Capítulo XV: René Desmaison: drama y escándalo en las Grandes Jorasses

René Desmaison —nacido en 1930 en el Périgod, aunque instalado después en París y luego en Chamonix— fue desde muy joven asiduo a la escalada y a las montañas. Muy pronto formó cordada con otro alpinista ciudadano, el ingeniero parisino Jean Couzy. Los dos iniciaron en 1956 una importantísima carrera de éxitos: la Directa NO al Olan, seguida de la primera invernal en la Cara Oeste del Dru, la famosa vía que había iniciado y abierto el grupo de Guido Magnone en 1952. La cordada Couzy-Desmaison tenía ante ella un gran futuro pero se quebró bruscamente con la muerte de Couzy en 1958, a causa de un desprendimiento de piedras en la Créte des Bergers. Lionel Terray pudo decir de ellos, antes de la muerte de Couzy y de la propia en 1965, «forman una cordada que figura entre los últimos conquistadores de los Alpes».

Desmaison, obedeciendo a su afecto a las montañas se trasladó a vivir a Chamonix, instalado allí con su esposa Simone en un bonito chalet cerca de la linde del bosque, por debajo de las Aiguilles Rouges. Siguió trazando nuevas vías y cosechando éxitos que él supo difundir bien. Hizo la Oeste de los Grands Charmoz en 1959 con Pierre Mazeaud y abrió asimismo, también con Mazeaud, una extraordinaria vía directa en la Cima Oeste de Lavaredo (Dolomitas), pared famosísima por estar casi toda ella desplomada, primera ascensión que dedicaron a la memoria de su inolvidable amigo Jean Couzy. En 1960 abrió el Couloir Norte de la Brecha de Triolet con Yves Pillet-Villard y en el mismo año mantuvo una cierta competencia con Walter Bonatti, sana pugna entre dos alpinistas de la misma época y edad, con los mismos principios y muy parecidos sistemas de actuar y de responder. Esta rivalidad con Bonatti se inició por querer los dos lograr la primera ascensión invernal al espolón de la Walker, en las Grandes Jorasses. Finalmente Desmaison cedió la primacía a Bonatti, en atención a un terrible acontecimiento vivido por el italiano —el intento invernal al Pilier de Fréney— en el cual perecieron cuatro alpinistas, y Bonatti con dos clientes pudo salvarse.[21] Bonatti logró la primera invernal a la Walker, y Desmaison, muy contento, acudió unos días más tarde, satisfecho de haberse adjudicado sólo la segunda, en atención a la sana admiración y amistad hacia su rival. En 1962 Desmaison formó en la expedición francesa al Jannu, haciendo él personalmente cima. Luego, ya convertido en guía alpino y trabajando en principio con la Compañía de Guías de Chamonix, se dedicó muy intensamente a la montaña como profesional, aunque entre ascensiones y ascensiones con clientes, realizó la primera invernal al Nan Blanc, la gran cara de hielo de la Aiguille Verte, y también la Oeste al Petit Dru.

Pero pronto tuvo que afrontar el pequeño problema de la relación con los del valle, que podía ser pequeño pero para él no lo era: en Chamonix es muy conocida la eterna pugna entre los naturales del valle y los llamados «recién llegados», los que han querido instalarse allí por gusto o por amor a la montaña. Y Desmaison, por mucho que trabajara en la montaña de los chamoniardos y la divulgara más que ellos mismos, y aunque viviera ya eternamente allí, siempre fue considerado un forastero. Esto es algo que sucede no sólo en Chamonix sino en otras partes del mundo: los montañeses son muy suyos y no suelen conceder atención ni se abren al que llega de fuera, aunque se adapte al valle y por mucho que trabaje en la difusión de su territorio. Siempre piensan que los que llegan van a tomarles algo de lo que consideran exclusivamente propio.

