Habían salido de Madrid a primera hora de la mañana y habían llegado al albergue de Antequera a la hora de comer. Reclinado ahora en su asiento del Mercedes, Bernal casi no podía vencer la fuerte tentación de echar una cabezadita, pero los muchos saltos del tramo montañoso de la nacional 334 por el puerto de Las Pedrizas se ocuparon de mantenerle despierto, lanzándole de un lado a otro casi hasta marearle. Cuando iniciaron el tortuoso descenso hacia Málaga, con atisbos del deslumbrante Mediterráneo intensamente azul, entre los fresnos, Bernal se inclinó hacia adelante y dijo:
—Me iría muy bien que me dejaras en el edificio del Gobierno Civil, en el centro de la ciudad, porque así podré hablar con el gobernador civil antes de la reunión de esta tarde a las siete.
—A mí también me viene bien, Luis. Podré alquilar un coche en una agencia del centro; tienen más donde elegir que en las filiales de las urbanizaciones. Pasaré a recogerte por la noche, ¿quieres?
—No hace falta, Consuelo, cena con tu familia; yo pediré un coche oficial para que me lleve a Cabo Pino cuando termine la reunión. Puede ser una reunión muy larga y además esperarán que acompañe al grupo para que queden todos bien instalados en Torremolinos.
No tenía entonces Bernal la menor idea de lo que le aguardaba aquella noche.
Avanzaban ahora por las calles de Málaga, engalanadas ya con serpentinas y banderolas para la famosa feria anual. El edificio del Gobierno Civil era una imponente mole que se alzaba bajo el acantilado en el que se elevaban los sólidos muros de la impresionante alcazaba mora y más arriba los del castillo de Gibralfaro.
A las 5.30 de la tarde, el calor en el puerto era sofocante y Bernal empezó a sudar cuando cruzaba la plaza de la Aduana bajo la humosa luz del sol. La calina cubría totalmente la bahía. La luz del sol que habían disfrutado desde el cómodo Mercedes de ventanillas antideslumbrantes en los trechos más altos de Guadalmedina entre los árboles del Cerro de Mallén, había desaparecido casi por completo. La ausencia prácticamente total de brisa y el ambiente polvoriento y oscuro empezaron a afectar a Bernal como un presagio amenazador de lo que iba a pasar. Se preguntó el comisario por qué tantos extranjeros ricos habrían escogido tradicionalmente aquel clima tórrido por razones de salud: quizá sólo pasaran allí los meses de invierno y marcharan a zonas más templadas en la época más calurosa del verano. Sonrió al recordar el viejo dicho de los campesinos: «De Virgen a Virgen, fuerte pega el sol»; el mes que va de la Virgen de la Paloma (el 16 de julio) hasta la Asunción (el 15 de agosto) era el período de la canícula, los días en que el calor es más fuerte y Sirio sale y se pone con el sol.
A la entrada del Gobierno Civil, Bernal encontró a los guardias medio dormidos en el pórtico escasamente más fresco que la parte sombreada de la plaza. Cuando les mostró la placa dorada, le saludaron en posición de firmes y le indicaron la escalera principal que conducía a la oficina del gobernador. Uno de los guardias acudió entonces al teléfono interior, según advirtió Bernal, seguramente para anunciar su llegada. En la amplia y bien distribuida oficina, que daba al Paseo del Parque y al principal puerto comercial de la ciudad, Bernal encontró al gobernador de la provincia, reunido con el jefe de policía local.
—¡Al fin le conozco! ¡Comisario Bernal de Madrid! Encantado de saludarle. Aquí seguimos todos sus casos con gran interés.
El gobernador civil le estrechó efusivamente la mano y le presentó al jefe de policía.
—Nos pilla usted repasando las instrucciones que hemos recibido del Ministerio del Interior para organizar la Operación Guardacostas. Veo que le han asignado a usted el centro costero más conflictivo de la provincia, Torremolinos.
El jefe de policía le miró con lástima.
—El inspector que está al mando allí, Jorge Palencia, es una persona muy capacitada e inteligente, y les facilitará alojamiento oficial para todo el grupo en la comisaría de la plaza de Andalucía.
