Más lógico sería «La Montaña se los quedó, la Montaña los devolvió… aunque no siempre».
Se conocen muchos relatos de personas que desaparecieron en la montaña tragados por los hielos de un glaciar las cuales, muchos años más tarde, retornaron al mundo. Aunque, bien mirado, estas no «retornaron» sino que «fueron devueltas», pues sólo fue su cuerpo, o lo que quedaba de su cuerpo, lo devuelto: lo que quedó libre de la envoltura de hielo que los había retenido y conservado durante años, durante siglos o durante miles de años.
Una historia muy conocida y hasta novelada y empleada como argumento en el cine es la muy auténtica ocurrida en los Alpes del Oberland, en Suiza, entre el siglo XIX y el XX. En un glaciar fue descubierto, de manera fortuita, el cuerpo de un joven guía que había desaparecido, caído dentro de una grieta del hielo, unos sesenta años antes. El cuerpo fue recogido, identificado seguidamente y trasladado a la población donde había tenido su residencia para enterrarle dignamente, antes de que empezara el imparable proceso de descomposición a causa del retorno al aire normal una vez liberado de los hielos que lo conservaron incorrupto durante tanto tiempo. Y lo romántico de la historia es que en su pueblo pudo recibir todavía la visita de su novia, la cual, sesenta y tantos años antes, había sido una jovencita muy agraciada cuando estaba a punto de casarse con el joven guía y ahora, convertida en una viejecita arrugada, seguía soltera por haberse mantenido fiel a su primer amor toda su vida.
No recuerdo ahora el exacto final de la historia pero sí que era evidente la comparación entre el rostro juvenil del mozo recuperado, con sus rasgos de los veintipocos años, y la cara de la viejecita novia suya a sus ochenta y muchos. Lo seguro es que el joven sería enterrado inmediatamente, todavía con la juvenil expresión que tendría en el momento de morir en el glaciar, mientras que su eterna novia asistiría encogida al entierro para dejar transcurrir después el ya menguado resto de sus años recordando, si bien no ya el retorno de su amor, por lo menos la visión esporádica del cuerpo de su joven enamorado. Y, posiblemente, a no tardar mucho, acabarían los dos ya definitivamente juntos dentro de la misma tumba.
Un episodio histórico de este mismo tipo es digno de ser recordado y comentado. Sucedió a raíz del primer accidente de montaña ocurrido en el Mont Blanc en 1820 al grupo del profesor ruso Dr. Hamel en el cual desaparecieron dentro del hielo tres hombres, guías o porteadores, en el Grand Plateau. Allí se originan los glaciares de Bossons y de Taconna y ya entonces, se supuso que, más tarde o más temprano, algunos restos tenían que aparecer a la luz, ya que tanto el glaciar de Bossons como el de Taconna tienen un movimiento bastante rápido. Nadie de los supervivientes confiaba verlo, mas no sucedió así: en 1863, andando un guía de Chamonix con su cliente por la parte baja del glaciar de Bossons, terriblemente agrietado, descubrió unos restos humanos incrustados dentro del hielo a la altura de unos 1200 m, y días después —ya buscando en la zona— fueron apareciendo más tétricos restos congelados. Se reconoció que eran de uno de los desaparecidos en 1820, habiendo recorrido en 43 años un largo trecho de la montaña siempre dentro del hielo y con un desnivel de nada menos que mil ochocientos metros. Se iniciaron unas diligencias judiciales y para ello fueron citados como testigos los dos únicos supervivientes, en la época, de aquel accidente, dos viejos habitantes de Chamonix. Uno de ellos, con ya 86 años y en plena demencia senil, no fue capaz de decir, recordar ni aclarar nada. El otro, más joven, con unos espléndidos 72 años, dio toda clase de explicaciones y dijo reconocer un brazo de quien había sido su gran amigo Pierre Balmat. Y según se dice, tomó el brazo recuperado y estrechó la congeladísima mano diciendo:
—Doy gracias a Dios por haberme permitido estrechar de nuevo la mano de mi amigo Pierre, a quien Él se llevó dentro del hielo hace ya tantísimo tiempo.[16]
También ha sido siempre citada en muchas historias de alpinismo, la gran personalidad y muy pronta desaparición en 1888 de un notabilísimo y joven alpinista bávaro, Georg Winkler, tan joven que sólo pudo escalar desde los 16 a los 19 años. Pero en este corto tiempo pudo realizar muchísimas primeras ascensiones tanto en los Alpes de Baviera como en las Dolomitas, yendo en solitario la mayoría de las veces. Su escalada más famosa fue la primera absoluta y también en solitario a la más difícil de las Torres de Vajolet, la cual desde entonces ha sido llamada con su nombre: Torre Winkler. En 1888 fue al Valais y escaló el Zinalrothorn, siempre solo, y luego se enfrentó a la cara NO del Weisshorn. Y esta vez desapareció allí. Y ya se le supuso unido íntimamente con la montaña, sin llegar a quedar olvidado jamás en el recuerdo de los alpinistas de corazón, y tampoco en los libros de historia alpina. Mas en 1956 fueron hallados sus restos en la parte baja del glaciar NO del Weisshorn; en este caso ni imaginativamente se habrá podido aventurar que pudiera acudir alguna antigua novia suya a llorar ante sus restos, dada la extrema juventud del alpinista y, sobre todo, la exclusiva veneración que tenía el muchacho únicamente hacia la montaña.
