Capítulo XI: En el Reino de los Mallos nunca hubo injusticias

El fluir del río Gállego, más lento que desarbolado en estos parajes, ha sido testigo y espejo de la vida ejemplar que se ha ido desarrollando en sus orillas a lo largo de los siglos. Es un tipo de vida tranquilo, que muy pocas veces fue impulsiva, ni en la época en que esta zona era algo independiente y se llamaba el Reino de Mallos, un reino dentro de otro reino, regido por una dama, Doña Berta, pequeña soberana en los principios del segundo milenio de la cristiandad, impuesta allí por otro rey, este sí verdadero, D. Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Conde de Barcelona.

No ha trascendido excesivamente en la Historia Grande la pequeña historia de este Reino de los Mallos, de la misma manera que muchísimos miles de siglos antes no había trascendido en el mismo lugar el dramático levantamiento y posterior cincelado natural de estos tremendos centinelas de piedra de una sola pieza, de color rojizo, que surgen hoy de los barros y de las tierras ocres que orillan el curso del siempre activo río Gállego. Desde siempre se llamó «Mallos» a estos grandes monumentos geológicos, palabra que había nacido entre las creencias y temores de los habitantes de la pequeña aldea que se sentía bien amparada bajo estos dioses de piedra. Gente que vivía tranquila y segura a su sombra. La aldea, situada justo bajo las peñas y a tiro de piedra del río Gállego, siempre se ha llamado Riglos y nunca se ha sentido encogida ni por la presencia de las rocas ni por el correr del agua del río, que trae la fuerza de las ya bastante lejanas montañas nevadas. Al otro lado del río siempre ha estado la otra villa, Murillo, enriquecida por sus campos y sus olivos y almendros, siempre soleados, y dignificada por una iglesia elegante y antigua, asentada sobre muros ciclópeos. Y más allá, Agüero es la tercera población del Reino, algo más apartada, sosegada también dentro de la sencillez de su vida tranquila y feliz. El lugar de Agüero era, a juzgar por su nombre, un indiscutible lugar de buenas aguas, pero también lugar de buenas piedras, porque está al amparo de grandes peñas protectoras, otros Mallos llamados Mango, Punta Común, Peña Ruaba, los Carquiñolis y, sobre todo, la airosa Peña Sola, verdadero campanario natural y de piedra maciza, gran protector y vigía de esta villa.

El tiempo fue pasando mientras el río Gállego no cesaba en el eterno correr de sus aguas que, desde el Pirineo nevado, buscan entrar en el gran curso del Padre Ebro, bastante lejos de allí todavía. La gente de Riglos seguía su vida tranquila sin dejar de querer a la tierra para trabajarla con cariño y poder vivir con ella, y sin dejar de mirar al cielo de donde venía el agua bienhechora con su riqueza anual, y también sin dejar de mirar al Cielo —con mayúscula— de donde podían caer los castigos o llegar las dádivas o los perdones de Dios. Vivían sin inquietudes, sin interesarse jamás por querer saber lo que podía haber en las cimas inaccesibles de aquellas piedras enormes que ellos ya distinguían nombrando a las más grandes como Mallo Firé y Mallo Pisón.

Pasó mucho tiempo, tanto tiempo que de Doña Berta, la Reina de los Mallos, ya no restaba memoria, y tampoco nadie podía recordar la entereza que tuvieron tiempos antes los castillos de Marcuello y de Loarre, ni la de sus mansiones en Agüero y en Ayerbe. Ahora los habitantes eran ya todos hombres libres, aunque esta libertad no les libraba de seguir agachados de cara a la tierra pues dependían de ella para poder seguir comiendo y viviendo. Seguían sintiéndose amparados por los gigantes de piedra, nunca amedrentados por ellos. Los Mallos seguían siempre enhiestos, protectores como si tuvieran trato amigable con el Cielo.

Y pasó más tiempo todavía, y los hombres llegaron a olvidar que habían pertenecido a un Reino que era para ellos solos. Ya nadie sabía quién había ordenado iniciar las obras de una inmensa catedral cerca de Agüero que había quedado a medio hacer cuando los castillos ya estaban desmoronándose, aplastándose piedra tras piedra, almena tras almena. Todas estas construcciones tenían sillares muy grandes, labrados siglos atrás por los más efectivos artífices de la piedra, los que habían dejado en cada pieza su marca, como su firma, indicando para siempre no sólo la mano sino hasta los dineros que cada artista recibiría por su trabajo dando forma a las piedras.