—Es sumamente tranquilizador y muy amable por su parte —dijo Bernal—, pero me gustaría hacerles una sugerencia. Esta operación ha de llevarse a cabo en el más absoluto secreto. Si los comandos de ETA ya están instalados en toda la Costa del Sol, seguro que mantienen una estrecha vigilancia en todas las comisarías de policía para detectar cualquier actividad especial e identificar al personal adicional enviado por el Gobierno. Preferiría mantener a mi grupo completamente de incógnito, a ser posible, y sin demasiado contacto con la Policía Nacional y con la Guardia Civil. Sería conveniente alquilar unas oficinas en otro edificio, aunque con comunicación telefónica constante con ambas fuerzas, claro.
El gobernador miró fijamente al jefe de policía, que contestó:
—Entiendo el punto de vista del señor comisario. Es fácil vigilar las comisarías, y con los millones de turistas que van y vienen en estos momentos en todos los centros turísticos sería muy difícil detectar la vigilancia ilegal que puede haber colocado ETA, incluso en este edificio.
El gobernador miró nervioso por el ventanal el tráfico del puerto que empezaba ahora a aumentar en el muelle de Heredia.
—Daré mi autorización, comisario, sobre todo porque nos han asegurado que el Ministerio correrá con los gastos de toda la operación. De no ser así, creo que nuestro presupuesto no nos lo permitiría. ¿Qué otras medidas especiales recomienda usted?
—Prohibición total de aparcar vehículos junto a los edificios oficiales, gobernador. Aunque de momento no tenemos pistas en cuanto a la forma que adoptará la amenaza terrorista, una vieja treta suya es utilizar coches bomba. No sólo colocando pequeñas cargas explosivas con interruptores en la parte inferior de los vehículos aparcados, sino también convirtiendo un coche robado en una bomba activada por control remoto lleno de metralla —señaló la fila de coches estacionados a lo largo del bordillo del Paseo del Parque—. Unos kilos de goma-2, cubiertos de clavos, en el maletero de uno de esos vehículos nos convertiría en picadillo.
El gobernador se estremeció y se santiguó.
—Muy bien. Prohibición general de aparcamiento. ¿Algo más?
—Inspección de todos los vehículos sospechosos a cargo del grupo de neutralización de explosivos, antes de remolcarlos. Creo que habría que insistir en que uno de esos grupos permaneciera en alerta aquí en Málaga, listo para acudir a cualquier punto de la costa en el momento necesario. Necesitaremos también detectores de minas y perros entrenados para detectar explosivos plásticos, así como TNT y nitroglicerina.
—Comisario, el problema es que no disponemos de perros suficientes para cubrir toda la zona costera —dijo el jefe de policía.
—No obstante, la Costa del Sol tiene que ser una zona de alto riesgo, como Alicante. Habría que insistir en ello. Mi opinión es que cuando se produzcan las explosiones, el Ministerio se verá obligado a transferir más unidades de estas fuerzas especiales del País Vasco a la costa sur y este.
—Pero tenemos órdenes de impedir las explosiones, comisario —dijo el gobernador.
—He de decirles a ambos que las instrucciones que nos han dado me parecen imposibles —contestó pesimista Bernal—. Nos han proporcionado las fotografías, los nombres y los alias de diez personas, y nos han dicho que revisemos los libros de registro de miles de hoteles, pensiones y albergues, que mantengamos control permanente de los vuelos nacionales e internacionales que llegan al aeropuerto de Rompedizo, que vigilemos a todos los pasajeros que lleguen por Renfe, por la estación central de Málaga, y los que lo hacen por la línea de la costa, hasta Fuengirola. Pero ¿y si los terroristas hubieran llegado ya y estuvieran instalados en apartamentos de la costa? ¿Cómo daría con ellos esta vigilancia exhaustiva?
—Tenemos que vigilar todas las carreteras —dijo el gobernador, con aire aún más alarmado—. En especial la nacional 334 de Madrid y la nacional 340 Cádiz-Barcelona.
El jefe de policía movió la cabeza.
—Sencillamente no disponemos de los hombres necesarios.
—Tendremos todo el potencial humano que sea necesario —dijo el gobernador—. He pedido a la Guardia Civil que disponga patrullas de carretera extra, a la Policía Municipal que vigile las carreteras de todos los pueblos y a la Comandancia de Marina que estreche la vigilancia en los puertos y costas. Mantienen una vigilancia constante por radar.
