En el transcurso de un interesante recorrido a lo largo de bastantes días por las extraordinarias montañas que ahora forman el Parque de las Torres del Paine, en la Patagonia chilena, tuve ocasión de tratar y conocer bien a los porteadores que colaboraban en nuestro grupo. Uno de ellos se llamaba Mauro Andrés Vázquez y dijo enseguida ser nieto de españoles. Era hombre no muy alto pero fuerte y musculoso, de mirada directa y noble, con el pelo negro y ensortijado y ya con algunas canas, a pesar de su notoria juventud. Su aspecto infundía mucha confianza en aquellas montañas tan agresivas del fin del mundo, y a mí y a mis compañeros nos fue fácil comprender que podía valer para algo más que para llevar a cuestas nuestra carga suplementaria. Ya en el principio del recorrido patagónico me sorprendió al decirme que deseaba explicarme algo referente a su padre, pues creía que nos habíamos conocido su padre y yo años atrás, añadiendo con énfasis que había sido «montañista, un gran montañista».
—Mi papá —explicó entonces— tuvo que conocerle a osté cuando osté estuvo en el Aconcagua, hará ahorita ya más de treinta años, en una ocasión en la cual los del Socorro Andino Chileno acudieron a Argentina para rescatar a los compañeros de osté. Mi papá iba con Claudio Lucero, era hijo de españoles y se llamaba César Vázquez.
Aunque de momento no me habló más de ello, tuve ocasión de recordar bien mi remota aventura en el Aconcagua. Había transcurrido ya mucho tiempo pero yo tenía bien presente aquella primera vez que fui a los Andes, cuando en las faldas del Aconcagua me enteré de que los chilenos y los argentinos nunca se han llevado bien, aunque también pude descubrir que todos, unos y otros, tienen un gran respeto y cariño por todo lo español. Aquella vez yo había ido al Aconcagua acompañando a unos amigos valencianos, como equipo de apoyo a la cordada que quería escalar —y lo logró— la Cara Sur de esta gran montaña, que entonces era de las más llamativas metas del alpinismo mundial, pues se había hecho muy pocas veces. Yo también hubiera querido ascender por la Cara Sur pero, como había aceptado la misión de ser el equipo de apoyo, tuve que ascender por la vía normal de Plaza de Mulas, con el fin de recibirles y atenderles, si hacía falta, a su llegada a la cumbre. Nos separamos en Confluencia y, sin más problemas que una adecuada adaptación a la altitud —lo que se llama aclimatación—, llegué puntualmente a la cresta cimera del Aconcagua el 25 de julio de 1972, día previsto por la cordada de la Cara Sur para finalizar su escalada… si todo les iba bien. Pero una vez en aquella cresta, llamada Del Guanaco, por más que miré hacia abajo, hacia la terrible caída de hielos de la Cara Sur, no vi señal alguna de mis amigos valencianos. Apareció entonces en aquel lugar, el más alto y el más remoto de todas las Américas, un amigo común que me informó seriamente de que mis amigos «estaban todos muertos», pues él los estaba viendo, y demasiado quietos. Como el amigo común tenía mejor vista que yo, creí lo que me decía y, angustiado, supe que mi misión entonces consistía en hacer algo: organizar el rescate. Sin llegar siquiera a las piedras que forman la mismísima cumbre del Aconcagua, inicié un desesperado descenso, bajando casi corriendo por la Canaleta, dejándome deslizar por la nieve del Portillo de los Vientos sin detenerme en el refugio Berlín ni en Nido de Cóndores, tomando hálito en Plaza de Mulas para proseguir sin parar hasta llegar a Puente de Inca. ¡Terrible y larga bajada y más terrible si se hace obedeciendo a un acontecimiento negativo e imprevisto! Proseguí hasta la muy lejana Mendoza, adaptándome a las malas comunicaciones de la época y del lugar, para presentarme bruscamente en el Consulado de España y darles la mala noticia, pidiendo que hicieran lo que era necesario. Inmediatamente fueron alarmados los servicios de rescate andino de Argentina y de Chile, y al momento se puso en marcha la máquina humana de ayuda en montaña entre dos naciones hermanas que precisamente estaban de espaldas. Jamás habían colaborado los chilenos con los argentinos en la Cordillera pero aquella vez sí lo hicieron: ¡había que rescatar a unos españoles! El equipo de Socorro Andino chileno funcionó muy bien y apareció en Puente de Inca (Argentina) antes que el equipo de rescate argentino. El jefe de este grupo chileno era un gran tipo que se llamaba —lo recuerdo muy bien porque nos hicimos buenos amigos— Claudio Lucero. Y ahora pienso que alguno de los muchachos que lo acompañaban se llamaría César Vázquez, el cual, al paso del tiempo, sería el padre de Mauro Andrés Vázquez, a quien presento al inicio de este relato.
