I. Invierno de 1954: No hubo injusticia
¿Pueden una tormenta o una intensa nevada, por fuertes que sean, o la falta de dos o tres palmos de cuerda ser responsables de una injusticia en la montaña?
¿Tuvo la montaña la culpa de que nuestra cordada no recibiera en 1954 la bendición de un día bueno para hacer la ascensión, o de que nuestras cuerdas no tuvieran la suficiente longitud para llegar a alcanzar la arista superior del Naranjo de Bulnes?
Yo sé muy bien que el Naranjo no tuvo culpa alguna en todo ello, ni de que nuestros esfuerzos para lograr la primera ascensión invernal se vieran truncados. Y que, una vez vencido lo más duro y dificultoso, no pudiéramos culminar por completo la ascensión. Ni de que luego, lógicamente, se reconociera la primera ascensión invernal a otros que fueron allí dos años más tarde con más suerte que nosotros en el tiempo.
Ni yo ni mis compañeros de cordada dijimos jamás que había sido una injusticia lo que nos sucedió durante aquel terrible día en el Naranjo. Fue, sencillamente, un día más de montaña invernal y con mal tiempo. ¿Tuvimos mala suerte? Tengo que decir que no fue una injusticia, ni diré que tuvimos mala suerte aquella vez, porque salimos bien los cuatro del problema, sin percance alguno y —lo que vale mucho más— nos quedaron ganas de seguir haciendo montaña, cosa que no sucede a todo el mundo después de una experiencia demasiado dura.
Después se comentó que la montaña había sido injusta con nosotros y fueron muchos los que nos quisieron reconocer la ascensión. Pero nosotros, los cuatro de la cordada, manifestamos que la escalada no había quedado hecha por completo, y que el Naranjo no fue injusto con nosotros. No hubo tal injusticia ni procedía tal distinción. Además, aunque sólo por un día de retraso, tampoco era ya invierno, era primavera. ¡Pero qué primavera más dura, Señor! Sin embargo, ahora sigo afirmando que aquella fue una jornada completa. Muy completa. Escribí de ella unas páginas para la revista Peñalara (núm. 323, enero-febrero de 1955), escrito que transcribo casi por completo a continuación para que, a medio siglo de distancia, se pueda juzgar su acontecer. Yo no puedo juzgar, y mis compañeros de cordada (cuando hay uno que nos ha dejado ya y otros que hacen ahora muy poca montaña) tampoco. Además, en el largo tiempo transcurrido se han hecho, sufrido y logrado cosas extraordinarias en el Naranjo y en otras montañas. Lo que sí puedo añadir, y con satisfacción, es que después he vuelto más veces al Naranjo y que siempre he disfrutado con su roca y con su ambiente de perfecta verticalidad. Fuimos los primeros en llegar a sus paredes en invierno y los primeros en intentar escalarlo en invierno aunque no exactamente hasta la piedra más alta. Y fuimos también los primeros es ser rechazados —terriblemente rechazados— por las furias invernales cuando lo teníamos al alcance de nuestros dedos.
Yo pienso seguir toda mi vida queriendo al Naranjo de Bulnes, y sabiendo que esta montaña nunca fue injusta conmigo ni con nosotros.[11]
Lo que pasó en la primera invernal del Naranjo
(Mis compañeros de cordada fueron Antonio Moreno, Máximo Serna y Rafael Pellus).
Lo del Naranjo fue el lunes 23 de marzo de 1954. Hacía 24 horas que había acabado el invierno. A las cinco y media de la mañana salimos del refugio, todavía inacabado entonces, donde vivíamos hacía día y medio. El día anterior había sido bueno, y ahora lucían algunas estrellas en el cielo, pero soplaba un fortísimo ventarrón, que ya nos preocupó nada más salir. La nieve no crujía ni resistía bajo nuestros pasos, sino que se hundía cosa de un palmo, señal nada buena. ¡Qué habríamos dado en aquellos momentos por tener un cielo estrellado y brillante, quieto, de estos donde parece que las estrellas mandan millares de agujitas que se clavan en la carne de nariz y mejillas, que es lo único que se acostumbra a llevar descubierto en estas ocasiones!
