Capítulo IX: Las injusticias de la Jungfrau

En los Alpes hay muchas montañas, muchísimas. Todas son altas, todas son imponentes, todas son bonitas. Y cada una tiene su personalidad según su presencia, según su entorno, según su historia. Pero ninguna, vista desde el fondo del valle, tiene la belleza y el simbolismo que siempre ha originado por su presencia la Jungfrau en el Oberland Bernés. En el corazón de los Alpes de Suiza.

Por lo general las montañas tienen nombre masculino, como el Mont Blanc, el Cervino, el Mont Brulé y muchos más en los Alpes, y el Aneto y el Monte Perdido en los Pirineos, y el Everest y el K2 en el Himalaya. Es menos corriente que tengan nombre femenino pero también los hay, pues tenemos las Grandes Jorasses en los Alpes, y la Pica d’Estats, la Maladeta y la Collarada en los Pirineos. Pero la más universal de las montañas «femeninas» es la Jungfrau.

La Jungfrau siempre ha recibido esta apelación desde que en tiempos antiquísimos fue fundada y habitada la población de Interlaken y, más tarde, la de Grindelwald. La presencia de la Jungfrau es femenina, atrayente. Es enorme pero de líneas tan bonitas, tan blancas y tan diáfanas que no podía recibir un nombre rudo y masculino. Los mismos duros pastores y leñadores de la montaña, que serían los primeros en descubrirla, serían también los primeros en considerarla montaña femenina e inventarse su leyenda.

Desde tiempo inmemorial, cuando los primeros hombres que llegaron a Grindelwald descubrieron aquella alta e impresionante montaña, tan blanca y diáfana, todos pudieron imaginar que sus luces, transparentes en la mañana, eran como suaves velos de una novia. Y que su armónico perfil siempre les recordaría a una airosa mujer. Por ello la llamaron Jungfrau, palabra que traducida a nuestra lengua significa «joven dama», «bella señora», «grácil esposa».

La Jungfrau tenía montañas vecinas, las cuales, lógicamente, también tenían que recibir nombres adecuados, como si fueran todas una familia: a la izquierda de la Jungfrau se alza una montaña casi tan alta como la Joven Dama, también blanca y agradable, mas a pesar de ello, tiene un toque masculino; pronto se le encontró parecido a un monje bueno con hábito blanco y por eso le llamaron «Mönch» (el Monje). Y más a la izquierda, queda otra montaña, esta más agria, algo más baja, más negra, más llena de nubes, más hosca… A esta la llamaron Eiger (El Ogro). La imaginación popular había agrupado a las tres cumbres dándoles la personalidad de hermanos: la mayor era la «Joven Dama», bella, estética, accesible… pero mujer al fin, porque se podía poner dura cuando quisiera. El hermano mediano era el «Monje», blanco y bueno, sin dar muchos problemas y agradable a todos. Y el pequeño, también un chico, era áspero, duro, realmente malo: el Eiger, el terrible Ogro. La historia de estas montañas ha dado razón a la leyenda o puede que fuera la leyenda la que creara su historia. El Eiger, con su complejo de no alcanzar los «cuatro mil» por escasos treinta metros, ha sido terrible y seguirá siéndolo, con una relación de tétrica dificultad alpina llena de dramas y de muertes. El Mönch sigue hoy siendo el chico bueno de la familia, sin presentar dificultades, pero con una presencia imponente a la vez que agradable.

A la mayor, la Joven Dama, como todas las damas jóvenes y menos jóvenes, le ha gustado siempre hacerse admirar y que la admiren… aunque de vez en cuando se pone revés y entonces deja de ser una compañera amable.[15]