(Luego resultó que mis compañeros valencianos no estaban muertos pues quien me había alertado, además de tener la vista errónea, era un tanto exagerado. Ellos finalizaron la ascensión de la Cara Sur del Aconcagua con un cierto retraso, pero no les sucedió otra cosa que algunas congelaciones de las cuales se repusieron. Pero esto ya es otra historia, que ya he contado en otra parte).
Supuse que, por haberlo oído en su casa y recordarlo como estos hechos de la infancia que quedaron grabados toda la vida, Mauro Andrés Vázquez sabría desde niño que su padre me había conocido a mí. Y por lo que le contaría su padre en sus primeros años en Santiago de Chile, llegaría a originarse para su joven mente una exagerada idea sobre mi persona que le pudo perdurar tantísimos años hasta que me conoció personalmente en el año 2004, haciendo él de porteador y yo de veterano componente de un grupo que recorría plácidamente los duros e impresionantes caminos de la Patagonia.
Mauro no ha vuelto a hablarme de ello durante varios días hasta que en la tarde de la séptima jornada, marchando desde el refugio Pehoe al de Los Cuernos, fenomenal recorrido que discurre sorteando un bosque de lengas bajo los imponentes paredones y glaciares suspendidos y cascadas del Cerro Almirante Nieto y justo a la misma orilla del gran lago Nordennskjöld, puedo observar que Mauro se va rezagando como aposta. Yo hago lo mismo y cuando quedamos los dos algo separados del grupo, me mira él a los ojos y me salta a bocajarro:
—Yo había oído hablar de osté también en el Cauín Andino, el local del Club Andino de Santiago. Mi papá le apreciaba a osté mucho, señor. ¡Y osté era muy amigo de Claudio Lucero, el maestro que había enseñado a mi papá a tener corazón de montañista! ¡Osté no sabe cómo le apreciaba mi papá, señor! Sepa que cuando yo le he conocido ahorita, creía desfallecer de contento, pero me he demorado unos días hasta decírselo ahorita mismo. Estoy seguro de que mi papá, que está ahorita en el Cielo de los Andes, se sentirá muy feliz por vernos a osté y a mí juntos, platicando así de él, y de Claudio Lucero, y de todo cuanto son las montañas… ¡Ay qué alegría, señor amigo!
—Y tu padre… ¿qué fue de él?
—¡Oh, mi papá…!
—Dime, dime amigo: ¿Por qué has mencionado el Cielo de los Andes?
Yo ya estoy alarmado. Mauro cierra sus ojos nobles. Se cubre la cara con las manos y se pone, creo yo, a llorar. ¿A llorar?
Yo insisto:
—¿Qué hace tu padre ahora Mauro?
Como respuesta no obtengo más que sollozos y una mirada perdida.
—¿Qué le pasó a tu padre? ¡Dime, Mauro, dime!
Tengo que dejar pasar un buen rato. Y al final Mauro estalla, entrecortadamente:
—Mi papá, mi papá murió… Era el mejor montañista de Chile. ¡Y tuvo que morir en la Cordillera!
—¿Si? ¿Cómo murió? ¿Sufrió un accidente de montaña?
—No, señor amigo. No murió de accidente de montaña. Murió… murió también muy dignamente, más dignamente que escalando…
—Y, ¿cómo murió entonces tan dignamente, si no fue por un accidente de montaña?
Tengo que confesar que después de haber transcurrido bastante más de treinta años desde que estuve aquella primera vez en el Aconcagua, yo no puedo recordar las caras de los dos o tres muchachos que acompañaban a Claudio Lucero en 1972. Pero ahora, al momento, he tomado interés y simpatía por aquel desconocido César Vázquez, hijo de españoles, compañero de Claudio Lucero en la primera acción de rescate en los Andes Argentinos llevada a cabo por los «montañistas» del Club Andino Chileno.