Otro hecho de este tipo, aunque muy distinto, fue la sensacional reaparición, por decrecimiento de un glaciar, de un cuerpo humano encontrado en los Alpes, frontera de Italia con Austria, y al que se le atribuyeron cinco mil doscientos años de antigüedad (o sea, que perteneció a la Edad de Cobre) con una estupenda conservación gracias al completo contacto con el hielo. Este cuerpo prehistórico fue hallado tan incólume que la ciencia moderna le ha podido dedicar sus adelantos para estudiarlo bien. Resultado de estos estudios tan perfectos fueron las suposiciones de una serie de datos tan completos e interesantes como hasta peregrinos: que si aquel hombre había sido un cazador, o si había sufrido la expulsión de su tribu, o si había sido un guerrero famoso en su tiempo, o si había sido homosexual…, o si cuando le alcanzó la muerte andaba simplemente buscando mariposas… Sea como fuere, el cuerpo fue recogido con mucho esmero y hasta se le inventó un nombre —«Detzi» fue llamado— y seguirá en el museo de Bolzano, conservado en temperaturas bajo cero, en condiciones más perfectas aún que las del glaciar, para que no se descomponga y pueda seguir siendo expuesto y estudiado. Así podrá seguir siendo objeto de comentarios, elucubraciones y suposiciones más o menos justificadas como la de su supuesta homosexualidad o su interés por las mariposas. ¿Cómo se habrán podido descubrir o suponer estos detalles, pobre hombre antiguo, después de miles de años de haber muerto y de habérsele olvidado sobradamente sus inclinaciones?
Pero el más conocido de todos los acontecimientos de esta índole es uno que nos atañe a nosotros, los pirineístas. Fue el ocurrido a Pierre Barrau, carpintero y guía de montaña en Luchon, que vivió en el último tercio del siglo XVIII y en el primer cuarto del XIX, y especializado en llevar gente a La Maladeta. Este hombre murió, caído y desaparecido, en una grieta de la cabecera del glaciar de La Maladeta en el año 1824 y reapareció a la luz del sol pirenaico en el mes de agosto de 1931, o sea, 107 años más tarde. Cuentan las crónicas de 1931 que Pierre Barrau fue encontrado «por completo bien conservado por los hielos» habiendo viajado dentro del glaciar merced al movimiento de los hielos hasta donde estos hielos desaparecen. Y que al aparecer (era en territorio español) fueron llamados a Luchon (territorio francés) los posibles parientes del muerto. Y que acudieron unos lejanísimos tataranietos suyos a reconocer y recoger el cuerpo para trasladarlo y enterrarlo en su lugar de origen. ¿Podían estos parientes «reconocer» el cuerpo de un desconocidísimo tatarabuelo desaparecido poco más tarde de la época de Napoleón y aparecido en el mismo año de la proclamación de la II República Española? Además, las crónicas de la época decían que los citados tataranietos, hombres ya mayores, comprobaron como el aspecto de su tatarabuelo era el de un hombre mucho más joven que ellos.
Todo este detalle que puede dar colorido a un relato es muy bonito de explicar pero es mejor no analizarlo demasiado porque si bien Pierre Barrau pasó ciento siete años prisionero de los hielos, algún desperfecto podría haber sufrido su cuerpo durante el lento transporte originado por el recorrido del glaciar que le contenía, el cual, según cálculos hechos sobre un plano de La Maladeta, no podría exceder en mucho de la distancia de un kilómetro, siempre pendiente abajo.