—Ah, me alegra que lo haya mencionado —dijo Bernal—. Debemos pensar que ETA habrá tenido en cuenta todas las medidas que hemos mencionado y que intentará adelantarse a ellas. Si se acercaran por el mar, no podría detectarse, sobre todo si lo hicieran con esquifes de plástico o de cristal de fibra, que no son detectados por el radar. Tendrá que haber patrullas permanentes de guardacostas.
—Se ha llamado a servicio a todos los hombres, comisario. Y el Ejército y la Armada están sobre aviso.
—Tengo la terrible impresión de que no será suficiente —dijo Bernal muy despacio, con una súbita sensación de malestar—. Creo que ETA militar lo tenía ya todo bien atado antes de enviar el ultimátum al Gobierno.
Pasaba las 9.45 de la noche cuando Bernal y todo su grupo salieron de la reunión celebrada en el edificio del Gobierno Civil de Málaga, rumbo a Torremolinos. Navarro había llegado en un coche oficial, conducido por un chófer desde Madrid, con Juan Lista y Carlos Miranda, así que Bernal se reunió con ellos en la parte de atrás del gran Seat, mientras que Elena Fernández, que había llegado de Sotogrande en su Renault Fuego, recogió a Ángel Gallardo. Como era propio de él, éste había conseguido que le llevaran de Benidorm a Alicante, y desde allí había ido en el coche de línea a Málaga y había llegado un poco tarde a la reunión.
Navarro les comunicó que había reservado cuatro habitaciones en el Hotel Paraíso, con la ayuda del inspector de policía local, Jorge Palencia, que había presionado un poco al director.
—Todas las habitaciones son dobles, jefe, así que una será para ti, otra para Elena, y los demás las compartiremos.
—No te preocupes, Paco —comentó Bernal, mientras irrumpían en el denso tráfico de la nacional 340 en dirección sur—. Tú o Ángel podréis usar mi habitación durante casi todo el tiempo. Como sabéis, tenía pensado pasar quince días de vacaciones en una casa junto a la costa, así que, con un poco de suerte, quizá pueda ir a dormir todas las noches.
—Si no, jefe, Ángel podría hospedarse en alguna pensión próxima.
—De momento, que ocupe mi habitación —dijo Bernal, encendiendo un Káiser y fumando ávidamente—. Hay que convencer al director del hotel de que ésta es una operación secreta y que queremos pasar por turistas normales y corrientes.
Navarro miró de soslayo al jefe y pensó que aquello sería bastante difícil. Al menos los demás llevaban pantalones de verano y camisas deportivas y se había fijado en que Ángel tenía un aire casi punk con aquellos pantalones tan amplios y aquella camisa tan exagerada, mientras que Elena podía pasar, aunque quizá resultara algo más elegante de la cuenta para aquella zona de la Costa del Sol; encajaría mejor en Marbella. El verdadero problema sería el propio comisario: con aquel traje ligero dado de sí y corbata y, sobre todo, con aquel extraño parecido con el difunto generalísimo, además de la cara redonda, la cabeza calva y el bigote afeitado hacia atrás desde el labio, Navarro realmente no creía posible que alguien pudiera verle más que como figura de autoridad. Tendría que decirle a Elena que hiciera algo por cambiar la apariencia del comisario.
Pasado el aeropuerto de Málaga, en Rompedizo, había un embotellamiento de tráfico en las afueras de Torremolinos.
—Iremos directamente al hotel, Paco —dijo Bernal—, y pediremos las habitaciones. Luego podéis ir todos a cenar mientras yo hablo con el inspector Palencia.
Como el chófer oficial no estaba familiarizado con las calles laterales, tuvieron que rodear totalmente la ciudad por la plaza de la Costa del Sol y bordear La Nogalera, todavía llena de turistas, a las 10.20 de la noche. Cuando al fin llegaron al Hotel Paraíso, en la estrecha calle de las Mercedes, se encontraron con que el aparcamiento del hotel estaba en el camino del acantilado y el conductor se ofreció a localizarlo después de dejarles a todos en la entrada principal. En recepción, les recibió personalmente el director.
