo de billetes que volvió a colocar con cuidado en su sitio.

Los regadores dirigían ahora los chorros de agua hacia la zona este de la plaza y Bernal les observaba inquieto, temiendo que pudieran estropear la transmisión. Pero no tenía que preocuparse; el forastero tocó a Ángel suavemente en el codo y le dijo:

—Eh, si no te vas de aquí van a empaparte.

Ángel simuló una gran somnolencia e intentó abrir un ojo.

—¿Quién eres?

—Me llaman El Ángel de Torremolinos. Ayudo a la gente como tú a no meterse en problemas.

Ángel intentó incorporarse y el extranjero le cogió solícitamente del brazo.

—¡Qué coincidencia! —farfulló el inspector—. ¡Soy tu doble!

Bernal esperaba que Ángel no hubiera exagerado su actuación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó receloso el extranjero, soltando a Ángel el brazo.

El joven inspector volvió a echarse, apoyando cómodamente la cabeza en la mochila.

—¡Yo también soy Ángel; estoy de vacaciones en Torremolinos!

El forastero pareció captar el sentido del farfulleo de Ángel y se echó a reír.

—Así que los dos somos ángeles. ¡Qué desconcertante! —sacó una cajetilla de cigarrillos—. ¿Fumas?

—No, gracias, tabaco no. Fumé antes dos porros.

El alto forastero sonrió y pensó lúgubremente: «Éste es igual que el joven alemán Keller».

—¿Dónde paras?

—En un sitio por ahí abajo —Ángel señaló vagamente hacia el mar—. En una pensión del camino del acantilado.

El chorro de agua dirigido expertamente por los regadores se aproximaba al sitio en que estaban.

—Vamos, te acompañaré —Ángel permitió que le ayudara a ponerse en pie, tambaleándose como si estuviera borracho—. Si quieres, te llevaré la mochila.

El verse separado de la pistola reglamentaria y del transmisor, de que dependía el micrófono oculto para que Bernal pudiera oír su conversación, preocupó a Ángel de pronto, pero no le pareció juicioso oponerse. El alto forastero le ayudó a caminar guiándole hacia la entrada de la galería comercial.

Bernal observaba inquieto a los cuatro grupos situados alrededor de la plaza, que empezaban ahora a acercarse al sospechoso; se estaban precipitando, pensó. Vio que Elena salía de la puerta del restaurante justo en el momento en que Malinsky volvía la cabeza; al verla, agarró a Ángel con fuerza, y echó a correr tirando de él.

—Ha visto a Elena y a los que le siguen. Corre hacia la galería —dijo Bernal con urgencia por radio.

Ángel intentó soltarse, y le oyeron gritar:

—¡Oye, tú! Suéltame. ¿Pero qué haces?

Acto seguido, ambos se habían esfumado y el transmisor enmudeció.

Lo han estropeado, pensó Bernal con amargura, precisamente cuando todo estaba saliendo tan bien. Llamó a Navarro.

—Aquí Bernal. A todas las unidades, prioridad máxima a la liberación de Ángel Gallardo y al arresto de Malinsky.

Al darse cuenta de que el sospechoso la había reconocido, Elena se escondió en el portal del restaurante. Luego oyó la orden general de Bernal y ordenó a sus hombres seguir al sospechoso y a su rehén. El suyo era el grupo que estaba más cerca y podrían darles alcance rápidamente. Entró corriendo en la galería bien iluminada, pero no vio a nadie. Dos de sus hombres empezaron a registrar todos los portales y los otros dos corrieron calle abajo. Cuando llegaron a la churrasquería La Vaca Sentada, Elena divisó a los dos municipales que había visto la noche anterior.

—¿Han visto ustedes al tipo por el que les pregunté ayer? ¿El Ángel de Torremolinos?

—No, inspectora, hoy no le hemos visto.

—¡Pero tiene que haberse cruzado ahora mismo con ustedes! Lleva con él a uno de nuestros colegas.

—Lo siento, pero no le hemos visto.

Elena volvió corriendo, justo cuando uno de los municipales empezaba a decir algo. Se encontró con Lista y Miranda, que se habían unido a la búsqueda; pero de los dos ángeles no había ni rastro.

Bernal subió el volumen de la primera frecuencia para intentar oír algo del micrófono oculto de Ángel Gallardo, pero sólo le llegaban ruidos estáticos. Habló con Navarro en la tercera frecuencia cerrada.

—El sospechoso ha huido llevándose a Ángel como rehén. Avisa a Varga que salga ahora mismo de la casa.

Bernal vio a Palencia y a su grupo corriendo por el césped e intentó ponerse en contacto con él:

—¿Palencia? Aquí, Bernal ¿Cómo pudo salir de esa galería el sospechoso?

La radio crepitó y se oyó a Palencia:

—Hay una vieja calleja detrás de las tiendas que parte del restaurante La Fuente. Llevaré a mi grupo rodeando por la parte de atrás, a la calle de Roca, y les cortaremos el paso.

Los otros grupos oyeron también este mensaje y Lista no tardó en dar con la estrecha entrada a la calleja.

—Vamos —le gritó a Miranda—. ¡Por aquí! Tú da la vuelta con tu grupo, Elena, y llegad a La Fuente antes que él.

Lista y Miranda corrieron por la oscura calleja iluminada sólo por el ocasional haz de luz de alguna ventana, en tanto que el tercer grupo les seguía, más despacio, parándose a registrar todos los portales y bocacalles.

Bernal habló con Navarro por la frecuencia cerrada.

—¿Han salido ya Varga y su ayudante?

—Sí, jefe. En este momento.

—Diles que se queden fuera y que pidan ayuda si Malinsky vuelve a casa. ¿Ha intentado contactar con Ángel por radio?

—Su transmisor está completamente muerto. Tal vez Malinsky tirara la mochila al huir.

—Ya lo buscaremos luego.

Tras una carrera de cuatro minutos, Lista y Miranda llegaron a la placita de La Fuente, en la que desembocaban cuatro calles, y tropezaron con la jadeante Elena. Palencia y sus hombres aparecieron en ese momento corriendo por la calle de Roca.

—Se ha escabullido —dijo Palencia abatido.

—No puede haber llegado muy lejos arrastrando a Gallardo —comentó Lista—, a no ser que le dejara sin sentido y lo abandonara en algún sitio.

—Creo que deberían volver dos hombres y rastrear todos los rincones y esquinas de esa calleja —dijo Palencia—, mientras los demás mantenemos cuatro grupos y registramos todas las callejas que lleven a las dos vías principales que van al Bajondillo. Les advierto que es un laberinto, pero mis hombres se lo conocen como la palma de la mano.

El inspector local dio rápidas instrucciones que Bernal y Navarro oyeron por la frecuencia de radio abierta.

—¿Comisario? ¿Querrá encargarse de que mi cabo de la comisaría envíe todas las unidades móviles que pueda reunir al Paseo Marítimo para cerrar las salidas del fondo de los caminos del acantilado?

—Inmediatamente —dijo Bernal—. Ahora vuelvo al Hotel Paraíso.