Y, además, según datos que se pueden obtener en viejas anotaciones y de otros escritos de la época sobre Pierre Barrau, se sabe que este ya no era un jovencito cuando fue tragado por la rimaya del glaciar de La Maladeta. Parece que él mismo había sido quien acompañara a Ramond de Carbonnières, el primer pirineísta, en su viaje desde Luchon al «Port de Vénasque» con ascensión «presque au sommet» de La Maladeta, montaña que no se culminó del todo entonces porque el guía (¿Barrau?) no llevaba crampones, y aunque Ramond prosiguió solo —sin crampones o con unos muy elementales artilugios de pinchos en los pies— tampoco alcanzó entonces la cima. Esta incumplida ascensión a La Maladeta tuvo que haber acontecido entre 1785 y 1788, sin estar concretado el año. Aceptando pues el supuesto de que Barrau tuviera 30 años cuando acompañó a La Maladeta a Ramond, cuando ocurrió su caída mortal en la grieta (1824), ya debía tener bastante más de sesenta años. En este caso no encaja el comentario de que «los tataranietos, al reconocer el cuerpo de su tatarabuelo vieron que era un muchacho joven». No encaja, pero es mejor aceptarlo como un comentario pintoresco para relatar este hecho histórico, tan novelesco y conocido, perteneciendo precisamente a una de las épocas más románticas de la historia de los Pirineos.[17]
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Existe otro relato, más nuestro todavía y más reciente, sobre lo que podría ser llamado «el rapto de un cuerpo por la montaña». Y en este caso puedo hablar de él con todo el peso específico de mis recuerdos porque se refiere a un buen amigo mío y compañero de cordada: Joaquín López Valls, más conocido entre nosotros como Quimet Llopis, y más aún entre los más íntimos como «Quimitxi». Quimet Llopis era un muchacho muy jovial y alegre en los años cuarenta y principios de los cincuenta del siglo XX. Todo era bello para él, incluida Nuri, su novia, a la que también veíamos bella los demás. Hacíamos excursiones y escaladas juntos y Quimet siempre se llevaba muy bien con todo el mundo, y además él y yo teníamos algo más en común: habíamos hecho el servicio militar en el mismo sitio, en Tarragona. Él era de una «quinta» anterior a la mía —tenía un año más que yo— y por ello le conocían muy bien en el cuartel cuando yo llegué, y comentaba siempre hechos y anécdotas de los compañeros y de los oficiales —bien o mal según cómo fueran— con los cuales yo también tuve que tratar. Y hacíamos montaña y hablábamos de montaña, de libros, de amigos y de amigas comunes, y el recuerdo de la «mili» era ineludible, con sus cosas buenas y menos buenas, y las malas y menos malas del servicio militar obligatorio de la época. Esto en aquellos momentos solía hacer más amigos a los hombres que ya lo eran.
Cuando yo trasladé mi residencia a Madrid por motivos de trabajo en el año 49, él fue de los primeros que me visitó allí porque por su profesión tenía que viajar mucho —era viajante de comercio— y cuando pasaba por Madrid siempre me llamaba y nos veíamos. Coincidió que en aquel tiempo yo tuve que afrontar un grave problema en el que él podía quedarse imparcial, pese a lo cual yo le pedí un gran favor y él me hizo el favor, y a partir de aquel momento ya dejó de estar imparcial, comprendiendo la verdad y aceptando mi posición. En aquellas épocas —años 1950, 51, 52, 53— yo iba mucho a los Picos de Europa, donde había muchas cosas todavía por hacer, muy buenas escaladas y muchas primeras ascensiones. Y él fue conmigo en 1952 cuando yo planeaba realizar una gran ascensión, la cara sur de la Peña Santa, que sólo se había hecho una vez, cinco años antes. Él tenía que trabajar en Valladolid y yo le invité, si podía, a juntarse conmigo y mi compañero Vicente Lladró en nuestro viaje en tren hasta León. Vicente y yo tomamos el tren en Madrid y Quimet Llopis apareció en el vagón donde previamente nos habíamos citado, a nuestro paso por la estación de Valladolid. Proseguimos el viaje juntos hasta León y de allí fuimos seguidamente en taxi al collado Pan de Ruedas, para proseguir a pie a Collado Vallejo, Collada Blanca, Canal del Perro y Collado del Burro; con niebla, lluvia, vivac en una choza de tejado cónico hecho con ramas, y llegada final al refugio de Vega Huerta, muy pequeño pero entonces en buen estado (hoy ya no existe de él más que un montón de piedras).
