El domingo 1 de agosto por la noche, el inspector Ángel Gallardo estaba sentado en un taburete alto del bar del pequeño hotel de Benidorm riñendo con Mercedes, la más antigua y fiel de sus novias.
—¿Por qué accediste a venir, Merche, si ibas a pasarte todo el tiempo enfadada y celosa?
—No es justo, Ángel; eres siempre igual, no puedes dejar de mirar. La chica sueca se portó de una forma escandalosa en la playa. Aparte de andar cabrioleando prácticamente desnuda con aquel horrible monoquini, te tiraba la pelota adrede para luego poder acercarse a ti para cogerla —Ángel revolvió los ojos lascivamente—. Precisamente es eso —siguió la chica, furiosa—, tú la animabas a hacerlo.
—La verdad, cuando te lo ofrecen en bandeja, más vale aceptarlo, ¿no te parece?
Le dio una buena bofetada en la mejilla y se echó a llorar.
—¡Eres insoportable! Me voy a la habitación a echarme.
—¿Sin mí? —le dijo él, cuando ella ya se iba. Pero ella siguió irritada hacia el vestíbulo sin volverse a mirarle.
Ángel se quedó allí sentado, frotándose tristemente la cara, y pidió al comprensivo camarero otra caña de Cruz Campo. Había sido un error traerla; lo comprendió incluso sólo veinticuatro horas después. Todo salía mucho mejor cuando viajaba con dos amigas, pues al principio competían entre sí para conseguir su atención, y sólo al final se aliaban contra él. Mercedes estaba más irritable de lo normal. Quizá fuera la edad; a los veinticuatro años, seguramente tenía miedo de quedarse en la estacada. En realidad, siempre le había parecido la única con la que podría casarse, a no ser por su carácter extremadamente celoso. Apenas podía mirar a otra chica delante de ella sin provocar una avalancha de recriminaciones, y en un sitio como aquél, lleno de ávidas rubias extranjeras, ¿cómo podía no echar ni siquiera una ojeada?, ¿qué tenía de malo, además? Era inhumano por parte de ella esperar que bajara los ojos como si fuera un fraile.
De pronto, un codo intensamente bronceado le tocó con suavidad.
—¿Me invitas a una copa?
Era la sueca de la playa, con un atuendo azul elegantísimo para después del baño.
—¿Qué gustarte? —le preguntó Ángel en inglés chapurreado.
—¿Yo? Lo que tú quieras. Todo gustarme.
Ángel miró nervioso hacia la puerta del vestíbulo, esperando que a Mercedes no se le hubiera pasado el ataque de despecho y apareciera súbitamente.
—¿Por qué no te llevo a un club nocturno que conozco? —le dijo, en español.
—¿Un club? ¿Por qué no?
—Y lo conoces, además. Se llama Por Qué No.
Estaba empezando a oscurecer cuando Ángel y la pechugona sueca, cuyo nombre le había parecido tan extraño que no podía pronunciarlo, ni siquiera imaginarlo escrito, regresaban cogidos del brazo por el paseo de palmeras, más abajo de la vieja iglesia de Benidorm.
—Tu chica ¿es muy celosa? —era evidente que la idea le producía una gran satisfacción.
¡Ya lo creo!, pensó Ángel mirando furtivamente el reloj. Eran las 9.45 y la gente que daba el paseo nocturno iba disminuyendo a medida que se acercaba la hora de cenar.
—¡Mucho celosa! —hizo un gesto de cortarse la garganta con el dedo.
La chica sueca soltó una risilla y se contoneó.
—Yo buena competencia para ella, entonces.
Si no te degüella en el acto, pensó Ángel. Cuando llegaban al final del paseo mal iluminado y desierto, Ángel distinguió una figura apoyada en una pala a la orilla de la playa, bajo el dique.
—¿Qué estará haciendo?
La chica siguió la dirección de la mirada de Ángel y se echó a reír.
—Pescar, buscar marisco.
Cerca de ellos, en la oscuridad, Ángel vio a una mujer pelirroja, junto a un coche, que miraba nerviosa a un lado y otro del paseo, y luego al hombre que estaba cavando en la playa. Cuando Ángel y la chica rubia pasaron, la mujer sacó un cigarrillo del bolso, y lo encendió. Cuando él y la chica iniciaron el ascenso de la cuesta que llevaba a la vieja iglesia, Ángel se volvió a mirar con curiosidad. A la luz de las tiendas y los bares de enfrente, pudo ver al individuo que rellenaba un agujero y alisaba con cuidado la superficie de la arena. A continuación, él y la mujer corrieron hacia un pequeño Citroën amarillo aparcado bajo las palmeras, y se alejaron por el Paseo Marítimo.
