Capítulo 4

El brillante sol que anunció el martes, 3 de agosto, al mediodía del cual expiraba el ultimátum de ETA militar al Gobierno, despertó a Bernal antes que a Consuelo. El comisario se sentía sumamente relajado por la cálida brisa marina que soplaba levemente a través de las contraventanas entreabiertas. Se puso el albornoz sin hacer ruido, y salió al balcón para contemplar Cabo Pino por primera vez a la luz del día.

El arquitecto que había planificado el puerto y la urbanización lo había hecho con más gusto del habitual, pensó el comisario. Advirtió la presencia de tres embarcaciones grandes de navegación de altura amarradas en el muelle y distinguió algunos bañistas madrugadores a la orilla del agua en la playa que se extendía hacia el suroeste hasta el lejano punto del horizonte.

Se afeitó de prisa en el elegante cuarto de baño del dormitorio y, tras ponerse un traje beige ligero y una corbata a juego con que se había obsequiado hacía poco en Celso García, bajó cautelosamente las escaleras y preparó café antes de que llegara el coche oficial. Quería estar en Málaga a tiempo para la autopsia del policía muerto, que practicaría el patólogo local en el hospital militar a las nueve.

En cuanto llegó el coche, Bernal salió en silencio del elegante dúplex. El gran Seat subió a toda prisa la pendiente colina, pasada la barrera que separaba la urbanización privada del tráfico público, y no tardó en salir a la nacional 340. Por suerte, había muy poco tráfico a aquella hora, y cruzaron Fuengirola sin ningún problema.

Cuando, una hora más tarde, cruzaban Benalmádena, Bernal ordenó al conducto girar hacia Torremolinos e ir a la comisaría. Recogerían al inspector Palencia si aún no había salido.

Cuando llegaron a la plaza de Andalucía, Bernal vio a Palencia que salía en aquel momento del edificio, con aspecto preocupado y con una carpeta oficial en la mano.

—¿Podemos ir a Málaga juntos, inspector? —preguntó Bernal.

—Gracias, comisario. Eso me ahorra el tener que llevar uno de los jeeps. No puedo prescindir de ningún hombre esta mañana.

En el asiento trasero del Seat 131, Bernal le ofreció un Káiser, que Palencia rechazó, prefiriendo un Winston de los suyos. Enseñó a Bernal el télex que acababa de llegar a comisaría, del Gobierno Civil de Málaga.

—Recibimos un comunicado de la Interpol la semana pasada, pidiendo información sobre tres jóvenes que habían estado de vacaciones en Torremolinos y cuya desaparición han denunciado sus familiares. Llevo aquí el télex para enseñárselo —sacó la importante hoja de papel—. Parece que ahora han desaparecido otros dos jóvenes, un italiano y un alemán. Sus familias no saben nada de ellos desde hace una semana, aunque esperaban que a estas alturas ya estarían de vuelta. Cinco cónsules extranjeros de Málaga se han puesto en contacto con el gobernador civil para pedirle una investigación sobre el paradero de esos ciudadanos y el gobernador, a su vez, ha pedido al jefe de policía que tome medidas urgentes. Comprenderá usted que con la investigación sobre la muerte de mi agente, y todo el asunto de los preparativos de la Operación Guardacostas, sencillamente no dispongo de los hombres necesarios.

—Sólo puede usted cubrir las operaciones para las cuales tiene hombres, Palencia, pero puede contar usted con mi ayuda personal y con la de mi grupo. ¿Me permite ver el primer mensaje de la Interpol?

Bernal leyó el comunicado pidiendo información sobre el joven francés Jean-Paul Morillon, el chico holandés Henke Visserman, y el londinense Henry Marks. Después, guardó silencio, con expresión grave. Cogió luego el mensaje que había llegado aquel día de la Jefatura de Policía de Málaga sobre la petición por parte de varios cónsules de que se abriera una investigación de los tres primeros casos, más la del cónsul italiano solicitando localizar el paradero de Salvatore Croce, de veinte años, obrero de Milán, que había enviado noticias por última vez el 24 de julio desde Torremolinos. Había ido a la Costa del Sol, solo, a pasar quince días de vacaciones y había enviado a casa una tarjeta sellada el 24 de julio, que había tardado una semana en llegar al domicilio paterno. Le esperaban en casa el 29 de julio, en un vuelo chárter de Alitalia, que pensaba coger en el aeropuerto de Málaga; su padre había ido a esperarle a Milán, el chico no llegó y las líneas aéreas le comunicaron que Salvatore no había tomado aquel vuelo.

—El cónsul italiano no ha informado al Gobierno Civil del alojamiento de este joven en Torremolinos, Palencia. Si tenía billete de vuelta para un vuelo chárter, ¿no tenía que incluir una habitación de hotel en la tarifa?

—No forzosamente, comisario. Muchos de esos jóvenes veraneantes compran los billetes de avión a última hora a precios rebajados, lo cual les permite recorrer la costa en autoestop, parando en hoteles baratos e incluso durmiendo en la playa, a la intemperie. Durante todo el verano, hay una enorme población flotante (el turismo barato que Fraga quería evitar cuando era ministro de Turismo) y estos chicos se mueven mucho, no suelen pasar más de dos o tres noches en cada sitio.

—Este quinto caso del joven alemán, es más prometedor —comentó Bernal—. Friedrich Albert Keller telefoneó a su hermano mayor a Francfort hace sólo cuatro días y le dijo que se alojaba en los Apartamentos Lido, donde pasaría las dos últimas noches antes de tomar el vuelo chárter de vuelta de Lufthansa el domingo por la noche, porque se le estaba acabando el dinero. Antes había estado en Marbella y en Fuengirola. La pauta es similar: su hermano mayor fue a esperarle al aeropuerto y se encontró con que no había cogido el avión en Málaga; pero, a diferencia de los otros cuatro casos, en éste sabemos dónde se alojó.

—Ya me fijé, comisario, y he enviado a mi cabo a hablar con el director del hotel. Esta fotografía de pasaporte que nos han enviado no es muy clara, pero sabemos su nombre y el número de pasaporte. El personal de los Apartamentos Lido debió hacer una ficha de registro para la policía cuando se inscribió en el hotel.

—Es un asunto muy extraño, Palencia —dijo Bernal, pensativo—. Seguro que todos los meses se denuncian desapariciones, sobre todo de jóvenes hippies que viajan por todo el mundo.

—Recibimos denuncias de vez en cuando, pero normalmente se trata de jóvenes que acaban apareciendo y regresan al seno de la familia cuando se les acaba el dinero, o cuando llega el otoño y deciden volver para trabajar si encuentran trabajo. Pero algunos siguen por Almería hacia Ceuta y pasan a Marruecos, sobre todo los que toman drogas o los que quieren probar suerte traficando; es frecuente que no vuelvan a la Península. Cuando hay por medio chicas jóvenes hacemos toda la investigación posible para rastrear su paradero, por si han sido inducidas a la prostitución o embarcadas hacia el norte de África para el tráfico de esclavas blancas residual.

—Pero en general las chicas no viajan solas, ¿verdad? —preguntó Bernal—. Por mi propia observación creo que viajan siempre en parejas o en grupos más numerosos, por seguridad —repasó otra vez los documentos de la carpeta—. Verá, lo que me choca de estos cinco jóvenes desaparecidos es que todos viajaban solos, ya que en ninguno de los informes se menciona a un posible compañero de viaje. Eso es sorprendente, aunque en absoluto improbable. Los chicos de esa edad que son solitarios o demasiado tímidos para tener amigos permanentes, quizás esperen hacer amistades en los lugares que visitan. Esto es producto de la movilidad internacional de los jóvenes en la posguerra, la libertad de recorrer el mundo con poco dinero. Cuando pasa algo, somos nosotros los que tenemos los quebraderos de cabeza.

Encendió otro Káiser y fumó con avidez.

—En todos estos casos existe un nexo. Todos se pusieron en contacto con su familia desde Torremolinos en determinado momento, bien enviando una postal o bien telefoneando, y luego todos perdieron el avión que había de partir del aeropuerto de Málaga, con la consiguiente pérdida de una considerable cantidad de dinero de los billetes de vuelta, supuestamente. Después de eso sus familias no han vuelto a saber nada de ellos. Es muy inquietante, Palencia.

—¿Quiere decir usted que puede haber un nuevo tipo de tráfico de esclavos blancos, quizás al norte de África? Hemos tenido algún que otro problema con los jeques petroleros de las nuevas torres a este respecto, principalmente con los jóvenes de la localidad.

—Me gustaría ver los informes de esos casos cuando volvamos. Quizá tuviéramos que hacer una visita a algunos de sus residentes árabes —Bernal dio una calada al cigarrillo—. O tal vez se trate de algo peor —el viejo detective tuvo repentinamente el fuerte presentimiento de que todas aquellas desapariciones podían estar relacionadas y de que quizás hubiera un maníaco suelto—. Pero, de momento, será mejor no pensar lo peor, Palencia. Su cabo quizá consiga algunas noticias del joven alemán.

El conductor del coche oficial se las arregló muy bien en el tráfico matinal del centro de Málaga, y Bernal y Palencia no tardaron en recorrer la larga calle de la Victoria, desde la que subieron por la calle de la Amargura hasta el viejo hospital militar, un gran edificio frente a la iglesia que alberga a la santa patrona de la ciudad, Nuestra Señora de la Victoria.

Fueron directamente al depósito, donde el patólogo de la policía local había iniciado el examen post mortem de Antonio García. Como siempre, el intenso olor a formalina y a putrefacción de la estancia de azulejos blancos revolvió a Bernal el estómago; se puso tan pálido que Palencia sugirió ir a tomar un café mientras el médico terminaba su trabajo.

Cuando estuvieron cómodamente instalados en la cafetería de visitas, el joven inspector convenció a Bernal de que tomara un Carlos III con el café.

—Es la primera vez que pierdo un agente en servicio, comisario.

—Esas cosas ocurren, Palencia, sobre todo en tiempos de terrorismo.

—¿Quiere decir que le asesinaron los etarras?

—Tendremos que esperar a ver lo que descubre el patólogo, pero la verdad es que cuesta bastante creer que un policía joven y sano caiga repentinamente muerto en servicio.

Tardaron más de una hora en avisarles. En el despacho del depósito encontraron al médico bastante perplejo.

—Los órganos no muestran el menor rastro de enfermedad. He tomado muestras de las arterias y las he examinado al microscopio de gran potencia. No hay ningún indicio de infarto ni de embolia.

El forense sacó un puro habano y cortó una de las puntas.

—Tampoco hay rastro de petequias en los pulmones ni en ningún sitio que pudieran indicar asfixia. Parece que su hombre estaba completamente sano. Enviaré los órganos al laboratorio para que los analicen, por supuesto, así sabremos si hay algún tipo de fármaco o veneno. Yo diría que murió por inhibición del nervio vago, que le produjo un paro cardíaco súbito e irreversible. Pero no puedo localizar ninguna lesión externa que pudiera haberlo causado.

—¿Y el cuero cabelludo, doctor? —preguntó Bernal—. ¿Ha comprobado que no haya ninguna lesión en esa zona?