Allí le presentamos la imponente cara sur de la Peña Santa. Quimet se entusiasmó, y él y yo le hallamos un parecido con la cara norte del Pedraforca: toda ella muy ancha, de roca muy clara, con una crestería extraordinaria. Él y yo encontrábamos puntos parecidos entre una y otra pared, ambas calcáreas:
—Mira, mira —decíamos—. Allí a la izquierda de la cresta hay dos agujas, una enorme y otra más pequeña, que por su forma y su posición recuerdan una a Cabirols y la otra al Gat del Pedraforca… Estas deben estar vírgenes todavía.
Sí, estaban vírgenes. Al día siguiente fuimos a la que se parecía a «El Gat» Quimet, Vicente y yo. Hacía sol al principio pero ya asomaban las nubes por detrás. Llegamos al pie y Quimet pidió encordarse de primero. Era un buen escalador. Empezó dando unos largos de cuerda por una arista, no muy difíciles pero verticales, y nosotros le seguimos. Mientras él seguía subiendo, agarrado a aquella roca tan firme y buena, yo veía con temor cómo las nubes se estaban acercando. Después de unos esfuerzos, él llegó a la cumbre, lanzó un grito de triunfo porque se confirmaba que era una primera absoluta, y dijo que subiéramos.
—Sí, subimos, —le dijimos— pero tenemos que volvernos muy deprisa porque la tormenta está rugiendo y pronto la tendremos encima.
Subió Vicente y luego yo, con mucha rapidez los dos ya que el cielo estaba cada vez más negro, tronaba por todas partes y ya se veían caer los rayos. Nada más llegar, hubo que preparar el rápel sin perder un instante. Yo bajé el primero entre truenos y las primeras gotas, y Vicente me siguió al momento, con descargas eléctricas ya muy cercanas. Y seguidamente bajó Quimet, aunque más bien se dejó caer por las cuerdas, de puro espanto bajo los rayos.
—¡Venga, date prisa, que esto está muy mal! ¡Esto es como en la primera del otro Gat, el del Pedraforca!
Él y yo sabíamos que en la primera ascensión al Gat del Pedraforca había sucedido un terrible drama de rayos: era el año 1935 y de la cordada formada por Homedes, Boixeda y Albareda sólo llegó el llamado Homedes a la cima de la aguja, cuya forma recuerda a la de un gato, situada bastante a la izquierda de la cumbre del Calderer. Una vez en las orejas del Gat se desató una terrible tormenta y Homedes cayó fulminado cuando estaba tomando la cuerda de rápel, y su cuerpo despeñado pasó por delante de sus horrorizados compañeros. ¡Y esto mismo podía suceder ahora, en la primera ascensión al «otro» Gat, el de la Peña Santa! ¿No sería aquello una premonición?
Pero esta vez no fue tan gordo. Quimet Llopis bajó con presteza y se libró, con gran fortuna, de la mala suerte que empezaba a perseguirle. Porque hay que aventurar que, en aquellos días, estaba predestinado a empezar a sufrir contrariedades.
El día siguiente de estar en Picos de Europa hicimos los tres la Peña Santa por la vía diagonal que conduce a la Brecha de los Cazadores (vía Cuñat-Casquet) y en el descenso tuvo que caer, precisamente a él, una piedra que le dio en el talón de Aquiles y que le dejó prácticamente inutilizado, cojo. Con dificultad pudimos ayudarle a bajar, y al llegar al refugio, allí se tuvo que quedar descansando un par de días hasta reponerse un poco y poder marchar solo y trabajosamente hacia Posada de Valdeón para continuar, renqueando, hacia su trabajo. Vicente y yo nos quedamos unos días más y pudimos hacer entonces la segunda ascensión a la Sur de Peña Santa y subir más tarde, con relativa poca dificultad, a la otra aguja virgen tan llamativa, parecida al Cabirols del Pedraforca, que bautizamos como Aguja Corpus Christi, porque cuando subimos era el día del Corpus.
