A las 4.55 de la madrugada del miércoles 4 de agosto, el inspector Ángel Gallardo se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Oyó en el piso de arriba ruido de pisadas y fuertes gritos. Refunfuñó mientras buscaba su pistola reglamentaria y se acercó en silencio a la ventana del fondo. Pudo ver una figura alta y oscura que bajaba corriendo la escalera exterior, pasaba delante de él y saltaba el muro de contención, perdiéndose en la noche. Los gritos continuaron a un ritmo histérico decreciente y empezaron a encenderse las luces en las ventanas de enfrente. Hasta el San Bernardo Rémy corrió al patio interior y dio unos cuantos alaridos simbólicos.
Desde la puerta de la cocina, que quedaba debajo de la habitación de Ángel, surgió en pijama la obesa figura de Albert, el propietario, blandiendo una escoba, y su alta mujer, Anna, con un camisón de talla supergrande y una sartén en la mano; ambos miraban nerviosos las escaleras hacia el lugar de donde procedían los gritos, pero no hacían nada por averiguar de qué se trataba.
—No se preocupe. Hemos llamado a la policía —anunció el propietario, sin dirigirse a nadie en concreto.
Se oyó un jeep que subía la estrecha calleja de la Cuesta del Tajo y que no tardó en detenerse en la puerta con un chirrido.
Dos policías nacionales de uniforme beige y marrón se dirigieron a la verja del zaguán, que el propietario se apresuró a abrirles. El perro se enfureció un poco por esta intrusión oficial en su territorio, y la fornida Anna tuvo que contenerle y encerrarle provisionalmente en la ducha; allí se quedó, contemplando tristemente el exterior desde la ventana.
El encargado de la pensión señaló el lugar de donde llegaban los gritos rítmicos.
—Es la chica francesa del número siete.
Los policías encendieron unas linternas muy potentes y subieron las escaleras de dos en dos. Los gritos no tardaron en convertirse en sollozos, y al cabo de unos cinco minutos los agentes bajaron de nuevo y pidieron a la mujer del propietario que subiera. Empezaron a llamar ahora a todas las puertas para interrogar a los huéspedes. Ángel abrió su habitación y se encontró con uno de los policías en el pasillo.
—¿Qué pasa, agente?
—Es la chica francesa de arriba. Dice que un hombre entró en su habitación por el balcón desde la calle y que intentó violarla. Su habitación queda justo debajo de la de ella. ¿No ha oído nada?
—Lo siento, pero no. Estaba dormido. La verdad es que la acompañé a ella y a otra chica, Elena, que se hospeda también aquí, en este mismo pasillo, hacia las cuatro de la madrugada. Estuvimos en una discoteca. ¿Quiere usted que suba y hable con ella?
—No, mejor no, señor. La mujer del propietario está intentando calmarla y va a disponerlo todo para que pase el resto de la noche en su vivienda, abajo.
—Creo que iré a ver si Elena está bien —dijo Ángel, preocupado.
—Le acompañaré, señor.
Llamaron a la puerta de Elena, que preguntó inmediatamente quién era. Ángel esperaba que no blandiera el arma reglamentaria contra el policía. Ella abrió la puerta, vestida con un albornoz precioso y preguntó qué pasaba.
—¿Ha oído o visto algo hace unos diez minutos, señorita? —preguntó el policía.
—¿Quiere decir antes de los gritos? No, nada. Estaba profundamente dormida. ¿Qué ha pasado?
—Es Paulette —se apresuró a explicarle Ángel—. Dice que alguien subió hasta su habitación desde la calle e intentó violarla.
—¡Pero eso es completamente imposible! —exclamó Elena—. Su habitación está en la segunda planta, ¿no es así? Vengan y vean ustedes mismos la altura que tendría que saltar cualquier intruso para poder llegar hasta su cuarto. Y parece que no hay ningún tipo de asidero. ¡Tendría que saber volar!
El policía y Ángel se asomaron para inspeccionar la pared exterior y admitieron que Elena tenía toda la razón.
—Mi colega está intentando que le haga una descripción del agresor, pero casi no habla nada de español y el propietario procura hacerle de intérprete. Desde luego el intruso le rompió el camisón y le golpeó el labio en la pelea, y ella debió arañarle, a juzgar por los rastros de piel que tiene entre las uñas. En fin, no quiero entretenerles más rato, señores. Muy buenas noches.
Cuando el policía se marchó, Ángel cerró la puerta y se sentó en la única silla de la habitación.
—¡Vaya! Nos hemos librado por un pelo. Creí que nos pediría los carnés y echaría por tierra nuestro plan. Fue una buena idea del jefe mantenernos apartados de la comisaría desde el principio, pues de no ser así, seguro que nos habría reconocido.
—¿Qué puede haberle ocurrido a Paulette?
—Desde luego hubo un intruso, porque le vi saltar la tapia y desaparecer en el jardín de esa casa en la que alguien practica todo el día con la trompeta.
—Cuando salimos de la discoteca estaba muy borracha —dijo Elena—. Así que no creo que estuviera en buena forma para defenderse.
Se quedó pensando un momento y luego añadió:
—Supongo que se encontraría a alguien aquí, cuando volvimos, y le invitó a subir a su cuarto, para luego cambiar de idea y armar un follón.
—Tienes toda la razón en cuanto a lo improbable de que alguien pudiera llegar hasta su balcón desde la calle —dijo Ángel—, pero creo que ella no invitaría a nadie a subir a su cuarto. Anoche descubrí que debajo de esa fachada de putita de playa, tiene el alma de una doncella francesa provinciana de lo más recatado. Todas las señales que me lanzó consistieron en «manos quietas».
—¡Una chica inteligente! ¿Pero qué me dices si el intruso saltó a su balcón desde el tejado?
—Eso significaría que se trata de un inquilino de este extraño establecimiento, porque, tal como has visto, la verja del zaguán tiene cerradura automática y sólo los clientes tienen la llave. Además, en la ventana de la habitación de Paulette que da al patio, hay una reja de hierro forjado, así que, a menos que ella le hubiera abierto la puerta, tuvo que pasar por el tejado. Lo inspeccionaré todo bien a la luz del día, en tanto que tú puedes tener un tête-à-tête con ella y conseguir que te lo explique todo. Me vuelvo a dormir.
—¡Jimmy! —exclamó Elena—. ¿Adónde ha ido? ¿Le has visto asomarse al pasillo?
—No, no le vi. Supongo que estará fuera de duda.
—Vete a ver —ordenó Elena—. No vaya a estar sumido en un letargo narcótico.
—No le he visto desde poco después de salir de la discoteca.
—¡Vaya un sitio espantoso y estruendoso! —se quejó ella—. Lo que tengo que aguantar por el servicio.
—¡Vamos! Sabes que el jefe cuenta con nosotros para conseguir información sobre los movimientos de esos chavales desaparecidos. Y, de todas formas, la discoteca era estupenda. Mejor que la mayoría de las de Madrid.
—Y sin duda tú lo sabes muy bien —de pronto, Elena recordó algo—. Jimmy dijo que iba a ir a ver a unos tipos de La Nogalera y se marchó por la calle de San Miguel. Más vale que vayas en seguida a ver si ha vuelto. Puede haberle pasado algo.
—Creo que has cogido cierto apego al alocado muchacho irlandés. Ándate con ojo.
—Ve de una vez a ver si está en su habitación —le echó del cuarto y cerró la puerta de golpe y la atrancó.
Ángel volvió a encontrarse al mismo policía llamando estruendosamente a la puerta de Jimmy.
—¿Ha visto usted al ocupante de esa habitación, señor?
—Es un irlandés pelirrojo. La última vez que le vi, hacia las tres cuarenta y cinco de esta madrugada, estaba muy borracho, nos separamos en la calle de San Miguel y nos dijo que iba a ver a unos amigos de La Nogalera.
—Parece que no oye. A ver si podemos abrir esta vieja puerta.
El policía manoseó nervioso el anticuado picaporte de la puerta, luego la alzó y la hizo girar sobre sus goznes hasta que se abrió. Dio la luz y ambos quedaron sorprendidos por el extraordinario desorden del cuarto. Había varias prendas de ropa sobre la cama deshecha y en el suelo, pero del irlandés pelirrojo no había ni rastro. Sobre la mesa había un trocito rectangular de papel de aluminio ligeramente oscurecido en el centro. El policía lo cogió y lo olió cautelosamente.
—¿Así que se trata de un drogadicto, eh, señor?
Ángel se encogió de hombros y se agachó a mirar bajo la cama. Allí no había nada ni nadie, aparte de tres cucarachas paralizadas por la súbita inundación de luz. Jimmy no había vuelto a casa.
Luis Bernal despertaba lentamente de un mal sueño en el que perseguía a un psicópata armado con un machete por las escaleras del Bajondillo; mientras su propio cuerpo corpulento se tambaleaba sin resuello en las empinadas escaleras, el asesino alto de rostro cetrino le miraba amenazador de reojo desde la verja de la curva de arriba. Luis despertó de pronto bañado en sudor. Tenía sobre la garganta el brazo izquierdo de Consuelo. Pensó que aquella opresión debía haber sido la causa de la pesadilla. Retiró con cuidado el brazo de Consuelo e intentó salir de la cama sin molestarla. Miró el reloj; eran las 7.45. Se acercó de puntillas al balcón para comprobar si había llegado el conductor de la policía a buscarle. Quería llegar a Málaga a las nueve, pues suponía que a esa hora el doctor Peláez ya habría terminado la segunda autopsia de Antonio García, el agente de Palencia.
Mientras se afeitaba lo más de prisa posible en el cuarto de baño de su habitación, oyó agitarse a Consuelo.