Pero no nos quisimos desanimar. Pensamos que por remontar un poco la Canal de la Celada no íbamos a perder nada, y que si la cosa se presentaba fea, con retornar al refugio y volvemos al saco en espera del buen tiempo la cosa quedaría solucionada.
Bajando de la «incompleta» primera ascensión del Naranjo. A. Faus, A. Moreno y R. Pellus. Marzo de 1954. Foto: M. Serna.
Subimos así presurosos por el empinado canalón, relevándonos a menudo en cabeza, pues el marcar huella en aquella nieve profunda resultaba algo pesado. Las ráfagas de viento Sur no nos abandonaron ni un momento, y al llegar a la meseta superior, tuvimos que hacer un poco de títeres sobre piedra recubierta de «verglass» que amenazaba con echarnos abajo, cosa que afortunadamente no pasó. Allí ya se había ido la noche, pero no podía decirse que hubiera llegado el día. En el cielo no había ni estrellas ni nubes, ni estaba azul. Todo él era gris, igual, casi verdoso, espeso. La pared del Naranjo se veía también del mismo color, ni húmeda ni seca, con un aspecto blando, repelente.
—Son las luces del amanecer —nos dijimos, y nos convencimos de que las luces del amanecer le dan este aspecto a la roca. ¡Lo que puede la autosugestión de cuatro escaladores que no tienen ganas de volverse al refugio!
Nos encordamos y empezamos a subir por la empinadísima ladera de nieve que en verano es la pedrera que conduce al arranque de la pared. Al pie de la grieta donde se empieza la vía normal dejamos tres mochilas, dos pares de crampones y tres piolets. Yo seguí con mi mochila, donde guardé los otros dos pares de crampones «Grivel», ligerísimos, y mi piolet de mango desmontable, junto con manoplas de repuesto, cantimploras con té, algo de comida y las «cagoules» de los cuatro. Había que pensar en la posibilidad de un vivac y, entre cuatro, bien podía uno sacrificarse y subir de último haciendo de «porteur». Esta función me tocó a mí, aunque reconozco que no fue muy pesada.
Foto histórica. Primera foto que se hizo en invierno desde la base del Naranjo. 1955
Como es natural, preferimos empezar por la vía normal, evitando complicaciones. No había nieve en la parte baja de la pared, y ello nos permitiría efectuar el paso horizontal sin tropiezos. ¡Bastantes tropiezos íbamos a encontrar en la parte de arriba, según se adivinaba más que se entreveía! Antonio y Rafa se ayudaban mutuamente y se turnaban en cabeza en los primeros pasos, no muy difíciles pero peligrosos, porque el viento quería lanzarles fuera de la pared. Máximo cuidaba de las cuerdas y de los seguros, y en último lugar subía yo, que ya tenía bastante trabajo con mi mochila llena de cosas que siempre pesan y con las preocupaciones por el mal tiempo, que veía llegar y cuya inminencia notaba con una sensación nada agradable.
