Capítulo XVI: Mentirosos, cándidos e incrédulos. Impostores y fantasiosos. Envidiosos y envidiosas

En los relatos de grandes escaladas, de conquistas de montañas y hasta en las relaciones de recorridos normales por montaña, no deberían aparecer, ni recordarse siquiera, las palabras «impostor», «mentira», «incrédulo». La historia del alpinismo se ha creado siempre sobre la base de que lo que se cuenta es verídico: la verdad es en ella la gran virtud sagrada. Cuando un montañero dice que ha escalado tal o cual pared o ascendido una determinada arista, se suele creer tal como él lo explica aunque no haya habido testigos ni otras pruebas, porque hay un código de honor en el ámbito de las montañas que entiende y hace entender que la verdad siempre está por delante. En cambio, desde siempre se ha creído que las historias de cazadores y pescadores van relacionadas con una ya supuesta fantasía o una pintoresca exageración. A los verdaderos alpinistas clásicos no se les achaca jamás una posible irrealidad en lo que cuentan. Es más: hay muchos montañeros que suelen quitar mérito o restar ambiente de dificultad en relación a lo que han hecho.

Existía tiempo atrás una costumbre muy sana entre montañeros que dignificaba y confirmaba las actividades en el propio terreno donde se llevaban a cabo: era el libro de registro de las cumbres. Cualquier cumbre de importancia tenía un libro o un cuaderno guardado en un «buzón» entre las piedras de su torreta o «cairn» superior, en cuya primera página que aparecía en blanco anotaba el montañero o el grupo recién llegado, la fecha y comentarios, y así nadie podía desmentir que aquella ascensión había sido realmente realizada. Era esta una costumbre bonita y a la vez justa. Pero posteriormente esta habitud ha ido desapareciendo y los «cairn» —que guarecían estas expresiones vivas— aparecen ahora como vacíos y deshumanizados. ¿Ha sido desacreditada esta costumbre por basarse en vanidades? ¿Matada por el exceso de visitantes en cada cumbre? ¿O impuesta por las corrientes modernas de personas que desprecian el dignificar el valor de lo duro y lo difícil?

Recuerdo muy bien que cuando yo era muchacho me gustaba llegar a una cumbre y hurgar entre las piedras del hito cimero para hallar una funda de zinc o una caja metálica o un bote de cristal de cierre más o menos hermético donde aparecía el libro o el cuaderno de la cumbre. Podía ser un cuaderno bien presentado, depositado allí por un club de montaña, con páginas numeradas donde figuraban las expresiones y comentarios de muchos ascensionistas anteriores. Si hacía buen tiempo y no andábamos apretados por el horario, nos dábamos un buen rato de satisfacción hojeándolo, leyendo nombres conocidos y desconocidos y viendo algún garabato jocoso, aunque también podía aparecer escrita alguna estupidez y hasta alguna falta de ortografía.

Aquellos libros o aquellas tarjetas y notas eran verdaderas actas de la historia del montañismo: estaban manoseadas, maltratadas por la humedad y los rayos pero tenían un valor incalculable. Ahora, aunque resten algunos todavía esparcidos por toda la geografía de nuestras montañas y de más lejos, han ido desapareciendo estos testimonios tan cargados de humanidad. Algunos habrán sido cariñosamente recogidos y ahora estarán guardados en el archivo de un Club, o hasta en los papeles propios de algún montañero avaricioso que lo guarda para él sólo. Existía también la bonita costumbre de dejar tarjetas personales en las cumbres para que alguien posterior las recogiera y las devolviera a quien las había depositado, como saludo amistoso y magnífica oportunidad de hacer nuevos amigos entre personas muy alejadas geográficamente pero muy acercadas por sentimientos y aficiones. Todo ello ha ido desapareciendo. Era algo así como «la candidez de las pequeñas montañas». Era una candidez bella y cargada de humanidad.

Pero en los Alpes y más allá esto no se hacía. Todos sabemos que ni en la cumbre del Mont Blanc, ni en la de la Jungfrau, ni del Elbruss, y mucho menos en el Everest y en el Kangchenjunga, se puede dejar un papelito o un libro para que lo firmen los llegados posteriormente y lo lean tranquilamente. Así ha ido desapareciendo esta hermosa costumbre.

El plácido montañismo, convertido ahora en duro alpinismo, ha ido cambiando, aunque aquel pundonor de decir la verdad, de no mentir si no se ha podido llegar a la cumbre, de explicar exclusivamente cómo fue sucediendo todo, sigue actualmente. El Código de Honor de las Montañas sigue en vivencia.

