No tengo ningún mal recuerdo de aquella lejana ascensión al Couloir de Gaube, a pesar de que fue difícil y muy dura. Más dura que difícil. Los tiempos en que vivíamos entonces eran así, difíciles y duros y estábamos habituados a todo. A pesar de aquella dureza ahora, cada vez que veo o que leo algo referente al Vignemale, recuerdo la aventura del Couloir no sólo con una cierta nostalgia sino con un extraño sentimiento agradable.
Era el año 1948. Mi compañero de cordada y yo habíamos salido de Barcelona para el Pirineo arrostrando un viaje típico de la época, que tenía que ser largo: trenes de vapor con retrasos y con carbonilla en los ojos, y autobuses de pueblo mal movidos por unos angustiosos motores de gasógeno, sobre carreteras llenas de baches y polvorientas. Horas y horas hacia Zaragoza, Sabiñánigo y Biescas, hasta lograr llegar al balneario de Panticosa, invadido entonces por soldados de vigilancia fronteriza, tan poco vigilantes que no se inmutaron cuando nos vieron salir de allí hacia los lagos y el collado de Brazato, posiblemente porque no sospechaban que luego bajaríamos al valle de Ara y remontaríamos este hasta Lapazosa y Col des Mulets. Y, nosotros, una vez entrados en Francia, bajamos a Les Oulettes, donde entonces no había ningún refugio, y subimos a la altísima Hourquette d’Ossoue para llegar al refugio de Baysellance. ¡No se viajaba entonces tan rápido y tan cómodo como hoy! Estábamos obligados a pasar a Francia ilegalmente porque no había otra posibilidad legal de acceso, y tuvimos la suerte de que nadie nos importunara. En Baysellance pudimos dormir unas pocas horas, y mal, porque tampoco estaba entonces muy acogedor aquel pétreo refugio. Y salimos de él al amanecer, muy callados, para pasar de nuevo la Hourquette d’Ossoue a la luz de una madrugada fría y desapacible, perturbada por un viento descorazonador. Descendimos un poco para llegar al pie del Couloir de Gaube; nos encordamos en silencio y tomamos seguidamente contacto con la nieve y la roca que emergía a un lado de la rimaya: estaba fría y húmeda, llena de arenilla, repelente. Superados estos metros, más desagradables que difíciles, empezamos a subir por la nieve dura del propio Couloir, cada vez más enhiesta, una pendiente que se enderezaba por momentos, para encajonarse más arriba entre los dos amenazadores paredones del Pitón Carré y la Pique Longue.
Petit y Grand Vignemale, desde el refugio de Baysellance, el más antiguo del Pirineo francés.
¿Empezamos a subir he dicho? Realmente lo que hicimos fue empezar a tallar. Un golpe de piolet, dos, tres. Cinco golpes. Un escalón hecho. Clavar el mango de madera y dar un paso sobre la huella abierta. Otros golpes del pico del piolet: tres, cuatro o cinco. Limpiar de nieve suelta el nuevo escalón. Y poner allí el pie con el crampón… Y seguir así, tallando, moviendo el piolet, fatigando el cuerpo y cansando la muñeca mientras el compañero permanecía quieto más abajo, asegurando la cuerda sobre la cabeza de su piolet, bien hundido el mango en la nieve, si se podía hundir. Muy abrigados pero tiritando. Eterno. Durísimo. Terrible.
No se nos hizo largo porque estábamos concienciados de que la tarea iba a ser muy prolongada. El Couloir de Gaube tiene seiscientos metros y entonces los pocos que lograron vencerlo habían subido así. En aquel tiempo era normal la lenta talla de escalones en cualquier canalón de nieve y por ello aceptábamos que el ascenso tenía que ser lento, cansado y tedioso: tallar, tallar… Tallar durante horas y horas, sin descanso, aunque sin dejar de vigilar a lo alto para esquivar las piedras que caían de vez en cuando porque no todas venían encauzadas en la «rigole» central. Confiando en lograr la superación de la larga pendiente de nieve dura, cada vez más enhiesta, y en poder resolver, ya llegados arriba de todo, el paso de la Piedra Empotrada y la posterior salida al Col de Gaube. Confiando en no dejarnos avasallar por la terrible soledad y enclaustramiento glacial que allí domina.
