Los Pirineos, además de ser unas hermosas montañas, son una larga frontera entre Francia y España, y por ello, esta larga frontera es prácticamente el único nexo de comunicación terrestre de España con Europa, con paso obligado por Francia. Y a lo largo de las muchas convulsiones que ha sufrido la Historia de nuestro país en todos los tiempos, siempre ha habido personas que han tenido que marcharse o huir, unos de manera más precipitada que otros. Algunos se han tenido que ir por causas políticas. Otros, obligados aventureros o deseosos de emigrar. Otros, empujados por acontecimientos personales o familiares de toda índole. Y unos más dramáticamente que los demás porque si algunos han tenido que marcharse al momento, con sólo lo puesto, los más afortunados han podido partir siguiendo una preparación o un programa. Pero todos ellos se han visto obligados a pasar a través de los Pirineos, hasta que llegó la época de las comunicaciones aéreas.
En toda la cadena pirenaica existen unos pasos abiertos oficialmente y otros a los cuales se accede por sendas más o menos fáciles. Estos puntos extraoficiales de entrada o salida pueden ser verdaderamente difíciles, como los usados por los antiguos contrabandistas y también por algunos huidos que no deseaban ser vistos. Hay unos valles que son más asequibles, mejor comunicados que otros, y también algunas zonas cuya gente es de mayor o menor confianza para ayudar a los que quieren pasar de un lado al otro.
Cuando finalizó nuestra Guerra Civil, en el año 1939, yo estaba empezando a dejar de ser niño, y en aquella misma época me inicié a hacer montaña, a conocer —en lo que era posible dados los tiempos— el mundo de las montañas. Pero por estar todo el país recién convulsionado, las montañas eran poco accesibles, pues existían muchos problemas de orden público. Y en los Pirineos, dada su situación fronteriza, estaban más agudizados estos problemas. Y por si ello fuera poco, la frontera con Francia muy pronto quedó cerrada oficialmente por falta de relación diplomática entre los dos países. Todos los Pirineos estaban muy vigilados en ambas vertientes, pues si bien en principio los franceses no cuidaban mucho aquella frontera, cuando sobrevino la ocupación alemana de toda Francia con unos duros soldados germanos, estos sí vigilaban «su» frontera con España, para que no se les escaparan los muchos franceses que, muy lógicamente, no eran adictos a ellos.
Pero en España la juventud era algo inconsciente, como puede suceder en todas partes, y los aspirantes a montañeros españoles de la época a veces nos movíamos por donde era peligroso andar. Una vez un compañero y yo fuimos apresados por la policía especial fronteriza española bajo la sospecha de ser «maquis» o «espías de los maquis» y conducidos fuertemente vigilados a un cuartelillo en Ribas de Fresser, y obligados a permanecer allí incomunicados toda una noche hasta que se aclaró la veracidad de cuanto alegábamos para defendemos. Y otra vez, en 1943, fuimos verdaderamente pillados in fraganti por la vigilancia militar de fronteras alemana en los tiempos de la ocupación de Francia, por pisar territorio francés a dos o tres palmos más allá de la línea fronteriza. Aquellos soldados germanos eran tres pétreos hombres con metralleta, montados en su terrible motocicleta Zundap con sidecar —la que todos hemos visto en las películas de la guerra mundial— y se empeñaban en llevarnos a nosotros, tres pobres mocosos españoles, a un campo de concentración donde no estaba muy claro si luego se podría legalizar nuestra situación. Afortunadamente aquella vez pudimos resolver el problema gracias al olor de unas patatas guisadas con tocino («kartoffel mit speck», les dijimos) que estaba preparando nuestro cuarto compañero, también a tres palmos de la raya fronteriza pero por el lado español, y cuyo olorcito estaba pasando la frontera sin problemas legales, y que tuvo más éxito con los alemanes —bastante hambrientos por lo visto— que nuestras más expresivas explicaciones de inocencia.