Pero…

Pero puede que todos seamos demasiado humanos y que algo haya evolucionado. Han surgido algunas excepciones, con alguna mayor o menor falta de honradez. Como ya las hubo en tiempos muy pasados.

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¿Fue un impostor de las montañas el rey Pedro II de Aragón y III de Cataluña cuando en 1285 aseguró haber llegado él, completamente solo, a la cumbre del Canigó? Dijo que allí había encontrado un lago de cuyas aguas salió un dragón, al cual él hizo retroceder con su espada. Una declaración algo peregrina, por cierto.

No. No fue un impostor el rey Pedro. La crónica que cuenta esta conocida aventura del rey de Aragón y Cataluña, escrita por un tal Fray Selimbene, posiblemente sería algo exagerada por el escriba en loanzas de su rey. Pero lo que sí es cierto es que el rey había sido lo suficiente valiente —lo suficiente «rey»— para decidir subir a la montaña, despreciando la compañía de otros caballeros. Hay que tener en cuenta que entonces la expresión «subir a la montaña» no sería exactamente la actual de subir a la propia cumbre de la montaña. En la cumbre del Canigó —a la que hoy pueden subir innumerables personas cada día, bien aproximados por vehículos todo-terreno y siguiendo luego un buen camino hasta la propia cumbre— jamás nadie ha encontrado un lago ni un dragón, ya que en lo más alto no hay espacio ni elementos topográficos vitales para poder estar allí. Es fácil conjeturar que posiblemente el rey partiría desde cualquier camino del Conflent o del Vallespir —que entonces eran territorios catalanes— hacia lo alto —¿hacia dónde hoy está el actual refugio de Cortalets?— y daría con un lago —¿los «estanyols» de Cortalets?— y allí consideraría ya lograda su ascensión, porque también para él la idea de «subir a la montaña» no sería precisamente la de subir a lo más alto, sino descubrir territorio propio situado en las partes altas. No fue pues un impostor el rey Pedro, sino un buen rey y a la vez un gran hombre. Y ello lo demuestra el que, pasados ya cerca de ochocientos años, se le sigue reconociendo en todo el mundo como el primer precursor del alpinismo, a pesar de la mención equívoca del lago y del dragón. De este mérito logrado por él, nos podemos enorgullecer los que somos precisamente descendientes de sus vasallos.

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A finales del siglo XVIII, cuando ya hacía treinta y tantos años que había sido escalado el Mont Blanc por Paccard y Balmat, y por Saussure y todos sus guías, un caballero francés, sucesor de todos ellos, rondaba por los Pirineos en busca de una montaña maldita de la vertiente española que llamaban La Maladeta y que se decía era la más alta de toda la cadena. Y también buscaba otra montaña, perdida asimismo dentro de territorio español que, precisamente por desconocida y por perdida, en la parte francesa la llamaban Mont Perdu (Monte Perdido). Este caballero francés —llamado Ramond de Carbonnières— era culto, impetuoso y además bastante fuerte y duro. Primeramente fue tras La Maladeta con un guía de Luchon; subieron por el glaciar pero cuando el guía ya no quiso o no pudo subir más, él prosiguió hacia lo alto llegando, según él, «presque au sommet» (casi hasta la cumbre). Ramond fue veraz y sincero pues ya que no había nadie más que le contemplara, podía muy bien asegurar que había llegado a la misma cumbre de La Maladeta. Pero dijo la verdad. Más tarde, en 1802, sus guías Rando y Laurent llegaron a la cumbre del «Mont Perdu» y el mismo Ramond también llegaría días después a la cumbre del Monte Perdido. La Historia de las montañas lo menciona como el «primer escalador del Monte Perdido» y también como «el Padre del Pirineísmo». Realmente no fue él el primero en culminar aquella montaña (ni sus guías tampoco porque otros, y españoles, lo habían logrado antes, ya que desde tiempos antiguos los aragoneses conocían esta montaña y la llamaban Las Tres Sorores). Ni podía ser Ramond «el Padre del Pirineísmo» porque en todo caso este apelativo tan paternal tendría que corresponder al muy anterior rey de Aragón Pedro II, por llevarle mucha ventaja en su acción. Pero sí debemos conceder a Ramond de Carbonnières un verdadero valor dejando aparte inexactitudes anteriores: él fue quien buscó personalmente lugares de montaña que han sido célebres y quien despertó el interés por las montañas, y —lo que vale más— difundió y dio a conocer al mundo una actividad que justamente estaba naciendo y que en el territorio montañoso español ni se conocía entonces. Dejémosle como ha quedado escrito y sigamos admitiendo que Ramond, veraz o no veraz, al explicar sus «primeras» tuvo que ser el verdadero impulsor de la pasión por los Pirineos y por otras montañas.

