—Please, please help me! For God’s sake help me!
—(¡Socorro, por favor, ayúdenme! ¡Ayúdenme, por amor de Dios!).
El maduro turista inglés y su jadeante esposa interrumpieron sorprendidos la subida, deteniéndose en las escaleras de piedra que zigzagueaban desde el Bajondillo a la calle de San Miguel de Torremolinos. Se agarraron y miraron nerviosos el oscuro callejón arriba y abajo; no se veía a nadie.
—Anda, volvamos al apartamento —dijo el barrigudo esposo—. Son casi las cuatro de la madrugada.
—Espera —repuso en tono imperativo la mujer, más intrépida, recobrando el aliento—. Alguien necesita ayuda.
Miró entonces hacia el rincón a oscuras del pub Britannia, cerrado ya, con las sillas y las mesas apiladas en la pequeña terraza triangular.
—El grito parecía venir de aquí.
—Ahí no hay nadie —dijo el marido, enfadado—. Anda, vamos. No debíamos haber jugado la quinta serie con tus antiguas compañeras de escuela. Me costó mil pesetas.
—La verdad es que perdimos porque juegas fatal al bridge —comentó ella, indignada.
El corpulento veraneante empezó a subir cansinamente la cuesta siguiente hasta una curva del empinado camino que cortaba en aquel punto la cara del acantilado. La mujer, pelirroja y rolliza, de cara sudorosa y enrojecida por el sol, se asomó por el pretil que daba a los tejados y azoteas del Bajondillo. A la difusa luz de la farola de la pared de enfrente distinguió un grupo de animalillos que correteaban por el tejado, evidentemente asustados.
—Son gatos —explicó la mujer—. Hay más de veinte.
—Seguro que ellos no gritaron pidiendo socorro —dijo lacónicamente el marido—. Anda, vamos, o nos atracará cualquier rufián y nos quitará los pasaportes y el dinero que nos queda.
—Pero alguien gritó pidiendo socorro; y en inglés, además. A lo mejor se ha caído por el acantilado.
—Sí, claro, y también podría ser una trampa —repuso el marido, en un cuchicheo alto y misterioso, pues había llegado ya a la siguiente curva del camino del acantilado—. Podría ser uno de esos drogadictos que busca dinero para su próxima dosis.
Obstinada, la mujer se quedó un rato escuchando y observando la extraña agitación de los gatos en el tejado a oscuras.
De pronto, oyeron el ruido de pisadas y el repiqueteo de latas vacías de bebida arriba, acompañados de un canturreo beodo.
—Anda, mujer, vámonos ya, por lo que más quieras, o tendremos que vérnoslas con una pandilla de borrachos.
Ella corrió a su lado y se quedaron en la parte exterior del camino; siete suecos fornidos, con el pecho al aire, lanzaban insultos al parecer inofensivos mientras bajaban a saltos los peldaños demasiado espaciados de la Cuesta del Tajo hacia el Paseo Marítimo y el apagado ruido de las olas más lejos en la playa.
El matrimonio inglés se encontró ahora en una zona deshabitada del callejón empedrado, en la que no había bares, tiendas ni pensiones y en la que una verja protegía a los transeúntes del borde de la escarpadura. Una vez más, el barrigudo turista se detuvo a tomar aliento y su inquisitiva esposa atisbo por el pretil.
—Ya no se oye nada —comentó la mujer—. Pero estoy segura de que allá abajo hay alguien herido.
—Olvídalo, ¿quieres? —jadeó el hombre, cansado por la subida, el exceso de cerveza ingerida y el húmedo bochorno que incluso a aquella hora de la noche le resultaba absolutamente agotador—. Procuremos llegar a casa sanos. Este pueblo está lleno de borrachos y vagabundos extranjeros y también de yonquis que le cortarían el cuello a su madre por dos duros.
La mujer se volvió de mala gana y le siguió de nuevo cuesta arriba, pasando sin prestarle atención el farol que parpadeaba bajo la pequeña imagen del Ángel de la Guarda, ante la que algún devoto había colocado una pequeña ofrenda de claveles rosas y rojos.
Cuando doblaron hacia la placita que señalaba el extremo sureste de la principal calle de peatones de San Miguel, que constituía durante el día el atestado centro comercial de Torremolinos —aunque a aquella hora avanzada estaba prácticamente desierta—, la inglesa pelirroja vio a dos policías municipales que charlaban junto a la sucia fuente.
—Voy a decirles que oímos a alguien pedir socorro —dijo la mujer, con resolución—. Es nuestro deber.
—Pero si no sabes español ni para preguntarles por su padre —protestó el marido, jadeante—, ya me dirás cómo vas a explicarles que crees que alguien se ha caído por el acantilado. Además, hoy no has traído tu libro de frases hechas.
—Me haré entender —afirmó ella, con esa arrogante seguridad de la burguesía inglesa, decidida a ser a la vez firme y paciente con los simplones agentes extranjeros.
Cuando se acercaba a los dos individuos de uniforme azul, éstos se apresuraron a echar al agua los cigarrillos que aguantaban en la palma de la mano y la saludaron cortésmente.
—Alguien necesita ayuda, agente —dijo la mujer muy alto y muy despacio, dirigiéndose al mayor de los dos policías, suponiendo, como suelen hacer los ingleses, que todos los extranjeros son sordos como tapias, además de infantiles—. Abajo en el acantilado. Tienen que ser ingleses.
Tiró al policía de la manga y señaló al otro lado del muro de enfrente, tras el restaurante instalado en las ruinas de la torre de uno de los molinos de viento que dieron nombre al lugar.
El municipal la siguió con evidente desgana y miró por el pretil y luego se volvió a ella, perplejo.
—¿Pierde usted algo, señora? —le preguntó, en inglés chapurreado.
—No, no, no he perdido nada —dijo ella, pronunciando las palabras meticulosamente—. Alguien está allá abajo perdido.
—Ah, ¿entonces usted no?
—No, yo estoy aquí, como pueden ver. Otra persona. Era voz de hombre, y hablaba en inglés —la mujer se impacientaba por momentos—. Necesita ayuda, por su tono, con mucha urgencia. ¿Irán ustedes ahora a investigar?
El agente de más edad observó el aire resuelto de la extranjera, y la saludó con gran cortesía.
—Sí, sí, señora. Iremos a investigar. Usted vuelva a casa.
—Muy bien. ¿Van ustedes a investigar?
—Investigaremos, sí, mucho. Ya vamos. Ahora, usted váyase con su hombre.
Ante esto, el rostro de la mujer, ya bastante enrojecido por el sol, adquirió el tono de la cresta de un pavo.
—Muy bien. Muy buenas noches, agente.
Cogió del brazo a su marido y ambos doblaron hacia San Miguel.
—«Mi hombre», ¿qué te parece? ¡Vaya impertinencia! Cualquiera pensaría que vivimos en pecado.
—No creo que fuera su intención insinuar que soy una de tus conquistas ocasionales —dijo el marido, un tanto burlón—. Lo que pasa es que su inglés no es mucho mejor que tu español.
La pelirroja se volvió a mirar con recelo a los dos municipales que, apoyados en el muro de contención, encendían nuevos cigarrillos.
—Creo que no tienen la más mínima intención de ir a ver lo que pasa.
—No te preocupes, cariño. Tú ya has cumplido con tu deber de ciudadana diciéndoselo.
Cuando la pareja de ingleses ya no podían oírles, el mayor de los municipales comentó a su compañero:
—Esas inglesas parecen acorazados y además atacan como si lo fueran —se tocó el codo derecho con cautela—. Tiene la fuerza de un profesional de lucha libre.
—¿Qué quería? —le preguntó entonces el más joven, que sabía poco más inglés que su compañero.
—Ha perdido algo en el acantilado. No entendí bien qué.
—Pues que vaya a buscarlo por la mañana, sea lo que sea. Vamos a ver esos clubes de la zona residencial. Recuerda que los vecinos se quejan de que la música sigue pasadas las cuatro de la madrugada.
El viernes 30 de julio a las 8.20 de la mañana, el comisario Luis Bernal esperaba en el andén de la Estación del Norte de Madrid el electrotrén para Salamanca que tenía la salida a las 8.30. Viajaba lo más ligero de equipaje posible; sólo llevaba un maletín con una muda de camisa y ropa interior y un par de pantalones ligeros. Dada su corpulencia y lo mucho que sudaba normalmente, procuraba evitar el intenso sol matinal; a aquella temprana hora, el termómetro ya había alcanzado los veinticinco grados. Aunque aquel viaje concreto no era precisamente de su agrado, era un alivio poder escapar, aunque fuera sólo temporalmente, del agobiante calor de la capital en pleno verano.