La técnica de la época era así. Se empleaban crampones de sólo ocho puntas, y los nuestros ni siquiera eran propios. Yo manejaba un piolet también prestado y de fabricación casera, aunque no excesivamente pesado. Íbamos atados por la cintura con una cuerda de cáñamo que chupaba la humedad, que se enroscaba, que se endurecía y que entorpecía el ascenso, que pesaba y pesaba cada vez más… Con unas pobres botas que nada más oler la nieve ya se quedaban mojadas y traspasaban la humedad a los pies. No éramos una excepción mi compañero y yo porque en aquella época de privaciones todos íbamos igual de mal equipados, aunque sí es cierto que íbamos bien empujados por una extraordinaria ilusión. En el Couloir de Gaube todos teníamos que vivaquear, por debajo o por encima de la Piedra Empotrada, el famoso bloque encajado en lo alto. Y todos estábamos condenados a tiritar durante una noche de vivac que ya sabíamos sería fría y eterna. ¡Y no todos lograban salir triunfantes!
Aquella mitad del siglo XX era una época triste. Los tiempos estaban preñados de problemas: problemas económicos, problemas humanos y, sobre todo, problemas de orden público. No había comida para poder surtir bien la mochila, ni suficiente dinero para pagar los viajes, ni siquiera era posible obtener documentos para viajar correctamente ya que si queríamos pasar a Francia, teníamos que hacerlo por la montaña, a escondidas de carabineros y gendarmes, porque la frontera legal estaba prácticamente cerrada. Y además yo, personalmente, me exponía a mucho más porque entonces estaba haciendo el servicio militar y, aunque me habían dado un permiso oficial para ir unos días a mi casa, si me pillaban en el territorio fronterizo podía ser considerado desertor, como soldado español que era, por pasar, o intentar pasar, clandestinamente a un «país no amigo», vulnerando todas las leyes civiles y todas las militares. Eran tiempos malos, muy malos. Nuestro país originaba en aquella época pocos amigos, y el mundo entero lo teníamos de espaldas.
Pero no considerábamos injustos estos inconvenientes. Estábamos metidos en los malos tiempos y debíamos arrostrarlos. Nos dominaban las ganas de hacer montaña y para ir a los Pirineos teníamos que saltarnos unos obstáculos que hoy, vistos desde tan lejos en el tiempo, se pueden considerar exagerados. Pero en realidad eran terribles.
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No éramos nosotros los primeros en subir por allí. Los datos que yo conocía me habían permitido mirar hacia atrás y estudiar el desarrollo de la primera ascensión al Couloir de Gaube. Podíamos evaluar cómo se había producido este acontecimiento en un tiempo bastante anterior. Y, por cierto, de manera bien distinta de nuestro sistema y de nuestros problemas para hacer montaña.
La primera ascensión al Couloir de Gaube se había logrado nada menos que en 1889. ¡Cincuenta y nueve años antes de la nuestra! ¡Ciento quince años antes de la fecha en que estoy escribiendo estos comentarios!
¿Cómo estaba la montaña en 1889? Supongo que no estaría como hoy porque debía tener bastante más nieve acumulada, y más hielo, porque era época de más nevadas. Vista con la técnica y el material actual posiblemente resultaría más fácil, por permitir subir cramponeando en una mayor superficie de nieve. Pero en aquella época no se conocían la acción ni el verbo «cramponear» y por ello, con tanta nieve, la montaña tenía que parecer más difícil, más amenazadora. Los que se propusieron entonces escalar el Vignemale por el Couloir de Gaube, franceses todos, tenían que ser muy valientes y muy decididos; con crampones peores que los nuestros pues no eran verdaderos crampones sino unos elementales juegos de cuatro o seis puntas mal atados a la bota, y empuñando unos palos muy largos con punta de hierro. Y algún hacha para ir cortando el hielo… ¡Eran valientes aquellos tipos!