—¿No irás a marcharte otra vez tan pronto, verdad, Luchi?
—Tengo que irme, cariño. Hay mucho que hacer.
—Ya no creo que podamos hacer unas auténticas vacaciones antes de que concluyas este caso. ¿Cuánto crees que os llevará?
—Imposible saberlo. En realidad, como mínimo, hay dos casos; el problema nacional de ETA militar colocando bombas en los centros turísticos; y el extraño caso de cinco jóvenes extranjeros desaparecidos. Ahora parece que los terroristas están cambiando de táctica, a juzgar por el pequeño artefacto que explotó anoche en Benalmádena. Quizá se deba a que al haber colocado patrullas de vigilancia y acordonado las playas les hemos puesto en un aprieto y no les es posible seguir empleando las mismas tácticas que han empleado en otros sitios, lo que les obliga a colocar pequeñas cargas en zonas libres en las que pueden ponerlas sin ser vistos.
»Pero desde luego hará más difícil la vigilancia, porque habrá que intentar cubrir todos los accesos a los hoteles y apartamentos, así como a los jardines públicos. Y además está el problema de los cinco extranjeros desaparecidos. Seguimos estancados, no hay ninguna pista.
—¿Estáis seguros de que existe una relación entre todas las desapariciones, Luis?
—No podemos estarlo, pero creo que hay demasiados detalles para que sean pura coincidencia —hizo una pausa y la miró mientras se ponía la camisa y la corbata—. ¿Sabes que presiento la presencia de un asesino allí en Torremolinos? Hasta he soñado con él esta noche, soñé que le veía. ¿Crees que es posible? ¿Soñar con alguien de cuya existencia ni siquiera estás seguro?
Ella asintió lentamente.
—Creo que sí. En realidad, puede que le hayas visto sin darte cuenta y que algo de su mirada quedara registrado en tu subconsciente.
—Pero si existiera realmente ese asesino psicópata, seguramente manifestaría todos los signos de absoluta normalidad exterior, mientras acechaba en la sombra a una nueva víctima. No tengo hechos para seguir adelante, pero es un presentimiento fuerte y apremiante.
—Ya has tenido ese tipo de presentimientos otras veces, Luis, en otros casos. Pensemos cómo podría llevar a cabo tales actos en un lugar tan concurrido. ¿Crees que seduce a esos jóvenes con algún pretexto, que les lleva a un sitio retirado y les asesina?
—Si así fuera, ¿cómo se deshace luego de los cuerpos, eso sin mencionar la ropa y el equipaje?
—Podría llevarlos a un lugar muy remoto, arriba en las colinas.
—En cuyo caso necesitaría un vehículo y, desde ayer, tendría que haber pasado los controles de la Guardia Civil.
—También podría ser un edificio en pleno centro, al cual sólo él tuviera acceso —dijo Consuelo pensativa.
—Como siempre, tu mente lógica de banquera me hace ver el problema con más claridad, cariño. Pero en un lugar tan atestado de edificios como Torremolinos, apenas quedan zonas naturales donde pudiera abandonarse un cadáver sin que alguien lo descubriera casi de inmediato. Incluso las colinas más próximas son frecuentadas y transitadas por miles de veraneantes. Y suponiendo que el asesino se deshiciera de los cuerpos arrojándolos al mar, no le sería fácil coger un barco y salir de La Carihuela sin que alguien se diera cuenta de que algo pasaba. De todas formas, a estas alturas habría que esperar que el mar devolviera los primeros cadáveres a la costa.
—¿Y si los guarda en uno de los edificios del pueblo? Puesto que en agosto el lugar está ocupado casi al ciento por ciento, no será nada difícil averiguar si hay alguna vivienda o garaje vacío, porque los vecinos más próximos lo sabrán.
—Tienes mucha razón. Diré a Lista y a Miranda, que se encargan de los registros casa por casa, que pregunten por edificios vacíos. Hay miles de apartamentos, claro, pero los inquilinos notarían el olor… con este calor, un cadáver empezaría a descomponerse rápidamente.
Consuelo sintió un escalofrío.
—Y también advertirían si el piso de al lado estaba vacío, porque sería muy extraño que así fuera en plena temporada. Desde luego, hay que contar con la curiosidad de la gente.
—Lo investigaremos —Luis miró por la ventana—. Ha llegado el conductor.
—¿No te preparo el desayuno?
—Tomaré algo en Torremolinos cuando recoja al inspector Palencia. Ahora procura pasarlo bien todo el día con tu cuñada, pero no os acerquéis a las playas ni a los parques.
—Eso no nos deja muchas opciones. Propondré llevar a los niños a Marbella de compras y comer allí.
—Es una buena idea, pero no os sentéis junto al ventanal de ningún restaurante que dé al paseo marítimo, ¿prometido?
Después de las alarmas nocturnas, la inspectora Elena Fernández durmió hasta que, a las 10.45, la despertó el creciente y animado murmullo de los veraneantes camino a la playa. Se sintió culpable por dormir tanto, así que se levantó de inmediato y se miró en el cuarteado espejo que había sobre el lavabo, buscando picaduras de insectos. Mientras se lavaba y se maquillaba, pudo oír a algunos de los extranjeros que protestaban en inglés bajo su ventana.
—¡No nos dejan ir a la playa! ¿Has oído alguna vez algo parecido? Y los policías no explican por qué.
—Nos iremos a otra parte. Este lugar es insoportable.
—Pero pasa lo mismo en toda la costa. ¿No habéis leído la edición internacional de los periódicos? ¡Son los terroristas vascos que están poniendo bombas en las playas!
—Pero aquí todavía no ha habido ninguna explosión, ¿verdad?
—Todavía no. Anda, vamos al Britannia a tomar una copa para la resaca.
Así que las autoridades de Madrid no habían podido ocultar las noticias a la prensa extranjera, pensó Elena. Pero su jefe ya sabía que sería imposible tapar una historia como aquélla, que a estas alturas estaría dando la vuelta al mundo. Puso el pequeño transistor para oír el parte de las once de Radio Nacional.
Ya vestida, se asomó al balcón e intentó ver lo que ocurría a lo lejos en las playas. Junto a los dos bares ingleses vio lo que parecía un almacén, y decidió que iría nada más desayunar a comprar un insecticida. De pronto vio subiendo la colina, en dirección contraria a la mayoría de la masa de turistas de atuendos variopintos, a un hombre alto, fornido, de cabello oscuro y tez morena, que llevaba un paquete grande envuelto en plástico negro.
Elena se estremeció involuntariamente y se escondió rápidamente cuando el individuo alzó hacia ella su ávida mirada amenazadora. ¿Sería, acaso, el siniestro amante de los gatos que había visto en la azotea la noche anterior? Se volvió hacia la puerta y fue a buscar a Ángel Gallardo casi corriendo.
El comisario Luis Bernal y el inspector Palencia se demoraron más de lo previsto tomando los croasanes calientes y el café en una cafetería de la plaza de Andalucía y no llegaron al hospital militar de detrás de la colina de Gibralfaro, sobre Málaga, hasta las 9.20 de la mañana. Encontraron al doctor Peláez en el laboratorio, con las gafas de gruesa montura colocadas sobre la cabeza, al estilo de los pilotos, y con sus ojos miopes pegados al microscopio binocular.
—¡Ah! Sacaremos una fotografía ampliada de eso —le estaba diciendo al patólogo y a un técnico de la localidad—. ¿Lo ven? El proceso transverso de la primera vértebra cervical está fracturado, y la arteria vertebral rota —se echó hacia atrás para permitir al patólogo echar una mirada—. Como puede suponer, la sangre recorre el vaso sanguíneo hasta la base del cráneo, provocando la muerte en pocos minutos.
—Nunca he visto semejante fenómeno, doctor —murmuró el patólogo militar, con admiración.
—Es rarísimo, desde luego, y hasta hace unos diez años se creía que había siempre un pequeño aneurisma en la circulación cerebral, aunque nadie pudo localizarlo nunca. Todo está escrito en Cameron y Mant, 1972.
Sin pasar del umbral de la puerta, Bernal tosió para indicar su presencia y Peláez alzó la vista.
—Oh, ya has llegado, Luis. Desde luego, tengo que admitir que nunca me llamas en vano. Éste es el tercer caso de este tipo que he visto.
Bernal presentó a Palencia y luego preguntó:
—¿Cuál fue la causa de la muerte del joven policía, Peláez?
—Vengan los dos, si pueden soportar ver un cadáver muy pulcramente diseccionado —se volvió al patólogo de Málaga—. He de felicitarle por su habilidad, doctor. Es un diseccionista extraordinariamente diestro, Luis.
Impaciente ahora por los galimatías técnicos y la habitual y un tanto falsa coba mutua de los profesionales, Bernal dijo:
—Vamos allá. Vayan delante.
Los cuatro entraron en el gélido depósito de azulejos blancos; el viejo encargado retiró la sábana de la cabeza patéticamente joven de Antonio García, cuyo cráneo había sido cortado en trocitos por el famoso patólogo. Bernal notó que el inspector malagueño se tambaleaba a su lado y aguantó por el brazo al pálido oficial.
—Ánimo, Palencia —susurró—. Pronto pasará.
—Bien, caballeros —retumbó casi teatralmente Peláez—, quiero que observen ustedes el lado derecho del cuello bajo el lóbulo de la oreja. ¿Ven algo?
Bernal se inclinó para mirar bien de cerca, con el estómago revuelto por la densa mezcla de los olores de la incipiente putrefacción y formalina.
—No, no hay ninguna marca.
El famoso patólogo retiró suavemente el pliegue de lo que fuera en tiempos sana piel enjuta que cubría la curva de la parte inferior de la oreja hacia el cabello negro rizado del cuero cabelludo.