Mauro me está mirando expresando una gran pena. Me pide perdón por estar llorando. Añade que él es nieto de españoles y que no debería llorar. Pero es que ¡señor, su papá es su papá! ¡Y le quería tanto! ¡Y aprendió tanto de él!
—Mi papá, César Vázquez, fue quien realizó las mejores escaladas en la Cordillera. A él jamás le podía suceder nada porque era muy bueno y muy duro, muy fuerte… Pero mi papá tuvo que morir en un rescate. Mi papá no murió escalando, él no debía morir en una escalada. Mi papá murió en un rescate de helicóptero.
Yo me quedo sobrecogido. Las lágrimas de Mauro tienen demasiada fuerza para que yo no me emocione. Tienen tanta fuerza como para que yo esté lamentando rotundamente no recordar ahora la cara de uno de los muchachos que acompañaban en aquella ocasión a Claudio Lucero.
—Serénate Mauro —es lo único que sé decirle, apoyando una mano sobre su hombro sacudido por los sollozos.
—Sí, sí… Ya me sosiego, señor amigo. Me sosiego, señor amigo de mi papá.
El ambiente que nos rodea es inmenso, imponente. El gran lago Nordennskjöld, muy extenso y muy profundo, tiene aguas oscuras y movidas pero sin casi rumor en sus olas misteriosas. Sólo en algunas crestas espumosas de las olas en la parte central, muy lejana, se ve refulgir la luz reflejada de los glaciares que nos dominan, desde muy alto, por encima de los paredones del Cerro Almirante Nieto. Mauro ha dejado apoyada su enorme mochila sobre una roca y contra unas ramas verdes de lenga, y mirando a estas aguas me dice, sin levantar la vista, con una voz que empieza con suavidad pero que va tomando un tono cada vez más intenso:
—Mi papá, César Vázquez, era fundador del Socorro Andino de Chile. Era amigo de Claudio Lucero, el gran montañista amigo de osté. Y con otro amigo de osté, el español Miguel Gómez, estuvo en la difícil escalada del Cerro Arenas. Mi papá era el andinista que más primeras ascensiones había logrado en la cordillera: en las Torres de Paine y en los Cuernos de Paine, en el Cerro Fortaleza, en el Escudo, en la Aguja de los Quirquinches, en el Cordón Adela cuando todavía no se habían hecho las principales escaladas, y en el Fitz Roy, buscando paso por las Canaletas. Y estuvo en el volcán Osorno, sobre Puerto Montt también con su amigo, el fabuloso Miguel Gómez. Pero tuvo que morir en un accidente aéreo, en el Cerro del Yeso, en el Cajón de Maipú, tan cerca de Santiago… Yo tenía entonces tres añitos. Si, sólo tenía tres añitos. Pero lloré porque mi papá se había muerto. ¡Y mi mamá lloró mucho, muchísimo, señor amigo! Me dijeron que mi papá ya no volvería más. Yo, que creía, que sabía ya entonces que mi papá era el más invencible… Luego me explicaron que se había incendiado el rotor de cola del helicóptero —¡demasiado viejo era aquel maldito trasto!— y el aparato empezó a caer. Supongo que mi papá pensaría que podía salvarse saltando y saltó al vacío mientras el helicóptero ardía… Todos murieron abrasados, todos los que iban en el helicóptero. Mi papá no murió abrasado pero también murió por el choque contra las rocas de la montaña. Mi mamá fue a buscarle, y le halló y le besó. Le sacó el reloj —este reloj que llevo ahorita mismo, señor amigo— y le sacó los cordones de las botas, que yo guardo todavía como un emocionado recuerdo… Le había estado amando toda la vida. ¡Toda la vida le amó mi mamá a mi papá, y le siguió amando después de muerto!
Excepcional foto de las montañas de Paine tomada desde el Refugio de Dickson.
Mauro se me agarra a los brazos, como si yo ahora fuera su padre. Yo no puedo hacer nada más que quedarme mudo ante la tragedia que me están contando. Es una tragedia enorme, tan grande y profunda como la extensión de este gran lago Nordennskjöld, donde la mirada se pierde.