A pesar de todo ello, durante los bastantes años más conflictivos y problemáticos, se fue desarrollando una actividad montañera en los Pirineos, derrochando todos un indiscutible valor más humano que técnico ya que la exposición legal o política era mayor que la dificultad geográfica. Íbamos al Canigó —montaña emblemática catalana aunque situada por completo en territorio francés— desde Setcases, el último pueblo español, pasando por Costabona, Coll de Pal, Mort de l’Escolá y el inacabable Pla Guillem, para llegar a la Pica del Canigó, subir a la cima y retornar precipitadamente a territorio español por el mismo itinerario, antes de que los carabineros que patrullaban por la línea fronteriza descubrieran nuestra incursión en territorio de Francia. Y si nos descubrían teníamos que empezar a echar mano —como defensa— de las clásicas excusas de siempre: que «la culpa era de la niebla» (a veces bajo un radiante buen tiempo), que si la desorientación, que «no sabíamos que estábamos en Francia», etc. También era casi obligado el «raid» al Midi d’Ossau, que había que hacerlo —sin papeles, naturalmente, porque no podía haberlos— desde Astún por el pico Malacara o desde los lagos de Arriel pasando los collados de Arriel y Arremoulit y luego el de Arrious y el valle del mismo nombre hasta el Caillou de Socques y subida a Pombie, y de allí atacar la gran montaña. En este caso la vuelta era lo que se ponía más complicado, porque ya daba pereza —o el mal tiempo lo impedía— retornar dando tanto rodeo, y se enfocaba el camino más corto del Portalet o del Puerto Viejo, encarando el seguro encuentro con los carabineros (después ya fueron llamados «guardias civiles de fronteras») ante quienes había que justificarse con las eternas y consabidas lamentaciones de «la tormenta», de que «la brújula no estaba engrasada y nos marcaba mal» o de que «un francés nos dijo que estábamos en España y nos engañó», etc.
Con todo, estos pasos ilegales de frontera de los montañeros no fueron más allá de lo anecdótico: más o menos dificultosos, más o menos complicados de resolver según los funcionarios que salían al paso. Aunque la sangre no solía llegar nunca al río.[19]
Pero sucedieron casos dramáticos. Estos ya no eran deportivos como los de los montañeros con sus tropiezos fronterizos.
Por los años cuarenta yo oí hablar de unos hombres muertos que había en el valle de Barrancs entre las grandes piedras del lago y el collado de Salenques. Decían que uno de los cuerpos estaba sentado sobre unas piedras, cerca del lago, como si se hubiera quedado muerto en plena meditación o descanso. Y que otro estaba más arriba, tirado sobre una gran losa de granito. Se decía que eran gente que había intentado escapar a Francia en una época u otra, es decir, huyendo de un bando o desertando de otro en plena guerra civil. Los que los habían visto decían que los cuerpos estaban momificados por la nieve y por el sol, conservados por la intemperie a casi tres mil metros.
En principio yo pensé que lo que se contaba de estos hallazgos no era más que pura fantasía pues ya habían pasado algunos años desde el final de la guerra civil, y el Pirineo no estaba tan descuidado como para que estos pobres restos humanos permanecieran así, en la intemperie. Lo que sí era cierto era que todos habíamos descubierto huellas de la guerra o de paso precipitado de gentes en zonas fronterizas, como armas abandonadas y oxidadas, cajas de municiones completamente sucias y olvidadas en fortines medio hundidos; esto era corriente, sobre todo, en las zonas altas de Bielsa, junto a los contados caminos que allí conducen a Francia y por donde escaparon dramáticamente muchas unidades de la República en los años 38 y 39, llevándose con ellos a una población civil que temía represalias fascistas. Y en la Vall Ferrera, por el camino a Francia de Port de Boet o por el Port de Romaset, en el año 1944 era fácil todavía tropezar con cosas abandonadas en una evidente precipitada huida. Como en el valle de Benasque, más arriba de los Baños, en la antigua senda hacia Pla d’Estanys, donde hubo durante muchos años una fuente muy curiosa porque el caño, que soltaba un agua fresquísima, no era otra cosa que el cañón de un fusil Máuser de los usados durante la guerra, reliquia que desapareció cuando se explanó la pista que sube ahora desde Pla de Sanarta al Hospital y La Besurta.
En el año 47, unos soldados de puesto en Benasque a quienes habíamos pedido la autorización militar entonces imprescindible para subir más arriba, al darnos este visado nos dijeron con mucho misterio:
—Si veis «algo» por arriba, es mejor que a la vuelta no lo comuniquéis a nuestros jefes, pues «nos mandarían para allá a recogerlo».
Mi compañero y yo quisimos asociar este «algo» con la noticia de los muertos de Barrancs, de cuya existencia ya estábamos enterados, y que coincidían con los lugares por donde pensábamos ir. Pero aquel año escalamos mucho y no descubrimos nada, no vimos ningún «algo»; posiblemente a causa de haber nevado muchísimo aquel invierno y primavera y ser temprano todavía, restaba un gran grosor de nieve por los altos que podía cubrirlo todo.