—Lo he examinado centímetro a centímetro, y no he encontrado nada. He de proceder al examen del cerebro para determinar la existencia de posibles hemorragias; mi ayudante lo está preparando ahora para el examen.

—¿Cuándo tardará en poder decirnos algo? —preguntó Palencia, visiblemente afectado.

—Creo que en una media hora tendré el informe preliminar.

—Entonces esperaremos, doctor.

Al cabo de cuarenta minutos, reapareció el médico con un enorme libro de texto en la mano, y con aire algo menos desconcertado.

—He localizado hemorragia menor en la parte posterior del bulbo raquídeo. Pero no existe ninguna lesión externa que la justifique, por lo que no parece de origen traumático. He estado comprobando libros de texto y he llegado a la conclusión de que quizás estemos ante uno de esos casos de hemorragia cerebral sumamente raros que, al parecer, pueden producirse a cualquier edad y que muestran muy pocos o ningún rastro en la autopsia. Pediré un análisis microscópico exhaustivo de las células cerebrales, naturalmente.

Bernal daba muestras de no estar muy convencido por esta explicación, y miró fijamente a Palencia.

—¿Habría alguna objeción a que viniera de Madrid el doctor Peláez para dar también su opinión?

—Si fuera posible, constituiría para mí un gran alivio, comisario —dijo el médico—. Nunca he visto un caso como éste, y el doctor Peláez es el mejor patólogo del país. Sería un honor contar con él. Entretanto mantendré todo cuidadosamente refrigerado e iniciaré algunos análisis de laboratorio.

Bernal y Palencia salieron del hospital militar más preocupados que a su llegada y Bernal decidió hacer que Navarro localizara a Peláez lo antes posible y le pidiera que tomara el primer vuelo para Málaga.

Las noticias de las primeras explosiones en las playas turísticas empezaron a llegar a la unidad antiterrorista de Madrid poco después de las tres de la tarde del martes, 3 de agosto. El ultimátum enviado por ETA militar al Gobierno había expirado al mediodía sin que se hubiera producido ninguna respuesta oficial a los terroristas.

Bernal se sentó en el despacho del inspector Palencia, de la plaza de Andalucía de Torremolinos, a leer los mensajes transmitidos por télex desde la capital, vía Gobierno Civil de Málaga. El primer comunicado era de la policía catalana y se había recibido a las 3.05: había explotado un pequeño artefacto en la playa, cerca del Paseo Marítimo de Lloret de Mar. Afortunadamente, a aquella hora casi todos los veraneantes se habían ido a comer a sus respectivos hoteles, y las únicas personas que estaban cerca en el momento de la explosión eran los encargados de las sillas de la playa y los vendedores de helados. No se habían registrado heridos, sólo algunos daños en la base de las escaleras que bajan del paseo a la playa. Se había acordonado la playa y se había pedido a los expertos en explosivos que examinaran las pruebas y determinaran el tipo de explosivo y de detonante utilizados.

A este informe había seguido inmediatamente otro de la policía de Alicante. A las 3.12 de la tarde, se había producido una explosión en la playa, cerca del puerto pesquero, justo bajo el Apartotel Meliá, que había dejado un gran cráter en la arena. Habían resultado dañadas algunas palmeras del Paseo Marítimo y algunas sombrillas y sillas de playa, pero, debido a la hora del día, no había resultado herida ninguna persona.

El tercer informe había llegado a Madrid a las 3.20 de la tarde, procedente de Marbella. Se había producido una explosión cerca de un chiringuito que había sido alcanzado por la misma. Las vigas que aguantaban el ligero techo de palmas secas se habían derrumbado sobre las mesas y se habían registrado heridos, ninguno de gravedad, aunque una camarera había sido ingresada en el hospital de Marbella con heridas en la cabeza.

Bernal vio que los comunicados iban acompañados de una serie de órdenes del comisario jefe de Madrid a todas las fuerzas policiales de provincia pidiendo que averiguaran cuanto antes, mediante expertos militares, cómo habían sido activados los artefactos. En caso de que hubieran sido activados por control remoto, Madrid había ordenado acordonar los tres centros afectados hasta el momento para atrapar a los terroristas cuando intentaran escapar. Debían registrarse todos los vehículos y comprobar si llevaban radiotransmisores.

Bernal devolvió los comunicados al inspector Palencia.

—No va a ser fácil desbaratar sus planes, Palencia. Desde el principio tuve la sospecha de que habían atado bien todos los cabos antes de enviar el ultimátum al Gobierno. Seguro que los comandos están instalados en determinados puestos de la costa. Si han alquilado un apartamento y han colocado ya las bombas cerca, ningún bloqueo de carretera podrá atraparlos, pues pueden sentarse tranquilamente en la terraza y activarlas cuando les apetezca. Hasta ahora sólo nos queda el consuelo de que no ha habido víctimas mortales. Da la impresión de que quieren asustar a los turistas extranjeros, no matarles.

—Suponiendo que vayan a usar aquí el mismo método que en los otros sitios, ¿no cree que tendría que llamar a Málaga y pedir expertos en detectores de metales para que inspeccionen las principales playas? —guardó silencio un momento—. ¿Y qué me dice del peligro que corren mis hombres en este mismo instante mientras inspeccionan el lugar en el que apareció ayer mi agente?

—Sí, tiene razón, desde luego. Ordene que se retiren hasta que consigamos algunos expertos militares. Comunique con ellos por radio mientras yo llamo a Madrid y pido ayuda inmediata. Tendríamos que pedir también a la Guardia Civil que establezca los controles de carretera que seguramente Madrid pedirá si se produce aquí una explosión —Bernal adoptó súbitamente una expresión grave—. También me preocupa el peligro que corren los hombres de neutralización de explosivos si los terroristas les ven dirigirse a las playas con los detectores. Creo que habría que esperar que oscurezca.

—Pero quizás entonces sea ya demasiado tarde —objetó Palencia.

—Con un área tan inmensa que cubrir, de todos modos es demasiado tarde. Suponiendo que los etarras hayan colocado ya los explosivos aquí, hay cuatro formas de activarlos: bien mediante un dispositivo de contacto, o un mecanismo interruptor, o mediante un cronómetro preprogramado, o bien por control remoto. El último de estos métodos les exige ver el lugar en que han colocado los explosivos si quieren que estallen para herir concretamente a un policía o, por el contrario, para no herir a un turista inocente o a un niño —Bernal tomó una decisión repentina—. Haga desalojar las playas, inspector, y que se acordone el Paseo Marítimo todo a lo largo. En realidad, casi todo el mundo va a la playa por la mañana. A esta hora, ya casi todos están de vuelta en sus hoteles y apartamentos.

—¿Qué me dice de que los agentes registren los balcones y terrazas que dan a la playa, comisario? Quizá puedan encontrar algún radiotransmisor.

—Es una posibilidad remota, Palencia, pero puede mandar a sus agentes de paisano que lo hagan —Bernal pensó un momento—. Habrá que dividir la playa en cuadrados en cuanto oscurezca; sugiero que empiecen por la zona más próxima al paseo. Lógicamente, los expertos tendrán que utilizar linternas, pero habría que evitar el uso de lámparas de arco para reducir el peligro.

—Si acordonamos las playas y los turistas tardan en poder ir, habrá una protesta generalizada del alcalde y de los hoteleros y comerciantes.

—Tendrá que decirles que elijan entre que sus clientes se queden sin bronceado o sin vida. Hay que preguntar a los expertos militares si hay forma de interceptar las señales de radio que emplean los terroristas.

—Quizá sí, comisario, pero ¿no interferiría eso también nuestras comunicaciones y las de los guardacostas, ambulancias y bomberos, por no mencionar las radios comerciales como las de las compañías de taxis, etcétera?

—Voy a llamar a Madrid, inspector, y a pedir a mi técnico habitual, Varga, que venga inmediatamente con su equipo. Vamos a necesitar la ayuda de los mejores técnicos. En cuanto sepamos qué dispositivo de activación han utilizado en los otros sitios, Varga y el grupo de neutralización de explosivos encontrarán la solución. Entretanto, creo que no perdemos nada cerrando de inmediato las playas.

El cabo de Palencia, un fornido policía cuya corpulencia amenazaba con reventar su camisa beige y sus pantalones marrones, aparcó el jeep en la esquina de Martín Pescador. Atravesó a grandes zancadas la terraza del restaurante lleno de turistas y cruzó la entrada enjalbegada de los Apartamentos Lido. Aquello era como un motel, pero sin coches, pensó: hileras de chalés de dos plantas a tres lados del pradillo que empezaba a mostrar los tonos pardos de la sequía. Se dirigió al despacho del director. Llamó con un golpe fuerte y perentorio y entró sin esperar respuesta. Un joven, en traje de baño, leía un tebeo para adultos; se puso en pie de un salto con aire culpable al ver el uniforme del policía.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—¿Está el director?

—Está durmiendo la siesta, creo.

—Vale más que vayas a llamarle.

Volvió sólo el director; era un individuo de aire preocupado, de treinta y muchos años, y no dejaba de pasarse los dedos por el cabello enmarañado.

—¿En qué puedo servirle, agente?

—Por favor, saque las fichas del registro de la semana pasada. Tenemos que encontrar la de un joven de Alemania Occidental… —el cabo sacó un papel de comunicado del bolsillo de la camisa y pronunció balbuciente el nombre del extranjero—. Friedrich… Albert… Keller. El apellido se escribe con K.

El director abrió el fichero gris, cuyo contenido apareció en un desorden considerable.

—Aquí vienen muchos jóvenes extranjeros que se quedan sólo una o dos noches.

—Lo cual es muy beneficioso para usted —comentó el policía—. Supongo que llenará las fichas de todos.

—Sí, sí, naturalmente —replicó nervioso el individuo—. Las guardamos hasta que vienen ustedes a recogerlas —colocó un montoncito de pequeñas fichas blancas sueltas sobre la mesa—. ¿En qué fecha llegó?

—Hacia el treinta de julio, dos noches.

El director fue pasando de una en una las fichas, mientras el cabo miraba por detrás.

—No siguen ningún orden —comentó con desaprobación.

—No, pero pienso ordenarlas antes del fin de semana —el director llegó a la última ficha—. Lo siento, pero no hay ninguna a nombre de Keller.

—Pero no hay ningún otro sitio llamado Apartamentos Lido, ¿verdad?

—Bueno, no, pero hay muchas pensiones encima de las tiendas de la avenida del Lido.

El cabo sacó la fotografía bastante borrosa del joven alemán rubio que había enviado la Interpol.

—¿Le reconoce?

Observó atentamente las reacciones faciales del director.

—Bueno, es bastante difícil. Aquí vienen muchos extranjeros que frecuentan el local Poseidón de enfrente. Ninguno de ellos suele quedarse más de quince días; normalmente se quedan mucho menos.

—Será mejor que revise el fichero otra vez. ¿Hay alguna ficha de alguien que se inscribiera el día treinta de julio y que se fuera hacia el domingo primero de agosto?