Desmaison tenía 41 años en 1971. Había tenido que renunciar a su pertenencia a la Compañía de Guías de Chamonix por otro problema originado por haber participado en el salvamento de una cordada alemana en la arista de Peuterey, salvamento que, siendo muy humano, por lo visto no se llevó a cabo «según las normas». Desmaison era un hombre culto llegado de la ciudad que, por sí solo, podía vivir bien escribiendo libros de montaña, viajando y dando conferencias de montaña por todo el mundo; podía ejercer de guía por méritos propios y por disponer del título correspondiente, sin necesidad de depender de una Compañía de Guías.

Y cuando comprendió que siempre sería considerado como un intruso, declinó su pertenencia a la Compañía. Pero siguió en Chamonix porque admiraba las montañas más clásicas del mundo, las cuales no habían sido en absoluto injustas con él. Y siguió haciendo montaña, y siguió acudiendo a donde le llamaban, a Italia, a Alemania y más lejos. Siguió yendo a expediciones nacionales y hasta cosechando primeras ascensiones en los Andes, como la cara Sur del Huandoy Sur, lograda en 1970 en la vertiente más temida de una montaña donde multitud de intentos anteriores de varios países habían fracasado.

Desde 1968, Desmaison tenía noticias de la buena reputación como alpinista de un joven guía, también forastero en Chamonix, llegado desde la Tourenne y que trabajaba bastante, como guía y también como empleado de las estaciones de esquí en la zona de alrededores del Mont Blanc. Un día, este se presentó en su chalet: era un chico grandón, rubio, muy joven (casi veinte años menor que Desmaison) y había llegado con una guitarra colgada al hombro que le daba algo de aspecto «hippy». Se llamaba Serge Gousseault y su visita, si bien se basaba en cumplimentar su simpatía y admiración hacia la ya muy extendida fama de René, tenía en realidad un cierto interés: quería hacer alguna escalada con él. René, como guía consagrado que había hecho muchas cosas y con mucha fama, podía ser para el guía novicio un buen maestro. Sencillamente: Serge deseaba seguir sus huellas.

René no desdeñó en absoluto la visita y captó enseguida la proposición. Y Simone, que vivía más tranquila cuando su marido pasaba buenas horas preparando conferencias, escribiendo libros y artículos y llevando a clientes a ascensiones clásicas, empezó a temblar: su percepción femenina le estaba diciendo que, si bien Serge era un buen muchacho, preveía que la amistad de su marido con él iba a empujarle de nuevo a los peligros de las grandes escaladas.

Y, realmente, René Desmaison volvió a pensar de nuevo en las grandes escaladas.

—Podríamos hacer alguna invernal —oyó Simone que comentaban.

—La directísima de la Pointe Walker está sin hacer todavía, y menos aún en invierno. Sería maravilloso.

Era otoño y los alrededores de Chamonix mostraban los días más bellos del año porque los árboles no habían perdido todavía sus hojas doradas. Simone se resignó una vez más. Vio cómo empezaron a prepararse, porque una invernal hay que prepararla bien. Físicamente, ni René ni Serge necesitaban preparación ya que su actividad y su trabajo en la montaña tenía a los dos en plena forma. Pero una invernal, y a las Grandes Jorasses, y por una vía nueva y muy audaz, necesitaba preparación de espíritu y de material. Cuerdas nuevas, clavijas, mosquetones, un sac de charge (el petate para subir a pulso la carga por la pared), sacos de dormir efectivos para pleno invierno, tienda de pared, buen abrigo, comida.

Les Grandes Jorasses desde el Refugio Couvercle.

Simone, a pesar de su inquietud, también colaboraba en la preparación. Pero temía algo más de lo que puede temer la esposa de un guía en su trabajo normal sobre rutas muy conocidas. Sabía bien que lo que querían hacer era algo más que normal. Nanette, la novia de Serge, también apareció y también empezó a colaborar y a temblar. ¡Querían hacer algo tan difícil!