Pero cuatro años más tarde, en septiembre de 1951, subiendo desde el lago de Barrancs al collado de Salenques ¡apareció súbitamente uno de los mencionados muertos! Estaba tumbado cara arriba, con los brazos abiertos y completamente acartonado por los años de nieve e intemperie. Vestía restos de ropa sencilla, nada especial de montaña. Y estaba descalzo, señal de que alguien le había quitado las botas, que ya no necesitaba y que eran algo muy precioso en aquellas épocas de penuria. Venía con nosotros una chica, que se puso a chillar histéricamente al verlo, y con cierta razón. Para tranquilizarla le prometimos no pasar más por allí. ¡Pero hasta en los vivacs nos decía que se le aparecía la figura del «algo», del muerto de Barrancs!
¿Cómo había llegado este hombre allá arriba, pues no era precisamente lugar de paso directo hacia la frontera? La única explicación que conjeturamos era la de que se había extraviado en su huida hacia Francia por desconocimiento de los Pirineos y que había acabado en aquel lugar tan árido y difícil su terrible peregrinación en busca de una hipotética libertad. Esta teoría me dio pie para imaginarme y escribir más tarde un duro relato que publiqué poco después, hace ya ahora muchos años.[20]
No me costó imaginarme la odisea de aquel fugitivo: conjeturé que había podido escapar de su pueblo, en tierras de trigales, tierras llanas y alejadas de las montañas, huyendo de unos apresadores —posiblemente políticos o guerreros— hacia una problemática salvación a través de una frontera situada en unas montañas que él no conocía en absoluto y donde le sería muy problemático lograr, sin la ayuda de alguien que le guiara, alcanzar el collado de la salvación. Esto ya era difícil pero imaginé que las circunstancias se le pusieron peor: que se hizo de noche, que se le puso a llover y más arriba a nevar, que iba mal calzado y mal equipado; que se equivocó de valle y de collado, teniendo que volver a subir y a bajar para que no le cogieran; que se perdió en plena nevada y entre la niebla… para ir quedándose congelado, sin saber dónde estaba, hasta que unas alucinaciones, recordándole el sonido de las campanas de su pueblo, le hicieron revivir la presencia de los trigales de su tierra llenos de luz y de calor, cuando en realidad se estaba quedando definitivamente yerto. Confieso que, cuando escribí aquellas duras páginas, de muy buena gana, hubiera querido «salvar» a aquel hombre y hacerle encontrar, en un último momento, el paso de la salvación. Pero no podía hacerlo porque yo mismo había visto con mis propios ojos y en plena montaña el cadáver casi petrificado que me había dado pie para imaginar la historia. Y ante la prueba casi fehaciente de que aquel hombre había muerto allí mismo algunos años antes, no tuve más remedio que describir de manera triste cómo me imaginé el final de su trágica odisea.
Posteriormente, ya no he vuelto a encontrar aquellos tétricos restos humanos en Barrancs, ni nadie me ha vuelto a hablar de ello. Supongo que finalmente algunas manos caritativas (¿los soldados, quienes ya se lo temían?) los recogerían y que, ahora, estarán enterrados piadosamente en algún cementerio pirenaico bajo una placa y una cruz anónimas o bien —si se logró saber su identidad, cosa que poco a poco se ha podido hacer en nuestro país con muchas víctimas de la guerra— habrá vuelto a su pueblo de tierras llanas junto a los trigales y donde suenan las campanas que él «oyó» en su desvarío, momentos antes de entrar en la Eternidad.