Con lógica, fue la gran dama donde primero se fijaron los ojos ávidos de los hombres conquistadores de montañas, una avidez que tenía que transformarse —como pasa con las mujeres— en un gran cariño. Estos primeros hombres eran de una familia importante, selectos industriales de la ciudad de Aarau, situada al norte del Lago de los Cuatro Cantones, junto al ya caudaloso río Aar: Johann Rudolf Meyer, hombre del siglo XVIII, era topógrafo y tenía además una imprenta y un molino de seda y, merced a estos oficios, hizo y publicó los primeros mapas y un atlas de su país («Atlas de la Suisse») y más tarde, siempre aficionado a las montañas, confeccionó un formidable mapa en relieve, una gran maqueta de los Alpes suizos, la cual, todavía hoy, se puede admirar en un museo de Lucerna. No está muy claro si se aficionó a las montañas por su trabajo o si se dedicó a su trabajo por su afición a las montañas. Pero esto da igual. El viejo Meyer logró en 1787 la primera ascensión al Titlis, montaña de 3239 metros situada en el corazón de Suiza, y en el corazón de Europa pues en poco espacio allí mismo nacen las principales cuencas fluviales europeas: hacia el norte (Rhin), el este (Danubio), al sur (Po) y al oeste (Ródano). Este hombre tuvo que dejar en herencia a sus hijos la afición a las montañas, y así, Johann Rudolf Meyer II y su hermano Hieronymus Meyer fueron quienes se fijaron a principios del siglo XIX en la belleza de la Jungfrau. Deseando conocerla bien, buscaron colaboradores para su idea de conquistar esta montaña. Les costó encontrar hombres preparados para ello pero finalmente los hallaron en el Lotschental, un valle escondido tras las cumbres que dominan el gran glaciar de Aletsch, en el Valais de habla suizo-alemana. Estos colaboradores eran cazadores de rebecos y buscadores de cristales, y conocían bien los secretos de las rocas y de los hielos. Se llamaban Aloys Volker y Joseph Bortes y se comprometieron a llevar a los hermanos Meyer a lo más alto de la bella Jungfrau. A lo largo de cuatro días, el pequeño grupo traspasó el collado de Lotschental (3178 metros, donde hoy está el refugio Hollandia pero donde entonces no había más que hielo, nieve, viento y nieblas) y, atravesando las grandes extensiones de hielo de las partes altas de los glaciares tributarios del Aletsch, alcanzaron la cadena secundaria de Kranzberg y por ella siguieron a Luihorn, Rottalhorn y el enhiesto collado de Rottal (Rottalsattel) que les llevó finalmente a la cumbre. Era el 3 de agosto de 1811.

Lógicamente, esta conquista tuvo que costar a los Meyer muchas penalidades y mucho esfuerzo pero además les ocasionó un enorme disgusto porque cuando regresaron a su base su desengaño fue enorme: ni las explicaciones suyas ni las de los guías convencieron a la gente del pueblo, tan incrédulos como envidiosos, y nadie quiso aceptar que la Jungfrau, tan alta y tan llena de hielos resplandecientes, había sido conquistada.

¿Veleidades de los hombres, rencores de unos y de otros, vanidad humana ultrajada, o venganza de la gran montaña-mujer?

Esta fue la primera injusticia de la Jungfrau. Pero los Meyer tenían su orgullo, y su nombre no podía quedar en entredicho después de su ya intensa relación con los Alpes. Los dos hermanos Meyer cedieron al hijo de uno de ellos la misión de defender el honor familiar. Era el joven Rudolf Johann Meyer III, hijo de Rudolf Meyer II y nieto de Rudolf Meyer I. Furioso, fue a buscar a los dos guías que habían acompañado a su padre y a su tío para que le ayudaran a rehacer la ascensión y dejar el apellido bien limpio de dudas o de habladurías.

Y así, un año más tarde, en verano de 1812, nuevamente los dos cazadores-guías-cristaleros, ya conocedores del itinerario, acompañaron al muchacho Meyer por la misma vía de la vez anterior, y llegaron todos a la cumbre nuevamente. Mas en esta ocasión, como buenos suizos, iban bien preparados y sacaron una enorme bandera roja que hicieron ondear para que fuera bien visible su nueva conquista (suponiendo que no hubiera nubes) desde un lugar previamente convenido llamado Strahlegg. Así hubo testigos que confirmaron que los Meyer, si bien hacían grandes cosas, también sabían demostrarlo. A la vez que decían a grandes voces que no mentían, aclaraban que eran inteligentes.