El director sacó del archivador un libro grande, bastante astroso, en el que figuraba un plano de las veinticuatro habitaciones, con páginas superpuestas al lado para cada semana del año. En los recuadros figuraban nombres garabateados de extranjeros, muchos de ellos tachados.

—No entiendo cómo puede usted saber realmente las habitaciones que están ocupadas y las que están libres —comentó críticamente el policía.

—Bueno, yo me entiendo, aunque a veces el vigilante de noche lo desordena, si alquila alguna habitación cuando yo no estoy, a partir de las ocho. Yo me aseguro siempre de que los clientes firmen la ficha de inscripción y retengo sus pasaportes hasta el día siguiente para poder tomar todos los datos.

—Eso además impide que puedan irse sin pagar, supongo.

—Normalmente les pedimos que nos paguen por adelantado, en metálico o con cheque de viaje.

—Y el vigilante de noche, ¿no les hace firmar las fichas ni les pide el pasaporte?

—En teoría, ha de hacerlo.

El cabo recelaba; advirtió que podían alquilar habitaciones por una noche sin que el director se enterara siquiera, aunque suponía que, para hacerlo, el encargado de noche tendría que compincharse con la camarera.

—¿Había alguna habitación libre la noche del día treinta?

El director estudió el desordenado plano.

—Sí. Había una. La habitación catorce, enfrente. Es la habitación menos solicitada porque da a la terraza del bar de al lado.

—Así que el vigilante de noche podría haberla alquilado sin que usted se enterara.

—¡No creo que hiciera semejante cosa! Hace muchos años que trabaja con nosotros y su mujer también, como camarera.

Eso facilita mucho las cosas, pensó el policía.

—Y desde luego no podía haberla alquilado más de una noche sin que yo me enterara —añadió el director, convencido.

—Déme su nombre y su dirección. Tendré que interrogar a todo el personal y enseñarles esta fotografía.

El director sacó el libro de nóminas y apuntó los nombres y las direcciones para el cabo.

—El único personal, aparte del encargado de noche y de su esposa, son dos mujeres que limpian las habitaciones y llevan la ropa a casa para lavarla a diario.

—¿Y qué me dice del chaval que estaba aquí cuando llegué?

—Oh, él sólo se cuida del huerto y hace algunos trabajillos a cambio del hospedaje.

—A ver si puede reconocer al joven alemán de la foto.

—¿Qué ha hecho? ¿Por qué le buscan?

—No puedo decírselo. Se trata de una investigación de la Interpol.

Bernal había convocado una conferencia con su equipo en pleno para las cinco de la tarde en el Hotel Paraíso. Deseaba aún que se mantuvieran de incógnito, por lo que pidió al inspector Palencia que acudiera también, reuniéndose con ellos discretamente, como si fuera simplemente a visitar a su antiguo condiscípulo, el director del hotel. Este último les había tratado a cuerpo de rey, pensó Bernal, al entrar en la sala de conferencias de la primera planta, cuyos ventanales daban a una espectacular vista del mar. Comprobó que Navarro había organizado el despacho provisional, con teléfonos instalados ya en cada mesa. Un gran mapa de la provincia de Málaga colgaba en la amplia pared de enfrente de los ventanales, así como un mapa político más pequeño de toda la península ibérica y un plano urbano a gran escala del distrito policial de Torremolinos.

Cuando todos los miembros del grupo estuvieron reunidos, Bernal empezó por hacer un resumen de las últimas noticias llegadas de Madrid sobre las explosiones que habían tenido lugar en otros centros turísticos.

—Hasta el momento, no se ha producido ninguna explosión aquí, aparte de la de Marbella; pero en los otros sitios las explosiones siguen una pauta. Los artefactos están hechos de uno o dos kilos de goma-2 y todos fueron enterrados en la arena cerca de los paseos marítimos. Gracias al mecanismo de activación recuperado casi intacto en Lloret de Mar, se ha llegado a la conclusión de que los artefactos son activados por control remoto.

—Es chocante que no haya explotado aún ninguno en esta parte de la costa, jefe —comentó Navarro—. Cualquiera lo consideraría un objetivo clave.

—Yo creo que tenemos que actuar basándonos en que ya han colocado algunos explosivos en estas playas también, Paco, y que están listos para ser activados. El inspector Palencia, que no tardará en llegar, ha pedido detectores de metales a Málaga, para poder empezar a registrar las playas en cuanto oscurezca. Entretanto, he sugerido que se acordone la zona de la playa.

Bernal se volvió y miró por el ventanal, a través del cual todos tenían una vista panorámica de la hilera de policías que desalojaban a los veraneantes de la playa delante de los Apartamentos Bajondillo. Podían ver también a los ayudantes amontonando las tumbonas y retirando los toldos de colores.

—¿Sabe el grupo antiterrorista de Madrid desde cuándo estaban colocadas las bombas? —preguntó Ángel.

—Dicen que no hay forma de saberlo.

—Es que ahora recuerdo que vi a un hombre y a una mujer cavando en la arena en Benidorm cuando ya había oscurecido, anteayer, jefe. Pensé entonces que estarían buscando mariscos. ¿Se ha producido alguna explosión allí?

Bernal repasó los comunicados de Madrid.

—Al parecer no, Ángel. Será mejor que telefonees ahora mismo al comisario de Benidorm y le indiques el lugar exacto. Así podrán utilizar un detector de metales para buscar el artefacto si es que se trataba de eso.

—Yo también vi algo, jefe, en Sotogrande —dijo Elena—. Cuando volvía a casa anteanoche. Eran también un hombre y una mujer que volvían de la playa y que se marcharon en un coche. El hombre llevaba una pala. Recuerdo que me pareció extraño porque allí no hay mariscos.

—Será mejor que llames también al oficial al mando…, al comisario de La Línea. Sotogrande pertenece a la provincia de Cádiz, ¿no? —Elena asintió—. Hay que decirles a los dos comisarios, al de Benidorm y al de La Línea que yo aconsejaría no iniciar la búsqueda de posibles bombas hasta que oscurezca, no vaya a ser que los terroristas las activen al ver a los expertos en neutralización de explosivos acercarse al lugar en que estén escondidos los mismos.

Mientras Ángel y Elena telefoneaban, llegó el inspector Palencia, muy agitado.

—Se han producido otras tres explosiones esta tarde, comisario. Acabamos de recibir un télex vía Málaga. Todos los artefactos eran del mismo tipo que los que explotaron a primera hora de hoy.

—¿Alguno en nuestra zona? —preguntó Bernal inquieto.

—No, señor. Uno en Cadaqués, en Cataluña; el segundo en Gandía, en la provincia de Valencia; y el tercero, en la playa de San Juan de Alicante.

—Así que están atacando todo tipo de centros turísticos —dijo Bernal, pensativo—, tanto los elegantes como los más populares.

—He pedido a comunicaciones de Málaga que, ahora que están conectadas sus líneas, pasen aquí todos los mensajes, además de a mi comisaría.

—Comprobaré si tenemos conexión con Málaga, jefe —dijo Navarro.

—¿Y qué hay de una línea directa con Madrid, Paco?

—La Telefónica ha conectado una línea independiente de las líneas del hotel, jefe, y estoy esperando al técnico que va a venir para colocar el teléfono interceptor.

Ángel y Elena volvieron de hacer las llamadas y Bernal les preguntó si había alguna noticia de Benidorm o La Línea.

—El comisario de La Línea ha enviado una patrulla militar a Sotogrande, jefe —contestó Elena—. Le he dado la descripción exacta del lugar. Le transmití también su consejo de esperar a que oscurezca, pero dice que está dispuesto a registrar todas las viviendas en busca de los terroristas antes de dejar ir a la playa a los de neutralización de explosivos.

—¿Es eso posible? —preguntó Bernal—. ¿Podría registrar todos los edificios que dan al mar o que tienen vistas al Paseo Marítimo?

—Necesitaría muchísimos hombres, pero puede hacerse, jefe.

—Esperemos que aquí no haya que hacerlo. Harían falta unos doscientos hombres durante varios días y además, suponiendo que los terroristas tengan la base en vehículos y viajen continuamente de un sitio a otro activando los explosivos colocados previamente, sería inútil.

—¿No habría que emplear controles de carretera, entonces, comisario? —preguntó Palencia—. Hemos enviado a la Guardia Civil las fotografías de los terroristas y los de control podrían encargarse de registrar todos los vehículos buscando radiotransmisores.

—Habrá que considerarlo, Palencia —dijo Bernal pensativo—. Supuestamente los comandos terroristas no disponen de operativos suficientes para actuar en todos los centros turísticos a la vez, así que quizá tengan que ir de un sitio a otro, no sólo para colocar los artefactos, sino también para activarlos después. Quizá tengan pisos francos en cada región, en unos cinco o seis puntos de la costa sur y de levante.

El comisario miró fijamente el mapa de la península, en el que Paco Navarro había colocado discos rojos con la fecha y la hora de las explosiones que se habían producido hasta el momento.

—Es curioso que no hayan tocado la Costa del Sol apenas —dijo Lista—. Si dispusieran de pisos francos, éstos estarían en las ciudades grandes, como Barcelona, Valencia y Alicante.

—Creo que tengo buenas razones para creer que también están en Málaga —repuso Bernal. Y a renglón seguido, con súbita decisión, se volvió a Palencia y le dijo—: Que la Guardia Civil organice bloqueos de carretera y registros ahora mismo. Quizá consigan algo. Explíqueles que busquen también pequeños radiotransmisores.

Cuando Palencia volvió de llamar por teléfono, Bernal le pidió que hiciera al equipo un informe detallado de cómo habían encontrado el cuerpo de su agente Antonio García la noche anterior al final del Paseo Marítimo, y los resultados provisionales de la autopsia. Todos escucharon serios al inspector local mientras les daba su informe, evidentemente conmovido.

—He de admitir que estoy completamente desconcertado —terminó—, y me pregunto si su muerte estará relacionada con la desaparición de los cinco jóvenes extranjeros o con los actos terroristas.

—Creo que no aclararemos mucho más hasta que llegue esta tarde el doctor Peláez y practique una segunda autopsia —dijo Bernal—, dada la leve posibilidad de que muriera por causas naturales.

—¿Y no es probable que su muerte, si es que fue una muerte violenta, esté relacionada con los terroristas? —preguntó Navarro—. De hecho, el cuerpo apareció al borde de una zona solitaria de la playa cuando ya había oscurecido.

—Ésa es precisamente la conclusión a la que yo he llegado provisionalmente, Paco —contestó Bernal—. Anoche descubrí un agujero en la arena, a poca distancia del lugar en el que encontraron al hombre de Palencia. Una posible reconstrucción de los hechos sería que vio a alguien cavando en la arena y fue a ver qué hacía. Al verse sorprendidos, los terroristas le mataron. La cuestión es: ¿cómo lo hicieron sin dejar ninguna marca en el cuerpo?

—Y la desaparición de esos jóvenes extranjeros, jefe —dijo Ángel—, ¿no cree usted que puede estar relacionada con la campaña de ETA?