—He conseguido dejar libres dos habitaciones que dan al mar y otras dos más pequeñas que dan a la calle, comisario. Es un gran honor recibirle en nuestro hotel. Nos sentiremos mucho más seguros.
—No se preocupe por el tipo de alojamiento. Nos servirá lo que sea. Creo que no pasaremos mucho tiempo en las habitaciones —Bernal se fijó en el letrero que había cerca del ascensor y que señalaba el camino de la playa—. ¿Hay una salida posterior?
—Todavía mejor, comisario, hay un ascensor que va desde este vestíbulo al aparcamiento subterráneo y al Bajondillo. Les ahorrará la bajada a pie hasta el Paseo Marítimo.
—Excelente —comentó Bernal, que no era precisamente muy aficionado a los caminos con mucha pendiente. Se volvió a sus hombres, a los que se habían sumado ahora Elena y Ángel—. Vale más que vayáis a tomar algo mientras yo localizo al inspector local.
Se volvió al afable director del hotel que estaba ahora al fondo, indeciso.
—¿Queda muy lejos la comisaría?
—No, comisario, queda a un paso de aquí, en la plaza de Andalucía. Puede cortar por la galería comercial que hay en la calle siguiente. Le enseñaré el camino.
La plaza de Andalucía era zona reservada para peatones, sin duda de construcción reciente, por terminar aún en su extremo nororiental, y rodeada de altos edificios de apartamentos con tiendas y bares en los bajos. Había dos grandes terrazas, donde los turistas tomaban helados o café y coñac después de la cena, y los chiquillos correteaban bajo las oscuras encinas.
En el rincón más oscuro de la plaza, Bernal localizó la comisaría y unos cuantos jeeps y furgones policiales aparcados delante. Enseñó la placa al sargento de guardia, que le hizo pasar al despacho del inspector Palencia.
—Ahora todo está en calma, comisario, pero las cosas empezarán a animarse a partir de las 11.30, que es cuando empiezan las peleas en bares y discotecas. Hoy sólo ha habido pequeños robos en tiendas y tirones de bolsos en la calle.
Bernal le puso al corriente de los principales objetivos de la Operación Guardacostas, pues el joven inspector había estado de guardia todo el día y no había podido asistir a la reunión de Málaga. Palencia le escuchó atentamente y luego comentó:
—Recibimos las fotos de los ocho etarras y de sus dos mujeres ayer. Hoy he repartido copias entre mis hombres y he colocado tres turnos de cuatro hombres cada uno, de paisano, en la ciudad, dos para vigilar la estación de Renfe y los otros para que patrullen aquí.
—Puede ver usted lo difícil que resulta la vigilancia de este distrito, comisario. La zona comercial es un recinto peatonal bastante grande, aunque podemos entrar con vehículos en caso de emergencia. Por las mañanas se concentran en esta zona muchísimos compradores, además de los veraneantes que pasan por aquí de camino hacia las playas. Y casi todos los hoteles y apartamentos están en esta zona alta. Así que desde las once de la mañana hasta las seis de la tarde, casi toda la actividad está en el Paseo Marítimo y en las playas. Luego, a partir de las seis, la gente se concentra en los cafés, bares, clubes y discotecas de la zona alta, donde suelen estar hasta las cuatro de la madrugada o incluso más. La única hora verdaderamente tranquila aquí es desde las seis y media hasta las ocho y media.
—Cuando caen todos rendidos, supongo —comentó Bernal.
El inspector sonrió.
—Supongo. Ahora sólo hay dos vías para vehículos de motor y ambas van desde la zona alta hasta el Lido, en el extremo nororiental del pueblo. Poco más allá del Lido, está Playa Park, una urbanización nueva de bloques de apartamentos construidos por algún jeque petrolero de segunda. El paseo queda bloqueado en el extremo suroccidental por La Roca, en la que se alza el Castillo del Inglés. Cerca de ese callejón sin salida hay un tramo de escaleras que suben hasta el barrio residencial, pasado el Hotel Meliá Costa del Sol. En el acantilado, al lado del hotel, hay un ascensor público, que lleva en desuso varios años. El Hotel Meliá tiene ascensores propios para los clientes, por supuesto. Y en el centro está la Cuesta del Tajo, el más frecuentado de los caminos del acantilado, que lleva desde el final de la calle de San Miguel, en zigzag, hasta la playa, cerca de los Apartamentos Bajondillo.