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Cambiemos de tiempos, de lugares y hasta de sexo.

En los tiempos del traspaso del siglo XIX al XX, se había originado una pugna entre dos mujeres alpinistas, norteamericanas las dos. Una de ellas era miss Anne Smith Peck, nacida en 1850, que había escalado el monte Shasta de 4374 m en la Sierra Nevada de California y que ya había estado en los Alpes y también había subido a los volcanes mexicanos Popocatepetl (5452 m) y Orizaba (5550 m). La otra era Fanny Bullock, nacida en 1859, esposa del doctor Workmann de Massassuchets, la cual había empezado a recorrer mundo en bicicleta con su marido, y cuando llegaron al Himalaya se enamoraron de aquellas gigantescas montañas. Anne Smith Peck, con su ascensión al Orizaba en 1898 se había convertido en «la mujer más alta del mundo». En 1902 Fanny Bullock aseguró que había logrado superarla cuando su marido, logró la primera ascensión al Pyramid Peak (7125 m), aunque no está muy claro si ella también llegó con su marido a la cumbre.

De todas maneras, lo que sí es cierto es que Fanny Bullock logró la ascensión en 1906 del Pynacle Peak (6957 m) en las montañas de la India y con ello estabilizó su pódium de altitud femenina.

A miss Peck no le gustó de ninguna manera que le quitaran por dos veces el alto cetro femenino de las montañas y como era ya famosa en su país por sus actividades en el naciente movimiento del feminismo —y además sería bastante mandona y exigente— obtuvo una subvención para seguir la batalla femenina de las montañas más altas y en 1908 logró (o dijo haber logrado) con la ayuda de los guías suizos G. Zumstaugwald y Rudolf Taugwalder la ascensión del Huascarán Norte, en la Cordillera Blanca del Perú, al que ella adjudicó, exagerando bastante, 7300 m.

Aparte de la exageración de la altitud, hasta aquí todo correcto. Pero la otra dama norteamericana, Fanny Bullock, ya en franca competencia, hizo público que no creía en dicha ascensión de su competidora pues no había pruebas de nada. El asunto, entre dos mujeres tan problemáticas y ambiciosas y, por lo visto, escandalosas, creó unas dudas generales —dudas que no beneficiaban en absoluto la honorabilidad del alpinismo— y motivaron investigaciones. Estas investigaciones dieron como resultado la aclaración de dos datos: que el Huascarán Norte sólo tenía 6650 m (actualmente se le adjudican 6655 m) y que los guías suizos que llevaron a miss Peck habían salido muy mal parados de aquella aventura andina pues uno de ellos, Rudolf Taugwalder, había sufrido congelaciones en los pies, de las cuales la dama Peck se desatendió. Y, lo que es peor, que a pesar de haber afirmado al contratarles que les pagaba un seguro de accidentes, este seguro luego no apareció por ninguna parte.

La señora Bullock-Workmann siguió con su marido haciendo montaña hasta una edad muy avanzada, circunscribiéndose prácticamente siempre a los glaciares y los picos del Himalaya. Su competidora Anne Peck tampoco quiso retirarse, pues con más de sesenta años tuvo otro problema con Hiram Bingham, el alpinista también norteamericano descubridor del Macchu Picchu. Este problema se basaba en una ascensión al volcán Coropuna en el Perú, al cual se le suponían 6914 m y hasta se creía entonces que era más alto que el Aconcagua, o sea, que era la cumbre más alta de toda América (actualmente se adjudican sólo 6615 m al Coropuna). Anne Peck aseguraba haber culminado este volcán pero Hiram Bingham, que había hecho la primera ascensión al Coropuna en 1911, manifestó que ella solamente había llegado a una cima secundaria, el Coropuna Este de sólo 6248 m. Y además ya en plena discusión acabó manifestando que «aquella mujer es una verdadera peste».

En lo único que coincidieron las dos mujeres-alpinistas norteamericanas era en su actuación en la propaganda feminista. La Peck clavó en la cumbre de «su» Coropuna (o en la cima secundaria del Coropuna) una gran bandera en la cual se podía leer la petición universal del voto para la mujer. La Bullock-Workmann en 1908, 1911 y 1914 estuvo paseando por los glaciares de Biafo, Hispar y Siachen una pancarta pidiendo a gritos el voto femenino. ¡Buen caso les harían los grajos y los cóndores de los Andes y los pocos porteadores quechuas del Perú y los analfabetos del Himalaya al enterarse de tal petición que, en aquella época, ni en los países más avanzados del mundo se podía realizar!