Se tomaron tiempo. Calcularon las épocas mejores, de acuerdo con los períodos climáticos de años anteriores. Entretanto quisieron hacer la invernal del Espolón Central de la Walker, nada fácil en verano aunque terreno muy conocido por René, ya que era él precisamente el especialista en aquella zona, pues había estado muchas veces —recordemos que «cedió» la primera invernal a Walter Bonatti y que él hizo la segunda— y además había realizado la primera ascensión al llamativo «Linceul», una pendiente de hielo situada a mano izquierda del Espolón de la Walker, que él se había adjudicado en 1968 con Robert Flematti, después de una problemática «primera ascensión» de otro francés —Roland Travellini en 1965— que no sería reconocida por falta de pruebas fehacientes.

Finalmente, en febrero de 1971 atacaron la inhollada Directísima de la Pointe Walker de las Grandes Jorasses. Subieron sin prisas con el teleférico de la Aiguille de Midi, mezclados entre turistas y esquiadores, procurando disimularse entre ellos con sus enormes mochilas y paquetes. Llevaban esquís y descendieron terriblemente cargados sobre la buena nieve del glaciar hasta la unión de la Mer de Glace con el glaciar de Leschaux. Desde allí subieron con las pieles de foca hacia el refugio de Leschaux. Dejaron un depósito de material más arriba del refugio, en pleno glaciar, y volvieron a bajar a Chamonix. Era mejor pasar bien la noche en el chalet de Desmaison y subir mañana bien descansados y con más material.

El 10 de febrero volvieron a subir. Sobrepasaron el refugio y llevaron todo al pie de la pared. Y allí iniciaron la escalada por la roca, repelente y fría, con «verglass» y con las grietas llenas de nieve. Vertical. Helado todo. Subieron unos largos, izaron todo el material por la pared y lo dejaron allí para rapelar de nuevo hasta la base y descender al refugio. Durmieron en él, solitarios y silenciosos: era aquella la última noche «cómoda» ante varios días de esfuerzo, de incomodidad y de misterio. ¿Cuántos días? Realmente no lo sabían. Sólo sabían que delante de ellos, encima de ellos, tenían mil doscientos metros de pared vertical, virgen, helada, desconocida y enigmática.

oOo

El 11 de febrero fueron ya definitivamente para arriba. Treparon por la cuerda que habían dejado puesta y una vez llegados al punto más alto alcanzado el día anterior, prosiguieron la escalada.

Aquella tarde, a las cuatro, sacaron el walkie-talkie que llevaban (no se conocían todavía los teléfonos móviles) y hablaron con Simone, la cual, según lo previsto, estaba apostada para ello en la estación del teleférico de La Flegére pues era esta la mejor «cobertura» para poder comunicarse todos los días por este procedimiento. Ella les daba la previsión meteorológica y ellos le decían que todo iba bien. Que estaban ya en plena pared y que tenían todavía tiempo de hacer un largo más, para hallar una ínfima repisa, colgar todo lo suyo de las clavijas, instalarse, sacar los sacos de duvet, meterse dentro y encender el infiernillo de butano. Colgados de la pared tomaron algún mejunje caliente hecho con nieve fundida arrancada de la misma pared… Prácticamente durmieron colgados en la pared. Colgado de la pared René Desmaison se quedó pronto dormido dentro del saco. Y colgado de la pared Serge, que no podía dormir, se entretuvo por la noche en engrasar con las manos, cariñosamente, las botas que se había quitado para descansar mejor.

El 12 de febrero amaneció bien. En su exiguo espacio tuvieron tiempo de desmontar el vivac, desayunar y partir hacia arriba. Nueva escalada, nuevas dificultades, nuevos avances, nuevos esfuerzos en subir uno y otro, en recuperarse, en sacar clavijas, en izar el petate y procurar que no se atascara, cosa no muy probable dada la limpia verticalidad de la pared. A las cuatro de la tarde dieron el «parte» a Simone. Todo iba bien pero iba lento, naturalmente. El día había sido bueno, hacía mucho frío, mas lo bueno era que no había muchas nubes. Aquel día habían subido, arañando la pared, un total de ciento ochenta metros. Para llegar al final ya sólo les faltaba algo más de mil metros.