De los castillos siguieron cediendo los muros porque estaban hechos por hombres, obra efímera al fin. En cambio, de los gigantes de piedra llamados Mallos no se desprendía jamás nada. Estos no estaban hechos por mano de hombre y no tenían marcas ni se habían pagado dineros por su construcción, porque Dios no cobró nunca nada a nadie por hacer el mundo.

Los Mallos, los gigantes de Riglos y de Agüero, estaban destinados a perdurar siempre, como obra infinita de Dios que eran. Los hombres de la aldea habían marcado sendas para ir de un lado a otro, para llevar sus rebaños a pastar, a vender o para ir a cazar, pero lo hicieron siempre con mucho respeto, sin tocar la piedra y sin osar jamás ir a lo más alto. ¿Para qué subir a lo más alto de los Mallos si sabían que allá arriba no podían plantar ninguna semilla, ni podían ir nunca las cabras a pastar?

La vida, la de los hombres y los animales del valle, persistía y se renovaba, se iban sucediendo unos a otros. Con el tiempo fueron cambiando algunos sistemas de vivir, de vestir, de cazar y de guerrear, pero no de pensar y de rezar. Seguían mimando a la tierra y mirando al Cielo. Desde los altos muros del elevado castillo de Loarre se descubría allá abajo la gran planicie de Huesca, ciudad que ahora ya no era de los moros, como tampoco lo era el castillo de Montearagón: bajo la presión de los reyes cristianos, los moros tuvieron que marcharse, aunque muchos prefirieron quedarse bajo la promesa de respetar al Dios de los cristianos y cambiar su sistema de hablar y de rezar, para que no les cortaran la cabeza. Los Condes de Aragón habían llegado triunfantes tiempo atrás, desde su lejana capital en las montañas, llamada Iacca o Jaca, y se habían establecido en Osca o Huesca y también en la gran fortaleza de Montearagón. Y les fueron tan bien a los Condes estas conquistas, que pronto aumentaron de categoría: pasaron a ser Reyes. Reyes de Aragón y de la distante Cataluña y hasta de tierras de mucho más allá del mar.

Pero los Mallos, y los hombres que vivían al pie de los Mallos, siguieron en Riglos, siempre frente al mismo paisaje estático y tranquilo, igual que lo hacían también los hombres de Murillo al otro lado del río, y los de Agüero en su valle situado legua y media más a poniente, estos eternamente bajo la vigilancia del campanario de piedra maciza llamado Peña Sola.

Los Mallos eran el paisaje y la protección de Riglos como lo habían sido ya durante siglos y siglos. Los hombres no ambicionaban más de lo que tenían. A ninguno de ellos se le había ocurrido jamás la necesidad de subir a lo más alto de algún Mallo. ¿Para qué? ¿Para qué repetían? Si allá arriba no podía haber nada, nada, nada.

Llegó un tiempo en el cual hubo mucho movimiento a lo largo del valle del río Gállego. Llegaron unos hombres con herramientas y tendieron un camino de cintas de hierro paralelo al curso del río, camino que hasta pasaba agujereando parte de la montaña. Y poco después ya corrían sobre estas cintas de hierro, relucientes a la luz del sol, unos carricoches que soltaban humo y pitidos. ¿Sintieron temor los hombres de Riglos? No, porque los hombres de las herramientas y los que llegaban montados en los carricoches de hierro no ofendían a los Mallos ni a las gentes del pueblo. Al contrario, les dejaban algunos dineros.

Los Mallos seguían impasibles viendo los cambios que se estaban produciendo. Era un proceso muy humano el que estaba sucediendo; no se había producido injusticia alguna.