La injusticia, si la hubo, quedaba así barrida, y el nombre de los Meyer estaba limpio. Pero con ello se ganó algo más, y muy importante: el apellido de los dos guías del Valais, que por dos veces habían llevado a los Meyer a la cumbre de la Jungfrau, quedó perpetuado, y hoy siguen existiendo en aquel cantón, familias de guías de montaña con los apellidos Volker y Bortes.

La hermosa silueta que originó a esta montaña el nombre de la «joven dama».

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Esta no fue la única injusticia de la Jungfrau. En 1872, una dama alpinista, buena alpinista por cierto pero algo altanera, quiso retar a la otra dama, la eterna joven dama representada como montaña. Y, para hacerlo mejor, el reto fue en invierno. Miss Meta Prevoort, norteamericana, quiso lograr la primera ascensión femenina de la Jungfrau y en invierno, acompañada de su sobrino, el joven W.A.B. Coolidge, futuro reverendo y también futuro gran alpinista.

Ya se ha dicho que Miss Meta era buena alpinista pero como era mujer y además sabía gastar bien sus muchos dólares, esta vez organizó su expedición de manera algo cómoda, si cabe, para ella: contrató una cantidad importante de hombres —guías o porteadores, pero bien fuertes—. Se dice que fueron seis y en otros lugares se ha escrito que fueron más. Y por el glaciar de Aletsch se hizo remolcar, montada ella en un trineo, por tantos hombres. Cuando ya no se pudo tirar más del trineo hacia arriba, ella, dignamente, se apeó y, como ya se ha dicho que era buena alpinista, siguió trepando de la mejor manera por sus medios propios y humanos —que no le faltaban— hasta llegar a la cumbre de la Jungfrau, acompañada por su sobrino, por los muchos guías y, además… por un perro llamado Tschingel, que ya era famoso no sólo por tener un ama rica y excéntrica sino por ser un «buen perro alpinista» que hizo muchas «primeras caninas» en su vida. Este último detalle es curioso de contar aunque no entra en la idea de «injusticia». Concretamente suponemos que al perro le gustaría la montaña (porque de no gustarle, su exigente ama le habría despachado pronto).

Mas si hubo injusticia en esta ascensión tuvo que suceder más tarde: Miss Meta, en cuanto hubo destrepado de la Jungfrau y llegó contenta de su primera invernal junto a su trineo aparcado en el glaciar, se sentó dignamente en él y ordenó a sus guías-porteadores-criados que empezaran a arrastrarlo (o a frenarlo, porque el glaciar de Aletsch en sus partes superiores tiene una buena pendiente y el trineo correría más de lo previsto).

Se ha registrado esta ascensión como primera invernal, y femenina, aunque podría registrarse también como «primera injusticia social en los anales del alpinismo». De todas maneras hubiera sido necesario investigar en los pareceres de los guías que tiraron del trineo para comprobar si lo consideraban injusticia o no. Y también depende la apreciación de «injusticia» de la cantidad de dinero que los guías recibieron después de esta operación. Sabemos que en aquella época, los ciudadanos suizos, especialmente los de las aldeas de las montañas, no andaban muy boyantes económicamente y, posiblemente, el entrar al servicio de una dama alpinista llena de dólares fuera un trabajo bien remunerado, aunque hubiera que tirar o frenar del trineo de la señora, donde ella decidiera.