—¿Y ahora ves algo?
—Una pequeña rozadura, del tamaño de una perra chica.
—Exactamente, Luis. Tiene casi exactamente el diámetro de una antigua moneda de cinco céntimos.
—Hay un minúsculo corte irregular a un lado.
—Muy bien. Hemos hecho una foto ampliada para ustedes. Vamos ahora a su oficina, doctor. Ya puede ordenar aquí —dijo al anciano de aire abatido que parecía ser el único guardián de aquel lugar necrófago.
Cuando estuvieron reunidos en el ambiente algo más agradable del despacho del médico militar, éste preguntó:
—¿Quieren que pida unos cafés, señores?
—Buena idea —dijo Peláez fijándose en la palidez de los policías—. Dígales que traigan también un poco de Carlos III para rociar los cafés de estos dos.
Bernal sacó su cajetilla de Káiser y ofreció a los otros antes de encender un cigarrillo.
—Ahora explícanos la causa de la muerte en lenguaje llano, Peláez.
—Ya sabes que yo nunca hablo en términos profanos. La muerte fue causada por hemorragia traumática subaracnoide debida a lesión de la primera vértebra cervical.
Bernal había visto suficientes informes forenses en su larga carrera profesional como para entender claramente.
—O sea, que fue homicidio.
—Es casi seguro. Es muy difícil que tal lesión se produjera accidentalmente en una playa de arena suave. Ocurre poquísimas veces; el golpe podría haber sido propinado por un profesional, aunque a veces se produce de forma más arbitraria, por ejemplo en peleas de borrachos.
—¿Pero cómo ocurrió en este caso concreto? —preguntó con calma Palencia—. La columna vertebral no resultó dañada, ¿o sí?
—Fue un golpe a un lado del cuello debajo de la oreja, una zona que en las autopsias rutinarias no se disecciona. De todas formas, es muy fácil pasar por alto la marca externa, porque queda oculta por los pliegues de la piel.
—¿Cómo se propina normalmente el golpe? —preguntó Bernal.
—Con el puño, con el canto de la mano o con el pie calzado.
—¿Le dieron una patada cuando ya estaba en el suelo? —preguntó Palencia con repentina furia.
—No lo creo. El diminuto corte irregular seguramente fue producido por un anillo que llevara en el dedo meñique de la mano izquierda el agresor.
—O sea que se trata de un profesional —dijo Bernal. Pensó en ello durante unos instantes mientras Peláez mordía la punta de medio Coronas y lo encendía con un encendedor—. El agresor era alto —especuló Bernal—; en cualquier caso, más alto que la víctima. Y zurdo, y llevaba un anillo en el dedo meñique de la mano izquierda. Se acercó a García por detrás, ligeramente hacia la derecha, y le propinó un golpe tajante con el canto de la mano izquierda en el cuello bajo la oreja derecha.
—Así es. Así lo reconstruiría yo —dijo Peláez en tono aprobatorio—. En cuanto el vaso sanguíneo se rompe, lo cual puede producirse con o sin fractura del proceso transverso de la primera vértebra, la hemorragia cerebral es prácticamente instantánea.
Se volvió entonces a Palencia y prosiguió:
—Su agente no debió sentir prácticamente nada después del golpe fatal.
—¿Puede saberse quién diablos entrena a la gente para matar de esa forma? —preguntó Palencia furioso.
—Nosotros. El Estado —dijo Bernal con calma—. Cualquiera que se entrene en lucha cuerpo a cuerpo de comandos o fuerzas especiales. Debe haber bastantes etarras que recibieron entrenamiento en tales técnicas en el servicio militar.
—He pedido que hagan una toma especial muy cerca de la marca del anillo, Luis —dijo Peláez—. Seguramente eso podrá llevarles al verdadero anillo, que debe tener una piedra en el centro, seguramente un diamante muy pequeño. Sólo tendrán que encontrar a su propietario.
Sonó el teléfono y el patólogo local contestó.
—Es el jefe de la Guardia Civil —le dijo en voz baja a Palencia—. Quiere hablar con usted.
—Le esperaremos fuera —dijo Bernal.
—No, por favor, no se vayan.
Palencia escuchó con atención, luego tapó el micrófono con la mano y dijo:
—El médico de la Guardia Civil no puede determinar la causa patológica de la muerte del guardia civil hallado muerto anoche en la pista de golf del parador. Pregunta si conozco la causa de la muerte de mi agente.
—Dígale —sugirió Bernal— que sería inteligente por su parte que solicitara los expertos servicios del doctor Peláez, que precisamente está en plena forma aquí en Málaga.
Peláez fumó satisfecho su puro y dijo a Bernal con un guiño:
—Los problemas siempre llegan de tres en tres, Luis.
Elena Fernández llamó a la puerta de Ángel sin obtener respuesta. Bajó las escaleras exteriores hasta el patio y desde allí se atrevió a subir por la otra escalera hasta la habitación de la chica francesa. Las cortinas del cuarto de Ángel estaban echadas, aunque las dos ventanas laterales estaban completamente abiertas. Aprovechó la oportunidad de mirar a la azotea y a la entrada del cuarto de Paulette. Elena sabía que la chica estaba con la mujer del propietario en la planta baja. Probó el picaporte de la ventana, pero estaba cerrada. Agarrándose a la reja de la ventana, consiguió empinarse lo suficiente para ver la azotea. Allí, en el borde del friso, descubrió unas huellas de pisadas, seguramente de suelas de goma, pensó. O sea que el intruso había trepado hasta allí, había cruzado luego la azotea hasta la pared exterior para entrar a la habitación de Paulette por el balcón de la calle, que, como estaba a más de doce metros sobre la calle, no tenía reja de ningún tipo.
Elena saltó, sintiéndose un tanto culpable, cuando un marroquí de cabello rizado asomó la cabeza por la escalera, debajo de ella.
—¡Eh! ¿Quieres un poco de yerba? Es material de primera.
—No, gracias. ¿No habrás visto por casualidad al intruso que atacó de madrugada, cuando aún no había amanecido, a la chica francesa? Seguramente saltó aquella tapia de allá y se escabulló en el jardín de esa casa en la que el chico practica la trompeta todo el día.
—¿Yo? No veo nada. Rezando con mis amigos musulmanes en el número cinco —su cara cómica adoptó una expresión seudobeatífica—. Fumamos y rezamos toda la noche. ¿Él amigo tuyo?
Señaló la ventana del cuarto de Ángel.
—Le conocí anoche.
—Buen tipo. Fumar yerba yo vendo.
—¿De veras? No me extraña nada —dijo bien alto bajo la ventana abierta de Ángel, y se puso ahora a golpear con fuerza en el paño de cristal de la misma.
—No bueno llamar —dijo el marroquí—, no está.
—¿No está?
—No, le veo marcharse pronto.
Elena se despidió del marroquí con expresión preocupada, cruzó el zaguán a toda prisa y salió a la calleja.
Cuando volvían de Málaga a Torremolinos, Bernal sugirió a Palencia hacer un alto en el Parador de Golf.
—Como el jefe provincial de la Guardia Civil ha pedido su colaboración en el caso de la muerte de su agente, Palencia, tal vez no le importe que echemos una ojeada al escenario del crimen.
Al poco de haber tomado la desviación de la nacional 340 hacia el aeropuerto de Rompedizo, el conductor de la policía frenó y torció a la izquierda, hacia una carretera estrecha y llena de curvas y baches que pasaba el campamento militar y la vía férrea antes de llegar a un camino particular bordeado de macizos de adelfas rosas, rojas y blancas, pelargonios yedrados y caléndulas color naranja chillón. El coche se detuvo ante la moderna fachada del parador nacional, donde vieron aparcados dos coches de la Guardia Civil.
El interior del hotel estaba fresco, en marcado contraste con el calor pegajoso del litoral, donde el terral empezaba a levantar el polvo.
—Pediré los aperitivos en el bar mientras usted va a ver al oficial al mando, Palencia. ¿Qué tomará usted?
—Sólo un bíter Kas sin alcohol, por favor, comisario; más vale que me mantenga despejado.
Bernal pidió a la amable y joven camarera la roja bebida herbácea y una caña doble para él. Fijándose en su severo vestido negro con delantal blanco escarolado, recordó que las jóvenes que trabajaban en los albergues de camino y paradores en la época de Franco procedían en buena parte de buenas familias que cumplían su servicio social obligatorio en tan respetables establecimientos. Observó que aún existía una cierta hauteur en el servicio, como si se hiciera un favor a los clientes.
Bernal llevó las bebidas a una mesa junto a la ventana desde donde se veían la piscina y la zona del último hoyo de la pista de golf, al fondo. El mar enmarcaba en un débil resplandor grisáceo la escena, produciendo la inclinación de la luz la impresión de que el horizonte quedaba más alto que el lugar en que él se hallaba y de que las olas engullirían el hotel en cualquier momento.
Se dejó caer pesadamente en un gran butacón de cuero castaño y cerró los ojos. ¿No le estaría superando todo aquello?, se preguntó. ¿No debería pedir que le transfirieran anticipadamente a la lista de reserva y tomarse las cosas con más calma? Pero quedaban aún tantas cosas por hacer… Sería necesario todavía otro cambio de Gobierno antes de que fuera nombrado un ministro con la determinación suficiente para llevar a cabo una reforma a fondo de las diversas fuerzas policiales y para dotarlas del profesionalismo adecuado. Él había pensado seguir en activo el tiempo suficiente para ver rotos los viejos lazos de la policía con el Ejército, eliminada la arraigada interferencia política de los grupos extremistas y, sobre todo, erradicados los contactos corruptos con los delincuentes comunes.