—¿Y qué me dice de La Carihuela, inspector, pertenece a su distrito? —Bernal señaló el siguiente centro de veraneo al suroeste de Torremolinos.
—Por desgracia, sí. El distrito de Benalmádena empieza justo a partir de allí. Supongo que sabe usted que es una vieja aldea de pescadores, famosa por sus marisquerías, y tablaos que se representan en las azoteas; pero se ha producido un gran auge comercial y hay que dedicarle muchos hombres. —El inspector preguntó a Bernal qué necesitaría su grupo para instalar el centro de operaciones—. Pueden disponer de dos habitaciones aquí en la primera planta.
—Es muy amable, pero creo preferible que mi grupo permanezca de incógnito, lejos de la comisaría. He estado pensando en el Hotel Paraíso. Está muy bien situado, tiene fácil acceso en ascensor al Bajondillo y vías de acceso tanto a la entrada principal como al aparcamiento de coches subterráneo. Si el director tuviera espacio suficiente, podríamos instalarnos allí e instalar vías directas de comunicación con su comisaría.
—Creo que podrá contar usted con la colaboración del director del hotel. Es antiguo compañero mío de colegio, así que ya hablaré con él.
En este punto apareció el sargento de guardia.
—Inspector, acaba de llamar por teléfono el dueño de un bar del Paseo Marítimo. Han encontrado el cadáver de un hombre en la playa cerca de La Roca.
—Iré ahora mismo. ¿Ha avisado al forense?
—No, pero le telefonearé ahora, y también al juez de instrucción.
El inspector miró indeciso a Bernal.
—Supongo que querrá usted volver al hotel a cenar algo, comisario.
Bernal sintió la súbita emoción de un posible caso de homicidio y todo el cansancio acumulado por el largo viaje y la reunión desapareció instantáneamente.
—Si no le importa, le acompañaré. Pero no quiero estorbar de ningún modo.
—Sería un gran honor para mí. Sé que es usted el mejor experto en casos de muerte repentina.
Un policía uniformado les llevó en uno de los jeeps policiales, atajando por un sendero aún sin asfaltar que cruzaba un solar desde la avenida del Conde de Mieres hasta la calle de la Bajada. Y desde allí, por la avenida del Lido, hasta el paseo. Bernal observó que casi todos los locales comerciales que daban a la playa estaban cerrados ahora, incluida la Montaña Acuática, que había atendido a sus últimos clientes juveniles por aquel día.
Al final del Paseo Marítimo, el jeep se detuvo con un chirrido más abajo del Hotel Meliá; se había congregado una pequeña multitud a la orilla de la playa. El inspector Palencia sacó de la guantera una linterna grande que entregó a Bernal y él cogió otra.
—Venga a contener a esa gente —le dijo al agente— y a ver si puede dispersarla en cuanto localice a los testigos.
El cadáver estaba en una zona sin iluminar. Los dos oficiales de policía se acercaron al grupo de unos doce veraneantes y les enfocaron con las linternas.
—¿Quién de ustedes lo encontró?
—Yo —dijo un individuo maduro, con bermudas—. Llamé al dueño de aquel bar y él les telefoneó, cuando vimos que no había ninguna esperanza de reanimarle. Es un chaval, además.
Llegó el dueño del bar.
—He llamado a una ambulancia, aunque no hay señales de vida.
—¿Alguno de ustedes le vio caer? —preguntó Bernal.
Sólo el veraneante que lo había encontrado tenía algo que decir.
—Tropecé con él cuando buscaba la pelota de tenis de mi hijo pequeño que la había perdido en la oscuridad. Los chavales estaban jugando allí, al pie de la escalera. No vi a nadie junto al cuerpo.
El inspector Palencia se inclinó sobre el cadáver que, echado sobre el costado izquierdo, le daba la espalda. Vestía una camisa azul de cuadros y pantalones vaqueros. Buscó con cuidado el pulso en la muñeca derecha, pero no tenía pulso.
—Tiene la ropa seca —le dijo a Bernal—, así que no ha estado en el agua. El cuerpo aún está caliente.