Otra búsqueda de ínfima repisa para instalarse ante otro vivac. Otro vivac. Otra noche más o menos confortable… ¡Ojalá durara el buen tiempo y prosiguiera esta relativa confortabilidad que tenían!

Para ellos estaba siendo duro, largo, frío. Pero estaban en lo que se habían propuesto y sabían que tenían que seguir. Desmaison era un personaje, un guía famoso de los Alpes, consagrado ya en estas aventuras. Serge era todavía un muchacho, con sólo un flamante carnet de guía en el bolsillo, que deseaba tanto hacer cosas buenas como darse a conocer con rapidez.

La pared seguía vertical, fría, helada, difícil, inconmensurable. Era un muro inhumano lleno de hielo, repelente, que sólo podía dar acceso a los buenos alpinistas. Para Serge era como el pódium en este grandioso estadio natural que es todo el Mont Blanc.

Desmaison vivió un día más en la montaña. Un día más entre los muy duros que él ya conocía.

Pero para Serge este día era algo más: cada paso, cada presa tomada, cada clavija fijada era una aproximación más a los «dioses» del alpinismo que él tanto veneraba: Welzembach, Comici, Solleder, Preuss, el joven Winkler… Gervasutti, Buhl… El esfuerzo era titánico. A él no le espantaba pensar que todos estos «dioses» estuvieran ya desaparecidos, muertos todos en la montaña. El ambiente que estaba viviendo era emocionante.

Y además, estaba escalando con Desmaison. ¡Con René Desmaison!

Para Desmaison, Serge era un compañero nuevo cuyo nombre entraba a alinearse junto a otros nombres de buenos amigos: Couzy, Mazeaud, Terray, Pellet, el mismo Bonatti, amigo y rival a la vez. Ahora Serge estaba adquiriendo categoría. ¡Era un muchacho tan fuerte, tan impulsivo, tan distinto de él! Pero tenía un espíritu abierto y muy directo, ejemplar. Un gran amigo.

La escalada seguía. Metros y metros, esfuerzos y esfuerzos. Algún susto, ninguna satisfacción. ¡Porque ganar cincuenta metros en todo un día de esfuerzos no era una satisfacción grande en una escalada de mil doscientos!

Los días se tenían que ir sucediendo unos a otros. Vivac, salida, esfuerzo, avance, otro vivac…

oOo

El 14 de febrero era domingo. La comunicación diaria con Simone continuaba todavía bien. El tiempo —de momento— seguía todavía bien. René, muy prudente, dijo a Serge, menos prudente:

—Hemos ganado mucha altura y el tiempo está muy bueno. Pero puede cambiar. Yo estoy en forma pero debo saber si tú sigues en forma. Hasta llegar a la cima de la Walker no vamos a tardar menos de tres o cuatro días… ¿tú te ves con ánimos? Desde aquí podemos todavía descender para reponernos. Piensa que queda más de un mes de invierno. Podemos bajar bien ahora, para rehacernos en casa unos días y volver a atacar si el tiempo persiste siendo bueno, y cuando los días sean ya un poco más largos. ¿Qué piensas?

—Yo estoy bien, René. Por mi parte podemos continuar.

Y prosiguieron. Pared por delante. Pared hacia arriba. Clavos. Hielo. Coraje. Técnica. «Verglass». Dificultad metro a metro, palmo a palmo. Subir, asegurar, ayudar al compañero, tirar del petate para arriba, buscar un lugar para descansar, llamar a Simone si era posible…

oOo

—Mira, mira. Está nevando sobre la Aiguille d’Argentière. Esto nos dice que antes de mediodía tendremos la nieve sobre nosotros…

—Sí, lo veo. Nos protegeremos.