Bernal había pasado la mañana anterior en el bufete de un famoso abogado de la calle de Antonio Maura, estudiando la posibilidad de presentar una solicitud de divorcio; su esposa Eugenia seguramente se opondría por todos los medios a la disolución de un matrimonio del que ninguna de las partes podía decir que hubiera disfrutado. Luis estaba seguro de que lo que la hacía obcecarse en su actitud era la perspectiva de perder su estado civil, no en Madrid, donde no tenía vida social digna de mención, aparte de sus frecuentes coloquios con la alocada portera, sino en su pueblo, cerca de Ciudad Rodrigo, donde, como hija mayor, había heredado de su padre casi toda la tierra de la zona, prácticamente improductiva. La conocían allí como la Pétrea, o como la Comisaría.
El famoso abogado había aconsejado a Bernal que hiciera una última tentativa para convencer a Eugenia de que accediera a la separación formal, que derivaría posteriormente en divorcio por mutuo acuerdo y ahorraría a ambos años de demoras legales y que, además, permitiría una adecuada y correcta separación de bienes. Pero Bernal no era muy optimista respecto a sus posibilidades: hacía dos años que intentaba conseguir el consentimiento de Eugenia. Reconocía ahora que había puesto las cosas más difíciles por el hecho de haber seguido cohabitando con ella, al menos en el sentido formal. Si se hubiera trasladado definitivamente a su apartamento secreto de la calle de Barceló y se hubiera limitado a enviar a Eugenia una parte de su sueldo mensual para cubrir sus gastos de manutención y los gastos de su anticuado piso próximo a la calle de Alcalá, en tal caso, según le había explicado el famoso abogado, ahora no tendría problema para conseguir como mínimo una orden de separación.
¿Por qué siguió regresando día tras día a aquel espantoso domicilio, ingiriendo lo que se atrevía a tomar de los horrendos guisos de Eugenia y escuchando su incesante retahíla de lamentos sobre la sociedad moderna, amén de sus increíbles conversaciones con la portera medio loca? Volvía a última hora del día y se encontraba a Eugenia de rodillas ante la imagen, mitad del tamaño natural, de Nuestra Señora de los Dolores, y se acostaba luego cautelosamente junto a su austera y casta figura en el colchón deforme y combado, sostenido precariamente por el chirriante catre en aquella parodia de cámara nupcial… ¿Es que nunca sería capaz de deshacer aquel estrecho lazo amarrado por cuarenta años de costumbre, y del que, como bien comprendía ahora, dependía en parte?
Él no era nada eficaz cuidando de sí mismo, no sabría ocuparse de tareas domésticas como lavar o planchar, cocinar o hacer las camas, pero ganaba más que suficiente para pagar a alguien que lo hiciera por él, por supuesto. En su apartamento secreto, del que nada sabía su esposa, su amante Consuelo se ocupaba de todo, dividiendo el tiempo entre su trabajo en el Banco Ibérico, el cuidado de su madre inválida, y atender las necesidades sentimentales y domésticas de Bernal. Consuelo tenía cuarenta y tres años, unos dieciocho menos que Bernal, y poseía una gran energía y joie de vivre, sólo temporalmente mermadas, esperaba Bernal, por el dolor de la pérdida de su primer y único hijo (una niña). Pero Bernal estaba seguro de que volvería a ser la misma en uno o dos meses, en cuanto superara la reciente desgracia y su única incursión en la maternidad. Había conseguido que su hermano le dejara el dúplex de la nueva urbanización costera Puerto de Cabo Pino, cerca de Fuengirola, y deseaba que él se reuniera con ella el 2 de agosto para pasar juntos el resto del mes en la Costa del Sol, pese a que ninguno de los dos tomaba nunca el sol, ella porque tenía la piel muy clara y delicada y él por su constitución pesada y su palurda prevención contra todo lo que significara padecimiento innecesario.
Desde su punto de observación bajo los arcos de hierro forjado de la Estación del Norte, contemplaba Bernal la muchedumbre de viajeros que esperaban bajo el fuerte sol los trenes que les llevarían a Galicia y Portugal. Su experta mirada policial identificaba a los delincuentes de poca monta en los andenes atestados: mendigos y ciegos falsos, carteristas y ladrones de equipajes, falsos agraciados con décimos de lotería que, mediante el truco del tocomocho, intentaban convencer a los incautos de que tenían un boleto premiado en el último sorteo y que, por problemas familiares, les era imposible acudir a cobrarlo a la administración y estaban dispuestos a vendérselo a la víctima por una pequeña parte de su valor.
En su juventud, Bernal había tenido que tratar con aquellos delitos, que entonces parecían más numerosos e ingeniosos que en la actualidad; el auge económico de los años sesenta había reducido considerablemente la mendicidad y los fraudes menores de este tipo, pero la crisis petrolera de los años setenta había llevado a un nuevo resurgimiento de los mismos. Como jefe del Grupo de Homicidios Número 1, de la Brigada Criminal de la Policía Nacional, Bernal se ocupaba ahora de casos mucho más graves y en ocasiones de trascendencia nacional y, según él, mucho más difíciles de solucionar.
Encendió un Káiser y consultó el reloj de pulsera. Hasta el momento, su tren sólo llevaba diez minutos de retraso; y justo entonces vio el electrotrén rojo y plata que entraba en el andén. Tenía reserva de primera clase, así que no intentó abrirse paso entre los apresurados viajeros para subir al tren.
A primera hora del sábado 31 de julio, el inspector de guardia de la comisaría de la Policía Nacional de la plaza de Andalucía suspiró mientras examinaba la larga hilera de objetos perdidos colocados en la mesa, que ocupaba todo el largo del cuarto de guardia. Parecía mayor de lo que solía ser los viernes por la noche el botín de bares, clubes nocturnos y discotecas de Torremolinos.
El inspector refunfuñó al empezar a redactar la lista de más de ciento cuarenta objetos, casi todos talonarios de cheques de viaje, carteras con permisos de conducir, documentos de identidad nacionales o pasaportes, y cantidades considerables de dinero en diferentes monedas. Había que catalogarlo todo con los correspondientes nombres de los propietarios cuando era posible descifrarlos. El verdadero quebradero de cabeza del inspector, como siempre, eran los nombres extranjeros, pues nunca sabía exactamente cuáles eran los nombres y cuáles los apellidos, cuáles eran sus domicilios actuales y cuáles simplemente los lugares de nacimiento. Los verdaderamente complicados eran los pasaportes marroquíes, escritos en francés y árabe.
El inspector sabía por experiencia que al día siguiente por la tarde reclamarían casi todos los pasaportes y documentos de identidad, alegando sus propietarios que se los habían robado, aunque, en la mayoría de los casos, lo cierto era que se les habían caído del bolsillo cuando se hallaban demasiado bebidos para darse cuenta. Nunca dejaba de sorprenderle, sin embargo, la notable cantidad de cheques de viaje y dinero que nadie reclamaba; ¿estarían los propietarios demasiado asustados incluso para acudir a la comisaría a preguntar? ¿O daban su propiedad ya irremisiblemente por perdida? Suponía el inspector que si pretendían hacer reclamaciones a las compañías de seguros, éstas exigirían una copia de la denuncia oficial presentada para pagarles. Aunque era probable que ni siquiera se molestaran en hacer un seguro.
El inspector de guardia dejó un momento la lista a medio hacer y encendió un Ducados. Alzó otra vez el télex de la Interpol que había llegado hacía unas tres horas:
Pedimos policía de Málaga información sobre las siguientes personas, cuya desaparición ha sido denunciada por sus familiares:
1. Jean-Paul Morillon, ciudadano francés; estado civil: soltero; edad: diecinueve años; natural de Besançon; profesión: camionero; ojos y cabello castaño oscuro; tez oscura, altura: 1,82; peso: 75 kilos; bien formado; sin marcas especiales.
2. Henke Visserman, súbdito holandés; estado civil: soltero (menor); diecisiete años, de Rotterdam; profesión: estibador; 1,58 metros, 57 kilos aprox… cabello rubio, ojos azules; marcas especiales: cicatriz de operación de apéndice a la derecha del abdomen.
3. Henry Albert Marks, súbdito británico; estado civil: soltero; parado, dieciocho años, de Hackney, Londres; 1,75 metros, 68 kilos, cabello castaño claro, ojos color avellana, tez clara; marcas especiales: tatuaje azul en la parte superior del brazo derecho (un corazón atravesado por una flecha, con el nombre «Tracy»).
Los tres estuvieron en Torremolinos entre el 27 de junio y el 10 de julio pasados.
Sus respectivas familias no han vuelto a tener noticias suyas desde el 2 de julio en el caso de Morillon, el 6 de julio en el caso de Visserman, y el 10 de julio en el caso de Marks.
Se ignora si viajaban juntos o si se conocían. Ninguno de los tres tiene antecedentes penales en ningún país. Enviar cualquier información a la oficina central de París. Fin del mensaje.