Después fueron llegando otros hombres, montados también en los carricoches de los pitidos y del humo. Y se detenían allí y empezaban a forzar el cuello para mirar a los enormes Mallos. Unos escribían y dibujaban, para marcharse después, y algunos de entre ellos volvieron con cuerdas y, hablando de una manera rarísima, se fueron al Mallo Firé. Lo tantearon con las manos y empezaron a trepar por uno de sus lomos verticales, con mucho cuidado y atados a las cuerdas que llevaban. En principio el Mallo se espantó pero se tranquilizó cuando comprobó que no se atrevían a subir a lo más alto por sus lomos y acabó tranquilizándose más al ver cómo aquellos hombres de hablar raro edificaban, en la punta menos importante de las muchas que tenía el Mallo Firé, un montoncito de piedras con una cajita metálica dentro. Y así este Mallo, el que siempre se ha llamado Firé, siguió viviendo tranquilo ya que vio que no le molestaban más sobre sus lomos. Los hombres de habla rarísima se marcharon para abajo ayudándose con la cuerda, y el Mallo siguió tranquilo, satisfecho de su invulnerabilidad. Todo seguía igual, nadie había cometido ninguna injusticia con él.

Después tuvo que llegar un lapso de tiempo muy malo, con mucho movimiento de hombres para arriba y para abajo, llevando banderas distintas, y se oían tiros que no eran los de los cazadores y hasta se vio fuego en algunas iglesias del valle, y en algunos momentos las aguas del río llegaron a teñirse de sangre, aunque la corriente se llevaba enseguida el agua de color rojo para abajo. Esta situación duró pocos años ya que después volvió la tranquilidad de la tierra y del trabajo.

Y, pasados otros años, volvieron otros hombres para subir otra vez al Mallo Firé. Estos eran jóvenes y no disparaban tiros ni llevaban banderas pero traían más cuerdas y clavos y martillos y empezaron a subir por él poniendo cuerdas y ayudándose de ellas para subir por el lomo. ¡Y estos sí llegaron a lo más alto, sin mirar siquiera el montoncito de piedras con la caja metálica que habían dejado años antes los del habla rara! Los de ahora hicieron otro montoncito de piedras en lo más alto de todo, y no se preocuparon en mirar si allí se podían plantar semillas o si podían subir las cabras a pastar la poca hierba que podía haber allá. Estos bajaron, precisamente cuando se había puesto a llover mucho, dejándose resbalar por las cuerdas que traían. Quitaron las cuerdas y se fueron contentos al pueblo, y en la taberna, el señor alcalde les dio la mano y les invitó a beber vino, a secarse y a cenar si querían. Se habían hecho amigos.

Y el Mallo Firé, viendo que estos tampoco le habían hecho ningún daño y habiendo comprobado cómo los hombres del pueblo les miraban con simpatía, y que el señor alcalde les había invitado a cenar, pensó que no debía sentirse molesto con estos forasteros de las cuerdas. Y aquella noche el Mallo Firé habló con su hermano el Mallo Pisón, y coincidieron los dos en que no eran de temer estos hombres de las cuerdas. Aunque creyeron, cuando les vieron marchar, que ya no volverían más.

Pero en esta idea se equivocaron los dos Mallos porque con el paso del tiempo fueron volviendo más y más hombres con cuerdas y vieron que los del pueblo seguían sin rechazarles y que cada vez eran más amigos unos y otros. Comprobaron cómo los hombres, las mujeres y los niños del pueblo estaban contentos con ellos y que, aunque no dejaban de trabajar, cada vez se vivía mejor en Riglos porque arreglaban sus casas y dejaban las calles limpias y bien empedradas, y tenían más luces, y hasta algunos del pueblo empezaron a tener estos cacharros metálicos con ruedas que tanto corren por los caminos levantando polvo y que se van lejos y que vuelven con rapidez. Vieron que en el pueblo estaban contentos con los visitantes de las cuerdas y así pensaron que lo que sucedía era cosa justa y buena. No tenían por qué inquietarse ni pensar en injusticias.

El Mallo Firé no se inquietó cuando vio llegar más hombres con cuerdas, la mayoría bastante jóvenes y de la ciudad. Trepaban por un lomo y por el otro lomo, y subían y bajaban sin causarle daño alguno. Algún clavo sí le hincaban y alguna piedra se soltaba pero esto era muy poca cosa en su gran caparazón de piedra compacta. Y donde el Mallo guardaba sus sentimientos —heredados de ya tanta convivencia con los hombres— supo que aquellos jóvenes que subían y bajaban por sus lomos le querían y le acariciaban, y que cantaban, y que siempre estaban todos contentos.