Había procurado mantener siempre su Grupo de Homicidios en bases tan profesionales como las de cualquier otro país europeo, y tenía la esperanza de que su protegido Zurdo, recientemente ascendido a jefe de grupo, continuaría la tradición. Pero las viejas luchas entre los profesionalistas y los militaristas no habían cesado con la vuelta a la democracia. Quizá debiera seguir mientras pudiera, para impedir que los buitres ocuparan los puestos de poder en la Policía Nacional.
Volvió el inspector Palencia y alzó el vaso.
—Salud, comisario.
Bernal correspondió al brindis.
—¿Qué han averiguado?
—Nada importante. El capitán de la Guardia Civil va a venir a hablar con usted. El encargado de la pista aún está despotricando por los bultos que han dejado en su césped alrededor de la bandera señalizadora.
—¿Qué bultos?
—Los intrusos, que al parecer mataron al guardia del mismo modo que mataron a mi agente en Torremolinos, destrozaron el césped alrededor del agujero dieciocho y dejaron bultos.
Bernal se mostró alarmadísimo.
—¿Han pedido un detector de metales?
—No, no lo creo. Dan por sentado que el guardia les sorprendió antes de que pudieran colocar nada.
—Exactamente igual que su agente en Torremolinos, pero este asunto parece mucho más siniestro. El cordón que pusieron anoche no detuvo a los intrusos cuando escaparon, ¿verdad? Así que a lo mejor están todavía aquí. ¡Vamos! ¡Más vale darse prisa!
Pese a su cuerpo encorvado y barrigudo, que nunca sometía a ejercicio innecesario, sus colegas habían comprobado muchas veces, para su pesar, que Bernal era capaz de correr con gran rapidez y agilidad. Pasó corriendo ahora junto a los huéspedes que descansaban en la rala hierba alrededor de la piscina rectangular y gritó:
—¡Vayan dentro todos ustedes! ¡Pónganse a cubierto, de prisa! ¡Hay una amenaza de bomba!
Palencia intentó seguirle corriendo cuanto podía y en la verja que divide los jardines del parador de la pista de golf tropezaron con el capitán de la Guardia Civil.
—¿Han echado ustedes a todo el mundo de la pista? —preguntó Bernal, enseñándole la placa de comisario.
—No, parece que ya no hay ningún peligro.
—¡Será una bomba, hombre! ¡Que salga todo el mundo de ahí!
En aquel instante, dos jugadores de golf a la altura del terreno del hoyo dieciocho gritaron «¡Ojo!» al grupo de hombres que había al borde de la pista del fondo, y el primero de ellos lanzó un tiro magnífico, recto y alto.
—¡Cruza los dedos! —gritó el jugador—. Voy a hacer hoyo.
Mientras ambos miraban conteniendo la respiración, la pelota llegó barriendo hacia el centro de la zona del hoyo dieciocho; y justo entonces se produjo un gran estruendo, seguido de explosión ensordecedora. Bernal, seguido de cerca por Palencia, había llegado casi al césped que rodeaba el hoyo, cuando éste se abrió como una plancha de hielo partida por un monstruo submarino que emergiera a la superficie, y toneladas de tierra, piedras y cascajos se alzaron en una oscura masa que empezó a desparramarse y a caer sobre un área considerable.
Palencia, al que la explosión había lanzado de bruces, se incorporó y miró a su alrededor buscando al comisario; no le veía por ninguna parte. Santo cielo, ¿le habría tocado directamente la bomba? Sin fijarse en su propia ropa rasgada y llena de barro, se volvió y vio al capitán de la Guardia Civil, que sangraba por un labio.
—¿Dónde está el comisario Bernal?
Registraron el césped devastado y vieron dos cuerpos que yacían inmóviles al borde de la calle. Corrieron hacia allí y el capitán gritó:
—Son mis hombres. Pida una ambulancia por radio.
Todavía aturdido, Palencia rodeó los grandes montones de césped destrozado, arena y piedras, sin ver ningún resto humano, volviendo luego junto al capitán que prestaba a sus hombres heridos los primeros auxilios. El inspector Palencia estaba preocupadísimo. ¿No habría llegado Bernal bastante cerca del agujero para haber saltado por los aires? Se alejó del gran cráter hacia la orilla del mar, donde las cigarras habían reanudado su canto chillón, ensordecedor casi, y los alacranes negros se escabullían subrepticiamente.
Desde allí comprobó Palencia que los huéspedes que estaban antes alrededor de la piscina habían conseguido ponerse rápidamente a salvo en el interior del parador, que parecía intacto. Un pequeño grupo de veraneantes y dos pescadores que portaban remos, corrían desde la playa al escenario del siniestro.
No lejos de donde estaba Palencia, uno de los pescadores gritó a su compañero:
—¡Vamos! Hay un cuerpo en esa zanja.
Palencia creyó que se le había parado el corazón; y luego lo sintió latir enloquecido. Echó a correr hacia el lugar que había señalado el pescador.
Olvidando el hambre y la sed, la inspectora Elena Fernández bajó a toda prisa el serpeante camino de la Cuesta del Tajo y torció a la izquierda, hacia la calle lateral a la que daba el garaje del Hotel Paraíso. Pasó un gran edificio entablado y entró por la puerta posterior del hotel, donde un ascensor llevaba a los huéspedes desde el aparcamiento al vestíbulo del entresuelo, donde estaban situadas casi todas las habitaciones públicas, e irrumpió en la oficina de Navarro.
—Paco —jadeó—, Ángel ha desaparecido.
Navarro sonrió entre dientes.
—Sabes, no ha desaparecido. Está intentando encontrar urgentemente al jefe.
Ella suspiró y se dejó caer en una silla.
—¿Puedo pedir que me suban un poco de café?
—Adelante. Nosotros ya lo hemos tomado. Ángel vino hace una hora a decir que vuestro amigo irlandés Jimmy —consultó una ficha—, en realidad su nombre completo es James Aloysius Collins y es de Cork… no aparece, y que puede ser el último joven desaparecido. Ángel registró esta mañana su cuarto y encontró su pasaporte y sus cheques de viaje intactos, así que no puede haberse ido por sus propios medios. Hemos hecho copias de la fotografía del pasaporte que se han dado a los hombres de Palencia y a Lista y Miranda. Antes de dar un aviso general necesitamos el visto bueno del jefe.
Elena miró el reloj. Pasaba ya del mediodía.
—¿Por qué diablos no me despertó Ángel?
—Dijo que creía que necesitabas un buen descanso reparador después de la juerga nocturna en clubes y discotecas —el teléfono sonó perentoriamente y Navarro se apresuró a contestar—. ¿Inspector Palencia? Sí. ¡Santo cielo! ¿Dónde? ¿Es grave? ¿Adónde le han llevado?
Escuchó la entrecortada respuesta y se volvió completamente pálido a Elena:
—Sí. Enviaré a alguien en seguida.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Elena nerviosa.
—Se trata del jefe. Ha explotado un artefacto en el Parador. Van a llevarle de inmediato al puesto de primeros auxilios del aeropuerto.
Esperando que nadie le hubiera visto entrar en la comisaría de la plaza de Andalucía, Ángel Gallardo entregó la fotografía del irlandés al sargento de Palencia para que la distribuyera a todas las unidades y desapareció por la calleja lateral hacia la carretera general y la plaza de la Costa del Sol. Allí vio pasar a toda velocidad dos ambulancias y un coche de bomberos en dirección a Málaga y se preguntó qué pasaría. Decidió recorrer el mismo camino que habían hecho de madrugada desde la moderna discoteca hasta la calle de San Miguel, hasta el punto en el que Jimmy se había separado de ellos. Al llegar a aquel punto, Ángel torció hacia La Nogalera, cuyas terrazas estaban llenas de gente que tomaba el aperitivo. Había mucha más gente que otros días, observó Ángel, seguramente por el cierre temporal de las playas. Recorrió con la vista los árboles y el césped del centro de la concurrida plaza, donde los jóvenes extranjeros charlaban y tomaban el sol. No pasó por alto el ocasional pase furtivo de drogas entre aquella multitud internacional y supuso que aquello era lo que Jimmy había estado buscando por allí desde las primeras horas de la madrugada. ¿Pero dónde se había ido después? La plaza tenía callejas que desembocaban en todas las direcciones; era inútil intentar determinar por dónde se habría ido Jimmy o con quién. Se detuvo a contemplar el animado panorama, y poco a poco fue tomando forma en su mente una idea. ¡Eso era! ¡Una encerrona! Se lo explicaría al jefe en cuanto le encontrara. Tenía que buscar a Elena y hablar con ella de todo el plan.
Atajó por la moderna galería comercial, pasó los cafés, restaurantes, bares y discotecas hasta la calle de Casablanca. De allí tomó un atajo por el pasaje de San Miguel hasta el restaurante Windmill y las escaleras que iban al Bajondillo. En la Casa España vio a la camarera sacudiendo el colchón en el balcón de la habitación de Jimmy. Esto le pareció muy extraño, y, saltando el bulto semiinconsciente del San Bernardo Rémy, subió corriendo las escaleras. La puerta de la habitación del irlandés estaba abierta de par en par y la camarera fregaba diligentemente el suelo.
—¿Dónde está Jimmy, el irlandés de esta habitación?
—Se marchó esta mañana.
—¿Vino él a buscar sus cosas?
—No, eso es lo extraño. Un amigo suyo vino a recogerlas de su parte.
—¿Vio usted a la persona que se las llevó?
—Sólo un momento, cuando se iba ya con el equipaje. Entonces fue cuando el jefe —hizo una mueca— me dijo que limpiara la habitación.