Bernal siguió de pie junto a él y enfocó la linterna hacia la playa y las rocas. Palencia dio la vuelta hacia el otro lado para iluminar la cara con la linterna.
—Dios mío —murmuró a Bernal con voz trémula—. Es uno de mis hombres. Estaba de servicio en las escaleras que bajan desde la zona residencial.
Se arrodilló, apoyó la oreja en el pecho del hombre y escuchó.
—Ni respiración ni latidos cardíacos.
—¿Lesiones visibles? —preguntó Bernal.
—No se ve ninguna. No hay rastro de heridas.
—Quizá le golpearan en la cabeza —dijo Bernal.
—¿Un golpe en la cabeza, cree usted?
—Quizá. Podría haber muerto por fractura de cráneo.
Palencia comenzó a explorar con las manos la cabeza del hombre muerto.
—Será mejor dejárselo al forense —dijo Bernal amablemente.
—Probamos la respiración artificial durante más de quince minutos —dijo el dueño del bar—, y también la reanimación boca a boca, pero no reaccionó.
—Así que tuvieron que mover el cuerpo. ¿Cómo estaba cuando lo encontró usted? —preguntó Bernal.
Ahora habló el veraneante maduro.
—Casi boca abajo, con la cabeza un poco vuelta hacia la derecha, pero en el mismo sitio.
Bernal barrió con el haz de la linterna la arena alrededor del cadáver, que estaba completamente pisoteada.
—¿Vio usted a alguien llegar de esta parte de la playa cuando salió a buscar la pelota de tenis?
—No, a nadie, y tampoco encontré la pelota.
Palencia sacó un cuaderno y pidió el nombre y dirección a los testigos; les dijo que el juez de instrucción les citaría para que prestaran declaración.
—Llame por la radio y averigüe qué le pasa al médico —dijo el inspector al agente.
Bernal miró los coches aparcados a ambos lados del Paseo Marítimo y a unos treinta metros; luego se volvió al dueño del bar.
—¿Vio usted a alguien que se marchara en un vehículo de delante de su bar?
—Bueno, yo andaba entrando y saliendo, sirviendo a los clientes que se sientan fuera. Los coches iban y venían, pero no presté atención especial. Muchos coches llegan hasta aquí para girar —señaló la playa—. No vi a nadie que viniera de aquí. Es demasiado tarde ahora para los bañistas.
—¿Pero se fijó usted en alguien que se alejara desde aquí hacia las rocas?
—Por allí no puede pasarse, señor; el mar cubre las rocas bajas casi siempre y hay una escarpadura desde el Castillo del Inglés que queda arriba —señaló la oscura mole del acantilado que quedaba sobre ellos—. Por la costa no puede llegarse hasta La Carihuela, a no ser en barca, claro.
Bernal se volvió a Palencia, que seguía arrodillado junto al cuerpo sin vida de su agente.
—Tendrá que llamar a más hombres para que registren la playa. Y necesitará también al fotógrafo de la policía. Su agente no lleva muerto mucho rato, y debe considerar su muerte sospechosa. Sería demasiada casualidad que un joven policía sano muriera repentinamente de un ataque al corazón.
El inspector volvió al jeep para pedir refuerzos, y en el mismo momento los faros de un coche que giraba al final del paseo barrieron la playa aparentemente desierta. El médico de la policía corrió hacia ellos, y saludó al inspector, que le presentó al comisario Bernal. El médico abrió el maletín y sacó un estetoscopio; desabotonó la camisa del difunto y le auscultó el pecho.
—Echen a esa gente, si pueden, quiero tomar la temperatura rectal. Creo que no lleva mucho rato muerto —entregó al inspector un termómetro de aire—. Por favor compruébelo por mí. Tendré que calcular el tiempo transcurrido desde el momento de la muerte.
Mientras el agente hacía retroceder a los mirones hacia el paseo, Bernal empezó a caminar por la playa hacia la zona rocosa, iluminando cuidadosamente con la linterna a uno y a otro lado mientras avanzaba. En la arena había miles de huellas de pisadas de los cientos de veraneantes que la habían cruzado y recruzado durante el día, y durante muchos días, se dijo, ya que la marea alta no alcanzaba aquella parte de la playa, al menos, por lo que parecía, no durante el verano.