Más tarde vio el Mallo Firé cómo los de las cuerdas subían también a su hermano Mallo Pisón sin hacerle tampoco daño alguno. Y vio que de vez en cuando les ponían, a él y al Pisón, una bandera en lo alto, o que se quedaban a dormir en su lomo y que por la noche cantaban. Ya sabían, tanto el Mallo Firé como el Mallo Pisón, que todo cuanto hacían aquellos muchachos de la ciudad era cosa buena y muy justa.

Pero un día uno de estos chicos jóvenes que gateaba por el lomo de su hermano Mallo Pisón, cuando estaba cerca de esta espina tan fina que parece un puro de los que fuman los hombres, resbaló, se cayó y fue a estrellarse contra las piedras sin que la cuerda con que se ataba pudiera salvarle. Y a los dos Mallos, el Firé y el Pisón, les supo muy mal aquel accidente porque ya habían tomado cariño a los muchachos que llegaban todas las semanas a dar vida al pueblo, sin malas intenciones de ninguna clase. Y los dos Mallos vieron, aquella vez con pena, como llegaban los compañeros del chico caído y, junto con los hombres del pueblo, lo recogían y se lo llevaban mientras todos iban llorando.

¿Era justo lo que había sucedido? ¿Quién había sido el culpable de aquella injusticia? ¿Por qué aquel pobre muchacho se había despeñado? ¿Por qué tuvo que morir, si nadie le deseaba mal alguno?

Los dos Mallos oyeron que los amigos del muchacho despeñado, y también los hombres del pueblo, decían que la caída había sido por causa de una presa que falló, que se arrancó. ¿Sería entonces la culpa del Mallo Pisón?

Los dos Mallos, el Firé y el Pisón, sintieron gran pena en esta parte interior de cada uno donde la piedra sería menos dura, en forma de corazón humano, y donde estaban sus sentimientos de mallo. Y, a su manera, también lloraron. Pero cuando oyeron a los hombres decir que había sido «un designio de Dios», «una desgracia imprevista», se sintieron más sosegados, no se sintieron ellos culpables de ninguna injusticia.

Y un tiempo más tarde otro muchacho también se cayó, precisamente también intentando subir a esta espina del dorso del Pisón que tiene forma de puro de fumar. Esta vez se le rompió la cuerda que debía retenerle, estrellándose contra el suelo muchos metros más abajo. Fue terrible ver llegar de nuevo a sus amigos y a los hombres del pueblo, llorando todos, llevarse los restos machacados del pobre chico. Y los dos hermanos Mallos volvieron a llorar también, sintiendo amargura en su corazón interior, hecho de piedra sí, pero ya con fibra sentimental. Y hasta los otros Mallos, sus primos más pequeños de la montaña, también lloraron al enterarse de lo que había sucedido.

¿Iban a suceder más cosas tristes como estas? ¿No sería ello un castigo por subir a los lomos de los Mallos? ¡Si a ellos no les molestaba, no consideraban ninguna injusticia que los hombres subieran a sus lomos y llegaran a sus cumbres y se sintieran todos contentos! ¡Si hasta el señor alcalde del pueblo felicitaba a estos chicos y les daba vino y comida cuando volvían de sus escaladas!

Pisón y Firé, los dos Mallos mayores, volvieron a hablar de este asunto. Uno a otro se dijeron que no debían apurarse porque sabían que aquellos chicos jóvenes eran todos buenos y sentían mucha alegría cuando les sentían subir por sus lomos. Sus corazones de piedra no se sabían oprimidos y estaban más tranquilos, y se lo dijeron a los otros primos, los Mallos más pequeños distribuidos por la montaña, para que ellos tampoco opusieran resistencia cuando los chicos de las cuerdas quisieran subir por sus lomos. Les aseguraron que eran todos buenos y que despertaban cariño y simpatía. Pero surgió un último hermano Mallo quien al explicarle todo esto no quiso oírles: se trataba realmente de un sub-Mallo, pues era la espina de piedra que está al dorso del Mallo Pisón, la aguja que tiene forma de puro de fumar. Este no oyó o no quiso oír, y explicó que cuando empezaron los hombres jóvenes de las cuerdas a subir hacia él, dejó que una de las piedras de que estaba hecho se desprendiera para que el chico se cayera. Y así fue como el chico cayó, y sus amigos lloraron mucho al recogerle.