El problema principal que podían tener los escaladores de 1889 ante el Couloir de Gaube era la grandiosidad de la montaña, la amenaza que esta misma podía ejercer. Si bien la creencia en los genios malignos de las montañas ya había sido superada, persistía todavía el enigma que representaba el no saber si, técnicamente, sería factible tal escalada. Y además tenían otro problema: los temores y los consejos de los amigos —montañeros como ellos pero algo más prudentes— quienes insistían en que no intentaran semejante aventura, pues para subir al Vignemale ya había entonces otras vías adecuadas, y no desprovistas de esfuerzo y de exposición.
Pero ellos fueron para allá. Eran cinco hombres muy decididos, que amaban la montaña y que tenían mucho amor propio. Aunque, además de todo esto, disponían de algo muy importante, pues todo hay que decirlo: tenían muchas facilidades.
La primera facilidad consistía en que eran franceses y vivían en una época y en un país que quería ser —y era entonces— un gran país. Y además escalaban en su propio territorio, sin afrontar los problemas de fronteras que sufriríamos en España en el año 1948.
La segunda facilidad —esta siempre ha sido enorme, grandiosa— era el no tener entorpecimientos económicos y, en lo que cabe y de acuerdo con su tiempo, podían ir muy bien equipados porque se lo podían permitir. El promotor de la aventura era el Comte Henri Brulle, abogado y de muy buena familia, hijo del notario de Liborne y llamado a ser él mismo el sucesor en la notaría de su padre. Desde muy niño ya era asiduo con su familia a la estación termal de Cauterets, a la cual en aquellos tiempos sólo acudían familias pudientes, más para poder codearse con gentes de su mismo y elevado nivel y beneficiándose de derechos sociales, que por puras imposiciones médicas. Henri Brulle, por ello, era muy amigo de los más selectos montañeros franceses del momento, entre ellos el Comte de Saint Saud, eminente geólogo y especializado en las montañas de España, y de otro conde, el famoso Henri Russell, el más enamorado divulgador de los Pirineos. La buena posición social de estos personajes significaba que podían hallar fácilmente colaboradores para hacer montaña, por muy complicada que esta fuera.
El otro personaje era Jean Bazillac. Este no tenía título de conde pero su apellido era muy ilustre entre banqueros y terratenientes de la región de Tarbes. Físicamente era un hombre muy fuerte, un gimnasta de la época, muy decidido, muy inteligente y culto. Y con un gran corazón, invadido por los sentimientos hacia las montañas.
El tercero sí que era conde: Le Comte de Monts, el hombre que más ascensiones invernales llevaba hechas en su tiempo en todos los Pirineos, y a quien los pirineístas franceses de la época llamaban, en broma o en serio, «l’Iceman», o sea, «el Hombre de Hielo». El año anterior había logrado la primera ascensión al Monte Perdido por la cascada de «seracs» de su cara norte. Esto sólo era ya una referencia de su efectividad.
El cuarto era muy distinto en poderío humano, pero tampoco tenía problemas para ir a las montañas pues ello era precisamente su profesión. Se llamaba Céléstin y no era conde ni marqués pero su apellido clamaba a los cuatro vientos un puro linaje pirenaico: Passet, como su padre, como sus tíos y como su abuelo, todos ellos guías selectos de Gavarnie. Ya había estado trabajando en los Alpes, en el Mont Blanc y en la Meije, y los guías alpinos —bastante altaneros con los forasteros— le habían reconocido como un buen profesional de la montaña.
El quinto también era montañés profesional: muy joven, fuerte como un toro y leal como el más leal de los amigos y servidores. Se llamaba François Bernat-Salles y de momento su trabajo consistía sólo en llevar cargas a cuestas de un lado a otro de las montañas en un tiempo en el cual todavía no existían los camiones ni los teleféricos, ni nadie había soñado con helicópteros. No era rico en dineros como los aristócratas que le habían contratado pero era rico en fuerzas y en grandeza de alma. Y, aunque él no lo sabía todavía, era rico en futuro ya que años más tarde llegaría a ser un guía tan bueno y tan famoso como Céléstin Passet. La fama de ambos iba a perdurar mucho más de cien años pues los dos estaban destinados a entrar —y persisten todavía— en la Historia de los Pirineos.