Cuando Quimet se puso bien del pie volvió a escalar y volvió a su trabajo y a viajar y, en el verano del 53, fue al macizo Maladeta-Aneto con su amigo Ignasi Miró. Hicieron muchas cosas y reservaron para el final la escalada mayor, la de la cara norte del pico Margalida, ascensión todavía hoy considerada con mucho respeto, que entonces sólo se había hecho una sola vez (Extrems-Haus-Camp en 1947).
Quimet Llopis y Miró llegaron al pie de la pared, estudiaron la vía de Extrems y parece que fueron siguiendo sus huellas según un croquis que tenían. Para empezar tuvieron que salvar una enorme rimaya entre la pared de roca y el pequeño glaciar de Tempestats, muy empinado y arrinconado bajo el Margalida. Quimet empezó a subir de primero de cuerda, trepando con mucha cautela porque ya sabía que la roca al principio está allí bastante descompuesta. Superó unos pasos delicados y Miró le siguió. Pusieron alguna clavija y siguieron ganando altura. Creo que fue en el tercer largo, cuando Miró estaba asegurando y Quimet trepó, desapareciendo de su vista detrás del ángulo de una arista vertical muy característica. Iría subiendo bien porque la cuerda de seguro corría rápida por las manos de Miró. Este seguía atento, soltando la cuerda a medida que el propio movimiento de ella se lo pedía.
De pronto, Ignasi oyó, a través de la roca, como un comentario de Quimet, con voz bastante apagada y seguido todo de una brusca exclamación:
—Cuidado, ten atención, que esto está… ¡Oh…!
Y al momento llegó al espantado Ignasi un terrible ruido de piedras desprendidas. ¡Y él aguantó firme la cuerda, y estaba en posición buena, bien seguro para retener la sacudida que estaba esperando!
Cayeron piedras y más piedras y Miró vio pasar muchas por delante de su vista. A él no le dio ni una, y sólo le llegó una gran polvareda desde abajo, con olor de azufre en el ambiente. Después, silencio. La cuerda de seguro, en su mano, no le había dado ninguna sacudida.
—¡Quimet! ¿Estás bien?
Pero no obtuvo respuesta alguna.
—¡Llopis! ¡Quimet! ¿Estás bien? ¡Contéstame, por favor!
Pero Llopis no contestó. Ignasi quiso recuperar algo de cuerda pero esta le llegó sin presión, flácida… ¡Cortada limpiamente por las aristas de las rocas de granito al caer!
Quimet Llopis ya no contestaría nunca más. Había caído por la recta trayectoria de la pared muy vertical, junto con las piedras y con el polvo que justo empezaba a aclararse.
—¡Quimet! ¡Quimet! ¡Contéstame! ¿Dónde estás? ¿Estás bien?
Ni Quimet ni la montaña contestaron a las angustiadas demandas de Ignasi Miró. Un terrible silencio se estaba adueñando de aquel severo ámbito vacío a tres mil metros de altura, encajado y dominado entre la cresta de Salenques y la cresta de Tempestats, que el espantado escalador estaba viendo desde arriba, demasiado manchado por las piedras recién caídas.
¿Qué tuvo que hacer Ignasi, colgado y quedado de golpe completamente solo, situado a media pared del Margalida y con un pobre trozo de cuerda de cáñamo en las manos, seccionado por la caída de las piedras? No era buena su situación pero tuvo que resolverla él, con sus menguados medios, bajando como pudo, peligrosamente, sin otra ayuda que su espantado espíritu en medio del imponente muro del pico de Margalida. Pero él tuvo más suerte que su compañero y se pudo arreglar, bajando presa tras presa y ayudándose a descolgar, a veces, con su miserable trozo de cuerda rota, hasta lograr llegar junto a la rimaya, que era una gran boca amenazante abierta de par en par entre la roca y el pequeño glaciar. La nieve estaba allí muy sucia por las piedras que habían caído, dando la horrible sensación de que gran parte de la pared se había hundido dentro de la enorme boca abierta. ¡Quimet Llopis tampoco estaba junto a las piedras caídas! ¡Seguramente había caído también al interior de la terrible boca entre el hielo y la roca! Ignasi se acercó con cuidado y miró y remiró y volvió a mirar, y a chillar y a rogar, y a desesperar. No vio nada, ni oyó nada. La montaña estaba muda de nuevo, como si aquel silencio llevara siglos y siglos de existencia, sin dejarse oír el más leve rumor.