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A lo largo de los años, la Bella Dama Jungfrau habrá visto más injusticias. Podría ser considerada así la que ocurrió también en el tercer tercio del siglo XIX, y muy relacionada con un escritor francés. Este escritor, el famoso Alphonse Daudet, creador de «Tartarín de Tarascón», quiso prolongar las historias de su héroe en otro libro que tituló Tartarín en los Alpes, y en él describe muy grotescamente, con su estilo burlón, la vida en la Suiza alpina por el año 1880, así como un desarrollo falso de las ascensiones a la Jungfrau y al Mont Blanc. Daudet viajaría en las diligencias de la época y conocería el ambiente turístico del lugar, y se alojaría en los hoteles de la época, algunos de ellos ya muy buenos en la zona. Esto es justo. Pero lo que no es justo es cómo describió el ambiente de los alpinistas de aquel tiempo, al cual ni se asomó. Leyendo sus páginas cualquier alpinista comprueba honradamente que el autor jamás pisó la nieve de los Alpes, ni se calzó unos crampones —a los cuales llamó «ganchos-kennedy»—, ni jamás se ató a una cuerda, ni jamás dormiría, ni una noche siquiera, en un refugio de los del momento —que tenían que tener precisamente mucho sabor—, ni anduvo ni diez minutos detrás de un guía alpino, que en su tiempo eran ya muy buenos y tenían un gran valor humano que no describió. La ascensión que cita a la Jungfrau, por el itinerario glaciar del viejo refugio Guggi (Guggihütte) y con unos guías que tacha de rarísimos, es completamente disparatada, y si la Joven Dama tuviera oportunidad de leer esta historia se consideraría tremendamente ofendida por verse mencionada con tamaña desfachatez. Igual se puede decir de una frustrada ascensión de Tartarín al Mont Blanc, que hizo finalizar de la manera más insólita y fuera de lugar geográficamente. Los montañeros no podemos juzgar si el humor de Daudet era bien acogido cuando se centraba en las cacerías de leones, veraces o no, pero lo que sí podemos afirmar es que las grotescas actividades de Tartarín en los Alpes no pueden entrar, ni a empujones ni apoyadas en un humor cáustico, en la clara literatura de montaña. Sabemos que siempre se puede haber paseado algún «Tartarín» por las montañas de cualquier lugar del mundo y ello es disculpable y hasta da colorido al ambiente. Pero burlarse, no sólo de las montañas sino de los refugios, de los guías y hasta del mismo lector, deja un mal regusto.

La Jungfrau tuvo que sentirse muy ofendida por aquel escritor que para burlarse de un determinado tipo de hombre, desaprovechó las magníficas ocasiones que la hermosa montaña-mujer le ofrecía para describir todo lo que de bueno e imponentes tienen los Alpes.

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¿Más injusticias en la Jungfrau?

Sí, hubo otra gran injusticia. Una gran injusticia iniciada a finales del siglo XIX que no todo el mundo habrá considerado injusticia pues muchos la habrán aceptado como una gran obra: el ferrocarril de la Jungfrau, que parte de Grindelwald para finalizar en la estación de Jungfraujoch a 3454 metros, dominando allí el inmenso río de hielo que fluye hacia el mediodía, el glaciar de Aletsch, el más grande y el más espectacular de la Europa continental.

En su tiempo se hicieron muchas y muy buenas obras en los Alpes pero esta tuvo que ser la más imponente. Su promotor, un activísimo personaje de Zúrich llamado Adolph Guyer-Zeller, fue capaz de llevar esta adelante, aunque no la pudo ver finalizada porque murió en 1899 y la obra del ferrocarril de la Jungfrau no finalizó hasta 1912. Esta línea de ferrocarril de alta montaña estaba destinada a llegar a la misma cumbre de la Jungfrau pero la Primera Guerra Mundial paralizó la construcción en el Jungfraujoch, y allí se quedó. Hay que reconocer que la obra fue imponente, pero también hay que decir —y sin metáfora alguna— que las entrañas de la montaña se revolvieron espantosamente a causa de ella. Y nada fue más cierto porque la obra abrió, con la ya no tan elemental técnica del momento, un larguísimo túnel de siete kilómetros en las entrañas del Eiger y del Mönch, con un gran ventanal que domina la llamativa cara norte del Eiger; allí hoy hay una estación intermedia llamada Eigerwand y por ella, sin ningún respeto a la Naturaleza —y más injustificadamente en un país tan respetuoso de lo natural como es Suiza—, fueron echando al vacío toneladas y toneladas de los escombros resultantes de la perforación del túnel.