La nieve llegó y hubo que protegerse. ¿Cuánto tiempo?

oOo

Ya es jueves, 18 de febrero. Lleva tres días sin cesar de nevar. Las noches anteriores habían podido dormir, bien que mal, pero la reciente ya no. Afortunadamente pudieron meterse bien en el saco y no sufrieron exceso de frío. Serge tiene una herida en la mano pero asegura que no está muy mal: dice que como le duele, ello significa que no tiene la mano helada. Hace ya dos días que no pueden comunicar con Simone. ¿Qué hará Simone? ¿Qué estará pensando? ¿Qué pensará también Nanette, la novia de Serge? Es mejor no quererlo saber. Es mejor procurar salir de aquí lo más pronto posible. Por arriba. Hacia arriba, porque hacia abajo ya no hay posibilidad de retirada.

Estos últimos días han ido ascendiendo, pero ha sido una subida más lenta todavía, moviéndose muy despacio, palmo a palmo y clavo tras clavo. Además no se ve nada: prácticamente nada se descubre de la pared hacia arriba. No pueden ver la elegante línea diagonal de la Arete des Hirondelles, que está a mano izquierda, no muy lejos. Ni el Linceul, esta mancha blanca casi vertical que había vencido René no hace mucho. Nada, nada. No ven nada. Sólo un mundo gris hacia arriba y otro mundo gris hacia abajo. La solución de la escalada, como la de la vida, la tienen hacia arriba, la hallarán en lo alto, cuando lleguen. O la posible muerte, hacia abajo… ¡Que no llegue! Otros cualquiera dirían que están metidos en una ratonera. Pero Serge y René no son unos cualquiera, ni siquiera son unos alpinistas cualquiera… No están en una ratonera. Están en la pared de la Pointe Walker. Están abriendo la directísima. Saben que están escribiendo historia.

Súbitamente, silba una piedra.

—Attention, Serge!

La piedra llega. Zumba cerca de ellos y desaparece en la grisalla dejando paso de nuevo al silencio.

—¡René!

—Oui! ¿Estás bien?

—Sí. La piedra no me ha dado. ¡Pero creo que ha dado en la cuerda amarilla y que la habrá estropeado!

Después de unos momentos se renueva la conversación a gritos de arriba a abajo y de abajo a arriba.

—¡Sí! ¡Ya lo he mirado! ¡Vale más que la piedra haya cortado la cuerda amarilla a que te haya dado a ti o a mí! ¿No te parece?

—¿Tú estás bien?

—Sí. También ha dado en la cuerda roja, pero la ha estropeado menos. Habrá que hacer un arreglo… No te preocupes. En un momento podrás proseguir.

Es horrible tener que seguir, y más con las cuerdas perjudicadas por el choque de la piedra. Pero no hay más remedio que seguir… Suben unos metros, lentamente, sin verse casi. Más tarde René está oyendo los martillazos de Serge desclavando. Suenan mal, suenan a poca energía.

—Demasiado lentos, demasiado flojos —piensa René. Sabe bien que Serge, tan fuerte, tan atlético, está perdiendo energías. Pero no dice nada más. Hay que seguir.

—Mañana podremos llegar a la cumbre —miente René cuando Serge llega junto a él—. Y pasado mañana estaremos en casa.

—¡Ojalá sea así!

En casa, en estos momentos estará Simone, muy inquieta. Le habrán llamado amigos y no podrá decir nada. Y posiblemente algún periodista se habrá interesado por la cordada que está en la Directísima de la Walker. ¿Qué pueden hacer en medio de esta tormenta? Simone no podrá responder. Y si no llora es a causa de ser muy dura. ¡O de hacerse la dura!

El viernes 19 de febrero, la cordada está algo más arriba. René sabe que la cornisa de hielo que ha entrevisto como a unos cien metros por encima de ellos es ya el final de la escalada. Pero sabe que hoy no van a llegar allá. Puede que lleguen mañana, si hay suerte.