El inspector de guardia refunfuñó al comprender lo que tardaría en examinar las denuncias de las últimas cuatro semanas y, más aún, en revisar los montones de fichas de inscripción policiales que debían cumplimentar obligatoriamente los propietarios de pensiones y hoteles con los datos de sus clientes, sobre todo porque sabía perfectamente que era frecuente que no hicieran una ficha para cada huésped cuando llegaban varias personas juntas y que otras veces, dada la baja condición de algunos establecimientos, ni siquiera se molestaban en hacer ficha ni pedir ningún dato a los clientes. Ojalá tuvieran los últimos ordenadores policiales de Madrid para verificar los millones de informes que se hacían anualmente en el aeropuerto de Málaga y en toda la Costa del Sol. De todas formas, era muy probable que aquellos jóvenes hubieran seguido viaje por la costa hacia Marbella, y que durmieran a la intemperie, en cuyo caso no había posibilidad de encontrar su ficha de inscripción. Muchos de ellos pasaban borrachos las veinticuatro horas del día, o colocados con chocolate u otras formas de marihuana, o incluso con drogas más fuertes, que llegaban a Torremolinos vía Algeciras o Málaga y que vendían los marroquíes en algunos bares y discotecas. Aunque la Interpol había enviado el mismo mensaje a todas las comisarías de Málaga, el inspector de guardia no creía que ninguna de ellas dispusiera del personal necesario para revisar todos los informes policiales y las fichas de inscripción de todos los hoteles y pensiones de la costa.
Por experiencia sabía que los jóvenes supuestamente desaparecidos solían viajar sin rumbo fijo por Europa durante meses, e incluso años, llegando a veces hasta Asia y la India, y comunicándose muy pocas veces con la familia, aparte de cuando necesitaban dinero con urgencia. Hacían trabajos ocasionales como lavar platos en bares y restaurantes, y algunos recurrían a delitos menores, o a la prostitución, en cuyo caso, si les detenían, se les expulsaba del país, con la oportuna observación en el pasaporte.
El inspector de guardia dejó a un lado el télex, y siguió con la lista de objetos perdidos.
El comisario Luis Bernal llegó a Ciudad Rodrigo a las 4.40 de la tarde, tras una larga espera exasperante en la estación de Salamanca para tomar el tren local, que llegaba hasta Fuentes de Oñoro, en la frontera portuguesa. Recordaba, de su primer puesto como cadete de la Guardia Civil en aquella zona, que esta línea de ferrocarril, de una sola vía, había pertenecido en principio a una pequeña empresa ferroviaria que fue absorbida a finales de los años treinta por la famosa Compañía del Oeste, que, a su vez, pasaría en 1942 a formar parte de la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles.
Los viajes en aquellos viejos trenes parecían interminables, con largas paradas en todas las estaciones para subir al tren el ganado, cargar mercancías, y abastecerse de agua los viajeros; tales paradas permitían a éstos estirar los miembros entumecidos por el viaje en aquellos bancos de listones de madera de los compartimentos de tercera clase, que carecían incluso de pasillo y servicios. Claro que, como apuntó el gran novelista Pérez Galdós, aquélla era la mejor forma de conocer a los compatriotas: en un compartimento típico podían coincidir una campesina que intentaba controlar a dos o tres inquietos chiquillos y a una gallina viva con las patas atadas colocada en la rejilla; un militar o un guardia civil apoyado en la culata de su fusil o ametralladora ligera; un pastor o un tratante de ganado envuelto en su capa de confección casera con un pliegue para las provisiones; una monja inclinada sobre su breviario; un funcionario de segunda que fumaba puritos canarios. Todos ellos compartían sus vituallas para la comida en ruta: la campesina, su enorme tortilla de patatas y cebollas y la «pistola» de pan; el pastor, el chorizo y la bota de vino con sabor a pez; el funcionario, la hogaza partida al medio llena de filetes de ternera fritos; la monja, el cesto de naranjas y caramelos; y el guardia civil, la frasca de aguardiente.
Hacía ya mucho tiempo que este espíritu comunal y afable había desaparecido, pensó Bernal, por la rápida modernización de la sociedad, la llegada del coche familiar, la presencia coactiva de los turistas extranjeros en los trenes modernos, el abaratamiento e impersonalidad esenciales del viaje; todo ello había acabado con la sensación de incertidumbre y aventura que producía en otros tiempos al viajero la inmensa soledad del paisaje español.
Cuando el taxista de Ciudad Rodrigo se detuvo en la plaza mayor del pueblo de Eugenia, Bernal sacó el maletín del portaequipajes y buscó en la cartera las dos mil pesetas que le había pedido, añadiendo doscientas de propina. Le parecía ofensivamente caro, pues todavía recordaba las dos pesetas con cincuenta céntimos que pagaba por el mismo trayecto en tartana en los años treinta, cuando cortejaba a Eugenia, aunque el viaje por las carreteras sin hacer de aquella época duraba unas horas más.
Éste fue el núcleo y la base de la España nacionalista, que apoyó desde el principio el levantamiento de Franco contra la Segunda República y que luego sería el granero del Movimiento Nacional franquista. Todavía hoy, cinco años después de haberse restaurado la democracia, Bernal creía que la región no había cambiado en absoluto y que se limitaba a esperar pacientemente que llegara una vez más su momento.
Bernal golpeó el viejo portón de mediados del siglo dieciséis de la casa de campo de Eugenia, de una sola planta. No hubo respuesta. Lo empujó y comprobó que no estaba atrancado. En la sala de estar de suelo de piedra y techo muy alto, que aún tenía las alcobas originales con cortinas a cada lado del hogar, vio que en éste se hacía un guiso a fuego lento en una gran perola de hierro; pero no se veía a nadie.
—¿Geñita? —llamó—. ¿Qué haces?
Se fijó en un montón de pañales recién planchados que había sobre la mesa de roble y supuso que ya había llegado su hijo Santiago con la familia para las fiestas del pueblo y el encierro. Vio la puerta de la despensa abierta de par en par y se acercó a echar una ojeada. Le sorprendió encontrarla convertida en un cuarto de baño moderno con los sanitarios de porcelana verde y azulejos decorados. Así que Eugenia cedía hasta este punto. Abrió los grifos del lavabo. Se agachó para ver las tuberías y descubrió que no estaban conectadas.
Muy propio de la parsimonia de Eugenia acceder a gastarse casi un millón de pesetas en la instalación del cuarto de baño y negar luego a éste su función no conectando el agua.
Se dirigió bastante furioso al corral cubierto de maleza que estaba rodeado en tres lados por cuadras hacía mucho tiempo vacías. No había rastro alguno de ella ni de su hijo y la familia de éste. Luis cruzó la abollada puerta del huerto lleno de malas hierbas, y allí encontró a su nuera sacando agua del viejo pozo.
—¡Papá! Qué sorpresa. Creíamos que no vendrías.
Luis se acercó a abrazarla.
—Sólo pasaré aquí una noche. ¿Dónde está mi nieto mayor?
—Santiago le ha llevado a ver cómo preparan la plaza de la iglesia para el encierro. El pequeño está todavía dormido —ella sintió un tirón en el cubo del pozo—. Papá, ayúdame. Me parece que se ha enganchado el cubo.
Bernal se inclinó sobre el brocal y tiró de la cuerda.
—Es mejor bajarlo y volver a subirlo.
Cuando empezó a sudar copiosamente a causa del ejercicio de bajar y subir el pesado cubo de madera, su nuera acudió en su ayuda. El cubo apareció de pronto con un fuerte «plaf», depositando a sus pies una gran tortuga.
—¡Vaya, otra vez esa tortuga! Mamá me dijo que estaba en el pozo. Dice que vive ahí desde que ella era pequeña.
—Es sencillamente antihigiénico —dijo Bernal, contemplando al viejo quelonio con sumo disgusto. La tortura alzó la cabeza confiada y olisqueó la brisa de la tarde—. ¿Por qué no pides agua corriente a los vecinos de enfrente?
—Mamá dice que esta agua está limpísima y que es más pura que la clorada de las tuberías, pero yo la hiervo antes de dársela a los niños.
—¿Y el servicio? —preguntó Bernal—. ¿Hay que seguir usando el montón de paja detrás del huerto?
—Me temo que sí.
—Es escandaloso —dijo Bernal, irritado—. Eugenia me prometió que antes del uno de agosto estaría conectada el agua. ¿Dónde está?
—En el huerto recogiendo «ratones», como dice ella. Creo que son una especie de nectarinas. Dice que va a hacer mermelada, pero la verdad es que son demasiado ácidos.
Bernal salió de la huerta, que evidentemente Eugenia había intentado escardar y regar, y pasó al gran huerto; no se la veía por ningún sitio. Se quedó mirando indeciso a su alrededor, hasta que sintió un golpe fuerte en el cogote. Alzó la vista y allí estaba su esposa, encaramada en las ramas de un árbol.
—Toma este cesto, Luis, y dame uno vacío.
—¿Pero cómo has conseguido subir sin escalera, Geñita?