—No lo había pensado, Ángel, pero ahora que lo dices comprendo que no es totalmente imposible. Los etarras podrían haber decidido secuestrar a algunos extranjeros para reforzar sus peticiones y, por supuesto, conseguir más publicidad internacional y disuadir a los turistas extranjeros de venir a España.

Elena parecía confusa.

—Pero en tal caso, jefe, ¿no habrían elegido víctimas de distintos medios? Todos sus secuestros en el País Vasco fueron o bien a industriales ricos que se negaban a pagar lo que ETA llama «impuesto político» o personajes como el padre de Julio Iglesias, por los que exigieron rescate. Pero ninguno de estos jóvenes desaparecidos es de familia rica o importante, que yo sepa, ¿no es cierto?

—Es cierto, Elena, por supuesto, pero no podemos excluir ninguna posibilidad. Podría ser sólo una nueva táctica para conseguir publicidad en Europa. ¿Se han fijado en que los cinco jóvenes son de distintos países? Cuando la prensa extranjera airee la serie de desapariciones, la historia saltará a la primera página de todos los periódicos. Puede que el razonamiento de los terroristas sea que los millones de turistas corrientes que no se asustarían por el secuestro de personajes famosos, sí se echarían atrás por el secuestro fortuito de algunos de los suyos.

—Ésa es una posibilidad interesante, jefe —comentó Miranda—, pero ¿cree que ETA militar secuestraría a todas las víctimas en Torremolinos? No se ha denunciado ninguna desaparición en otros centros turísticos.

—Ése es un punto clave, Carlos —admitió Bernal—. Pediremos a Madrid comprobación. Sería mejor telefonear al inspector Ibáñez al registro central, Paco. Ya sabes que le han trasladado a El Escorial, junto con el ordenador de la Policía Nacional al que llaman «Berta». No quiero explicar al comisario del grupo antiterrorista los otros problemas que tiene Palencia todavía, y que quizá no tengan ninguna relación.

—Yo he estado pensando en una posibilidad completamente distinta, jefe —dijo Lista con calma.

Una sombra cubrió el semblante de Bernal, que adoptó una expresión más pesimista y seria aún.

—Sí, Juan, no he dejado de pensar en esa misma posibilidad. Quizá tengamos que vérnoslas con un psicópata, con un caso de psicosis recurrente, y, a juzgar por la frecuencia rápidamente creciente de las desapariciones denunciadas, tal vez esté alcanzando el clímax de sus crímenes.

—Si se tratara realmente de un asesino de este tipo, jefe —apuntó Miranda, que había leído buen número de libros sobre psicopatía criminal—, ¿no tendría que haber casos anteriores a intervalos más largos?

—Por eso indiqué esta mañana a Palencia que pidiera al registro de Málaga que revisen las denuncias de desapariciones de los últimos cinco años. Sería realmente extraño que, si un asesino de este tipo matara cinco veces en veinte días, no hubiera cometido antes ningún crimen. En tal caso el ritmo psicótico sería insólito.

—A menos que el psicópata llegara aquí hace muy poco —comentó Palencia.

—Ibáñez podría decirnos algo de los informes del ordenador nacional —dijo Bernal—. Habrá que pedirle que inspeccione todos los casos de jóvenes desaparecidos no solucionados en los últimos cinco años, por si responden a alguna pauta fija.

—¿Esto no queda fuera de nuestra competencia, jefe? —preguntó Navarro.

—Comprendo que el jefe del grupo antiterrorista puede llegar a la misma conclusión, así que aún no se lo diremos. Pero quizá se hayan cometido en el distrito de Palencia crímenes graves y él no disponga de los hombres suficientes para ocuparse de ellos y para buscar explosivos en las playas y para buscar terroristas en los hoteles; nuestra misión es ayudarle, y eso significa en todo, hasta que Madrid ordene lo contrario. De hecho, los delitos graves son de nuestra competencia. ¿Estáis todos de acuerdo?

Todos asintieron. Palencia parecía aliviado y agradecido.

—¿Puedo proponer una vía de acción que cubriría todas las eventualidades? —dijo Bernal—. En el caso de cuatro de los jóvenes desaparecidos, no tenemos ninguna pista, aunque pronto llegarán las demás fotos de la Interpol. Sabemos que el quinto de estos jóvenes, el alemán Keller, llamó por teléfono a su casa para decir que se alojaba en los Apartamentos Lido. El inspector Palencia envió a su cabo a interrogar al director de los apartamentos, al parecer con resultados nulos. Eso exige más investigación, y me propongo llevarla a cabo. En los cinco casos necesitamos más datos sobre lo que hacían estos jóvenes en Torremolinos. ¿Qué bares y discotecas frecuentaban? ¿En qué restaurantes baratos comían? ¿Hay drogas por medio? ¿Prostitución, acaso? Así que propongo que Ángel y Elena realicen el trabajo clandestino, se alojen en alguna de las pensiones frecuentadas por estos turistas de paso y averigüen cuanto puedan mezclándose con los extranjeros jóvenes.

Ángel parecía encantado con la propuesta, en tanto que Elena se mostraba más cautelosa. Bernal miró ahora a Miranda y a Palencia.

—Supongo que todos nosotros resultaríamos fuera de lugar en esos ambientes; no encajaríamos. Pero podemos llevar a cabo una investigación de pensión en pensión, con las fotos de los etarras y de los jóvenes desaparecidos. Todos ellos tienen que haber estado en algún sitio. Si mezclamos las fotografías de los diez etarras y de los cinco jóvenes, los recepcionistas y directores no verán tan claro lo que buscamos.

—A mí me parece un plan estupendo, jefe —dijo Ángel encantado—. Elena y yo lo pasaremos en grande y tendremos libertad de acción.

—Bajo ningún pretexto harás correr a Elena riesgos innecesarios.

—No se preocupe por mí, jefe —dijo Elena—. Todo parece indicar que Ángel correrá más peligro que yo, si tenemos en cuenta lo sucedido hasta ahora en este caso.

Terminada la reunión, Ángel y Elena tuvieron una breve charla sobre su cometido.

—Si quieres, Elena, recorreré San Miguel… Es la calle principal, por la que ha de pasar todo el que esté en este pueblo dos o tres veces al día…, y miraré a ver si hay habitaciones libres en las pensiones antes de que oscurezca. No podemos dejarlo para más tarde.

—Está bien, Ángel, pero creo que debemos inscribirnos por separado y pasar como desconocidos que coinciden allí por casualidad. De todas formas, necesitaremos dos habitaciones.

—¿De veras? Creía que íbamos a tomar una habitación doble para ahorrar al jefe dinero de la cuenta de gastos —dijo Ángel, para tomarle el pelo.

Elena ignoró el comentario.

—En cualquier caso, necesitaré otra ropa. Ésta hecha a la medida no pega —observó críticamente el atuendo de Ángel, casi punk—. Creo que tendré que ir a los mercadillos y buscar algo barato y vulgar para ponerme a tono con tu atuendo.

—¿Barato? ¿Vulgar? Has de saber que estos pantalones y esta camisa me costaron un riñón en una boutique de la calle Gravina de Madrid. ¡Son el último grito, lo más moderno! —replicó Ángel indignado.

—¿Gravina? ¿Una de esas callejas de detrás del café Gijón? Desde luego, te calaron, Ángel —arrugó desdeñosa su aristocrática nariz—. Te estafaron.

—Pues si vamos a vernos tanto, cuando volvamos podrías acompañarme de compras y elegir algunas cosas para mí.

Elena le taladró con una gélida mirada.

—Nos veremos aquí a las siete y media, o llámame por teléfono para decirme dónde hay habitaciones libres.

Y se alejó muy estirada, sin volver a mirarle.

Ángel Gallardo, a quien nadie habría tomado por un experimentado inspector de la Brigada Criminal si le hubiera visto doblado bajo el peso de la mochila de armazón de aluminio atada a la espalda, avanzaba esforzadamente entre la remolineante multitud de turistas de vistosos atuendos por la calle de San Miguel, buscando las pensiones que anunciaran habitaciones libres.

Las primeras cinco pensiones que vio tenían el letrero de Completo y no tardó en llegar a la pequeña plaza del final de la calle, más allá del restaurante Windmill y las escaleras que bajan al Bajondillo. Había muchos más turistas subiendo la cuesta que bajándola a aquella hora. Era evidente que algunos se habían tomado la molestia de vestirse para la cena, en el sentido de haber cambiado los pantalones cortos playeros por pantalones ligeros o faldas veraniegas, según el sexo de cada cual.

La mirada policial de Ángel captó en seguida la animada escena que se desarrollaba al pie de la principal cuesta del acantilado. Había puestos destartalados, sin duda colocados apresuradamente, cuyos propietarios voceaban bisutería artesanal, cinturones y carteras de piel de cocodrilo de imitación, horrorosas cajas para cigarrillos hechas de conchas pintadas, y sombreros de playa con lemas cómicos e incluso un tanto obscenos en diversos idiomas europeos. Reducidos grupos de veraneantes se paraban de vez en cuando a observar a los jóvenes artistas que intentaban conseguir parecidos aproximados de modelos tan poco prometedores como rollizas rubias nórdicas de enrojecidas mejillas y narices peladas; o contemplaban con indolente fascinación a los acróbatas y prestidigitadores infantiles, o se dejaban liar por los tahúres furtivos que junto a sus diminutas mesas plegables ofrecían a los jugadores incautos la oportunidad de doblar sus billetes de mil pesetas en todas las variedades del truco «encuentra a la reina», con sus soplones falsamente espontáneos cerca para ganar el juego a las tres primeras ocasiones. Ángel se preguntó por qué la Policía Municipal no habría echado de allí a aquellos tramposos hacía mucho.

Pasaba ahora por la primera fila de pequeñas pensiones de la zona alta del Bajondillo y fue preguntando esperanzado en cada una, pero los propietarios movían negativamente la cabeza y le indicaban más adelante de la concurrida calleja.

—Quizás encuentre algo en uno de esos bares. Alquilan habitaciones por una noche.

Al llegar a la primera curva cerrada, Ángel vio una considerable multitud reunida junto a la entrada de un pequeño edificio de tres plantas, de fachada blanca, que parecía haber sido un grupo de cabañas de pescadores del pueblo en la época anterior a la llegada del turismo a aquel rincón idílico en otros tiempos. Abriéndose paso entre la muchedumbre apiñada que prácticamente cerraba el paso, Ángel divisó una figura alta, rubia y esbelta, con traje rosa ceñido, con falda tubo abierta al costado derecha hasta la cintura, que se balanceaba un tanto beodamente al ritmo de un tango argentino que salía de un aparato de pilas colocado en la entrada enjalbegada de la casa.

—¡Yo soy Lola! —cantaba esta increíble visión en un falsete ligeramente ronco—. ¡Lola de Linares!

La multitud, compuesta básicamente por jóvenes extranjeros achispados, aplaudía y gritaba «olé» para animar a la artista en su actuación. A su lado, en la pared de la casa, Ángel vio ahora un letrero esperanzador: Zimmer-Chambres-Rooms; todos los idiomas importantes, excepto el propio, pensó. En aquel instante, un individuo mayor, sudoroso, calvo y grotescamente obeso, apareció en la entrada del local blandiendo un palo de escoba con aire amenazador.