Una anécdota —veraz o no pero muy punzante— recuerda el comportamiento y el concepto en que tenían los alpinistas americanos a su compatriota y contemporánea Anne Peck. Hablando ella, hubo más de uno que, según se afirma, comentó:

—¿Miss Anne Smith Peck? Parece que sí logró hacer el Matterhorn. Parece que fue la única montaña en donde no dejó volar su fantasía…

¿Sería todo fruto de la época, de la gente y del país?

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También a principios del siglo XX se comprobó que un alpinista y explorador norteamericano no decía la verdad.

Al Doctor Frederick Cook, explorador y montañero, se le «pilló» varias veces en flagrante delito de mentir descaradamente: aseguraba haber culminado en 1906 la cumbre del Mont Denali en Alaska (el McKinley) y también manifestó formalmente haber llegado en 1908 al mismo Polo Norte. Escribió libros y artículos y pronunció conferencias sobre sus «gestas», exhibiendo documentos gráficos que podían parecer fehacientes. En las fotos del Polo Norte no era fácil comprobar nada porque ya se sabe que aquel es un lugar llano y nevado, sin referencias sobre el mar helado, siendo imposible determinar los detalles. Pero en lo relativo a las fotos de la cumbre del Denali, un tal Belmore Brownee pudo demostrar en 1910 que no estaban tomadas en la cumbre: jamás la había pisado su exhibidor y todo era un montaje, pretendiendo «colar» unas fotografías falsas hechas sobre nieve, sí… ¡pero hasta se descubrió que estaban tomadas en un lugar concreto, a sólo dos mil metros!

Hay que insistir en considerar que estas falsedades eran, posiblemente, fruto de la época y del territorio, pues en Europa no se solían dar hechos tan lamentables. El lugar donde se desenvolvían el Doctor Cook y otros personajes fantásticos como él daba lugar a la existencia de tipos fantasiosos y envalentonados que osaban afirmar todo, con la poca veracidad propia de aventureros, de buscadores de oro, de gente de riqueza y habla fácil. Era lugar de pendencias, de desenfrenada caza de animales por el alto valor de sus pieles y de desesperada búsqueda de filones de riqueza o de expansión de la vanidad. Eran espacios y tiempos donde el empleo de las armas y de la rudeza era ley de vida. De ello nos han hablado la infinidad de novelas y relatos de aventureros, y posteriores films sobre aquellas tierras, su ambiente y sus sistemas de vivir, sus modos de progresar… y de engañar a los demás. Y por afinidad, los pocos alpinistas de la época y del lugar quedaban tentados de entrar en la misma línea.

En la vieja Europa —hay que repetirlo— no sucedía esto. Y en América, pasados los años y superada aquella época de aventureros, tampoco ha vuelto a suceder. Más tarde los alpinistas norteamericanos han sido garantes de pundonor y de una veracidad de todo cuanto dicen, confirmado con todos sus hechos, tan buenos como reales.

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Los años cincuenta del siglo XX fueron los del descubrimiento de la gran escalada en los Andes. El Fitz Roy y la Cara Sur del Aconcagua, victorias francesas de 1952 y 1954 llevadas a cabo una por Guido Magnone y Lionel Terray, y la otra por el equipo de Dagory, Denis, Lesueur, Poulet, Ferlet y Berardini, habían abierto el paso a estas grandes escaladas. Habían entrado en juego los Andes del Sur, la olvidada Cordillera Patagónica, espina dorsal final entre Chile y Argentina donde dominan los grandes glaciares como el Hielo Sur o el Hielo Continental que comunican los dos Océanos con hielos, cascadas de «seracs» e inmensos lagos en las dos vertientes. Una vez conocido el fenomenal Fitz Roy —cuyo nombre indígena era Chaltén— se empezó a hablar de otras fenomenales agujas situadas no lejos, con agresivas y dentelladas puntas de las cuales se decía «que no serían escaladas jamás». La principal cima de todas ellas era el Cerro Torre. Más al sur estaban las Torres de Paine y, cerca de ellas, los Cuernos de Paine. Territorios inmensos abiertos al derecho de la escalada de las nuevas generaciones.

El Cerro Torre era en aquellas fechas el gran reto para el alpinismo mundial: un extraordinario campanario enhiesto, vertical, todo él de una sola pieza, reto llamativo encima del Hielo Patagónico Sur, dominando el inmenso mar de hielo por más de mil doscientos metros… Dominaba, atraía. Impresionaba.