—Pues de la forma normal…, como siempre…, trepando por el tronco. He cogido tal cantidad de estos riquísimos ratones este año que creo que les venderé una parte a los vecinos.
Bernal examinó el cesto de diminutos frutos verdes y birriosos y dijo, con un bufido:
—Pero si no sirven para nada, Geñita. Por amor de Dios, no montes otro número y te pongas en ridículo ofreciendo a los vecinos semejante porquería como si no tuviéramos ni dos cuartos.
—Pero ellos los quieren, Luis —objetó ella en tono quejumbroso—. Dicen que para hacer licor, y han ofrecido cincuenta pesetas el kilo.
—Lo que pasa es que les chantajeas como siempre, Eugenia, porque saben que toda su tierra es tuya.
—Bobadas, Luis. Ahora llévate ese cesto vacío y déjalo en el corral a la sombra. Y tráeme luego más cestos vacíos del cobertizo.
—¿Qué pasa con el agua, Eugenia? Me prometiste que ya estaría instalada.
—Los hombres vendrán un día de esta semana a hacerlo. Lo harán a cambio de la renta que me deben. Pero todo el asunto es un despilfarro increíble, Luis. Sabes muy bien que el agua la traen del lago artificial que han hecho junto al Duero. Estará sucísima y llena de greda.
—Será mejor que el que tenga tortugas.
—¡Sandeces! Esa vieja tortuga es pulcrísima. En realidad, te las hubieras comido en sopa, ¿no?
Considerándolo todo, pensó Bernal, preferiría no hacerlo. Se preguntó cómo plantearía de nuevo la cuestión del divorcio. Viendo allí a Eugenia, en su medio natural, con la falda negra arremangada al estilo del lugar para subir al árbol, y con el respaldo moral que significaba la presencia de su devotísimo hijo mayor y de sus innumerables parientes, reconoció que la tarea era poco menos que imposible.
Adoptaría su actitud normal de no entender el problema. ¿No llevaban casados casi cuarenta años con toda la autoridad de los sacramentos y la ley, no habían procreado como exigían las Sagradas Escrituras, no se había mantenido ella siempre sólo para él? Correría un velo, de buen grado, sobre sus pecadillos, fueran éstos los que fueran, y pediría que hiciera confesión general con el padre Anselmo en Madrid a la primera ocasión. Le había recitado repetidamente sus razones: sabido era que a su edad los hombres solían sentirse temporalmente atraídos por jovenzuelas frívolas que sólo querían quitar a otras mujeres más honestas que ellas lo que ellas no habían podido conseguir. Con la ayuda de Dios, conseguiría superarlo. Y etcétera, etcétera. Seguiría en sus trece, ninguna razón la conmovía. Cuando Bernal volvió cansinamente con dos cestos vacíos del corral, se encontró a Eugenia sentada bajo el árbol al que antes estaba subida, bebiendo agua de un botijo agrietado.
—Esta agua de nuestro pozo es deliciosa, Luisito. Tan rica como siempre. Anda, pruébala.
Bernal alzó el goteante botijo sobre la cabeza e intentó tomar unas gotas. Sabía a pescado.
—Está fresca y buena porque dejé el botijo al sol y la evaporación la enfría.
Luis decidió ensayar primero una táctica distinta.
—He hecho un cheque de un millón de pesetas, Geñita, a tu nombre, para que pagues el cuarto de baño.
—Todo esto es tirar el dinero, Luis. Mis padres, y antes de ellos sus padres y sus padres antes de ellos, nunca sintieron necesidad de semejantes lujos, y podían habérselos permitido, así que ya me dirás por qué hemos de permitírnoslos nosotros.
Se embutió con mucho cuidado el cheque en el bolsillo del delantal.
—Ésa no es la cuestión, Geñita. En realidad, tú quieres que esta propiedad se revalorice, para los chicos, ¿no es así? Pues si no la modernizas no lo conseguirás, y en cuanto te mueras, tirarán la casa y lo venderán todo a los especuladores, que se darán buena prisa en construir en tu tierra esos horribles chalés.
Ella se estremeció.
—Los chicos no harían nada de eso.
Sabía que la tenía en sus manos, porque detestaba todas las urbanizaciones de edificios bastante humildes que estaban ocupando las pocas parcelas de la aldea que no le pertenecían a ella o a su familia. Ella no vendería nada para nada, pese a la escasa calidad agrícola del terreno, y lucharía por sus lindes y por sus derechos de agua como una tigresa siempre que surgiera un conflicto.
El sobrado de la casa estaba lleno de documentos legales polvorientos, que constituían la lectura exclusiva de Eugenia, aparte de su devocionario. Escrutaba con una lupa la antigua jerga legal, murmurando para sí las frases y la toponimia como si constituyeran la confirmación ritual de su posición social en el pueblo. Muchas veces había sorprendido al juez de la zona y a varios brillantes abogados de Salamanca con su insuperable conocimiento de la tenencia de tierras de toda la comarca, y, en momentos decisivos, presentaba como prueba una antigua escritura de propiedad, la copia de un contrato de venta o incluso de un fuero real que se remontaba al siglo trece. Ganaba siempre el pleito, ya fuera porque el juez de mediana edad temía su figura severísima y enlutada, de nariz ganchuda, con aquel desconcertante parecido a la viuda del difunto dictador, o porque era incapaz de descifrar los rollos imponentemente auténticos de pergamino que ella manejaba con absoluta destreza y citaba en voz alta en latín, viejo castellano o leonés, con gran aplomo.
—Así ha de ser, Luis —prosiguió—. Quizá tengas razón en lo de la revalorización —admitió de mala gana—. Me encargaré de que los hombres conecten las cañerías mañana mismo.
Bernal decidió entonces que era el momento de pasar a cuestiones de mayor peso.
—Sabes que tengo que regresar a Madrid mañana, Eugenia. Hay muchísimo trabajo en las nuevas oficinas de Rafael Calvo. Aún no hemos pasado los archivos al ordenador. Sabes que tú y yo tenemos que volver a hablar del asunto de la separación legal. ¿Accederás a ello?
—Pero, Luis, por Dios, ¿aún no te has quitado de la cabeza esa estupidez? A un hombre de tu edad se le ocurren ideas muy absurdas. En vez de disponerlo todo para el otro mundo te estás volviendo tonto por éste. Anda, toma, ayúdame a preparar la fruta para hervirla. Luego iré a ver si ya está el puchero para la cena.
—Pero, Eugenia, tenemos que hablar de ello. Hemos de discutirlo. O no me dejarás más salida que pedir yo mismo la separación e irme de nuestro piso de Madrid.
—Tú haz lo que mejor te parezca, por muy pernicioso que pueda parecerles a todos los demás. Pero no esperes que yo vaya a ayudarte en tu locura, vamos, de eso nada.
—¿Y es ésa tu última palabra?
—La primera y la última, lo sabes perfectamente. Tú quieres pisotear la ley divina. Yo no puedo hacerlo, y no te ayudaré.
Friedrich Albert yacía semiinconsciente en el agobiante y persistente calor nocturno de La Nogalera, en el centro de Torremolinos, bajo las hojas correosas de un gran magnolio grandiflora, flotando en un mar de beatitud. El tercer porro que le había dado la chica holandesa de los pantalones cortos amarillos que permitían ver sus largas piernas blancas, le había sumido en un océano de ensueños increíblemente sensuales; se veía en ellos en un tibio estanque, lleno de nenúfares, entre un corro de jóvenes arias que le bañaban y le acariciaban las partes íntimas. La sensación era tan vívida e insólita que no advirtió en absoluto las ávidas manos que hurgaban en los bolsillos de sus pantalones cortos de algodón de bastilla deshilachada, ni el intento de quitarle la mochila en la que apoyaba la cabeza.
Casi todos los turistas extranjeros que habían llenado antes las terrazas de los bares que daban al pequeño parque rectangular tomando enormes copas de a litro de cerveza Cruz Campo, Coca-cola o Fanta de limón, se habían ido a las dos de la madrugada para entregarse a otros placeres a puerta cerrada, en tanto que los agotados camareros apilaban las mesas y las sillas para cerrar. Los fotógrafos, cuyos ayudantes colocaban monitos a los posibles clientes en el hombro, se habían retirado para alimentar a los animales cubiertos de pulgas y revelar sus pésimas películas en blanco y negro, mientras que los múltiples vendedores callejeros se habían reunido para contar la recaudación y tomar una cena tardía a base de hamburguesas de vaca con salsa de tomate.
Entre la confusión producida por la mezcla de la cerveza que había ingerido y la marihuana que había fumado, Friedrich Albert no advirtió la pequeña batalla que se desarrollaba bajo el magnolio, ni la apresurada huida del ladrón adolescente que había intentado quitarle la mochila y que había conseguido hacerse con su cartera y su pasaporte, viéndose acto seguido obligado a entregárselos al sonriente y fornido forastero.