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Después de finalizar la Guerra Civil, el santuario de Nuria fue pronto una estación de esquí muy aristocrática. Iba allí gente más bien selecta porque la estancia y el billete del ferrocarril de cremallera resultaban caros y eran un verdadero «filtro de clases». El valle de Nuria está relativamente cerca de Barcelona, aunque casi incrustado bajo las crestas del valle francés del río Tet. En aquel tiempo desde Nuria se inició, especialmente en verano, una gran campaña de escaladas en las cumbres francesas que dominan el Tet, mucho más asequibles por España (Nuria y su tren cremallera) que por los valles franceses, demasiado hondos, muy largos y accidentados. Estas cumbres son el Pic de l’Infern, Racó Gros y Racó Petit, Pic Rodó, Pic del Boc, Banyes del Boc, Torre de’n Xillen y algunos más, todos ellos campo de acción de los escaladores barceloneses, y casi desconocidos entonces de los franceses, dados los inconvenientes de aproximación por su vertiente. Los carabineros que vigilaban la frontera de Nuria sabían esto y por ello no se preocupaban demasiado cuando veían subir a los montañeros hacia los collados fronterizos de Nou Creus y Nou Fonts pues sabían que no pasarían de las crestas. Pero un día alguien les dijo que los montañeros no sólo hacían escalada sino que contravenían la ley con un pequeño contrabando en combinación con los pastores franceses de Carençá y de l’Estanyet, a base de llevar los españoles botellas de anís y de moscatel (productos que siempre han gustado más a los franceses que a los españoles), que cambiaban por material fotográfico y algunos medicamentos que no había en tal época en España. Entonces los guardias fronterizos se pusieron más serios y durante un tiempo se empeñaron en registrar las mochilas de todos al entrar y salir del tren de cremallera. Pero esta vigilancia no duró mucho más pues restringía la afluencia y se resentía de ello la economía del santuario y, ante las protestas «santas», acabaron los responsables por no dar mayor importancia a aquel cambalache tan simple. Se volvió a hacer la vista gorda, mientras los escaladores continuaron pudiéndose pagar el caro billete del tren con el pequeño negocio de su contrabando a tan escaso nivel. Y así los carabineros dejaron de registrar mochilas y pudieron volver a dedicar su tiempo a contemplar a las llamativas esquiadoras en invierno y, en verano, a las primeras muchachas en pantalón corto que subían a Nuria, todas ellas tan elegantes y muy modernas debido a su gran categoría social.
Paso de Nou Creus (2785 m). Punto fronterizo entre Nuria y Francia.
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Algunos años más tarde, cuando estaba finalizando la Segunda Guerra Mundial —o antes ya— hubo nuevos dramas a través de los Pirineos, dramas ahora en dirección contraria: ahora se trataba de gente que huía del malestar o de cárceles o campos de concentración de Europa y pasaban como podían las montañas pirenaicas para entrar en España en busca de una protección, más o menos velada, o de un simple anonimato.
Yo mismo fui testigo del final de una de estas odiseas: estando el verano de 1945 unos días en el refugio de Vall Ferrera, vimos bajar por el camino que viene de Francia a través del Port de Boet hacia el Pla de Boet, a dos hombres que no eran pastores ni montañeros. Iban vestidos de semi-militar, llevaba uno de ellos una mochila muy rota y distinta de las nuestras, y el otro un simple saco de tela atado a la espalda. Cuando nos vieron, al principio hicieron acción de esconderse pero al percatarse de nuestra actitud amistosa empezaron a decir «¡Spanien, spanien!» «¡amigos, amigos!» con voz más bien amedrentada. Fuimos hacia ellos dispuestos a tranquilizarles pues se les veía muy poco seguros.
Eran alemanes y huían del desastre de los suyos en aquel final de la guerra. Lo primero que hicieron fue llevarse la mano a la boca indicando que tenían hambre. Les dimos algo de lo que llevábamos en la mochila —no muy bien surtida porque todavía eran tiempos malos para los españoles— y como ya íbamos de vuelta al refugio, les invitamos a que fueran con nosotros hasta allí, donde les podríamos atender mejor.
El refugio de Vall Ferrera siempre ha sido pequeño pero entonces era la más mínima expresión de un refugio de montaña. Allí estaban dos chicas de nuestro grupo y ellas enseguida les atendieron mejor que nosotros: una era enfermera y la otra hija de un militar de alta graduación. La primera cuidó bien de las heridas de los fugitivos, especialmente en los pies pues iban mal calzados y tenían muchas ampollas. Traían los pobres un terrible cansancio acumulado y, después de tomarse la sopa que habían preparado las chicas para nosotros, cayeron, materialmente, a dormir en la paja de la litera general, y creo que durmieron casi veinte horas seguidas. Cuando despertaron tenían mejor cara y no paraban de decir las tres únicas palabras de español que seguramente sabían: «Grasias-grasias, buenos-días y amigos-amigos».
Pero con sus ojos, menos cansados que ayer y más agradecidos, decían muchas cosas más.
Tuvieron suerte. Les indicamos por dónde debían bajar y además la hija del militar les dio una nota con las señas y grado de su padre para que la entregaran a la Guardia Civil del primer pueblo que encontraran.