Quien no lloró fue la «espina» del Mallo Pisón, este cacho de piedra derecho y puntiagudo que tiene la forma de un puro de los que fuman los hombres. Los otros Mallos se lo reprocharon diciéndole que este proceder era una injusticia. Y cuando otra vez volvieron otros muchachos a intentar subir a esta espina de piedra… ¡otra vez dejó la «espina» que se desmoronara una piedra para que cayera otro muchacho y para que se le rompiera la cuerda que le sujetaba! ¡Para que se aplastara también este!

Esto sí fue otra terrible injusticia. Llorando, los hombres, tanto los de Riglos como los compañeros del muerto, se llevaron al amigo aplastado. Y los dos Mallos, el Firé y el Pisón, tan humanizados ya, también lloraban porque su corazón de piedra ya era tan sensible como el de los humanos, y habían constatado que los muchachos de las cuerdas estaban dejando de acudir allí durante bastante tiempo. ¿Es que ya no volverían nunca más a Riglos para subir a los lomos de los Mallos y seguir queriéndoles? ¡Esto también era injusto! Ellos, los Mallos mayores, no tenían culpa alguna de aquellas caídas. Tenían que amonestar al verdadero culpable, el sub-Mallo, la «espina del Pisón», la que tenía forma de «un puro de fumar».

—No seas injusto y déjales subir —le dijeron con severidad—. Estos humanos nos quieren mucho a todos los Mallos y no se merecen la aversión que les tienes. ¿No ves como los del pueblo les aprecian? ¿No ves cómo les ayudan y cómo les reciben, y cómo también lloran cuando alguno de ellos se cae?

Finalmente el sub-Mallo, el que tiene forma de puro de fumar, entendió de una vez lo que querían decirle sus hermanos mayores y sintió cómo su corazón de piedra se volvía también sensible y prometió no causar ningún daño más a los hombres.

—Muy bien. Esto es justo —le dijeron sus dos hermanos Firé y Pisón—. Déjales subir de una vez y no cometas más injusticias con ellos. Estos humanos no se merecen el trato injusto que les has dado hasta ahora. Repetimos que son buenos y que nos quieren. Por eso vienen a vernos y a subir por nuestros lomos.

Y la «espina del Mallo Pisón», el sub-Mallo que tenía forma de «puro de fumar» se volvió bueno como sus hermanos mayores y como todos los otros Mallos, primos de piedra desperdigados por la montaña. Y ya ningún hombre se despeñó más subiendo a él. Y si alguna vez, en alguna otra ocasión, alguien volvió a caerse, el sub-Mallo que tenía forma de puro de fumar lloraba también y decía:

—No me miréis mal, hermanos Mallos Mayores. Ahora yo no tengo la culpa de esta caída. No soy el causante de esta injusticia… No ha sido una injusticia… Ha sido una fatalidad…

oOo

Se han dado los nombres de los Mallos, los actores de esta fantasiosa historia. Pero no se han dado los nombres de los hombres, también actores, en su aventura más real. ¿Por qué? Porque todos han sido hombres, unos más afortunados que otros, unos más valientes o más fuertes que otros. Pero todos los hombres se han sentido felices por igual cada vez que han entrado en el Reino de los Mallos, un Reino Encantado donde antes nunca hubo injusticias, ni en la época de la Reina Doña Berta, ni cuando el señor alcalde Don Justo mandaba en el pueblo de Riglos, ni ahora, cuando los Mallos se dejan escalar por todos sus lomos y han permitido que se les fijaran pequeñas clavijas eternas, tornillos o clavos químicos para seguridad de todos los escaladores.

Así se han acabado las injusticias y se evitan problemas y más desgracias.

En el actual Reino de los Mallos todos los hombres siguen siendo amigos: los del pueblo, los que llegan de la ciudad y los que vienen de mucho más lejos. Los jóvenes, los maduros y los que se han hecho ya viejos. Reina esta amistad entre todos porque, desde los primeros tiempos, la ofrecieron los del pueblo hacia los que llegaron, fueran a escalar, a contemplar sólo el vuelo de los buitres, o a admirar simplemente la grandeza de los Mallos. Y siempre los que han llegado a Riglos, a Agüero y a Murillo han sido dignos de la amistad que se les ha ofrecido.

oOo

¿No ha habido ni una injusticia en Riglos? Sí. Se puede contar una «injusticia menor», una anécdota de un enfado entre los hombres que han ido a escalar a los Mallos.