—¡Largo de aquí! ¡Ya te he dicho antes que no armaras escándalo a mi puerta! —dio una patada al aparato de la entrada, y la música cesó de inmediato.

La gente empezó a abuchearle mientras Lola de Linares se agachaba precariamente sobre sus tacones altos para recoger el aparato y examinarlo anhelante.

—¡Hijo de puta! Lo has roto.

Algunos de los jóvenes espectadores extranjeros, captando el significado de las palabras y los gestos de la chica, echaron billetes y monedas a los pies de Lola.

—¡Cómprate otro, cariño! ¡Queremos otro número!

El grueso propietario defendió su territorio hasta que Lola recogió cansinamente sus pertenencias y empezó a subir la cuesta. Ángel se acercó al propietario de la pensión.

—¿Tiene alguna habitación libre?

El fornido individuo, casi completamente calvo, le miró de arriba abajo y luego asintió.

—Quedan sólo dos. Puede pasar y verlas y elegir la que quiera.

Cuando la multitud se dispersó, Ángel siguió al individuo, cruzando tras él el fresco zaguán de baldosas blancas y azules que daba a un patio interior.

—¡Ese travestido! —protestó el gordo propietario—. ¿Por qué tendrá que elegir siempre la entrada de mi casa para sus ridículas actuaciones? ¿Quiere usted creer que se saca unas cinco mil diarias entre lo que recauda al mediodía en las terrazas de los restaurantes de la playa y por las tardes arriba en La Nogalera? La policía debería encerrarle.

Tras verse obligados a pasar por encima de un enorme perro guardián de aspecto afable que les cortaba el paso, salieron a un patio de forma irregular que olía a las flores de las plantas enmacetadas que rodeaban una palmera muy alta, cuyas ramas llegaban más arriba de los tejados. Ángel advirtió que había por lo menos tres escaleras exteriores que llevaban a alojamientos independientes y comprendió que la pensión estaba formada por casas de épocas y estilos diferentes. La generosa aplicación de azulejos moros y cal proporcionaba al conjunto una cierta unidad.

Al doblar hacia la parte del patio que formaba un agradable mirador sobre los tejados más bajos del Bajondillo, con el mar al fondo, sorprendió a Ángel ver a un joven inclinado sobre el brocal de piedra de un pozo, con los pantalones bajados hasta la rodilla, y a una mujer muy rolliza de cara enrojecida, de unos sesenta años, que le aplicaba enérgicamente una especie de pomada blanca espesa en las nalgas con las palmas de las manos.

—¿Pero qué diablos estás haciendo, Anna? —gritó alarmado el fornido propietario—. ¿Estás loca? ¿Qué pensará la gente?

—No te preocupes, Albert, Está completamente abrasado por el sol. Ha estado en la playa nudista de la pista de golf. Tengo que darle ungüento.

Ángel advirtió el fuerte acento extranjero, quizás alemán, del español de la mujer, aunque hablaba con gran fluidez, e identificó el acento del viejo como catalán.

—¡Pues entonces hazlo en la cocina, y no ahí fuera donde te ve todo el mundo! —hizo un gesto a Ángel y añadió, dirigiéndose a él—: Venga, tenemos dos habitaciones libres en esta parte, al otro lado de nuestra vivienda.

Cuando Navarro recibió el mensaje de Madrid comunicando la salida del doctor Peláez en el vuelo vespertino de Iberia a Málaga, Bernal decidió ir a recibirle personalmente al aeropuerto de Rompedizo. El conductor de la policía le llevó en dirección noreste por la general 340 y no tardaron en llegar a una larga cola de vehículos.

—Es el control de carretera de la Guardia Civil, comisario. ¿Quiere que ponga la sirena y la luz? Creo que tendremos que hacerlo.

Bernal consultó su reloj Bulova.

—Todavía tenemos media hora. Tómeselo con calma.

Encendió un Káiser y sacó una carpeta de tapas rojas de la cartera. Fumando despacio su cigarrillo negro, empezó a releer el informe de la autopsia del forense sobre el joven policía, que había cogido para dárselo a Peláez. Se fijó en que había unas hojas sueltas prendidas con un sujetapapeles a los folios mecanografiados. Pasó las hojas y vio que eran copia de los informes médicos periódicos del agente muerto. Advirtió que el individuo había disfrutado siempre de buena salud, que tenía la tensión arterial y el pulso completamente normales y que había sido una especie de deportista aficionado, que practicaba el tenis y el squash y jugaba algún que otro partido de fútbol con el equipo de la policía de Málaga.

A Bernal le resultaba cada vez más difícil creer que una persona así hubiera sido víctima de una hemorragia cerebral repentina.

El patólogo de Málaga había examinado meticulosamente el nervio vago y había analizado minuciosamente la laringe en busca de rastros de lesiones o rasguños que pudieran indicar muerte por inhibición del vago, con resultados nulos. La técnica de golpear con el canto de la mano, según sabía Bernal, era una enseñanza normal en las clases de lucha cuerpo a cuerpo, para practicarlo durante las hostilidades contra los centinelas enemigos, pues tenía la ventaja de producir la muerte instantánea y silenciosa, pero no podía realizarse sin dejar marcas en los huesos hioides y tiroides y en la propia laringe, señales que cualquier patólogo medianamente competente no pasaría fácilmente por alto. Bernal aún tenía la esperanza de que el doctor Peláez, con su mayor experiencia, diera con algo que el forense local no hubiera notado.

Era ya casi de noche cuando llegaron al puesto de control; cuando el guardia civil vio el pase y la placa de comisario de primera de Bernal, le saludó prestamente e indicó que siguieran. Bernal le dijo entonces que quería hablar con el oficial al mando; éste se acercó a ellos de inmediato, sujetando por la correa a un perro de aspecto furioso.

—¿Han encontrado algo sospechoso, teniente?

El oficial negó con la cabeza.

—Hasta el momento no, comisario.

—Por favor, recuerde que no sólo queremos que busquen a los etarras de las fotos de la policía, sino también explosivos y radiotransmisores portátiles.

—Estamos registrando los maleteros de los vehículos, además del interior de los mismos, comisario. Y este labrador está entrenado para detectar el más leve rastro de casi todo tipo de explosivos.

—Advierta a sus hombres, por favor, que los terroristas irán bien armados y que deben tirar a matar en cuanto crean haberles localizado. Son fanáticos peligrosos.

—Se lo diré, señor.

El inspector Ángel Gallardo examinó la primera habitación que le mostró el sudoroso propietario y vio que tenía una hilera de ventanas pequeñas con cortinas amarillas a medio echar, que daban al patio principal. El mobiliario consistía en poco más de dos camas individuales con cabezales de latón, un gran armario ropero destartalado y un lavabo de aspecto primitivo asentado precariamente en el irregular suelo de baldosas blancas y negras.

—¿Cuánto vale ésta? Es doble, ¿no?

—Sí, pero puede quedársela por ochocientas la noche. Se paga por adelantado. ¿Cuántas noches piensa quedarse?

—Creo que unos siete o diez días. ¿Puedo ver la otra?

—Por aquí.

El corpulento encargado jadeaba sonoramente mientras guiaba a Ángel por el oscuro corredor retorcido de suelos inclinados e inesperados escalones que llevaba a la zona de fachada del edificio.

—En esta planta hay dos cuartos de baño —empujó el pomo de una antigua puerta pintada de negro que se abrió con un crujido y les permitió ver a una joven, desnuda hasta la cintura, que estaba tiñéndose el pelo de rojo veneciano, a juzgar por el líquido que caía de éste a la pileta desportillada.

—¡Oiga! ¿Pero qué se cree?

—Lo siento, cariño —dijo bobaliconamente el viejo, rebosando lascivia—. Debías haber echado el pestillo.

—Sabe usted de sobra que no cierra, viejo cabrón.

El individuo cerró la puerta de golpe e hizo señas a Ángel para que le siguiera bajando tres peldaños hacia un corredor que torcía en ángulo recto.

—Ésta es la otra habitación. Es un poco más cara, mil cien por noche, pero tiene una vista maravillosa.

Ángel advirtió que también tenía el inconveniente de quedar a unos dos metros de la ruidosa calleja que llevaba hacia el Bajondillo. En aquel momento, la habitación parecía agradable, como de folleto turístico, pues la inundaba la luz rojiza del crepúsculo y se veían a lo lejos las olas rompiendo en las rocas, en la Punta de Torremolinos, con La Roca y el castillo románticamente contrejour. Se acercó a la ventana y comprobó que constituía también un excelente puesto de observación.

—Me quedaré con la más barata.

El individuo asintió; no había esperado otra cosa de aquel compatriota, agradable pero evidentemente empobrecido.

—Serán cinco mil seiscientas por una semana, por adelantado.

Ángel soltó los billetes con evidente desgana.

—¿Me dará un recibo?

—Baje luego al despacho y se lo tendré preparado.

—¿Hay teléfono público?

—Aquí no. Tenemos una línea privada que puede utilizarse en caso de emergencia, pero no tenemos contador, comprende, para dejar a todos los huéspedes utilizarlo cuando quieran. Pero hay un teléfono público en el Red Lion, al otro lado de la calleja, y al fondo de la cuesta hay una cabina telefónica.

Ángel volvió a la primera habitación y echó la mochila en la cama más próxima. Se sobresaltó al ver dos enormes cucarachas que huían aterradas de debajo de ésta. Muy bien, suspiró, tendría que ser aquel cuchitril. Era de esperar que hubiera cucarachas en un edificio tan viejo. Compraría un insecticida en la tienda que había visto pasado el segundo bar, el Britannia.

Cerró la puerta de la habitación e inició el descenso de la escalera interior. En el mirador del otro lado del patio se quedó embelesado al divisar a dos rubias escandinavas sentadas a la puerta de su habitación, desnudas al parecer. Les lanzó besos y les gritó, en español:

—Eh, chicas, ¿no me invitáis a subir a tomar una copa?

—¿Hablas inglés? —una de ellas se incorporó sin la menor vergüenza y Ángel comprobó que llevaba sólo un diminuto monoquini.

—Tomaremos luego una copa contigo. Ahora refrescarnos.

Ángel recordaba lo suficiente de su inglés mal aprendido para comprenderlas y contestar:

—Ya lo veo, preciosas. ¿Queréis que os frote, abajo, en la ducha?

—¡Ja! Sólo una ducha, ¿entiendes? —y señalaron la palmera de abajo—. Mucha cola. Esperas mucho rato.

Ángel se fijó entonces en siete u ocho jóvenes de distintas nacionalidades y en diversas fases de vestido, que portaban toallas, pastillas de jabón y frascos de champú, haciendo cola junto a la pared del fondo del patio y por la ventana abierta de la caseta le llegó el persistente susurro del agua corriendo.

—Sólo caliente una hora —añadió una de las chicas escandinavas—. Date prisa.

Ángel no tardó en llegar a la conclusión de que, después de todo, en tan extraño establecimiento habría compensaciones por las cucarachas. Se paró en el zaguán para hacerse amigo del viejo San Bernardo, que le olisqueó receloso un momento y luego se echó de lado y le lamió el dorso de la mano.