Más tarde, cuando Antonio desapareció tras el abombamiento del paso horizontal, el viento se enfureció, se enardeció y nos tuvo desarticulados por unos momentos. Rafa aprovechó unos segundos de calma y se lanzó al flanqueo, pero a mitad, antes de alcanzar la clavija fija, tuvo que estar un largo espacio de tiempo encogido sobre una presa para no ofrecer tanta resistencia al huracán. Mientras, Máximo me miraba no muy tranquilo, y los dos nos veíamos con los mismos ojos pesimistas incluidos en el inmenso color gris que nos envolvía. Gris hacia arriba y gris hacia abajo. Ni cumbre ni abismo. Los Tiros de la Torca, que hasta unos momentos antes todavía se adivinaban, también habían desaparecido. Quedábamos nosotros, solos, abandonados, prendidos en aquella pared inhumana… Luego también se marchó Máximo. Antes de que se lo tragara la roca, su silueta oscura se fue borrando, esfumándose en el tétrico gris que nos envolvía. Quedé solo y no quise cavilar mucho, pues no era oportuno. Ahora estábamos ya en plena lucha. Ya nadie pensaba, ni podía pensar, en los sacos de dormir calentitos, ni en los infiernillos zumbadores calentando sopa allá abajo en el refugio. Había que pensar en lo que nos esperaba a lo largo de las horas que iban a seguir, en cómo estaría la parte superior, en qué desenlace iba a tener esta aventura, que se complicaba minuto a minuto…
La cuerda de «nylon» se sacudía violentamente. Yo no sabía si era por causa del viento o si era que mis invisibles compañeros me llamaban. No había que pensar en comunicarnos a voces ni a gritos. Aguanté las sacudidas hasta que calculé que Máximo había llegado a su destino, y entonces, dando unas inútiles llamadas de atención tomé las presas del flanqueo. La cuerda se retiraba y hasta me tiraba demasiado, confirmando que en el otro lado estaban pendientes de mí. Al sacar el mosquetón de la clavija de anilla fijada a mitad del paso horizontal, noté en la cara el castigo de los primeros copos de nieve, duros y fríos, lanzados lateralmente por la fuerza del viento. Medio minuto más tarde, al juntarme con Máximo que estaba solo en la segunda plataforma, la nevada era declaradamente espesa y perversa.
—¿Y los demás?
—Han proseguido. Hay que ganar tiempo pues las cosas se ponen mal.
Sí, había que ganar tiempo. Pero yo miraba hacia abajo y Máximo también. Estábamos todavía a dos rápeles del suelo tan sólo… Pero sé que de haber ido nosotros en cabeza, hubiéramos seguido para arriba, mientras los de la cola hubieran pensado en la retirada…
Hacia arriba fue peor. Pasé muchas horas ya sin volver a ver a Antonio. A Rafa le veía sólo en algunas reuniones de cuerda. Yo llegaba y él marchaba. Se iba para arriba, llevándose una cuerda recubierta de nieve, buscando unas presas recubiertas de nieve, hundiendo su figura recubierta de nieve en una grisalla que no era más que nieve. Nieve que no caía, sino que rebatía furiosamente contra nosotros, proyectada por el huracán, que a cada momento aumentaba en potencia… No podíamos hablar porque no nos oíamos, ni siquiera soltando las palabras a bocajarro. Máximo y yo pisábamos unas pequeñas presas inclinadas sin levantar los pies, sabiendo que al alzar la suela de goma, aquel suelo se convertía en una pendiente escurridiza de hielo. La nieve, espesa y constante, se amontonaba sobre nuestros pies, en los brazos, en la capucha, en las mangas, en las rodillas. No valía la pena quitarla porque inmediatamente volvería a colocarse, y además la tela del anorak quedaría húmeda.
Al fin, dejamos la propia pared vertical, sobrepasados los canalizos. Allí, en verano, acaba la escalada, y la cordada puede seguir prácticamente con las manos en los bolsillos. Rafa estaba allí, en una pequeña plataforma, atado a dos clavijas nada seguras y manteniendo la cuerda por detrás de un pico de piedra. Luego Rafa se marchó sin decir nada, desapareció de nuestra vista tras la guía de la cuerda que tiraba hacia arriba. De pronto se paró. Pasó rato y más rato. Máximo y yo no sabíamos nada. Ni nos podíamos mover.
—¡Rafa…! Rafa… ¿Qué pasa?