Deteniéndose sólo para aporrear con fuerza la habitación de Elena, Ángel volvió a bajar las escaleras de dos en dos.
—Esa amiga suya se fue hace una hora o así —le gritó la camarera.
—¿No dijo adónde?
—A la gente como yo no le dice siquiera «qué tal» —dijo la camarera, dolida.
El obeso propietario estaba trabajando en sus cuentas en la habitación delantera, mientras su esposa servía café en la habitación posterior a la llorosa Paulette, que miró sentimental a Ángel, apoyó luego la cabeza en los brazos y reanudó sus sonoros sollozos.
—Lleva llorando toda la noche —dijo el encargado de la pensión—. Estamos los dos rendidos.
—¿Vino Jimmy, el irlandés, personalmente a buscar sus cosas esta mañana o le avisó a usted de que iba a marcharse?
—No, pero telefoneó.
—¿A qué hora?
—Hacia las diez cuarenta y cinco. Dijo que estaba en el aeropuerto intentando cambiar el billete para volver a Dublín de inmediato, porque su padre había caído enfermo. Y que pasaría a recoger sus cosas un amigo.
—¿Y cómo reconocerían ustedes a su amigo?
—Me enseñaría el carné de estudiante de Jimmy, con su fotografía, y así lo hizo cuando llegó poco después de la llamada. ¿Por qué tantas preguntas?
Ángel no quería descubrirse todavía.
—Es que anoche Jimmy nos dejó muy preocupados; estaba «colocado» y se separó de nosotros cuando volvíamos.
—Oiga, no creerá que fue él quien atacó a Paulette y luego decidió desaparecer…
—¿Es eso lo que dice ella?
—No, ella dice que fue un hombre moreno. Todavía está muy asustada. No quiere decirnos lo que le hizo el intruso —el propietario dio a Ángel un codazo y le hizo un gesto lascivo.
—No creo que tuviera tiempo de hacerle nada, con los gritos que empezó a dar.
—Yo no estoy tan seguro. Mi mujer cree que le hizo algo…, algo verdaderamente desagradable. Gritó a más no poder, ¿eh? —abrió la boca en otro gesto lascivo—. Hoy está demasiado asustada hasta para mirar por la ventana.
—¿Qué pinta tenía el amigo de Jimmy? ¿Era también extranjero? ¿Irlandés?
—No, creo que era un nativo de habla española, aunque no habló mucho. Tenía un acento regional, yo diría que de por aquí. Me parece que le he visto por ahí alguna que otra vez en los dos últimos meses.
—¿Quiere decir que es de aquí, entonces? ¿Tal vez un empleado de alguna agencia de viajes?
—Pudiera ser, aunque dijo que era el amigo del irlandés. Curioso. Era un tipo extraño: muy alto y muy fornido y moreno. Y con una mirada bastante rara. ¿Por qué quiere saber todo esto?
—Me preocupa realmente que Jimmy haya podido caer en malas compañías… vendedores de drogas y gente así.
—No le pasará nada; seguro que a estas horas ya está en el avión.
Ángel cruzó la calle hasta el Red Lion y encontró el teléfono público libre.
—¿Paco? Alguien que se ha hecho pasar por su amigo, se ha llevado todas las cosas de Collins de la pensión. ¿Quieres telefonear a Rompedizo y averiguar si el irlandés ha tomado un vuelo para Dublín o quizá para Londres o Manchester hoy?
—Lo haré. Oye, Ángel, tengo malas noticias. Una explosión en el Parador de Golf. Se trata del jefe… estaba casi encima del artefacto. Será mejor que vengas en seguida. Elena ya está aquí.
—Ya voy.
El inspector Palencia corrió junto al pescador y miró a la zanja de arena que había protegido antes el agujero dieciocho de la pista de golf. El comisario Bernal yacía allí con los ojos cerrados y el cuerpo medio cubierto de tierra pardusca. Sangraba por la sien izquierda y la sangre le manchaba la pechera de la camisa. El inspector bajó tambaleante la pared medio desmoronada de la zanja y cogió al comisario por la muñeca izquierda. Gracias a Dios, tenía pulso, aunque lento. Palencia sacó el pañuelo blanco del bolsillo del pecho de Bernal, lo desdobló para dejar la parte limpia hacia fuera y lo enrolló para taponar la herida.
Bernal se agitó levemente e intentó abrir los ojos, aunque tenía el izquierdo cubierto de sangre.
—¿Palencia? —murmuró—. Dígales que cierren el recinto del parador y que pongan controles de carretera inmediatamente.
Como Palencia vacilara, Bernal intentó incorporarse y agarró el pañuelo enrollado que el inspector sujetaba, presionando con fuerza sobre la herida.
—Vamos, hombre, vaya usted. Estaré perfectamente. Haga que el capitán tome medidas inmediatas y registre el hotel. Tienen que estar todavía aquí. Si se da prisa les cogerá.
Convencido ahora de que Bernal no iba a morirse, el inspector se volvió al pescador:
—Procure que tenga el pañuelo apretado sobre la herida y cuídele, mientras yo busco ayuda.
Lo que había sido el césped del hoyo dieciocho parecía ahora un campo de batalla, y, en el centro del mismo, Palencia encontró al capitán de la Guardia Civil, medio conmocionado, contemplando a sus hombres heridos.
—¿Funciona su radio, capitán? El comisario quiere que se establezcan controles de carretera inmediatamente. Y yo sugeriría uno hacia el sur, en la carretera de Torremolinos, otro en la carretera de Málaga, y otro más de aquí al aeropuerto. El comisario quiere también que se acordone ahora mismo el recinto del parador; cree que los causantes de la explosión todavía están aquí.
El capitán hizo un esfuerzo por dominarse y llamó al control central de la Guardia Civil para transmitir las órdenes.
—¿Puedo pedir ambulancias?
—Dígales que verifiquen si ya están en camino. Supongo que el personal del hotel habrá llamado a los servicios de urgencia. Hay que asegurarse de que nadie salga del edificio.
Cuando ambos entraban en el vestíbulo del hotel, ya se oían las sirenas. El inspector local dio instrucciones al director del hotel y telefoneó luego al jefe de policía de Málaga para pedir refuerzos.
Cuando entraron los primeros camilleros, Palencia les envió a la pista de golf.
—Hay un comisario de Madrid herido en una zanja cerca del césped. Vengan conmigo.
Al llegar al lugar, encontraron a Bernal sentado al borde de la zanja, fumando un Káiser. Le habían atado un mugriento pañuelo de cuello estilo pirata alrededor de la cabeza para mantener fijo el taponamiento de la herida.
—Yo ya estoy perfectamente, Palencia. Que atiendan primero a los heridos graves.
—Pero tendrán que darle puntos en esa herida, jefe. Más vale que vaya en ambulancia al hospital militar de Málaga.
—¿A ese sitio? Por nada del mundo. ¿Dónde queda el puesto de primeros auxilios más próximo?
—En el aeropuerto.
—Muy bien. Seguro que allí hay un médico. Su chófer me llevará en el coche. Sólo soy uno de los heridos que pueden caminar —indicó a los hombres de la ambulancia que atendieron a los heridos que estaban tirados junto a la pista—. Palencia, ¿lleva ahí un juego de las fotos de los sospechosos etarras?
—Sí, tengo uno en el coche.
—Bien, vamos a enseñárselas al personal del hotel. ¿Se ha instalado ya el cordón policial?
—Están haciéndolo en estos momentos.
—Puede que sea ya demasiado tarde. Pero ayúdeme a ir al hotel, ¿quiere?
En el despacho del director, Bernal aceptó una taza de té muy azucarado, y luego insistió en telefonear a Navarro.
—Paco, soy yo.
—Gracias a Dios que te encuentras a salvo. ¿Estás herido? Elena está de camino.
—No hace falta. Es sólo un rasguño en la frente. ¿Ha llegado Varga con el equipo técnico?
—Hemos recibido un mensaje que dice que llegarán esta tarde. Tuvo problemas en Madrid para reunirlos.
—Bien, necesitaremos su ayuda. Quiero que analice la colilla que recogí en la playa de Torremolinos. Concretamente para ver si pueden conseguir una «prueba sanguínea positiva», sobre todo por si el fumador era un etarra ya fichado. Sabemos los grupos sanguíneos de los etarras que han sido anteriormente arrestados.
Ahora Bernal preguntó al atribulado director del hotel si reconocía a algunas de las personas de las fotografías policiales. Movió la cabeza indeciso, luego dijo:
—Será mejor que pregunten al recepcionista. Él ve a los huéspedes mucho más que yo.
Enviaron a buscar al elegante joven y le pidieron que mirara el montoncito de fotos. Fue repasándolas lentamente hasta llegar a la última; luego volvió a la que había visto en cuarto lugar.
—Esta mujer… podría ser la mujer de la habitación veintitrés, aunque ahora parece diferente… Supongo que se ha cambiado el peinado.
Bernal cogió la foto y leyó los datos escritos en la parte de atrás.
—¿La acompañaba un hombre?
—Sí, un tipo con barba que lleva siempre gafas de sol, incluso por la noche.
—¿Y no le ve usted entre estas fotos?
El recepcionista volvió a repasar y mirar las restantes fotografías y luego volvió a la tercera.
—Podría ser éste, pero el hombre de la foto es mucho más joven y está afeitado.
Bernal cogió la foto y se la entregó a Palencia.
—Vaya a la habitación veintitrés y que le acompañen algunos guardias armados.
—Pero no están aquí, señor —dijo el recepcionista—. Se fueron en su coche al momento de producirse la explosión.
—¡Maldita sea! —exclamó Bernal—. ¿Pagaron y se despidieron?