Aquellos cinco hombres que ignoraban lo que era cramponear, que llevaban como herramienta principal un palo de punta herrada muy largo y muy fuerte, y que no tenían todavía mucha idea del empleo de la cuerda, disponían, como novedad, de un invento reciente, un único piolet, rarísimo instrumento, mezcla de hacha y de bastón de montaña, cuya efectividad todavía desconocían. En el Couloir, subieron y subieron, tallaron en el hielo mil trescientos diecisiete peldaños (según la cuenta de De Monts, aunque parece que tenían que ser más, porque en seiscientos metros de desnivel corresponde labrar más peldaños). Aquellos hombres le echaron corazón al Couloir de Gaube y llegaron a lo alto, superaron la Piedra Empotrada y vencieron la cascada superior de hielo. Un gran éxito. Russell, que entonces ya era un prudente habitante veraniego de sus grutas del Vignemale, se mofó de ellos (¿con admiración, con envidia o con melancolía?) diciéndoles que «la próxima vez tenían que hacerlo marchando de espaldas, para que resultara más difícil».
Se enteró todo el mundo. Les felicitaron todos. Pero nadie volvería a repetir la escalada del Couloir de Gaube hasta 1933, cuarenta y cuatro años más tarde. Sólo se registró un infructuoso intento en 1927, el de Jean Arlaud y Charles Laffont, quienes una vez llegados a la Piedra Empotrada no pudieron superarla y se vieron obligados a descender de nuevo por todo el Couloir, de manera harto peligrosa.
A partir de 1933 se efectuaron tres repeticiones del Couloir, llevadas a cabo por nombres históricos en el pirineísmo francés como Barrio, Aussat, Loustaulou, Senmartin, Ollivier, Cazalet, Lamatte y Jean Santé. Estos bregaron muchísimo para conseguirlo y siempre a la altura de sus facultades y de sus esfuerzos. El Couloir era el Couloir: no era cosa para novatos, ni los novatos se enfrentaban a él.
Y en 1936 irrumpieron en el Couloir de Gaube los primeros españoles: Teógenes Díaz, Ángel Tresaco y Pepín Folliot, tres excelentes montañeros madrileños que ya habían dejado su huella en muchas montañas ibéricas —en los Picos de Europa, en Gredos, en los Pirineos, en La Pedriza— y lograron tal éxito en el gran canalón de hielo del Vignemale que su acción fue denominada admirativamente en las guías francesas como «coup de thèatre». Esta era la quinta ascensión absoluta pero fue la primera en salir directamente por Les Jumeaux, algo que nadie había hecho y que, posteriormente, parece que nadie volvería a repetir. Teógenes era un gran maestro en la roca.
Les Jumeaux. Vignemale.
Aquel mismo año 36, iba a iniciarse el gran periodo más trágico del mundo moderno: estalló la Guerra Civil en España, que posteriormente sería reconocida como lugar de ensayos técnicos para la inmediata Segunda Guerra Mundial. Donde únicamente reinó la paz durante unos años, fue precisamente en el Couloir de Gaube, solitario de nuevo y olvidado, tal como había permanecido a lo largo de siglos y siglos. Mientras, en todo el mundo rugían los cañones, surgían terribles dramas, llovía muerte desde el cielo, se propagaban las injusticias y el peligro insensato y se destruyeron millones y millones de personas. Fue terrible, una enorme injusticia mundial, en la cual no tenían nada que ver las montañas.
En 1947, ya algo tranquilizado el mundo, otra cordada española hizo el Couloir: fueron la pareja catalana Jordi Farrera y su esposa Joaquima Baruta, acompañados de Francisco Molina. Realizaron la ascensión técnicamente bien, pero estuvo salpicada de problemas humanos pues, según el propio Farrera, el compañero Molina sufría depresiones y quería precipitarse al abismo desde el lugar del vivac. Ni la dificultad del Couloir, ni el severo paisaje de montaña, ni la buena voluntad de los propios esposos Farrera tenían nada que ver con el drama de Molina. Afortunadamente los Farrera lograron salvar la situación, realmente muy comprometida, y Joaquima logró con ello la primera ascensión femenina absoluta al Couloir. Jordi Farrera ha sido un buen montañero, que marcó su época con una magnífica actividad.