Ignasi, rendido, llorando por dentro y por fuera, tuvo que aceptar la catástrofe: su amigo había desaparecido, atado a un cacho de cuerda rota, tragado y hundido en las entrañas de la montaña. Y no tuvo más remedio que emprender un retorno completamente vencido: camino largo, triste, decepcionado. Fueron muchas horas las de aquel regreso por una senda que le pareció eterna y bajo una tenue lluvia, solitario, desmoralizado y terriblemente triste.
Cuando halló un teléfono, Ignasi llamó a Barcelona, a los amigos del Centre Excursionista de Catalunya diciendo lo que había sucedido. En aquella época no existía la Guardia Civil de Rescates en Montaña ni los bomberos especializados y cuando sucedía una desgracia o desaparición de un montañero debían encargarse de la búsqueda los amigos y una recién constituida Hermandad de Rescates llamada San Bernardo. Y estos no tardaron en activarse: dejaron trabajo, familia y otras obligaciones y salieron inmediatamente varios grupos hacia Benasque para subir con prontitud junto con Ignasi, quien subió con ellos por el largo camino del valle del Ésera, por Pla d’Estanys y los enormes pedregales del lago y la Vall de Barrancs hasta llegar de nuevo al glaciar de Tempestats, al pie de la imponente pared del Margalida.
Allí buscaron todos con denuedo, y llamaron de nuevo, y los más valientes se metieron rapelando hasta lo más profundo de la cavidad formada por la rimaya.
Nada. No encontraron nada más que una clavija medio oxidada, caída e hincada en la nieve. Pero ningún vestigio personal de su amigo Quimet Llopis, ni huella alguna que pudiera explicar lo sucedido.
La cara norte del Margalida, donde cayó y desapareció Quimet Llopis.
Quimet tuvo que haber sido tragado en su caída por la gran grieta hasta lo más remoto de su profundísima anfractuosidad entre hielo y roca. Y hasta allá ya no podía llegar ser humano alguno.
El único consuelo que tuvieron Ignasi y los amigos pudo ser:
—La montaña se lo ha quedado. Él quería mucho a la montaña y la montaña le ha correspondido: se lo ha quedado para siempre.
Y tuvieron que retornar todos a la ciudad, cansados y tristes.
Nuri, la novia de Quimet Llopis, una chica estupenda, no pudo hacer otra cosa que llorar y conformarse, como todos, a la fuerza.
Para todos, el recuerdo de Quimet, «Quimitxi», sería eterno. Él había entrado ya a ser un símbolo. Ahora ya formaba parte de la propia montaña y de la Historia de la Montaña.
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Pero, medio siglo más tarde tuvo que suceder algo impensado: pasados casi cincuenta años, Quimet Llopis reapareció.
En octubre de 2001, dos chicos, dos buenos escaladores que eran hermanos, hicieron en un día frío, de cara ya al invierno, la cresta de Salenques y, una vez alcanzada la cumbre del Margalida, bajaron rapelando desde la brecha inicio de la Cresta de Tempestats. Estos dos hermanos eran precisamente hijos de un antiguo amigo mío y de Llopis y, recordando lo que su padre les había explicado muchas veces sobre la vida y desaparición de Quimet, por ello decidieron bajar por delante, y al poner los pies en el glaciar de Tempestats, muy menguado ahora a causa del evidente cambio climático, buscaron la casi inexistente rimaya con intención de tener un piadoso recuerdo hacia el antiguo amigo de su padre. Recogieron la cuerda y, sin necesidad de cramponear porque el glaciar prácticamente no existía por ser sólo nieve blanda y poco extendida, atravesaron por encima de lo poco que restaba hasta las piedras.
Y cuando pasaron justo por debajo del gran diedro de la cara norte del Margalida, algo les llamó la atención.
—¿Qué es esto? —dijo uno de ellos.
—Si aquí hay restos de ropa, y una cuerda rota, y… ¡unos huesos! ¡Son restos humanos!
—¿No serán de…?
—No pueden ser de nadie más que del amigo de nuestro padre, el que murió aquí precisamente.
Los dos hermanos, emocionados, no tocaron nada. El tiempo se estaba poniendo mal, hacía frío y estaba amenazando una nevada de otoño, que allá arriba y en octubre no podía ser otra cosa que la llegada del invierno. Levantaron un hito, como referencia, en lo alto de una gran piedra, para dejar bien localizado el lugar de los restos ante las inminentes nevadas de otoño y de invierno, y se volvieron a su casa para comunicar el hallazgo a su padre y a los veteranos amigos suyos. Y naturalmente también en Benasque avisaron de ello a la Guardia Civil de montaña.