—No, señor. Parecía que fueran simplemente a dar una vuelta.
—¿No se llevaron el equipaje?
—No me fijé, señor, justo en ese momento estaba ocupado llamando a los servicios de urgencia del 091.
—¿Qué coche llevaban?
—Un Fiat blanco, creo, pero si espera usted un momento, puedo conseguir la matrícula en el ordenador. Todos los huéspedes tienen que darnos los datos de sus vehículos.
—Hágalo, por favor, lo más rápido que pueda.
El recepcionista se fue a las oficinas del hotel e introdujo en el microordenador el número de la habitación en cuestión.
—Aquí está. Me pareció un poco extraño cuando llegaron. Es una matrícula antigua de Málaga, no es un coche alquilado, y en cambio casi todos nuestros huéspedes llevan coches con matrícula de otras provincias o del extranjero.
—Haga que el capitán dé el número de matrícula y la descripción del vehículo a todas las patrullas de tráfico de la Guardia Civil, Palencia —dijo Bernal con urgencia—. Pida luego a la oficina de registro de vehículos el nombre del propietario del coche.
Llevaron a Bernal al aeropuerto, donde un médico le dio tres puntos en la profunda herida que le partía la ceja izquierda; ante la insistencia del paciente, se la cubrió sólo con un poquito de esparadrapo para que sujetara la gasa en su sitio. Para entonces, el pequeño Fiat blanco utilizado por los supuestos terroristas había aparecido oculto bajo unos eucaliptos cerca de la vía del ferrocarril, no lejos de la estrecha carretera que lleva desde el parador hasta la nacional 340.
—Así que se largaron a toda prisa, antes de que se acordonara el recinto del parador —comentó Bernal al disgustado inspector Palencia—. Supongo que escaparon por la vía del ferrocarril.
—Creemos que llegaron a la estación de Campamento que queda cerca.
—¿Ha mandado que se practiquen registros en todas las estaciones desde aquí y Málaga hacia el norte y hasta Fuengirola hacia el sur?
—Sí, comisario, aunque probablemente sea demasiado tarde. Si consiguieron coger un tren hacia el sur, podrían haberse bajado en la estación de Torremolinos y haberse mezclado con la multitud de La Nogalera.
—Merece la pena llamar a la Renfe y pedirles las horas reales de salida de trenes de Campamento durante la última hora. Así quizá podamos determinar si tomaron dirección norte o dirección sur.
—Ya he llamado, y me telefonearán aquí.
—Por lo menos todo esto confirma mi suposición de que tienen que haber activado la bomba por control remoto, pues de lo contrario no se habrían quedado hasta el momento de la explosión.
—Todavía no entiendo cómo estaba usted tan seguro de que se produciría la explosión cuando ninguno de los guardias civiles lo esperaba. Su aviso salvó muchas vidas, jefe.
—Todavía hay cinco heridos, Palencia, dos de ellos graves. Pero lo que me avisó fue lo que dijo usted de que el encargado estaba disgustado por los bultos del césped. Anoche el teniente de la Guardia Civil pensó que su hombre sorprendió a los intrusos en el momento en que estaban empezando a levantar el césped cerca del hoyo en la zona del número dieciocho. Pero el que hubiera bultos bajo el césped parecía indicar, más bien, que cuando los sorprendieron, los terroristas estaban terminando su trabajo y no empezándolo. En realidad, no encontraron ninguna bomba y ellos difícilmente pudieron tener tiempo de llevársela sin ser vistos, por lo pronto que encontraron el cuerpo del guardia y se dio la alarma.
—Pero pudieron escapar con ella por la playa —objetó Palencia.
—En tal caso, hubieran quedado atrapados en el cordón policial —contestó Bernal—. No, yo llegué a la conclusión de que se habían limitado a mezclarse con los demás huéspedes del parador atraídos por el revuelo. Y no podrían haberlo hecho fácilmente si fueran cargados con un artefacto infernal. La única pregunta es: ¿Qué hicieron con la pala? Hay que preguntárselo al encargado.
—¿Hay que hacer alguna otra cosa?
—Sí. En cuanto lleguen Varga y su equipo técnico de Madrid, quiero que hagan un registro minucioso de la habitación veintitrés y del Fiat blanco. Tienen que haber dejado huellas dactilares en algún sitio, sobre todo en la habitación del hotel —Bernal encendió un cigarrillo y se recostó en el asiento—. Al menos lo hemos hecho mejor que los otros grupos hasta el momento. Tenemos los nombres de dos terroristas para comunicarlos a Madrid —se le ocurrió una nueva idea—. ¿Y si los comandos etarras estuvieran utilizando los paradores a todo lo largo de la costa? Al contrario que en hoteles y apartamentos, en los paradores no se espera que los huéspedes se queden durante quince días o un mes; son más bien para visitantes de paso que suelen pasar sólo unos días en cada sitio.
—Hay que comunicarlo al Mando Antiterrorista de Madrid, comisario. Y ordenar un registro de todos los paradores de la costa.
Cuando Bernal llegó al Hotel Paraíso de Torremolinos, sus colegas le recibieron como al soldado que vuelve de la guerra.
—Debe volver a Cabo Pino y pasar en la cama el resto del día, jefe —le instó Elena.
—Hay demasiadas cosas que hacer. ¿Alguna noticia de los controles en las estaciones ferroviarias?
—Hasta ahora, nada, jefe —dijo Navarro.
—Entonces les hemos perdido de momento. Por lo menos sabemos a qué pareja buscamos.
Llegó Miranda para informar de un descubrimiento importante en los registros pensión-a-pensión. El encargado de una pensión del Paseo Marítimo había reconocido la foto enviada por la Interpol del joven italiano desaparecido, Salvatore Croce. Como era propio de él, pese a las protestas de todos sus colegas, Bernal insistió en ir personalmente a interrogar al testigo.
—Antes de que se vaya, jefe, hay un asunto importante —dijo Ángel—. Todo parece indicar que ha desaparecido otro joven…, un irlandés llamado Jimmy Collins, que estuvo con Elena y conmigo anoche. Aquí tiene mi informe provisional.
Mientras Bernal estudiaba el documento, Navarro dijo:
—A petición de Ángel contacté con todas las líneas aéreas en Rompedizo y ninguna persona con ese nombre ha cambiado ni ha comprado un billete para salir hoy de Málaga.
—He elaborado un plan, jefe —dijo Ángel muy excitado—. Montemos una encerrona esta noche en La Nogalera, que es donde fue visto por última vez Jimmy. Podría yo ir a la discoteca con Elena y luego, de madrugada, ella podría simular una riña conmigo en la calle de San Miguel, por las drogas, y marcharse a la pensión enfadada. A partir de ahí, yo podría meterme bajo los árboles de la plaza y mezclarme con el grupo habitual de drogotas y borrachos y hacerme el ido. Ustedes tendrían toda la plaza rodeada con grupos de agentes de paisano, con ayuda del inspector local, y yo podría llevar uno de esos transistores japoneses en miniatura para mantenerme en contacto. Creo que es probable que el psicópata muerda el anzuelo.
Bernal consideró seriamente el plan.
—Habría que planearlo todo con mucho cuidado, Ángel —dijo al fin, lentamente, sopesando las posibilidades—, pero quizá merezca la pena intentarlo. Como ya nos temíamos, las desapariciones se están haciendo cada vez más frecuentes. He hablado con el doctor Peláez, que considera el ritmo creciente como una evolución peligrosa…
Bernal se volvió entonces a Navarro.
—¿Ningún dato todavía del registro central sobre alguna pauta de personas desaparecidas en algún sitio?
—El inspector Ibáñez telefoneó antes. Dice que el ordenador no aporta ningún esquema destacable en toda la provincia. Ha habido diecinueve casos de adolescentes varones desaparecidos en el año pasado, pero repartidos por todo el territorio nacional, sobre todo en las grandes ciudades. No hay nada que indique la existencia de un maníaco suelto hasta la desaparición de estos jóvenes aquí el mes pasado.
—Es extraño, ¿verdad? Es casi como si este criminal hubiera llegado del extranjero. ¿Ha probado el registro de la Interpol?
—Bueno, ellos están llevando a cabo una investigación, por las denuncias presentadas por las familias de los jóvenes.
—Habrá que esperar a ver si ellos encuentran algo —dijo Bernal y añadió, dirigiéndose ahora a Ángel—: ¿De verdad quieres correr el riesgo y hacer de cebo?
—Si me proporciona usted todo el respaldo necesario, sí, jefe.
—Naturalmente. Quedarán cubiertos todos y cada uno de los ángulos. Resolved algo entre Paco, el inspector Palencia y tú, mientras yo voy a interrogar a ese encargado —pidió a Miranda que le acompañara y luego se volvió a Navarro—: Ah, antes de que me olvide, Paco, di a Varga cuando llegue que analice la colilla que recogí en la playa, y que haga un examen forense completo del Fiat blanco y de la habitación veintitrés del parador. Quizá pueda comparar algunos rastros con los grupos sanguíneos de los terroristas.
La pensión del Paseo Marítimo era un edificio de tres plantas, con azotea, cerca de la Montaña Acuática en la que los niños con trajes de baño subían nerviosos hasta la cima del tobogán para sentarse en almohadillas de goma y lanzarse al emocionante y serpeante descenso que terminaba en pequeña piscina al fondo. Las tiendas que quedaban al nivel de calle formaban una línea continua de sombrillas y accesorios playeros, lociones para el sol, dulces y helados, periódicos y revistas extranjeros y otros accesorios para pasar el rato en la arena. Pequeñas escaleras entre las tiendas conducían a los distintos alojamientos.