—¿Cómo te llamas, perrito, eh? Tengo que averiguarlo. Podrías ayudarme cualquiera de estas noches oscuras.

Al pasar junto a la ventana del despacho, la coloradota propietaria, que estaba doblando una sábana, le saludó cordialmente. Cruzó la concurrida calleja y entró en el Red Lion, atestado de jóvenes turistas que bebían jarras de cerveza inglesa importada y gritaban como si estuvieran riñendo, más fuerte que el disco de Donna Summers que sonaba a todo volumen.

Ángel vio el teléfono en el rincón, pasada la barra, y se abrió paso hasta él; metió dos duros en la ranura metálica y marcó el número del Hotel Paraíso. Se tapó el oído derecho con el índice para oír al recepcionista con el izquierdo, y pidió la habitación de Elena.

—¿Has comprado todo lo que necesitabas?

—Sí, Ángel. ¿Dónde estás?

—No muy lejos, calleja abajo en dirección al Bajondillo. Queda pasada la primera bocacalle grande hacia el camino del acantilado. Se llama Casa España. Hay una habitación libre, si te das prisa. Tiene una vista preciosa de la bahía.

—Muy bien. Tardaré unos diez minutos.

Ángel se abrió paso hacia la barra, decidido a probar la cerveza inglesa; se quedó sorprendido por el precio de la misma. En los sitios que él frecuentaba en Madrid, una caña de Águila costaba veinticinco pesetas, y aquí un vaso tres veces más grande de esta cerveza importada, costaba trescientas pesetas. En medio de aquella animosa y casi incomprensible multitud, empezó a desear haber sido más constante en su asistencia a las clases nocturnas del Instituto Británico de la calle de Almagro, pero no había podido soportar las formas verbales, que parecían ser la clave de todo. Sin embargo, con su extraordinaria capacidad para la gesticulación y la mímica, se las arreglaba bien. Pronto había entablado una confusa pero animada conversación con un irlandés pelirrojo, que bebía a su lado en la barra.

—Me llamo Jimmy. ¿De dónde eres tú, Ángel?

—Madrid. Estoy pasando aquí diez días.

—¿Dónde te alojas?

Ángel señaló la Casa España.

—¡Qué casualidad! Yo también. ¿Has visto a unas chicas suecas, Ángel?

Pronunciaba «Ángel» como si fuera una palabra inglesa, con una ge palatal.

—¿Andan siempre por ahí sin ropa?

—Sí, casi siempre, pero siempre están «colocadas» con smack.

—¿Smack? ¿Qué es eso?

—No sé cómo le llamáis aquí. Es una mezcla de coca y «caballo». También tienen «polvo de ángel», de vez en cuando —le dio un codazo significativo—. Oye, debías probarlo, porque se llama como tú. Se calienta en papel de aluminio y se esnifa.

—¿Pero dónde se compra, Jimmy?

Jimmy miró a su alrededor con cautela.

—Aquí, allá, en cualquier sitio. Muchos marroquíes lo venden. Creo que lo traen por Algeciras. También hay cantidad de yerba, muy barata, además, aquí en la costa.

Mientras Jimmy seguía parloteando, Ángel observaba por las ventanas de pequeños paños, para ver llegar a Elena. Al principio no la reconoció, hasta tal punto había adaptado su aspecto al medio. Se había aclarado el pelo, lo cual le daba un aire completamente distinto. Llevaba pantalones cortos, con una blusa y gafas de sol de montura grande a juego. Caminaba inclinada por el peso de una pesada mochila. Ángel la vio vacilar a la puerta de la Casa España frente al letrero de «Habitaciones libres», y posar luego su carga en el suelo y entrar al poco rato en aquel extraño establecimiento. Decidió darle diez minutos para instalarse.

Cuando el comisario Bernal habló con el oficial al mando de la Guardia Civil en el aeropuerto de Rompedizo, se permitió al coche de la policía pasar la barrera y parar al borde de la pista frente a la terminal de vuelos nacionales. Le habían informado de que el vuelo vespertino de Iberia de Madrid llevaba sólo cinco minutos de retraso. Le asombró el número de aviones extranjeros que había en la terminal internacional: parecía que despegara o aterrizara un avión cada seis o siete minutos.

No tardó en ver un Boeing-727 que entraba bajo desde el mar, deteniéndose casi al aterrizar al fondo de la pista principal. Los reactores rugieron al dar marcha atrás. El resplandeciente aparato frenó bruscamente y rodó luego por la pista en dirección al terminal. Cuando se apagaron los motores, Bernal salió del coche y se encaminó hacia la escalerilla portátil que el personal de tierra colocaba ya junto al aparato. En cuanto empezaron a salir los viajeros de primera, Bernal localizó la calva del doctor Peláez y sus gafas de gruesos cristales que brillaban a la luz ambarina de las lámparas de arco, encendidas ya. El patólogo les saludó con un gesto y luego dio unas palmadas animosas a Bernal en la espalda.

—¡Muy bien, Luis, me has librado del engorro de tener que acompañar a mi mujer a Santander! ¿Dónde está el cadáver?

—Calma, calma, Peláez. Te hemos reservado habitación en el mejor hotel de Málaga. Primero iremos allí para que te instales, luego buscaremos un sitio donde cenar y analizar el caso. Ya podrás despiezar mañana el cadáver. No se va a escapar.

—Ya sabes que me gusta verlos lo antes posible, y que no los haya tocado nadie antes. Supongo que a éste ya le habrán metido mano, como siempre, ¿no?

—Me temo que sí, pero el colega local no sabe decirnos cuál es la causa de la muerte.

—¡Ajá! Creo que el viaje merecerá la pena. Quizá sea un nuevo caso para el próximo volumen de mi repertorio de casos. ¿Ya sabes que estoy publicando todos mis casos interesantes por orden cronológico?

—He leído la publicidad en la prensa. Apuesto a que se vende como rosquillas. ¿Cuánto te han pagado?

—Eso es secreto de Estado, pero hasta ahora no mucho. Anda, cuéntame qué está pasando aquí.

Ángel decidió que tenía que dar a Elena tiempo suficiente para cerrar el trato, así que regresó a la pensión paseando con el incontrolable Jimmy.

—¿Qué te parece si salimos luego y cobramos algunas pájaras, Ángel?

Algo confuso ante esta vulgar expresión inglesa, Ángel no obstante aceptó lo que fuera. ¿Cobrar «algunas pájaras»? Seguro que el pelirrojo no se refería a ir a cazar de noche. Ángel empezó a sospechar que la presa en la que pensaba Jimmy tenía que ser humana. Al entrar en la Casa España, se toparon con el San Bernardo, que les cortaba el paso; Jimmy saltó sobre el animal y le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Vamos, viejo alfeñique, déjanos pasar.

—¿Cómo se llama, Jimmy?

—Creo que Remmy.

El enorme animal alzó las patas delanteras e intentó lamer la cara a Jimmy; casi le tira al suelo.

¿Remmy?, se preguntó Ángel. Ah, ya entendía. Rémy Martin, el coñac. Ahora el patio estaba vacío, al parecer todos los inquilinos se duchaban a la hora reglamentaria. Cuando subían la escalera interior, Ángel descubrió que la habitación de Jimmy estaba junto al cuarto de baño que había visto antes.

—¿Viste al pastelillo francés, Ángel, la que no hace más que cambiarse el color del pelo? La de arriba. Está aquí sola. Casi todas van en parejas, de dos en dos, una guapa y otra fea. Podríamos ligárnosla luego.

Ángel asintió e hizo un gesto para indicarle que se despedían, de momento. Entró con cautela en la habitación, sintiendo la presencia de un intruso nada más poner el pie en ella. En vez de dar la luz, se quedó tras la puerta medio abierta unos instantes, mirando las cortinas amarillas, movidas por la suave brisa costera. Cuando su vista se acostumbró un poco más a la penumbra, captó una forma oscura entre las cortinas y el fondo de la habitación.

—¡Psss! ¿Quieres yerba o chocolate? —susurró alguien con acento extranjero. Ángel dio la luz y cerró la puerta. El marroquí que había visto antes en el patio, le sonreía desde la ventana. Ángel se acercó a él.

—¿Cuánto?

—Baratísimo. Doscientas pesetas el porro.

—Vale. Dame dos.

Ángel cogió los cigarrillos mal liados y los olió.

—Es buen material, de Ceuta. Siempre que quieras algo me encontrarás ahí, en el chalé número cinco.

Ángel le dio el dinero y vio la enorme figura oscura que se deslizaba con sorprendente agilidad por el patio y desaparecía en la sombra de las ramas de la palmera. Se asomó a ver cómo había podido llegar hasta la ventana. Vio una escalera en la que no se había fijado antes y que tenía que dar a la azotea en la que, según Jimmy, tenía la habitación la chica francesa, ahora pelirroja. Tendría que explorar esta insólita madriguera con más detenimiento a la luz del día.

Cerró ahora bien las ventanas y echó todas las cortinas. Se acercó a la mochila y examinó los cierres. No los habían forzado. Sacó las llaves y la abrió. Todo su equipo policial seguía intacto, incluidos la pistola reglamentaria y el transmisor-receptor. En realidad, no parecía que el traficante marroquí hubiera saltado a su habitación; quizás hubiera estado esperando en la sombras y les hubiera visto a él y a Jimmy entrar.

Ángel volvió a abrir la puerta para atisbar. Se detuvo uno o dos minutos a escuchar. Las chicas suecas de enfrente no se habían molestado en echar las cortinas de su habitación y las vio vistiéndose mínimamente para salir. Cerró la puerta de su habitación con cuidado y se encaminó por el corredor hacia el cuarto que Elena debía de haber tomado. Se detuvo en el rellano a la puerta del cuarto de baño, que estaba abierto de par en par. Se asomó y no vio a nadie, pero oyó el ruido de la música y los gritos del bar que había en la calleja de enfrente.

Luego oyó un fuerte susurro en la habitación de Jimmy y algún que otro gemido. Al principio muy suave, luego miró por el ojo de la cerradura y vio al marroquí alto de cabello rizado que sujetaba a Jimmy la cabeza contra la mesa, sobre la que colgaba una nube de humo blanco. Así que el irlandés se daba al smack o a alguna droga parecida. Bueno, aquello le mantendría tranquilo un rato.

Ángel siguió su camino, giró en el corredor hacia la habitación de Elena y llamó suavemente a la puerta. Vio que no estaba dada la luz. Su colega abrió la puerta unos centímetros y susurró:

—¿Quién es?

—Tendrías que haberlo preguntado antes de abrir la puerta, ¿comprendes? Has olvidado todo el entrenamiento.

—De eso, nada —le hundió la culata del revólver en las costillas—. ¿Lo ves?

—Vale, me rindo —alzó las manos, bromeando—. ¿Por qué estás a oscuras?

—¡Shhhish! No hables tan alto. Acércate al lado izquierdo de la ventana —le ordenó misteriosamente.