No faltaron audaces y admiradores, dispuestos a conquistar la famosa aguja, la gran flecha granítica patagónica. Metros y metros de verticalidad, y en los trechos superiores una impresionante capa de hielo pegada a las paredes hasta la cumbre. Hielo vertical. Hielo adherido a la roca. Hielo que protegía como una caperuza superior la enorme aguja.

La primera cordada que acudió allí estaba compuesta por el italiano Walter Bonatti, el gran escalador de la época, y su compañero Carlo Mauri, en 1958. Pero no tuvieron éxito: el clima inhóspito, con los terribles vientos patagónicos pudieron con su técnica, su valor y su primer empuje en una escalada que aunque no era muy alta (la cumbre tiene sólo 3102 metros) oponía una enorme longitud y se les ponía imposible.

Bonatti no fracasó en el Cerro Torre pero la verdad es que se retiró a tiempo y, tanto él como Carlo Mauri, no volverían ya más a medirse con el gran contendiente patagónico.

Un año más tarde les siguió otra cordada de éxito en el mundo, también italiana: Cesare Maestri, perteneciente al grupo dolomítico «Scalattolo» (Los Ardillas), verdaderas ardillas que no se dejaban inquietar por nada. Cesare, muy fuerte y duro, era el especialista en solitarias y escaladas importantísimas. Se hizo acompañar por su amigo y compañero, también «ardilla», Cesarino Fava y fue con ellos el tirolés Toni Egger, un magnífico escalador de roca caliza.

Cesarino Fava no llegó a participar en la escalada por no estar en forma desde el principio: abandonando el intento se quedó en la base, esperándoles.

Cesare Maestri y Toni Egger atacaron el Cerro Torre por la arista noroeste. La escalada, vertical y durísima, de 1200 metros desde el arranque al final, se realizó a lo largo de dos días. Cesare afirmó que llegaron a la cima el día 31 de enero de 1959 y que seguidamente iniciaron el descenso. ¿Cómo? ¿Por dónde? Cesare no aclaró mucho lo que les pudo haber sucedido en plena bajada pero parece que Toni Egger, en un cambio de rápel y sin saberse cómo, se desprendió de la pared, despeñándose.

Y desapareció ante los espantados ojos de su compañero.

Cesare no tuvo más remedio que afrontar el drama y proseguir el descenso solo, basándose en sus propias fuerzas. Bajó y bajó. Pudo hacer las inverosímiles maniobras de cuerda, logrando recuperar todos los rápeles y, finalmente, llegó al pie de la gran aguja para reencontrarse dramáticamente con su otro compañero Cesarino Fava. No pudieron hallar el cadáver de Toni Egger y se tuvieron que volver muy tristes para Buenos Aires y de allí, melancólicamente, a Italia. La primera ascensión del Cerro Torre había quedado lograda, ¡pero a qué precio!

Mas este terrible precio tuvo que aumentar muchísimo porque pronto en toda la Europa alpinista empezaron a surgir dudas sobre la veracidad de todo cuanto explicaba Cesare Maestri. Fueron muchísimos los que se le echaron encima atosigándole a preguntas, pidiéndole fotografías de la escalada y de la cima, y requiriendo indicaciones y detalles de los largos de cuerda que habían efectuado, de los lugares clavados, de la colocación de los rápeles y hasta de los detalles que ocasionaron la propia muerte de su compañero. Cesare era un hombre tan fuerte de cuerpo como de cabeza pero estaba algo obnubilado después del gravísimo acontecimiento sufrido en la Patagonia, tan lejos de su tierra. Y, según afirmaron muchos, no pudo contestar con claridad a las muchas preguntas que se le hicieron, algunas de ellas muy inquisitivamente. Y como su otro compañero de escalada no había estado presente, tampoco pudo dar fe de todo cuanto había sucedido y de todo cuanto afirmaba Cesare. Fueron muchos los que creían que la escalada no había sido realizada. La escalada del Cerro Torre quedó anotada en los libros de historia del andinismo, pero con un gran interrogante.

Después Cesare Maestri tuvo que reaccionar como debe reaccionar una persona tachada de mentiroso y que él sabe que no lo es: volvió a su Cerro Torre.