Posiblemente, en aquella época, muy pocos, o nadie, levantarían la voz contra esta obra. Hoy no se haría, o se haría de otra manera. Pero ya está hecha y, a lo largo de más de un siglo, de todo el siglo XX, miles y miles de turistas han subido y han bajado del Jungfraujoch por medio de aquel ferrocarril, y han admirado la ingente obra. Y puede que también bastantes turistas hayan contemplado y descubierto desde allí las montañas. Y digo «turistas» en vez de «viajeros» porque este ferrocarril no ha sido de utilidad pública como todos los demás ya que, según ha dicho alguien, «no conduce a ninguna parte».

¿A ninguna parte? Sí, conduce al más fenomenal mirador de toda Europa, donde deberían extasiarse los ojos y los corazones llegados desde todos los lugares del mundo. Pero ¿todos los turistas de este ferrocarril están preparados para admirar semejante cuadro de montañas?

Y nosotros, los alpinistas, ¿debemos considerar tamaña obra como una injusticia contra la montaña? ¿Tenemos derecho a ello? Como montañeros podemos subir a pie por el viejo camino del Jungfraujoch, cramponeando en los extensos pasos sobre hielo y a lo largo de muchas horas de marcha. Y una vez en lo alto podemos contemplar este panorama de todo el glaciar de Aletsch, especial para nosotros. Pero, por otra parte, pueden subir ahora allí miles de personas que habrán llegado allí sin preparación y sin esfuerzo alguno y sólo para obedecer a un programa turístico. ¿Puede enojarnos el saber que entre tantos cientos de miles de personas que habrán subido allí, habrá habido mujeres con zapatos de tacón y abrigos de pieles, hombres gordos y mofletudos incapaces de dar un paso, y que todos ellos pueden haber llegado allá arriba, haber dado un ligero vistazo al panorama que ofrecen los ventanales y seguidamente sentarse a tomar un vaso de cerveza sin contemplar nada más?

Nosotros sí podemos opinar. La Jungfrau, en cambio, no dice nada. Sólo de vez en cuando se revuelve y manda una tormenta contra los «alpinistas de pega» que, más o menos vestidos de montaña, dan unos cortos paseos por los alrededores de la estación de Jungfraujoch, o bien contra las cordadas que, sin mucho entrenamiento, se atreven a subir a la cumbre de la Jungfrau desde esta base tan facilona, sin aclimatación alguna a la altura, ni la necesaria preparación para hacer montaña a este nivel.

Y las cumbres hermanas de la Jungfrau, el Mönch y el Eiger también se deben sentir defraudadas por esta injusticia, y por ello responden de vez en cuando a su aire. El Mönch, con su hábito blanco y su agradable figura de buen clérigo, acepta a todo el mundo y sólo de vez en cuando, y suavemente, lanza un rugido. En cambio, el hermano pequeño, el ceñudo Eiger, a quien le agujerearon gran parte de su corazón de roca para abrir el túnel, y en cuyas entrañas tuvo que ver morir a muchísimos obreros en accidentes laborales durante la obra, este sí protesta y mucho. Y lo pagan las cordadas que se atreven a escalar su cara norte, tan larga y difícil, con tanta mala fama desde el principio de su terrible historial.

A lo largo del tiempo, los sucesores de Herr Guyer-Zeller habrán ido recaudando dinero y más dinero —¡porque este viaje en tren cremallera es caro!— mientras las familias de los obreros que murieron en la obra ya no pueden acordarse de ellos porque ha pasado ya demasiado tiempo. Y, año tras año, el tren con su vía dentada, el túnel y los silbidos de la máquina, han entrado ya a formar parte de la geografía del territorio. ¡Y hasta acabamos nosotros, los alpinistas, en someternos al progreso, y en subir en los tentadores vagones que nos llevan, sin dar un paso, hasta la estación de Jungfraujoch a 3454 m!

¿Injusticias de la Jungfrau? ¡Injusticias de la vida!

La Jungfrau.

Agustín Faus y Quimet Llopis en los Picos de Europa en 1952. Foto reproducida de una revista de montaña de la época.