Nada. Nadie contestaba. Aquella espera era angustiosa, pesada. ¿Qué hacían? ¿Por qué no seguía moviéndose la cuerda hacia arriba? Pasó mucho rato, muchísimo. Máximo y yo tuvimos tiempo sobrado de pensar de nuevo en los sacos de dormir calentitos y en las sopas hirvientes y reconfortantes que nos hacíamos en el refugio; hasta en las cancioncillas que tocábamos con flauta a dos voces después de cenar…
De pronto, Rafa se dejó oír. Estaba a 30 metros sobre nuestras cabezas. En peores condiciones que nosotros, completamente solo. Pedía cuerda, mucha cuerda, toda la cuerda que pudiéramos darle. Pasó mucho tiempo hasta que nos desencordamos y nos atamos los dos al final de la cuerda. Era muy laborioso, era muy lento trabajar de aquella manera. Rafa se impacientaba, chillaba, gritaba. Decía que Antonio necesitaba mucha cuerda, toda la cuerda posible. Máximo y yo acabamos atados a medio metro de distancia el uno del otro.
—¡Bueno, ya está! ¡Vete tomando!
La cuerda se fue lentamente para arriba. Entonces supimos lo que pasaba: Antonio había visto que en la Gran Gradería no había garantía para asegurar y quiso subir él solo metros y metros hacia arriba, valientemente, todo lo que dieran las dos cuerdas atadas, hasta llegar a la cumbre, o a la arista por lo menos, para hacernos subir desde allá. No supo nunca si lo había logrado. Sin piolet, sin crampones, dentro de aquel infierno vertical y gris, en medio de la tormenta, subió hasta que se acabó la cuerda. Confesaría luego que allí pasó miedo, muchísimo miedo. Nosotros también teníamos miedo allá abajo, sin saber nada de nada. Máximo, al intuir la tensión de los de arriba me dijo:
—Me parece que vamos a tener que rezar algo.
Yo le contesté que hacía ya mucho rato que lo estaba haciendo…
Volvió a pasar mucho tiempo. ¿Qué pasaba allí arriba? Abajo no sabíamos nada. Sólo sabíamos que nevaba, que nevaba cada vez con más intensidad, y que el viento no cejaba. Antes soplaba furiosamente, a ráfagas. Ahora era un vendaval horrendo que proyectaba la nieve a la pared dejándola pegada. Todo estaba blanco. Ya no era gris. Toda la pared estaba recubierta de una costra de nieve y nosotros también. Sentíamos crujir las mangas del anorak. Yo notaba humedad en donde los tirantes de mi mochila tocaban a los hombros. ¡Pobre plumífero! Donde pisábamos ya había cuatro dedos de hielo.
De golpe cayeron unas cuerdas. Nos pareció adivinar que Antonio decía que bajaba. «Bueno, la retirada, menos mal. Vale más retroceder que seguir en estas condiciones». Antonio llegó, más bien cayó, a lo largo de las cuerdas empapadas, resbaladizas.
—¡Dice que ha llegado arriba!
No sé lo que pensarían los demás, pero yo no pensé nada. ¡Qué importaba el triunfo! ¡Lo importante ahora eran los rápeles, la bajada, el Jou Tras-el-Picu, el refugio! Preparamos el rápel mientras Antonio decía que se cuidaba del descenso de Rafa. Seguro que ahora Máximo ya no tenía tiempo de pensar en rezar. Pensaría en los nudos de las cuerdas, en la seguridad de las clavijas, en el hielo que recubría la pared… Al empezar a bajar, yo volví a mis Padrenuestros pensando en aquellas clavijas que se movían… Se bajaba mal, las cuerdas de «nylon» no estaban endurecidas como las de cáñamo, pero en ellas resbalaban las manoplas empapadas. Abajo había una plataforma inclinada que al pisarla resbalaba… Llegaron los demás más deprisa de lo que uno puede soñar. Otro par de cuerdas silbaron para abajo, hundiéndose en la grisalla. Otra oración, otra plataformita resbaladiza. Sabía que allí en verano, se leen unas letras escritas en la roca a punta de martillo. Pero ahora no había que pensar en eso; había que buscar la anilla de la clavija. ¿Dónde estaba? Había que buscar, hundir la mano en la nieve, tantear. Sí, allí estaba.