Este enfado se inició hace ya muchos años, cuando la «espina» o Puro del Pisón había ya cambiado de parecer y pensó que debía permitir que los hombres alcanzaran su estrecha cumbre.

Había entonces dos grupos —dos «cordadas» se llamaba— que pugnaban para poder llegar los primeros a la cima del Puro de Pisón. Los de Zaragoza, más cercanos, tenían cierta ventaja y pudieron menudear sus intentos mientras que la otra cordada, unos buenos escaladores de Barcelona, por causa de su lejanía no tenían posibilidad de menudear tanto en sus intentos. Y así, los más cercanos, después de grandes esfuerzos y tesón, llegaron a la cumbre. Esto fue un día de julio de 1953. Se pusieron muy contentos, y los del pueblo, que conocían su interés y les habían visto subir, también les felicitaron, y aquel día fue día de fiesta en Riglos.

Pero aquella misma tarde llegó el otro grupo, la cordada de Barcelona, y al pisar el pueblo la gente de Riglos les dijeron que los de la otra cordada ya habían llegado a la cima del Puro. Era una noticia buena para unos y mala para ellos. Mas algunos tenían que ser los primeros y otros tenían que quedar en segundo plano. Es la ley humana en todas las competiciones.

En este segundo equipo uno de ellos, de figura pequeñita, ojos vivos y con bigote hirsuto, se enfadó muchísimo. Realmente le falló la deportividad.

—¡No hay derecho! ¡Han hecho trampa! ¡Esto es una injusticia! —protestaba el del bigote hirsuto.

—No, no es ninguna injusticia, amigo —le decían sus mismos compañeros de cordada—. Piénsalo fríamente: todos teníamos el mismo derecho. Sólo que ellos han llegado antes que nosotros.

—¡No se lo perdonaré nunca, nunca, nunca!

—Tienes que pensar que ha sido un juego limpio, y que en él ellos nos han ganado. ¡Hay que saber perder!

—¡No les perdono ni les perdonaré jamás! —seguía exclamando el del bigote hirsuto—. ¡Es una injusticia! ¡No volveré nunca más a este lugar!

Bien mirado, la única injusticia humana que se ha producido en Riglos ha sido esta, la cólera del escalador bajito de ojillos vivos y de bigote hirsuto. Siempre ha sido este un gran escalador y tiene muy buena fama y muy buenos amigos pero en esta ocasión llegó a perder los estribos.

—¡Es una injusticia, es una injusticia! —siguió diciendo durante mucho tiempo.

Y el enfado le ha durado tanto que, cuando cincuenta años más tarde se ha celebrado en Riglos esta efeméride y han acudido escaladores de todas las partes, edades y categorías, y con toda deportividad se le ha invitado a él, único superviviente de aquella cordada que llegó tarde, el escalador bajito y con bigote hirsuto no ha aceptado la invitación ni ha querido asistir al festejo en el Reino de los Mallos. En cambio, en este cincuentenario el único superviviente de la otra cordada, la vencedora de entonces, ha celebrado el aniversario, a sus sesenta y ocho años, realizando de nuevo la escalada del Puro del Pisón con unos compañeros más jóvenes.

Nadie ha querido comentar la negativa del hombre del bigote hirsuto. Por ello, su reacción no se consideró ofensiva o injusta. Los viejos escaladores le guardan amistad y respeto por su historial. Y en Riglos desean que cambie de parecer y acuda allí alguna vez, con la seguridad de que será bien recibido.

oOo

Y será bonito recordar otra anécdota de la época. Y esta sí muestra la caballerosidad y deportividad de las cordadas de escaladores en todos los momentos.