Fue al Cerro Torre en el año 1970 cuando nadie todavía había podido vencer al terrible campanario de piedra y hielo. Esta vez le acompañaba, además de unos amigos, otro elemento muy distinto: un compresor de gasolina para poder poner clavos de expansión en la pared de granito de la montaña. Esta vez atacó por la Arista Sureste, completamente contraria a la empleada en la ascensión anterior. ¿Por qué no fue Maestri por la misma vía que ya conocía? Esta vez no llegó a la cumbre. Y los rumores negativos no sólo seguían acechando sobre el proceder de Maestri sino que fueron aumentados por la sentencia de muchos escaladores puristas que denostaban el empleo de la perforadora. Los alpinistas clásicos decían que si ya normalmente se criticaba el uso del buril a mano para hacer agujeros y herir la roca, más se iba a rechazar el empleo de una máquina para clavar en la roca. La perforadora era un útil instrumento de albañiles, pero que resultaba inadmisible trabajando en plena pared de la montaña, por mucho valor que exigiera su uso colgados de cuerdas y afrontando temperaturas extremas y vientos huracanados.

El viento allí era terrible y el frío insostenible, y el duro Cesare Maestri aguantó tanto las inclemencias del tiempo como las del mundo, que seguía dudando y criticándole. Esta vez él no pudo llegar a la cumbre por impedírselo el mucho hielo pegado a la pared del Cerro Torre. Dejó la máquina colgando de una clavija fijada en la roca, y descendió y volvió a Italia a rehacer fuerzas.

Pero Cesare Maestri no se daba por vencido. Retornó al Cerro Torre unos meses más tarde, volvió a empuñar el compresor y esta vez, según parece, pudo resolver los trechos superiores de hielo y llegar a la cumbre. Era el 31 de enero de 1959. Iba acompañado de C. Claus y de un cuñado suyo llamado Ernesto Alimonte.

¿Había vuelto a hacer la ascensión al Cerro Torre, antes que nadie? ¿Era esta vez la primera o la segunda? Sólo él y el despeñado Toni Egger podían dar fe de ello. Pero lo que sí supo muy bien en aquel momento Cesare Maestri era que acababa de hacer enmudecer todas las voces que le criticaban. Él era el vencedor del Cerro Torre, fuera la primera o la segunda vez.

Y descendió, satisfecho de haber vencido a su terrible contendiente. El contendiente de piedra y hielo que nadie viviente en el mundo había escalado más que él.

Pero «el mundo» no estaba convencido. Sus detractores insistieron alegando que si Maestri esta vez había hecho el Cerro Torre había sido con la ayuda de la perforadora. Y además alguien añadió «que quedaba un trecho superior desprovisto de los buriles que habían ayudado a sus últimos pasos en escalada artificial». Cesare Maestri protestaba: ¿era posible tanta incredulidad ante su demostrada precisión de haber llegado de nuevo a la cumbre? Él pudo explicar que estos buriles que faltaban se habían roto al efectuar un difícil y peligroso descenso. Pero el escándalo seguía servido. Los envidiosos podían quedar contentos: no se perdonaba a Cesare Maestri tantos éxitos y tan fuera de las reglas clásicas del alpinismo.

Más tarde se abrieron más vías en el Cerro Torre. Hubo más ascensiones, más fracasos, más intentos sin éxito, pero hubo también más cordadas triunfadoras. En el año 76, fue hallado el cadáver destrozado y congelado de Toni Egger, el cual, piadosamente, fue trasladado y enterrado al pie del Fitz Roy.

En 1979 otro italiano también muy contestado, Renato Casarotto, logró culminar el Cerro Torre en solitario, y en el 81 y en el 86, nueva gente por vías nuevas fueron llegando a la cima: ingleses, japoneses, polacos, yugoslavos, españoles, etc.

El Cerro Torre sigue enhiesto, desafiante ante el mundo pero ya no es hoy tan fiero ni tan negativo ni tan escandaloso como se presentó en sus primeros tiempos.

El «affaire» Cesare Maestri se fue desvaneciendo pero su perforadora sigue colgando en la pared del Torre, pendiente de una clavija. Nadie ha vuelto a tocarla. Allí está, junto a unos buriles rotos, como comprobante de un interés y de la fortaleza de un hombre para triunfar y de la negativa de otros hombres a aceptar lo que era extraordinario.

Cesare Maestri sigue hoy diciendo que él no engañó a nadie. Ha hablado, ha gesticulado, ha escrito un libro sobre su aventura con Toni Egger y sus consecuencias. Pero siempre habrá algunos que no le perdonarán su tesón, su impetuosidad y su doble victoria sobre el Cerro Torre. Pueden ser muchos los que habrán dudado de él pero, en realidad, tienen que ser muchos más los que han creído en él, en su fuerza, en su tesón.