Un año más tarde, en julio de 1948, tuvo lugar nuestra ascensión, sin problemas técnicos teniendo en cuenta el material de la época pero sí con el problema de mal equipo personal, clásico del momento. Tan malo era mi calzado que al retornar a Barcelona tuve que acudir al Hospital Militar a causa de sufrir congelaciones en los pies, percance hoy desconocido en los Pirineos. Y en el Hospital, el gran problema que se me presentaba era tener que explicar a superiores que no conocían ni podían comprender la montaña, la causa de aquellas congelaciones, en pleno tórrido verano y sin poder decir que habían surgido en los Pirineos, y precisamente en la vertiente del país «no amigo». Sin embargo, tengo que reconocer que tuve mucha suerte y me pude zafar de preguntas comprometidas.
En 1949 se realizó la ascensión de otros madrileños en el Couloir: Antonio Moreno, Adolfo Herráez y Jorge Márquez. Estos sí sufrieron un verdadero problema, el peor de todos: la muerte de uno de ellos, Jorge Márquez, despeñado desde el Bloque Empotrado cuando no estaba encordado, y con el subsiguiente problema de tener que repatriar el cuerpo destrozado del compañero por la frontera «legal» después de haber entrado en Francia por la «ilegal». El espinoso caso fue resuelto con un verdadero despliegue de personalidad, picardía y diplomacia, llevada a cabo en un viaje especial efectuado por Enrique Herreros y Mérito Sol, viejos zorros además de viejos montañeros. Fue tan acertada y elegante la solución de este caso, que inició el arreglo de los maltrechos tratos fronterizos del momento entre España y Francia.
Luego… Luego, con el paso del tiempo y con la llegada de facilidades de todo tipo vendrían las cuerdas de nylon, los crampones de diez puntas, y los de doce, y hasta de catorce. Y los piolets ligeros, de mango metálico, y el encordaje por «baudrier», y las buenas botas de montaña que evitan las congelaciones, y la selecta técnica moderna de cramponaje que puede permitir hoy la ascensión al Couloir de Gaube en dos o tres horas. Y hasta el descenso del Couloir con esquís…
Pero esto es ya otra historia (con minúscula) porque la Historia (con mayúscula) seguía su marcha y se iba escribiendo poco a poco.
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Durante aquel vivac a lo largo de una inacabable y gélida noche sobre el Bloque Empotrado en lo alto del Couloir de Gaube, mi compañero de cordada me dijo que le gustaría hacer una crónica de aquella escalada para publicarla después en la revista del Centre Excursionista de Catalunya. Me pareció muy bien la idea y le dije sinceramente que hasta le proporcionaría datos históricos de los que yo poseía, y que le ayudaría en todo cuanto fuera necesario.
Pasó el tiempo. Salí del Hospital Militar y volví, cojeando poco, a mi cuartel en Tarragona, pudiendo comprobar allí como mis pies se reponían rápidamente gracias a unas terribles infiltraciones que me habían puesto con un producto, nuevo entonces, llamado «novocaína» y también a los baños en la tibia playa mediterránea. Y después quedé ya liberado del servicio militar y retorné a Barcelona. Al llegar, los responsables de la revista del Centre Excursionista de Catalunya me llamaron para decirme que debía hacer yo la crónica de nuestra escalada al Couloir de Gaube pues consideraban que era una ascensión muy importante, explicándome asimismo que un escrito que habían recibido de mi compañero de cordada no les valía.
¡Ojalá no hubiera aceptado yo esta petición! Pero hice el trabajo que se me solicitó y poco después este salió publicado, acompañado con una muy buena foto del Couloir y de la Pique Longue, fruto del magnífico objetivo de Albert Oliveras. El escrito fue elogiado por los lectores, pero pronto supe que su publicación no sentó bien a mi compañero de cordada en el Couloir y, aunque él no me lo dijo nunca, parece que se enfadó mucho.