Y cuando pasó el invierno y lució la primavera y vino el verano, y se pudo suponer que allá en lo alto, al pie de la pared del pico de Margalida, la nieve se habría asentado y ya estaría de nuevo visible todo lo que hubiera podido quedar cubierto de nieve durante el periodo de mal tiempo, volvieron al lugar marcado. Y allí esperaba lo que quedaba de Quimet Llopis, aguardando ser recogido. Poca cosa era: restos del pantalón bávaro de pana, de un viejo jersey y de un anorak rasgado; unas clavijas oxidadas, con unos mosquetones de hierro en el mismo estado, prendido todo por un trozo de cuerda de cáñamo desgajada y blanquecina y, algo más allá, había lo que podían haber sido unas botas roídas por la humedad y por el tiempo. Y unos huesos humanos recordaban que habían mantenido, medio siglo atrás, la figura alta y erguida de Quimet Llopis, «Quimitxi», Joaquín López Valls, según decía claramente un viejo carnet de identidad que también apareció (de los primeros que se hicieron, plastificados, en los años cincuenta). El hielo había conservado algo de los datos indicados pero el recuerdo de aquel montañero entero y animado, feliz siempre, no necesitaba hielo para seguir en la memoria de sus antiguos amigos, todos veteranos ya, entre los que me incluyo yo mismo. La montaña nos lo había devuelto, al desaparecer prácticamente el glaciar que lo había tragado.
¿A quién había devuelto la montaña los restos de Quimet Llopis? A su familia no, porque ya no tenía familia pues sus padres habían muerto lógicamente años atrás. ¿A Nuri, su novia? Tampoco porque esta buena muchacha, aunque le había querido mucho, había tenido que resignarse y más tarde hallaría, por ley natural, otro cariño y formaría otra familia. Porque el recuerdo de la historia romántica de la novia-viejecita del joven guía desaparecido en los Alpes siempre ha sido una anécdota muy bella, muy literaria y bonita de contar pero humanamente poco real.
Sus amigos sí restan, restamos todavía, y le tendremos en nuestra memoria mientras vivamos. Y reviviremos las conversaciones con él, y yo no olvidaré nunca los rayos durante nuestra escalada al Gato de la Peña Santa de los Picos de Europa, y también recordaré siempre sus expresiones de despedida en Vega Huerta, cuando él se marchaba cojeando hacia la Canal del Perro mientras Vicente y yo nos disponíamos a enfrentamos con la inmensa cara sur de la Peña Santa.
La montaña le quería tanto como él quería a la montaña, y ella se lo quedó. Pero sólo fue por un tiempo relativamente corto. La montaña, que no es injusta, lo ha devuelto a los amigos.
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Estos casos no son los únicos de desapariciones y reapariciones en la montaña. Mas no todas las desapariciones se han resuelto con la reaparición —mucho tiempo o poco tiempo más tarde— del cuerpo de la víctima. A fin de cuentas habrá que atribuir a las leyes de la Naturaleza, y a la nobleza de la Montaña, los casos que tuvieron un retorno después de haber sido retenidos entre los misteriosos pliegues del mundo de las cumbres y los hielos.
El más conocido y divulgado universalmente de estos casos ha sido el de los británicos George Leigh Mallory y Mathew Irvine, desaparecidos en 1924 relativamente cerca de la cumbre del Everest, cuando esta montaña era todavía un mito de realidades imprecisas. Nunca más se supo de ellos, salvo algunos detalles que surgieron posteriormente: en 1933 fue hallado a 8440 metros por el alpinista inglés Wynn Harris, un piolet en un lugar muy cercano a la arista nordeste de la gran montaña, ámbito de la desaparición de 1924. Este piolet primeramente fue atribuido a Mallory, aunque posteriormente, por unas marcas precisas, se aseguró ya que era el de Irvine.[18]
Muchos años más tarde, en 1999, fueron hallados a 8156 metros unos restos humanos que, por confirmadas referencias, eran todo lo que quedaba de Mallory. El lugar del hallazgo no estaba en la posible vía de ascensión de 1924 sino mucho más abajo pero sí en una muy lógica proyección, por lo cual se intuyó que el alpinista caería o se deslizaría a lo largo de un gran trecho por la ladera occidental de la arista, para morir —o llegar ya muerto— en aquel punto. Aparecía con una pierna rota, una gran brecha en la cabeza y con un trozo de cuerda desgajada y rota atada a la cintura.