Confuso, Ángel la siguió por la habitación a oscuras. Se quedó de pie tras ella, sintiendo el tentador aroma de su perfume parisién y miró a lo lejos, más allá de la estrecha calleja, las azoteas que se extendían hacia el acantilado. Su fino oído captó el sonido de aullidos agudos y fuertes ronroneos y no tardó en distinguir un grupo de gatos que correteaban nerviosos por los tejados.

—¿Qué pasa? Sólo son gatos.

—¡Shh! ¡No tan fuerte! —advirtió Elena—. No son ellos, es el tipo que les da de comer.

—¿Dónde?

—Bajo el voladizo del tejado, a la derecha, debajo de la verja —susurró ella.

Al principio, Ángel sólo vio un brazo que salía de las sombras y echaba comida a los gatos, que gritaban y se peleaban. Se encogió de hombros y dijo:

—No es más que un individuo que da de comer a los gatos callejeros.

Siguieron mirando unos dos o tres minutos, pero el hombre seguía sin salir a la luz que llegaba de las dos farolas de la calleja. Los gatos se olvidaron repentinamente de quién les alimentaba y empezaron a pelearse.

—Se ha ido —dijo Elena sorprendida—. ¿Cómo ha podido hacerlo sin que le viéramos?

—Debe haber un camino que baje hasta las rocas desde el otro lado —Ángel corrió las cortinas y dio la luz—. ¿Se puede saber a qué viene tanto misterio? Era sólo un amante de los animales.

—No sé por qué me llamó la atención cuando le vi subir la calleja entre muchos turistas, quizá por su aspecto completamente distinto, ese aire amenazador —sintió un escalofrío repentino—. Fue su forma de mirar hacia esta ventana.

—¡Tú ves visiones! Es sólo un tipo excéntrico, amante de los gatos. Bueno, tienes una habitación estupenda, ¿eh?

—He de decir que has elegido un buen sitio —dijo ella en tono acusador—. ¿Trajiste insecticida?

—Oh, vaya, me olvidé de comprarlo. Tenía intención de hacerlo hasta que me encontré con Jimmy. ¿Por qué? ¿Has encontrado algún bicho?

—¿Bicho? Este sitio está plagado de cucarachas, y el retrete está infestado de hormigas gigantes, ¿o es que no te has dado cuenta? Y creo que me has dejado la peor de las dos habitaciones libres.

—¡De eso, nada! Ésta es mucho más cara que la interior que me he quedado yo.

—Y más ruidosa, y más sucia. No podré pegar ojo, tendré que ir todas las mañanas al Paraíso para desinfectarme y echar una cabezada.

—Oye, ésos no son precisamente los planes del jefe para nosotros. En cualquier caso, dispones de una vista de tribuna de todos los habitantes del pueblo que han de pasar por aquí hacia la playa. Pero dime algo de ese misterioso amante de los gatos —dijo Ángel, más que nada para cambiar de tema, aunque seguía extrañándole la reacción crispada de ella.

—Oh, seguro que no tiene ninguna importancia. Es sólo su aspecto siniestro, su expresión. Estaba mirando para ver si te veía llegar, con la luz apagada, después de haber estado cazando bichos bajo la cama, cuando le vi subir la calle con dos bolsas grandes de plástico. Resultaba absolutamente fuera de lugar. Pero no fue eso lo que me llamó la atención.

—Entonces, ¿qué?

—El aspecto furtivo con que miraba por el camino del acantilado arriba y abajo antes de saltar la verja hacia el tejado, allá.

—Yo no creo que sea tan extraño. Claro que no debía pasearse por los tejados de los demás, pero casi todos los amantes de los animales están tocados.

—Fue la extraña expresión de su cara bajo la farola —Elena se estremeció involuntariamente—. Era… —vaciló un momento— una expresión de pura maldad.

—Querrás decir impura —dijo Ángel, riéndose—. ¿Estás segura de que no te vio?

—Creo que no. Me escondí tras la ventana, pero sentí su perversidad como si emanara de él una maldición —se echó sobre los hombros una chaqueta ligera—. Pero sé que dirás que soy estúpida, así que dejemos el tema. No tiene nada que ver con nuestra investigación.

A los cinco minutos, el forastero alto salió de detrás de las chimeneas y alzó la vista hacia la pensión de enfrente. Vio que habían dado la luz y echado las cortinas de flores rosas. A través de las cortinas podía ver la silueta del hombre y la mujer que había visto antes. ¡Cabrones entrometidos! ¿Por qué no se concentrarían en sus adulterios y le dejarían en paz? Los gatos sarnosos se frotaban afectuosamente contra las perneras de sus pantalones mientras cruzaba con presteza el tejado; vio que habían roto en mil pedacitos las bolsas de plástico en las que había envuelto los despojos. Al llegar a la calleja, miró a toda prisa a derecha y a izquierda, no vio a nadie y saltó la verja y buscó las sombras; silbaba suavemente para sí mientras subía el camino.

Después de cenar con el doctor Peláez en su lujoso hotel, Bernal le pasó el informe forense oficial sobre el policía muerto, para que lo estudiara durante la noche. Había puesto al famoso patólogo al corriente de las explosiones y del caso de los jóvenes extranjeros desaparecidos.

Bernal dijo ahora al conductor oficial que le llevara al edificio del Gobierno Civil de la plaza de la Aduana. Encontró allí al jefe de policía, todavía de servicio, aunque pasaba de las diez; estaba rodeado de montones de papeles y de atormentados subordinados.

—Ah, comisario, en Torremolinos no ha pasado nada, ¿verdad?

—Hasta ahora no, que yo sepa. He traído al doctor Peláez, el patólogo, desde el aeropuerto. Le he pedido que practique una segunda autopsia al hombre de Palencia.

—Buena idea, hay que llegar al fondo del asunto —entregó a Bernal una hoja de papel—. Ya hemos tenido nuestra primera explosión —parecía casi orgulloso de ello—. En Benalmádena, al oeste de usted. Estalló en el paseo marítimo, a la hora de mayor concurrencia.

—¿Ha habido víctimas?

—Sólo tierra y hormigón que cayeron sobre la gente que estaba comiendo en aquel momento en las terrazas de los restaurantes. El explosivo estaba escondido en una jardinera grande construida en torno a una palmera, junto a un pequeño parque.

—Así que no estaba enterrado en la playa como los de las otras provincias —comentó Bernal, preocupado—. Parece que estén cambiando de táctica.

—Eso es precisamente lo que estaba pensando yo. Pero la nuestra —dijo, en tono posesivo— era una carga muy pequeña, y sin duda su objetivo era asustar más que matar. Los expertos militares están allí ahora.

—¿Han averiguado cómo se activó? —preguntó Bernal—. Al parecer, los artefactos que explotaron hasta ahora se activaron por control remoto, así que los etarras podían observar el lugar y ver lo que pasaba en el momento. Pero, por lo que parece, la de Benalmádena ha sido indiscriminada.

—Nos es imposible registrar palmo a palmo los jardines de los miles de hoteles, apartamentos y restaurantes de la provincia. Es realmente una pesadilla.

—¿Alguna noticia de los controles de carretera de la Guardia Civil?

—Nada de nada, aparte de la detención de algunos delincuentes locales que llevábamos tiempo buscando.

—Bueno, no hay mal que por bien no venga…

—Eso mismo creo yo —dijo el jefe de policía—, y me consuelo con el refrán: «A río revuelto, ganancia de pescadores».

—El río de esta costa está lo bastante revuelto como para que puedan aprovecharse de él muchos pescadores —dijo Bernal—. Seguiremos en contacto, jefe. Ahora vuelvo a Torremolinos.

Eran las 10.30 de la noche cuando el coche policial se acercó al cruce hacia la zona noreste de Torremolinos. Siguiendo un impulso súbito, Bernal dio órdenes al conductor de que le llevara a la avenida del Lido.

—Pare en los apartamentos de la plaza del Lido.

Los Apartamentos Lido parecían bastante desiertos a aquella hora y, al entrar en el jardín, la fuerte brisa hizo estremecerse ligeramente a Bernal. Vio luz en la oficina a la derecha y allá se encaminó. El encargado de noche, que resultó ser un andaluz de cabello oscuro con el ojo derecho muy desviado, estaba viendo en un aparato portátil el programa de televisión Ahí te quiero ver, presentado por la animada actriz catalana Rosa María Sardá.

—No quite la televisión —dijo Bernal, enseñándole la placa de comisario—, baje sólo un poco el sonido. Y ahora hábleme de este joven alemán que alquiló una habitación aquí el viernes pasado por la noche —golpeó el mostrador con la fotografía de la Interpol.

—¡Pero si no le he visto en mi vida, comisario! Ya se lo dije al cabo que fue a mi casa.

—Pero el joven telefoneó a sus familiares y les dijo que se alojaba aquí. ¿Cómo lo explica usted?

El encargado enrojeció cuando Bernal le clavó su mirada inquisitorial.

—Pues se equivocaría. Desde luego aquí no vino estando yo de servicio.

—Hábleme de la habitación catorce. ¿Está ocupada hoy?

—No, señor.

—Entonces coja la llave y vamos a echar un vistazo.

El individuo cogió con evidente disgusto la llave, atada a una etiqueta de plástico verde y blanco, de un tablero de la pared y precedió a Bernal por el pradillo a oscuras.

—Está a continuación del bar del restaurante.

El sonido del baile flamenco se intensificó a medida que se acercaban al chalé, cuya parte delantera consistía en un pequeño mirador separado de sus vecinos por una partición de madera de unos dos metros pintada de verde. Más allá de las dos sillas pintadas de blanco que había en el minúsculo patio había una puerta de madera, dividida horizontalmente en dos, como la puerta de un establo, situada entre dos ventanales cubiertos de cortinas de aspecto astroso. En el interior, todo el mobiliario consistía en una cama doble, un armario empotrado y un tocador. Al fondo, una puerta de cristal daba a un cuarto de baño sin ventanas, que Bernal inspeccionó detenidamente con la linterna, buscando rastros de manchas de sangre.

—¿Ha estado ocupada esta habitación en los últimos días?

—No, señor. No desde el pasado viernes.

El portero se mordió la lengua. Pero Bernal no dio señales de haber advertido el desliz. Se puso a abrir cajones y armarios, iluminando su interior con la linterna.

—Puede volver usted al despacho y esperar. Esto me llevará un rato.

Cuando Ángel volvió a su habitación, después de quedar con Elena para coincidir por casualidad como dos desconocidos en presencia de otros huéspedes, se encontró con Jimmy, que estaba llamando a su habitación, con aspecto nada desmejorado.

—¿Qué te parece si vamos de juerga a la plaza de la Costa del Sol, Ángel?

—Vale.

En aquel momento, la chica francesa apareció tambaleándose sobre sus zapatos de tacón alto por la escalera del fondo, trabada por una falda muy estrecha de piel negra de imitación y les alcanzó en el patio.

—¿Vienes con nosotros? —le preguntó Jimmy. Ángel se fijó en que tenía las pupilas muy dilatadas y toda la pinta de estar «colocado».