En el año 1944, una cordada de Barcelona fue a Agüero para intentar la escalada de la Peña Sola, este enorme campanario natural que domina el pueblo, no hollado ni intentado su escalada nunca en aquel tiempo. Uno de la cordada era de origen aragonés y por tal causa sabía dónde estaba Agüero con su Peña Sola, y que esta era una escalada virgen; otro era hijo de una familia aristocrática catalana y muy adepto a la montaña, y el tercero era un jovencito que ya llevaba algún tiempo con los ojos y el corazón muy abiertos, admirando las montañas y todo lo bonito de la amistad entre los hombres de las montañas.

Llegaron a Agüero —a pie, desde la estación de Riglos porque en aquella época no existían otros medios—, miraron la Peña Sola y se fueron hacia ella con sus viejas cuerdas, siendo ellos los primeros escaladores que tocaban con sus manos y con su calzado de cáñamo aquella roca tan vertical, tan hermosa y tan digna de admiración.

Primera foto hecha en la época del primer intento a Peña Sola.

Arrancó a escalar como primero de cuerda el aragonés, pues en ello tenía su derecho. Tomó las primeras presas, subió un largo de cuerda, clavó unas clavijas, subió otros metros, salvó dos desplomes y, en el tercer desplome cayó al vacío, quedando colgado de la cuerda atada a sus costillas que, pasada por los mosquetones, fue correctamente retenida por sus compañeros.

—¡Hala! ¡Qué gran «goltera»! —dijeron los del pueblo, espectadores de excepción de la escalada, situados todos en la plaza de Agüero.

Entonces pasó a la roca como primero de cuerda el muchachito admirador de las montañas y de los montañeros. Se ató a la cuerda que colgaba de los mosquetones situados más arriba; sus compañeros tiraron de ella, subió por tracción, ganó luego una decena de metros sobre el vacío, flanqueó algo por una cornisa, siguió para arriba y… ¡en el siguiente paso desplomado perdió presa o fuerza o se desequilibró, y se fue para abajo, quedando también colgado de la cuerda!

Y seguidamente el tercer compañero de la cordada, el aristócrata, se ató a su vez a la cuerda como primero y, con mucha resignación, dijo:

—Ya que se han caído los dos, yo también voy a probar. Vamos a ver cómo se me da la «gran goltera»…

Y subió unos metros más, ganó algo de altura y al siguiente paso complicado perdió mano y cayó, quedando, como los demás, colgado de la cuerda.

Afortunadamente, las cuerdas de cáñamo, que eran menos resistentes que las actuales, aquella vez no se rompieron.

—Nos vamos —dijeron entonces los tres escaladores—. Por hoy ya hemos dado bastantes «golteras». Volveremos otra vez con mejor material.

Y enrollaron las cuerdas, guardaron clavijas y mosquetones en sus mochilas, se despidieron afectuosamente de los del pueblo y se marcharon a pie hacia la lejana estación del ferrocarril.

oOo

Casi tres años más tarde, otra cordada, compuesta esta por tres aragoneses, volvió a Agüero para intentar a su vez la escalada de la Peña Sola. Pero antes, uno de ellos llamado Ángel había tenido la delicadeza de escribir una carta a la cordada barcelonesa comunicándoles su deseo de intentar vencer la Peña Sola… si a los catalanes no les molestaba cederles su primacía.

¡Claro está que no les molestaba! La Peña Sola estaba libre. Los catalanes contestaron agradeciendo la gentileza de Ángel y deseándole mucha suerte en su intento. Así fue como la cordada de Ángel, después de varios tanteos y de probar diferentes técnicas y material, echándole bríos y valor y acopio de mucho esfuerzo, en dos días —con una noche de vivac pasada en la pared—, llegó a la cima. Era el mes de abril de 1947.

De la cordada catalana que inició el ataque a la Peña Sola, sigue hoy en la brecha el jovencito de los ojos abiertos hacia las montañas, que ya no es tan jovencito, y que es precisamente quien escribe estas notas. De la otra cordada, la vencedora de la Peña Sola, ya no sigue en pie nadie pues recientemente —en 2004— ha fallecido el único que pervivía de ellos, el osado Ángel, el que escribió la carta: Ángel Serón, pequeñito, fuerte y espontáneo. Pero la amistad de todos persistirá, así como el recuerdo de todo lo vivido.

Este y muchos otros detalles, nobles como este, confirman que en el Reino de los Mallos de Riglos nunca ha existido la más pequeña injusticia.

Los Mallos de Riglos.