De Irvine no se han vuelto a obtener más datos, a pesar de lo mucho que ha sido recorrida actualmente la zona superior del Everest, dada la profusión de expediciones tanto montañeras clásicas como comerciales. Siempre ha existido una creencia o posibilidad de que los dos, o uno solo, hubieran llegado a la cumbre en 1924 para perecer allí o en el descenso, aunque esta posibilidad cada vez es considerada más improbable porque, teniendo en cuenta el mucho tiempo transcurrido y lo ya muy visitado de la zona, jamás se ha podido descubrir ningún indicio que pudiera certificar la realidad de la romántica pero utópica suposición.
También se ha pensado en la probabilidad de poder ser hallada la pequeña cámara fotográfica que llevaba Mallory, la cual —de ser recuperada y de estar en buenas condiciones el carrete que contuviera— podría facilitar gráficamente algunos datos de lo acaecido a la famosa cordada el día 8 de junio de 1924, fecha de su desaparición, antes de que les sobreviniera el final. Pero hasta el momento (2005) no se ha hallado —o si se ha hallado no se ha difundido— ningún posterior hallazgo referente a ello.
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En 1972 tres componentes de una expedición austríaca atacaron el Manaslu por el llamado Valle de las Mariposas, en la cara noroeste. De ellos uno sólo, Reinhold Messner, alcanzó la cima pues sus compañeros, Jäger y Schlick, sucumbieron vencidos por la terrible tormenta que les asaltó en los rellanos superiores de la gran montaña. Y allí en lo alto, a más de ocho mil metros, siguen todavía sus cuerpos para dejarse ver, algunas veces, impávidos y congelados como para saludar (o dar un susto) al esforzadísimo alpinista que está llegando a la cumbre. ¿Serán devueltos estos dos montañeros algún día a las tierras bajas y a su patria tirolesa? Es muy difícil pues no están en zona glaciar, móvil, donde un movimiento natural podría transportarles, con el tiempo, a altitudes inferiores. Estos están condenados a montar la guardia eternamente allí, cristalizados y medio enterrados en la nieve sobre los ocho mil metros.
Otros dos famosos escaladores británicos posteriores, Peter Boardmann y Joe Tasker, desaparecieron en 1982 cuando recorrían la difícil y todavía no culminada arista noreste del Everest. Se supone que se despeñaron por la cara sureste hacia el glaciar Kangshung, eterna reserva glaciar, la más alta del Tíbet. Hasta ahora no se ha obtenido ningún rastro de ellos. Posiblemente algún día aparecerán sus cuerpos, transportados por el movimiento del glaciar, y entonces «podrán explicar» algo a las generaciones alpinistas de la época en que esto suceda.
En 1986 sufrió una caída en una grieta del K2 el alpinista italiano Renato Casarotto, eterno solitario y eterno vencedor de las montañas más difíciles, hasta sucumbir en esta grieta de la segunda cumbre del mundo. Cuando ocurrió esta caída, un equipo de rescate estaba a la vista y acudió a atenderle, pero el caso es que no pudo hacer nada. Sus restos quedaron en la grieta hasta ser descubiertos de nuevo por una expedición catalana en 2004. Esta vez han sido piadosamente recogidos y descendidos a la base de la montaña, donde reposan bajo una piedra conmemorativa, junto a la tumba de Mario Puchoz, también italiano, que fue víctima de aquella montaña durante la expedición triunfadora de 1954.
Y han sucedido muchos más casos como estos, en los cuales los muertos en los hielos no se han tocado del lugar, depositados devotamente en un entorno grandioso y eternamente conservador, tanto de la carne como del espíritu.
La montaña siempre se explica. Ella no desea retener a los que la visitan. No es injusta. Es el hombre quien puede ser injusto cuando sin consultarla se interna en su reino de sublime dureza. Y es el hombre quien puede sucumbir en su sino y quedarse definitivamente en sus poderosas entrañas.
Las montañas no son injustas. Siempre acaban por devolver o explicar dónde quedaron los restos de sus devotos —y a veces encegados— admiradores.
El desaparecido refugio de Vega Huerta, que estaba situado al pie de la fenomenal cara sur de la Peña Santa, en los Picos de Europa.