Posiblemente la Historia del Andinismo nunca podrá revelar el secreto ni cuál fue la primera ascensión al Cerro Torre.

Cada uno que piense lo que quiera. Pero Cesare Maestri empezó siendo un gran alpinista, especialista en solitarias, y después de su gran problema en el Cerro Torre, cuando han pasado ya muchos años, puede seguir demostrando que él es un gran alpinista. ¡Puede que algunos de los que le acusaron de mentiroso no sean capaces de demostrar ni sus propias actividades reales y nobles, no sólo en la montaña sino en la vida normal de los hombres de bien!

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Un posterior «affaire» de supuestas imposturas en alpinismo se ha desarrollado en la más alta zona de las mayores montañas del mundo: en el Lhotse Shar, una de las puntas del enorme y complejo «hermano pequeño» del Everest, donde todo se mantiene entre los 8300 y los 8500 metros de altitud.

El Lhotse, «Pico del Este» en el idioma del país, está situado, como bien dice su propio nombre, al este del Everest. Mientras el Everest no estuvo escalado, lógicamente nadie se ocupó de este pico «secundario», que en realidad es el cuarto en altitud en todo el mundo con sus 8516 m. Pero en 1955, ya vencido el Everest, una expedición internacional dirigida por el profesor Dyhrenfurth quiso iniciar su escalada, siguiendo la arista desde el Collado Sur hacia el sur, deseando de una vez llegar a la cumbre inhollada del Lhotse. Todos estos no tuvieron éxito pero habían abierto el camino de sus sucesores. Los sucesores fueron los suizos Fritz Luchsinger y Adolf Reist, quienes pudieron adjudicarse la primera ascensión al Lhotse. Pocos días más tarde, el propio Adolf Reist y Hansruedi von Gunten lograrían, partiendo desde el mismo Collado Sur, la segunda ascensión absoluta al Everest. Estos hombres tenían gran categoría y debe añadirse que Fritz Luchsinger, el más veterano de todos ellos, haría posteriormente las ascensiones al Cho Oyu y al Manaslu aunque perecería de agotamiento durante el descenso de este último ochomil ¡a sus sesenta y tantos años!

Pero con la ascensión del Lhotse no quedaba resuelta aquella cumbre. El Lhotse es el más complejo de los ochomiles porque forma una continuada cresta que aunque sea descendente, se mantiene sobre los ocho mil metros, comprendiendo varias cumbres bien marcadas y cada una con su personalidad propia. Estas otras, a pesar de sobrepasar holgadamente la cota mágica de los ocho mil metros, no fueron incluidas en la categórica «lista de los catorce ochomiles del mundo» a causa de ser únicamente antecimas. ¡Pero qué antecimas! Estas cumbres «secundarias» son la Cima Central (8426 m), que actualmente sigue siendo virgen, y el Lhotse Shar de 8383 m, cuya «virginidad» no está aclarada actualmente. Esta cresta cimera domina una muralla helada de tres mil metros que ha sido «el gran problema himalayo» durante los últimos treinta años. Y en cierto modo, sigue siendo «el gran problema».

La cara sur del Lhotse fue meta de un primer asalto realizado por la expedición italiana de Riccardo Cassin en 1975, que sufrió la destrucción de varios campamentos. Reinhold Messner, figuraba en dicha expedición y ya manifestó entonces que «esta pared de hielo es para los escaladores del año 2000». En 1978 acudió a ella el famoso escalador francés de solitarias Nicolas Jaeger, quien desapareció allí y ya jamás se ha sabido nada de él, ni se conoce si culminó la pared de hielo o si desapareció en partes más inferiores. En 1981 y 1982 un equipo yugoslavo dirigido por Ales Kunaver fracasó en los dos intentos a este descomunal muro de hielo. Llegado 1984, los componentes de la expedición checa de Ivan Galfi pudieron dominar una esquina de la Cara Sur del Lhotse Shar pero sin lograr alcanzar la cumbre por esta vía. Y en 1989 el yugoslavo Tomo Cesen manifestó haber conseguido vencer por completo el muy atacado muro sur de hielo del Lhotse Shar en tres días, ida y vuelta, siempre en solitario y siguiendo, al principio, la vía marcada por Kunaver en el muro de hielo, hasta completarla y llegar a la cumbre del Lhotse Shar.