El instinto policial de Ángel reaccionó levemente. ¡Qué extraño! ¿Qué habrían estado haciendo? En fin, el agujero era demasiado pequeño para enterrar un cadáver, se dijo, encogiéndose de hombros.
De vuelta en el vestíbulo del hotel, se despidió cariñosamente de la campechana sueca, que le dijo su número de habitación, y se volvió para encontrarse cara a cara con la mirada fría, furiosa y lacrimosa de Mercedes.
—Toma, la policía local trajo este mensaje urgente para ti. Será mejor que lo leas.
Y, dicho esto, se volvió bruscamente y se alejó muy tensa, hacia el comedor, sin dirigirle una mirada más.
La noche del 1 de agosto, en Sotogrande, la inspectora Elena Fernández se sentía ya agobiada de aburrimiento al segundo día de vacaciones. Sus opulentos progenitores eran amables, demasiado incluso, y la protegían de las manifestaciones de la vida normal.
Lo que más interesaba a su padre de Sotogrande eran los numerosos chalés que allí se habían construido. Habiendo amasado una considerable fortuna con el auge del negocio inmobiliario en Madrid durante los años sesenta y principios de los setenta, en los últimos años había iniciado sus actividades en este pequeño y elegante puerto pesquero, al noroeste de Gibraltar, y estaba en camino de doblar con creces su fortuna inicial. Había reservado el rincón mejor y más apartado, cerca de la Torre de Guadiaro, para construir su propia mansión, con acceso particular desde la playa, aunque ni siquiera él, para gran pesar suyo, podía impedir que los vulgares veraneantes invadieran lo que él consideraba territorio propio, puesto que la franja de quince metros desde la orilla, a lo largo de toda la costa, era patrimonio nacional y, por tanto, podían usarla todos los ciudadanos.
Después de cenar, la señora Fernández despidió a los sirvientes y pidió a Elena que la acompañara al hotel de cinco estrellas del pueblo, a cuyo club de golf su padre había dicho que iba a ir para encontrarse con sus socios.
—Podemos tomar allí café, Elena, cariño —dijo su madre en tono melifluo—. En el Palm Lounge siempre hay gente estupenda; podrías conocer allí a un joven rico y guapo. Después podemos echar una partidita, si quieres.
Elena sabía perfectamente que la única verdadera pasión de su madre en la actualidad era jugar al bingo, y que sencillamente quería tener una excusa para ir al hotel. El ánimo de Elena se ensombreció al comprender que tendría que pasar otras treinta noches como aquélla. ¿Por qué no podía hacer acopio del valor suficiente para romper de una vez con aquella tortura anual, y decirle a su padre que se iba a Portugal con un novio?
Tampoco es que hubiera muchos novios; en sus años de estudiante en la Complutense había tenido una serie de aventuras inocentes y tiernas y en la Escuela Superior de Policía había establecido una relación más seria con un hombre mayor. Pero esta última relación se había enfriado, debido sobre todo a la intervención de su madre, creía ella. El ser hija única de una familia acomodada la colocaba en una situación especialmente delicada. Sus padres se habían sentido horrorizados cuando ella decidió ingresar en la Escuela de Policía como una de las primeras mujeres que lo hacían, y se espantaron cuando terminó el curso con la mejor nota y luego cuando la nombraron inspectora.
Elena se enorgullecía de pertenecer al Grupo de Homicidios de la Brigada Criminal del comisario Bernal; fueron muchos los que fruncieron el ceño en la Dirección General de Seguridad, como se llamaba entonces, por su nombramiento y por el visto bueno de Bernal. Pero ella había hecho bien su trabajo y Bernal se había convertido para ella en un padre, mejor incluso que el de su propia sangre. Su jefe la trataba como a una profesional y ella sabía que encajaba perfectamente en el equipo.
Durante los últimos cinco años se había alejado del círculo social de sus padres, por lo que éstos se sentían resentidos. Deseaban que se «casara bien» y que les diera nietos que heredaran su fortuna; aunque ella nunca les había dicho nada, creía que debían haber cubierto mejor sus apuestas y haber tenido más hijos. A Elena le entusiasmaba cada vez más el trabajo policial y sabía que no renunciaría a su independencia por nadie.
Después de una hora y ocho juegos de sumo aburrimiento, Elena advirtió que su madre había entablado conversación con dos señoras de la alta burguesía, también de Madrid, que pasaban allí las vacaciones, y que las tres estaban claramente decididas a pasar una larga velada de cotilleo y juego.
—Mamá, se me está levantando dolor de cabeza. Creo que volveré a casa y me acostaré.