—Mi mamá recogió el cuerpo de mi papá y lo dio enseguida para no sufrir más viéndolo tan destrozado. Y lo llevó para que lo incineraran. Me acuerdo mucho, aunque yo sólo tenía tres añitos… ¡Tres añitos tenía cuando se murió mi papá, señor amigo! ¡Cuánto lloré! Yo sabía que mi papá se había ido al Cielo de la Cordillera, pero lloré mucho. Yo he creído verle siempre cuando he mirado al Cielo de la Cordillera, de esta Cordillera tan dura y tan inhumana, pero a la que queremos tanto los montañistas. Y mi mamá luego trajo las cenizas a este lago, el Nordennskjöld, por acá mismito donde estamos ahora nosotros, en el gran Seno Norte. Y entonces fueron en una barca y, muy alejados de esta orilla, dejaron esparcidas las cenizas sobre el agua, en un lugar desde donde se ven los Cuernos de Paine, los Cuernos donde él tanto había bregado. El Cuerno Central era el sueño de su vida. Desde aquella parte interior del lago se ven todos los Cuernos. Por esto mi mamá fue con una barca a dejar las cenizas sobre aquellas olas, las mismas que estamos ahorita viendo como brillan.
Yo no puedo hablar, pensando en aquel amigo desaparecido de Claudio Lucero cuyo rostro hago esfuerzos para recordar. No puedo hacer nada más que seguir con la mano en el hombro de este entristecido andinista montañista, hijo de montañero, nieto de montañeses españoles, perteneciente a la eterna raza de hombres vinculados con cualquier montaña del mundo.
—Pasó el tiempo —reemprende Mauro con voz ya más segura—. Yo tenía dos hermanitos. Fuimos creciendo los tres, comprendiendo el dolor de nuestra madre. Todos habíamos nacido y nos criamos al amparo de la Cordillera, protegidos por estas montañas nuestras, tan altas, tan duras. ¡Pero las queremos! Y ahorita los tres hermanos trabajamos en ellas, en la Cordillera. Subimos a los cerros que dominan los desiertos del norte, trepamos a los volcanes, escalamos en los paredones y en las agujas y en los hielos del sur. Y también transportamos peso de los amigos de fuera, para poder ir sobreviviendo. Es esta la tierra a la que tanto estuvo amando mi papá y a la que sigo yo amando.
—Y, ¿tu madre…?
—Mi mamá nunca se rehízo desde la muerte de mi papá. Y nos dijo que cuando muriera quería que la llevaran al lado de su gran amor, al lado de mi papá. Y allí están. Allí están los dos, señor amigo.
Mauro señala de nuevo el centro del gran lago.
—Mire, señor amigo. Allí están los dos, en la superficie de esta agua. ¿No ve cómo relucen las olas allá en el centro?
Desde esta orilla, en el seno norte del lago Nordennskjöld no se pueden ver los Cuernos de Paine porque tenemos encima una gran montaña que lo impide: el Cerro Almirante Nieto, enorme, con sus paredones, sus impresionantes glaciares colgados y sus cascadas. Su gran anchura y su importante altitud nos roban la visión de los Cuernos desde aquí.
—Osté no los ve, señor amigo, osté no puede ver los Cuernos desde acá. Pero yo le tengo en el corazón al Cuerno Central porque fue el ansia de toda la vida de mi papá. Esta enorme mole del Cerro Almirante Nieto nos impide verlo desde acá. Pero si entráramos en el lago, allá mismo, allá donde brillan ahorita las crestas de las olas, desde aquella parte central del lago se ven muy bien los Cuernos. Y allá mismo, donde habíamos esparcido las cenizas de mi papá, allá volvimos después de la muerte de nuestra mamá, mis hermanitos y yo, en una barca, para dejar también allá las cenizas de la mamá… Ya llevan tiempo juntos los dos, señor amigo. Ya son felices los dos.
Mauro da unos pasos y deja que sus botas penetren en la linde de la orilla del gran lago. Se agacha un poco, hunde ambas manos en el agua clara, sagrada para él y, mojadas, me las enseña.
—Mire, mire, señor amigo… Aquí están las cenizas de mi papá y de mi mamá… Han venido hasta acá para saludarle a osté, que fue tan amigo de Claudio Lucero y de mi papá.