Una vez a solas con el joven rubio alemán inconsciente, el alto forastero abrió la cartera y revisó su contenido: un talonario de cheques de viaje casi agotado y unos cuantos billetes españoles. Examinó el pasaporte de la República Federal Alemana y comparó la fotografía del mismo con la cara del joven dormido. Se quedó un buen rato mirando la gran llave atada a una etiqueta de plástico verde. Luego devolvió con cuidado los objetos al bolsillo de los pantalones del joven, colocó en una postura más cómoda la cabeza del chico sobre la mochila, y se sentó a esperar al borde del césped de La Nogalera.
Pasada más de media hora, Friedrich Albert empezó a manifestar el rápido movimiento de los ojos del durmiente que experimenta un sueño vívido; no tardó en abrir y cerrar los párpados una o dos veces. Pasaron en aquel momento dos policías municipales hacia la calle de San Miguel. El forastero alto encendió tranquilamente un cigarrillo y ofreció la cajetilla a los agentes.
—¿Está borracho?
—Drogado, creo. Se aloja en los Apartamentos Bajondillo. Le llevaré allá en cuanto vuelva en sí.
—De acuerdo. A su cuidado queda.
Los policías encendieron sendos cigarrillos y reanudaron la ronda. En la esquina de San Miguel, el más joven de los guardias miró hacia atrás.
—¿Conoces a ese tipo?
—Ah, sí. A estas horas de la noche anda siempre por ahí. Es un sudamericano que lleva una organización de ayuda para jóvenes con problemas; ya sabes, drogadictos, desertores y todo eso. Le llaman El Ángel de Torremolinos. Les lleva a su alojamiento, o les busca albergue, y hasta les da algo de dinero si les han robado.
—Es un trabajo bastante extraño, sobre todo en plena noche. ¿Es honrado?
—Creemos que sí. Dicen que era misionero. De las pocas personas bien intencionadas que corren por aquí. Además nos ahorra un montón de trabajo.
Algunos juerguistas que bajaban de las discotecas cruzaron La Nogalera cantando beodamente. No prestaron ninguna atención a la figura inmóvil que yacía bajo el magnolio, ni al pacífico fumador sentado a su lado en el césped. La entrada a la estación subterránea de la línea de la Renfe que va de Málaga a Fuengirola llevaba horas cerrada; el terral que suele soplar allí a esas horas arrastraba las bolsas vacías de patatas fritas y otros desperdicios; algunas noches, el terral es tan fuerte que los transeúntes tienen que cubrirse los ojos para protegerse de los desagradables remolinos de polvo.
Llegaron a la plaza de La Nogalera los regadores y empezaron a conectar las anchas mangueras a las bocas de riego para lavar la plaza y las terrazas y regar el césped y los diversos arbustos y árboles de La Nogalera; no había entre todos ellos ningún nogal, pese al nombre de la plaza. Cuando los regadores se aproximaron, soltando buenos chorros de agua, la inmóvil figura sentada del forastero alto cobró vida y sacudió suavemente el hombro del joven tumbado.
—Eh, despierta, que te van a empapar.
Friedrich Albert se agitó, refunfuñó, e intentó abrir los ojos. Se incorporó vacilante apoyándose en un codo y alzó la vista hacia el afable y sonriente desconocido.
—¿Dónde estoy? —preguntó en alemán.
El fornido forastero, que tenía una ligera noción de casi todos los idiomas europeos, le explicó que estaba en el centro de Torremolinos y que eran las cuatro de la madrugada.
—Intentaron robarte —añadió.
Vio al joven buscar instintivamente la cartera en el bolsillo lateral de los pantalones.
—No te preocupes, le impedí hacerlo y le eché con cajas destempladas.
—¿Quién eres?
—Pertenezco a una organización de ayuda a jóvenes que tienen problemas. Si quieres, te acompañaré a tu apartamento.
Un gran chorro de agua cayó en el suelo a su lado, sirviendo de aviso mudo para que despejaran el lugar.
—Vamos. Los regadores nos empaparán si no nos largamos.
Sabía de sobra que no lo harían, pues son sumamente diestros en evitar mojar a conductores y transeúntes por igual. Ayudó al joven a ponerse en pie y dejó que se tambaleara vacilante al borde del césped.
—Vamos, te llevaré la mochila. ¿Dónde te hospedas?
El joven alemán se rascó la cabeza rubia un tanto desconcertado y señaló hacia la calle de San Miguel.
—Creo que queda por ahí. Hacia el mar.
El alto forastero le agarró el brazo con firmeza y le guió hacia la estrecha calle.
—Tranquilo, vamos. No te apures. ¿Bebiste mucha cerveza?
—Algunas Steinen, sí. Pero es que una chica holandesa me dio un poco de hierba. Es lo último que recuerdo.
—Bien, no te preocupes. Creo que no has perdido nada, y mañana te encontrarás mucho mejor.
Con paciencia infinita condujo al joven turista calle de San Miguel abajo, pasando por los comercios y los cafés cerrados y a oscuras, rodeando la pequeña fuente del restaurante Windmill, y por la larga serie de tramos de escaleras de la Cuesta del Tajo, hacia el Paseo Marítimo. El embriagante aroma de los jazmines en flor les envolvió al pasar bajo la hornacina que acoge la imagen del Ángel de la Guarda.
El joven alemán hacía eses de vez en cuando; agradecía el fuerte brazo que le aguantaba y también el no tener que llevar la mochila.
—¿Recuerdas cómo se llama el sitio en que te hospedas?
—Sólo me inscribí. Pasé media tarde buscando habitación. Queda cerca de la plaza del Lido. Una especie de jardín rodeado de dos plantas de casas. Tuve que volver a subir hasta aquí a buscar el equipaje a la oficina de turismo.
—Creo que conozco el sitio.
Salieron de la zona iluminada por el farol encendido bajo la imagen al tramo oscuro del empinado camino del acantilado. El parapeto que les separaba de la larga pendiente que daba a los tejados del Bajondillo les sirvió durante un rato de lugar de reposo. El forastero alto encendió un Winston y ofreció otro al joven alemán.
—Danke. No fumo.
El fornido forastero sonrió y rió para sí. Vaya, el chico no fumaba, pero porros sí.
Abajo, en los tejados, alguien dio un súbito alarido, casi como el de un niño, que sobresaltó al joven alemán.
—Was ist das?
—Supongo que mis gatos que se están peleando.
—¿Tus gatos?
—Bueno, digo que son mis gatos, aunque, en realidad, son gatos callejeros. Algunos son verdaderamente feroces. Tendrías que verles atacarse y pelearse. Sólo son míos porque les doy de comer, ¿comprendes? —sonrió cautivadoramente—. Ahora vamos a casa. Te vendrá bien dormir un poco.
—Y que lo digas —el joven alemán sonrió agradecido al tranquilizador forastero y le agarró el brazo, en un gesto de camaradería—. Vámonos ya.
No vio la mueca de intensa crispación de su compañero cuando le agarró del brazo ni advirtió la súbita rigidez de sus músculos. Luego, sin saber cómo había llegado hasta allí, Friedrich Albert se encontró completamente relajado en una cama doble blandísima, en una habitación cubierta de tapices de seda y decorada con grandes floreros de espigas de gladiolos. Volvió a soñar que estaba de nuevo en el estanque lleno de nenúfares, atendido por rubias huríes, sólo que ahora se quedó horrorizado al verlas convertirse en furiosos gatos famélicos, sarnosos e infestados de pulgas.
Sólo después, mucho más tarde, llegarían los ultrajes extrañamente inhumanos, el horror traumático, la sangre cegándole, el dolor desgarrador y ardiente y, al fin, la oscuridad.
El comisario Luis Bernal regresó a Madrid el sábado, 31 de julio, de pésimo humor. Bien es verdad que había llegado antes de lo que esperaba porque había logrado hacer una buena combinación tomando en Salamanca el expreso destino Irún hasta Medina del Campo y allí había enlazado, casi inmediatamente, con el Europa-express a Madrid-Chamartín. Como sólo eran las 5.45 de la tarde, decidió tomar un taxi e ir directamente a la nueva sede de la Policía Nacional, en la calle Rafael Calvo para ver cómo le iba a su segundo, el inspector Francisco Navarro, con el traslado del viejo edificio de la Puerta del Sol.
No es que a Bernal le preocupara nada a ese respecto. Paco era el inspector más eficaz de la Brigada Criminal, experto en archivos y en trabajo burocrático en general. No había trabajado fuera de la oficina desde hacía más de veinte años, salvo en emergencias, y era por naturaleza tímido con la gente y oficinista por inclinación. En los cinco días transcurridos desde el traslado de todos sus papeles de los ruinosos y atestados despachos de la calle de Correos, Paco había logrado imponer un cierto orden y había conseguido que les proporcionaran archivadores y demás mobiliario preciso.