Miranda guió a Bernal por una de estas escaleras hasta un pequeño vestíbulo de entrada en el que un anciano estaba viendo el Telediario. Bernal miró un momento la pantalla para comprobar si los titulares hacían alguna referencia a las bombas colocadas en los centros turísticos de la costa. Sin duda el ministerio del Interior procuraría restar importancia a los acontecimientos.
El anciano miró atentamente la placa de oficial de Bernal e hizo un signo de asentimiento a Miranda que le había interrogado antes.
—¿Puede decirme cuándo llegó aquí este joven italiano? —le preguntó Bernal, mostrándole la fotografía policial.
—Como le dije ya al inspector, tomó la habitación el viernes veintitrés de julio; aquí está la ficha de registro firmada por él. Pagó seis noches por adelantado, y dijo que se iría el veintinueve para tomar el avión de vuelta a Milán. Pero se fue a los cuatro días.
—¿Le dijo a usted por qué se marchaba cuando vino a recoger el equipaje?
—No me dijo nada ni se llevó el equipaje. Vino a buscarlo un individuo el día veintisiete por la mañana, pues ese mismo día volví a alquilar la habitación. El individuo traía el pasaporte de Croce y dijo que la madre de su amigo estaba gravemente enferma y que él estaba en el aeropuerto esperando el primer vuelo que pudiera tomar para regresar a casa.
—¿Pero cómo podía estar usted seguro de que no se trataba de un ladrón que había robado el pasaporte a Croce?
—Verá, me enseñó una nota escrita por el chico, pero claro, estaba escrita en italiano, así que no pude entender lo que decía.
—¿Comparó usted la firma de la nota con la de la ficha de registro?
—No, no se me ocurrió —admitió el individuo.
—¿Y había visto usted alguna vez antes al individuo que dijo ser el amigo de Croce?
—No, pero era español, estoy seguro.
—¿Estaría usted dispuesto a intentar hacer un retrato robot de él en nuestra oficina?
El individuo asintió.
—Estoy seguro de que podría reconocerle. Era alto y fornido y miraba muy fijamente.
—¿Conserva usted la nota que le trajo?
—No sé qué fue de ella —miró atentamente el desordenado mostrador de recepción—. Creo que debió de llevársela.
Bernal miró a Miranda de manera significativa.
—Se cuida muy bien de no dejar pistas, ¿verdad?
Se volvió luego al propietario:
—¿Querría acompañarnos ahora y tratar de reconstruir los rasgos del hombre que vino a recoger el equipaje?
—Un momento, llamaré a mi hija para que se quede en mi lugar.
Bernal aceptó finalmente regresar a Cabo Pino después de tomar una comida ligera en el hotel.
—Necesita darse una ducha y cambiarse de ropa, jefe —dijo Navarro—. Luego puede descansar hasta la operación especial de esta noche.
—De acuerdo, pero estaré de vuelta a las diez para repasar todos los detalles del plan elaborado.
Sólo cuando el conductor de la policía le dejó en el dúplex recordó Luis que Consuelo se había ido a pasar el día a Marbella con su cuñada y los niños, a los que él todavía no había visto, pues parecían vivir en un mundo y en una escala temporal completamente distintos a los suyos.
Al oscurecer, el forastero alto y fornido salió de su peculiar alojamiento y empezó a llenar dos bolsas de plástico con despojos de la nevera. Sus gatos tendrían pronto hambre (era la hora en que el sol se ponía y el viento cambiaba de dirección: ¡hora de comer!). Se habían puesto furiosísimos con él la otra noche cuando fue tan tarde, por circunstancias estúpidas fuera de su control, recordó, retorciendo los músculos faciales en una mueca siniestra. Bien, ya había solucionado aquel absurdo con una venganza. Con una venganza, ésa era la finalidad de todo aquello, infligir un castigo a las criaturas viciosas.
Miró por una rendija de la ventana entablada: era ya casi completamente de noche (aquella aterciopelada oscuridad se saturaba del calor residual del sol y de los olores de la zona alta del pueblo cuando la brisa marina cambiaba al atardecer de dirección). Salió con sus paquetes hediondos y en seguida sintió la caricia de la noche que le envolvía como una túnica oscura y cálida.
Despertó a Luis Bernal el beso depositado en su mejilla y se permitió relajarse aún más en su espléndido colchón.
—¿Luchi? —susurró Consuelo—. ¿Qué te ha pasado en la cabeza? ¿Te caíste?
Se volvió hacia ella.
—Te lo contaré cuando tomemos una copa antes de cenar. ¿Lo pasasteis bien en Marbella?
Ella contempló en montón de ropa destrozada y polvorienta que había en el suelo junto a la ventana y la recogió críticamente.
—Anda, dime lo que pasó. ¿Fue un accidente de coche?
—No, cariño, sólo una pequeña explosión.
A las once de la noche, recuperadas las fuerzas, Bernal había repasado ya el detallado plan para rodear la plaza de La Nogalera a partir de las dos de la madrugada, hora a la que los bares empezarían a cerrar. A partir de la 1.30, cinco grupos de agentes de paisano al mando del inspector Palencia, Miranda, Lista, Elena Fernández y Navarro, tomarían posiciones. Bernal se colocaría en un punto de control central en la ventana más alta de una agencia de viajes desde la que se divisaba toda la plaza, manteniéndose desde allí en contacto permanente por radio, con todos los grupos, y con Ángel, que sería el cebo y que estaría en la zona de césped frente a las terrazas de los bares.
Primero, Elena y Ángel volverían a su pensión como si hubieran estado pasando el día fuera; luego saldrían a cenar y después entrarían en algunos bares y clubes antes de ir a la discoteca que tanto detestaba Elena (había jurado que el exagerado nivel decibélico que había tenido que soportar en aquella discoteca la noche anterior le había producido una lesión permanente en el oído). Esta noche tomaría la precaución de ponerse unos discretos tapones auriculares.
El punto de observación de Navarro, encima de un bar de la esquina de la calle de San Miguel y La Nogalera, no lejos de su oficina en el Hotel Paraíso, le permitiría ser el primero en avisar a las otras unidades de la vuelta de la discoteca de Ángel y Elena. Entonces montarían el número de la riña y Elena haría el mutis supuestamente enfadadísima. En cuanto llegara al final de San Miguel volvería discretamente, cruzando el moderno recinto comercial para tomar posición con su grupo en el restaurante de la primera planta que daba al lado oeste de La Nogalera.
Los otros tres grupos dominaban las otras tres salidas de la plaza, lo cual hacía imposible que Ángel se fuera de su posición en el centro de la plaza o que alguien se lo llevara de allí sin ser localizado de inmediato por una o más de las cinco unidades, que tenían instrucciones de seguirle a una distancia prudencial, a menos que Ángel pidiera ayuda por el transmisor.
Después de dar de comer a sus gatos en las azoteas del Bajondillo, el forastero alto y fornido pensó en los preparativos de su cena humana. Aquella noche quizá debiera hacer una cena ligera. Demasiadas proteínas producían una fuerza excesiva, casi incontrolable. Debía tener cuidado.
Antes de volver a saltar la verja, alzó la vista hacia el balcón de la Casa España; no había luz hoy. Aquella chica entrometida y su amante debían haber salido pronto. El forastero alto de mirada inquieta e inquietante salió con un gran salto al camino que llevaba hasta el mar. Todavía era demasiado pronto para aventurarse en la zona alta del pueblo.
Pese a todas las súplicas de Consuelo, Bernal no desistió de dirigir la operación de aquella noche. El conductor de la policía le recogió a las diez en punto en Cabo Pino y le llevó despacio por Fuengirola Y los pueblecitos de la costa. La carretera general de la costa estaba muy bien iluminada por los letreros de neón que anunciaban tablaos de flamenco, hamburgueserías, bares llamativos, discotecas deslumbrantes, salas de bingo y clubes nocturnos con actuaciones en directo. El aire de la noche era denso, con partículas de polvo y humos de tubos de escape; aunque había bajado el terral, había dejado la atmósfera desagradablemente agitada. El calor húmedo del día casi no había desaparecido y el comisario Bernal sudaba copiosamente bajo el cuello de su camisa limpia.
Esperaba estar haciendo lo correcto al permitir llevar a cabo aquel plan. Por su larga experiencia sabía que podía salir mal; siempre había un factor inesperado que nadie había previsto. Aun así, Ángel Gallardo llevaría un pequeño revólver y un transmisor japonés en miniatura de los más modernos con un micrófono oculto bajo el cuello de la camisa. Estaría también en todo momento estrechamente vigilado por las cinco unidades de agentes desde el mismo instante en que pusiera el pie en La Nogalera. Bernal encendió un Káiser y procuró relajarse, en el asiento trasero del Seat 131 negro.
A las 12.40 de la noche, el forastero alto y fornido volvió a subir las escaleras del Bajondillo e inició la subida hacia el restaurante Windmill. Se paró a mirar la costa que hoy estaba a oscuras. Había oído lo de las explosiones en la radio, en Torremolinos no había habido ninguna, pero dieron un breve informe de la explosión del Parador de Golf. Quizá volvieran a abrir las playas al público al día siguiente. Mientras proseguía su ascenso, se fijaba en los jóvenes que pasaban alegres, ignorando su presencia. Algún día descubrirían lo amarga que era realmente la vida; vivían en un paraíso de tontos a aquella edad, pensó. Frunció los labios en una mueca de crueldad al doblar hacia el soportal, pasado el restaurante de La Fuente del nuevo recinto comercial. Se escabulló de la pequeña plaza, en la que tintineaba una fuentecilla, por un estrecho pasaje hacia el oscuro patio lleno de olor a jazmín del fondo, un lugar en el que pocos turistas se fijaban. Desde allí, una calleja de dos metros de ancho, que había sido en otros tiempos calle muy transitada de la vieja aldea de pescadores, corría tras los nuevos restaurantes, heladerías, y galerías de arte, dando casi toda la vuelta hasta la plaza de La Nogalera.