De pronto tropezó con un montón de arena y estuvo a punto de caer en un gran agujero junto a las rocas bajas. Los chiquillos habrían estado haciendo castillos de arena, pensó. Cuando iba a seguir ya su camino hacia la orilla del agua, volvió a alumbrar con la linterna el agujero y examinó sus bordes. La arena que habían sacado para hacerlo estaba todavía muy húmeda, lo cual le sorprendió, pues hacía más de dos horas que había oscurecido y parecía poco probable que hubiera habido niños allí hasta tan tarde. Advirtió que los bordes del agujero tenían marcas de una pala grande. ¿Habrían usado los niños semejante herramienta? Se arrodilló junto al hoyo y vio algo que brillaba. Buscó su cortaplumas y sacó con él el objeto brillante. Era sólo una concha, nada más. Tanteó cuidadosamente con el cortaplumas el fondo del agujero, que tenía más de medio metro de diámetro y casi medio metro de profundidad, pero no encontró nada. Observó su forma cuadrada, casi como si hubiera albergado una caja. Aquello no era obra de niños, pensó. Siguió su camino, buscando más marcas de excavaciones, pero no encontró nada.
Vio ahora una ambulancia y un coche grande que se acercaban a toda prisa por el Paseo Marítimo. Inició el camino de vuelta. Al pasar de nuevo junto al montón de arena y el agujero, volvió a iluminar el lugar con la linterna, y vio un pequeño objeto blanco que antes había pasado por alto. Lo tocó con el cortaplumas y lo identificó como una colilla de cigarrillo. Buscó en la chaqueta un par de pinzas y una bolsita de plástico. Recogió con cuidado la colilla, y la olió. Negro. Seguramente Ducados, a juzgar por el filtro blanco. La guardó en la bolsa, por si fuera preciso su análisis pericial; tendría rastros de saliva.
Vio que ya había llegado el juez de instrucción, y también el fotógrafo de la policía, que lanzaba espectrales destellos de magnesio, bañando toda la zona de una blancura absoluta. A esta luz blanquecina, Bernal creyó ver entre los parasoles, a lo lejos, dos figuras oscuras que se alejaban por la costa hacia el Lido. Volvió al grupo oficial; el inspector Palencia le presentó al juez, éste autorizó el levantamiento del cuerpo y su traslado al depósito de cadáveres de Málaga, donde le sería practicada la autopsia.
—Hay que procurar que esto no llegue a la prensa —murmuró Bernal a Palencia—. ¿Quiere decírselo al juez y averiguar si podría llevarse a cabo la autopsia en el hospital militar?
El juez aceptó inmediatamente la propuesta y todos se quedaron mirando a los camilleros colocar el cadáver en una camilla. Aplastado en la arena bajo el cuerpo, había un pequeño transmisor-receptor negro.
—¿Llaman todos sus detectives a horas determinadas, Palencia?
El inspector miró fijamente el aparato lleno de arena y se agachó a recogerlo.
—No, mejor déjelo —aconsejó Bernal—. Llame al fotógrafo. También quiero que saque fotografías de un agujero que hay en la playa junto a las rocas.
Una vez hechas las fotografías del transmisor de bolsillo in situ, desde distintos ángulos, Bernal sacó un cordel y ató bien con él el transmisor.
—Ahora llévenlo así colgado. Es por las huellas dactilares —insistió—. No lo envuelvan, para que no se borren las huellas latentes. Sería mejor colgarlo en una cajita de cartón para que llegara intacto al laboratorio. ¿Se usan estos transmisores normalmente?
—No, comisario. Se utilizan para trabajo secreto, porque caben en el bolsillo de unos vaqueros sin abultar demasiado. Los hombres llaman aproximadamente cada hora, o de inmediato en caso de emergencia. No pueden comunicarse entre ellos, sólo con el control central. Se les ordena hacerlo siempre desde un lugar retirado. Y nosotros no comunicamos con ellos, no les llamamos, por razones obvias, pues el hacerlo podría descubrirles.
—Pero él no llamó, pese a que debió tener algún tipo de emergencia.
—No, no lo hizo; si lo hubiera hecho, el cabo de guardia de la sala de transmisiones me habría informado.
—¿Van armados los hombres?