En el taxi que llevó a Bernal por la Castellana desde la nueva y flamante estación de Chamartín hacía un calor sofocante, y la ciudad parecía aún más desierta que cuando se había ido el día anterior. Eran los días cruciales de la «operación salida», en la que más de un millón y medio de madrileños salen de la ciudad rumbo a la sierra o la costa, dejando paseos, avenidas y rondas casi sin tráfico y medio desiertas las terrazas de los cafés. Sólo quedaban en la ciudad la gente demasiado pobre para irse de vacaciones, los trabajadores que habían tenido la desgracia de elegir julio o septiembre para su período anual de vacaciones y los «Rodríguez» que habían llevado a sus esposas e hijos a sus chalés de la montaña o a sus apartamentos de la costa y que, sin la familia, esperaban darse la gran vida y aprovechar al máximo lo que quedaba de vida nocturna en la ciudad.
El taxi paró delante del resplandeciente edificio de hormigón y cristal color cobre de la calle Rafael Calvo. Bernal pagó al conductor. Buscó en el bolsillo su nuevo pase especial y se lo enseñó a los guardias de aire aburrido y uniforme beige y castaño de la entrada. Le saludaron y le permitieron pasar por las puertas controladas eléctricamente.
Bernal se sentía perdido en el inmenso vestíbulo de paredes de mármol; buscó con la mirada los ascensores para subir a la sexta planta. Allí encontró al inspector Navarro colocando un letrero de aluminio en su impersonal dependencia de oficinas: Grupo de Homicidios Número 1: Comisario L. Bernal.
—Es muy elegante, Paco.
—Recién llegado de los talleres, jefe.
Navarro se limpió la mano con el pañuelo y saludó a su superior.
—Espera a ver la terminal de ordenador que nos han dado. Creo que nunca llegaré a dominarla, jefe. Estoy encantado de que hayas llegado.
Escoltó a Bernal a su despacho particular.
—¿Se han ido ya todos los demás de vacaciones, Paco?
Bernal suponía que su elegante inspectora Elena Fernández se habría ido con sus padres a la mansión costera de la familia en Sotogrande, mientras que su inspector más joven y rebelde, Ángel Gallardo, estaría camino a Benidorm o algún otro lugar de vacaciones parecido, con una o dos de sus muchas novias para divertirse durante un par de semanas.
—Elena se fue ayer, jefe, y supongo que los demás estarán para irse, aunque no creo que Lista y Miranda vayan mucho más lejos de la sierra de Guadarrama con la familia.
Sonó un teléfono en el despacho exterior y Navarro fue a averiguar cuál de ellos era.
—Todavía no me he acostumbrado a esto, jefe. Debe ser el teléfono interno —descolgó el aparato y escuchó un momento—. Es para ti, jefe.
Tapó el micrófono con la palma de la mano.
—Es la secretaria del director. Quieren que asistas a una reunión de comisarios urgente dentro de media hora. ¿Le digo que estás fuera de la ciudad?
Bernal suspiró y se puso al teléfono.
—Será mejor averiguar de qué se trata.
La oficina del director de Seguridad del Estado aún seguía en el edificio de Gobernación de Puerta del Sol, en el antiguo centro de Madrid. Este edificio imponente, coronado por un reloj Normal, cuyos diminutos carillones eran familiares a todos los españoles por los partes de Radio Nacional, se construyó, en principio, como central de correos, que se trasladaría en los años veinte al nuevo edificio «pastel de boda» irónicamente conocido como «Nuestra Señora de las Comunicaciones», de la plaza de Cibeles. Esta mole rosa y blanca, mucho más antigua, había sido destinada mucho antes al Ministerio del Interior, popularmente conocido como Gobernación.
Bernal salió del coche oficial que Navarro le había pedido y enseñó su placa dorada a los cuatro policías nacionales que hacían guardia en la entrada principal. Se preguntó cuántos individuos del mismo rango que él llegarían el día anterior a las vacaciones de agosto, cuando tradicionalmente todos los ministerios aminoran el ritmo al mínimo hasta la tercera semana de septiembre. Le parecía que todavía ayer los funcionarios públicos de Franco solían seguir la vieja tradición monárquica y trasladarse con todo el equipo a San Sebastián desde el diecinueve de julio al día de las Mercedes, el veinticuatro de septiembre, mientras el Caudillo pasaba el verano agasajando a sus invitados a bordo del Azor y navegando entre El Ferrol y la capital veraniega. La restaurada monarquía borbónica y su familia preferían una participación más breve y activa en los deportes estivales y se trasladaban al palacio de Marivent de Palma de Mallorca, donde el rey Juan Carlos participaba en regatas. En la actualidad, los funcionarios públicos, o al menos algunos, tenían que quedarse en la capital mientras que los ministros volaban a Mallorca para celebrar audiencias ocasionales con el rey.
Nada más entrar en Gobernación, el olfato agudísimo de Bernal captó el peculiar olor a problemas y su mirada advirtió una actividad extraordinaria. Había una crisis, estaba seguro. Además, ¿quién recordaba una reunión de todos los comisarios, convocada de improviso, aparte de cuando asesinaron al vicepresidente del Gobierno en diciembre de 1973?
Al final de la caja de escalera de barandilla dorada, le recibió su antiguo enemigo, el subsecretario, que parecía nervioso y angustiado.
—Gracias a Dios que no se ha ido de la ciudad, Bernal. Supongo que muchos de sus colegas ya lo habrán hecho y que tendremos que avisarles para que vuelvan urgentemente.
—¿Qué pasa, señor secretario?
—El director se lo explicará cuando estén todos reunidos. Es alto secreto.
En una espaciosa sala de juntas, que da a la Puerta del Sol, Bernal encontró a muchos comisarios compañeros suyos, incluido Zurdo, al que saludó efusivamente y felicitó por su reciente ascenso a subcomisario con mando sobre su propio grupo de homicidios.
—¿Sabes qué pasa, Zurdo?
—Algo relacionado con ETA militar, tengo entendido. Una nueva amenaza a Seguridad, dice el sargento de recepción.
—Bueno, él siempre sabe más que el director. ¿No se tratará de otro comando de ETA en la capital?
—Tiene que ser más grave, jefe, porque han convocado a los jefes de todos los grupos, incluidos los de antivicio y drogas.
Cuando entró en la sala el director, acompañado por el subsecretario y el comisario jefe de la nueva sección antiterrorista, se hizo el silencio. El director, un individuo bajo e imponente, se sentó a la cabecera de la mesa y pidió a los quince comisarios reunidos que tomaran asiento. El subsecretario, entretanto, recorrió la mesa de conferencias repartiendo pomposamente carpetas de tapas azules.
—Caballeros, parece ser que la mayoría de sus colegas ya se han ido —se oyó un breve rumor de risas, rápidamente acallado—. No se preocupen, serán reclamados para un servicio especial igual que todos ustedes.
El director se volvió entonces a la pared de detrás, bajó una pantalla de proyección y pidió que cerraran las persianas. Uno de sus ayudantes conectó un proyector y se apagaron las luces.
—Pueden ver ustedes en la pantalla una ampliación del comunicado de ETA militar que se ha recibido esta mañana en la oficina de Información. Hemos comprobado su autenticidad cotejándolo con las claves convenidas.
Siempre le había parecido a Bernal increíble que los gobiernos legalmente elegidos debieran establecer previamente códigos de identificación con organizaciones terroristas de cualquier tenor, aunque sabía que, en la actualidad, era ésta una práctica mundial.
—Verán ustedes que el comunicado exige la inmediata retirada de la Policía Nacional, la Guardia Civil y las fuerzas armadas de las tres provincias vascas y de Navarra y la inmediata creación de un Estado vasco independiente a ambos lados de los Pirineos —se oyeron jadeos entre la audiencia, pero Bernal guardaba silencio junto a Zurdo—. Este mediodía se ha celebrado con carácter urgente un Consejo de Ministros, y el presidente ha ido a Palma para consultar con Su Majestad el Rey. He de informarles que la decisión del Consejo es irrevocable: no existe la menor posibilidad de acceder a ninguna de sus demandas —se produjo un fuerte murmullo de aprobación—. ETA concede al Gobierno setenta y dos horas; transcurrido ese plazo, si sus peticiones no han sido atendidas, empezará a provocar explosiones en los principales centros turísticos, sin ningún tipo de aviso previo.
Los comisarios protestaron enérgicamente. El director alzó la mano pidiendo silencio.
—El ministro del Interior me ha dado instrucciones de que tomemos todas las medidas de que dispongamos para frustrar estas amenazas. Además, el ministro de Defensa ha pedido a la Junta de Jefes de Estado Mayor que ponga en estado de alerta a los grupos de neutralización de explosivos del Ejército, y nuestro ministro ha ordenado alerta permanente a los geos —el Grupo Especial de Operaciones—. No nos cabe la menor duda de que las fuerzas policiales provinciales y la Guardia Civil no disponen en este momento de los efectivos humanos necesarios ni de recursos suficientes para afrontar una amenaza de esta magnitud, y menos aún si tenemos en cuenta que mantienen ya la vigilancia de unos cuarenta millones de turistas durante toda la estación veraniega.