—Muy bien, cariño. Llévate el coche si quieres. Yo pediré luego un taxi.
—Oh, no, señora. Nosotras la llevaremos, no faltaba más.
—Qué amables. Toma las llaves, Elena.
—La verdad es que prefiero pasear. Son sólo trescientos metros. Y quizás el aire fresco me despeje.
—Entonces, ten mucho cuidado, cariño. Hay tanta inseguridad hoy día, con asaltantes y violadores en cada esquina… ¿Seguro que puedes volver sola sin problema?
—Pues claro —Elena tanteó el bolso—. Además, llevo la pistola.
Las otras dos señoras se sorprendieron muchísimo, y la señora Fernández dirigió a su hija una mirada de reproche.
—Es que mi hija es inspectora de policía de la Brigada Criminal. Mi marido y yo no queríamos, pero ya sabes, con los jóvenes hoy día, ¿qué puedes hacer? Claro que suponemos que la ascenderán pronto a comisaria…
Elena salió de la sala llena de humo a la calle bordeada de palmeras. El calor residual del día y el intenso aroma de los jazmines en flor la envolvieron como una túnica de seda perfumada, produciéndole la impresión de que realmente iba a levantársele dolor de cabeza. Sintió el aire más fresco del camino de la playa, con escaso alumbrado público, y captó la opalescencia de las olas que rompían suaves en el guijarral, a la escasa luz de la luna nueva. Tal vez debiera observar la antigua superstición gitana y lanzar una moneda de plata a la luna para que le diera suerte.
No se veía un alma en el ancho paseo y el sonido de los números del bingo y la música sentimental del hotel se fueron desvaneciendo, hasta que sólo se oía el agudo chirrido de las cigarras entre la hierba y el rumor de las olas.
Elena vio allá arriba las luces de la mansión de su padre y las lámparas que iluminaban el jardín en la elevada cuesta al final de la bahía.
Oyó de pronto un golpe en las escaleras del paseo, enfrente. Se detuvo sorprendida y se apoyó en la barandilla para mirar hacia la playa. Sólo podía distinguir los parasoles de palmas secas y las lonas que cubrían las sillas apiladas. Escuchó un rato, pero no oyó nada más. Quizás el viento hubiera tirado una silla.
Prosiguió su paseo más despacio, mirando de vez en cuando la playa oscura. Se acercaba ahora a uno de los tramos de escaleras que bajaban hasta la playa por el paseo. Oyó de pronto otro ruido, más fuerte, y una maldición apagada. Se detuvo de nuevo y asió el bolso, tranquilizándose con el pequeño bulto de su arma reglamentaria. Atisbó con cautela por el borde y creyó distinguir dos figuras oscuras bajo uno de los parasoles. Esperó, escuchando atentamente. Quizá sólo fuera una pareja de novios que estaban dándose un baño (en realidad hacía calor de sobra), o simplemente buscando un lugar tranquilo para hacer el amor. Las dos figuras oscuras que había vislumbrado parecieron fundirse ahora con las densas sombras y desaparecieron. Elena siguió su paseo, sin hacer ruido alguno con sus ligeros mocasines Gucci al pasar por el pico de las escaleras. Pronto llegó al empinado camino que llevaba a su casa, donde se detuvo a abrir las verjas de hierro forjado. Al volverse para cerrarlas de nuevo, vio dos figuras que corrían escaleras arriba desde la playa y subían a un coche aparcado enfrente. Sólo un par de amantes, como ella había imaginado, aunque le confundió que el hombre llevara lo que parecía una pala o algo por el estilo, y que metió en el maletero antes de alejarse a toda velocidad. ¿Habrían estado buscando mejillones? No sabía que hubiera mejillones en Sotogrande.
Al acercarse a la puerta principal, oyó el teléfono que empezaba a sonar y corrió a contestar.
—¿Paco? ¡Paco Navarro! Oh, qué alegría oírte. ¿Dónde está el jefe?
Escuchó, cada vez más complacida, a medida que la iba informando de que tenía que reincorporarse inmediatamente para cumplir una misión especial, y le faltó tiempo para subir a la planta de arriba a preparar el equipaje. El incidente de la pareja de la playa quedó de inmediato relegado a los lugares más recónditos de su mente.
El largo viaje en coche desde Madrid le pareció a Bernal agotador; prefería viajar en avión siempre que era posible, pese a los molestos retrasos y esperas en los aeropuertos, que parecían empeorar de un año para otro. Cierto que había tenido la compañía de Consuelo mientras su hermano conducía con desenvoltura; el coche era lujoso, tenía aire acondicionado y Consuelo era un buen copiloto.