Era su lugar favorito. Desde la calleja agradablemente oscura, que le pertenecía sólo a él, podía observar sin ser visto la plaza atestada de gente y brillantemente iluminada, pues éste era su camino secreto hacia su terreno de caza. Ahora vacilaba: algo era distinto hoy; había un sutil olor a peligro. Recorrió con la mirada el brillante escenario desde su oscuro punto de observación: ¿qué pasaría?
El comisario Bernal se sentía como el director de un gran teatro: bajo él se desplegaba gran parte de la vida nocturna de Torremolinos. Los aficionados a ella tenían que cruzar y recruzar forzosamente en algún momento este punto central después de la medianoche, tambaleándose de un club o discoteca a otro, parándose algunos de ellos a charlar o a forcejear amistosamente, a la busca de nueva pareja unos, y otros de drogas blandas o duras. Con los prismáticos especiales de lentes nocturnas de treinta por setenta, Bernal podía captar todos los detalles de la zona de césped dominada por tres grandes magnolios. Comprobó el comisario que los cinco grupos de vigilancia estaban ya en sus puestos. Era absurdo pensar que su joven inspector pudiera sufrir algún daño con semejante vigilancia.
Toda la escena estaba dispuesta: sólo Ángel y Elena tenían aún que hacer su aparición para el primer acto.
El forastero alto y fornido se sentó en una caja de naranjas colocada boca abajo y contempló la escena desde la oscura boca de la vieja calleja. Se le ocurrió de pronto que era como estar entre bastidores en un gran teatro, pues desde allí se dominaba cuanto ocurría en el gran escenario bañado por la luz, e incluso más allá, en el auditorio iluminado por la luz reflejada; y nadie en absoluto podía verle. Tal idea le proporcionó una sensación de gran poder, aunque esta noche sentía por vez primera la presencia de una fuerza contraria, una amenaza oculta para sus actividades habituales.
Recorrió despacio con la mirada los edificios que enmarcaban la plaza de forma irregular. Debía ser su imaginación que estaba jugándole otra vez una mala pasada. No ocurría nada. Y precisamente en este momento, se fijó en la chica curiosa de la pensión de la zona baja que mantenía una violenta discusión con su joven y guapo acompañante, que se tambaleaba como si estuviera borracho o drogado. ¡Aquella chica de la nariz puntiaguda, cuánto la odiaba! Se había asomado a la ventana para intentar ver lo que estaba haciendo en la azotea de enfrente. Intentaba invadir su mundo secreto. Y ahora abofeteó al joven y acto seguido se alejó muy estirada por la calle de San Miguel abajo. El forastero alto y fornido observó con mirada depredadora al agradable joven mientras éste se tambaleaba y se desplomaba bajo el magnolio.
Igual que Keller, el chico alemán. El hombre alto sonrió al recordar. Pero éste quizá no correspondiera al tipo. Vio al agraciado joven incorporarse apoyándose en un codo y esnifar algo de una hoja de papel de aluminio. Ah, un adicto al smack, seguro. No tardaría en quedarse inconsciente un rato, luego volvería en sí.
El alto forastero miró atentamente a su alrededor, a la multitud cada vez menor de la plaza y a los dos municipales que pasaban haciendo su ronda. Nunca les había considerado una amenaza. Todo lo contrario. Solían intercambiar comentarios amables con él y felicitarle por el buen trabajo que hacía para ellos. Aún con una inexplicable sensación de inquietud que le hizo mirar en torno suyo una vez más hacia las ventanas a oscuras de las oficinas de los comercios de la plaza, decidió salir de su escondite al escenario. Y justo entonces, gran número de extranjeros vestidos de blanco irrumpieron vociferantes en La Nogalera, procedentes de la plaza de la Costa del Sol.
El comisario Bernal observó la interpretación de pelea de Ángel y Elena por sus potentes prismáticos y concluyó que habían hecho sus papeles muy convincentemente. Vio marcharse a Elena por la calle de San Miguel y luego admiró el solo interpretado por Ángel mientras se tambaleaba hacia el magnolio y caía en el césped. Bernal llamó a los cinco grupos de detectives:
—Atentos a todo transeúnte que actúe sospechosamente.
Examinó todas las entradas con los prismáticos y creyó notar movimiento en una bocacalle oscura en la que no se había fijado antes. Enfocó hacia allí los prismáticos en el momento en que irrumpía en la plaza, justo debajo de donde él estaba, lo que parecía ser la mitad de los hombres de la sexta flota americana, seguidos de cerca por un grupo de policías militares con cascos rojos.
¡Vaya por Dios!, suspiró Bernal. Iban a fastidiarles toda la operación. ¿De dónde diablos habían salido aquellos marineros? Llamó a Navarro por radio.
—Atención, Paco. Creo que habrá que llamar a retirada. Debe de haber unos quinientos marineros americanos ahí abajo. ¿Ha atracado hoy un barco? Cambio.
—Lo había olvidado, jefe. El Nimitz de los Estados Unidos entró en Málaga a las 10.45 en una visita de cortesía para dar a los muchachos un descanso en tierra. Palencia recibió un comunicado de la policía de Málaga.
—Pues la verdad es que no tiene nada de cortesía, ¿verdad? Se pasarán toda la noche recorriendo los antros del lugar. Será mejor suspender la operación esta noche.
Elena llegó al final de la zona ancha de la calle de San Miguel y dobló hacia la calle Casablanca. Miró a su alrededor para asegurarse de que no la seguían y atajó por la galería que, pasando por el restaurante La Fuente, da a la principal zona peatonal que sube de nuevo hasta La Nogalera.
A mitad de camino del recinto pavimentado, se cruzó con dos policías municipales y de pronto vio un montón de individuos de uniforme blanco corriendo y gritando por la plaza. ¿Qué diablos pasaba? Se puso rígida al divisar una figura alta y fornida que le resultaba familiar, corriendo por la plaza en su dirección. ¡Santo cielo, era el amante de los gatos! Un horror inexplicable la invadió al verle. Su extraña y ardiente mirada se clavó en ella al pasar; ella se volvió a toda prisa a mirar el escaparate de una galería de arte.
Mirando de soslayo vio que los policías municipales le saludaban e intercambiaban comentarios con él.
—¿Hoy no hay clientes para usted, eh? —dijo el policía mayor.
—No, ha llegado la flota americana y se traen su propia policía para cuidarles.
Los policías se rieron.
—Bien, pues buenas noches, entonces.
El alto forastero desapareció por la calle que llevaba a la pequeña fuente y Elena, con decisión súbita, se acercó a los municipales. Buscó en el pequeño bolso su tarjeta oficial.
—Soy la inspectora Fernández de la DSE, en misión especial aquí. ¿Quién es el individuo con el que acaban de hablar ustedes?
Los policías observaron con desconfianza su apariencia y luego su placa de inspectora. El mayor la saludó, siendo rápidamente imitado por su compañero más joven.
—No sé cómo se llama realmente, inspectora, pero lleva un centro de ayuda para jóvenes con problemas, drogadictos sobre todo. Por eso anda siempre por ahí de noche. Los chicos le llaman El Ángel de Torremolinos.
—No es español, ¿verdad?
—Argentino o uruguayo, creemos. Parece que era misionero allí. Lleva aquí casi un par de meses.
—¿Sabe alguno de ustedes dónde vive?
—No exactamente, por el Bajondillo. Creemos que es completamente de fiar, inspectora.
—Gracias por su ayuda. Es que estamos llevando a cabo una misión especial secreta relacionada con drogas y podría sernos útil interrogar a ese individuo.
Los dos municipales volvieron a saludar a la inspectora mientras ésta se dirigía rápidamente a La Nogalera a hacerse cargo de su grupo.
—Extraña pinta para una inspectora de la Brigada Criminal de Madrid, ¿no te parece? —comentó el mayor de los dos policías.
—Con ese vestido corto naranja adornado con borlas creí que andaba haciendo la calle —dijo el más joven—. No me importaría que me arrestara.
Elena Fernández no tardó en descubrir que su jefe había suspendido la operación. La presencia de tan numeroso contingente de marineros, junto con la de la policía naval norteamericana haría bastante difícil el éxito de la operación, había calculado Bernal. Y también había supuesto que el psicópata se volvería atrás. El comisario volvió a inspeccionar con los prismáticos la bocacalle en la que creía haber visto movimiento poco antes de que aparecieran en escena los marinos norteamericanos. No había nadie allí ahora. Sólo podía distinguir una caja volcada; pero había sentido realmente una presencia maligna, casi como si hubiera arrojado fuego y azufre.
Se dijo a sí mismo que quizá tales presentimientos eran completamente irracionales. Consuelo no lo creía así y era ella la persona de mentalidad más lógica que conocía. Decidió que inspeccionaría aquella bocacalle a la luz del día.
Se preguntó cuánto tiempo tardarían en solucionar aquel asunto. No tenían ninguna otra pista clara que seguir. El retrato robot que habían hecho con ayuda del encargado de la pensión resultaba tan increíblemente repulsivo que no podía ni imaginar que alguien real tuviera aquel aspecto, si bien poseía un aire maligno indefinible. De lo que sí estaba seguro ahora era de que había un psicópata suelto. Había hecho pasar el retrato robot a todas las unidades policiales; quizás alguien le reconociera, por improbable que pudiera parecer. Dejó su puesto de observación y regresó al Hotel Paraíso para conferenciar con sus hombres.