—¡Venga, la cuerda! ¡Corre! ¡Cuidado, que este suelo tiene muy mal…!
Otro rápel, otras maniobras. De nuevo a buscar otra clavija. Ahora ya parecía algo mejor. La pared seguía siendo una coraza de hielo, seguía nevando igual y el viento soplaba igual o más fuerte si cabe que antes; con el roce de los rápeles el agua había traspasado los hombros de anorak, plumífero y jersey de todos. Pero sabíamos que el quinto rápel ya tocaría el suelo.
El suelo… El suelo era un inclinadísimo nevero. Rafa, al llegar, casi se coló dentro de la profundísima rimaya. Al fin vi llegar al último, a Antonio Moreno, desaparecido para mí desde horas antes, desde el principio del paso horizontal.
—Pero, ¿has llegado arriba?
—Creo que he quedado a dos palmos o a dos metros de la cresta superior, porque no he podido subir más por falta de cuerda.
Sólo sabía que cuando la cuerda no dio más de sí, allí bullía más la tempestad; no se entretuvo en esperarnos y volvió a bajar enseguida, con miedo a caer hacia abajo a cada paso. Eran dos cuerdas de nylon de treinta y cinco metros atadas por los cabos, y cuarenta más de cáñamo en total; ciento diez metros útiles de cuerda. Él creía que desde la última clavija hay menos de cien metros hasta la arista superior, junto a la cumbre. Nosotros también. Calculamos eso. Al criterio de los demás dejaríamos si aquello valía o si no valía como ascensión. Ahora no había que pensar en eso, sino que había que recuperar el último rápel, tozudo, que no quería ceder.
Dimos una vueltas al azar a las dos cuerdas. No cedían. Otras vueltas en sentido contrario. Nos colgamos los cuatro de la cuerda. ¡Sí, cedía! Los cuatro bajamos, arrastrando la cuerda pesada con nosotros, dando volteretas por el nevero empinado, hasta que al fin nos inmovilizamos. Estábamos abajo. ¡Gracias a Dios! Máximo todavía tuvo humor de sacamos una foto en aquel estado, y otra del Naranjo, «para que la gente viera que la cosa no era broma».
oOo
Esto tiene un epílogo. Volvimos a Madrid diciendo que creíamos que el equipo había vencido, pero sin querer asegurar nada. Hubo sus discusiones y sus controversias. A partir de junio, varias cordadas subieron al Naranjo por la normal y todas volvieron diciendo que no habían hallado nuestra última clavija y mosquetón, el juego del primer rápel de Rafa y Antonio. Nosotros cuatro empezamos a aceptar lo inevitable y a hacer planes para otro intento en el próximo invierno. Si no valía, había que volver.
Pero más tarde, el problema tuvo su aclaración. El 4 de agosto de 1954, justamente cincuenta años más tarde de la primera ascensión al Naranjo por el Marqués de Villaviciosa, Rafa y yo formábamos parte de las cordadas que subían la imagen de la Virgen de las Nieves para entronizarla en aquel formidable zócalo de seiscientos metros, y como conocíamos el lugar, dimos con nuestra clavija y con nuestro mosquetón, ennegrecidos ya por el tiempo, situados en la parte alta de la Gran Gradería. Con la Santina a cuestas medimos la distancia hasta la arista terminal. Algo menos de ciento diez metros. ¡Antonio Moreno había llegado a la arista superior!