Poco después les sale al encuentro un enorme saliente de granito que, una vez superado, ofrece un reducido espacio de reposo. ¡Ya era hora! Desde este lugar sólo quedan dos largos de cuerda: sólo ochenta metros. Dos largos de cuerda que serían normales, si no se les hubieran roto las cuerdas, claro está. Con estas cuerdas remendadas tendrán que hacer tramos más cortos.

Un nuevo vivac. El sitio es algo acogedor, pero ya no obtienen descanso. René se va rehaciendo bastante pero sabe que Serge no se recupera. Se ha dejado caer sobre las piedras y sobre las cuerdas y no mira siquiera a su compañero.

—No puedo más… René… —es lo único que puede decir.

—Sólo dos largos, Serge. Ya verás cómo lo resolvemos.

—No… No puedo más… René, sal tú. Déjame, yo me quedo aquí.

—¡No! Tú has querido venir aquí, y lo has hecho muy bien. Tú debes seguir, Serge. ¡Es tu obligación! Yo no puedo dejarte solo.

René dice todo esto y algo más pero sabe que Serge está hundiéndose, física y moralmente.

El sábado 20 de febrero, por la tarde, el cielo se va limpiando y casi todo queda azul. René rebusca en las mochilas intentando hallar algún resto de comida, aunque sabe que se ha consumido ya todo.

Más tarde, mientras intenta descansar, oye en el cielo un «plap-plap» esperanzador. No es muy característico todavía en la montaña este rumor dada la época, 1971, pero él sabe que se trata de un helicóptero. Lo ve aparecer como un monstruo volador y se siente esperanzado por aquella presencia mecánica-humana. Les hace una señal con la mano, no excesivamente enérgica. ¿Le han entendido? ¿Sabrán que están inmovilizados, que ya no pueden subir ni bajar?

El helicóptero queda en el aire unos segundos. Después parte, desaparece, dejándoles solos otra vez. René piensa que va a buscar más ayuda y que va a subir de nuevo para rescatarles.

Pero no vuelve a subir. Y cada vez Serge está más quieto, más apático.

oOo

Aquella misma tarde, los del Socorro Alpino de Chamonix llaman a Simone:

—Les hemos visto. Están sólo a ochenta metros de la cima de la Pointe Walker. Han dicho que estaban bien. No nos hemos podido detener ni acercamos porque hacía mucho viento, pero han hecho una señal. ¡Hacía tanto viento allá arriba!

Pero en realidad, la cordada situada cerca de la cumbre de la Walker no está bien, ni ha podido decir que estaba bien. Al contrario: está inquieta. Inquieta y mal porque Serge va de mal en peor.

¿Por qué no ha vuelto el helicóptero?

El domingo 21 reaparece el mal tiempo en la montaña. No se ve nada, ni se oye ningún ruido de motor ni el claqueteo de las palas de un helicóptero en el aire.

Serge está peor, a cada momento peor. Tiene sed y no puede beber. No tiene hambre pero en realidad no hay nada que comer. René también tiene sed y él se siente débil pero se puede aguantar y se sostiene con sus propias reservas corporales. Sabe que ha vivido otras ocasiones como esta y que las ha superado.

Resta muy poco gas en el infiernillo y funde algo de hielo hasta que la llama se va atenuando y desaparece. ¡Todo ya está frío! Da a Serge los últimos sorbitos de agua tibia que ha logrado obtener. Pero ello no le mejora.

René sabe que él podría partir solo. Exponiéndose mucho podría llegar a la cumbre y bajar por Italia a buscar socorro. Pero, ¿debe dejar solo a Serge? Sabe que su amigo está mal y que no resistiría ni un día aquí solitario, en esta mísera repisa, sin nadie a su lado. No puede marcharse. Su obligación es quedarse junto a Serge. Es la ley de la cordada: siempre juntos.