—Se les da la opción de llevar un pequeño revólver, pero creo que casi todos decidieron no hacerlo, por las dificultades de ocultarlo sin problema.
—Vale más que ordene a los otros ir armados a partir de ahora —dijo Bernal lúgubremente.
Era evidente que Palencia estaba muy disgustado.
—Antonio García era uno de mis mejores hombres.
—Haga que sus agentes registren toda esta zona de la playa hasta aquellos parasoles de allí —dijo Bernal, señalando hacia el nordeste.
—¿Qué tienen que buscar?
—Dígales que recojan todo lo que encuentren, incluidos desperdicios, y que lo guarden en bolsas de plástico. Sería mejor que cuadricularan con cuerdas toda la zona y numeraran los cuadrados al igual que las correspondientes bolsas. ¿Disponen ustedes de detectores de metales?
—No, pero pediré a Málaga que nos envíen lo que tengan ellos.
—Tendrá que dejarlo hasta primera hora de la mañana, pero sería mejor completar la búsqueda lo antes posible, antes de que lleguen los primeros bañistas por la mañana. Si tiene la playa acordonada durante mucho tiempo llamará la atención del público. Yo dejaría una guardia durante toda la noche en esta zona.
Palencia dio a los agentes que habían llegado en un furgón policial instrucciones conforme a los consejos del comisario Bernal.
—Pediré a mi chófer que le lleve al hotel, comisario. Tiene que estar usted agotado después de un día tan largo.
—Es extraño, pero no siento el menor cansancio. Supongo que lo notaré luego.
Bernal agarró a Palencia del brazo y le estrechó la mano.
—Lamento muchísimo la pérdida de su agente. Le prometo que llegaremos al fondo del asunto, por mucho que tardemos.
Bernal pensó que Palencia, que no tendría más de treinta y cinco años, parecía de pronto jovencísimo y muy vulnerable.
—Gracias. Ahora tengo que dar la noticia a la mujer de Antonio —se le quebró la voz; luego se recuperó—. Dicen que no ha fallado usted en ningún caso todavía, comisario.
—Eso es lo que dicen, pero algún día publicaré un libro en el que cuente todos mis fracasos.
Al llegar al Hotel Paraíso, Bernal encontró a Paco Navarro aguardándole nervioso en el vestíbulo.
—Telefoneé a la comisaría y me dijeron que habías ido a ver un supuesto homicidio en la playa. ¿Es un caso para nosotros, jefe?
—Aún no estoy seguro, pero estamos comprometidos, tanto si tienen algo que ver los terroristas vascos como si no. El hombre muerto es uno de los agentes de Palencia.
Era muy tarde ya cuando el fornido forastero salió a alimentar a los gatos que merodeaban en los tejados del Bajondillo. Los animales se amontonaron alrededor de sus piernas, saltando anhelantes mientras él desenvolvió el paquete de plástico.
—Vamos, no me arañéis —exclamó mientras los gatos le arañaban los pantalones—. Hay de sobra para todos.
Dejándoles pelearse y chillar sobre el montón de fétidos desperdicios, se dio la vuelta e inició la subida del empinado camino que iba desde el Bajondillo a la calle de San Miguel. Se preguntaba qué huérfanos extranjeros necesitados de su ayuda encontraría aquella noche.
Se detuvo junto al pretil a encender un Winston, cerca del restaurante Windmill, y miró al azar hacia la playa. Achicó los ojos y vio los brillantes focos que iluminaban la arena hacia La Roca y las luces azules intermitentes de los coches policiales. Vio entonces a un joven rubio que bajaba tambaleante las escaleras y se puso tenso. Quizás aquella noche encontrara en seguida un cliente.
Era aún más tarde cuando el conductor de la policía dejó a Bernal en el puerto de Cabo Pino, donde, en principio, no le fue fácil encontrar el dúplex del hermano de Consuelo. Ésta le esperaba levantada y le preparó un emparedado en la cocina; él le explicó el sorprendente giro de los acontecimientos en Torremolinos.
—¿Me llamarás pronto, digamos a las siete y media, Chelo? El conductor pasará a recogerme a las ocho.
—Esto es peor que estar trabajando en Madrid, Luchi. Yo creía que habíamos venido a descansar.
—Con la muerte de un policía que investigar, ahora eso tendrá que esperar, cariño.