II. Invierno de 1969: Una terrible injusticia (Ortiz y Berrio)
Hasta dos años más tarde, las paredes del Naranjo no fueron visitadas de nuevo en invierno y esta vez fue por los vascos Ángel Landa y Pedro Udaondo. Se hablaba mucho del Naranjo en invierno pero estaba difícil llegar. Nosotros (Rafa Pellus, Antonio Flores y yo) estuvimos en 1955 a su pie, envueltos en mal tiempo durante seis días y sin poder siquiera asomar la cabeza por las ventanas todavía inacabadas del pequeño refugio. Habíamos llegado por los Horcados Rojos con esquís y para marcharnos, osamos bajar esquiando por la Canal de Camburedo invocando a la buena suerte para que —dado lo mucho que había nevado— no desencadenáramos ninguna avalancha. Tuvimos suerte y llegamos enteros a Puente Poncebos ya por la noche. Pero el Naranjo seguía sin haber sido escalado por completo en invierno.
En enero de 1969 sonó un campanazo: «Dos montañeros inmovilizados en el Naranjo de Bulnes». Era tan importante la noticia que hasta la prensa, la que nunca se ocupa de montaña, saltó unánime en todo el país. Dos montañeros vascos, Francisco Berrio y Ramón Ortiz, tolosano y donostiarra, habían partido para escalar el Naranjo también en invierno y no habían vuelto. Se sabía que no eran unos desconocidos porque querían atacar por la cara oeste, la Vía de Rabadá y Navarro, la más difícil en aquel tiempo.
La máquina humana de salvamentos empezó a funcionar. Era una máquina espontánea porque en aquel tiempo no existían todavía los servicios de rescate en montaña de la Guardia Civil. De Bilbao, y de todo el País Vasco, de Santander, de Asturias y también de Madrid y Cataluña acudieron montañeros a Arenas de Cabrales para ayudar a resolver la situación. El tiempo era malo pero algo había que hacer. Aparecieron también los primeros helicópteros pero aquellos eran unos Bell 205 del SAR (Salvamento Marítimo) y no podían hacer mucho en la montaña. Sólo pudieron hacer servicios de aproximación. Yo también estuve, como montañero y como informador. Y viví aquellos días de tensión que iban a desembocar en un desenlace durísimo, que ya se temía. Tan duro que nadie lo quería aceptar.
Ortiz y Berrio eran buenos escaladores. La invernal del Naranjo se había logrado ya, trece años antes, pero quedaban muchas vías para hacerlas en invierno. Y ellos optaron por la cara Oeste, la más difícil. Sabían dónde iban, y sabían también que lo podían hacer.
Pero aquí entró la injusticia. Superaron los primeros pasos y el famoso «tercer largo»; pasarían bien los primeros vivacs, habiendo dejado atrás la posibilidad de «salida de emergencia» desde el vivac de los Tiros de la Torca. Superarían los pasos clásicos y ya conocidos.
Y después efectuaron el flanqueo hacia la izquierda ayudados de un rápel pendular el cual, una vez recuperado, ya deja cortado todo retroceso. Seguirían ascendiendo, dominando pasos de sexto, hasta la Plaza de Rocasolano y hasta la otra repisa. Cuarenta metros más arriba habían superado los pasos peores. Pero se habían quedado allí, colgados los dos, inmovilizados.
¿Qué les había sucedido? Hubo que haber subido después a la cumbre para verlo desde arriba y recuperarlos. Primero se intentó llevar a los equipos de rescate en helicóptero, pero los pesados aparatos de salvamento marítimo que sólo había entonces no valían para hacer vuelo estacionario sobre una cumbre barrida continuamente por el viento. Hubo que subir escalando. Llegaron ocho montañeros a lo alto y desde allí dos de ellos fueron descendidos por un cable, mantenidos por un tambor de rescates. Noventa metros más abajo los salvadores dieron con ellos: Ortiz y Berrio estaban encordados con tres cuerdas, colgados de ellas pero separados por una arista de roca. Muertos, yertos. Daba la impresión de que se habían despeñado desde mucho más arriba, desde casi la cumbre y que al caer los dos, las cuerdas se habían quedado retenidas por una prominencia de la roca… Arriba del todo, justo al finalizar la escalada, tenía que haber un taco hundido por Rabadá y Navarro en su primera ascensión, y este taco no estaba en «su» sitio. Este taco estaba suelto, colgado por un mosquetón en la cuerda de atar de Ortiz y Berrio, junto con otras clavijas.