Y así lo hicieron en el pueblo de Alins, y según me contó más tarde la muchacha, la recomendación funcionó muy bien, fueron bien atendidos y durante mucho tiempo estuvieron en España hasta poder repatriarse, cosa que —por causas políticas, supongo— se les retrasó algo. Recuerdo que uno de ellos, el más vivaz, se llamaba Werner y muchos años más tarde pude saludarle de nuevo en España, en un viaje que hizo con su mujer e hijos como turista, y seguía muy agradecido por las atenciones de la familia del militar, recordando perfectamente toda la ayuda que recibieron él y su amigo nada más pisar la vertiente española de los Pirineos, ayuda muy distinta de la que habían experimentado en Francia.
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Y puestos a hablar de evasiones desde Francia hacia España en tiempos malos para todos y a través de los Pirineos, puedo mencionar otra, muy curiosa y edificante, y que nos hace quedar muy bien a los españoles.
En los primeros años cuarenta, cuando la ocupación alemana en Francia era más feroz, aparecieron en un pueblo del norte de la provincia de Gerona que se llama Tortellá, dos hombres que venían huidos desde Francia, completamente derrengados. Eran judíos alemanes que se habían escapado milagrosamente de un campo de concentración y habían logrado, también milagrosamente, atravesar toda Francia y entrar en España por la montaña, con las manos abiertas pidiendo ayuda. Tortellá está cercano a la frontera pero no justo al lado, en unos Pirineos que son ya más bajos y más fáciles de pasar. Se supuso que habían entrado en España por un collado con un camino factible de los muchos que allí hay, y que luego siguieron el curso del torrente de Sant Aniol que les condujo hasta Tortellá. Este pueblo entonces ya no era un pueblucho pues tenía una pequeña fábrica de tejidos de lona y varios talleres artesanos que montaban alpargatas. Los vigilantes de la frontera, mientras esperaban órdenes sobre qué hacer con los dos fugitivos, buscaron sitio donde albergarles pues la fonda del pueblo estaba al completo. Una familia de buena posición del pueblo, los propietarios de la farmacia, de la fábrica de lonas y de un taller de alpargatas, aceptó atenderles. Durante bastante tiempo los dos hombres fueron muy bien tratados, hasta con cariño porque eran muy bien educados, mientras se esperaba del Gobierno Civil de Gerona las instrucciones sobre ellos. Y cuando estas llegaron, al marcharse los dos hombres alemanes, se despidieron muy agradecidos, casi llorando de emoción. Y uno de ellos añadió:
—He visto que ustedes fabrican lonas y que montan algo de calzado. Y como veo que tienen dos chicos, me ofrezco para que cuando acabe la guerra y haya más libertad, vayan los chicos a verme, en Alemania, y les podré facilitar algo que, si son listos y trabajadores como creo que son, les ayudará a triunfar.
Los dos chicos de la familia de Tortellá guardaron con mucho esmero el papel donde estaban las señas del judío agradecido. Uno de ellos se preparaba para estudiar medicina y el otro quería ser perito industrial. Y cuando acabó la guerra los dos hermanos tomaron su maleta y se fueron a Alemania a visitar al que había sido tan ayudado por sus padres. Y este, que en su país sería un industrial de categoría y que había vuelto a tomar la importancia anterior, les dio una fórmula de obtención recuperada de caucho, diciéndoles:
—Con este sistema que no conoce nadie, y con algo de vuestra inventiva, que creo no os va a faltar, podéis montar una fábrica de un tipo de calzado que no existe en España ni en ningún lugar del mundo.
Los muchachos tomaron la fórmula, volvieron a Tortellá y, como no eran tontos y tenían inventiva tal como había observado el judío alemán, transformaron en fábrica el taller familiar de alpargatas. Inspirados en un tipo de calzado que ya se había fabricado en la vertiente francesa para los paracaidistas de la guerra, y combinando la fórmula de caucho y el viejo sistema de las alpargatas, sacaron un prototipo de calzado de monte y de campo con suela de goma y plantilla interior de yute, que fue una revolución en aquella época… y cuya marca sigue vigente. El futuro médico acabó la carrera pero jamás se dedicó a la medicina porque le resultó más rentable la dirección comercial de la fábrica; mientras su hermano, el técnico industrial, cuidaba de que la fabricación del nuevo tipo de bota creciera y creciera.
¿Qué español de tiempos actuales y pasados no ha andado con «chirucas» en los pies alguna vez en su vida?
Collado de la Peyra de San Martín, paso del viejo camino entre España (Sallent de Gállego) y Francia (Arrens-Marsou).