Poco tiempo después yo trasladé mi residencia a Madrid por conveniencia de la empresa editora donde trabajaba, y con ello amplié mi mundo de montañas y compañeros, sin perder en manera alguna el contacto con los amigos de Cataluña pues mi familia seguía en Barcelona y yo iba y venía frecuentemente. Mas, unos meses más tarde, y a través de estas buenas amistades que se fecundan en las montañas, me enteré de que por el ambiente montañero catalán circulaban unos rumores que me dejaban bastante mal conceptuado. No se basaban en actividades de montaña ni en técnicas de escalada ni en otras acciones alpinas: versaban exclusivamente sobre un imaginado comportamiento ciudadano mío.
El conocimiento de estos rumores me dejó anonadado. ¿De dónde habían surgido aquellas falsas aseveraciones? Yo no lo supe jamás. No quise preguntar a nadie la procedencia de tales calumnias sociales. Nunca he deseado saber dónde se originaron. Ni lo sé ahora, cuando ha transcurrido ya tanto tiempo.
Pero, en mi buena fe, en aquellos tiempos sufrí muchísimo porque a nadie le gusta que su nombre ruede manchado de boca en boca y más siendo sin fundamento alguno. ¡Y más en su propia tierra y en su propio ambiente! ¡Y más todavía cuando se está lejos de esta propia tierra y de su ambiente, sin conocer detalles de ello y sin poder uno defenderse!
Desde entonces han pasado muchos años, muchísimos. No he dejado de hacer montaña ni de tener buenos amigos en todas partes donde he ido. He seguido la evolución de las técnicas y de los materiales de montaña; ya no empleo crampones de ocho puntas como los pobres aparejos prestados que empleé en el Couloir de Gaube en 1948. Y no he vuelto a sufrir congelaciones porque ahora el calzado es mucho mejor. Y las cuerdas con que escalo ahora son de fibras modernas y no se ponen tiesas y pesadas con la humedad como las de cáñamo de antaño. Y puedo encordarme por medio de un buen «baudrier» que evita, en las posibles caídas, los terribles costillazos que recibíamos antes, cuando nos encordábamos por la cintura. Y dispongo de una colección de piolets ya históricos, todos empleados por mí, que pueden explicar cómo ha podido ir evolucionando el montañismo de altura. Y ya no «voy» a las montañas, porque «vivo» en la montaña y «con» la montaña, inmerso en el más perfecto ambiente pirenaico moderno. Y creo que la gente me aprecia en todas partes, en cualquier parte donde se habla de montaña.
A pesar de todo el tiempo transcurrido (más de medio siglo) y de las alegrías de la montaña vividas, no he podido olvidar nunca el terrible resquemor de aquella injusticia que alguien inventó y divulgó a espaldas mías hace ya tanto tiempo, cuando yo estaba lejos y sin saber, al principio, nada de ello por ignorar estas habladurías. Y ahora, cuando pienso en ello, todavía se entristece mi ánimo. Jamás, ni de joven ni de mayor, creo haber cometido nada indigno en el ambiente humano, fuera y dentro de las montañas. He hecho montaña, con mayor o menor intensidad. He divulgado todo lo bueno de las montañas en lo que he podido, y estimo que he enseñado a quererlas a muchos jóvenes, algunos de los cuales son hoy veteranos de gran valía. He conocido muchas montañas, y muchos alpinistas del amplio ámbito alpino son buenos amigos míos.
Un gran amigo me dijo en aquellos tristes momentos:
—No hagas caso de esto que dicen de ti. Yo y muchos como yo sabemos que no es verdad. El mundo está lleno de envidias y el mundo de las montañas no está exento de ello. Tú tienes la conciencia tranquila. Sigue pues para adelante con tu comportamiento como ahora. Tienes que saber que tu comportamiento, con el paso del tiempo, será lo que te dará la razón.