Todavía vuelve otro helicóptero, ¡pero es como si no llegara! Se oye su rumor. Llega, sí. Se acerca… les miran… les hacen señas… ¡Y se van…!

—¿Por qué nos dejan?

Serge también lo ha visto. Si no estuviera tan mal demostraría una esperanza o una decepción. Pero su cara está rígida, congelada.

—René… ¡Se ha marchado! Nos dejan aquí… ¿volverán?

El lunes 22 de febrero todo sigue igual. No, igual no: todo está mucho peor.

René comprueba cómo el tiempo va mejorando. Pero comprueba también que el estado de Serge no mejora. Está muy mal. No mira para arriba, ni para abajo. En voz muy baja dice que está viendo un helicóptero… pero René sabe que ahora no llega ningún helicóptero.

Sin decir nada más, Serge agacha la cabeza y se queda quieto, más quieto que nunca. René sabe que acaba de quedarse él solo encima del pequeño bloque, a ochenta metros por debajo de la cumbre de las Grandes Jorasses. Solo. Porque Serge ha muerto.

El martes 23 aparece un nuevo helicóptero. Es un gran aparato militar, nada especializado para operar en la montaña porque tiene ruedas en vez de patines. La cabina está llena de gente que le están mirando, Miran, miran. El aparato se inmoviliza un corto trecho sin acercarse —¡claro está que no puede acercarse, no es un aparato para acercarse a la montaña!—. Sube bastante y desaparece en el cielo como los demás. ¿A qué han venido estos? ¿A hacer fotos de los que van a morir?

Ante esta situación René no sabe lo que sucede, y puede que empiece a no saber quién es él, ni lo que hace en este lugar, perdido entre abismos de roca y hielos en la montaña más difícil y más inhóspita. Con un amigo muerto y yerto al lado.

Ahora ya no se considera capaz de salir de allí por sí solo. Está demasiado débil, demasiado desmoralizado. ¿A qué vienen tantos helicópteros si no hacen nada? ¿A verle y marcharse? ¿Es que no saben que después de haber muerto Serge, ya le va a tocar a él desaparecer? Después de tres días de no comer nada, de ingerir sólo cachos de hielo arrancados de la roca que va chupando, cuando tiene algunos momentos de lucidez osa preguntarse:

—¿Cuánto tiempo podré resistir yo aquí arriba, antes de morir más lentamente de cómo ha tenido que morir el pobre Serge? ¿Cuánto?

En otro momento de lucidez empieza a pensar:

—¿Qué día es hoy? Ya no lo sé. Es una eternidad la que llevo sobre este bloque helado, apoyado en el cadáver de Serge. Este es el último servicio de amistad que me hace Serge.

Es jueves, 25 de febrero. Desmaison y su amigo Serge entraron en la pared otro jueves de hace dos semanas, el 11 de febrero…

Este jueves 25 de febrero un piloto de helicópteros del Servicio de Rescate en Montaña de la Gendarmería de Grenoble ha llegado expresamente desde Versoud con su Alouette III. Ha sido un vuelo largo. Se ha acercado a las Grandes Jorasses, que no conocía, ha tanteado la situación y sin pensárselo dos veces, ha podido posar su aparato en la nieve del colladito junto a la Pointe Walker. De buenas a primeras ha hecho lo que otros pilotos, conocedores de la región, no se han atrevido a hacer a lo largo de los días. Ve que el salvamento será posible. Despega y baja a Chamonix para decir que suba con él algún guía y material de rescate. Este piloto se llama Alain Fréret y esta es la primera vez que trabaja en el macizo del Mont Blanc, y no precisamente en un día sin viento. Vuelve a subir, deja a un guía con material en la brecha y retorna a Chamonix a buscar más gente. Otro helicóptero se atreve a secundarlo y deja también varios guías en la brecha con más material de rescate. Dentro de poco son ya cinco los guías depositados junto a un rollo de cable y una polea de salvamento y, aunque sigue haciendo viento, entre todos pueden hacer muchas cosas. Este mismo día René oye una voz cercana y ve aparecer a un hombre desde arriba, como llovido del cielo. Es un guía de Chamonix, amigo suyo, descolgado por un cable desde la cumbre. Le dice cosas agradables y le ata a su mismo cable. Enseguida los dos van hacia arriba, llevados en volandas por el cable que la polea tira desde la cima de la Pointe Walker.