El director pidió que encendieran las luces y bajó el mapa político a gran escala de la península.
—Sólo por poner un ejemplo, la fuerza policial de Málaga que atiende normalmente a poco menos de medio millón de habitantes, ha de ocuparse durante el verano de casi cinco millones de personas, la mayoría de las cuales proceden del norte de Europa y apenas si hablan una palabra de español. Pueden ver ustedes ahora en el mapa la situación de los principales centros turísticos y su distribución a lo largo de las provincias costeras de las distintas regiones militares: la costa del norte, desde San Sebastián a Santander y de Gijón a Galicia, donde la mayoría de los veraneantes son nacionales o franceses —hizo una breve pausa—. En las carpetas que tienen ustedes delante, encontrarán datos y cifras del Ministerio de Información y Turismo sobre la pauta general del turismo de verano. Me parece que existe un escaso riesgo de explosiones en Guipúzcoa, ya que normalmente ni siquiera los perros muerden a los suyos.
Se oyó de nuevo murmullo de risillas entre algunos de los reunidos.
—Aparte, claro está, de los habituales tiroteos e incendios a vehículos franceses.
Tomó un puntero largo de madera y señaló con el mismo las costas sur y oriental de la península.
—Sin duda alguna, nuestro mayor problema está aquí. A lo largo de las costas, desde la Costa Brava a la Costa Cálida de Cartagena, y luego desde Almería hasta Málaga y la Costa del Sol, llegando hasta Sotogrande. El riesgo es mucho menor en la costa hasta el Estrecho y del Estrecho a Cádiz y a la desembocadura del Guadalquivir. Los objetivos principales tienen que ser Calella de Palafrugell, Lloret de Mar, Tossa de Mar, Calpe, Benidorm, Alicante, La Manga, Nerja, Torremolinos, Fuengirola, Marbella y Estepona, ya que es donde se da la mayor concentración de turistas —se volvió de nuevo hacia el mapa—. Como ven ustedes, ahora hay un gran número de fuerzas policiales provinciales implicadas en la operación que vamos a preparar. La llamaremos Operación Guardacostas. El objetivo inmediato es reforzar la vigilancia y supervisión, a cargo de agentes de paisano, de los principales centros turísticos, y también de algunos menos importantes, con todos los grupos de los que podamos disponer de las ciudades del interior, cuya población se ve reducida casi a la mitad debido al éxodo veraniego, pero tal seguimiento ha de ser realizado con el máximo secreto. No podemos permitir que los delincuentes locales lleguen a la conclusión de que les dejamos el campo libre durante el resto del verano —hubo otro rumor nervioso de risillas entre sus oyentes—. El comisario jefe del nuevo Mando Único Antiterrorista, a quien casi todos ustedes conocen, les explicará a continuación detalladamente cuál va a ser el cometido de sus respectivos grupos; luego, el subsecretario les indicará sus destinos.
Bernal observó con curiosidad al jefe de este nuevo cuerpo que en realidad no era más que la renovación de la antigua sección de Información. Le recordaba como un joven inspector agresivo de la policía sociopolítica en los primeros años de posguerra; era entonces decidido partidario de extirpar de cuajo a todos los que albergaran las más leves tendencias liberales y enviarlos a «campos de rehabilitación», o mandarlos directamente a las cuadrillas de ejecución, según la gravedad relativa de su apoyo a la «funesta Segunda República». Cuando este comisario jefe, que andaría ahora por los sesenta y tantos y sobrepasaba la edad de retiro oficial, se puso en pie para dirigirse a los reunidos, Bernal vislumbró la mirada dura y ardiente y la boca de labios finos y sensuales que viera una vez en un retrato de Berruguete del gran inquisidor Torquemada. Con qué frecuencia estos individuos fríos y bigotudos se repetían en el desgraciado Gobierno de España, pensó Bernal. ¿Era fervor religioso extremado lo que les impulsaba o un auténtico odio hacia sus congéneres? Bernal advirtió que todos sus compañeros, que al igual que él, se habían vuelto hacia el colorado y barrigudo azote de comunistas y masones en un tiempo, y de terroristas en la actualidad, le temían, ya que ninguno de ellos osaba mirarle a los ojos tal como hacía con osadía Bernal en este momento.
El comisario jefe sintió el sereno escrutinio a que Bernal sometía sus rasgos pulposos y autocomplacientes, e intentó devolverle la mirada fija y sin pestañear, igual que había hecho en los días en que encerraban a los miembros de las checas de Madrid, en abril y mayo de 1939. Bernal aguantó tranquilamente la mirada feroz de su antiguo y secreto oponente, casi tan penetrante como la de la comadreja que intenta hipnotizar al conejo. Tan sorprendido estaba con el gran parecido del individuo al retrato de Torquemada que se sentía incapaz de desviar la mirada aunque deseara hacerlo.
El poder de estos inquisidores se desvanecía rápidamente, pues incluso el actual Gobierno vacilante de centro derecha sentía fuerza suficiente para hacer caer a estas figuras tiránicas al menor signo de debilidad en la represión del terrorismo regional. Todas las actividades de las fuerzas de la ley y el orden se hallaban hoy mucho más abiertas a la crítica en la prensa, especialmente en El País y Cambio 16, e incluso el poder judicial, parcialmente reformado, estaba adquiriendo un nuevo espíritu de independencia y empezaba a hacer sentir su peso.
Bernal se sentía a tono con los nuevos tiempos; esta figura pertenecía a los cuarenta años de represión franquista y los días de su continuado ejercicio del poder puro e irresponsable estaban contados, sin lugar a dudas.
Tras una pausa embarazosa, durante la cual sus colegas tosían nerviosos y manoseaban con torpeza las carpetas azules o encendían cigarrillos, el comisario jefe dio por concluido su intento de hacer que Bernal se sometiera al pequeño acto de obediencia de ser el primero en bajar la mirada, e indicó al operador que proyectara en la pantalla una serie de fotos policiales.
Bernal sintió una alegría infantil por la pequeña victoria, pero se preguntó cuánto le costaría posteriormente.
—Caballeros, éstos son los retratos que ha conseguido mi grupo de los miembros de ETA militar que queremos capturar.
Cuando las luces se apagaron una vez más, los comisarios reunidos observaron fijamente las rígidas fotografías en blanco y negro. Casi todos aquellos terroristas vascos (o luchadores por la libertad, según el punto de vista político de cada cual, pensó irónicamente Bernal), aparecían en la pantalla con una serie de disfraces, a veces bien afeitados y con el pelo bien cortado, en fotos sin duda tomadas años antes, a veces, en instantáneas secretas más recientes, con barba y bigote, y con el cabello más largo e incluso teñido. Bajo cada serie de fotografías figuraba el nombre y los alias, incluido el nombre vasco de guerra.
—Todos estos terroristas han sido arrestados en redadas anteriores —siguió diciendo el comisario jefe—, pero el Gobierno, en su infinita sabiduría —susurró estas palabras con ironía seria y peyorativa—, les ha liberado para que vuelvan a las calles de nuestras ciudades o les ha permitido cruzar la frontera con Francia. Sé que les parecerá increíble, pero estamos librando esta miniguerra civil con las manos atadas a la espalda.
El director de Seguridad del Estado empezó a dar muestras de inquietud, Bernal podía advertirlo en el reflejo de la pantalla vacía ahora.
—Ahora —prosiguió el jefe de la unidad antiterrorista—, todos los recursos del Estado han de dedicarse a una pandilla de cincuenta o sesenta bandidos que raptan a los ciudadanos para pedir un rescate, como hicieron hace unos meses con el padre del cantante Julio Iglesias, y que exigen dinero de extorsión por protección, o «impuesto político», a los hombres de negocios, para adquirir armas y explosivos con los cuales asesinar a nuestros militares, soldados, policías, y guardias civiles. ¡Nuestra tarea ha de consistir en barrerles de la faz de España y volver a los cuarenta años de coexistencia pacífica!
Cuando la voz del comisario jefe se elevó en este último grito fanático, el director dio una vez más muestras de inquietarse, pero no se atrevió a intervenir.
—Estos criminales roban grandes sumas de dinero en nuestros bancos para comprar armas en el extranjero, roban explosivos de nuestros arsenales, y hacen intercambios con terroristas extranjeros. El armamento de que disponía ETA político-militar y que conseguí capturar en febrero de este año era suficiente para llevar a cabo una guerra de tres meses de duración. Gracias a Dios, en estos momentos no disponen de tal arsenal, a ningún nivel. ¡Y vamos a hostigarles!
Menudo hostigamiento, pensó Bernal, si ETA militar reformada era capaz de cumplir sus amenazas a todo el comercio turístico, tan vital para la balanza de pagos del país.