Yo tengo que seguir callado porque no puedo articular palabra. Me acerco a la orilla y estrecho la mano mojada de Mauro y luego meto mis botas y mis manos también en el agua que llega en tranquilas ondas hasta las piedras de distintos colores que forman esta orilla.
Y en este momento noto como un estremecimiento entre mis dedos, como si estuvieran aquí, demostrando vida, las cenizas eternas de César Vázquez y de su esposa, los padres de este hombre tan henchido de sentimientos que está junto a mí. Aquí, en esta agua oscura, reposan sus padres desde hace ya años. Es un lago inmenso, encajado entre montañas frías y poco luminosas. Y estoy notando como si los dos esposos estuvieran estrechándome la mano a mí, al amigo de Claudio Lucero y al amigo de su hijo Mauro.
Mauro lleva mucho rato con lágrimas en los ojos y vuelve a pedirme disculpas.
—Por favor, señor amigo, disculpe, discúlpeme. Un hombre como yo, que ahora se gana la vida llevando grandes mochilas, no debería llorar. Pero es que se trata de mi papá y de mi mamá… Y acá están ahorita los dos, con osté y conmigo… No siempre se aparecen cuando paso por esta orilla. ¡Pero hoy sí han acudido! Mi papá le había conocido a osté aquella vez en el Aconcagua, cuando los chilenos fueron a un rescate en Argentina… Y siempre le recordaba a osté y le mencionaba como un gran amigo llegado de España. Osté le había hablado mucho de las montañas de España. Sí, siempre recordaba que osté le había explicado extremos de la Sierra de Gredos, las montañas de sus padres españoles. ¡La tierra de mis abuelos a quienes yo no conocí!
Y en este momento creo poder recordar, finalmente, la cara ansiosa de un muchacho que, treinta y tantos años antes, me había preguntado en Puente de Inca por las montañas de España, en especial por la Sierra de Gredos, de donde dijo provenían sus padres españoles. Ahora tengo claros los rasgos de aquel César Vázquez, hijo de españoles, ansioso por las montañas. Ahora estoy viendo bien sus ojos, iguales que los de Mauro.
Y su pelo negro y ensortijado, con alguna cana precoz. ¡Ahora lo recuerdo bien a César Vázquez, el que me había dicho que sus padres eran originarios de un lugar de la provincia de Ávila, en la Sierra de Gredos!
—Sí, sí. Ahora recuerdo bien a tu padre amigo Mauro.
Y estirando mucho el cuello miro hacia arriba, hacia el poderoso Cerro Almirante Nieto, lleno de paredones, de glaciares colgantes, de gargantas y de impresionantes cascadas blancas.
Detrás de esta gran montaña están los Cuernos de Paine.
—Mañana veré los Cuernos —digo para mí—. Ahora sólo veo el Lago de Nordennskjöld.
¡Pero me parece descubrir a lo lejos, en el centro del lago, sobre las crestas ahora iluminadas de las olas, a dos figuras borrosas, un hombre y una mujer cogidos de la mano, alejándose caminando sobre el agua en dirección a la otra orilla, menos abrupta que la que ocupamos ahora nosotros!
Mauro sigue con las botas metidas en el agua y con las manos empapadas en este elemento sagrado para él. Está como ensimismado. Dejo pasar un buen rato y finalmente tengo que decirle:
—Vámonos hacia el refugio Los Cuernos. Nuestros compañeros nos estarán esperando. Ya se va haciendo tarde.
Se hace tarde por la hora pero no por la luz. Por la luz no se nota el paso del tiempo porque en estas latitudes, en pleno verano, casi nunca acaba de llegar la noche. Finalmente, Mauro saca los pies del agua, y con un hilo de voz me dice:
—Sí señor amigo. Sí, es verdad, nos están esperando. Pero, por favor, señor amigo, no diga a los compañeros que he estado llorando… No les diga que sigo llorando todavía.
Yo tomo mi ligera mochila y él se carga su enorme morral, y seguimos el estrecho camino que serpentea entre el bosque de lengas y la orilla del lago. La noche no acaba de llegar pero me parece descubrir ahora, por encima del centro del lago, como si dos estrellas empezaran a brillar, antes de hora, en este cielo tan distinto del nuestro: el cielo más austral de todos los mundos habitados en toda la Tierra.
Paine. Dibujo S. XIX.