Esto demostraba que en el último paso, el primero de cuerda había caído, había arrancado el taco. Ninguna clavija pudo salvarle y se había llevado a su compañero… ¡Y los dos iniciaron una diabólica caída… que no llegó al suelo porque la cuerda quedó atascada en una repisa! Y allí quedaron los dos, colgados, separados, con muchos golpes y prácticamente estrangulados por la cuerda… ¿Muertos ya? ¿Esperando la liberación de su agonía por la llegada de la muerte por congelación?
El drama había desvelado ya la injusticia: injusticia porque eran buenos escaladores. Injusticia porque habían culminado casi la vía oeste del Naranjo, y en invierno. Injusticia porque al precipitarse no cayeron hasta el fondo para acabar de una vez, sino que la montaña los retuvo todavía… ¡Y además separados!
Ortiz y Berrio estaban todavía allá arriba, colgados, muertos. Se iba a intentar recuperarlos con cierta suavidad. Pero ni esta suavidad era posible. Hubo que optar por lo más práctico y rápido. Lo más tremendo. Era terrible pero ya no había que exponerse a más accidentes para «salvar» a dos cadáveres rotos y congelados desde varios días. Un simple tajo de navaja.
Y dieron el último salto de su existencia. Todos los grupos de rescate nos volvimos a casa tristes, apenados. El último consuelo que teníamos era saber que se homologaría a Ortiz y Berrio la «primera invernal de la Oeste del Naranjo de Bulnes».
Ha pasado el tiempo, mucho tiempo. Ha habido muchos accidentes y otras cordadas han escalado allí en invierno. ¿Se ha respetado la homologación que se habló de conceder, después de muertos, a Ortiz y Berrio?
¿Ha habido justicia o se han adjudicado la «primera» otros posteriormente?
III. Invierno de 1970: Otra terrible injusticia (Lastra y Arrabal)
Puntualmente, un año después, volvió a surgir la noticia: otra cordada había quedado prisionera por el invierno en el Naranjo de Bulnes. Otra vez los titulares en los periódicos, cada vez más grandes, y ya las primeras noticias en televisión. Y otra vez la máquina de los salvamentos en marcha. La montaña se ponía en primera página.
La cordada esta vez era de Madrid. Gervasio Lastra, bien conocido como escalador y José Luis Arrabal, también conocido aunque más joven y más recién llegado, perteneciente a la juventud moderna, con barba, con pelo largo, algo excéntrico. En 1970 este aspecto físico todavía no encajaba con el ambiente de montaña. Pero Arrabal pronto se había hecho amigo de todos: era buen muchacho, aprendió pronto y enseguida estuvo en la primera línea.
En verano, esta cordada había hecho la Oeste del Naranjo, asegurándose bien de los problemas que podían hallar en invierno, y hasta hicieron una pequeña picardía (o trampita): dejaron colocada una cuerda fija en el punto más complicado de la parte superior, el paso que creían que en condiciones invernales, y ya fatigados, les podría costar muchísimo. Tenían un equipo de apoyo al pie de la montaña que iba dando noticias de sus progresos: habían dudado un poco en el primer vivac de los Tiros de la Torca (el único punto desde el cual hay escapatoria de la pared) pero prosiguieron entregándose a la Gran Travesía (segundo vivac), los Diedros y hasta la repisa llamada (simbólicamente) Plaza de Rocasolano. Luego tuvieron que realizar la dura escalada hasta la repisa superior, aguantando viento furioso y mucha nieve ya que está muy arriba, cerca de la cresta. Allí llegó Arrabal con mucho frío, sin tacto en manos ni en los pies, y ayudó a su compañero a subir. Al llegar junto a él, Lastra le atendió, le instaló en un vivac algo confortable pero el muchacho ya no reaccionó del esfuerzo. La única solución que tenían allí era ya terrible, sólo la salida hacia arriba.