—No sé… —la chica les miró, vacilante—, con vosotros dos…

Y en este preciso instante, Elena hizo su entrada espectacular bajando la escalera principal, con un vestido blanco hindú de falda de volantes y un ramito de camelias blancas artificiales en el cabello recién teñido.

Jimmy lanzó un silbido de admiración.

—Oye, mira eso. ¿La conoces?

—En mi vida la he visto —dijo Ángel, volviéndose a sonreír animoso a la chica francesa, que, tras echar un vistazo a la competencia, le miró aleteando las pestañas postizas—. Comment vous appellez-vous? —le dijo él, que al fin consiguió recordar una frase en francés.

—Paulette. Je suis de Marseille. Et vous?

—Ángel.

—Comment? C’est un ange, n’est ce pas?

—Eso mismo…, un ángel. Eso es lo que soy. Siempre me porto bien.

Paulette echó una mirada furtiva a Elena, su rival potencial, a quien, en este momento, el irlandés pelirrojo lisonjeaba al pie de la escalera, y tomó una decisión.

—Vale, saldré contigo.

—Ángel, ésta es Elena. Dice que también vendrá con nosotros.

Ángel dio cortésmente la mano a su colega inspectora, con cara inexpresiva, y Elena miró fijamente a la chica francesa.

—Es estupendo —dijo Jimmy contentísimo—. Dos parejas. Vamos a pasarlo en grande.

—¿Qué os parece si comemos algo antes? —preguntó Elena, en un inglés bastante aceptable para envidia de Ángel.

—Sí, podríamos ir hasta La Vaca Sentada. ¿Lo conocéis? Podemos tomar unos filetes.

Elena sintió un ligero escalofrío, pero se agarró al brazo de Jimmy, mientras que Ángel cogió del brazo a la marsellesa, quien, evidentemente, encajaba a la perfección en el papel.

Cuando el coche de la policía salió de la plaza del Lido, Bernal pidió al conductor que le llevara a determinada dirección de las afueras. Después de cruzar la nacional 340 y subir a continuación las yermas colinas que quedan sobre la misma, Bernal vio las esqueléticas siluetas de muchos bloques de apartamentos a medio construir que surgían en la oscuridad entre las chillonas luces de Torremolinos y los faros de los vehículos que pasaban veloces por la vía de circunvalación de la zona alta.

Entraron en una calle sin asfaltar y sin alumbrado, y el conductor aparcó a la entrada de uno de los edificios de apartamentos baratos.

—Es aquí, señor.

—Entre conmigo, ¿quiere? Tendré que montar un pequeño número.

Contestó a la urgente llamada de Bernal, abriendo la puerta del apartamento de la segunda planta, una mujer de aire timorato que sin duda estaba intentando acostar a sus cuatro hijos. Bernal le enseñó la placa y entró con el agente de policía.

—¿Es usted la esposa del encargado nocturno de los Apartamentos Lido?

—Sí, señor, lo soy —se secó las manos en el delantal, bastante nerviosa.

—También trabaja usted allí como camarera y se ocupa de la ropa, ¿no?

—De una parte, señor —señaló las sábanas colgadas fuera, en el balcón.

—Pues he de decirle que su marido me lo ha confesado todo —sacó la fotografía de la Interpol de Keller, el joven alemán—. Cambió usted las sábanas de la habitación catorce después de la desaparición del joven, ¿no es así? ¿Y dónde escondió usted sus cosas?

Echó una ojeada suspicaz a la estancia, mientras la mujer empezaba a sollozar y los niños se escondían detrás del sofá.

—Por favor, señor, le juro que yo no lo hice. Ni siquiera vi sus cosas, ni a él tampoco.

—Pero su marido cogió el dinero, ¿no es así? Por dos noches, ¿no es cierto? Con la esperanza de que el director no se enteraría.

—Oh, no se lo diga al director, ¿lo hará, señor? —la mujer empezó a sollozar.

—Le sucederán cosas peores si no me lo cuenta todo ahora mismo. ¿Comprende? Tendrá que acompañarnos a la comisaría para que la interroguen.

—Oh, Dios mío, no. Por favor no se me lleve. ¿Qué será de los niños?

—Eso debería haberlo pensado antes de ayudar a que se cometiera un fraude, ¿o fue un asesinato?

La mujer palideció y susurró:

—¿Asesinato? ¿Le asesinaron? —se persignó rápidamente—. Nosotros no le hicimos nada, nada, ni mi marido ni yo; yo ni siquiera llegué a verle.

—Cuéntemelo todo.

La mujer volvió a sollozar, así que Bernal la cogió con delicadeza del brazo y la hizo sentarse en un sillón bastante astroso. Él se sentó en el brazo del mismo, a su lado.

—Cuando mi marido llegó a casa el sábado por la mañana, me dijo que me acordara de hacer la habitación catorce aquel día, que era el día libre del director, y que al día siguiente (domingo) cambiara las sábanas y las toallas, y limpiara la habitación, antes de que el jefe volviera. Durante el fin de semana sólo estaba el tipo del jardín, que normalmente no se entera de nada.

—¿No notaría que la llave de la habitación no estaba en el tablero?

Pareció astuta por un momento.

—Todos los huéspedes se guardan la llave, yo tengo una llave maestra como la que hay en la oficina del director. Pero la habitación catorce tenía dos llaves para los huéspedes, porque hace tiempo un cliente se la llevó cuando se fue y la devolvió más tarde.

—Así que su marido se guardó la llave de la habitación catorce y no le dijo al director que la habían devuelto.

La mujer asintió.

—Mi marido dio una al joven extranjero que cogió una habitación para pasar la noche del viernes, pero, verá, no volvió a aparecer. El sábado por la mañana descubrí que no había dormido nadie en la cama y que no habían usado la habitación.

—¿Y su equipaje?

—No había nada, se lo juro por todos los santos. Debió marcharse la noche antes con todas sus pertenencias.

—Pero su marido se embolsó las dos mil cuatrocientas pesetas que el chico había pagado por adelantado por dos noches —la mujer asintió y agachó la cabeza avergonzada—. ¿Pero por qué iba a pagar alguien tanto dinero y marcharse luego?

—No lo sé —gimió la mujer—. Pensamos que se habría ido a otro sitio de la costa o que habría tenido que regresar a casa de improviso.

—¿Así que no dejó nada, nada en absoluto en la habitación catorce?

—Yo no encontré nada. Ni siquiera había usado el cuarto de baño.

—Pero se llevó algo, ¿no es así? —susurró Bernal.

—No se echó nada en falta.

—La otra llave de la habitación, mujer, eso fue lo que se llevó.

—Ah, sí —admitió ella—. Supongo que debió hacerlo.

—¿Y lleva la llave la misma etiqueta de plástico con el número que las otras que he visto en el tablero?

—Sí, señor, todas son iguales. No se pide a los clientes que las entreguen siempre que salen. Se las quedan durante toda su estancia en el hotel.

—Usted y su marido tienen que presentarse mañana por la mañana a primera hora al inspector Palencia de la comisaría de la plaza de Andalucía y hacer declaraciones completas. ¿Me ha entendido?

—Pero no le dirá usted al director de los apartamentos nada, ¿eh? Si se lo cuenta nos quedaremos en la calle.

—No le contaremos nada a su jefe, de momento.

Al bajar las escaleras, Bernal miró burlonamente al policía.

—Supongo que no le parecería demasiado duro con ella, pero nos ha ahorrado tiempo y se sentirá mejor después de desahogarse.

—Lo hizo usted perfectamente, señor. Consiguió que cantara como un pájaro.

—¿Me llevará ahora un momento al Hotel Paraíso? Después podrá llevarme a Cabo Pino y habrá terminado la jornada. Siento que haya sido tan larga para usted.

—Ha sido peor para usted, comisario. Debe procurar descansar bien por la noche.

Bernal encontró a Navarro trabajando todavía en la oficina.

—Supongo que los demás se habrán ido, Paco, es muy tarde.

—Lista y Miranda han iniciado la investigación casa por casa, jefe, pero todavía nadie ha reconocido a los tipos de las fotografías. Ángel y Elena todavía están trabajando, si a eso puede llamársele trabajar; se han alojado en la Casa España, en la calleja que queda justo debajo de este hotel. Acaba de llamar Ángel. Dice que hay mucha actividad de drogas.

—Sería mucha casualidad que descubrieran algo sobre los jóvenes desaparecidos. Ahora, hay que descansar un poco. Yo quiero bajar al vestíbulo antes de irme. ¿Ha contestado el inspector Ibáñez del registro central?

—Todavía no, jefe.

Bernal bajó al vestíbulo y entró en una cabina telefónica para llamar a Consuelo.

—¿Luis? ¿Puede saberse dónde has estado hasta ahora? Menos mal que mi cuñada ha decidido quedarse otra semana, si no estaría completamente sola. ¡Creía que íbamos a pasar unas vacaciones verdaderamente tranquilas los dos juntos!

—Lo siento mucho, cariño. Ha habido varias explosiones en otras provincias y una sin importancia aquí en Benalmádena.

—No tienes que decírmelo. Ha habido sirenas y excursiones durante todo el día aquí, en la playa. Y la Guardia Civil y los expertos militares están examinando todas las latas que los chiquillos han enterrado en la arena.

—¿Pero no ha habido ninguna explosión, verdad? En realidad, no debierais acercaros mucho a la playa ni al paseo marítimo, Chelo.

—No te preocupes. No lo haré, ya sabes que el sol me llena de pecas. Lo he visto todo desde el balcón y el vecino de la casa de al lado me mantiene informada por radio macuto.

—¿No habrá llevado tu cuñada a los niños a la playa, eh?

—No, prefirieron pasar el día en Tivoli World…, ya sabes, el parque de atracciones de Arroyo de la Miel.

—Estaré ahí dentro de una media hora. Ahora no debe haber mucho tráfico. Hasta luego.

Cuando Bernal volvió a la oficina a dar las buenas noches a Navarro, éste, que hablaba por teléfono en aquel momento, le hizo señas muy excitado. Tapó el micrófono con una mano y le preguntó:

—¿Digo que ya te has marchado, jefe?

Bernal asintió. Navarro dio por terminada la conversación y se volvió a su jefe.

—Era Palencia, jefe. Han encontrado un cadáver en la parte trasera del parador de golf. Un guardia civil. Palencia iba a acercarse ahora hasta allí y a consultar con el alto mando de la Guardia Civil.

—¿Un guardia civil? ¿Pero qué estaba haciendo solo? ¿Dónde estaba su compañero? Las parejas son siempre inseparables.

—Estaban registrando las pistas porque el conserje les había llamado por teléfono. Alguien había visto que unos intrusos tramaban algo en el punto de partida dieciocho. Mientras hacían un descanso, uno volvió al hotel, a los servicios, y cuando regresó encontró a su compañero en el suelo, muerto. ¿Te acercarás hasta allí, jefe?

—Por nada del mundo. La Guardia Civil es ya de por sí bastante desconfiada, y no les hará ninguna gracia nuestra interferencia. ¿Cómo le mataron?

—Es bastante misterioso, jefe. No tiene ninguna marca en el cuerpo, por lo que ellos han podido apreciar.