Pero… ¡tuvo que surgir el terrible «pero» de los incrédulos! El mundo alpinista no pudo, o no quiso, creer que Tomo hubiera realizado esta proeza en tan poco tiempo, y más yendo solo. No había pruebas fotográficas, y los sherpas que le habían ayudado porteando hasta llegar a la base no le ayudaron entonces en sus declaraciones. Así, los más desconfiados quisieron hallar indecisiones y contradicciones en los detalles explicados por Tomo Cesen referentes a la arista cimera, aunque era bien cierto que había llegado allí porque se le había divisado. Si bien era cierto que había escalado toda la cara de hielo, no se le había descubierto llegando a la propia cima del Lhotse Shar. Observadores con potentes anteojos le habían vigilado. El éxito podía ser enorme pero los muy recelosos, o envidiosos, no consideraban completa ni demostrada la escalada, y ello entristeció al bueno de Tomo Cesen.

El lugar era verdaderamente terrible, como es terrible aquel cúmulo de ochomiles del mundo. Aquel mismo año de 1989 el famoso alpinista polaco Jerzy Kukuczka, que ya había conseguido la completa colección de los catorce ochomiles y todos por vías nuevas o invernales, desapareció por debajo del Lhotse cuando quería repetir esta cumbre, que ya la tenía hecha en 1979 por su «vía normal». Ahora quería atacarla por su Cara Sur. Pero desgraciadamente, allí se quedó.

En 1990 los franceses Pierre Beghin y Cristophe Petit quisieron también adjudicarse la escalada al Lhotse Shar, pero en ella ni siquiera alcanzaron los ocho mil metros.

Y aquel mismo año una poderosa expedición rusa llegó a esta cumbre con un extraordinario despliegue de gente, de ayudas artificiales y con colocación de cuerdas fijas. Realmente estos fueron los principales detractores de Tomo Cesen ya que decían —¡y les interesaba divulgarlo y que todo el mundo les creyera!— que no era posible que un hombre solo hubiera podido progresar por donde a ellos, con tanta parafernalia y potencia, les había costado tantísimo. Lo que en realidad parece que pensarían los rusos era que no era posible —ni conveniente— que un hombre solitario les «robara» la primera ascensión, y relegara su poderoso esfuerzo a una ya minusvalorada «segunda ascensión».

Los rusos siguen manteniendo su tesis y Tomo Cesen insiste asegurando que él pudo lograr antes que ellos la ascensión en solitario gracias a sus esfuerzos, su sacrificada puesta a punto y, lógicamente, también gracias a su buena suerte.

La impresionante operación de los rusos en la Cara Sur del Lhotse Shar tenía fuerza expresiva pero más fuerza tuvo que desarrollar para defender este logro ante la no menos impresionante carrera alpina de un Tomo Cesen actuando tantas veces en solitario. Este había ya hecho la vía «No-Siesta» a las Grandes Jorasses que, si al principio había también dado lugar a dudas, luego la repetiría en solitario y delante de muchos observadores para convencer principalmente a uno de sus más feroces detractores, el escalador francés François Marsiglia. Había salido a la luz otra rencilla entre buenos escaladores, mortificando Marsiglia el amor propio y la buena trayectoria de Tomo Cesen. Pero este, con su palmarés extraordinario, con muchísimas solitarias de categoría en su haber, podía defenderse de las acusaciones de sus detractores. A los veinte años ya había hecho el Alpamayo por una nueva ruta. A los veinticuatro lograría la Cara Norte del pico Comunismo en el Pamir. En 1985 supo encadenar la Walker de las Grandes Jorasses por la vía Colton-McIntyre, completando la jornada con el descenso por la llamativísima Aréte des Hirondelles. Hizo la cara sur del Jannu. Y abrió la vía Norte en el Yalung-Kang (Kangchenjunga) con Borunt Bergant, compañero que tendría que morir en el descenso, mientras Tomo Cesen pudo salvarse. Hizo el Broad Peak en solitario. Y en 1986 había abierto en solitario el Pilar de la Cara Sur del K2, aunque no llegaría aquella vez a la cumbre porque vio aproximarse la terrible tormenta de aquel año que tantas muertes llegó a causar, y él, sacrificando su llegada a cumbre, supo retirarse a tiempo y salvarse.

Tomo Cesen se ha ido volviendo introvertido y desconfiado a causa de estas maledicencias pero sabe que su historial le defiende de los recelos y del acecho de otros alpinistas, célebres o menos célebres. Y, al alcanzar una edad en la cual otras «glorias» ya sólo se dedican a vivir de recuerdos, sigue él haciendo montaña de gran categoría. Y posiblemente su propio futuro le ayudará a que se conozca bien el valor de su extraordinaria actividad en las más grandes, más bellas y más terribles montañas del mundo.

McKinley: en épocas actuales ya no es necesario inventar fantasías para decir que se ha subido al McKinley.