Al otro día Lastra se dedicó a localizar la cuerda que habían dejado fija el verano anterior para resolver con ella el último paso, verdaderamente muy difícil y duro… ¡Pero no encontró la cuerda! El viento la habría movido dejándola fuera de su alcance, y no estaba donde pensaban hallarla. Aquí empezó el desastre.
Arrabal seguía sin reaccionar. Lastra no se vio capacitado para proseguir solo ni para abandonar a su compañero. Y no se dedicaron a nada más que a esperar ayuda. Su equipo de apoyo levantó la voz de alarma y empezó a funcionar el rescate.
Pero entonces todavía no existían los servicios de rescate en montaña de la Guardia Civil. El equipo de rescate éramos los que estábamos en la ciudad, en Madrid, en Barcelona, en Valencia, en Santander, en Asturias… Y empezó a salir gente. Yo fui en un helicóptero del Ejército del Aire que salió de Madrid, y hallamos ya en Arenas de Cabrales un gran contingente de gente montañera dispuesta a ayudar. El presidente de la Federación Félix Méndez se hizo cargo de la dirección, ayudado por Florentino Carrero, el Vicepresidente, entonces comandante de aviación. Se encauzaron las operaciones. El refugio al pie del Naranjo, pequeñísimo entonces, estaba lleno de rescatadores y además había tiendas por todas partes. Pero en aquellos días nadie había podido escalar el Naranjo por la vía normal, ni siquiera se había podido tomar contacto con los sitiados en la arista. La montaña era un puro caparazón de hielo.
Los helicópteros del SAR (rescate marítimo) no podían operar en la montaña por ser muy grandes. Llegó un pequeño Alouette, el primero de la Dirección de Tráfico, que precisamente acababa de llegar, con su piloto el comandante Pastin, de un curso de salvamentos aéreos en Alemania. ¡Vaya estreno hizo! Empezó a revolotear por los Picos y su eficacia fue decisiva. Al principio no pudo sobrepasar la altura del Naranjo para depositar a alguien en la cumbre, porque las ráfagas de viento se lo impedían (lo sé muy bien porque iba yo en él y sé el miedo que llegué a pasar). Se optó por dejar una mochila en manos de los sitiados; después con un cable colgando del Alouette se pudo arrancar a Arrabal del lugar del vivac y proporcionarle las primeras ayudas. Arrabal estaba muy mal, no reaccionaba, mientras que Lastra se mantenía fuerte. Más abajo, otro helicóptero mayor le llevó directamente al hospital de Oviedo… Lastra bajó por su propio pie, rapelando por la cara sur del Naranjo.
G. Lastra en el helicóptero que le rescató en el Naranjo.
Respiramos todos…
Pero ¿se había acabado la pesadilla después de unos días de vivac y tres de rescate?
No del todo porque Arrabal, en el hospital de Oviedo, no reaccionaba. Y no reaccionó, pues tuvo que morir allí unos pocos días más tarde. Fue un terrible epílogo. Esta fue la gran injusticia de aquella escalada y de aquella múltiple operación de rescate. No era justo que después de tantos padecimientos y después de tantísimos esfuerzos de hombres movilizados, viniera la muerte de uno de los rescatados.
En 2005, treinta y cinco años más tarde, podemos citar las consecuencias justas de aquella operación:
Y, afortunadamente, no hay muchos accidentes.
oOo
Todos estos comentarios son justos e injustos.
La vida de los hombres, como la de las montañas, es así, justa e injusta.
Primera intervención por un helicóptero en el rescate al Naranjo. Todavía está el refugio, muy pequeño. 1970.