René está salvado. Gracias a unos pilotos de salvamento que no conocía y que no pertenecen a la zona de Chamonix. Parece como si los de Chamonix no hubieran sabido hallar el sistema de ir a recoger a gente necesitada de auxilio en «su» montaña.

Afortunadamente René tendrá fuerzas para recuperarse. Ha tenido más suerte que Serge.

oOo

Este fue el drama. Serge, lleno de juventud y de fuerzas, tuvo que morir. René, veinte años más viejo, tuvo suficiente resistencia para poder salir indemne.

¿Indemne?

¿Pudo quedar indemne un hombre que comprobó cómo sus vecinos, especialistas en montaña, no habían podido hallar posibilidad de salvarles porque «hacía mucho viento»?

¿Quedaba indemne el marido de una esposa desesperada a quien el Presidente del Servicio de Rescates en Montaña (un personaje muy conocido en el mundo alpinista internacional) le dijo claramente que había dado órdenes de no proseguir la búsqueda, para no arriesgar nada?

¿Quedaba indemne un hombre habitante de Chamonix, la verdadera capital del alpinismo del mundo, que si pudo ser salvado fue por mano de unos «desconocidos» llegados desde mucho más allá del Mont Blanc, pertenecientes al Servicio de Rescates del Dauphiné?

El drama había acabado. Ahora tenía que empezar el escándalo.

Protestas por un lado. Inapreciables defensas por el otro lado. Pocas excusas.

René fue solicitado por la policía y tuvo que someterse a un larguísimo interrogatorio. Como si él fuera un criminal.

Quien tenía que darle excusas por la tardanza en acudir no se las dio. Quien pudo aprovechar la ocasión para desacreditarle, la aprovechó.

Cuando se pudo, el cuerpo de Serge Gousseault fue descendido, —posiblemente en un día de poco viento, porque ya no había urgencia y para evitar riesgos— y fue trasladado a su Tourenne natal, donde descansaría para siempre bajo un cielo tranquilo, rodeado de la gente amable de su tierra. Una tierra donde no hay vientos duros ni fuertes heladas. Y donde ningún forastero es tratado como un forastero.

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Después, René tuvo que reponerse, de cuerpo y de ánimos. Siguió haciendo montaña: invernales en enero y febrero de 1972, con clientes y con amigos de verdad. Y en verano realizó la primera ascensión-travesía en solitario de la Arista Integral de Peuterey. En sólo día y medio.

Y en febrero de 1973, a lo largo de nueve días y ocho noches, Desmaison volvió a «su vía» Directísima en la Walker de las Grandes Jorasses, la montaña que les había vencido a él y a Serge, por falta de unos miserables ochenta metros. Ahora volvió allí con sus amigos Giorgio Bertone y Michel Claret, ninguno de Chamonix. Se pudo desquitar. Se desquitó de una pared que no se había querido dejar vencer y que había aniquilado a su amigo Serge Gousseault. Se había desquitado ya de la manera de obrar —o de no obrar— de unas personas que se resistían a aceptarle entre ellos.

Pero el Mont Blanc, más grande y más noble, es tan grande y tan noble que para él no existen los problemas humanos. Nunca fue todo el macizo del Mont Blanc injusto con René Desmaison. Y René Desmaison ha seguido mirando a la gran montaña con el mismo amor que había sentido cuando la descubrió por primera vez con ojos admirados y desde muy lejos.[22]

René Desmaison.