—Tenemos que encontrar a esos individuos, sobre todo a los ocho de las fotos que han visto y de las que encontrarán copias en sus carpetas, y también de las dos mujeres, que son tan sanguinarias e implacables como ellos —el comisario jefe les invitó ahora a estudiar el esbozo de la Operación Guardacostas que figuraba en el expediente que les habían dado—. La labor de sus respectivos grupos en cuanto les hayan sido asignados los lugares concretos de destino, será descubrir a estos comandos de ETA: no sólo mediante búsqueda y captura, sino disparando a matar en cuanto les vean. ¡No les den más oportunidades de las que darían a un perro rabioso!
El jefe de la unidad antiterrorista pidió que subieran las persianas y se volvió al mapa mural. Bernal observó que no volvía a intentar encontrar su mirada como antes. Parecía ebrio, no de alcohol, sino de poder. Tomó el largo puntero.
—La brigada de neutralización de explosivos y los geos se están acuartelando en puntos clave como Tarragona, Cartagena, Sevilla, Jerez, Santiago de Compostela y Santander. Ya hay suficientes grupos de los mismos permanentemente en el País Vasco. La policía de Barcelona se ocupará de las costas catalana y balear. Precisamente durante todo agosto es sólida allí la seguridad por tierra, mar y aire, debido a la residencia temporal del jefe de Estado en Mallorca.
Bernal advirtió que no se refería directamente al rey o a la familia real; para semejante dinosaurio era como si el Movimiento Nacional siguiera existiendo en todas sus manifestaciones y con sus mismas estructuras originales y verticales.
—El jefe de Seguridad de Cataluña está en contacto directo conmigo en todo momento, por si fueran necesarios refuerzos. Los grupos de Madrid se concentrarán principalmente en reforzar los centros del sur y del sureste, que es donde radica la mayor amenaza, y, en menor medida, los del norte. Bajo la dirección de mi Mando Único, tendrán ustedes poderes para pasar por encima de las autoridades locales y llevar a cabo cualquier acción que consideren necesaria para evitar las explosiones y acabar con estos asesinos. Si se produce cualquier incidente, deberán informarme de inmediato para la valoración del mismo. ¡Pero disparen primero y cuéntenmelo después!
De nuevo tuvo Bernal la impresión de que esto era demasiado para el director de Seguridad del Estado, que en esta ocasión intervino:
—El comisario jefe y yo esperamos sus informes absolutamente detallados sobre cualquier incidente que se produzca y daremos las órdenes necesarias y enviaremos los refuerzos que nos pidan. En cuanto a la publicidad, el bloqueo ha de ser absoluto: no se hará ninguna declaración a la prensa, la radio ni la televisión sobre la Operación Guardacostas, ¿entendido?
Bernal se atrevió a plantear en este punto una pregunta.
—¿Y cómo podremos impedir que quienes oigan la explosión, en caso de que se produzca, lo cuenten?
—El ministro del Interior se ocupará de eso, comisario —dijo el director—. Se invocarán medidas de emergencia y se enviará un comunicado en tal sentido a los directores de periódicos y agencias de noticias.
—¿Y la prensa extranjera, cómo impediremos que lo publique?
—Ésa es una pregunta para el ministro de Asuntos Exteriores.
Bernal no veía cómo podría evitarlo nadie, a menos que procedieran a censurar los partes y a interceptar todos los teléfonos (tarea imposible, dada la comunicación directa desde las cabinas telefónicas y los millones de turistas que llamaban a diario a sus casas). Difícilmente podrían mantener a todos incomunicados. Estaba claro que el ministro no había pensado detenidamente en el asunto. Pero Bernal no insistió.
Cuando la reunión concluyó, Bernal miró burlonamente a Zurdo.
—¿Tú comprendes cómo vamos a impedir que se publiquen noticias sobre las explosiones?
—No, jefe. La verdad es que se me escapa. Los corresponsales extranjeros se echarán encima en el acto y las emisoras de radio extranjeras y los periódicos lo publicarán de inmediato.
—Exacto. Y precisamente es en los centros costeros donde se venden más periódicos extranjeros.
Tuvieron que hacer cola delante de la mesa del subsecretario para saber adónde les enviaban. Cuando le llegó el turno a Bernal, el funcionario nombrado políticamente, con el que el comisario nunca se había llevado bien, alzó la vista con cierto júbilo.
—Su grupo ha sido asignado a la sección de Málaga, comisario. El comisario jefe de la brigada antiterrorista ha pedido concretamente que se le asignara a usted Torremolinos, dado su historial y experiencia, y el hecho de que es un objetivo seguro. El director quiere que su grupo esté en Málaga el lunes por la noche como muy tarde. El ultimátum termina el día tres al mediodía.
Bernal no hizo comentarios. Aunque, debido a los planes de Consuelo para las vacaciones, hubiera sido mucho más conveniente Marbella o Fuengirola, también podrían haberle asignado a un lugar mucho peor, como Gijón o Santander, por ejemplo. Esperó a Zurdo y le alegró saber que él iría a Fuengirola.
—Al menos tendré un amigo bastante cerca, Zurdo. De todas formas, pensaba pasar quince días de vacaciones cerca de tu zona.
—Es estupendo, jefe. Entonces, nos veremos el lunes por la noche en Málaga.
Antes de salir de Gobernación, Bernal telefoneó a Navarro a la nueva sede del grupo y le explicó el toque de llamada y la misión especial y su destino.
—¿Puedes enviar mensajes a todos los demás para que se presenten en la sede del Gobierno Civil de Málaga el lunes a las siete de la tarde? Y será mejor que reserves los alojamientos que puedas conseguir para todo el grupo en Torremolinos. Si es necesario, recaba la ayuda de la Policía Nacional, pero diles que sean discretos. Se supone que se trata de una operación secreta.
Al salir al intenso calor de la Puerta del Sol, con las ásperas voces de las gitanas pregonando décimos de lotería en competencia con los ruidos sordos del tráfico nocturno, Bernal sintió la tentación de parar en la esquina de Carretas y tomarse una horchata, aunque quizá fuera mejor no hacerlo, por si el director le veía bebiendo en la calle. Tomó la Línea 1 del metro a Tribunal, y allí salió a los sombreados jardines frente al cine Barceló. Prescindiendo de su aperitivo usual a base de un gintónic de Larios en la cafetería próxima a su apartamento secreto, se dirigió directamente al mismo para dar la noticia a Consuelo, que seguramente estaría preparando las maletas para el viaje.
Al entrar en el apartamento oyó L’Arlésienne, la suite de Bizet que sonaba bastante fuerte en el equipo Hitachi de alta fidelidad, y Consuelo salió a recibirle bailando, con un salto de cama azul claro. Hacía meses que no la veía tan contenta, pensó Luis, desde luego no la había visto así desde la reciente experiencia dramática vivida en Las Palmas y que provocó la pérdida de su hija.
—¿No es fabuloso, Luchi? —aterrizó sobre él, haciéndole caer en una butaca, y le besó apasionadamente—. Mi hermano nos llevará en coche hasta Cabo Pino, en su Mercedes, después de todo. Tuvo que venir el jueves pasado por unos asuntos y ahora tiene que ir a buscar a mi cuñada y a los niños, que llevan allí desde mediados de julio. Me ha dicho que habrá menos caravana el lunes, porque entre hoy y mañana ya se habrán marchado casi todos los veraneantes.
—¿Y cómo conseguirás un coche allí, Chelo?
—Alquilaremos uno por quince días allí mismo. Ya sabes que no me gusta conducir trayectos largos.
—¿Y quién cuidará a tu madre?
—Oh, he contratado una enfermera por cinco días más, hasta que vuelva mi cuñada. Sabes perfectamente que mamá casi no me reconoce, así que no le molestará.
Bernal se preguntó cómo darle la noticia de la actitud intransigente de Eugenia sobre la cuestión de la separación legal. Decidió que sería mejor dejarlo hasta que estuvieran más relajados en Cabo Pino, a menos que ella le preguntara antes.
—Prefiero decirte sin rodeos que hay una orden del Ministerio, Chelo, y tengo que cumplir una misión especial a partir del lunes.
Bajó la cabeza como si fuera a echarse a llorar.
—Oh, no, ¡siempre tienen que fastidiarnos los planes!
—Tampoco es tan terrible. Mi grupo tiene que estar en Torremolinos todo el mes y eso está tan sólo a treinta kilómetros en la costa. Navarro nos reservará habitaciones de hotel, pero supongo que podré volver a casa contigo todas las noches, a no ser que las cosas se pongan feas.
—¿De qué se trata, Luchi?
—Es alto secreto, pero tiene que ver con ETA.
—Creí que todo estaba muy calmado desde la primavera. Supongo que me quedaré completamente sola todo el día.
—Quizás encuentres a un joven rubio escandinavo en la playa y tengas una aventura.
Ella le abofeteó en broma.
—Sabes muy bien que sólo me gustan los hombres mayores con experiencia. Los jóvenes no me dicen nada.