¡Era muy duro tener que esperar a que fuera el tiempo quien me diera la razón! Pero yo tenía la conciencia tranquila y esperé.
Y cuando ha pasado ya mucho tiempo, cuando muchos amigos míos ya han entrado en el Recuerdo —el Buen Recuerdo—, cuando han transcurrido hechos y hechos, me doy cuenta de que el Tiempo ya me ha dado la razón.
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Recientemente asistí a una comida-reunión en Aínsa promovida por el equipo de los Tresmiles del Pirineo. Llegué algo tarde y me senté en la mesa casualmente junto a un desconocido bastante calvo y de mostachos canos quien, al presentarse, había dicho estar invitado por haber realizado la ascensión de todos los tresmiles pirenaicos. ¡Entonces me di cuenta de que aquel veterano montañero no era un desconocido para mí sino el autor de unas ya antiguas pero terribles declaraciones, publicadas en un librito, que me dejaban por los suelos! Naturalmente, al reconocerle entonces no pude quedarme callado y le solté al momento, y delante de todos los asistentes, todo cuánto yo podía sentir. Ante el chaparrón, el veterano se excusó alegando no recordar nada y acabó por decir que «podían haberle informado mal». Yo, por mi parte, pedí seguidamente disculpas a la mesa por mi posible salida de tono y por haber tratado de asuntos ajenos al programa. Todos los asistentes —que en su mayoría, creo yo, serían desconocedores del asunto— aceptaron al momento mi justificación. Y luego el viejo montañero calvo de mostachos canos, al despedirse de mí, bastante afectuosamente por cierto, repitió que «no recordaba nada» de lo que había divulgado en letras de molde, y tan ligeramente, en tiempos muy anteriores.
Algo parecido había vivido tiempo atrás con otro antiguo y muy admirado montañero catalán quien en una remota ocasión me había preguntado llanamente «si era verdad todo lo que se contaba de mí». Cuando volví a verle, muchísimo tiempo más tarde, le recordé la dureza de la pregunta que me había hecho tanto tiempo atrás. Y este «tampoco se acordaba ahora de nada». ¡Qué desmemoriado es el mundo, por muy buen montañero que se sea! Yo no puedo decir si soy buen montañero o no, pero sí sé que tengo buena memoria y sigo acordándome de los malos momentos que tuve que vivir a causa de este triste asunto, promovido por alguien que no ha dado jamás la cara, y que yo no deseo saber quién es o quién ha sido.
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Ahora sigo mirando y admirando las montañas y lo hago con serenidad, tranquilo, sin que nada pueda enturbiar mi espíritu. ¿Por qué alguien o algunos tuvieron que hablar sin fundamento alguno y hacer pensar mal de mí a espaldas mías a gente que ni me conocía, si yo tenía la conciencia tranquila, tranquilísima?
El ambiente de las montañas es claro, limpio. Es el ambiente que yo he vivido en Cataluña, en Madrid, en los Pirineos, en los Picos de Europa, en los Alpes, en Alaska, en el Himalaya, en los Andes y hasta en los países que antes llamaban de Más Allá del Telón de Acero. Es un ambiente justo. Es un ambiente donde, si nos comportamos como es debido, en seguida tenemos el aprecio de todos.
Repaso el tiempo que he vivido, que ya es mucho y en muchos sitios, y compruebo, tal como me había dicho aquel viejo amigo, que el Tiempo es el mejor testigo de todos los hechos y compruebo que ya me ha dado la razón.
Y sigo haciendo montaña. Y sigo teniendo muchos y muy buenos amigos en todas partes.
Y sigo dando gracias a Dios por todo cuanto me ha permitido que viera, que tuviera y que sintiera. Siempre junto a las montañas y a los amigos buenos, que es la mejor dádiva que recibimos de las montañas.
Y sigo estando convencido de que las montañas no son injustas.
Y cuando recuerdo aquel duro vivac en el Couloir de Gaube, percibo una cierta nostalgia, a pesar del frío que pasamos, de las congelaciones en los pies y de que no acababa nunca de transcurrir la glacial noche.
Cara Norte del Vignemale.